El presente texto corresponde en lo fundamental a la exposición del
autor con ocasión del coloquio "Un nuevo humanismo para el Tercer
Milenio" organizado por el Consejo Pontificio de Cultura y la
Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la
Cultura, y que tuvo lugar en la sede de la UNESCO, en París (ver
HUMANITAS nº 15, pág. 533).
Puestos ya en la inminencia de otro cambio de siglo que es también el término
de un milenio y alba de uno nuevo, los hombres de nuestro tiempo se
enfrentan a muchos interrogantes. La fuerza simbólica de estas
conmemoraciones lleva ineludiblemente a tal camino, aun cuando la vorágine
de nuestro tiempo no haga propicia esa meditación básica y esencial
del ser plenamente hombre, y a fortiori de todo humanismo, y que
discurre acerca de quién somos, de dónde venimos y adónde vamos.
Siglo XX: humanismo y deshumanización
La imagen lacerada que dejan muchos de los escenarios de este siglo
-presente, a pesar de todo, en una memoria histórica que en nuestra época
tiende a desvanecerse en el inmediatismo- impulsa, por su parte, a
quienes reflexionan sobre estas materias, a una percepción crítica, en
la que el humanismo y su futuro se plantea necesariamente como un
contrapunto respecto de una deshumanización que oscurece
importantes rasgos de la modernidad.
Ya antes de la mitad de este siglo que acaba, advertía el pensador ítalo-germano
Romano Guardini, que el hombre moderno, consciente o inconscientemente,
se había forjado un universo compuesto de elementos naturales e
ideales, de realidades y normas impersonales, en el cual lo propiamente
personal quedaba relegado sólo a la poesía. Entre tanto, el ser
humano, reclamaba Guardini, exige y espera una determinación personal[1].
Transcurridas cinco décadas, este deambular en el fenómeno,
lejos del fundamento de las cosas, ha tendido sin embargo a
hacerse crónico. La capacidad de emprender un vuelo metafísico, apto a
trascender lo meramente fáctico o empírico para llegar, en la búsqueda
de la verdad, a algo absoluto y fundamental, constituye sin duda un
desafío pendiente y crucial para la cultura humanística en este fin de
siglo[2]. Por el camino
presente corremos el serio riesgo de precipitarnos en ilusiones de alto
costo. Podría incluso parecer a algunos que la reflexión sobre la
cuestión de nuestra identidad y su vinculación con una tradición en
orden a discernir el futuro está superada y que, por otra parte,
estamos simplemente aboliendo la enfermedad o eliminando el
envejecimiento, y con ello, las preguntas esenciales que estas
realidades plantean al hombre desde siempre.
Mientras tanto, y en forma concomitante, se ha pasado de un optimismo
racionalista, que veía en la historia un avance victorioso de la razón,
a una crisis de confianza en ella, como si ésta no pudiese ya aspirar a
certezas sólidas en cuestiones últimas, como si el hombre debiera ya
acostumbrarse a vivir en una perspectiva de carencia de sentido,
caracterizada por lo provisional y fugaz[3].
Se vive la vanificación de las realidades más sagradas. La palabra
"ateísmo", así, que sugería, no hace muchas décadas, una
decisión personal de rechazo a Dios, una toma de posición deliberada,
ha pasado a ser reemplazada por la "increencia", término que
evoca la confusión y la indiferencia en lugar de una decisión clara.
En esta perspectiva, en la que casi sólo se valida lo fáctico,
mientras la ciencia se prepara a dominar todos los aspectos de la
existencia humana a través del progreso tecnológico, la cuestión
sobre el sentido de la vida es considerada como algo que
pertenece al campo de lo irracional o de lo imaginario, y los valores
son relegados a meros productos de la emotividad[4].
Por tal senda, sin un anclaje cognoscitivo seguro, que apunte a lo que
la filosofía, desde los griegos, llamara el ser, la luz natural
de la mente, dudando de sí misma, termina necesariamente fragmentándose.
La proliferación de saberes tendencialmente anárquicos, característicos
de la fragmentación, ha observado Vittorio Possenti, "es una
tentación propia de la cultura contenporánea, que conlleva un quiebre
inevitable de la visión global. Este proceso se remonta en el tiempo y
no se requiere mucha imaginación para darse cuenta del gran esfuerzo
que será necesario para corregirlo"[5].
Hemos perdido la gran ventaja de la unidad intelectual de una civilización,
con efectos que se hacen palpables en cuanto a la carencia de unidad
interior que padece el hombre en esta alba del tercer milenio.
Las consecuencias de este estado presente del humanismo en el ámbito
de la polis y de las realidades de orden público, son notables. La pérdida
de fundamentos alcanza así también a la democracia, afirmándose cada
vez más un concepto de la misma que no contempla referencias al plano
axiológico y a categorías por lo tanto inmutables. Alexis de
Tocqueville señalaba, hace siglo y medio, que la democracia sólo puede
subsistir si antes ella va precedida de un determinado ethos. Es
por lo demás un hecho que las primeras democracias modernas -la
americana y la inglesa- nacieron basadas en una conformidad procedente
de valores de la fe cristiana, protestante, que no eran discutibles por
el sistema. Hoy, en cambio, la admisibilidad de un determinado
comportamiento se decide por el voto de la mayoría, debiendo
subordinarse a ésta las grandes decisiones morales del hombre.
