¿QUÉ LUGAR OCUPA DIOS EN EL BUDISMO?
Así
como en el hinduismo, lo “Divino” o “Dios” tiene un rol sumamente importante,
¿qué lugar ocupa en el budismo? La primera respuesta posible es que no ocupa
lugar alguno. Con todo, si vamos más al fondo del problema, podemos dar una
segunda respuesta, que no niega enteramente la primera, pero la aclara y le
introduce matices. En realidad, si bien en el budismo no se puede hablar de
Dios, por una parte existen ciertas realidades absolutas, que podrían
considerarse, al menos en cierta medida, equivalentes a la Realidad Suprema
llamada Dios en otras religiones; y por otra parte existe una religiosidad
popular budista, que además de venerar las divinidades de los pueblos donde se
ha afirmado el budismo al salir de la India, diviniza al mismo Buda.
Así, no es posible resolver en forma apresurada el problema de lo Divino en el
budismo afirmando que es ateo, y es preciso enfocarlo en sus diversos
aspectos, teniendo en cuenta tanto el budismo primitivo como las
manifestaciones que ha tenido en sus 2.500 años de historia. Esas
manifestaciones no deben considerarse puramente aspectos degenerativos del
budismo puro, que sería el primitivo (el Theravada), sino derivaciones
de un aspecto fundamental del budismo, que es su capacidad de adaptarse a las
necesidades espirituales de sus seguidores, necesidades que varían de acuerdo
con las razas, las culturas, el grado de inteligencia y compromiso y los
regímenes políticos. En realidad, el budismo ha adoptado distintas formas en
los distintos países, tales como el budismo tailandés, vietnamita y cingalés,
el lamaísmo y el tantrismo tibetano, el zen y el amidismo japonés.
Para saber qué afirma el budismo de Dios, se requiere ante todo saber qué
pensó y dijo de Dios el Buda, su fundador. No es fácil, porque su vida se
pierde en la leyenda y su enseñanza adquirió forma escrita mucho después de su
muerte. Así, el canon de las Escrituras budistas se redactó en Sri Lanka
alrededor de los años 35 a 32 AC. Está compuesto por tres “cestas” (Tripitaka),
siendo el Sutrapitak la primera de ellas. Contiene los discursos de
Buda, que habrían sido pronunciados por Ananda, fiel servidor (upasthayaka)
de Buda durante 25 años, en el primer concilio budista, celebrado en Rajagriha,
capital de Magadha, inmediatamente después de la muerte de Buda. Con todo,
conocemos con certeza los datos esenciales de la vida de Buda y los
fundamentos de su enseñanza. Nació en Kapilavastu, en la frontera con Nepal,
en el año 565 AC, en un clan de guerreros, los Shakya, y su madre era
Siddhartha Gautama, siendo más tarde llamado Shakyamuni (“el sabio
asceta de los Shakya”). Después de pasar por una dolorosa prueba, tomó
conciencia del sufrimiento y el carácter transitorio de la vida humana,
dejando a su familia y convirtiéndose en asceta ambulante (bhikshu). Se
sometió a la enseñanza de varios ascetas brahmanes, pero sus doctrinas,
basadas en los Upanishaad, le parecieron vacías e inútiles. Ellos
debatían sobre la eternidad y la infinitud del mundo, afirmando algunos que
era infinito y otros que era finito, considerándolo algunos eterno y otros no.
Pensaban que el universo fue creado por un Dios eterno y omnipotente,
identificado en general con Brahma, personificación del Brahman,
incognoscible e inefable, pero fundamento y esencia de todo lo real. Hablaban
de la identidad del atman con el Brahman.
Todos esos discursos le parecían ociosos a Gautama, porque no servían para
resolver el problema del sufrimiento propio de la condición humana. Así,
abandonó la escuela de los brahmanes y con cinco compañeros realizó una serie
de prácticas ascéticas sumamente duras junto el río Nairanjana; pero
comprendió que el ascetismo riguroso no era el camino justo y abandonando a
sus compañeros el día de la luna llena del mes de vaishakha
(abril-mayo) del año 531, se sentó a meditar al pie de un árbol de pippala (ficus
religiosa).
