Las ciencias, tanto naturales como humanas, están claramente vinculadas
con la cultura del género humano. En su condición de Presidente del
Pontificio Consejo de la Cultura, ¿cuáles considera usted hoy en día los
horizontes más significativos que se abren en la relación entre ciencia y
fe, y cuáles son las posibles ambigüedades que debe esta relación tratar de
evitar?
-Ante todo, quiero precisar algo. La pregunta afirma que todas las ciencias,
tanto naturales como humanas, están vinculadas con la cultura del género
humano. Esto es verdad, por cuanto la cultura otorga a los hombres de todas
las épocas y razas y de todos los pueblos el horizonte de comprensión de la
realidad, la Weltanschauung que hace posible enmarcar los conocimientos
específicos en un ámbito de referencia. De este modo, antes de iniciar su
investigación, el hombre de ciencia ya cuenta con presupuestos que ha
recibido como por osmosis de la cultura ambiental en la cual ha nacido.
En todo caso, una vez señalado lo anterior, debemos agregar que la ciencia no
se define por su relación con la cultura, sino por su relación con la
verdad. Es importante subrayar que toda ciencia logra alcanzar la verdad en un
determinado ámbito. Ciertamente, en los resultados de la ciencia hay límites
e imprecisiones; pero, a pesar de todo, la ciencia consigue profundizar en la
verdad. Debemos decirlo claramente, en contraste con las actitudes más
relativistas, agnósticas, falibilistas... En esta época de pensamiento débil,
la Iglesia defiende la confiabilidad de la ciencia. No es verdad que el hombre
de ciencia viva de dudas sin certezas; esto no es verdad al menos en lo
tocante al verdadero hombre de ciencia.
En cuanto a la relación entre ciencia y fe, quisiera destacar un fenómeno
nuevo, característico de los últimos veinte o treinta años: la aparición
de la llamada tercera cultura. Un libro publicado este año tiene
precisamente este título: La tercera cultura. John Brockman, su autor,
sostiene que además de la cultura humanista y la científica, hoy se agrega
una nueva cultura, producida por los hombres de ciencia. Entrando en
comunicación con el grueso público a través de los medios masivos de
comunicación, abordan una enorme variedad de temas, con lo cual van mucho más
allá de la mera divulgación científica. Esta tercera cultura, en permanente
incremento, plantea problemas muy estimulantes, no sólo culturales, sino
también filosóficos y teológicos. En la actualidad, el hombre de ciencia ya
no es un sabio abstraído, aislado en su laboratorio, perteneciente a una
pequeña élite; el hombre de ciencia es hoy una persona a la cual se
interroga a menudo sobre los problemas de la sociedad, respecto de los cuales
se le reconoce una verdadera autoridad científica aun cuando no sean propios
de su competencia científica. Y de este modo puede tener un influjo en la
cultura y la Weltanschauung de la sociedad. Y es éste un enorme desafío.
Es preciso ayudar a los hombres de ciencia católicos a adquirir convicciones
católicas firmes en relación con estos problemas, que en la actualidad son
los problemas de todos: la vida y la muerte, el amor y el sufrimiento, la
persona y la familia, la economía y la cultura.
En cuanto a los horizontes que abren nuevas posibilidades de diálogo entre
ciencia y fe, yo diría ante todo que nunca hay un diálogo entre ciencia y
fe, sino entre hombres de ciencia y hombres de fe, y con hombres de ciencia
sumamente interesados en los temas religiosos y en la relación entre la
naturaleza y un Absoluto o fundamento último, porque en la ciencia se
manifiesta de múltiples modos esta tensión hacia lo Absoluto. Otros temas de
gran interés para muchos hombres de ciencia: el orden maravilloso del
universo, su inteligibilidad, el fundamento de las leyes de la naturaleza, el
descubrimiento de la armonía y la belleza del cosmos, la relación entre espíritu
y materia... Todos éstos son temas de gran relevancia religiosa, muy vivos en
la cultura contemporánea. Basta recordar a Einstein: l'univers ruisselle
d'intelligence. Todo esto libera el campo de presuntas objeciones científicas
a la fe.