Es sin duda preocupante constatar que la democracia de nuestros días se
asienta sobre n cuerpo social en buena medida falto de consistencia,
donde los individuos viven desarraigados de un patrimonio común de
valores, de un tejido de referencias que la experiencia histórica se
haya ido encargando de cuajar. Mientras este individuo aislado se hace
muchas veces la ilusión de que razona independientemente, en realidad
es presa de modelos ideales, traídos y llevados por la propaganda. El
mismo Tocqueville se preguntaba por las garantías contra esa sutil
tiranía que puede convivir con las formalidades democráticas, y se
respondía que había que buscarlas en las "circunstancias y
costumbres, antes que en las leyes". Dicho de otra forma, el
esqueleto jurídico e institucional de la democracia ha de estar
habitado por una experiencia verdaderamente humana, vale decir,
por un consenso profundo. Consenso que nada tiene que ver, por
supuesto, con aquel otro que a menudo se esgrime y que nace del poder
económico que ejercen los medios de comunicación, para inducir
situaciones que contrarían los verdaderos postulados axiológicos de
una sociedad[6].
Atendiendo el lenguaje de esa fuerza expresiva y premonitoria que es el
arte, faceta esencial del humanismo -cuya percepción inmediata y
sensible puede manifestar realidades de las cuales se tomará conciencia
en un sistema intelectual una o dos generaciones después- impresiona
hoy releer lo que escribía el pintor Auguste Renoir en 1911, anunciando
ya entonces que el "racionalismo había matado el arte"[7].
Precisamente la escuela impresionista, a la que perteneció Renoir , se
nos presenta, en cuanto al sentido que sigue nuestra reflexión, como un
punto de cambio significativo. Hasta entonces, todo arte liberado de las
cargas del oficialismo, buscó sobre todo celebrar los esplendores físicos
y morales del mundo. Hecha excepción de figuras como un Bosch o un
Goya, que merecen análisis aparte, "el arte parecía asignarse
como función celebrar el placer que la vista puede obtener del espectáculo
que le ofrece el mundo" -nos dirá desde su cátedra del College de
France ese gran historiador y analista que fue René Huyghe-, "su
intento apuntaba a llevar a la más alta expresión de armonía las
formas y los colores que conforman las apariencias. Y con claridad,
desde Grecia, la búsqueda de la belleza constituía su objetivo
primordial"[8].
Sin perjuicio de cuán válida es la búsqueda de nuevas y genuinas
expresiones de arte -y sin pretender discutir el valor de la obra de
arte en sí misma- no puede dejar de atenderse al hecho sintomático de
que después del impresionismo, y alzándose como una excepción en la
historia universal del arte, la cultura del siglo presente ha traducido
su tensión entre el humanismo y la deshumanización a través de una
inclinación trágica, expresada en imágenes frecuentemente obsesivas[9].
Todo sucede, ha observado con razón cierta crítica, como si un
movimiento voluntario hubiese vaciado repentinamente al arte de aquel
contenido humano, emocional, religioso e histórico que lo envolvía y
que constituía su fundamento e interés. Y hechas las debidas
excepciones, las grandes preguntas esenciales sobre la existencia humana
que motivaban al creador, han venido finalmente a ser suplantadas por la
lógica pedestre y brutal de consumo.
J.F. Lyotard, autor al que no se podría clasificar de conservador ni de
tradicionalista, ha sido precisamente uno de los tantos en señalar que
esta privilegiada expresión del humanismo que es el arte, se ha
convertido hoy "en un producto de consumo difundido, en algo que
podemos llamar la estetización en masa de la vida, una cultura del
narcisismo". Cercanos a él, Octavio Paz y Mario Vargas Llosa, han
lamentado la desacralización del oficio literario, de la literatura y
su transformación en mero producto industrial[10].
El hombre y la cultura
Si hemos tomado suficiente conciencia de la tensión desarrollada entre
humanismo y deshumanización como tema de nuestro tiempo, si nuestra
preocupación de hoy estriba en remontar el camino hacia un humanismo
pleno, imperioso sería volcarse con atención a la relación que
debe prevalecer entre el hombre y la cultura. La cultura
humanista se ha apoyado desde siempre en premisas inclaudicables
respecto del hombre. Para Kant, el imperativo práctico categórico
fundamental quiere que el otro sea tratado como un fin en sí y no como
un medio. Cinco siglos antes, Santo Tomás de Aquino[11]
enseñaba que Dios creó al hombre para el bien del mismo hombre, bien
que como sabemos, es Dios mismo.
En este tránsito de un milenio a otro, a vista de las luces y sombras
de nuestro estado actual en cuanto humanidad, ¡cómo no recordar las
inolvidables palabras pronunciadas por S.S. Juan Pablo II en 1980, en
París, en el Areópago universal que es la sede de la Unesco! :
"El hombre que, en el mundo visible, es el único sujeto óntico de
la cultura, es de este modo su único objeto y su término (...) No
podemos imaginar una cultura sin subjetividad humana y sin causalidad
humana; en el terreno cultural el hombre es siempre el hecho primigenio:
es el hecho primordial y fundamental de la cultura. Y esto lo es el
hombre siempre en su totalidad: en el conjunto íntegro de su
subjetividad espiritual y material (...) Pensando en todas las culturas
deseo decir en alta voz, aquí, en Paris, en la sede de la Unesco, con
respeto y admiración: ¡He aquí al hombre!".
