¿DE QUÉ HABLAMOS,
CUANDO HABLAMOS DE LOS JÓVENES?
Acabar con la obsesión juvenil
Josep M. Lozano
Profesor de Ética y Filosofía Social en ESADE
y miembro del Patronato de la
Fundación «Lluís Espinal» (Cristianisme i Justícia)
Sumario
Presentación
1. Los jóvenes: de propietarios del futuro a prisoneros del presente.
2. Los 60, o los jóvenes que creían que lo serían siempre.
3. Los 70, o los jóvenes que no supieron cómo serlo.
4. Los 80, o los jóvenes que se encontraron condenados a serlo.
5. La construcción social de la identidad juvenil.
6.Y ahora, ¿qué?.
Presentación
A principios de 1990 escribí unos papeles sobre los análisis que se
acostumbraban a hacer entorno a los jóvenes, con la esperanza de
preparar un futuro ensayo sobre el tema. Lo repartí a unos cuantos
amigos y conocidos y, amablemente, muchos de ellos me hicieron sus
comentarios, sugerencias y críticas. A todos, vaya ahora, mi
agradecimiento.
De todo ello y con los materiales que ya tenía ordenados salió el
índice y el proyecto del ensayo. Sabía lo que quería, tenía las
referencias y el hilo conductor. Como siempre, sólo faltó un elemento:
el tiempo. No pude encontrar un par de meses mínimamente
oxigenados... y al fin lo dejé.
Los amigos de Cristianisme i Justícia me insisten sobre aquellos
primeros papeles. Creen que vale la pena no dejarlos escapar. Yo
bien sé lo que les falta, lo que tenía que matizar y lo que deseaba
añadir. Sin embargo me encuentro suficientemente identificado con el
escrito.
Presento una versión ligeramente retocada de aquellos papeles
iniciales. Espero que al posible lector el Cuaderno le sea de utilidad.
Para mí quedará como un signo –¡uno más!– de la nostalgia por lo
que podía haber sido y no fue. Suerte que la nostalgia es un error...
Josep M. Lozano i Soler, julio 1991
1. LOS JOVENES: DE PROPIETARIOS DEL FUTURO A
PRISIONEROS DEL PRESENTE
Los «jóvenes» como referentes mitológicos
Estas páginas no pretenden más que ensayar una interpretación
sobre la vida y milagros de uno de los personajes estelares de
nuestra cultura y de nuestra vida social en los últimos años: el Joven.
Llevamos ya muchos años en los que los jóvenes han sido una piedra
de toque (y a menudo "la" piedra de toque) en lo que se refiere a los
mil y un problemas y retos que se han ido planteando. Han sido unos
años en los cuales casi todo el mundo –personas e instituciones– ha
vivido inmerso en una verdadera obsesión juvenil. Esta obsesión ha
adquirido formas diversas y, ni que decir tiene, no siempre ha sido
protagonizada por los mismos jóvenes. Sino todo lo contrario.
Dicho con otras palabras: la juventud (o los jóvenes) se ha
convertido en uno de los grandes referentes mitológicos de nuestra
cultura. Ya hace muchos años que encontramos a los jóvenes detrás
de todos los grandes problemas que preocupan a la opinión pública:
— el paro, la crisis de valores, los movimientos revolucionarios, la
adicción a las drogas ilegales, los movimientos sociales, la inseguridad
ciudadana, el nivel y la calidad de la enseñanza, las actividades de
tiempo libre, el llamado consumo cultural, etc.
Los jóvenes han pasado a ser un punto de referencia inagotable del
discurso público, del institucional y de los medios de comunicación. Y,
naturalmente, de la publicidad. Pero su omnipresencia obsesiva como
referente social no ha sido solamente ideológica: alrededor de la
mitología juvenil se han construido infinidad de modas, productos,
servicios y formas de vida y de comportarse. Es indescriptible el
sentimiento de ansiedad, vergüenza o frustración con que han vivido
quienes no encajaban o se alejaban de lo que en cada momento se
vivía como lo más típicamente "juvenil". Lo que no interesaba a "los
jóvenes" ya se suponía automáticamente que era de un interés más
que relativo. Había que estar atento a lo que los jóvenes hacían y
decían porque su palabra era, sin duda, la palabra de los (nuevos)
dioses. El hecho de que algo no fuera atractivo para los jóvenes era,
sin duda, señal indiscutible de que no tenía futuro. Al fin y al cabo, la
obsesión juvenil inyectaba en nuestra vida social una doble
preocupación: la preocupación por los jóvenes y la preocupación por
ser como ellos.
