La vida del Venerable John Henry Cardenal Newman arroja luces cada
vez más potentes sobre la época que a nosotros nos toca vivir. Los
dos siglos transcurridos desde su nacimiento agigantan la figura de
quien ha sido uno de los pensadores católicos más influyentes en el
mundo anglosajón. ¿De dónde esta influencia? ¿Por qué tanta
actualidad? El repaso de su biografía y de algunos acontecimientos
especialmente comprometidos de su aventura intelectual puede ayudar a
responder estas preguntas. Pero la explicación última de su influjo
y de su actualidad se resume en que correspondió lealmente a un
requerimiento divino a la vez íntimo y generacional: llevar su propia
alma y la cultura de su época —especialmente la cultura católica
minoritaria— desde las sombras y las imágenes de un orden
establecido, inconscientemente alejado de Dios, hacia la verdad plena
custodiada en la Iglesia de Roma.
John Henry Newman nació en la City de Londres el 21 de febrero de
1801. Primogénito de Jemima Fourdrinier —de familia francesa
hugonota establecida en Londres— y de John Newman, banquero, tuvo
una primera conversión religiosa a la edad de 15 años, cuando decidió
tomarse su vida cristiana en serio y abrazar el celibato apostólico.
En diciembre de 1816 se matriculó en Trinity College, Oxford. Tras
graduarse obtuvo una beca como Fellow de Oriel College (1822).
Se ordenó presbítero de la Iglesia Anglicana (1825) y fue párroco
de Santa María en Oxford.
En 1832 comenzó un viaje por el sur de Europa. Desde su paso por Roma
comenzó a abrigar sentimientos de mayor cercanía hacia el
catolicismo, siendo aún muy crítico (en su juventud había llegado a
identificar al Papa con el Anticristo). A su regreso, en julio de
1833, dio inicio al Movimiento de Oxford, junto con John Keble, Hurrel
Froude y otros clérigos anglicanos, decididos a defender la unión
Iglesia-Corona contra los disidentes y, al mismo tiempo, a conseguir
para la Comunión Anglicana la plena libertad respecto de las
autoridades civiles, y a renovarla como parte de la Iglesia “católica”,
según la teoría de las tres ramas —anglicana, ortodoxa y romana—
de la Iglesia Universal. Publicaron los “Tracts for the Times
against Popery and Dissent” (90 en total; 26 de Newman)[1],
defendiendo la “Vía Media”, esto es, que la Iglesia Anglicana es
el justo medio entre dos extremos viciosos, el protestantismo y el
papismo. Sin embargo, la fuerte defensa newmaniana del carácter
“católico” del anglicanismo —contra la infiltración de
protestantismo popular— tuvo una expresión escandalosa en el Tracto
90 (1841), que fue interpretado como una traición a la Iglesia de
Inglaterra. No era tal la intención del autor, pero la jerarquía
anglicana exigió poner fin a los tractos, y ése fue el último. De
hecho, muchos anglicanos venían pasando a la Iglesia católica por
influencia del sector romanizante del Movimiento de Oxford.
Newman predicó su sermón de despedida en la iglesia de Santa María
el 25 de septiembre de 1843, tras renunciar debido a la condena
general del Tracto 90, pero —además— ya con serias dudas acerca
del carácter católico de la Comunión Anglicana. Se inclina cada vez
más hacia Roma, contra sus simpatías personales, contra sus más
meditadas preferencias, contra todos sus lazos familiares, sociales e
intelectuales; contra lo que ha escrito y defendido por décadas.
La conversión de John Henry Newman al catolicismo es comparable, en
cuanto a la personal resistencia interna y a los intentos de evasión
—intentos llevados hasta el límite permitido por la conciencia
cristiana—, al martirio de Tomás Moro, quien también puso todos
los medios honestos para evitarlo. Poco antes de dar el paso
definitivo, escribía a su hermana Jemima:
“No advierto otra razón que no sea un sentido de riesgo inquietante
para mi alma si permanezco donde estoy. Una convicción clara de la
sustancial identidad entre cristianismo y sistema romano ocupa mi
mente desde hace tres años. Hace más de cinco que tal idea se insinuó,
aunque luché contra ella y de momento la vencí. Pienso que todos mis
sentimientos y deseos están en contra de efectuar cambios. Nada
accidental me atrae hacia fuera de donde me hallo. Apenas he asistido
a cultos romanos; no conozco a católicos en el extranjero. No me
atraen como grupo. Me dispongo, sin embargo, a dejar todo...”.