Antropología para un humanismo pleno
"El hombre es el hecho primero... el hecho primordial y fundamental
de la cultura", "su único objeto y su término", pero
este sentido y consistencia no se hallará, entre tanto, sino en la
medida en que el hombre se encuentre con otros seres de su misma condición
y juntos se abran a Aquel que es la razón de la existencia.
Esbocemos a este respecto algunas consideraciones antropológicas que
nos dictan la memoria de los siglos y que arrancan fundamentalmente de
la observación de la remota lucha del hombre por ser hombre, o
en otras palabras, de la ya milenaria tensión entre humanismo y
deshumanización.
No haría falta, intuyo, detenernos a citar ejemplos provenientes de la
literatura, la filosofía, el arte o la teología para avalar en
profundidad nuestras observaciones. El punto neurálgico central en todo
humanismo parece ser, indiscutiblemente, el amor. Resulta
posible incluso avizorar -a través de ese mismo legado humanístico que
nos entregan los siglos- una virginidad esponsalicia en la capacidad
y necesidad de amor que lleva el hombre en sí. Percibimos rápidamente,
ene efecto, que mientras todo lo creado es dado al hombre, en el mundo sólo
el hombre es dado a sí mismo. Y ya que se posee a sí mismo, es también
el hombre el único ser que puede darse; más aún, si quiere ser él
mismo, el hombre es impelido a darse. Es en este darse, por su parte,
que reside precisamente el amor.
Se siguen de aquí, en lo que podríamos llamar tradición humanista,
otros dos puntos, también neurálgicos, que se enlazan haciendo un todo
con el amor. Son ellos la libertad y la dignidad.
En esa virginidad de todo ser humano, que para ser tal debe darse a los
demás, se descubre la subjetividad de la persona, el ser sujeto y su
tensión hacia la libertad. Porque puede por sí mismo darse, el
hombre es libre. La dignidad, a su vez, será el resultado
de la relación del sujeto libre con la verdad, del vivir en
torno a ella y en constante camino hacia ella. En el pensamiento clásico
griego, será el habitar de la persona en el "ethos" -con eta
y sin épsilon, en este caso- entendido así como casa, morada, patria,
en el sentido profundo del horizonte de sentido, de fundamento de
los valores para los que se vive.
Desde luego que el amor, la libertad y la dignidad no se
conciben, como está claro, sin la comunión de personas en la amistad,
en la familia, en la nación entendida como familia de las familias. Si
en la soledad, todo termina en el abandono -marco de la
deshumanización-, hay una derrota del hombre, el amor, la libertad
y la dignidad excluyen radicalmente la soledad.
Acudiendo a las raíces hebreas y griegas que confluyen en la tradición
humanista que heredan principalmente Europa y América, habría aquí
que poner de relieve, que lo dicho sobre estos tres fundamentos antropológicos
descansa -como posteriormente también el humanismo cristiano- en
una fundamental apertura al ser, que podemos bien resumir en el
verbo escuchar.
Ya en el comportamiento tanto de Sócrates como de Abraham nos sorprende
algo notable en tal dirección ha observado Possenti- que permite
establecer una secreta afinidad entre ambos personajes: "Es la
obediencia a una voz que a ellos se dirige, que al escucharla de
aorigen a consecuencias sumamente importantes. Dispuesto a obedecer la
voz de la conciencia y a no desobedecer las leyes de la polis, Sócrates
permanece en la prisión de Atenas y enfrenta la muerte. Para obedecer a
la voz de Dios, Abraham hace abandono de su tierra natal. Uno permanece
y el otro se va: uno se queda en la cárcel y el otro sale de su país.
Uno va al encuentro de la muerte y el otro hacia lo desconocido.
"Ambos llevaron algo consigo y dejaron asimismo algo atrás: Sócrates
dejó el deseo de seguir viviendo y se llevó la esperanza de la
inmortalidad; Abraham, dispuesto a sacrificar a Isaac, dejó atrás las
pautas del sentido común y adoptó para sí la fe: fe pura y absoluta,
que lo distingue de Sócrates, a quien no se le pide nada parecido con
el sacrificio de Isaac. Sin embargo, ambas tienen en común el haber escuchado
una voz interna y haber obedecido. Es la voz que llama a todos
los hombres y habla en ellos. Ni Sócrates ni Abraham criticaron ni
rechazaron el llamado que recibieron: en la sumisión, procuraron
comprender, lejos del orgullo de un pensamiento centrado en sí
mismo, que aleja todo cuanto no corresponde con sus medidas.
"En actos culminantes de su existencia, el representante de la
filosofía y el caballero de la fe consideraron imposible sustraerse a
la obediencia de una voz. Escucharon y obedecieron"[12].
No otra que ésta parece ser, por lo demás, la disposición que
encontramos en el origen de las grandes culturas humanistas, que
expandieron de forma insospechada la inteligencia humana, dando soporte
al desarrollo primero interior y luego exterior del hombre[13].
Es frecuente la percepción en el sentido de que tal origen, en sintonía
con la escucha, es de naturaleza mística. Y no es forzado
afirmar, me parece, que la propia cultura europea nace precisamente de
estas dos místicas que representan Abraham y Sócrates: la hebraica,
ligada a una revelación, y la griega, natural y fuertemente profética.
¿Qué son, si no, los clamores de la tragedia griega, a través de las
palabras de Esquilo, Sófocles y Eurípides?