¿El problema son los jóvenes o la sociedad?
Y los jóvenes ¿qué decían a todo esto? Bueno, eso ya es harina de
otro costal. Dejémoslo ahora. Porque lo que quiero subrayar de
entrada es que:
— No ha existido ninguna clase de problema social con los jóvenes,
ni ninguna clase de problema juvenil en la sociedad.
— Más bien problemas sociales proyectados e interiorizados en los
jóvenes: y, por lo tanto, muy a menudo "protagonizados" por ellos.
— Nos encontramos en una sociedad que ha vivido (o ha querido
vivir) bajo el signo de la juventud. De este modo ha condensado o
proyectado en los jóvenes los grandes problemas y retos que
atravesaban a toda la sociedad.
Dicho de otro modo, la interpretación que me parece más plausible
es la que sostiene que, propiamente, no hay problemas o cuestiones
juveniles, sino problemas sociales que se reflejan o se condensan en
los jóvenes. Condensación y reflejo, eso sí, que muy a menudo tiene
unos rasgos propios y específicos, del mismo modo que se
manifiestan con su propia especificidad entre otros grupos sociales
y/o generacionales. Pero, en cualquier caso, lo que hay que decir
desde el principio es que los jóvenes no anticipan el futuro, sino que
concentran las tensiones del presente. Si la juventud ha sido,
simultáneamente, una edad de moda y una edad modelo, lo ha sido
en el marco de una sociedad que, de manera cada vez más
acelerada, ha visto como se le hacían añicos los modelos de los que
vivía y que podía ofrecer y ofrecerse.
La juventud «modelo» en el seno de sociedades sin modelos (y sin
modelos que ofrecer a la juventud)
Desde luego, los últimos años han sido los años de la obsesión
juvenil; los años de los jóvenes. Pero no lo han sido por razones
biológicas o demográficas (si bien todo esto ha sido inseparable de un
"boom" demográfico), sino por razones sociales y culturales. Resulta,
pues, decisivo no caer en la trampa de hablar de temas como "el
problema juvenil"; sino afrontar los hipotéticos problemas que (se
supone que) plantean los jóvenes. Problemas que son reflejo –a
veces espejo, a veces retrato, a menudo caricatura– de problemas
que comparten con otras generaciones... y, a menudo, como
problemas de algunas instituciones para con los jóvenes.
Esto se pone en evidencia cuando uno lee materiales que se
presentan como elaborados "por los jóvenes" o significativos de su
realidad (y que, por cierto, suelen ser la actividad de un sector más
bien escaso de la población juvenil).
Para poner un par de ejemplos relevantes: si miramos los índices de
los trabajos elaborados con ocasión del Año Internacional de la
Juventud o de la Carta de la Joventut Catalana, podremos llegar por lo
menos a una conclusión clara: los problemas o las preocupaciones de
los jóvenes no son problemas o preocupaciones juveniles; los
problemas o preocupaciones de los jóvenes no son problemas de los
jóvenes solamente.
Llegados a este punto, resulta indispensable añadir que, si hay algo
que caracteriza a la realidad juvenil, es su diversidad y su pluralidad.
Aunque sólo sea por higiene mental, deberíamos dejar de hablar de la
Juventud (y, por lo tanto, de "sus" supuestos defectos y virtudes) y
hablar de los jóvenes, como una manera modesta de reconocer
lingüísticamente la pluralidad de formas de vida que podemos hallar
entre la población juvenil... como entre toda la población, por otra
parte. Esto es difícil, puesto que en los últimos años nos hemos
habituado a percibir a los jóvenes desde un modelo paradigmático de
lo que es "ser joven" y de lo que tiene que ser un joven modelo.
Seguramente que no son simples los procesos mediante los cuales
unas formas de vida presentes entre los jóvenes se elevan a la
categoría de representar lo que es más típicamente juvenil. Lo cual no
nos priva de ensayar aproximaciones.
Aunque sólo sea porque estas aproximaciones se pueden hacer
con la intención manifiesta de rastrear algunas de las herencias que
hoy todavía perduran en la percepción social de estos personajes que
han tenido el dudoso honor de protagonizar la vida pública de la
segunda mitad del siglo veinte. Herencias que, como estratos
progresivamente superpuestos, perfilan los sucesivos retratos-robot
que se han utilizado para localizar al Joven entre los jóvenes.