Ciertamente, en todo caso, en la cultura científica contemporánea siguen
existiendo obstáculos para la fe. Y quisiera señalar tres de carácter
principal. El primero se encuentra en la antropología, en la cual con
frecuencia se niega la existencia del alma espiritual y se cae así en el
materialismo. Pensemos, por ejemplo, en Francis Crick. El segundo está en la
teoría de la evolución, que a menudo se desarrolla aun de modo netamente
antifinalista, como Monod en Le hasard et la nécessité, o más
recientemente, como Dawkins en The Blind Watchmaker. Finalmente, existe
también un gran problema en la cosmología, cuando se habla, como algo serio,
de una autocreación del universo, para así negar la creación, como lo hace,
por ejemplo, Atkins. Es claro que estos desafíos son importantes y debemos
estar en condiciones de proporcionar respuestas convincentes. Ésa fue mi
preocupación en el libro publicado ha un par de años: Après Galilée.
Science et Foi. Nouveau Dialogue[1].
-¿Qué respondería usted a quienes ven una dicotomía entre razón y fe y
por tanto visualizan la fe como algo irracional?
-En primer lugar, respondería lo siguiente: esta supuesta dicotomía entre
razón y fe es un problema planteado más bien a nivel existencial que teológico.
Por una parte, como acabo de decir, existen algunas objeciones a la fe, muchas
de las cuales pretenden tener una base científica; pero esta pretensión no
es suficientemente sólida como para generar una crisis en la fe. En segundo
lugar, yo diría que la dicotomía no es tanto entre razón y fe, sino entre
fe y cultura. De hecho, cierta cultura predominante a menudo percibe la religión
como algo inútil, oscuro, propio del pasado, incompatible con el progreso de
la sociedad moderna. En este ambiente, el creyente experimenta la tentación
del fideísmo. ¿Qué es el fideísmo? Me explico: el creyente, incapaz de
enfrentar con la propia razón las objeciones opuestas a su fe, que no
obstante desea conservar, abandona la discusión; pero esto es sumamente
peligroso, es una verdadera esquizofrenia, por cuanto la inteligencia dice una
cosa y el corazón otra, lo cual produce una espantosa tensión interna.
¿Qué hacer entonces? Yo diría que la inteligencia y la voluntad deben estar
de acuerdo para que el hombre realice su unidad profunda en el acto de fe.
Ciertamente, por motivos apologéticos, Pascal subraya que la apuesta por la
fe en Dios es aconsejable aun cuando no se crea, porque al no apostar por la
fe se corre riesgo de perder más. Con todo, este argumento no puede ampliarse
demasiado. Una fe no racional, que no encuentre sólido apoyo en sus
motivos de credibilidad, no es verdadera fe cristiana. No podemos caer en el
credo quia absurdum de Lutero: creo porque es absurdo. La fe supera a la
razón, pero no la contradice; es suprarracional, no irracional. Decía
justamente Santo Tomás: no creería si no tuviese motivos sólidos para
creer.
Hoy existe una marcada tendencia a sobrevalorar el sentimiento y despreciar la
razón. La razón parece ser algo frío, abstracto, que deforma la realidad y
aprisiona al hombre en lo abstracto. Se atribuye gran valor, en cambio, a los
sentimientos, la emoción y la experiencia. De aquí surge un problema enorme.
No es que los sentimientos y la experiencia no sean importantes -lo son, y en
gran medida-, pero también lo es la razón humana. No se puede privar al
hombre de su razón. El sentimiento ciego conduce al hombre al subjetivismo y
al relativismo. La valoración de la inteligencia, en cambio, lleva a su
plenitud a la fe. La fe humana es una fe inteligente. La tentativa de
separar el sentimiento religioso de la razón implica reducir al hombre y
despojar a la fe de una dimensión esencial. Decía con razón San Anselmo:
credo ut intelligam. Creo para comprender: para comprender quién soy, qué
es la vida, el amor, el sufrimiento, la muerte, el destino del mundo.