Siglos más adelante, en el atardecer del imperio romano ya decadente,
surgirá de sus ruinas un nuevo orden alumbrado por el Evangelio de
Jesucristo. En su origen, un joven patricio romano, Benito de Nursia
-nombrado el 24 de octubre de 1964 patrono de Europa por Pablo VI-,
escribe su Regula Monachorum. Esta primera matriz civilizadora
del Medioevo confirma, una vez más, lo que está al comienzo de las
grandes empresas humanistas, por medio de la propia palabra con que se
inicia dicha Regla: "Escucha".
El desarrollo del tiempo pondrá siempre en juego la fidelidad con esa
luz primigenia, y será de nuevo en el arte donde apreciaremos esas
tensiones. Me complace a este propósito recordar la hidalga
personalidad de ese genuino místico y humanista a quien los franceses
leyeron por más de treinta años diariamente en la primera página de Le
Figaro y a quien los hombres de cultura de esta gran nación dieron
su reconocimiento, haciéndolo miembro de la Academia Francesa. Me
refiero a André Frossard -figura largamente respetada y querida también
en Chile-, en cuyas reflexiones y preferencias entre el románico y el gótico,
dos estilos tan arraigados en su tierra, se debatían, según sus
originales observaciones, las tensiones entre la apertura virginal al
ser y a la verdad, y la independencia de la razón, en los complicados
tiempos que establecen el tránsito de la alta a la baja Edad Media.
Me pregunto, por fin, si las premoniciones de ese otro gran francés que
fuera André Malraux, a respecto del milenio cuya alba asoma, no querían
reafirmar exactamente lo mismo. Malraux, aunque agnóstico, predijo,
como se sabe, en términos cuyo tono categórico no se puede desconocer,
que "el siglo próximo será místico, o no será".
¿Qué apreciaba con su lucidez natural, aunque no sobrenatural, la
penetrante inteligencia de Malraux?
¿Acaso veía ya la definitiva confusión que habían introducido
diversos sistemas filosóficos, alejando al hombre de nuestro tiempo del
gozo de insertarse en la verdad, para realizarse plenamente al amparo de
la Sabiduría, convenciéndolo en cambio de que es dueño absoluto de sí
y que puede decidir en forma autónoma sobre su propio destino y su
futuro, confiando sólo en él mismo y en sus propias fuerzas?[14]
¿Observaba, quizá, el consecuente agotamiento de la metafísica,
incapaz ya de escuchar al ser, transformada por tanto en ideología,
que haciendo abandono de su primado en el saber, se ponía, en el marco
de la cultura pragmática, al servicio de conocimientos técnicos como
los de la ingeniería genética? ¿Intuía, tal vez, las crisis que en
el plano de la ecología o de instituciones fundamentales como la
familia, se producirían en una sociedad que descree de la verdad, y que
no escucha ni obedece lo que esta verdad le dice a través del
agua, el bosque, el aire o por fin el hombre?
No podemos con exactitud saber cuánto de esto barruntaba Malraux al
hacer su célebre y profético aserto. Sí, entre tanto, a partir del
diagnóstico más cercano en el tiempo que nos legara otra preclara
inteligencia, esta vez alumbrada por la fe _Hans Urs von Balthasar-,
podemos intuir, por su semejanza con la realidad, la proximidad de
nuestros días con esa dramática disyuntiva de Malraux, que contrapone
el despertar místico nada menos que al no ser:
"Siempre que se corta la relación entre la naturaleza y la gracia
-diría Von Balthasar- la totalidad del ser mundano cae bajo el dominio
del 'conocimiento', y las fuentes y fuerzas del amor inmanentes en el
mundo son subyugadas y finalmente sofocadas por la ciencia, la tecnología
y la cibernética. El resultado es un mundo sin mujeres, sin niños, sin
reverencia por el amor, en pobreza y humillación, un mundo en el que el
poder y el margen de ganancia son los únicos criterios, donde el
desinteresado, el inservible, el que no tiene un fin determinado es
despreciado, perseguido y al final exterminado, un mundo donde el arte
mismo es forzado a vestir el manto de la técnica"[15].
Desde la hondura asombrosa de una existencia forjada en el dolor e
impregnada de gozo y de sentido, en esas "Confesiones" que
exhuman esta atmósfera en cada una de sus páginas, San Agustín de
Hipona nos cuenta en el libro cuarto de las mismas, que a la muerte de
su amigo, "se convirtió él para sí mismo en una gran
pregunta" ("Et factus sum mihi ipsi magna questio").
A la luz de la persona amada, San Agustín también comenzó a morir en
él, y queriéndolo o no, se convierte en pregunta crucial: "¿Cuál
es el sentido de mi vida?".
En la civilización pragmática que describen las palabras de Von
Balthasar, donde el criterio de "calidad de vida",
interpretada según cánones de eficiencia económica, consumismo,
belleza y goce de la vida física, posterga o anula las dimensiones más
profundas, relacionales, espirituales y religiosas de la existencia,
puede olvidarse, como sucede hoy en Occidente, la pregunta sobre el
sentido, o puede construirse ideológicamente una respuesta, como en el
pasado lo intentara por ejemplo el comunismo. San Agustín, en cambio,
no puede construir la respuesta, porque él no construye tampoco la
pregunta. Se convirtió en ella, fue transfigurado por ella. Y cuando
el hombre se convierte en pregunta sobre el sentido, sólo puede esperar
la respuesta, no puede construirla. El dolor y la muerte -preteridos
u ocultados por la cultura de la modernidad- son, vemos aquí, un
espacio que impele al espíritu a escuchar y conduce a la salvación[16].