El prestigioso profesor oxoniense —figura prominente del
anglicanismo— fue recibido en la Iglesia católica el 9 de octubre
de 1845. Los acontecimientos que llevaron a este desenlace pueden
resumirse en tres golpes a su alma: el tercero, el proyecto de crear
un obispado anglicano en Jerusalén con jurisdicción sobre
anglicanos, calvinistas y luteranos, iniciativa de un irenismo liberal
—indiferentismo religioso— que le llevó a pensar que la Comunión
Anglicana quizás no era parte de la Iglesia Católica; el segundo, la
fuerte censura de los obispos anglicanos contra él y su Movimiento de
Oxford; el primero —con mucho—, una operosa transformación
interior que maduró desde el centro de su estudio de la Historia de
la Iglesia y de su defensa de la Vía Media. En efecto, ya en 1833 había
publicado Los Arrianos del siglo IV; pero desde 1839,
traduciendo obras de San Atanasio que publicaría en 1841 y 1844, había
comprendido que la controversia con ocasión de la herejía arriana
presentaba un inquietante paralelismo con la controversia, que él
mismo alimentaba, sobre las relaciones entre la Iglesia Romana y las
comunidades resultantes de la crisis del siglo XVI. Desde el punto de
vista de sus relaciones con el dogma cristiano, de sus modos de
argumentar, de su respeto por la Escritura y la Tradición, etc., los
arrianos puros equivalían a los actuales protestantes; los semi-arrianos
ocupaban —he aquí lo inquietante— exactamente la Vía Media, y
los católicos romanos estaban en el lugar que habían ocupado
siempre.
En síntesis, los supuestos “añadidos” y “exageraciones” de
la Iglesia de Roma, su alejamiento de las fuentes evangélicas, etc.,
eran los “defectos” que les achacaban entonces los herejes (y ha
sido un lugar común en todos los cismas desde el siglo II), mientras
Roma permanecía —entonces como ahora— en su tesis de que no hacía
más que custodiar y profundizar un depósito revelado inmutable.
Inmutable pero inagotable. Newman comenzó a trabajar en el problema
del desarrollo de la doctrina cristiana, que también se le planteaba
como anglicano, y, durante la redacción del ensayo que se publicaría
en 1845, leyendo directamente obras de autores católicos como San
Alfonso María de Ligorio, llegó a la conclusión de que los
desarrollos romanos, abiertos a las particularidades de las diversas
culturas y lugares, eran homogéneos y legítimos. En consecuencia, la
verdad estaba en Roma y no en la Vía Media, para él tan querida.
Tras una confesión general, fue bautizado bajo condición y recibido
en la Iglesia por el sacerdote pasionista Domenico Barberi[2].
En 1947 fue ordenado sacerdote en Roma. A su regreso estableció el
Oratorio de San Felipe Neri en Inglaterra, primero en Birmingham y más
tarde en Londres.
Vive pobremente —nadie lo sabe, pero debe viajar a Londres con
dinero prestado, no tiene para comprar zapatos, y le duele... dar poco
en limosnas (¡!)—, entregado a la misión pastoral del Oratorio:
predicación ardiente y serena —especialmente dirigida a lograr la
conversión tanto de los anglicanos al catolicismo como de los católicos
a una vida consecuente con su fe—, horas y horas en el confesonario
y catequesis, dejando tiempo para el estudio y la atención de su
abundante correspondencia —Newman escribió más de diez mil cartas,
muchas de ellas decisivas para la conversión incluso de personas que
poco lo conocían directamente—. El Fundador del Oratorio en
Inglaterra pone un énfasis especial —no presente en San Felipe Neri—
en recuperar para la Iglesia los sectores cultos del país, adaptando
a ese objetivo el estilo de la predicación y promoviendo, más
adelante, colegios privados.
Con su entrada en la Iglesia, Newman había suscitado una gran conmoción
entre los anglicanos. Desde 1845 escribió y predicó para mostrar que
la Iglesia de Inglaterra no era una continuación legítima de la
Iglesia fundada por Cristo, sino un invento legal del poder político.
De hecho, pensaba que Anglicanismo y Catolicismo eran dos religiones
distintas.