-Tullio Regge afirmó que “el hombre está limitado, del mismo
modo que sus instrumentos de conocimiento, pero casi con total certeza el
mundo físico es infinito, tanto en sus dimensiones como en su estructura lógica”[2].
Este mundo nos puede hacer tomar conciencia de nuestra pequeñez o nuestro carácter
casi insignificante ante la inmensidad del cosmos, pero al mismo tiempo de la
grandeza del hombre, que se esfuerza, incluso con éxito, por indagar y
comprender la estructura, la evolución y las leyes que rigen ese universo en
el cual está inmerso. ¿De qué modo la tensión del hombre hacia un
conocimiento que va aún más allá de su capacidad de comprensión, lo lleva
a encontrarse con el misterio de Dios, y cuál es el enfoque adecuado para la
persona humana ante este misterio?
-En cierto sentido, Tullio Regge tiene razón cuando habla de la infinitud del
universo, pero hay infinitud e infinitud. Y debemos decir que sólo Dios es
infinito en el verdadero sentido. Los infinitos de las matemáticas y la física
son siempre infinitos relativos. Los escolásticos los llamaban infinitum
secundum quid. Sólo Dios es el infinito metafísico. Esto lo sabía muy
bien Cantor, el matemático que desarrolló en mayor medida la teoría de los
infinitos. Por este motivo, es más justo decir que el universo carece de límites,
pero no es infinito.
Ante el universo, el hombre se siente muy pequeño, pero no impotente. Inmerso
en el cosmos, goza de capacidad para comprender y perfeccionar la realidad. Lo
decía Santo Tomás: la inteligencia es capaz de abarcar todo el ser, porque
el ser es en sí inteligible. En cuanto a la capacidad de la inteligencia
humana, ciertamente es limitada, ya que siempre debe partir de lo sensible,
pero esto no le impide trascender el conocimiento empírico para alcanzar los
niveles más profundos de la realidad, si bien de modo indirecto. Así, el
hombre puede llegar al conocimiento de un Dios trascendente y personal como
fundamento último de la realidad.
Este dinamismo del hombre, que trasciende los niveles más elementales de la
conciencia, lo abre a la revelación del misterio. El hombre no abandona su
razón para acoger el misterio que le es revelado, sino que, al hablar de
revelación y fe, nos alejamos ya al nivel sobrenatural, que supera
absolutamente las fuerzas de la razón como tal. Ante Dios, que revela su vida
íntima, la única actitud posible es la acogida humilde y confiada, la sumisión
sincera, el amor y una tierna gratitud. Y yo diría que esto es inteligente,
porque ser inteligente es ser capaz de descubrir la realidad de las cosas y
tener un comportamiento libre, pero responsable en mérito.
-El Santo Padre ha afirmado que “la interrogante sobre la
existencia de Dios está íntimamente ligada con la finalidad de la existencia
humana. No se trata puramente del intelecto, sino también de la voluntad del
hombre, más bien del corazón humano”[3].
¿Considera que el mundo de la cultura en general y el de la ciencia en
particular están abiertos a la interrogante sobre Dios y a disposición de la
concepción cristiana de la vida humana y la naturaleza? ¿Cómo se recibe
además dentro de ese ámbito la propuesta de la fe en Jesucristo?
-Las palabras citadas del Santo Padre expresan una gran verdad. La
interrogante sobre la existencia de Dios no es puramente una cuestión del
intelecto, sino del hombre como tal y por lo tanto también de la voluntad.