2. LOS 60, O LOS JOVENES QUE CREIAN QUE LO SERIAN SIEMPRE
Cuando se hacen consideraciones de este tipo resulta inevitable
caer en la convención de hacer periodizaciones que nos ayuden a
ordenar las herencias de las cuales vivimos. Puestos a hacerlo, pues,
lo haremos por décadas.
Si bien, como ya se ha dicho, la aparición cultural de los jóvenes
como tales es paralela a los comienzos de la industrialización, los
jóvenes eclosionan como sujetos de problemas y sujetos
problemáticos en las sociedades plenamente industrializadas. Esta
eclosión va tomando forma a lo largo de la primera mitad del siglo
veinte, pero estalla específicamente –y emblemáticamente– a lo largo
de los 60.
La década prodigiosa es una década "juvenil" y protagonizada por
los jóvenes. Década de gran crecimiento económico (algunos afirman
que el mayor que ha experimentado jamás la humanidad), pero
también una década que empezó con cambios ideológicos e
institucionales que se vivieron como banderas de nuevas esperanzas:
— expectativas (y triunfos) revolucionarias, nuevas fronteras,
aggiornamentos, crítica al "culto de la personalidad"...
— y presentación en sociedad de los jóvenes nacidos después de
la II Guerra Mundial.
Jóvenes que empiezan a estar juntos muchos años –y cada vez más
masivamente– en escuelas y universidades, y que ven como las
primaveras que se anunciaban se marchitan rápidamente. La
desaparición de símbolos como Juan XXIII, J.F. Kennedy o N. Krushev
representa también la resistencia que tienen al cambio las ideologías
y las instituciones dominantes hasta aquel momento.
Pero, mientras, los cambios en las condiciones materiales de vida
modifican las expectativas y demandas sociales, y una nueva moral
comienza a imponerse prácticamente antes de ser sistematizada
ideológicamente.
El 1968 una culminación frustrada
En este retrato-robot, el 68 pasa a ser la culminación frustrada de
una dinámica que mostraba la necesidad de nuevos parámetros
culturales y de nuevas formas de vida, más allá de transformaciones
económicas o políticas. Era una dinámica protagonizada básicamente
por jóvenes urbanos, de clase media y con estudios medios o
superiores que se habían socializado en medio de un creciente (o,
como mínimo, de un mayor) bienestar; que planteaban la posibilidad
de instaurar nuevos estilos de vida, diferentes pautas de conducta y
un reparto alternativo del poder social y no sólo del político.
La confrontación fue básicamente cultural, por esto desbordó
rápidamente a las estructuras institucionales e ideológicas,
identificadas cada vez más con el miedo o con la resistencia al cambio
y preocupadas por adaptarse, sin renunciar a su cuota de poder.
Instituciones que parecían tener como libro de cabecera más bien El
gatopardo que El príncipe.
El cambio económico, cultural y social se superpuso al cambio
demográfico, cristalizando toto ello en conflicto generacional de
grandes dimensiones.
Entre nosotros, estas referencias se veían reforzadas –e incluso
magnificadas– por el hecho de que se encontraban más perseguidas
por un régimen que, simultáneamente, propiciaba una cierta versión
del crecimiento económico y un rechazo agresivo de todo ello que
apuntaba hacia una modificación del orden que había establecido
impositivamente.
El cambio social identificado con lo que dicen los jóvenes
En este contexto de cambio cada vez más acelerado, el discurso
tradicional sobre los jóvenes se hizo rápidamente obsoleto. Ya no
podía verse al joven (ni vivir la propia juventud) bajo los parámetros
del sacrificio y de la preparación para un futuro, entendido como la
entrada en unas formas de vida ya básicamente establecidas. Los
jóvenes (algunos, claro) aparecen como portadores del cambio social
y vinculados a él, de manera que se acaba identificando el cambio
social con lo que dicen y hacen los jóvenes... (lo cual viene reforzado
por la difusión indiscriminada que hacen de ello los medios de
comunicación). Ya no es necesario esperar al futuro, porque lo
estamos haciendo y lo queremos ahora, en el presente. Por lo tanto,
cada vez más, el horizonte social –y, por descontado, el de los
jóvenes– no es la orientación a reservarse e invertir (en formación,
relaciones, etc.) de cara al futuro, sino la orientación a "realizarse" en
el presente.