Aunque recomendaba, a sus amigos anglicanos, meditar con calma una
posible conversión, que debía ser suscitada desde dentro por la
gracia, al mismo tiempo les urgía —inequívocamente— a dar ese
salto de la fe apenas vieran la verdad del sistema romano, pues de lo
contrario —perdida la buena fe en su error— arriesgaban seriamente
su salvación eterna. Esta labor intelectual y apostólica, unida a un
nuevo modo de hacer Teología, no fue siempre bien comprendida ni por
los anglicanos ni por algunos sectores católicos. Por eso, Father
Newman se alegró al recibir —claro indicio de respaldo a su trabajo
y a la solidez de su teología— el nombramiento como Doctor en
Sagrada Teología por Pío IX[3]
(1850).
El año 1829, el Parlamento había otorgado la emancipación civil de
los católicos. En 1850, la Santa Sede restauró la Jerarquía
ordinaria de la Iglesia Católica en Inglaterra (Bula Universalis
Ecclesiae). El hecho, aunque esperado, fue visto como una
“agresión papal”. Además de la violencia verbal y a veces física
del pueblo contra los católicos en general, el recién creado
Cardenal Wiseman y el emblemático Newman fueron blanco de frecuentes
ataques personales por la prensa.
En 1851 Newman dictó una serie de conferencias destinadas a remover
algunos de los prejuicios morales e intelectuales que impedían, a la
mayor parte de los ingleses, prestar atención a lo que los católicos
tenían que decir. En una de esas intervenciones, el orador se permitió
denunciar —fiado de la información del Cardenal Wiseman— la campaña
anticatólica de un apóstata italiano (Achilli), diciendo que éste
había sido condenado en Roma por delitos de corrupción cometidos con
mujeres jóvenes. El ex fraile Achilli inicia un proceso contra Newman,
por calumnia, en el cual tanto el jurado como los miembros del
tribunal están mal dispuestos en su contra. Aunque Wiseman no
consigue proporcionar las pruebas de su acusación, Mary Giberne
convenció a las mujeres víctimas de Achilli de atestiguar en
Inglaterra la veracidad de los dichos de Newman. Entre tanto, católicos
de todas partes del mundo habían enviado los fondos necesarios para
costear la defensa judicial. Todo en vano, porque el jurado declaró
culpable a Newman y el tribunal lo condenó a pagar una multa de cien
libras. La victoria moral de Newman fue, no obstante, clara, como
puede colegirse del hecho de que The Times —uno de los periódicos
promotores del escándalo por la restauración de la Jerarquía—
calificara el proceso de “indecoroso en su naturaleza,
insatisfactorio en sus resultados y muy poco apto para aumentar el
respeto del pueblo hacia la administración de justicia”.
Entre 1851 y 1858, Newman pone todos sus esfuerzos en la tarea de
fundar, como primer Rector, la Universidad Católica de Dublín. La
claridad de sus ideas sobre cómo debía ser la auténtica formación
universitaria —científica y teológica, reconociendo la grandeza de
la educación a la vez que sus límites y la necesaria ayuda de la
fe— se refleja en las conferencias de La Idea de una Universidad
(1859). Sin embargo, el Rector, inglés y converso, encontró serios
obstáculos prácticos para llevar adelante sus ideas en Irlanda,
donde no contaba con el apoyo de todos los obispos. Entre otras cosas,
el insigne educador proponía una educación liberal dirigida a
cultivar la inteligencia —no directamente a la formación de la
voluntad ni a la formación religiosa—, abierta a ser perfeccionada
por la Teología y, en realidad, necesitada, en la práctica, de la fe
católica. El planteamiento, no obstante los matices, pareció a
algunos poco ortodoxo. También chocó con la mentalidad de la época
—increíblemente persistente hasta nuestros días— su talante
“anticlerical”, el de un gentleman inglés —sacerdote,
ciertamente, sin fisuras— que proponía nombres de fieles laicos
para regir la Universidad o para llevar sus finanzas o para otros
cargos. Algunos temían que así podrían perderse el control jerárquico
de la institución.
Su renuncia fue aceptada en 1859.