Ahí tomó conciencia de las cuatro “nobles verdades” (aryasatya): todo
es dolor (duhkha); el origen del dolor es el deseo o “sed” (trisna);
el remedio para el dolor es la supresión (nirodha) de la sed; el
óctuple sendero es el camino (marga) que conduce a la “extinción” (nirvana).
El tomar conciencia de estas cuatro verdades constituyó para Gautama la
“Iluminación”, el “Despertar” (bodhi): en lo sucesivo sería el
Buddha, es decir, el “Despierto”. Según las Escrituras budistas, Buda
permaneció siete semanas en el lugar de la bodhi, cerca de Gaya (al sur
de Patna, en Bihar), que desde entonces se llamó Bodhgaya.
Después del “Despertar”, Gautama se dirigió a los alrededores de Varanasi (la
actual Benares, a orillas del Ganges) y pronunció su primera prédica en el
Parque de las Gacelas a sus cinco viejos compañeros de ascetismo,
anunciándoles que se había convertido en un Tathagata (el que ha
llegado) y exponiéndoles las cuatro “nobles verdades”. Así puso “en movimiento
la rueda de la ley”, dando inicio a su enseñanza y formando con sus
compañeros, convertidos en “monjes”, la primera “comunidad” (samgha).
Según la tradición, Yasas, hijo de un rico banquero de Varnasi, fue el primero
en pronunciar la fórmula que luego sería el rito para convertirse en discípulo
de Buda: “Yo busco refugio en el Buddha, busco refugio en el Dharma
(Ley), busco refugio en el Samgha (comunidad)”.
En su predicación ambulante, que duró alrededor de 40 años, Gautama tuvo un
gran éxito, ya que logró agrupar alrededor suyo a muchos hombres y mujeres.
Algunos se convirtieron en monjes (bhikshu) y monjas (bhikshuni)
y otros formaron comunidades de laicos (upasaka) y laicas (upasika).
En señal de veneración, muchos regalaban el Tathagata terrenos con árboles en
los cuales éste hacía edificar monasterios (vihara) donde los monjes,
aún cuando fuesen ascetas ambulantes, debían reunirse durante algunos días en
ciertos períodos del año para mantenerse unidos en la misma doctrina y vivir
de acuerdo con las normas de la disciplina monástica. En realidad, para Buda
era muy importante la vida en comunidad, porque el samgha ayuda al
monje a alcanzar la perfección, convirtiéndose en un arahat al recorrer
el “óctuple sendero” y llegar al nirvana. Gautama murió -o mejor dicho,
se “extinguió”- entrando en el paranirvana, en noviembre del año 486
AC, en Kushinagari, debido a una intoxicación intestinal grave. Según la
tradición, antes de morir, preguntó a sus monjes si tenían dudas, pero ellos
guardaron silencio, de manera que Buda sólo les recomendó mantenerse en estado
de alerta. “Luego se concentró, entró en todos los estados de la meditación y
murió en la tercera vigilia de la noche. En ese momento hubo un gran
terremoto, mientras todos estaban conmovidos y muchos lloraban. Da la
impresión de que Brahma e Indra presenciaban ellos mismos el gran evento” (A.
Pezzali, Storia del Buddhismo (Historia del Budismo), Bolonia, EMI,
1983, 74).
Esa es en líneas esenciales la figura histórica de Siddhartha Gautama, tal
como se desprende de la tradición budista. Tiene muchos aspectos legendarios,
pero esto carece de importancia, ya que en el budismo no interesa la persona
de Buda, sino su enseñanza, o más bien dicho el Dharma, es decir, la
Ley eterna, el Camino descubierto e indicado por él para alcanzar el
nirvana, con lo cual se resuelve el problema esencial de la condición
humana, que es el sufrimiento. En último término, aun cuando Buda no hubiera
existido (evidentemente un razonamiento basado en lo absurdo, puesto que Buda
es sin duda alguna un personaje histórico), eso no invalidaría la “verdad” del
budismo. Dice un aforismo budista: “Es preciso adherirse al Dharma y no
a un hombre, quienquiera que sea” (Mahaprajnaparamita-padesha, IX,
433). Eso significa que el valor de Buda no está en “su” persona ni en “su”
enseñanza, puesto que no fue él quien formuló el Dharma que enseñó.
