CONTEMPLAR A CRISTO SEÑOR DE LA HISTORIA


ANTONIO AMADO

 

Al concluir el Año Jubilar, en la festividad de la Epifanía, Juan Pablo II entregó a la Iglesia la Carta Apostólica Novo Millennio Ineunte. A partir del pasaje narrado por Lucas en que Cristo invita a Simón a “remar mar adentro”, el Pontífice va a estructurar los elementos fundamentales para la Iglesia del Tercer Milenio. Duc in altum (Lc 5,4); no deja de llamar la atención el contexto en que la invitación de Cristo se realiza, pues habían estado pescando toda la noche. Sin embargo, “en tu palabra, echaré las redes” (Lc 5,6). La respuesta a la invitación de Cristo produce fruto abundante: “Y haciéndolo así, pescaron gran cantidad de peces”(Lc 5,6). Después de la escena de la pesca milagrosa Simón va a seguir al Señor que le llama a una misión en el mar del mundo: “No temas. Desde ahora serás pescador de hombres” (Lc 5, 10).
“Contemplar a Cristo presente en su Iglesia” decía San Ignacio acogiendo en la fe las palabras del Señor: “Yo estaré con vosotros todos los días hasta el fin del mundo” (Mt 28,20). Para conocer de un modo concreto cómo Dios conduce a su Iglesia parece adecuado atender a las orientaciones del Romano Pontífice, al “dulce Cristo en la tierra”, que sigue confirmando en la fe al pueblo cristiano en el umbral del Tercer Milenio. “¡Duc in altum!” En aquella ocasión, fue Pedro quien habló con fe: ‘en tu palabra, echaré las redes’ (Lc 5,5). Permitidle al Sucesor de Pedro que, en el comienzo de este milenio, invite a toda la Iglesia a este acto de fe, que se expresa en un renovado compromiso de oración”[1].

El cristianismo es la religión que ha entrado en la historia

La celebración del Jubileo ha consistido esencialmente en un “único e ininterrumpido canto de alabanza a la Trinidad”[2]. La contemplación de la Trinidad nos introduce en el misterio de la vida íntima de Dios, misterio del que todo procede y al que todo se encamina en el mundo y en la historia: “Esta vida trinitaria, que precede y funda la creación, es el punto de partida de nuestra contemplación en este Año jubilar. Dios, misterio de los orígenes de donde brota todo, se nos presenta como Aquel que es la plenitud del ser y comunica el ser, como luz que ‘ilumina a todo hombre’ (Jn 1,9), como el Viviente y dador de vida. Y se nos presenta sobre todo como Amor, según la hermosa definición de la primera carta de San Juan (cf. 1 Jn 4,8). Es amor en su vida íntima, donde el dinamismo trinitario es precisamente expresión del amor eterno con que el Padre engendra al Hijo y ambos se donan recíprocamente en el Espíritu Santo. Es amor en la relación con el mundo, ya que la libre decisión de sacarlo de la nada es fruto de este amor infinito que se irradia en la esfera de la creación. Si los ojos de nuestro corazón, iluminados por la revelación, se hacen suficientemente puros y penetrantes, serán capaces de descubrir en la fe este misterio, en el que todo lo que existe tiene su raíz y su fundamento. (...) el misterio de la Trinidad está también ante nosotros como la meta a la que tiende la historia, como la patria que anhelamos”[3].
De la vida intratrinitaria, del amor infinito de Dios procede nuestro ser y la elevación gratuita a la vida divina. Como consecuencia del pecado del hombre el amor de Dios es también amor que salva, amor que redime. Y este amor ha entrado en la historia de los hombres para restituir al hombre, para devolverle el antiguo esplendor. La meta de la historia es la Trinidad y por consiguiente la historia pertenece a Dios. De ahí que la celebración del Jubileo, al introducirnos en la vida de Dios nos haga participar de ese amor que entró en la historia y nos impulse a cooperar en la salvación de los hombres apoyados en la esperanza de que Dios es el Señor de los tiempos y consiguientemente el Señor del futuro.
Dios se hace hombre para salvar al hombre. La gran novedad de la fe cristiana consiste en el sorprendente anuncio de la entrada de Dios eterno en la historia de los hombres en la plenitud de los tiempos. “Esta plenitud –señala Juan Pablo II- define el instante en el que, por la entrada del eterno en el tiempo, el tiempo mismo es redimido y, llenándose del misterio de Cristo, se convierte definitivamente en tiempo de salvación[4].
El tiempo ha sido redimido, ha sido asumido por la eternidad de Dios. Dios ha entrado en la historia en favor de la creatura, en favor del hombre pecador y de su libertad. Todo tiempo es de Cristo y en todo tiempo Dios realiza su eterno decreto de salvación. Las acciones realizadas por Cristo en la historia reordenan la historia misma hacia Cristo. La Encarnación redentora no es consiguientemente sólo el centro de la historia, sino también la meta de la misma.
Contemplar a Cristo en la Iglesia es contemplar la actualidad y eficacia de su Redención; es también tener la certeza de que nada puede imposibilitar o impedir lo que ya está decretado de una vez para siempre, la consumación del Reino de Dios: “Su encarnación, culminada con el misterio pascual y en el don del Espíritu, es el eje del tiempo, la hora misteriosa en la cual el Reino de Dios se ha hecho cercano (cf. Mc 1, 15), más aún, ha puesto sus raíces, como una semilla destinada a convertirse en un gran árbol (cf. Mc 4, 30-32), en nuestra historia”[5].