Ese mismo año, la revista católica The Rambler, de tono
agresivo en general y, de modo especial, crítico para con la Jerarquía,
alimentó un conflicto soterrado que no llegó a provocar una censura
formal gracias a la mediación de Newman y, en definitiva, a su
aceptación de dirigir la publicación para enmendar rumbos. No duró
mucho su buena intención, pues en mayo sugirió la idea de que la
Jerarquía podría consultar a los laicos en temas que les afectan
especialmente —se trataba de juzgar algunas políticas sobre la enseñanza—,
y chocó con el clericalismo de la época. Newman tuvo que renunciar,
pero ya estaba en prensa un artículo suyo (“On Consulting the
Faithful in Matters of Doctrine”), más desarrollado, que aparecería
en julio, explicando la doctrina hoy común —también entre los
Padres de la Iglesia, bien conocidos por Newman— del “sensus
fidelium” indefectible en materias de fe y moral[4],
además del aporte posible de los laicos en materias prudenciales.
Un obispo le acusó de herejía, ante lo cual el ilustre converso se
mostró dispuesto a aceptar toda doctrina católica que hubiese sido
violentada por lo que estimaba “en el peor de los casos, un lapsus
de la pluma deslizado en un irrelevante y no-teológico estudio”,
cosa innecesaria después de aclararse el malentendido en Roma.
El año 1864, Charles Kingsley —clérigo anglicano, capellán de la
Reina, tutor del príncipe de Gales, prestigioso escritor y profesor
de Cambridge— publicó un artículo en que acusaba a Newman de
sostener que la verdad no era una virtud necesaria del clero romano,
“que el engaño inteligente es el arma entregada por el Cielo a los
santos, para resistir la fuerza bruta y masculina del malvado
mundo”. La inusitada calumnia dio origen a un intercambio epistolar
y, finalmente, ante la insistencia de Kingsley, a una de las mejores
obras de Newman, la Apologia Pro Vita Sua, que contiene la
historia de sus opiniones religiosas —especialmente de su conversión—
y defiende, con honestidad no exenta de emoción, el camino de su vida
desde el anglicanismo —tratado con respeto, con cariño a los
amigos— hacia la plenitud de la verdad católica. La Apologia
fue leída con admiración por los católicos —llovieron cartas de
felicitación y agradecimiento— y con respeto por los anglicanos y
protestantes, que reconocieron la magnanimidad de quien se había
hecho católico sin despreciar la religión en la que había vivido.
Esta obra reanimó sus relaciones cordiales con sus antiguos compañeros
del Movimiento de Oxford, como John Keble —fallecido poco después
de su reunión con Newman— y Edward Pusey.
A partir de 1866, trabajó en su Gramática del Asentimiento,
publicada en 1870. Una de las obras más difíciles de Newman,
contribuyó a fundamentar la armonía entre la fe y la razón, cuestión
sobre la que trataría más tarde el Concilio Vaticano I y que estará
en el centro de la crisis contemporánea de la cultura hasta nuestros
días. Entre otros aciertos, muestra que la certeza de la fe puede
darse y ser plenamente razonable también en las personas que, por
impedimentos de edad o de cultura, no pueden articular explícitamente
las razones subyacentes a su asentimiento.
John Henry Newman celebró como “una gran idea” la convocatoria
del Concilio Vaticano I, aunque declinó las invitaciones a participar
en él. Escribió: “Soy demasiado viejo para esta tarea, en varios
aspectos (...). Soy además de esos hombres cuya vocación no se
encuentra en esta clase de asambleas eclesiásticas”. Él miraba con
cierta inquietud una posible definición dogmática de la
infalibilidad papal. Aunque aceptaba esta verdad desde su conversión,
como parte de la revelación, preveía la dificultad de explicarla en
un contexto en que muchos autores —erróneamente, como se vio después—
atribuían infalibilidad y carácter ex Cathedra a casi
cualquier actuación pontificia. Se podría decir que Newman se oponía
a la declaración del dogma por razones prudenciales, porque
—afirma— “todos nos encontramos tranquilos y sin albergar duda
alguna, manteniendo en la práctica —y no digamos ya en la
doctrina— que el Santo Padre es infalible”, pero muchos católicos
—no él— se veían inquietados por la amenaza de una definición
exorbitante.
Antes del Concilio, Newman escribió: “Si la Iglesia dice algo en el
próximo Concilio sobre la infalibilidad papal, lo hará con una
formulación tan estricta y medida y con tantas salvaguardas,
condiciones, etc., que añadirá poco a lo que ahora se sostiene. Y lo
explicará y delimitará de modo que no pueda aplicarse a casos como
el del Papa Honorio. No será, desde luego, como imaginan algunos
protestantes, la declaración de que cuanto dice el Papa es
infalible”. Así, en efecto, sucedió. También escribió
confidencialmente a su obispo: “Si es Voluntad de Dios que se defina
la Infalibilidad del Papa... siento entonces que debo solamente
inclinar mi cabeza ante su adorable Providencia”. Y así lo hizo. De
hecho, después de la declaración no sólo la aceptó, sino que la
explicó, la defendió, y mostró que, más allá de sus opiniones
previas, era prudente lo que la Providencia así establecía en sus
designios.