Este existía desde la eternidad. El mérito de Buda está en haberlo
descubierto, proclamado y enseñado. Se dice en el Samyutta-nikaya (II,
25 y 105): “Independientemente del hecho que haya o no nacido el Tathagata,
el Dharma fue determinado como tal, establecido como tal. El
Tathagata es el perfectamente iluminado por éste, que lo comprendió
plenamente y como tal lo proclama y lo enseña. En verdad, oh, monjes, yo soy
aquel que ha descubierto el viejo Camino (purana magga)”. Así, Buda es
“quien indica el Camino a seguir” (maggakkhayin). Es el “Maestro
supremo”, “el único que ha alcanzado la iluminación suprema” (Vinaya,
I, 8) y por eso “es digno de respeto”.
Observemos de paso que aquí reside una de las diferencias esenciales entre el
budismo y el cristianismo. El cristianismo se basa en la Persona y la Palabra
de Jesús, y se basa en su Palabra porque se basa en su Persona, en cuanto su
Palabra tiene valor por cuanto proviene de Él y es Él quien la pronuncia. De
hecho, Él no sólo indica el Camino; es el Camino para que los hombres puedan
llegar a Dios. No es aquel que ha descubierto la verdad por haberla encontrado
con su inteligencia o porque le ha sido revelada desde lo alto; es la Verdad,
es decir, la revelación personal de Dios. Él no sólo indica el camino para
llegar a la vida; es la Vida misma y por eso transmite la vida eterna a
quienes creen en Él, haciéndolos participar en su vida misma. Por
consiguiente, si Jesús no hubiera existido y no hubiera muerto y resucitado,
no habría podido nacer el cristianismo.
Ahora bien, en el “camino” indicado por Buda no hay lugar para Dios o lo
divino. No se trata de que éste niegue su existencia. Por el contrario, el
Majjhima-nikaya (109, 90) afirma que Buda, como todos los hombres de su
época, admitió la existencia de divinidades (deva), es decir, seres
insignes que habitan en los cielos, donde viven gozando de todos los placeres.
El más grande de estos deva es Brahma. Así, Buda no se aparta de las
creencias religiosas del hinduismo ni de las otras tres creencias
tradicionales: la doctrina de la retribución de los actos (karma), de
acuerdo con la cual toda acción del hombre, buena o mala, tiene su “fruto” en
esta vida o en una existencia futura, con una necesidad inevitable de
renacimiento en una condición de vida animal, humana o divina; la creencia en
la transmigración (samsara) del karma; y la creencia en la
posibilidad de “liberación” (moksha), una vez agotado el karma.
La diferencia entre Buda y el hinduismo en cuanto al problema de lo Divino
reside en el hecho de que él no se pronuncia sobre la naturaleza de Dios, de
los dioses, del Atman-Brahman. Sobre esos asuntos, guarda silencio.
Para él son motivo de debates ociosos y sin solución, ya que no sirven para
resolver el único problema que realmente considera importante: el problema de
la liberación del samsara mediante la “iluminación” (bodhi). Así, el
hecho de interesarse en esos problemas es claramente nocivo porque aumenta el
apego a uno mismo y a los propios puntos de vista, siendo un obstáculo para
alcanzar el nirvana.
Al respecto, él hace una comparación con una flecha: “Un hombre herido por una
flecha envenenada (visasalla) procura sacársela sin preguntarse en
momento alguno de qué material está hecha” (Majjhima-nikaya, I, 428 s;
II, 216). Así, para una persona herida por una flecha, lo importante para
sobrevivir no es preguntarse quién la lanzó, de qué material está hecha ni qué
veneno contiene su punta, sino sacársela cuanto antes. Perder el tiempo en
otros asuntos sería mortal. Del mismo modo, es inútil y perjudicial -y es
mortal- perder el tiempo en debates filosóficos sobre Dios y su mundo; lo
importante es evitar el sufrimiento y la muerte y procurar alcanzar el
nirvana.
Para Buda, en segundo lugar, Brahma y los otros dioses del pantheon
hindú no pueden ayudar en nada al hombre para liberarse del samsara.
