Un cristiano solo no es cristiano:
La Iglesia
Llega el momento de hablar de la Iglesia, algo que no acaban
de.digerir ni siquiera muchos que, en principio al menos, ven con
simpatía la figura de Jesús de Nazaret. Recordemos, por ejemplo,
que Franz Schubert, en los credos de sus misas omitía siempre el
«creo en la Iglesia».
La Iglesia y el Reino de Dios
A los judíos les gusta contar esta anécdota: Se anuncia a un
rabino que por fin ha llegado el Mesías. El abre la ventana, mira a
la calle, se vuelve de nuevo y dice: «No es verdad, Porque no veo
que haya cambiado nada».
«El judío -dice uno de ellos- sabe demasiado de la irredención
del mundo y no reconoce en medio de esta irredención ningún
enclave de salvación. La concepción de un alma redimida en
medio de un mundo irredento resulta para él algo esencialmente
extraño, originalmente insólito e incomprensible desde la raíz
misma de su propia existencia. Es aquí -y no en una concepción
puramente externa y nacionalista del mesianismo- donde estriba la
razón última del rechazo de Jesús por Israel»1.
Sin embargo, da la impresión de que el rabino miró mal cuando
se asomó a la ventana. «Todo» no sigue igual después de Cristo.
Por lo menos habría que constatar la aparición de la Iglesia. Y no
pretendo ser irónico, a pesar de que mis palabras recuerden sin
duda la famosa frase de Loisy: «Jesús anunció el Reino de Dios y
vino la Iglesia»2.
Esa frase admite una lectura correcta: «Jesús anunció el Reino
de Dios y (de momento) vino (ya) la Iglesia» que, en palabras del
Concilio Vaticano II, «constituye en la tierra el germen y el principio
de ese Reino»3.
Los judíos se imaginaban que el Reino de Dios caería
repentinamente sobre el mundo, acabando con el mal por las
buenas o por las malas. Sin embargo Dios respeta los ritmos de la
historia. Todas las parábolas del crecimiento (Mt 13) indican que el
Reino se irá extendiendo lentamente.
Los famosos sumarios de los Hechos de los Apóstoles, por
idealizados que puedan estar, ponen de manifiesto que en las
primitivas comunidades cristianas se había inaugurado ya la
«escatopraxis»4, la praxis del final de los tiempos:
«Todos los creyentes vivían unidos y tenían todo en común;
vendían sus posesiones y sus bienes y repartían el precio entre
todos, según la necesidad de cada uno» (Hech 2, 44-45).
«No había entre ellos ningún necesitado, porque todos los que
poseían campos o casas los vendían, traían el importe de la venta,
y lo ponían a los pies de los apóstoles, y se repartía a cada uno
según su necesidad» (Hech 4, 34-35).
También en la actitud que adoptaron los primeros cristianos ante
la esclavitud se manifestó que allí se estaba haciendo presente el
Reino de Dios. Séneca nos dice que los esclavos eran tratados
«como bestias y no como hombres»5. En efecto, los esclavos
pagaban en las aduanas idéntica tasa que los caballos, los
jumentos y las mulas: un denario y medio; y podían ser
comprados, vendidos o hipotecados.
Pues bien, en medio de ese clima espiritual, Pablo proclama que
entre quienes viven bajo el Reinado de Dios «ya no hay esclavos
ni libres» (Gal 3, 28) y, en consecuencia, en el interior de las
comunidades cristianas se confería el sacerdocio tanto a unos
como a otros. Por una carta de San Jerónimo, fechada a finales
del siglo IV, sabemos que eran frecuentes los esclavos que habían
recibido las órdenes sagradas6. Y no sólo el presbiterado, sino
también el episcopado. De hecho, fueron abundantes los conflictos
con los amos de los esclavos por esa razón. Pero, sin duda, lo más
significativo de todo fue la elección como Papa de San Calixto, que
había sido un esclavo fugitivo de su amo Carpóforo, hecho por el
cual fue condenado a trabajar en las minas de plomo de Cerdeña
en el año 188. Fue elegido Obispo de Roma el año 217 por una
gran mayoría frente al otro candidato, el culto y eminente teólogo
Hipólito, y permaneció al frente de la Iglesia hasta el año 222. Ante
semejante conducta no debe extrañarnos que Celso reprochara a
los cristianos que, por su forma de vivir, levantaban en medio del
Imperio romano una «voz de rebelión» (phoné stáseos)7.
