CAPÍTULO XXIX

MIENTRAS ROMA DECLINA (395-430)


I. El cuadro histórico


Todavía una llama iluminó el período que tomamos ahora en consideración: es la de Agustín. Tiene de particular que ella se encendió en la antorcha de Ambrosio —era el año 386 cuando el joven rector se convirtió, experimentando la fascinación por el obispo de Milán—, para después hacer luz en la época siguiente —a partir de su pontificado en Hipona en el 396—.


Esta edad fue distinta de la teodosiana. Ya no habrá más un imperio sabiamente reorganizado y enérgicamente unido por la mano firme de un gran emperador cristiano. Habrá dos princeps pueri, Honorio y Arcadio, sentados en el trono respectivamente de Occidente y de Oriente; y un vándalo, Estilicón, su parens, empeñado sin éxito en evitar la fractura entre las dos partes del Imperio y en cortar el flujo bárbaro, que desde el Danubio y el Rhin comenzaba a precipitarse sobre las regiones occidentales. Tales condiciones se traspasaron al tejido social, económico y cultural, agudizando las diferencias entre las dos partes. Más pobre la occidental, expuesta a peligros y a profundos cambios de costumbres y de mentalidad, y siempre más desarraigada de un Estado débil e impotente. Más abastecida de recursos económicos la pars oriental, aún respetada por los bárbaros y resistente —por la fuerza del poder central— a impulsos disgregadores.


Estos fenómenos disgregantes ahondaron el foso entre las dos iglesias: más marcadas llegaron a ser las diferentes “vocaciones” teológicas —especulativa la oriental y práctica la occidental—, y se diversificaron las competencias pastorales, inéditas especialmente para los obispos de Occidente, que se encontraron de frente al resurgimiento de nuevas culturas, de iglesias nacionales y de problemas de “suplencia” del Estado; una suplencia que, sin embargo, reforzó la autonomía y la autoridad de los mismos obispos, al contrario de cuanto sucedía a sus colegas orientales, siempre más supeditados al poder imperial.


1. Disgregación de Occidente


Los bárbaros fueron los que animaron de manera muy particular la escena de este período. Contra su amenaza reaccionó Oriente enérgicamente. También su Iglesia69. Todo hizo que los bárbaros considerasen más oportuno tomar el camino de Occidente. En un primer momento, los godos de Alarico fueron vencidos por Estilicón en el 402 en Polenzo y en Verona; los ostrogodos de Radagaiso también fueron detenidos —después de una batalla en Fiesole en el 406—. Pero precisamente el último día del año 406 se verificó una verdadera inundación de bárbaros: suevos, alanos, vándalos, burgundios. Para detenerlos, Estilicón había pensado estrechar un foedus con Alarico, pero esto le procuró la acusación de traidor —“semibarbarus proditor” lo llamó el presbítero Orosio— y la muerte en el 408. La consecuencia fue que los germanos tuvieron vía libre. En el 410 Alarico saquea Roma, y en el 412, su sucesor, Ataulfo, lleva a los visigodos a la Galia meridional, donde, en el 418, Valia establece el estado de Tolosa. Entretanto, ya en el 411, se daba la instalación de los burgundios en la misma Galia, y de los vándalos y suevos en Hispania. Se trataba de aquéllos que habían sido considerados foederati; verdaderamente cambiaron el rostro de los territorios ocupados por ellos, dando también vida a una economía decadente. Poco antes, en el 410, Bretaña se había separado del Imperio, con la constitución del estado celta de Armórica.


La situación era ya incontrolable, y empeoró una vez que en Rávena —ya capital de Occidente— murió en el 423 Honorio, al que sucedió —bajo la tutela de la madre, Gala Placidia— Valentiniano III, un niño de apenas dos años, hijo de Constancio III —el general asociado al trono por Honorio mismo y desaparecido prematuramente—. Mas precisamente la augusta Gala Placidia, no obstante su fuerte personalidad heredada de su padre Teodosio, no pudo evitar que continuase aquella expansión de los bárbaros, que alcanzaron también África en el 429 cuando desembarcaron los vándalos de Genserico.


Este desastre del Imperio puso también gravemente en peligro la obra de evangelización que la Iglesia había empeñado en los siglos precedentes. A tal respecto, la acción “disgregadora” de los bárbaros fue considerada más peligrosa por el hecho de que éstos venían frecuentemente acogidos como liberadores de las masas oprimidas por la política fiscal de Roma y por los abusos de los honestiores. Por tanto, no sólo se desarrollaron movimientos de profunda rebelión social —los bagaudes en la Galia, los circunceliones en África—, sino también tuvieron fácil juego arrianos y donatistas, señalando en la Iglesia la principal cómplice del gobierno imperial y de los “señores”, y agrupando de este modo a bárbaros y pobres del campo en un único frente anticatólico, el cual, en África especialmente, se encarnizó con despiadada persecución.