El cambio se orientaba no sólo a cambiar el mundo o las estructuras
de poder, sino que pretendía ir más allá: había que cambiar la vida,
según se decía. (Después fue la vida la que fue cambiando a muchos
de estos jóvenes). La vida y la práctica cotidianas pasaron a ser vistas
como el lugar de las transformaciones revolucionarias. La aspiración
al cambio, pues, alcanzaba a todos los ámbitos vitales. Por lo tanto,
las ideologías y las instituciones que hasta aquel momento habían
pretendido ordenar el mundo y la vida se veían contestadas y
desbordadas. Estalla la actitud contracultural –que más bien es una
actitud que hace cultura a la contra– que se convierte en una clave de
interpretación de propuestas, situaciones y conflictos muy diferentes e
incluso contradictorios entre sí.
Este dinamismo de cambio hace que se consideren como
típicamente juveniles (o típicos de la revuelta juvenil) valores y
actitudes que también asumen progresivamente otros grupos sociales
e incluso valores y actitudes que ponen en marcha o potencian entre
los jóvenes gentes que no lo son.
Emergen nuevos valores personales y colectivos
Valores que se presentan como aspiración y como crítica a los ya
establecidos e institucionalizados (en la familia, la escuela, la iglesia o
los partidos). Valores personales de autonomía, creatividad,
autenticidad, realización... Valores colectivos de contestación, crítica
al poder, contracultura, nuevas solidaridades, no violencia... Y se
hace de los jóvenes los portadores sociales de estos "nuevos" valores
que tenían que "renovarlo" todo. En todas partes aparece una
"nueva" izquierda, iglesia, pedagogía, pareja, incluso matemáticas!...
en una gran eclosión que afectaba a gente muy diversa, pero que
tomaba como referencia a los jóvenes (es decir, a determinados
jóvenes).
En una rápida operación, se identifica lo que es bueno con lo que
es nuevo. Lo que es nuevo con lo que es joven. Y, así, "los jóvenes"
pasan a encarnar el bien social, entendido como cambio social. No
nos ha de extrañar que se acabara planteando si los jóvenes eran
una nueva clase y los nuevos sujetos revolucionarios. Y, al final, nos
encontramos con que "la juventud" deja de ser un lugar de paso y
empieza a ser un punto de llegada o un referente último: los jóvenes
son el futuro, nos muestran el futuro. Lo que la sociedad llegará a ser
ya lo tenemos ante nuestros ojos, en los jóvenes.
El modelo de «joven»
De este modo, cerrando el círculo, no sólo el joven se convierte en
modelo, sino que se construye el modelo de joven. Se diseña la
imagen de lo que tiene que ser un joven que sea "auténticamente"
joven:
crítico, radical, con iniciativa, desinteresado, sin someterse a las
instituciones, creativo, innovador de patrones culturales y no
repetitivo, orientado a la utopía, independiente de padres y
educadores, etc., etc.
Hoy, si algo tienen en común todas las críticas, preocupaciones o
lamentos que se expresan hacia los jóvenes, en el fondo, es esto: se
han alejado de este modelo. No son críticos, no tienen iniciativa, viven
ligados a los padres, son pragmáticos... y así podríamos seguir "ad
nauseam". ¿Y por qué un joven, para "ser joven" (y no un joven
deteriorado, de segundo orden, echado a perder o, incluso,
manipulado) tiene que corresponderse con este patrón? ¿Y por qué
este perfil sólo es deseable (o rechazable) entre los jóvenes?
Como complemento aparece una nueva actitud correcta de situarse
ante este Joven modelo. En la medida en que los jóvenes representan
la superación de una sociedad eminentemente "represiva", de lo que
se trata es de evitarles, al máximo posible, todo tipo de traumas,
frustraciones, represiones o imposiciones. Así, el problema y la
preocupación central para con los jóvenes pasa a ser evitar toda
clase de represiones (política, moral, sexual, familiar, educativa, etc.)
con la creencia de que de esta liberación (entendida como superación
o supresión de la represión) emergerá de un modo casi automático
todo lo que de bueno y de nuevo los jóvenes llevan y anuncian. Y, de
este modo, conseguiremos que el futuro llegue a nuestro presente.
3. LOS 70, O LOS JÓVENES QUE NO SUPIERON COMO SERLO
Y, desde luego, el futuro llegó. Pero, cuando lo hizo, no era como se
había pensado. Muchos de los planteamientos anteriores se habían
hecho desde la confianza implícita –cuando menos en el Occidente
desarrollado– de que el crecimiento económico era imparable. No es
de extrañar, pues, que en el fondo se creyera que la prosperidad
estaba casi garantizada definitivamente y que los cambios sociales
debían promover valores que "humanizaran" la vida y las instituciones
de la sociedad opulenta. Por eso era posible un constante ejercicio de
ampliación de los horizontes mentales y de las experiencias vitales.