Hay una relación sumamente estrecha entre inteligencia y voluntad, entre la búsqueda
espiritual y el deseo del alma. El ser humano desea saber, y su querer implica
conocimiento. Así, todo conocimiento tiene carácter existencial. Esto se
verifica de manera totalmente especial en relación con Dios, porque el hombre
tiende hacia Dios con todo su ser. El interés del hombre en Dios no es
puramente teórico, porque en el mismo está en juego su propia vida. Por
consiguiente, la interrogante sobre la existencia de Dios no se decide únicamente
a nivel de la inteligencia, sino a nivel del corazón, es decir, en el nivel más
profundo de la persona, en la parte más íntima del alma. Así dice Pascal:
le coeur a ses raisons que la raison ne connaît pas!
¿Están abiertas la ciencia y la cultura a la interrogante sobre Dios? Tal
vez más que ayer. Estamos pasando, de hecho, de la modernidad a la
postmodernidad. Hay muchas señales en ese sentido: pensamiento débil,
renacimiento de los nacionalismos, crisis de las instituciones, inseguridad
creciente a nivel social y psicológico, carencia de valores éticos,
proliferación de las sectas y los nuevos movimientos religiosos, debates
sobre problemas éticos esenciales que dividen a la sociedad, como el
divorcio, la homosexualidad, el aborto y la eutanasia. Hay una señal de
decadencia y crisis en la cultura predominante. Cayó el sistema comunista
estatal, pero al parecer están a punto de caer muchas cosas más. En este
sentido, la situación actual es muy distinta de la que vivíamos hace treinta
años, en la época del Concilio Vaticano II.
Desde el punto de vista de la fe, de la apertura a Dios, este momento cultural
de disgregación, disolución y crisis tiene también aspectos muy positivos.
La gente busca fundamentos sólidos, la pregunta sobre Dios adquiere
importancia. Así, la Iglesia está en situación privilegiada para difundir
semillas de esperanza y confianza en Dios y en el hombre. De hecho, hay un
despertar de la religiosidad y una mayor sed de Dios.
Sin embargo, existe también un peligro: el de una religiosidad “light”,
inmanentista, que no se abre hacia el Dios trascendente de la Revelación y
omite un compromiso moral serio de renovación de la propia vida. La tentación
reside en querer salir del impasse cultural cayendo en una búsqueda
frenética, irracional, desvinculada de la tradición y sin verdadera conversión.
En todo caso, éste es un callejón sin salida, bastante frecuente en la
actualidad. Así, vemos crecer la superstición y el ocultismo, propagarse los
magos, las sectas satánicas, etc. Todo esto constituye una salida falsa de la
posición cultural cerrada a Dios. Es preciso volver a las raíces evangélicas
y cristianas de nuestra cultura, se requiere una especie de conversión global
de la cultura moderna: éste es el fruto que el Santo Padre espera del
compromiso de la Iglesia en la nueva evangelización.
En cuanto a la apertura de la ciencia a la interrogante sobre Dios, quisiera
destacar que la ciencia está muy vinculada con el nacimiento y el desarrollo
de la cultura moderna. Por lo tanto, el problema de la apertura de la ciencia
va unido al de la apertura de la cultura. Hoy en día está cayendo el
cientificismo del siglo pasado, pero todavía existen muchos prejuicios
pseudocientíficos por superar.
-Como declaró el sacerdote y físico Thierry Magnin, se puede decir
al final de nuestro siglo que está resurgiendo la tentación gnóstica de
“zurcir todos los rasgones causados por la ciencia a un mundo desencantado,
reducido puramente a la objetividad del saber lógico y el cálculo, despojado
de lo sagrado. Nos llaman entonces a un nuevo holismo, que reafirmaría la
prioridad del todo por encima de las partes (...). Para los gnósticos, sólo
un conocimiento superior y globalizador, que reafirme las analogías y
semejanzas, puede restituir la integridad a lo real, incluso un hombre
integral, y por último el misterio de Dios (el gran Todo). En esta dirección
parecen ir las gnosis como el New Age”[4].
¿Es esta tentación gnóstica la que, en interrogantes y requerimientos, se
plantea a los hombres de ciencia que se reconocen en la cultura cristiana?