Sin embargo, esa posición suya contraria a la declaración del
dogma —no a su verdad—, unida a su opinión de que el poder
temporal del Papa era un hecho histórico que no pertenecía a la
esencia de la doctrina católica —Newman preveía su término— y a
su deseo de una renovación de la Teología en la Iglesia, dio pie a
que Ignaz von Döllinger[5]
le enviase una invitación a expresar públicamente una crítica
contra el Concilio. No sabía con quién trataba. Newman rehusó el
ofrecimiento, y, en realidad, estuvo siempre lejos de los católicos
liberales que se oponían a la Sede de Pedro, sin incurrir por eso en
los excesos de algunos ultramontanos que atribuían a las actuaciones
del Santo Padre un alcance que nadie en Roma sospechaba.
Pocos años después, en 1874, Newman salió en defensa de la libertad
de las conciencias ante las opiniones del influyente político liberal
anglicano William Gladstone, predecesor de Disraeli como primer
ministro. Según Gladstone, las convicciones religiosas católicas
exigían someter la lealtad ciudadana a autoridades extranjeras
—secundar las pretensiones políticas del Papado— y renunciar a la
libertad moral e intelectual. El Duque de Norfolk, además de muchos
otros católicos, pidió a Newman una respuesta. La Carta al Duque
de Norfolk (1875) reconoce que entre los católicos hay algunos
que escriben de manera extrema sobre estas materias, pero defiende la
libertad de los cristianos en materias temporales y su lealtad como súbditos,
ajena a todo servilismo. Pero así como delimita el deber de
obediencia al Papa —sólo en materia de fe y moral y en la
disciplina eclesiástica, no temporal—, afirma claramente la
libertad de las conciencias también ante el Estado y el deber de los
católicos de obedecer al Papa en caso de una ley injusta: “Digo sin
ambages que si el Estado me exige hacer en una cuestión de culto lo
que el Papa me prohíbe, he de obedecer al Papa, y no pensar que
cometo un pecado si uso todo mi poder e influencia como ciudadano para
impedir que esa ley se vote, o para abrogarla si ya se hubiera votado
y promulgado”.
Newman defendía la libertad de las conciencias rectamente entendida,
aceptando y explicando las condenas pontificias —en las encíclicas Mirari
Vos (1832) y Quanta Cura (1864)— de la falsa libertad de
conciencia propia del liberalismo, “libertad” vinculada con el
indiferentismo religioso y con la negación de los derechos del
Creador. La misma autoridad del Papa, como Vicario de Cristo, puede
ser eficaz en los fieles en la medida en que cada uno le obedece
movido por la voz de Dios que resuena en su conciencia. “La
conciencia es el primero (aboriginal) de los vicarios de
Cristo”[6]. Lejos de
oponerse, por tanto, la autoridad y la conciencia se reclaman
mutuamente.
William Gladstone y Newman no rompieron su amistad. El ex primer
ministro haría, años más tarde, en Oxford, un homenaje a su
contradictor: “El doctor Newman ejerció a partir de 1833, por un
período de diez años, un alto grado de influencia, de influencia
absorbente, sobre los intelectos más elevados de esta Universidad.
Fue un influjo que no tiene paralelo en la historia académica de
Europa, salvo que nos traslademos al siglo XII o a la Universidad de
París. Sabemos como esta influencia suya estaba apoyada por su
extraordinaria pureza de carácter y santidad de vida. Conocemos también
la catástrofe —no puedo llamarla de otro modo— que siguió después...”.
El efecto de las recientes intervenciones apologéticas de Newman fue
de crecimiento en su ascendiente entre los católicos y de una
recuperación de sus relaciones con muchos anglicanos, que admiraban
de buena fe la magnanimidad de su antiguo condiscípulo. El año 1878,
un grupo de Fellows de Trinity College sugirió que Newman
fuera nombrado Fellow honorario, y así lo decidió de
inmediato el College. Newman aceptó tras consultar con su obispo. El
26 de febrero de 1878, después de treinta y dos años de ausencia
ininterrumpida, John Henry Newman visitó la Universidad —vio a su
amigo Edward Pusey, a Thomas Short, su tutor en Trinity, ahora
anciano...— y participó en una cena en su honor, todo lo cual fue
motivo de penas y alegrías.