Así, también ellos necesitan la liberación y para ellos también es válido el
mensaje de Buda. De hecho, Brahma, Indra y todas las demás divinidades viven
en un estado sin permanencia: cuando se agotan sus méritos por las buenas
acciones realizadas en vidas anteriores, termina su carrera divina, descienden
a los cielos inferiores y luego regresan a la Tierra, donde si quieren
alcanzar el estado definitivo de “liberación”, deben comprender el Dharma
descubierto por Buda y recorrer el “noble óctuple sendero” indicado por él. En
otras palabras, las divinidades, cuya existencia Buda no niega, son parte del
mundo sin permanencia y por lo tanto están sujetas al samsara: para
perder la necesidad de renacer, deben alcanzar el nirvana recorriendo
el “camino” indicado por Buda, el cual no es un deva (dios), sino
alguien superior a todos los deva, es el Maestro supremo de los dioses
y los hombres.
Sin embargo, si por Dios y lo Divino se entiende el Ser eterno e infinito,
absolutamente perfecto, que para los cristianos es un Dios personal, creador
de todo el mundo, y para los hindúes, entendido en sentido análogo, es el
Brahman impersonal (el “Sí” universal) con el cual cada “sí” individual (atman)
se reconoce idéntico; si con Dios se quiere indicar a Aquel al cual el hombre
aspira con todas sus fuerzas unirse para encontrar en Él la felicidad suprema
y total, debemos decir que Buda es ateo. En realidad, para él Dios no puede
ser “personal” ni “substancial” y “plenitud de la realidad” ni “creador del
mundo”. Para el budismo, la “persona” es una imperfección, significa
individualidad, repliegue en uno mismo, apego al propio ser. La perfección
consiste, en cambio, en la no posesión de sí mismo, en el no apego al propio
ser, en el no egoísmo. En otras palabras, la “persona” significa limitación,
finitud y dependencia, y por tanto imperfección. Por esta razón no se puede
atribuir a Dios, eterno e infinitamente perfecto, un carácter personal.
Tampoco puede atribuírsele carácter substancial y plenitud del ser porque nada
substancial existe, ni el yo, ni el alma inmaterial e inmortal, ni Dios como
Substancia infinita y por tanto “plenitud de la realidad”.
Todo esto se basa en la doctrina central del budismo, la anatta,
central en tal medida que si no se comprende, nada se comprende del budismo, y
si no existiese, tampoco existiría el budismo. Para la doctrina de la
anatta, única doctrina específicamente budista, tanto en el mundo
fenoménico como fuera del mismo no existe substancia alguna de carácter
permanente y fundada en sí misma, ningún “sujeto” en el sentido metafísico del
término. Por consiguiente, con la doctrina de la anatta (“No Sí”), “el
Budismo es la única manifestación en la historia del pensamiento humano que
llega a negar la existencia de un Alma, de un Sí o del atman. De
acuerdo con la enseñanza de Buda, la idea del Sí es una creencia falsa e
imaginaria, que carece absolutamente de correspondencia con la realidad y es
causa de los pensamientos peligrosos “yo” y “mío”, de los deseos egoístas e
insaciables, del apego, el odio y la malevolencia, de los conceptos de orgullo
y egoísmo y de otras fealdades, impurezas y problemas. Esa es la fuente de
todas las perturbaciones del mundo, desde los conflictos personales hasta las
guerras entre naciones. En suma, todo el mal del mundo puede atribuirse a esta
visión falsa (de las cosas)” (W. Rahula, L'enseignement de Bouddha,
París, 1977, ch. VI: “La doctrine du Non-Soi: anatta”).
En realidad, el Yo es una suma de diversos elementos materiales y mentales
(los cinco khandha), de cuya acción combinada nace la percepción del
mundo del yo. Estos elementos se mantienen unidos por el “deseo”, por la
“sed”, pero carecen de permanencia, son precarios. Así, el yo no tiene
consistencia ni solidez, pero aparece (en la vida) y desaparece (en la muerte)
en una serie infinita de renacimientos, aun cuando no siempre renace el mismo
“yo” ni pasa a otro cuerpo la misma “alma”.
Un catecismo budista moderno se pregunta: “¿Qué es entonces lo que renace?”. Y
responde: “Nuestro deseo de vivir, nuestro carácter moral. Eso constituye el
núcleo central de nuestro ser, y al desintegrarse el cuerpo actual, se crea un
nuevo cuerpo que corresponde exactamente con su naturaleza”. “¿Pero se trata
de lo mismo que se llama “alma”?”. No, Buda considera un error la creencia en
un alma inmortal. El budismo no enseña la transmigración del alma, sino la
nueva formación de un individuo en el mundo material de los fenómenos, en
virtud del deseo de vivir (tanha) y del carácter moral (karma)”.