Para nosotros, hombres de nuestro tiempo -donde la "producción"
de la vida a través de la clonación, y de la muerte a través de la
eutanasia, van casi pareciendo situaciones normales-, puede resultar difícil
de entender el valor de esa espera y del don, como
factores sustanciales de una cultura. Difícil quizá, incluso, nos será
asumir el símil que a este respecto ofrece -como escuela de milenaria
sabiduría natural- el oficio de la agri-cultura, que a pesar de
los avances de la técnica sigue obligando al trabajador de la tierra a
esperar lo fundamental como un don.
Y sin embargo están marcados, a partir de este deslinde, los caminos
que pueden llevar al humanismo pleno o a la deshumanización.
Con todo, podrá tal vez ayudarnos en nuestra oscuridad, como recuerda
Stanislav Grygiel, lo que Platón nos enseña sobre el hombre que espera,
en cuanto figura que establece un vínculo entre la vida presente y la
otra orilla, que construye un puente hacia ella. Es la imagen del
pontí-fice. Figura ajena, por cierto, al espectáculo, al
protagonismo y al triunfalismo que domina en el ámbito de lo que hoy se
proclama como "producciones culturales", más que adolecen de
cualquier sentido ponti-fical.
Es éste el esfuerzo, intuimos, que en el espacio de la cultura,
y no de la mera producción, tendrán que emprender también el
ejercicio de la política y la conducción de la economía para tornarse
humanos, esto es, enriquecidos de un humanismo de cuya falencia
hoy evidentemente adolecen. Si la política y la economía quieren
ayudar al hombre a ser él mismo, deben también obedecer y escuchar la
verdad presente en el hombre. Han de edificar el puente hacia la verdad,
ser ponti-ficales y no sólo una fase del simple
"operar". Han de transfigurarse en la cultura, realidad que no
puede alcanzarse mediante la mera construcción de sistemas, que
constituirían otras fases de la "producción", sino que a
través del actuar de hombres transfigurados, hombres que sean,
como decíamos, verdaderamente amantes, dignos y libres.
La recuperación del horizonte que conduciría a un humanismo pleno
radica, pues, no en los sistemas, sino que en el corazón del hombre
mismo. Y el problema central del hombre es su conversión o
transfiguración, que es condición de la cultura; no el "cómo
hacer". Trátase aquí, pienso, de una cuestión de envergadura y
me atrevo a afirmar que alcanza a todas las estructuras que conforman
nuestros "sistemas", incluso al ámbito pastoral de las
diferentes iglesias. Mirando el contexto poítico-cultural de las
naciones iberoamericanas, territorio sujeto a menudo a la experimentación
foránea de "sistemas" en los más variados ámbitos, me
permito decir que no creo sean ajenas a estas razones las causas del
fracaso experimentado en este espacio por las así llamadas "teologías
de la praxis", en particular la teología de la liberación.
La escucha, la espera, el establecer puentes, que
asimilamos con una actitud ponti-fical, supone por último un horizonte,
que es por cierto una ventana escatológica, que se confronta, por su
parte, con el secularismo dominante[17].
En la cuestión del horizonte radica, entre tanto, nuestra
posibilidad de comprensión y de transformación. Sin horizonte domina
el caos, decían los griegos, la "no comprensión"; se
produce el orden, se transforma el caos en cosmos, cuando
se une el cielo con la tierra. Y es en el punto de unión entre el cielo
y la tierra que nace el horizonte.
Si por arbitrio humano fijáramos el horizonte más acá de aquel punto
de unión, muchas cosas escaparían a nuestro entendimiento y la
comprensión de la realidad se subjetivizaría por completo.
Dependiendo de un movimiento hacia delante o de uno hacia atrás, de uno
a la derecha o de uno a la izquierda, el "horizonte" cambiaría
enteramente, con lo que nos encontraríamos en una situación de relatividad
frente a la verdad de las cosas, de la cual surge como natural
consecuencia la indiferencia ante la verdad. Sólo cuando el
horizonte no depende del sujeto sino de la unión del cielo con la
tierra, es posible una comprensión certera del mundo. En tal
circunstancia el punto de vista para la comprensión y ubicación de las
cosas no lo da mi posición, sino la del horizonte. Es desde los
griegos que sabemos, por lo tanto, que sin horizonte toda
"comprensión" no será más que una producción subjetiva,
que no dependerá de la verdad, sino del punto de vista donde me haya
situado.
Decíamos que en el origen de toda gran cultura, identificable con
cierto humanismo, encontramos una fuerza mística. En el
nacimiento de la cultura griega podemos ya ver estas formas, que
comprenden también el universo de su mitología, mas cuya tensión
escatológica ordena y clarifica la comprensión del macro y del micro
cosmos (el universo y el hombre), en términos tales que significó un
excepcional despertar del logos humano, un progreso de la razón como no
lo había habido antes, especie de preparatio evangelica, si
tomamos en consideración lo que sucedería apenas cinco siglos después
en el mundo con el nacimiento de Jesucristo, el Verbo encarnado.