León XIII sucedió a Pío IX en la Sede de Pedro en febrero de 1878.
Pocos meses después, Henry, XV Duque de Norfolk, uno de los más
prominentes nobles católicos en Inglaterra, solicitó a Roma que
Newman fuese creado Cardenal. Su petición, a través del Cardenal
inglés de la curia romana E. H. Howard, representaba el sentir de
muchos católicos, quienes consideraban necesaria una rehabilitación
de Newman mediante un respaldo claro de su persona y obra por parte de
la Iglesia.
¿Una rehabilitación? Sí: el camino de John Henry Newman después de
su conversión estuvo sembrado de conflictos y de tensiones, no sólo
por parte de los anglicanos —naturalmente acusaron el golpe de tan
doloroso abandono— sino también por parte de otros católicos. En
un rápido espigueo —no es posible relatar aquí los detalles—,
cabe mencionar los siguientes hechos.
Desde el mismo año 1845, su conversión fue recibida con recelo por
algunos sectores de católicos tradicionales. Varias veces circularon
rumores de que se le negaba la ordenación en Roma, de que se disponía
a abandonar la Iglesia —ya en 1846, pero especialmente con ocasión
del Concilio—, de que, en fin, su conversión no era sincera y
prefería una cierta independencia de Roma.
En otro orden de cosas, tanto los cardenales primados de Inglaterra
—Wiseman, sucedido por Manning— como algunos conversos
ultramontanos —especialmente su antiguo discípulo W. G. Ward— le
habían hecho sufrir considerándolo como un hombre poco leal con
Roma, el que “transplantaba el tono de Oxford a la Iglesia”, “el
hombre más peligroso de Inglaterra”, y hasta —para algunos, mas
no para Wiseman o Manning— un “hereje” por defender el papel
activo de los fieles laicos en la Iglesia y la vocación a la santidad
para muchos —aunque no “para todos”... habría que esperar la
proclamación de la vocación universal a la santidad por el Concilio
Vaticano II y por sus precursores, como el Beato Josemaría Escrivá—,
por su explicación sobria y certera —vista desde el Concilio
Vaticano II— del sentido de las condenas pontificias de la
“libertad de conciencia”, por sus opiniones —realistas, proféticas—
sobre los Estados Pontificios, por su matizada posición sobre la
infalibilidad pontificia —ratificada por los términos sobrios del
dogma declarado—, por sus incursiones renovadoras en la Teología,
siempre sumisas a lo que pudiera aclarar o rectificar el Magisterio de
la Iglesia.
En tercer lugar, sobrellevó un doloroso conflicto con William Faber
en la fundación del Oratorio en Inglaterra. Ante actuaciones de Faber
que transformaban de manera importante la vocación oratoriana, tal
como la concebía Newman, éste tuvo que viajar a Roma para zanjar los
malentendidos. Peregrinó como penitente —un gesto externo: recorrió
Roma descalzo hasta El Vaticano—, pero, tras algunos años, el
Oratorio de Londres, a cargo de Faber, hubo de independizarse
definitivamente.
No olvidemos, tampoco, los obstáculos que encontró para fundar la
Universidad Católica de Irlanda.
En fin, aunque su prestigio entre anglicanos y católicos fue
creciendo a medida que sus intervenciones públicas hacían la mejor
apología del catolicismo —esa que se hace con respeto por los
otros, con humor e ironía suaves, con equilibrio de carácter y de
tono—, es menester recordar que esas intervenciones fueron a menudo
provocadas por algún tipo de contradicción —su norma era no
escribir si no había una causa externa que lo solicitara—.
El Cardenal Manning interpretó unas palabras de Newman sobre su
dificultad para residir en Roma como un rechazo del cardenalato, y así
lo informó The Times. Tras un esperable revuelo entre los católicos,
la situación se aclaró. El Papa León XIII indicó que el nuevo
Cardenal no tendría que abandonar su residencia en Birmingham.
Manning escribió a Newman: “El Papa me ha indicado decirle a usted
que, al elevarle al Sacro Colegio, desea hacer un reconocimiento
expreso de sus virtudes y de su saber, así como realizar un acto que
sabe será muy grato a los católicos de Inglaterra y a todo el país”.