-Thierry Magnin tiene toda la razón cuando señala la tentación de un nuevo
gnosticismo. La religiosidad tipo New Age es en el fondo un sincretismo
superficial, que no resuelve los verdaderos problemas. Hoy se habla también
de una religiosidad “salvaje”. En todo caso, existe una tentación
gnosticizante tal vez más profunda, que nace de la interpretación filosófica
de algunas teorías científicas, como la física cuántica. El aspecto
positivo de estas interpretaciones reside en el hecho de que procuran superar
el materialismo; pero caen en un espiritualismo excesivo o en el idealismo
puro al afirmar la identidad substancial entre espíritu y materia. Estas
interpretaciones comúnmente encuentran gran apoyo e inspiración en la
sabiduría oriental. Así, ha sido posible hablar, por ejemplo, del “Tao de
la física”. Estas tentativas tienen un lado positivo, pero no pueden ser
acogidas por los católicos sin una crítica filosófica seria. De lo
contrario, podríamos caer hasta en el panteísmo.
Yo diría además lo siguiente: la tentación gnóstica no constituye el único
peligro. En realidad, estas tentativas por lo menos intentan superar la posición
cerrada a la trascendencia del cientificismo tradicional. Sin embargo, todo lo
que se difunde comúnmente en los medios masivos de comunicación como “visión
científica del mundo” a menudo cae en un reduccionismo inaceptable.
Justamente, hoy en día se siente la necesidad de superarlo, ya que es cada
vez mayor la conciencia de su simplismo y su insuficiencia. Por este motivo,
en la actualidad se aprecia mucho el enfoque interdisciplinario, que advierte
la complejidad de los problemas, con el fin de buscar soluciones más
adecuadas. Corresponde a las universidades desarrollar un mayor contacto entre
las diversas disciplinas, para así hacer posible una interpretación de lo
real que capte toda su riqueza. Paulatinamente se percibe el hecho de que el
tipo de relación con el mundo que promueve la ciencia moderna está agotando
sus posibilidades: no logra conectarse con la realidad más intrínseca de las
cosas. Ahora es evidente que los antiguos, con menos ciencias, estaban en
condiciones de penetrar en ciertos secretos que a nosotros se nos escapan. Decía
justamente el filósofo Gabriel Marcel: existen les problèmes et les mystères.
Sin embargo, no todo puede reducirse a problemas. Y sin misterio la vida
llegaría a ser irrespirable.
-Usted ya ha afirmado que la Tierra en realidad no es un planeta como los
demás[5]. ¿Qué la hace ser tan
especial y no asimilable con ningún otro cuerpo celeste?
-Para responder a su pregunta, permítame citar la respuesta que doy en el
libro indicado por usted.
“La tierra no es un planeta como los demás. Es un hecho que aun cuando se
ha redimensionado cosmográfica y cosmológicamente, conserva el privilegio de
haber llegado a ser la morada humana del Creador de todas las cosas.
Inicialmente oculto en el seno virginal de María, el Verbo hecho carne en un
remoto rincón de Galilea se encarnó en este minúscula partícula de materia
del espacio sideral.
Las dimensiones del universo, admirablemente ampliadas por los prodigiosos
descubrimientos científicos, muy lejos de proyectar cualquier sombra de duda
sobre nuestra fe, le confieren, en cambio, un justo valor, el mismo que
Pascal, por ejemplo, en una síntesis sumamente significativa, enunciaba en su
distinción fundamental de los tres órdenes: la materia, el espíritu y el
amor”.
Esto significa lo siguiente: no hay oposición entre ciencia y fe. Lo único
importante es que nuestra fe sea suficientemente viva, suficientemente
arraigada en Jesucristo, para poder dar cuenta de nuestra esperanza al hombre
de hoy. Una fe enteramente acogida y plenamente vivida no teme enfrentar los
desafíos de la ciencia. La ciencia descubre las maravillas de la creación de
Dios, mientras la fe se eleva para contemplar la intimidad misma de la vida
divina. Yo diría además que el fundamento último de la investigación científica
misma es la nostalgia de Dios, arraigada en el corazón humano.
