Al concluir el Año Jubilar, en la festividad de la Epifanía, Juan Pablo
II entregó a la Iglesia la Carta Apostólica Novo Millennio Ineunte. A
partir del pasaje narrado por Lucas en que Cristo invita a Simón a “remar
mar adentro”, el Pontífice va a estructurar los elementos fundamentales
para la Iglesia del Tercer Milenio. Duc in altum (Lc 5,4); no
deja de llamar la atención el contexto en que la invitación de Cristo se
realiza, pues habían estado pescando toda la noche. Sin embargo, “en tu
palabra, echaré las redes” (Lc 5,6). La respuesta a la invitación
de Cristo produce fruto abundante: “Y haciéndolo así, pescaron gran
cantidad de peces”(Lc 5,6). Después de la escena de la pesca
milagrosa Simón va a seguir al Señor que le llama a una misión en el mar
del mundo: “No temas. Desde ahora serás pescador de hombres” (Lc
5, 10).
“Contemplar a Cristo presente en su Iglesia” decía San Ignacio acogiendo
en la fe las palabras del Señor: “Yo estaré con vosotros todos los días
hasta el fin del mundo” (Mt 28,20). Para conocer de un modo concreto
cómo Dios conduce a su Iglesia parece adecuado atender a las orientaciones
del Romano Pontífice, al “dulce Cristo en la tierra”, que sigue
confirmando en la fe al pueblo cristiano en el umbral del Tercer Milenio. “¡Duc
in altum!” En aquella ocasión, fue Pedro quien habló con fe: ‘en tu
palabra, echaré las redes’ (Lc 5,5). Permitidle al Sucesor de Pedro
que, en el comienzo de este milenio, invite a toda la Iglesia a este acto de
fe, que se expresa en un renovado compromiso de oración”[1].
La celebración del Jubileo ha consistido esencialmente en un “único e
ininterrumpido canto de alabanza a la Trinidad”[2].
La contemplación de la Trinidad nos introduce en el misterio de la vida íntima
de Dios, misterio del que todo procede y al que todo se encamina en el mundo y
en la historia: “Esta vida trinitaria, que precede y funda la creación, es
el punto de partida de nuestra contemplación en este Año jubilar. Dios,
misterio de los orígenes de donde brota todo, se nos presenta como Aquel que
es la plenitud del ser y comunica el ser, como luz que ‘ilumina a todo
hombre’ (Jn 1,9), como el Viviente y dador de vida. Y se nos presenta
sobre todo como Amor, según la hermosa definición de la primera carta de San
Juan (cf. 1 Jn 4,8). Es amor en su vida íntima, donde el dinamismo
trinitario es precisamente expresión del amor eterno con que el Padre
engendra al Hijo y ambos se donan recíprocamente en el Espíritu Santo. Es
amor en la relación con el mundo, ya que la libre decisión de sacarlo de la
nada es fruto de este amor infinito que se irradia en la esfera de la creación.
Si los ojos de nuestro corazón, iluminados por la revelación, se hacen
suficientemente puros y penetrantes, serán capaces de descubrir en la fe este
misterio, en el que todo lo que existe tiene su raíz y su fundamento. (...)
el misterio de la Trinidad está también ante nosotros como la meta a la que
tiende la historia, como la patria que anhelamos”[3].
De la vida intratrinitaria, del amor infinito de Dios procede nuestro ser y la
elevación gratuita a la vida divina. Como consecuencia del pecado del hombre
el amor de Dios es también amor que salva, amor que redime. Y este amor ha
entrado en la historia de los hombres para restituir al hombre, para
devolverle el antiguo esplendor. La meta de la historia es la Trinidad y por
consiguiente la historia pertenece a Dios. De ahí que la celebración del
Jubileo, al introducirnos en la vida de Dios nos haga participar de ese amor
que entró en la historia y nos impulse a cooperar en la salvación de los
hombres apoyados en la esperanza de que Dios es el Señor de los tiempos y
consiguientemente el Señor del futuro.