Presunción y desesperación

La promesa de la consumación del Reino encuentra sin embargo muchas formas de oposición a causa de la protervia y debilidad de los hombres. En efecto, la pereza, la desesperación, la presunción y la seductora secularización de las promesas mesiánicas dificultan la esperanza en Cristo, Señor de la historia.
La experiencia del jubileo debe despertar en nosotros un nuevo dinamismo misionero[6]; el tiempo postjubilar no ha de ser percibido como la conclusión de una tarea a la que sobreviene un tiempo de descanso. Eso sería pereza y desinterés, ingratitud con el dinamismo salvador de Dios en la historia de los hombres. Dios quiere que los hombres se salven y nos urge a incorporarnos a su obra redentora. “Quien pone su mano en el arado y vuelve su vista atrás, no sirve para el Reino de Dios” (Lc 9,62). En la causa del Reino no hay tiempo para mirar hacia atrás, y menos para dejarse llevar por la pereza. Es mucho lo que nos espera y por eso tenemos que emprender una eficaz programación postjubilar”[7]. No habría aquí una auténtica esperanza pues al mirar atrás encontraríamos un cierto acomodo con el mundo que nos haría inútiles para la tarea del Reino de los Cielos.
Puede suceder, por otra parte, que no veamos realizadas de un modo inmediato las promesas del Reino y que eso fácilmente nos lleve a la desesperación. A esta desesperación se llegará frecuentemente por haber olvidado la primacía de la gracia salvadora de Cristo. “Hay una tentación que insidia siempre todo camino espiritual y la acción pastoral misma: pensar que los resultados dependen de nuestra capacidad de hacer y programar. Ciertamente, Dios nos pide una colaboración real a su gracia y, por tanto, nos invita a utilizar todos los recursos de nuestra inteligencia y capacidad operativa en nuestro servicio a la causa del Reino. Pero no se ha de olvidar que, sin Cristo, ‘no podemos hacer nada’ (cf. Jn 15,5)”[8]. No habría auténtica esperanza porque el hombre se atribuiría a sí mismo la obra buena que viene de Dios.
En ocasiones la desesperación y la pereza son causadas por las dificultades objetivas del mal en el mundo y la falta de frutos. A este respecto, refiriéndose a un grupo de prelados japoneses, señaló el Romano Pontífice: “No sólo en Japón, sino también en otras muchas partes del mundo, los pastores pueden sentirse como Pedro cuando Jesús le ordenó que echara sus redes al mar para pescar. Ponemos todo nuestro empeño en pescar; pero a veces comprobamos que hemos pescado poco o nada y que, al menos por ahora, no hay nada que pescar. Pero Jesús dice: Echad vuestras redes. La fe nos asegura que el Señor conoce nuestro mundo mejor que nosotros, que ve en las aguas profundas del alma y de la cultura de los hombres que estáis llamados a evangelizar”[9].
Más seductora y proterva parece sin embargo la secularización de la esperanza en el Reino por parte de las ideologías y de los falsos milenarismos. Más seductora porque toda su eficacia se apoya en la fuerza de la esperanza; más proterva porque ponen como bienes mesiánicos logros del esfuerzo de los hombres en la ciencia, la política, o la economía e inmanentizan la fuerza de la esperanza presentando a la fe y a Cristo como enemigos del progreso. El hombre se autoredime por sus conquistas y la redención de Cristo se presenta como alienante y usurpadora de la dignidad de un hombre cuya libertad tiene ahora títulos divinos. De ahí procede el relativismo, el deseo de experimentar en biología al margen del bien moral o la pretensión de legislar en los Estados independientemente de la Ley de Dios. Sin embargo, la raíz última de esta actitud que el Papa ha analizado en numerosas ocasiones podría encontrarse en la primacía de la acción sobre la contemplación. “El nuestro es un tiempo de continuo movimiento, que a menudo desemboca en el activismo, con el riesgo fácil del ‘hacer por hacer’. Tenemos que resistir a esta tentación, buscando ‘ser’ antes que ‘hacer’. Recordemos a este respecto el reproche de Jesús a Marta: ‘Tú te afanas y te preocupas por muchas cosas y sin embargo sólo una es necesaria’ (Lc 10, 41-42)”[10].