“¿Pero es el Yo idéntico a lo que se llama alma?”. “No, el Yo no es una
entidad duradera, una substancia inmaterial, sino una determinada condición
que surge de la unión de los cinco khandha”.
Por consiguiente, puesto que nada substancial y permanente existe, tampoco
puede existir Dios como Yo personal ni como Ser substancial (como Ipsum
Esse Subsistens, diría Santo Tomás de Aquino) y por tanto como Ser
Inmutable, Eterno e Infinito, al cual se opone la doctrina de la anatta.
Así, con esta visión metafísica de la realidad, el budismo es ateo. Admite los
dioses en cuanto también ellos son sujetos de la anatta, pero no puede
admitir a Dios -y con Él, un alma inmortal, un Yo personal que permanece aun
cuando se transformen los elementos físicos de su cuerpo, cambien sus estados
de ánimo y se produzcan cambios profundos en su espíritu- porque Dios no puede
estar sujeto a la radical no permanencia, que es la ley de toda existencia.
En este punto existe por lo tanto una oposición radical entre el budismo y el
cristianismo, oposición aún más marcada por el hecho que en el cristianismo el
fin del hombre es la unión con Dios, la participación en su felicidad y gloria
infinita, por lo cual el cristiano dirige todo su deseo hacia Dios, tiene sed
de Dios. Para el budismo, cualquier “deseo”, cualquier “sed” -aunque sea de
Dios- es siempre un mal porque es origen del “dolor”. De aquí se desprende la
primera norma del budismo, que es suprimir todos los deseos, apagar toda forma
de sed, ya que “quien no tiene más deseos no tiene más dolor”, como afirma la
tercera “noble verdad”. Así, aunque existiera, Dios no podría ser el último
Fin del hombre, su felicidad suprema.
Al no admitirse un Dios personal y creador, ¿existen “equivalentes” del mismo
en el budismo? Al respecto debemos destacar dos posiciones. Por una parte,
entre los budistas hay quienes afirman que en el budismo, por ser ateo, no
existen equivalentes del Dios cristiano. P.M. Zago cita una declaración de las
asociaciones budistas: “Nuestra religión budista no reconoce a Dios ni cree en
seres superiores que habiten en los cielos y tengan poder para ayudarnos. Ella
enseña nuestra responsabilidad, la responsabilidad exclusiva de nuestra
acción: lo que hacemos produce sus efectos, sin interferencias de Dios,
ángeles ni espíritus” (“El equivalente de “Dios” en el budismo”, en La
ricerca di Dio nelle religioni (La búsqueda de Dios en las religiones),
Bolonia, EMI, 1980, 173). Por otra parte, en Occidente, algunos de los
orientalistas más representativos afirman que el budismo es ateo. Así, H. Von
Glasenapp señala que si bien en su forma popular es politeísta, el budismo es
manifiestamente ateo en su forma superior y en su estructura filosófica por
cuanto niega la existencia de un creador, de una Providencia, y no concibe la
salvación como comunión con un Absoluto personal.
En realidad, el elemento que divide el cristianismo y el budismo es el
carácter personal de Dios. Para los budistas, como hemos visto, lo Absoluto no
puede ser “personal” y por tanto no puede reconocerse como Otro ante el cual
se ubica el hombre y hacia el cual camina para entrar en comunión con el
mismo. Para ellos, lo Absoluto se concibe como meta del propio camino
espiritual, de manera que carece de función para alcanzar la salvación, que es
puramente obra del hombre. Para el cristianismo, en cambio, además de ser el
Dios personal el último Fin de la salvación, es también con su Palabra y su
Gracia principio y causa de la salvación. Por este motivo, conceptos como
revelación, gracia, oración, encarnación, pecado y redención son esenciales en
el cristianismo, pero carecen enteramente de sentido en el budismo.
En todo lo señalado anteriormente se observa una forma de budismo no religioso
(con esta expresión se alude a las formas del budismo que aún siendo
experiencias espirituales muy profundas, no implican una relación
interpersonal con Dios y por consiguiente no conocen la fe, el culto, la
oración, la gracia y la comunión con Dios en la vida eterna); pero existen
otras formas de budismo propiamente “religiosas”.