Así, pues, todas y cada una de las comunidades cristianas
deben ser «sociedades de contraste»8 capaces de mostrar que
«el que está en Cristo es una nueva creación; pasó lo viejo, todo
es nuevo» (2 Cor 5, 17).
Llamadas a ser «sociedades de contraste», sí, pero también
amenazadas siempre de «mundanización»: «Vosotros sois la sal
de la tierra. Mas si la sal se vuelve sosa, ¿con qué se la salará?
Ya no sirve para nada más que para ser tirada afuera y pisoteada
por los hombres» (/Mt/05/13).
El retorno de los revolucionarios a la vida cotidiana
Dice Jean Mouroux que «los primeros cristianos se conducían
con la violencia de la juventud, con la impaciencia del amor»9. Hoy
puede damos la impresión contraria: Una Iglesia sumamente
organizada en la que las estructuras apagan la vida. Sin embargo,
como demostró Max Weber en un ensayo ya clásico10, un grupo
carismático que no se institucionalice acabaría por dispersarse y
desaparecer. De hecho, la institucionalización de la Iglesia no es
un invento de San Cipriano en el siglo III, como decían en otro
tiempo algunos teólogos protestantes, sino que se encuentra ya
en el Nuevo Testamento, y no precisamente en los escritos más
tardíos. Ernst Kásemann, un escriturista protestante de talla, en un
artículo titulado «Pablo y el precatolicismo», ha encontrado en el
gran defensor de los carismas y de la libertad de los hijos de Dios
un propulsor de la organización eclesial11.
Pablo, en efecto, no sólo aludía a menudo a su propia autoridad
como «apóstol de Jesucristo» (Rom 1,1; 1 Cor 1, 1; Gal 1, 1 ... ),
sino que en el documento más antiguo del Nuevo Testamento, la
primera carta a los tesalonicenses, menciona ya a «los que
presiden en el Señor» (1 Tes 5, 12-13). De hecho, Pablo y
Bernabé comenzaron en época muy temprana a designar
responsables en las Iglesias, «presbíteros» (Hech 14, 23); y en el
discurso a los presbíteros de Efeso (Hech 20, 17-38) menciona ya
a los episcopoi (v. 28).
La Iglesia, una comunidad de hermanos
Antes del Concilio Vaticano II estaba vigente una concepción
piramidal de la Iglesia: En la cúspide estaba el Papa; a sus
órdenes, los obispos; a las órdenes de éstos, los sacerdotes; y,
por fin, en la base de la pirámide, los laicos, sometidos a la
pasividad más absoluta. San Pío X, en la encíclica Vehementer
Nos (1906), llegó a escribir: «En la sola jerarquía residen el
derecho y la autoridad necesaria para promover y dirigir a todos
los miembros hacia el fin de la sociedad. En cuanto a la multitud,
no tiene otro derecho que el de dejarse conducir y, dócilmente,
seguir a sus pastores»12.
En realidad, en la Iglesia existen funciones distintas, pero eso no
equivale a dignidades diferentes. La respuesta de Jesús a la
pregunta de quién es el mayor en la comunidad de los discípulos
fue tajante: Ninguno. Expresamente compara a los suyos con las
estructuras autoritarias que eran frecuentes entonces en la
sociedad civil y prohibe la introducción de un estilo semejante en la
comunidad de sus seguidores (Lc 22, 24-27; cfr. Mt 23, 8-11).
Así, pues, la Iglesia debe ser una «sociedad de contraste»
también en el ejercicio de la autoridad. En efecto, si exceptuamos
las reiteradas exhortaciones a ejercer la autoridad como un
servicio (Mt 18, 1-4 y par.; Mt 20, 20-28 y par.), Jesús no dejó
instrucciones muy concretas de cómo debería ser gobernada la
Iglesia. Da la impresión de que, con tal de que se eliminara ese
peligro corruptor, tenía poco interés en determinar el modo con
que los jefes debían ejercer su autoridad. Sin embargo, cuando se
observa el ejercicio de la autoridad en la Iglesia a lo largo de los
siglos, la tensión entre teoría y práctica es innegable. Según
Bouyer, el «mal primordial» dentro de la Iglesia Católica es haber
hecho de la autoridad un dominium y no un ministerium, es decir,
una relación de subordinación y no un servicio a los hermanos13.