Dios se hace hombre para salvar al hombre. La gran novedad de la fe cristiana
consiste en el sorprendente anuncio de la entrada de Dios eterno en la
historia de los hombres en la plenitud de los tiempos. “Esta plenitud –señala
Juan Pablo II- define el instante en el que, por la entrada del eterno en el
tiempo, el tiempo mismo es redimido y, llenándose del misterio de Cristo, se
convierte definitivamente en tiempo de salvación”[4].
El tiempo ha sido redimido, ha sido asumido por la eternidad de Dios. Dios ha
entrado en la historia en favor de la creatura, en favor del hombre pecador y
de su libertad. Todo tiempo es de Cristo y en todo tiempo Dios realiza su
eterno decreto de salvación. Las acciones realizadas por Cristo en la
historia reordenan la historia misma hacia Cristo. La Encarnación redentora
no es consiguientemente sólo el centro de la historia, sino también la meta
de la misma.
Contemplar a Cristo en la Iglesia es contemplar la actualidad y eficacia de su
Redención; es también tener la certeza de que nada puede imposibilitar o
impedir lo que ya está decretado de una vez para siempre, la consumación del
Reino de Dios: “Su encarnación, culminada con el misterio pascual y en el
don del Espíritu, es el eje del tiempo, la hora misteriosa en la cual el
Reino de Dios se ha hecho cercano (cf. Mc 1, 15), más aún, ha puesto
sus raíces, como una semilla destinada a convertirse en un gran árbol (cf. Mc
4, 30-32), en nuestra historia”[5].
La promesa de la consumación del Reino encuentra sin embargo muchas formas de
oposición a causa de la protervia y debilidad de los hombres. En efecto, la
pereza, la desesperación, la presunción y la seductora secularización de
las promesas mesiánicas dificultan la esperanza en Cristo, Señor de la
historia.
La experiencia del jubileo debe despertar en nosotros un nuevo dinamismo
misionero[6]; el tiempo postjubilar
no ha de ser percibido como la conclusión de una tarea a la que sobreviene un
tiempo de descanso. Eso sería pereza y desinterés, ingratitud con el
dinamismo salvador de Dios en la historia de los hombres. Dios quiere que los
hombres se salven y nos urge a incorporarnos a su obra redentora. “Quien
pone su mano en el arado y vuelve su vista atrás, no sirve para el Reino de
Dios” (Lc 9,62). En la causa del Reino no hay tiempo para mirar hacia
atrás, y menos para dejarse llevar por la pereza. Es mucho lo que nos espera
y por eso tenemos que emprender una eficaz programación postjubilar”[7].
No habría aquí una auténtica esperanza pues al mirar atrás encontraríamos
un cierto acomodo con el mundo que nos haría inútiles para la tarea del
Reino de los Cielos.
Puede suceder, por otra parte, que no veamos realizadas de un modo inmediato
las promesas del Reino y que eso fácilmente nos lleve a la desesperación. A
esta desesperación se llegará frecuentemente por haber olvidado la primacía
de la gracia salvadora de Cristo. “Hay una tentación que insidia siempre
todo camino espiritual y la acción pastoral misma: pensar que los resultados
dependen de nuestra capacidad de hacer y programar. Ciertamente, Dios nos pide
una colaboración real a su gracia y, por tanto, nos invita a utilizar todos
los recursos de nuestra inteligencia y capacidad operativa en nuestro servicio
a la causa del Reino. Pero no se ha de olvidar que, sin Cristo, ‘no podemos
hacer nada’ (cf. Jn 15,5)”[8].
No habría auténtica esperanza porque el hombre se atribuiría a sí mismo la
obra buena que viene de Dios.