La ciencia no elimina la dimensión de misterio del universo. Por el
contrario, mientras más respuestas se dan a los múltiples problemas del cómo,
más vida adquiere el requerimiento del porqué. El mundo no puede
reducirse a un conjunto de fuerzas que interactúan ni a una aglomeración de
partículas y elementos movidos por el azar; el mundo es expresión de un
plano amoroso de Dios, y el creyente sabe leerlo. Ver las cosas de este modo
no implica en modo alguno reducir el rigor de la investigación científica,
sino abrirse a la fe. Coeli enarrant gloriam Dei.
-Los distintos usos de los descubrimientos científicos plantean
problemas éticos relevantes a la sociedad. ¿Cuáles considera usted más
urgentes de enfrentar en la actualidad?
-El primero es evidente: la supervivencia. Los físicos, que construyeron la
primera bomba atómica, se percataron de inmediato de que el fruto de su técnica
también podía provocar la destrucción del planeta. No todo lo técnicamente
posible es moralmente lícito.
Medio siglo después de la Segunda Guerra Mundial, se observa una falta de
sensibilidad cada vez mayor ante la violación de los derechos humanos, una
verdadera degradación ética y social. Basta pensar en el aborto o la
eutanasia. Europa tiene una gran necesidad de despertar de la ilusión de que
una sociedad y la democracia pueden subsistir sin respetar y promover los
valores éticos fundamentales, más allá de las soluciones legislativas que
puedan obtenerse mediante el consenso y el acuerdo. La democracia no sólo
necesita la fuerza de los votos, sino también el respeto a la dignidad de la
persona. ¡Basta pensar en la forma en que Hitler llegó al poder!
El verdadero problema es cultural. La cuestión principal no es el desarrollo
de la ciencia, que suscita nuevas interrogantes éticas, sino la crisis del
sistema de valores de nuestra cultura en general. Los valores éticos y
religiosos son el núcleo de toda cultura. La crisis ética es al mismo tiempo
crisis cultural de nuestra sociedad, que ha caído en una gran inseguridad
sobre el verdadero fundamento de los valores éticos y la dignidad de la
persona. Un uso responsable de la ciencia y sus aplicaciones sería ya un paso
importante, y esta responsabilidad es lo que a menudo está ausente en la
actualidad.
Para dar sólo un ejemplo, me referiré brevemente al problema ético de la
fecundación in vitro. Con frecuencia se presenta la posición
de la Iglesia al respecto como si fuera producto de un oscurantismo opuesto al
progreso de la ciencia. Sin embargo, basta examinar el problema para darse
cuenta de la gravedad de la situación. Ante todo, no es el progreso de la
ciencia lo que está en juego. Desde el punto de vista científico, las técnicas
empleadas no son tan nuevas como para dar lugar a un progreso notable en la
ciencia. Lo verdaderamente nuevo, en cambio, es la aplicación en seres
humanos de técnicas anteriormente utilizadas únicamente en animales. De este
modo, se olvida la dignidad del hombre, reducido al nivel de un animal
susceptible de manipulación hasta en el momento de su concepción. En esto
hay algo tremendo: es la rebelión del hombre contra la naturaleza misma, lo
que los antiguos llamaban el pecado de hybris.
Es una verdadera pesadilla, imaginada ya por Aldous Huxley, hace más de
sesenta años, en su famosa novela Brave New World. En ese momento,
parecía una utopía sumamente alejada de la realidad, pero ahora ha llegado a
ser incluso demasiado real. La novela describe una sociedad en la cual la
concepción de los seres humanos se produce en una gran fábrica, donde todo
está regulado, hasta el grado de desarrollo intelectual de los distintos
cerebros, de tal manera que desde el comienzo cada individuo pertenezca a una
determinada clase social de acuerdo con su propia inteligencia. Junto con
tener lugar la concepción en la fábrica, el sexo, por su parte, se ha
convertido en una diversión que todos pueden practicar con cualquiera, sin
problemas de fidelidad, sin problemas de salud, y sobre todo sin problemas de
fecundidad, de embarazos y por consiguiente de hijos. Así, todo el mundo se
cree feliz, viviendo en una promiscuidad total. Y si en este mundo alguien se
ve afectado por una depresión, basta ingerir una droga con todos los efectos
gratificantes de aquellas que conocemos, pero sin efectos negativos en la
salud.