Por otra parte, tampoco existen en la Iglesia estados que sean
más perfectos que otros. En todos los estados debe aspirarse a
vivir en plenitud la vida cristiana. El Concilio afirmó además que
debe accederse a la santidad en y por medio del propio estado de
vida14; cosa que se daba por supuesta por lo que a los
sacerdotes y religiosos se refiere, pero era bastante novedoso
referirlo a los seglares (matrimonio, familia, trabajo, política ... ).
Y si podemos decir que la Iglesia local es una comunión de
hermanos en la fe, podríamos decir de igual forma que la Iglesia
universal es una comunión de Iglesias locales.
Precisamente, la razón de ser del primado romano es el servicio
a la comunión de todas las Iglesias. Este servicio de unidad
estaba ya claramente prefigurado en la posición de Pedro entre la
Iglesia de los judíos y la Iglesia de los gentiles. Pablo se sintió
personalmente enviado a los gentiles y mantuvo unido bajo su
autoridad el vasto campo misional de la gentilidad. De forma
similar, Santiago ejerció su ministerio entre los judeocristianos. Sin
embargo, Pedro, a diferencia de Pablo y Santiago, no pertenece
directamente a ninguno de los dos grandes bloques del
cristianismo primitivo, sino que está por encima de ambos
abrazándolos entre sí. Ahí radica lo peculiar y distintivo de su
misión. «No hay por qué callar -escribía años atrás el actual
Prefecto de la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe-
que con tales ideas se sientan también unas normas críticas para
la forma efectiva en que se ejerce el primado»15.
La Iglesia, «casta meretriz»
Hemos hablado hasta aquí de cosas que resultan fácilmente
perceptibles. Sin embargo no podemos acabar este capítulo sin
mencionar otras cosas que no se ven.
El Concilio Vaticano II dedicó el primer capítulo de la
Constitución Dogmática Lumen gentium a hablar del «misterio de
la Iglesia». Con esa expresión quería indicar que en la Iglesia hay
algo más de lo que el sociólogo puede ver. O, dicho con otras
palabras, que lo visible de la Iglesia hace presente algo invisible.
Naturalmente, el misterio sólo puede expresarse mediante
imágenes. El Concilio utiliza varias: redil, rebaño, campo, edificio,
templo... y, sobre todo, «Cuerpo de Cristo» y «Esposa de Cristo».
I/CUERPO-DE-CRISTO: En la perspectiva bíblica, el cuerpo es
el elemento por el que una persona se hace presente y actúa.
Cristo -ausente de este mundo en cuanto al cuerpo físico a partir
de la resurrección- se ha dado a sí mismo otro «cuerpo» que es la
Iglesia. En algunos textos (Rom 12, 4-5; 1 Cor 12, 12-30) la idea
de «cuerpo» podría admitir sólo un sentido metafórico. En cambio
las epístolas de la cautividad exigen ir más allá. Ef 4, 4 habla de
«un solo Cuerpo y un solo Espíritu»; es decir, somos el Cuerpo de
Cristo animado por su Espíritu. Evidentemente, «dar cuerpo» a
Cristo entraña una inmensa responsabilidad.
La imagen de la Iglesia como «Esposa de Cristo» aparece
también en el Nuevo Testamento (Ef 5, 21-33; Ap 21-22). La
relación entre Iglesia «Cuerpo de Cristo» e Iglesia «Esposa de
Cristo» debe verse en la afirmación de Gen 2, 24, según la cual el
esposo y la esposa se funden en «un solo cuerpo». El peligro de
la imagen del «Cuerpo de Cristo» sería identificar pura y
simplemente a la Iglesia con Cristo. En cambio el Esposo y la
Esposa son dos en una sola carne, pero continúan siendo dos.