Contemplar el rostro de Cristo

Los hombres de nuestro tiempo necesitan conocer a Cristo. El fin y misión de la Iglesia entre los hombres es interceder para que todos lleguen a ver el rostro de Cristo y comprendan así la salvación de Dios. Existe la urgencia de dar testimonio en medio de los hombres acerca de la verdad de Jesucristo; sin embargo ese testimonio es “enormemente deficiente si nosotros no fuésemos los primeros contempladores de su rostro”[11].
Contemplar el rostro de Cristo es ante todo considerar lo que se dice sobre Él en la Sagrada Escritura, sobre todo en los Evangelios. “En realidad los Evangelios no pretenden ser una biografía completa de Jesús según los cánones de la ciencia moderna. Sin embargo, de ellos emerge el rostro del Nazareno con un fundamento histórico seguro, pues los evangelistas se preocuparon de presentarlo recogiendo testimonios fiables (cf. Lc 1, 3)[12].
Apoyados en el testimonio de los Evangelios la contemplación del rostro de Cristo requiere sin embargo un camino de fe. Sólo mediante la fe se puede reconocer en Cristo al Hijo de Dios, es decir, “a la contemplación plena del rostro del Señor no llegamos con nuestras fuerzas, sino dejándonos guiar por la gracia”[13].
Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre, es la Palabra eterna del Padre que puso su morada entre nosotros. La contemplación mediante la fe de la divinidad de quien ha nacido según la carne de la estirpe de David nos descubre así la inserción de Dios en la historia de los hombres y la destinación de todo hombre a reflejar en sí mismo la imagen de Cristo. “Jesús es el ‘hombre nuevo’ (cf. Ef 4,24; Col 3,10) que llama a participar de su vida divina a la humanidad redimida. En el misterio de la Encarnación están las bases para una antropología que es capaz de ir más allá de sus propios límites y contradicciones, moviéndose hacia Dios mismo, más aún, hacia la meta de la ‘divinización’, a través de la incorporación a Cristo del hombre redimido, admitido a la intimidad de la vida trinitaria. Sobre esta dimensión salvífica del misterio de la Encarnación los Padres han insistido mucho: sólo porque el Hijo de Dios se hizo verdaderamente hombre, el hombre puede, en él y por medio de él, llegar a ser realmente hijo de Dios”[14].
La obra de nuestra redención se realizó a través del misterio Pascual. La contemplación de Cristo nos hace ver el rostro doliente de Cristo crucificado y el rostro glorioso de Cristo resucitado. En la Cruz se nos descubre el dolor de Dios por el pecado del hombre y la cercanía de Dios con todo sufrimiento humano; contemplar el rostro sufriente de Cristo nos lleva a descubrir lo que significa resistir con el pecado al amor misericordioso de Dios.
La contemplación del rostro de Cristo no puede reducirse, sin embargo a su rostro doliente. ¡Cristo ha resucitado!. La Resurrección de Cristo es el acontecimiento central de la historia de la salvación y la Palabra definitiva de Dios sobre la historia del mundo. La contemplación del misterio Pascual nos da la clave para comprender el sentido de la historia de los hombres. Cristo, el Verbo de Dios ha entrado en la historia y muerto por nuestros pecados y resucitando ha vencido al pecado y a la muerte: Él es la meta y el centro de la historia. Configurado con este misterio el cristiano está llamado al testimonio pascual[15] en medio del mundo y a buscar en todo las cosas de arriba (cf. Col 3, 1-3) conduciendo la historia hacia su realización: “Los hombres que saben mirar al futuro, son los que hacen la historia. Los otros son arrastrados por ella y terminan por encontrarse al margen de ella, envueltos en una red de ocupaciones, de proyectos, de esperanzas que, al fin de cuentas se manifiestan engañosas y alienantes. Sólo quien se compromete en el presente, sin dejarse ‘aprisionar’ por él, sino permaneciendo con la mirada del corazón fija en las ‘cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la diestra de Dios’ (Col 3, 1) puede orientar la historia hacia su realización”[16].