De la utopía al consenso
Esto quebró a comienzos de los 70, pero la crisis tardó más en
afectarnos a nosotros porque nuestras energías sociales se
dedicaron a la transición política.
Así, las movilizaciones durante el final del régimen se percibían
como protagonizadas básicamente por jóvenes y por los que
empezaban a dejar de serlo. En cualquier caso, asistimos a una
verdadera multiplicación de iniciativas, actos y apariciones de
asociaciones juveniles. Incluso hubo reivindicaciones que afectaban
directamente a los jóvenes (como la que se refería a la mayoría de
edad).
Pero aquel momento inicial de vida acelerada, en el que se vivió el
deseo al máximo porque todo el mundo podía proyectar en un cambio
incierto la realización de sus deseos, acabó con fuertes sentimientos
de frustración y con el descubrimiento repentino de que una nueva
realidad (La Crisis) había tomado posesión de nosotros y de nuestras
vidas.
La década termina con elecciones, y con un proceso de
reinstitucionalización que, además, se hace en nombre del consenso,
y no de la utopía. Por eso, cuando de repente empiezan a aparecer
como moscas concejalías, consejos y direcciones generales de
Juventud, los parámetros dominantes de comprensión del hecho
juvenil han mutado notablemente. Una generación relativamente
"joven" ocupa el poder y es ocupada por él, quizás sin haber tenido
mucho tiempo para pensar qué haría con el poder. En cualquier caso,
este simple hecho biográfico hace ineludible creer que esta ocupación
durará bastante, y pone en cuarentena la creencia en un próximo
"relevo generacional". Vale la pena observar, de paso, que ocupa el
poder político y el cultural. Quizás esto explica que ahora, suavizada la
crisis económica, los nuevos jóvenes-modelo se muestren como
luchadores por una parcela de poder que los anteriores olvidaron: el
económico.
Diferencia entre «desear, imaginar...» y «gestionar»
Sea lo que fuere, este contexto de crisis creciente –¡principalmente
económica!– y el súbito descubrimiento de la diferencia existente
entre soñar, desear, imaginar o vivir a la contra, por una parte, y
gestionar, negociar, armonizar intereses en conflicto o descubrir que
no hay recursos para todo y todos, por otra, hace que cambien
rápidamente los esquemas perceptivos de la realidad.
Dos nuevos referentes aparecen como señales de identidad: el
Desencanto y el Pasotismo. Si bien están interrelacionados, existen
diferencias entre ellos, y quizás la más significativa es que el
pasotismo se atribuye mucho más específicamente a los jóvenes.
Propiamente, tanto estar encantado como desencantado son más
bien estados de ánimo y maneras de sentir que no ideas o
cosmovisiones. Sin embargo, son maneras de sentir que fácilmente se
tematizan como ideas y pasan a ser claves de comprensión de la
realidad y legitimaciones de renuncias o modificaciones en los
comportamientos y las orientaciones vitales.
El desencanto es la desvinculación vital hacia aquello que atraía o
movilizaba en el campo social o político, y a menudo es debido a
acciones o situaciones que niegan o desmienten lo que previamente
se había vivido como encantador o cautivador. Si se definieron las
revueltas del 68 como la toma de la palabra, el desencanto es el
resultado de establecer una relación operativa (y no verbal o
imaginaria) con el poder y de comparar o confrontar la toma de la
palabra y la toma del poder como si estuvieran en el mismo nivel.
Pero sin ignorar jamás que el desencanto presupone haber estado
encantado de una forma o de otra; los tiempos no eran, todavía,
propicios para una velada postmoderna alrededor de la hoguera de
los encantadores. Más bien se trataba de "tomar postura" ante el
desencanto, tanto para combatirlo como para comprenderlo como
puerta de paso a una nueva etapa.
«Acuerdos, pactos» y «renuncias»: el Desencanto
El desencanto se formula ante la opinión pública cuando la
elaboración de la Constitución y el establecimiento de medidas para
superar la crisis económica "exigieron" acuerdos y pactos, a menudo
secretos, y también renuncias. La lógica del pacto entre núcleos
dirigentes exigía un proceso creciente de desmovilización de todo
aquello y todos aquellos que la podían perturbar.