En ocasiones la desesperación y la pereza son causadas por las dificultades
objetivas del mal en el mundo y la falta de frutos. A este respecto, refiriéndose
a un grupo de prelados japoneses, señaló el Romano Pontífice: “No sólo
en Japón, sino también en otras muchas partes del mundo, los pastores pueden
sentirse como Pedro cuando Jesús le ordenó que echara sus redes al mar para
pescar. Ponemos todo nuestro empeño en pescar; pero a veces comprobamos que
hemos pescado poco o nada y que, al menos por ahora, no hay nada que pescar.
Pero Jesús dice: Echad vuestras redes. La fe nos asegura que el Señor
conoce nuestro mundo mejor que nosotros, que ve en las aguas profundas del
alma y de la cultura de los hombres que estáis llamados a evangelizar”[9].
Más seductora y proterva parece sin embargo la secularización de la
esperanza en el Reino por parte de las ideologías y de los falsos
milenarismos. Más seductora porque toda su eficacia se apoya en la fuerza de
la esperanza; más proterva porque ponen como bienes mesiánicos logros del
esfuerzo de los hombres en la ciencia, la política, o la economía e
inmanentizan la fuerza de la esperanza presentando a la fe y a Cristo como
enemigos del progreso. El hombre se autoredime por sus conquistas y la redención
de Cristo se presenta como alienante y usurpadora de la dignidad de un hombre
cuya libertad tiene ahora títulos divinos. De ahí procede el relativismo, el
deseo de experimentar en biología al margen del bien moral o la pretensión
de legislar en los Estados independientemente de la Ley de Dios. Sin embargo,
la raíz última de esta actitud que el Papa ha analizado en numerosas
ocasiones podría encontrarse en la primacía de la acción sobre la
contemplación. “El nuestro es un tiempo de continuo movimiento, que a
menudo desemboca en el activismo, con el riesgo fácil del ‘hacer por
hacer’. Tenemos que resistir a esta tentación, buscando ‘ser’ antes que
‘hacer’. Recordemos a este respecto el reproche de Jesús a Marta: ‘Tú
te afanas y te preocupas por muchas cosas y sin embargo sólo una es
necesaria’ (Lc 10, 41-42)”[10].
Los hombres de nuestro tiempo necesitan conocer a Cristo. El fin y misión de
la Iglesia entre los hombres es interceder para que todos lleguen a ver el
rostro de Cristo y comprendan así la salvación de Dios. Existe la urgencia
de dar testimonio en medio de los hombres acerca de la verdad de Jesucristo;
sin embargo ese testimonio es “enormemente deficiente si nosotros no fuésemos
los primeros contempladores de su rostro”[11].
Contemplar el rostro de Cristo es ante todo considerar lo que se dice sobre Él
en la Sagrada Escritura, sobre todo en los Evangelios. “En realidad los
Evangelios no pretenden ser una biografía completa de Jesús según los cánones
de la ciencia moderna. Sin embargo, de ellos emerge el rostro del Nazareno
con un fundamento histórico seguro, pues los evangelistas se preocuparon
de presentarlo recogiendo testimonios fiables (cf. Lc 1, 3)[12].
Apoyados en el testimonio de los Evangelios la contemplación del rostro de
Cristo requiere sin embargo un camino de fe. Sólo mediante la fe se puede
reconocer en Cristo al Hijo de Dios, es decir, “a la contemplación plena
del rostro del Señor no llegamos con nuestras fuerzas, sino dejándonos guiar
por la gracia”[13].
Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre, es la Palabra eterna del Padre
que puso su morada entre nosotros. La contemplación mediante la fe de la
divinidad de quien ha nacido según la carne de la estirpe de David nos
descubre así la inserción de Dios en la historia de los hombres y la
destinación de todo hombre a reflejar en sí mismo la imagen de Cristo.