Hoy, dos mil quinientos años después, al observar, en el plano humanístico,
los despojos de un maremoto que avasalló a muy antiguas culturas con un
progreso carente de sentido, nos puede entre tanto consolar el actual
generalizado presentir de una inmensa esperanza o ansia religiosa en el
mundo. Es posible, en dicho contexto, que el largo exilio de la metafísica,
más aún, el anuncio de su muerte, no venga a ser al fin y al cabo más
que un momento pasajero, "una puesta a prueba de la razón por sí
misma... un escalón en la experiencia total del ser"[18].
Medios para alcanzar un humanismo pleno
Si la cultura que conduce al humanismo reside fundamentalmente en
un desear y en un obrar que es amar, conocer, hacer justicia y hacer
paz, el principio esencial e irrenunciable de nuestro actuar debería
ser, desde luego -y en concordancia con todo lo anterior-, el primado
del hombre sobre las cosas y el resguardo de su inalienable
dignidad.
El hombre -nos dice San Ambrosio- es la "culminación y casi el
compendio del universo y la suprema belleza de toda la creación"[19].
"Creyentes y no creyentes", señala el Concilio Vaticano II
"están generalmente de acuerdo en este punto: todos los bienes de
la tuierra deben ordenarse en función del hombre, centro y cima de
todos ellos". Y agrega: "Tiene razón el hombre, participante
de la luz de la inteligencia divina, cuando afirma que, por virtud de su
inteligencia, se superior al universo material"[20].
Pero este hombre, "hecho primordial y fundamental de la
cultura", como veíamos antes, no es solo, sino que es un ser para
otros, y su dignidad, libertad y capacidad de amar se
alcanzan en la medida que éste se encuentre con seres de la misma
condición -en comunión de personas, de amistad, de familia, de nación-
y juntos se abran a Aquel que es la razón de la existencia. Imagen
superior de esa capacidad relacional es la que ofrece la familia,
en el amor entre un hombre y una mujer y los hijos que son su fruto,
tesoro de humanidad que no hace más que reflejar de modo velado
el misterio íntimo de un Creador que no es soledad, sino familia, y que
lleva en sí mismo la paternidad, la filiación y la esencia de la
familia, que es el amor[21].
En un contexto cultural de difundido liberalismo político, social y
económico, donde se hacen apreciable espacio voces que defienden la
teoría del "Estado mínimo", no debe claudicarse en cuanto a
la muchas veces necesaria intervención de la autoridad para salvaguarda
del hombre, no sólo en lo que respecta a sus requerimientos
elementales, provenientes de su concreta dimensión de vida individual,
sino que también de aquellos que arrancan de su dimensión de vida
asociativa y principalmente familiar. Ello debe producirse, no
obstante, velando cuidadosamente por preservar el principio de subsidiariedad,
cuestión de absoluta relevancia para el funcionamiento de una
democracia sustancial. Es justo aquí rendir homenaje a la clarificadora
e incansable labor de la Santa Sede -a través de la Academia pro
Vitae y el Consejo Pontificio para la Familia- en su defensa
de la dignidad del hombre desde el nacimiento hasta su muerte, y
en su resguardo de un amor humano perseverante y volcado a los
frutos del mismo, que son los hijos, como es propio de la naturaleza de
un ser libre y capaz por tanto de compromiso. Las afirmaciones de
principios y las iniciativas llevadas a cabo por la Santa Sede en todo
el mundo, a través de estas dos instancias, no podrían estar ausentes
en una reflexión que apunta a revelar un humanismo pleno.
El segundo criterio a ser sostenido en orden a encaminar resultados,
debería ser la laicidad del Estado, entendida como genuina
independencia e imparcialidad del mismo.
Es Estado es de veras laico cuando no impone a nadie una particular
concepción filosófica, teológica o cultural, y cuando -respetando
siempre el orden natural- no identifica oficialmente su ordenamiento jurídico
con las prescripciones de una determinada ideología.
El estado moderno no puede ser "confesional" en ningún
sentido: ni en sentido religioso (católico, judío o musulmán, por
ejemplo); ni en sentido científico o materialista; ni en sentido
laicista, si por laicismo se entiende -como frecuentemente se verifica-
una particular concepción, de inspiración inmanentista o iluminista,
que rechaza los valores trascendentes y los quiere confinados en el
secreto de los corazones. Obviamente que, según este criterio que
proponemos, no podrán existir "religiones de Estado".
¿Querrá esto tal vez decir que sea posible y razonable impugnar o quizá
ignorar el hecho de que el catolicismo es la religión histórica tanto
de Chile como de la nación francesa, por ejemplo, así como de varias
otras naciones de Europa, y desde luego de toda América Latina, y que
esta realidad constituye, en cada caso, una fuente primordial de la
respectiva identidad nacional?
El alcance de esta realidad y su conexión con la educación y la
cultura es de extrema importancia, y no debería dejar de plantearse y
reflexionarse a su respecto en un foro universal como es, por ejemplo,
la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y
la Cultura.
"En el mundo moderno, occidental u occidentalizado -señala Pierre
Emmanuel- el hecho religioso no está integrado en el vasto dominio de
la cultura (...). En general, la religión se considera como un conjunto
de fenómenos sociales que afectan a grupos sociales concretos, pero, de
alguna manera, independientes del funcionamiento propio de la sociedad
(...). Las sociedades seculares constituidas al margen de toda
perspectiva religiosa del mundo o liberadas de ella, se resisten a
aceptar, dentro del espíritu religioso, el lugar secundario o derivado
que, en la jerarquía de los valores humanos, les corresponde (...).