Ciertamente, el mundo imaginativo de Huxley es hoy para todos nosotros un gran
desafío. ¿Queremos hacer esto con las ciencias y las técnicas que estamos
desarrollando? ¿O deberíamos comenzar a preguntarnos en qué consiste el
verdadero bien del hombre, para así intentar promoverlo responsablemente con
las ciencias y técnicas de que disponemos? Éste es el problema de fondo.
-¿Cómo puede el hombre ver, a pesar de los grandes riesgos que hoy
corren la vida y la naturaleza, la mano de un Dios infinitamente bueno y justo
sosteniendo un mundo que parecería encaminarse a grandes pasos hacia una
degradación difícil de detener?
-En la actualidad, tenemos cada vez más conciencia de los riesgos que corren
el hombre y toda la humanidad, dado el uso tantas veces irresponsable de los
recursos que la naturaleza pone a nuestra disposición. ¿Cómo armonizar
estas angustias, estas inquietudes, con la fe en un Dios justo y bueno? En
realidad, esta pregunta nos presenta el problema abismal del mal. ¿Por qué
permite Dios el mal? Ciertamente, la degradación de la vida y la naturaleza
es un mal, pero no es el mal absoluto. Para nosotros, los creyentes, el
verdadero mal es de orden moral, es el pecado, que destruye realmente al
hombre y pone en riesgo su propia salvación eterna. ¿Por qué permite Dios
este mal, este verdadero mal? La respuesta reside en el misterio de la
libertad humana, que Dios siempre respeta. Él nos creó libres y por tanto
capaces de amar, pero también capaces de hacer el mal. Y es precisamente por
este motivo que la naturaleza hoy se degrada: cuando el hombre la utiliza en
forma irresponsable.
La única respuesta de la fe ante esta interrogante puede ser la siguiente:
Dios permite el mal, pero además nos libera del mal, ofreciéndonos su amor
redentor, llevado a cabo en Jesucristo. La salvación preparada por Dios
vencerá en forma definitiva únicamente al final de la historia. La
naturaleza también participará en esta victoria, cuando sea transformada con
el fin de servir nuevamente de espacio vital para los hijos de la resurrección.
Entretanto, como sabemos, los sufrimientos de esta vida nada son si se tiene
presente la alegría que un día nos ofrecerán. Dice el apóstol Pedro:
aunque tenemos que entristecernos un poco, en las diversas tentaciones, para
que nuestra fe se purifique como el oro en el crisol (1 Pe 1, 6-7).
También lo sabemos: toda la creación gime con dolores de parto, esperando la
manifestación definitiva de los hijos de Dios; pero mientras el Señor no
vuelva en la gloria, el trigo debe crecer junto con la cizaña, con todas las
consecuencias.
Ciertamente, los riesgos que hoy corremos nos presentan una inquietante
pregunta; pero al mismo tiempo nos recuerdan la caducidad de este mundo. Lo
dice San Pablo en la primera epístola a los Corintios: “el tiempo es corto.
Sólo queda que los que tienen mujer vivan como si no la tuvieran; los que
lloran, como si no llorasen; los que se alegran, como si no se alegrasen; los
que compran, como si no poseyesen, y los que disfrutan del mundo, como si no
disfrutasen, porque pasa la apariencia de este mundo” (1 Cor 7,
29-31). Es éste el verdadero espíritu cristiano.