No pretendemos extendernos aquí sobre el hecho que el budismo, al difundirse
en todo el continente asiático, además de permitir que sobrevivieran las
religiones de cada país, las absorbió, dando vida a un sincretismo religioso
en el cual el budismo, como doctrina espiritual y como práctica ascética y
moral, se amalgama con las anteriores religiones populares y sus expresiones
de creencias, cultos, hábitos y usos religiosos. Así, todos los países
budistas de Asia son “religiosos”.
En todo caso, lo que convierte al budismo en religión no es su encuentro con
las religiones de los países donde se propagó, sino el hecho que con el
transcurso de los siglos se ha producido una divinización del Buda.
En la devoción popular, Buda se convierte en objeto de fe, culto y devoción
intensa; se acude a él con gran confianza para obtener las gracias requeridas;
se ve en él un ser divino compasivo, de tal manera que el budista común lo
considera el Ser supremo en la escala de los seres, depositando en él su
confianza y esperando contar con su ayuda y protección. En ese clima
espiritual, se desarrolla en Japón una forma en particular del budismo llamada
amidismo.
Antes de convertirse en el Buda Amida, éste era el bodhisattva Hozo,
que en vez de entrar en el nirvana, hizo el 18º voto de permanecer en
la Tierra con “la firme voluntad de salvar a todos los seres sensibles”. Él
creó una “Tierra pura”, en la cual acogería, para que vivan felices, a todos
aquellos que acudiesen a él e invocasen su nombre. Después de adquirir
infinitos méritos en innumerables épocas, Hozo se convirtió en el Buda Amida,
es decir el Buda de la misericordia, que salva, llevando a la “Tierra pura” a
todos aquellos que lo invocan expresando su fe y confianza en él con el
Nembutsu, es decir, recitando la fórmula Namu Amida Butsu, que
significa “Yo creo y confío en Buda Amida”. Así, en el amidismo la salvación
no se obtiene con el compromiso moral y ascético que conduce a la
“iluminación” y por consiguiente al nirvana, sino con la fe y confianza en
Amida (cfr. Incontro con il Buddhismo della Terra Pura (Encuentro con
el Budismo de la Tierra Pura), Bolonia, EMI, 1989).
Como vemos, el budismo es una realidad bastante compleja y diversificada y se
vive de acuerdo con tradiciones no sólo diferentes, sino también divergentes y
a veces opuestas. Aquí nos hemos limitado a hablar únicamente de algunas
corrientes, omitiendo otras -como el lamaísmo y el tantrismo tibetano- y sin
detenernos en puntos centrales como, por ejemplo, la doctrina de los
bodhisattva en el Mahayana y la práctica del Zen en el
budismo japonés, cuyo objetivo es hacer tomar conciencia directa e intuitiva a
quienes lo practican, en la “iluminación” (satori), de la “naturaleza
del Buda”, es decir, de la propia “budeidad”. Dada la variedad de formas
adoptadas por el budismo a lo largo de los siglos, resulta imposible emitir
juicios sobre el budismo como totalidad. Así, es falso afirmar que el budismo
es ateo, como es igualmente falso decir que es religioso. En realidad, si bien
la corriente Theravada es ciertamente atea, no se puede decir lo mismo
de la corriente Mahayana. Es falso afirmar que en el budismo se
considere a Buda puramente un hombre, un “terapeuta” del espíritu, porque
existe una gran corriente que le atribuye un carácter y poderes sobrenaturales
y lo diviniza en la religión popular. Por otra parte, para los occidentales,
especialmente los cristianos, resulta difícil comprender el budismo porque las
palabras tienen significados y valores distintos. Así, para el cristiano la
palabra deva alude a “Dios” como Ser infinito y trascendente, de manera
que tiene un valor enorme en cuanto significa la Realidad más alta que pueda
existir; en cambio, para el budista significa “dios”, es decir, un ser sujeto
a la no permanencia, que por lo tanto necesita liberarse del samsara
convirtiéndose en discípulo de Buda. Del mismo modo, la palabra puggala
(persona, individuo) para el cristiano indica la máxima perfección, ya que al
atribuir al hombre este carácter se alude a lo más grande que puede decirse
del mismo; para el budista, en cambio, significa estar poseído por sí mismo,
egoísmo, afirmación del Yo y fuente de la “sed”, causa del “dolor”, de manera
que además de no ser un valor, es un mal; la persona, el Yo, debe destruirse,
desintegrándose los elementos (khandha) que lo componen, debe
desaparecer, “extinguirse” completamente.