Resulta significativo observar que en ningún sitio (o en casi ninguno,
agregaríamos nosotros) -excepción hecha del estudio sumario de ciertas
mitologías- se ja establecido dentro de la educación secundaria una
enseñanza sistemática de las grandes religiones universales, tan
estrechamente vinculadas sin embargo a la historia de los pueblos y de
las civilizaciones". Y concluye Emmanuel: "El retorno a lo
religioso, por simple desesperación ante el absurdo y el sin sentido
del pensamiento predominante o por la convicción íntima de su
insuficiencia radical para definir la naturaleza y la finalidad del hombre
pleno, puede ocasionar una revolución espiritual capaz de afectar a
la dirección que desde hace siglos, y más especialmente desde el
comienzo del siglo presente, ha seguido todo el proceso histórico. Pues
el ateísmo de principio, inscrito, abiertamente o no, en la política,
convertido por usurpación progresiva en el elemento integrador y
regulador de toda actividad humana hasta en el menor detalle, resistirá
con todas sus fuerzas a la revisión de su derecho exclusivo a
"normalizar" el pensamiento en la educación, la vida social y
la cultura. Existen numerosos ejemplos de los procedimientos de una
Inquisición inversa, que funciona en el aparato del Estado, con la
intención no sólo de arrinconar la religión, sino también de
petrificar temática y estéticamente la cultura. Tal vez el
surgimiento, en todas partes del mundo, de un funcionariado cultural
vinculado directamente al poder entre dentro de esta lógica, incluso en
los países que se proclaman libres, donde dicho poder no posee aún un
programa, aunque ya se ha depositado la simiente"[22].
En consonancia con lo que advirtió Emmanuel, tanto un miembro de las
Organizaciones Internacionales, como todo hombre de fe cristiana en
general, no podría dejar de estar atento frente a esa gran tentación
contemporánea de transformar la verdad religiosa cristiana en una teoría
ética junto a otras teorías éticas, con alcance y valor meramente
privado. Es evidente, por ejemplo, la tentativa de la teoría política
relativista en el sentido de hacer aceptar al catolicismo un estatuto
privado, cuestión letal para su identidad. El catolicismo es público
por definición. La humanitas christiana no es confesional, pero
sí es universal, pues apela a todos los hombres y habla de la totalidad
del hombre, sin existir dimensión alguna del mismo sobre la cual no
pueda adoptar una posición.
A la pregunta anterior respondemos entonces que siendo efectivo que el
catolicismo es la religión histórica de muchas naciones, entre ellas
Francia y Chile, constituye en cada caso un referente primordial de la
respectiva identidad. Si bien no deba entendérsele como
"forma" oficial, estamos frente a un factor cuya dimensión de
realidad supera cualquier tópico ideológico y es precisamente en esa
condición que debe ser asumido de manera ineludible por la educación y
la cultura, con toda la densidad y proyección que el hecho tiene.
La tendencia globalizadora que invade al mundo a través de infinidad de
situaciones nuevas, nos proporciona una tercera consideración práctica.
La nueva Europa, como la nueva América -y lo mismo se habría de decir
de otras regiones del mundo-, nacerán sin duda bajo la impronta de
impulsos funcionales de naturaleza prevalentemente económica. Pero
estas unidades regionales compuestas de naciones, que antes que tales
son culturas, subsistirán y progresarán en el tiempo sólo si a su
"cuerpo" de reglamentaciones, tablas, organismos directivos,
iniciativas monetarias, estructuras políticas les es dada un
"alma": vale decir, un patrimonio de principios
incontestablemente reconocidos y de raíz común. El discernimiento
acerca de la naturaleza de los mismos nos retrotrae a la primera parte
de esta reflexión, donde abordáramos los presupuestos antropológicos
de un humanismo para el tercer milenio.
A pesar de su perspectiva compleja y crítica, hemos escuchado al filósofo
alemán, muerto hace 30 años, Karl Jaspers, afirmar que Jesucristo
sigue siendo el más decisivo entre los hombres decisivos de la historia[23].
Saber qué inspira esta declaración del filósofo contemporáneo, nos
llevaría entre tanto a un horizonte infinito en su riqueza, más
probablemente inacotable por una exposición. De esa misma inabarcable
infinitud para los ojos del hombre nos hablan también las palabras con
que termina el evangelio de San Juan: "Muchas otras cosas hizo Jesús,
que, si se escribiesen una por una, creo que este mundo no podría
contener los libros"[24].
A la espera de qué hará hoy, en este decisivo tránsito histórico,
ese mismo Cristo cuyo mensaje "abre un horizonte infinito y
proporciona una energía incomparable, luz para la inteligencia, fuerza
para la voluntad y amor para el corazón"[25],
llegamos a la consideración práctica final y que dice relación con lo
que sería dable aguardar de quienes saben que la fe en Él no es un
simple valor cultural entre otros[26].
Serán éstos tanto más útiles a la causa de un humanismo pleno,
cuanto más vivan dentro de sí e irradien, con gozosa simplicidad, la
luz de la certeza que Dios les revelara y que torna la existencia humana
rica de sentido.
Al relativismo escéptico, que todo lo vanifica y diseca, aportarán la
fuerza intrínseca de una verdad salvadora y la pasión por su búsqueda
incansable.