-¿Es posible afirmar como conclusión que el “libro de la vida,
de la naturaleza, del universo” es un texto que habla de Dios al hombre de
todos los tiempos?
-Sí, ciertamente, la naturaleza, la vida, el universo son un libro abierto
que habla de Dios al hombre de todos los tiempos; pero hoy día eso se está
redescubriendo, porque el hombre moderno ha visto notablemente reducida su
capacidad de “leer” este libro. Este hecho no es propiamente producto de
la ciencia misma, sino más bien de las difundidas interpretaciones reductivas
de la misma. Si pensamos en los iniciadores mismos de la ciencia moderna,
ellos experimentaron una alegría inmensa, sumamente intensa, al leer el libro
de la naturaleza. Galileo decía abiertamente: la naturaleza es un libro
escrito con caracteres matemáticos. Así expresaba la alegría de haber
encontrado los instrumentos adecuados para comprender en profundidad la
naturaleza, es decir, las matemáticas y la nueva física; pero al mismo
tiempo no planteaba en modo alguno una duda sobre aquel que es el Autor de
semejante libro, Dios, en el cual creía con fe sincera.
Por consiguiente, es preciso volver a encontrar esa sensibilidad profunda que
nos permita leer nuevamente el libro de la naturaleza. Para lograrlo, contamos
con la ayuda preciosa de las ciencias. De hecho, el desarrollo de la ciencia y
los resultados alcanzados en las últimas décadas nos dan una visión global
de la naturaleza, sumamente rica, llena de belleza y significado. Por lo
tanto, pienso que nuestro momento histórico es favorable. Todavía existen
muchos prejuicios heredados del pasado, pero tenemos ante nosotros un futuro
lleno de esperanza. También el hombre moderno es capaz de maravillarse ante
la naturaleza y encontrar a Dios en ella. Pienso, por ejemplo, en las palabras
de un hombre típicamente moderno, como es el filósofo alemán Emmanuel Kant,
quien escribiera: “Dos cosas llenan el espíritu de admiración y lo
maravillan de modo siempre nuevo y creciente: el cielo estrellado sobre mí y
la ley moral dentro de mí”. Al avivar en sí mismo este sentimiento de
maravilla, también el hombre de la cultura científica moderna puede
encontrar nuevamente a Dios.
Tal vez ya está ocurriendo este despertar. En un libro reciente, Paul Davies,
conocido físico y escritor moderno, uno de los integrantes de la “tercera
cultura” contemporánea, se ubica seriamente ante el problema de Dios. Este
libro, titulado God. Science and the Search for Ultimate Meaning (La mente
de Dios. La ciencia y la búsqueda del sentido último), termina con las
siguientes palabras: “No puedo creer que nuestra existencia en este universo
sólo sea un capricho del destino, un accidente de la historia, una simple
onda en el seno del gran drama cósmico... No puede tratarse de un detalle
trivial, de un subproducto de fuerzas sin inteligencia y sin intención. Si
estamos aquí, esto ha sido realmente previsto”. Así termina el libro de
Davies. Así se abre el diálogo de fe. La pregunta es la siguiente: ¿quién,
entonces, ha previsto este universo? He aquí el verdadero desafío para
nuestra cultura, hoy más que nunca. ¡Corresponde a cada uno de nosotros dar
la respuesta!
[1]
Publicado en idioma italiano en la editorial Piemme.
[2]
Regge, T. Infinito. Cles (TN), A . Mondadori, 1995, p. 4.
[3]
Juan Pablo II. Varcare le soglie della speranza (Atravesar
los umbrales de la esperanza). Cles (TN), A. Mondadori, 1994, p. 31.
[4]
Magnin, Thierry. La scienza e l'ipotesi Dio (La ciencia y
la hipótesis Dios). Cinisello Balsamo (MD), San Pablo, 1994, pp. 29-30.
[5]
Poupard, P. (ed.). Scienza e Fede (Ciencia y Fe). Casale
Monferrato (AL), Piemme, 1986, p. 31.