Newman aceptó porque, como escribió en una carta, “el ofrecimiento
papal pone fin a todos los comentarios e informes de que mi doctrina
no es católica o que mis libros no son fiables... Si hubiera
rechazado este honor habría creado la sospecha de que eran ciertos
los rumores de ser un católico a medias, que no deseaba comprometerse
a una unión estrecha con Roma, y prefería ser independiente”.
Newman se trasladó a Roma sólo para recibir el capelo cardenalicio
—lo recibió en el consistorio del 15 de mayo de 1879—, poco después
de pronunciar un discurso en el que resumía su carrera como autor
cristiano, diciendo, entre otras cosas: “Me alegra decir que desde
el principio me he opuesto a un gran mal. Por espacio de treinta,
cuarenta, cincuenta años, he resistido con mis mejores energías el
espíritu del Liberalismo en religión. El Liberalismo en religión es
la doctrina según la cual no existe una verdad positiva en el ámbito
religioso, sino que cualquier credo es tan bueno como cualquier
otro”. Newman propone, ante un nuevo orden cargado de posibilidades
—no sólo de peligros—, la decidida acción de los cristianos y la
confianza en Dios, porque “son imprevisibles las vías (...) por las
que la Providencia rescata y salva a sus elegidos. (...) Generalmente
la Iglesia no hace otra cosa que perseverar, con paz y confianza, en
el cumplimiento de sus tareas, permanecer serena, y esperar de Dios la
salvación. Mansueti hereditabunt terram et delectabuntur in
multitudine pacis”.
La última década de la vida de Newman estuvo rodeada de la admiración
y del cariño de toda Inglaterra. Ahora el sufrimiento ya no se debía
a la persecución o a las incomprensiones, sino a la pena de
sobrevivir a sus más queridos amigos y colaboradores. Hasta el lecho
de muerte los acompañó, procurando convertir a quienes temía podían
haber perdido la buena fe en su error —como Pusey, quien nunca vio
la verdad del catolicismo no obstante ver los defectos de la Iglesia
oficial—, predicando en los funerales, escribiendo o dictando su
correspondencia. Profetizó la decadencia moral y religiosa que
sobrevendría después de su muerte, “un tiempo de extendida
infidelidad” y una dura prueba para los católicos, “y aunque
cualquier prueba que venga sobre ella [la Iglesia Católica] será sólo
temporal, puede ser extraordinariamente difícil mientras dure”.
Reeditó algunas de sus obras y preparó los materiales para su
biografía —con humildad había pedido que no se hiciera ninguna,
pero con humildad también previó que eso era imposible y procuró
facilitar un trabajo veraz—. Intervino en cuestiones teológicas
sobre la Sagrada Escritura.
El 25 de diciembre de 1889, John Henry Newman celebró su última
Misa. Meses después, el lunes 11 de agosto de 1890, entregó su alma
a Dios. El funeral, en el Brompton Oratory de Londres, fue atendido
por católicos y anglicanos procedentes de Inglaterra, Gales, Irlanda
y Escocia. El Cardenal Manning, que lo presidió, le rindió un cálido
homenaje. Los restos mortales del Cardenal Newman fueron depositados
en el cementerio oratoriano de Rednal, cerca de Birmingham, en la
misma tumba del que había sido su más cercano y fiel colaborador,
Ambrose St. John. El epitafio —compuesto por él mismo— reza: Ex
umbris et imaginibus in Veritatem (“Desde las sombras y las imágenes
hacia la Verdad”).
Y vino el siglo XX. La triste evolución de la historia dio razón a
sus aprehensiones: el proceso secularizador causó estragos en los ámbitos
protestantes y anglicanos, y en amplios sectores del catolicismo en
Occidente; la Iglesia Católica se vio sometida a durísimas pruebas
(modernismo, marxismo “cristiano”, persecuciones abiertas y
solapadas, neomodernismo y crisis teológica y moral); el liberalismo
en religión llegó a ser parte del sentido común de las masas. La
sana Teología de Newman —su tratamiento de la conciencia, su
sacerdocio sin clericalismo, su deseo de volver a unir fe y
cultura...— encontró un eco en el Concilio Vaticano II. A partir de
los años 70, su figura comenzó a destacar con más fuerza,
especialmente en ambientes universitarios.