Por otra parte, no se trata únicamente de una dificultad de comprenderse
debido a la diferencia de sentido de las palabras. En un nivel más profundo
existe una diferencia radical entre el cristianismo y el budismo en la forma
de concebir al hombre y la condición humana. Para el budismo, la condición
humana es un estado de “sufrimiento” (duhkha), que se resume en tres
cosas: el nacimiento, la vejez y la muerte (cfr. Anguttara-Nikaya, vol.
V, 144). Esto se debe al hecho que el hombre está condenado permanentemente a
renacer a raíz de sus actos (karma). Además, para el budismo toda la
realidad carece de permanencia, es insubstancial e ilusoria y el hombre vive
en una ilusión hasta alcanzar la iluminación. Por último, el hombre es
puramente un conjunto de elementos físico y mentales, sin un Yo, sin una
substancia que los mantenga unidos, y está movido únicamente por la “sed de
placer, existencia y poder”. La salvación consiste en la “extinción de la sed
al desaparecer totalmente el deseo”, como señala la tercera “noble verdad”, es
decir, la “extinción” del Yo y del Sí. Para el cristianismo, en cambio, toda
la realidad fue creada por Dios libremente y por amor. Por consiguiente, en
cuanto el ser de Dios le otorga participación, es “real”, tiene consistencia
propia y carácter substancial, de manera que no es ilusoria; en cuanto es
creada por Dios-Amor por amor, es buena y ha sido creada para el bien y la
felicidad del hombre. En la creación, el ser humano tiene un lugar único: se
encuentra en el vértice por estar dotado de un alma espiritual e inmortal y
por estar destinado a vivir eternamente con Dios. La condición del hombre es
de pecado, sufrimiento y muerte a raíz de su culpa; pero Dios, en su
misericordia, libera al hombre del pecado y la muerte y le otorga
participación en su vida y por lo tanto en su felicidad mediante al muerte y
la resurrección de su Hijo, encarnado en Jesús de Nazaret. Así, el hombre en
cuanto persona, en cuanto Yo, está hecho para la “plenitud de la vida” en
Dios-Amor.
Como vemos, son dos visiones de la realidad absolutamente distintas e
incompatibles. Evidentemente, la diferencia está determinada por el lugar
asignado a Dios en el cristianismo y el budismo, lugar que en el cristianismo
es esencial y en el budismo es inexistente. Con todo, esto no descarta la
posibilidad de un provechoso diálogo entre cristianos y budistas, que nos
parece incluso necesario para aclarar, con espíritu de estimación y respeto
mutuos, las posiciones de ambos y así evitar falsedades y malentendidos, y
para crear las bases de una colaboración en el campo moral, donde el budismo y
el cristianismo tienen muchísimo en común, y en el campo social, con el fin de
promover la justicia, la fraternidad y la paz.
Si consideramos tres actitudes fundamentales de la moral budista -la no
violencia (ahimsa), la benevolencia amistosa y desinteresada (maitri)
y la compasión por todos los seres que sufren (karuna)- es imposible no
pensar en la profunda correspondencia entre estas actitudes budistas y la
esencia del cristianismo. Indudablemente, en el budismo está ausente la
caridad para con Dios, primer mandamiento del cristianismo y motivo y fuente
del amor al prójimo. Con todo, aún cuando éste no se basa en el amor de Dios,
nace del deseo de “eliminar el dolor del mundo” y ayudar a los seres a
liberarse del samsara, de tal manera que también es un amor
desinteresado al prójimo que sufre y por lo tanto en armonía con la caridad
cristiana.
Partiendo de estas y otras convergencias entre el budismo y el cristianismo,
nos parece posible desarrollar un diálogo, que evitando cualquier sincretismo
indebido, favorezca la colaboración en las obras de asistencia con el fin de
aliviar, aún cuando no se elimine del todo, el sufrimiento de los hombres.