Precisamente desde África, Agustín había levantado su aguda mirada sobre el escenario total de la «ciudad del hombre» en disolución: en la profunda concepción de la Civitas Dei él había encontrado —para los hombres de su tiempo y por aquellos acontecimientos— un invencible motivo de confianza en la historia. Y lo había sacado a la luz para aliviar ante todo las llagas de sus africanos —donatistas incluidos—, con una incansable acción pastoral e intensa obra de persuasión. Quizás ésta su fe debió tocar el culmen cuando en el lecho de muerte, en el 430, los rumores que le llegaban de la Hipona asediada le dieron la percepción dolorosa —para el todavía romano— de que la escena de aquél mundo estaba de veras pasando.


2. La pars oriental

En Oriente, sin embargo, se respiraba otro clima. No angustiaban preocupaciones de supervivencia, la Iglesia oriental vivía una estación de vivas disputas doctrinales, mas también de ásperas contiendas, que, por lo más, venían animadas por la intervención de la autoridad estatal. Ya en el 397, a la muerte de Nectario —sucesor del Nacianceno—, el ministro Eutropio impuso en la sede de Constantinopla a Juan Crisóstomo contra el candidato de Teófilo, obispo de Alejandría (385-412). Mas este último no se dio por vencido y trató de acrecer su propia autoridad —también temporal— excitando el sentimiento nacionalista de los egipcios, así como movilizando el fanatismo de los monjes contra los últimos vestigios paganos70 y contra la comunidad judía. Cuando después Crisóstomo, por su celo moral, perdió el favor de la emperatriz Eudoxia, esposa de Arcadio, Teófilo lo hizo condenar por el sínodo de la Quercia en el 403. Aunque el santo obispo fuera reclamado con furor por el pueblo y reivindicase con fuerza la superioridad del oficio sacerdotal sobre el poder político, fue definitivamente exiliado al Ponto, donde murió poco después, en el 407.


En realidad, el emperador de Oriente actuaba de verdadero jefe de la Iglesia, regulando incluso las funciones litúrgicas y controlando las costumbres del clero y de los monjes. Cuando después, en el 408, subió al trono el joven Teodosio II, intensificándose el aura de sacralidad que cubría la persona del emperador, vino a crearse también en la corte un apasionado interés por las cuestiones estrictamente religiosas.


Así se asiste a un creciente fervor intelectual en torno a las máximas cuestiones de teología —entonces la verdadera reina de la cultura—. Notabilísimo fue el prestigio asumido por las escuelas de las distintas iglesias: además de aquellas más eminentes de Alejandría, Antioquía y Constantinopla —a la que también se reservaba la primacía jurídica—, dieron una gran contribución doctrinal las iglesias de Éfeso, Jerusalén, Edesa —de cultura siríaca—, Ciro —con Teodoreto, uno de los máximos historiadores del siglo—. Las grandes —y frecuentemente contrastadas— elaboraciones teológicas encontraron salida en dos concilios decisivos del período siguiente.


En un contexto así de vivo, Roma era atendida cada vez menos. La Iglesia de Occidente, por otra parte, tuvo que interesarse —entre tantas preocupaciones cotidianas— de otras cuestiones teológicas, ligadas más bien a aspectos “prácticos” —como la controversia origenista y el pelagianismo—.



II. La controversia origenista


Los principales protagonistas de esta controversia fueron dos personalidades notables de Occidente: Jerónimo y Rufino. Habían sido amigos desde la infancia, mas encontrándose ambos en Palestina, tuvieron ocasión de entrar en polémica; una polémica que repercutió en Roma de manera desmesurada.


La ocasión había sido creada por Epifanio de Salamina, el cual también se encontraba en Palestina en el 393. Este obispo estaba convencido de que los escritos de Orígenes, el gran teólogo alejandrino del siglo III, contenían errores teológicos —como las aserciones sobre la inferioridad del Hijo respecto al Padre y la preexistencia de las almas respecto a los cuerpos—. Se trataba de una cuestión de interpretación, ya que otros teólogos ilustres, en cambio, habían profesado —y profesaban aún — admiración por Orígenes: así Atanasio de Alejandría, Eusebio de Cesarea, Basilio de Cesarea, Gregorio de Nacianzo, Evagrio Póntico, los monjes egipcios y palestinos y, quizás en el mismo Occidente, Vitorino de Petovio, Hilario de Poitiers, Ambrosio; y, precisamente entonces, también Juan, obispo de Jerusalén, donde Epifanio había osado predicar.