Conducir la historia hacia su realización

Para conducir la historia hacia su realización no hay fórmulas mágicas u originales y tampoco nuevos programas de apostolado a inventar: “No se trata, pues, de inventar un nuevo programa. El programa ya existe. Es el de siempre, recogido por el Evangelio y la Tradición viva. Se centra, en definitiva, en Cristo mismo, al que hay que conocer, amar e imitar, para vivir en él la vida trinitaria y transformar con él la historia hasta su perfeccionamiento en la ciudad celeste”[17].
Duc in altum. Siguiendo la lógica del misterio de la Encarnación, en la que Dios asume todo lo humano para redimirlo, el cristiano está llamado a ir al corazón del mundo, para ordenar todas las actividades de la vida de los hombres según el corazón de Dios. No es propio del cristiano vivir conforme a la mentalidad de este mundo y tampoco apartarse del mundo, sino amar al mundo como Cristo lo ama, es decir, dando la vida para que el mundo se salve. Caminar desde Cristo para ir al corazón del mundo y mostrar a los hombres la necesidad de la gracia misericordiosa de Dios requiere recorrer los caminos de los hombres sin contaminarse con el pecado. Algunos aspectos nos permitirán profundizar en este itinerario propuesto por Juan Pablo II.
Ante todo, el deseo de la santidad. Ser cristiano significa querer ser santo: “Sed perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial” (Mt 5, 48). Por la lógica misma de la Encarnación la santidad a la que estamos llamados se puede alcanzar en las circunstancias más ordinarias de la vida cuando ésta es vivida conforme a la voluntad de Dios. La santidad es también la meta de la historia.
Es imposible la santidad, sin embargo sin una vida intensa de oración: “Para esta pedagogía de la santidad es necesario un cristianismo que se distinga ante todo en el arte de la oración”[18]. Mediante la oración descubrimos el corazón de Cristo, y pasamos a ser sus íntimos. A través de la oración podemos construir la historia según el designio de Dios: “Una oración intensa, pues, que sin embargo no aparta del compromiso en la historia: abriendo el corazón al amor de Dios, lo abre también al amor de los hermanos, y nos hace capaces de construir la historia según el designio de Dios”[19]. Esta transformación del mundo se realiza de manera muy especial en la oración litúrgica. “En la liturgia de la Iglesia, Cristo significa y realiza principalmente su misterio pascual (...). El misterio pascual de Cristo, no puede permanecer solamente en el pasado, pues por su muerte destruyó la muerte, y todo lo que Cristo es y todo lo que hizo y padeció por los hombres participa de la eternidad de Dios y domina así todos los tiempos y en ellos se mantiene permanentemente presente”[20].
El centro de la acción litúrgica de la Iglesia se encuentra, sin embargo en la celebración de la Eucaristía. Juan Pablo II señala con precisión admirable la centralidad de la Eucaristía dominical en la historia del mundo: “Es preciso insistir en este sentido, dando un realce particular a la Eucaristía dominical y al domingo mismo, sentido como día especial de la fe, día del Señor resucitado y del don del Espíritu, verdadera Pascua de la semana. Desde hace dos mil años, el tiempo cristiano está marcado por la memoria de aquel ‘primer día después del sábado’ (Mc 16,2.9; Lc 24,1; Jn 20,1), en el que Cristo resucitado llevó a los Apóstoles el don de la paz y del Espíritu (cf. Jn 20,19-23). La verdad de la resurrección de Cristo es el dato originario sobre el que se apoya la fe cristiana (cf. 1 Co 15,14), acontecimiento que es el centro del misterio del tiempo y que prefigura el último día, cuando Cristo vuelva glorioso. No sabemos qué acontecimientos nos reservará el milenio que está comenzando, pero tenemos la certeza de que éste permanecerá firmemente en las manos de Cristo, el ‘Rey de Reyes y Señor de los Señores’ (Ap 19,16) y precisamente celebrando su Pascua, no sólo una vez al año sino cada domingo, la Iglesia seguirá indicando a cada generación ‘lo que constituye el eje central de la historia, con el cual se relacionan el misterio del principio y del destino final del mundo’”[21].