“Jesús es el ‘hombre nuevo’ (cf. Ef 4,24; Col 3,10) que
llama a participar de su vida divina a la humanidad redimida. En el misterio
de la Encarnación están las bases para una antropología que es capaz de ir
más allá de sus propios límites y contradicciones, moviéndose hacia Dios
mismo, más aún, hacia la meta de la ‘divinización’, a través de la
incorporación a Cristo del hombre redimido, admitido a la intimidad de la
vida trinitaria. Sobre esta dimensión salvífica del misterio de la Encarnación
los Padres han insistido mucho: sólo porque el Hijo de Dios se hizo
verdaderamente hombre, el hombre puede, en él y por medio de él, llegar a
ser realmente hijo de Dios”[14].
La obra de nuestra redención se realizó a través del misterio Pascual. La
contemplación de Cristo nos hace ver el rostro doliente de Cristo crucificado
y el rostro glorioso de Cristo resucitado. En la Cruz se nos descubre el dolor
de Dios por el pecado del hombre y la cercanía de Dios con todo sufrimiento
humano; contemplar el rostro sufriente de Cristo nos lleva a descubrir lo que
significa resistir con el pecado al amor misericordioso de Dios.
La contemplación del rostro de Cristo no puede reducirse, sin embargo a su
rostro doliente. ¡Cristo ha resucitado!. La Resurrección de Cristo es el
acontecimiento central de la historia de la salvación y la Palabra definitiva
de Dios sobre la historia del mundo. La contemplación del misterio Pascual
nos da la clave para comprender el sentido de la historia de los hombres.
Cristo, el Verbo de Dios ha entrado en la historia y muerto por nuestros
pecados y resucitando ha vencido al pecado y a la muerte: Él es la meta y el
centro de la historia. Configurado con este misterio el cristiano está
llamado al testimonio pascual[15]
en medio del mundo y a buscar en todo las cosas de arriba (cf. Col 3,
1-3) conduciendo la historia hacia su realización: “Los hombres que saben
mirar al futuro, son los que hacen la historia. Los otros son arrastrados por
ella y terminan por encontrarse al margen de ella, envueltos en una red de
ocupaciones, de proyectos, de esperanzas que, al fin de cuentas se manifiestan
engañosas y alienantes. Sólo quien se compromete en el presente, sin dejarse
‘aprisionar’ por él, sino permaneciendo con la mirada del corazón fija
en las ‘cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la diestra de Dios’
(Col 3, 1) puede orientar la historia hacia su realización”[16].
Para conducir la historia hacia su realización no hay fórmulas mágicas u
originales y tampoco nuevos programas de apostolado a inventar: “No se
trata, pues, de inventar un nuevo programa. El programa ya existe. Es el de
siempre, recogido por el Evangelio y la Tradición viva. Se centra, en
definitiva, en Cristo mismo, al que hay que conocer, amar e imitar, para vivir
en él la vida trinitaria y transformar con él la historia hasta su
perfeccionamiento en la ciudad celeste”[17].
Duc in altum. Siguiendo la lógica del misterio de la Encarnación, en
la que Dios asume todo lo humano para redimirlo, el cristiano está llamado a
ir al corazón del mundo, para ordenar todas las actividades de la vida de los
hombres según el corazón de Dios. No es propio del cristiano vivir conforme
a la mentalidad de este mundo y tampoco apartarse del mundo, sino amar al
mundo como Cristo lo ama, es decir, dando la vida para que el mundo se salve.
Caminar desde Cristo para ir al corazón del mundo y mostrar a los hombres la
necesidad de la gracia misericordiosa de Dios requiere recorrer los caminos de
los hombres sin contaminarse con el pecado. Algunos aspectos nos permitirán
profundizar en este itinerario propuesto por Juan Pablo II.
Ante todo, el deseo de la santidad. Ser cristiano significa querer ser santo:
“Sed perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial” (Mt 5,
48). Por la lógica misma de la Encarnación la santidad a la que estamos
llamados se puede alcanzar en las circunstancias más ordinarias de la vida
cuando ésta es vivida conforme a la voluntad de Dios. La santidad es también
la meta de la historia.