El 22 de enero de 1991 la Iglesia declaró que había vivido en grado
heroico las virtudes teologales y cardinales, proclamándolo así
Venerable. Su santidad de vida —fama de que gozó desde su muerte:
“será canonizado en la mente de gente religiosa de todos los credos
en Inglaterra”, había dicho el Cardenal Manning— será más
solemnemente reconocida con su Beatificación y Canonización, que
muchos seguidores esperan y piden con una oración especial (ver
recuadro).
(Recuadro 1, discreto:)
Dios, Padre Nuestro, tu siervo John Henry Newman defendió la fe con
su enseñanza y ejemplo. Que su lealtad a Cristo y a la Iglesia, su
amor a la Inmaculada Madre de Dios y su compasión por los perplejos,
sirvan de guía al pueblo cristiano hoy. Te suplicamos que concedas
los favores que te pedimos por su intercesión para que su santidad
sea reconocida por todos y la Iglesia lo proclame Santo. Te lo pedimos
por Cristo nuestro Señor. Amén.
(Recuadro 2, al final:)
Una biografía amena y bien documentada es la escrita por José
Morales Marín, Newman (1801-1890), Rialp, Madrid 1990. En ella
se basa la concisa presentación que hemos preparado con la esperanza
de que sea un estímulo al lector para abordar esa biografía y otras,
como la de Ian Ker, John Henry Newman: A Biography, Clarendon
Press, Oxford 1988. Sin necesidad de sugerir todas sus obras, cuyo
elenco puede consultarse en las biografías citadas, cabe recomendar,
al menos, la Apologia Pro Vita Sua (ediciones de BAC 1977, de
Encuentro 1996 y de Universitaria 1994), los Discursos sobre la Fe
(Rialp 1981, traducción de Discourses to Mixed Congregations),
los Discursos sobre el fin y la naturaleza de la educación
universitaria (Eunsa 1996, correspondientes a los discursos de
1852, publicados de nuevo en 1859 como parte de The Idea of A
University), su Ensayo sobre el desarrollo de la doctrina
cristiana (Rialp 1996 y Universidad de Salamanca 1997) y la célebre
Carta al Duque de Norfolk (Rialp 1996, editada con el Ensayo).
Estimado Jaime:
Me ha costado mucho condensar esto, así que te pido que no me hagas
acortarlo más. Propongo al final dos recuadros (bibliografía y oración).
Me alegra colaborar con Humanitas.
Felices Pascuas.
CO
PS: archivo va en WORD (98) y en RTF. Si no puedes abrirlo, llama a
Jaime Arancibia a esta Facultad y pide que se meta en mi computador
para sacar otro tipo de copia.
[1] Un “tract” es un
folleto o panfleto, especialmente de contenido religioso. Los miembros
del Movimiento de Oxford convirtieron un soporte material de baja
calidad en vehículo de una de las más poderosas conmociones
intelectuales de la Inglaterra decimonónica. Por esta especial
resonancia de la palabra, la dejamos sin traducir, castellanizándola.
[2] Beato Domenico de la
Madre de Dios, beatificado por Pablo VI en 1963.
[3] Beato Pío IX, Papa,
beatificado por Juan Pablo II el año 2000.
[4] Newman apoya su enseñanza,
entre otras razones, en el hecho de que el mismo Pío IX había
consultado al pueblo cristiano sobre la tradición acerca de la
Inmaculada Concepción de María, antes de la Definición Dogmática
(1854).
[5] Historiador alemán que,
junto con otros católicos liberales, se opuso a la doctrina de la
infalibilidad pontificia. Terminó abandonando la Iglesia después del
Conciclio.
[6] En la misma obra escribió,
con sutil ironía: “Ciertamente, si me veo obligado a meter la
religión en un brindis de sobremesa (lo cual realmente no parece muy
a propósito), brindaré —por el Papa, si les place, —en todo
caso, por la Conciencia primero, y por el Papa después”. Estas y
otras frases en el mismo sentido han sido utilizadas por algunos
modernistas y neomodernistas para poner a Newman entre los precursores
del disenso teológico, cosa imposible de pensar si se lee
directamente todo su discurso y, más aún, si se observa la conducta
de Newman como teólogo. Por lo demás, la frase sobre la conciencia
como vicario de Cristo (la voz de Dios) refleja la doctrina de la
Iglesia y como tal aparece citada en el Catecismo de la Iglesia Católica,
n. 1778.