Al eclipse de la razón responderán con la inteligencia iluminada por
la fe, capaz de distinguir la autenticidad del ser de la mera ideología
y del sofisma, el dato real de la apariencia. Demostrarán así que se
puede todavía -y se debe- distinguir lo verdadero de lo falso, el bien
del mal, aquello que es conforme de aquello que es contrario a la
naturaleza no manipulable del hombre.
Frente al absurdo que significa un caminar terreno que concluye en la
nada, harán brillar la esperanza racional y hermosa de un destino de
vida sin fin.
En el campo más específicamente ético y de costumbres, harán
presente con su influencia ante la comunidad de los pueblos, tantas
veces confundida y fatigada, las antiguas verdades existenciales enseñadas
por el Evangelio sobre la institución del matrimonio, la realidad
fundamental de la familia, el principio de la sacralidad e
intangibilidad de la vida humana inocente. Después de un largo período
histórico marcado por cierta doctrina ética del deber, de origen
kantiano, y que criticó con dureza la moral orientada hacia la
felicidad, oscureciendo en la mente de muchos el diseño amoroso del
Creador, harán presente la justa recuperación de una visión moral
centrada, a la vez que en el ejercicio de la virtud, en la
bienaventuranza.
Buscarán de este modo devolver a los hombres de nuestro tiempo el gusto
por la búsqueda de la belleza, del bien y de la verdad, así como el
gusto por el Evangelio, para desarrollar una sana antropología y una
verdadera inteligencia de la fe, que la humanidad necesita y añora.
Si a través de todo esto arribamos a un humanismo pleno,
podremos por fin estar ciertos y agradecidos que lo acontecido no es
obra de hombres, sino de Dios.
[1] Romano Guardini, Der
Herr (Werkbund Verlag, München.
[2] Juan Pablo II, Fides et
ratio (FR), 83.
[3] FR,91.
[4] FR, 88.
[5] Vittorio Possenti, "Fe
y Razón", en Cuaderno Humanitas nº 14, julio-octubre 1999.
[6] Jaime Antúnez A.,
"En Occidente después del Muro: Sombras y Esperanzas",
en HUMANITAS nº 1, enero-marzo 1996.
[7] Auguste Renoir, Lettre a
Mottez, como prólogo a V. Mottez, Le livre de l'art de Cennino
Cennini 1911. En Historia y sentido del arte cristiano, Juan Plazaola,
BAC, Madrid, 1996.
[8] René Huyghe, Les signes
du temps et l'art moderne (Flammrion, 1985.
[9] René Huyghe, "La
noche llama a la autora", entrevista con Jaime Antúnez. Crónica
de las Ideas. Para comprender un fin de siglo (Editorial Andrés
Bello, 1988.
[10] Jaime Antúnez Aldunate,
"En Occidente después del Muro: sombras y esperanzas",
en HUMANITAS nº 1 enero-marzo 1996.
[11] Santo Tomás de Aquino,
Summa contra gentiles, III, 112.
[12] Vittorio Possenti, "Fe
y Razón" en Cuaderno Humanitas nº 14, julio-octubre 1999.
[13] John M. Oesterreicher,
en "Edith Stein, philosophie juive devant le Christ"
(Ad Solem, con prefacio de Jacques Maritain), recuerda en estos términos
el tratado "De la stupidité" (De la estupidez) de
Annie Krauss: "La estupidez es un vicio porque pertenece no a la
inteligencia sino a la voluntad, o como diría Santo Tomás, es un hábito
del corazón. (...) es una de las consecuencias de la caída del hombre.
Ser estúpido, es ser sordo y ciego en relación al ser y a Aquel que lo
da; es rehusar el conocimiento de la realidad, el verla, el hacerle
justicia".
[14] RF, 107
[15] Francis Cardenal
Statford, "La vocación del artista", en HUMANITAS nº
15, julio-octubre 1999.
[16] Stanislav Grygiel,
"La acuciante pregunta acerca del sentido", entrevista
de Jaime Antúnez A. "En busca del rumbo perdido"
(Ediciones Universidad Católica de Chile, Santiago, 1998).
[17] La resistencia al
secularismo ha tendido muchas veces a confundirse con expresiones de
clericalismo, de muy diverso orden. No debería haber lugar a tal
confusión, siendo que también cabe como se acaba de señalar a propósito
de las "teologías de la praxis", la posibilidad de un
secularismo clarical.
[18] Pierre Emmanuel, Diccionario
de las religiones, (Herder, 1997). Ver voz "Cultura y Religión".
[19] San Ambrosio, Esameron
IX, 75.
[20] Gaudium et spes,
nº 12 y 15.
[21] Paul Cardenal Poupard, Diccionario
de las religiones, (Herder, 1997). Ver voz "Antropología
cristiana de Juan Pablo II".
[22] Pierre Emmanuel, Diccionario
de las religiones, (Herder, 1997). Ver voz "Cultura y Religión".
[23] Juan Pablo II, Discurso
a los artistas en Munich (19.XI.80).
[24] Juan 21.25.
[25] Juan Pablo II, Discurso
sobre una nueva cultura cristiana (14.1.99).
[26] Seguimos, en lo
fundamental, el itinerario trazado por el Cardenal Giacomo Biffi,
Arzobispo de Bolonia, al recibir el "Premio San Benito"
(19.V.98).