Es imposible la santidad, sin embargo sin una vida intensa de oración:
“Para esta pedagogía de la santidad es necesario un cristianismo que se
distinga ante todo en el arte de la oración”[18].
Mediante la oración descubrimos el corazón de Cristo, y pasamos a ser sus íntimos.
A través de la oración podemos construir la historia según el designio de
Dios: “Una oración intensa, pues, que sin embargo no aparta del compromiso
en la historia: abriendo el corazón al amor de Dios, lo abre también al amor
de los hermanos, y nos hace capaces de construir la historia según el
designio de Dios”[19]. Esta
transformación del mundo se realiza de manera muy especial en la oración litúrgica.
“En la liturgia de la Iglesia, Cristo significa y realiza principalmente su
misterio pascual (...). El misterio pascual de Cristo, no puede permanecer
solamente en el pasado, pues por su muerte destruyó la muerte, y todo lo que
Cristo es y todo lo que hizo y padeció por los hombres participa de la
eternidad de Dios y domina así todos los tiempos y en ellos se mantiene
permanentemente presente”[20].
El centro de la acción litúrgica de la Iglesia se encuentra, sin embargo en
la celebración de la Eucaristía. Juan Pablo II señala con precisión
admirable la centralidad de la Eucaristía dominical en la historia del mundo:
“Es preciso insistir en este sentido, dando un realce particular a la Eucaristía
dominical y al domingo mismo, sentido como día especial de la fe,
día del Señor resucitado y del don del Espíritu, verdadera Pascua de la
semana. Desde hace dos mil años, el tiempo cristiano está marcado por la
memoria de aquel ‘primer día después del sábado’ (Mc 16,2.9; Lc
24,1; Jn 20,1), en el que Cristo resucitado llevó a los Apóstoles el
don de la paz y del Espíritu (cf. Jn 20,19-23). La verdad de la
resurrección de Cristo es el dato originario sobre el que se apoya la fe
cristiana (cf. 1 Co 15,14), acontecimiento que es el centro del
misterio del tiempo y que prefigura el último día, cuando Cristo vuelva
glorioso. No sabemos qué acontecimientos nos reservará el milenio que está
comenzando, pero tenemos la certeza de que éste permanecerá firmemente en
las manos de Cristo, el ‘Rey de Reyes y Señor de los Señores’ (Ap 19,16)
y precisamente celebrando su Pascua, no sólo una vez al año sino cada
domingo, la Iglesia seguirá indicando a cada generación ‘lo que constituye
el eje central de la historia, con el cual se relacionan el misterio del
principio y del destino final del mundo’”[21].
La Carta Apostólica que Juan Pablo II ha entregado al terminar el Año
Jubilar puede ser leída en continuidad con las palabras inaugurales de su
Pontificado y que repitió luego en numerosas ocasiones: “A mis contemporáneos
les repito, una vez más, el apasionado grito con el que empecé mi servicio
pastoral: ¡No tengáis miedo!, ¡Abrid de par en par las puertas a Cristo!;
¡Abrid a su poder salvador las fronteras de los Estados, de los sistemas económicos
y políticos, y los vastos campos de la cultura, de la civilización y del
desarrollo! ¡No tengáis miedo!; Cristo sabe qué hay dentro del hombre. Sólo
Él lo sabe”[22].
En efecto, en las puertas del Tercer Milenio, llamados a ser testigos del amor
de Cristo en todas las encrucijadas del mundo, sabemos que la Iglesia estará
asistida por Cristo hasta el fin del mundo: “He aquí que yo estoy con
vosotros todos los días hasta el fin del mundo”(Mt 28, 20). La
certeza de la asistencia de Cristo y la contemplación de su rostro nos
permitirán llevar a Cristo al corazón del mundo, transformando el mundo según
el Corazón de la Iglesia que no es otro que el Corazón de Cristo. Y este
Corazón es el Amor, la auténtica fuerza que opera en la transformación de
la historia de este mundo en Reino de Dios.