Además, la Iglesia es solamente la prometida o desposada de
Cristo (cuando existían los esponsales, «esposa» no equivalía a lo
que nosotros entendemos por tal). Aspira a las bodas, pero éstas
sólo tendrán lugar en la parusía.
Es obvio que la Iglesia debe mantenerse fiel al Esposo hasta
que lleguen las bodas, pero experimenta constantemente la
tentación de serle infiel: «Celoso estoy de vosotros con celos de
Dios -decía San Pablo-, pues os tengo desposados con un solo
esposo para presentaras cual casta virgen a Cristo» (2 Cor 11, 2).
I/SANTA-PECADORA: La realidad, sin embargo, es que la Iglesia
es a la vez santa y pecadora o -como decían audazmente los
Santos Padres- una «casta meretriz»16. Por su origen histórico y
por sus tendencias innatas, la Iglesia es una «ramera», procede
del pecado del mundo; pero Cristo -como en la preciosa parábola
de Ez 16- la lavó y la convirtió de ramera en esposa. Por eso en la
Iglesia, desde el Papa hasta el último cristiano, estará siempre
presente la tensión entre la debilidad humana y la fuerza de Dios.
Si el misterio de la Iglesia, como dijimos más arriba, consistía en
que lo visible de la Iglesia hace presente algo invisible, el gran
peligro es que la realidad sociológica de la Iglesia se vuelva más
bien un obstáculo para captar su misterio. Con razón la Iglesia
Católica ha hecho suya la fórmula que Gisbert Voetius, teólogo
calvinista de estricta observancia, pronunció en el Sínodo de
Dordrecht (1618-1619): Ecclesia semper reformanda.
....................
1. BEN CHORIN, Schalom, Die Antwort des Jona, 1956, p. 99.
2. LOISY, Alfred, L'Evangile et I'Eglise, Emile Nourry, Paris, 5.' ed., 1930,
p. 153.
3. VATICANO II, Lumen gentium, 5 b.
4. La expresión procede de KERN, Walter, El acontecimiento Cristo y la
experiencia del mundo (Mysterium Salutis, t. 3, Cristiandad, Madrid, 2ª. ed.,
1980, p. 1.011).
5. SENECA, Lucio Anneo, Epístola 47 (Tratados filosóficos. Tragedias.
Epístolas morales, Edaf, Madrid, 1972, p. 1. 139).
6. JERÓNIMO, Carta 82, n. 6 (Cartas de San Jerónimo, t. 1, BAC, Madrid,
1962, p. 812).
7. ORÍGENES, Contra Celso, lib. 8, n. 2 (BAC, Madrid, 1967, p. 522). La
expresión de Celso ha sido transmitida también por San Clemente de
Alejandría (Stromata, 6, 5).
8. La expresión es de LOHFINK, Gerhard, La Iglesia que Jesús quería,
Desclée de Brouwer, Bilbao, 1986, pp. 60, 66, 134-144.
9. MOUROUX, Jean, El misterio del tiempo, Estela, Barcelona, 1965, p.
182.
10. Cfr. WEBER, Max, Economía y sociedad, Fondo de Cultura Económica,
México, 4ª ed., 1979, pp. 199-204.
11. K SEMANN, Emst, Pablo y el precatolicismo (Ensayos Exegéticos,
Sígueme, Salamanca, 1978, pp. 279-295).
12. PÍO X, Vehementer Nos: Acta Apostolicae Sedis 39 (1906) 8-9.
13. BOUYER, Louis, La Iglesia de Dios, Studium, Madrid, 1973, p. 618.
14. VATICANO II, Lumen gentium, 41 g.
15. RATZINGER, Joseph, El nuevo pueblo de Dios, Herder, Barcelona,
1972, p. 133.
16. BALTHASAR, Hans Urs von, Casta Meretrix (Ensayos Teológicos, t. 2,
Guadarrama, Madrid, 1965, pp. 239-354).
LUIS GONZÁLEZ-CARVAJAL
ESTA ES NUESTRA FE
TEOLOGIA PARA
UNIVERSITARIOS
Sal Terrae, Bilbao-1996. Págs.
177-184