No tengáis miedo

La Carta Apostólica que Juan Pablo II ha entregado al terminar el Año Jubilar puede ser leída en continuidad con las palabras inaugurales de su Pontificado y que repitió luego en numerosas ocasiones: “A mis contemporáneos les repito, una vez más, el apasionado grito con el que empecé mi servicio pastoral: ¡No tengáis miedo!, ¡Abrid de par en par las puertas a Cristo!; ¡Abrid a su poder salvador las fronteras de los Estados, de los sistemas económicos y políticos, y los vastos campos de la cultura, de la civilización y del desarrollo! ¡No tengáis miedo!; Cristo sabe qué hay dentro del hombre. Sólo Él lo sabe”[22].
En efecto, en las puertas del Tercer Milenio, llamados a ser testigos del amor de Cristo en todas las encrucijadas del mundo, sabemos que la Iglesia estará asistida por Cristo hasta el fin del mundo: “He aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo”(Mt 28, 20). La certeza de la asistencia de Cristo y la contemplación de su rostro nos permitirán llevar a Cristo al corazón del mundo, transformando el mundo según el Corazón de la Iglesia que no es otro que el Corazón de Cristo. Y este Corazón es el Amor, la auténtica fuerza que opera en la transformación de la historia de este mundo en Reino de Dios.
Al contemplar la historia desde Cristo se nos hace más patente el sentido del Año Jubilar y el camino que orientará la Iglesia en el Tercer Milenio: “Mientras hoy, con la Puerta santa, se cierra un ‘símbolo’ de Cristo, queda más abierto que nunca el Corazón de Cristo”[23].


[1] Juan Pablo II, Novo millennio ineunte, 38
[2] Juan Pablo II, Bula Incarnationis mysterium, 3
[3] Juan Pablo II, Audiencia 19 de Enero de 2000
[4] Juan Pablo II, Redemptoris Mater, 2
[5] Juan Pablo II, Novo millennio ineunte, 5
[6] cf. Novo Millennio Ineunte, 15
[7] Juan Pablo II, Novo Millennio Ineunte, 15
[8] Juan Pablo II, Novo millennio ineunte, 38
[9] Juan Pablo II, Discurso a los Obispos de Japón, 31 de marzo de 2001
[10] Juan Pablo II, Novo Millennio Ineunte, 15
[11] Juan Pablo II, Novo Millennio Ineunte, 16
[12] Juan Pablo II, Novo Millennio Ineunte, 18
[13] Juan Pablo II, Novo Millennio Ineunte, 20
[14] Juan Pablo II, Novo Millennio Ineunte, 23

[15] “Obligado al 'testimonio pascual', el cristiano tiene indudablemente una gran dignidad, pero también una fuerte responsabilidad: en efecto, debe hacerse cada vez más creíble con la claridad de la doctrina y con la coherencia de la vida.
El 'testimonio pascual', por lo tanto, se expresa antes que nada mediante el camino de ascesis espiritual, es decir, mediante la tensión constante y decidida hacia la perfección, en valiente adhesión a las exigencias del bautismo y de la confirmación; se expresa, además, mediante el empeño apostólico, aceptando con sano realismo las tribulaciones y las persecuciones, acordándose siempre de lo que dijo Jesús: 'Si el mundo os odia, sabed que me ha odiado a mi antes que a vosotros... Tendréis tribulaciones en el mundo, pero tened confianza: ¡Yo he vencido al mundo!' (15, 18; 16, 33); se expresa, por fin, mediante el 'ideal de la caridad', por el que el cristiano, como buen samaritano, aun sufriendo por tantas situaciones dolorosas en que se encuentra la humanidad, se halla siempre implicado de alguna forma en las obras de misericordia temporales y espirituales, rompiendo constantemente el muro del egoísmo y manifestando así de modo concreto el amor del Padre.

Queridísimos: ¡Toda la vida del cristiano debe ser Pascua! ¡Llevad a vuestras familias, a vuestro trabajo, a vuestros intereses, llevad al mundo de la escuela, de la profesión y del tiempo libre, así como al sufrimiento, la serenidad y la paz, la alegría y la confianza que nacen de la certeza de la resurrección de Cristo! ¡Que María Santísima os acompañe y os conforte en este 'testimonio pascual' vuestro!” Juan Pablo II, Catequesis, 29 de Marzo de 1989
[16] Juan Pablo II, Discurso a los jóvenes 25 de mayo de 1980
[17] Juan Pablo II, Novo Millennio ineunte, 29
[18] Juan Pablo II, Novo Millennio Ineunte, 32
[19] Juan Pablo II, Novo Millennio Ineunte, 33
[20] Catecismo de la Iglesia Católica 1085
[21] Juan Pablo II, Novo Millennio Ineunte, 35
[22] Juan Pablo II, Christifideles laici, 34
[23] Juan Pablo II, Homilia 6 de Enero de 2001