Al contemplar la historia desde Cristo se nos hace más patente el sentido del
Año Jubilar y el camino que orientará la Iglesia en el Tercer Milenio:
“Mientras hoy, con la Puerta santa, se cierra un ‘símbolo’ de Cristo,
queda más abierto que nunca el Corazón de Cristo”[23].
[1] Juan Pablo II, Novo millennio
ineunte, 38
[2] Juan Pablo II, Bula Incarnationis
mysterium, 3
[3] Juan Pablo II, Audiencia 19 de
Enero de 2000
[4] Juan Pablo II, Redemptoris
Mater, 2
[5] Juan Pablo II, Novo millennio
ineunte, 5
[6] cf. Novo Millennio Ineunte, 15
[7] Juan Pablo II, Novo Millennio
Ineunte, 15
[8] Juan Pablo II, Novo millennio
ineunte, 38
[9] Juan Pablo II, Discurso a los
Obispos de Japón, 31 de marzo de 2001
[10] Juan Pablo II, Novo
Millennio Ineunte, 15
[11] Juan Pablo II, Novo
Millennio Ineunte, 16
[12] Juan Pablo II, Novo
Millennio Ineunte, 18
[13] Juan Pablo II, Novo
Millennio Ineunte, 20
[14] Juan Pablo II, Novo
Millennio Ineunte, 23
[15] “Obligado al 'testimonio
pascual', el cristiano tiene indudablemente una gran dignidad, pero también
una fuerte responsabilidad: en efecto, debe hacerse cada vez más creíble con
la claridad de la doctrina y con la coherencia de la vida.
El 'testimonio pascual', por lo tanto, se expresa antes que nada mediante
el camino de ascesis espiritual, es decir, mediante la tensión constante y
decidida hacia la perfección, en valiente adhesión a las exigencias del
bautismo y de la confirmación; se expresa, además, mediante el empeño apostólico,
aceptando con sano realismo las tribulaciones y las persecuciones, acordándose
siempre de lo que dijo Jesús: 'Si el mundo os odia, sabed que me ha odiado a
mi antes que a vosotros... Tendréis tribulaciones en el mundo, pero tened
confianza: ¡Yo he vencido al mundo!' (15, 18; 16, 33); se expresa, por fin,
mediante el 'ideal de la caridad', por el que el cristiano, como buen
samaritano, aun sufriendo por tantas situaciones dolorosas en que se encuentra
la humanidad, se halla siempre implicado de alguna forma en las obras de
misericordia temporales y espirituales, rompiendo constantemente el muro del
egoísmo y manifestando así de modo concreto el amor del Padre.
Queridísimos: ¡Toda la vida del cristiano debe ser Pascua! ¡Llevad a
vuestras familias, a vuestro trabajo, a vuestros intereses, llevad al mundo de
la escuela, de la profesión y del tiempo libre, así como al sufrimiento, la
serenidad y la paz, la alegría y la confianza que nacen de la certeza de la
resurrección de Cristo! ¡Que María Santísima os acompañe y os conforte en
este 'testimonio pascual' vuestro!” Juan Pablo II, Catequesis, 29 de
Marzo de 1989
[16] Juan Pablo II, Discurso a
los jóvenes 25 de mayo de 1980
[17] Juan Pablo II, Novo
Millennio ineunte, 29
[18] Juan Pablo II, Novo
Millennio Ineunte, 32
[19] Juan Pablo II, Novo
Millennio Ineunte, 33
[20] Catecismo de la Iglesia Católica
1085
[21] Juan Pablo II, Novo
Millennio Ineunte, 35
[22] Juan Pablo II, Christifideles
laici, 34
[23] Juan Pablo II, Homilia 6
de Enero de 2001