Fue probablemente la crecida del consenso que tal predicación suscitaba lo que indujo a Jerónimo —en el pasado traductor de diversas obras de Orígenes, al cual había ensalzado como “ingenio inmortal”— a disponerse con Epifanio. Rufino, al contrario, permaneció firme en su admiración por Orígenes, y por eso fue injustamente atacado por Jerónimo; se turbó mucho por el cambio tan drástico de su amigo y, de vuelta a Roma, trató de defender su propia causa ante el papa Siricio —que ya había sido informado de la controversia—. Se dispuso, además, a traducir la obra mayor de Orígenes, el tratado Sobre los principios. Desde Belén Jerónimo reaccionaba enviando varias cartas polémicas y otra traducción del mismo tratado realizada por él mismo, hasta encender en la capital una verdadera contienda entre sus propios seguidores —entre los cuales estaba parte de la aristocracia romana— y los de Rufino —entre ellos Paulino de Nola—.


El nuevo papa, Atanasio (399-402), entretanto, se mostraba orientado a favor de Rufino, el cual le dirigió dos apologías —Ad Atanasium y Contra Hieronymum—, que provocaron la obra polémica más violenta de Jerónimo, la Apologia contra Rufinum, en tres libros71, de los cuales el último fue redactado en el 402 en forma de carta enviada a Agustín. El santo obispo de Hipona, consternado, intervino con una carta de deploración, para poner fin con decisión a la controversia. Desde aquel momento Rufino calló definitivamente, si bien Jerónimo no cesó de atacarlo con total falta de generosidad, hasta, incluso, después de la muerte de aquél.


Mas años después no les faltó a los origenistas notables admiradores, como Casiano, Vicente de Lérins, Sidonio Apolinar y Genaro de Marsella.



III. El pelagianismo


De esta controversia fue protagonista, en cambio, precisamente Agustín, que empeñó sus últimos decenios de vida y todos los recursos de su inteligencia y de su fervor apostólico en combatir las doctrinas de Pelagio. Éste —monje de origen británico, culto, asceta riguroso, sabio y apreciadísimo director espiritual— se había trasladado a Roma hacia el 385, dedicándose a una intensa actividad de escritor y de predicador, con el apoyo de la familia noble de los Anicios y sin que nadie contestase nunca su enseñanza. Mas, cuando en el 410, para huir del peligro visigodo, se trasladó a África, sus tesis encontraron la oposición de Agustín, que le hizo condenar en un concilio reunido en Cartago.


Pelagio consideró entonces oportuno marcharse a Palestina. Mas tampoco lejos fue perdido por la mirada de Agustín, que solicitó del papa Inocencio (402-417) la excomunión, del emperador Honorio un edicto de condena (418), y del nuevo pontífice Zósimo (417-418) —en principio conciliador— la definitiva excomunión, formulada en una larga encíclica llamada Epistula tractaroria. Los obispos que no la suscribieron —entre ellos Juliano de Eclano— fueron exiliados por Honorio y, además, expulsados por Teodosio II en el 430.


La gracia era el gran tema de controversia. Agustín había captado que cualquier afirmación que disminuyera su importancia trivializaba —sobre el plano doctrinal— el misterio de la redención, y comprometía —sobre el plano práctico— los fundamentos antropológicos de la ética cristiana. Pelagio, de hecho, creía optimistamente —casi a la par que la moral estoica— que el hombre podía —empeñando la propia libertad en la dura lucha contra el pecado— conseguir la perfección cristiana. Contra tal confianza, Agustín desarrolló en admirables tratados72 la doctrina del pecado original, por el cual todo acto humano se revela intrínsecamente pecaminoso, luego no meritorio, hasta que, por la libre sumisión a Dios, viene “salvado” por el Amor absolutamente gratuito. Aunque fuertemente marcado de pesimismo sobre la naturaleza concupiscente del hombre, el pensamiento de Agustín penetraba en aquella interioridad de la persona en la que reluce el esplendor mismo de Dios.


69En el discurso En torno al Imperio que el obispo de Cirene, Sinesio, tuvo en el 399, se expresó la quintaesencia de este espíritu antibárbaro. Y un año después el obispo de Constantinopla, Juan Crisóstomo, indujo al pueblo a expulsar al godo Gainas, que era el jefe del ejército.

70Fue destruido, entre otros, el espléndido Serapión de Alejandría.

71Llenos de insultos: «Serpiente, hidra, asno, perro».

72De natura et gratia; Contra Iulianum; De gratia et libero arbitrio; De praedestinatione sanctorum.