El desencanto viene provocado por el reconocimiento de que
mucho de lo que había configurado una dinámica de participación,
presión y movilización se volvía rápidamente molesto, superfluo o
"poco realista" y afectó a los que no querían renunciar a ello y se
veían empujados u obligados a hacerlo por parte de quienes, hasta
hacía muy poco, habían compartido el mismo lenguaje. El desencanto
no afecta al núcleo de todos, sino a aquellos para los cuales la
orientación social o política es nuclear.
Pero tiene como consecuencia la rápida difusión de un sentimiento
de distanciamiento y desinterés hacia las posibilidades de incidir en la
vida política y social. Distanciamiento y desinterés acompañados, no
hay que olvidarlo, de sentimientos de frustración y/o impotencia. Pero,
en cualquier caso, el desencanto se convierte en un cajón de sastre
que permite dar un nombre común a situaciones y planteamientos muy
diversos y heterogéneos, sin olvidar que lo que para unos era causa
de desencanto, para otros era causa de satisfacción.
Lo que para unos fue una manera emocional de vivir la transición (y
de hacer la propia transición personal) para otros fue un período o
una forma de vivir. Y, detrás de todo eso, diversas maneras de vivir y
pensar la relación y la distancia que hay entre deseo y cumplimiento
del deseo. (Que, por cierto, se narraban de un modo casi
indiferenciado cuando la única cosa que se tomaba o se tenía que
tomar era la palabra, y no el poder o el ejercicio de
responsabilidades).
No fue de extrañar que, paulatinamente, cuando se contemplaba o
se expresaba lo que parecía más paradigmáticamente juvenil, se
llegara más o menos inconscientemente a la conclusión de que se
sabía como "tenían que ser" los jóvenes, pero, en la práctica, no se
sabía como podían serlo. Y así se acabó colgándoles el sambenito del
"pasotismo".
El desencanto, una especie de toma de conciencia de la transición
Pero, antes de llegar a los pasotas, hay que insistir en que el
desencanto acabó siendo una especie de toma de conciencia de la
transición. Entre otras cosas, porque mucha gente quería el "cambio",
pero cada cual tenía de él básicamente una representación mental o
vital. La campaña electoral que llevó al PSOE al gobierno fue el último
avatar de esta transición.
Tanta preocupación por la desestabilización política no fue
acompañada por una mínima atención a esta desestabilización
cultural. De manera que afrontar la reconstrucción de perspectivas
sociales y culturales se hizo mediante un pragmático ensayo y error,
mientras se pensaba a partir de modelos y expectativas heredados.
Había una fuga pragmática hacia delante que se pensaba y se
analizaba mirando hacia atrás, de manera que el desencanto y la
posición que se tomaba respecto a él se convirtió en una de las
formas dominantes de reagrupación ideológica.
Pero con la peculiaridad nada despreciable de que la política y la
economía se habían "liberado" de todo juicio ideológico y, en todos los
sentidos de la expresión, se desmoralizaron definitivamente. La
energía vital así liberada comenzó a canalizarse hacia espacios y
prácticas sociales muy diversos, cuya ramificación llega hasta hoy y
ahora no podemos analizar: el consumismo como compulsión
compensatoria, el ascenso y la salvación social por la vía del éxito
económico, la diversidad de los movimientos sociales, la religiosidad
personalizada rozando a menudo el sectarismo, la recuperación del
individualismo posesivo, un cierto narcisismo agorafóbico, y lo que
cada uno quiera añadir, que la lista puede ser inacabable.
El pasotismo
Pero no vayamos tan deprisa, porque, en lo concerniente a lo que
ahora nos interesa, tenemos que prestar atención al hecho que se
estableció y consolidó el binomio desencanto-pasotismo.
El desencanto es aquella actitud vital de desconectarse ante lo que
atraía y/o movilizaba, y que experimentan muchos de los que ya
comienzan a ser ex-jóvenes. Abandonan, se recluyen en sus reservas
para velar por las esencias, o se adaptan y reorientan, ya sea de
manera exclusivamente pragmática, ya sea (re)construyendo nuevas
referencias.
El pasotismo representa una afirmación negativa: dejo de jugar; me
desentiendo; estoy aquí, pero en tránsito hacía vete a saber donde y
no hacia nada de lo que existe. No será hasta más tarde que "pasar"
significará lo excesivo: ¡qué pasada! Uno dice que pasa cuando no
puede entrar en el juego (social) porque no tiene ninguna baza para
hacerlo o porque ya no tiene ganas de jugar. Uno "pasa" en el sentido
que "transita" por la vida igual que en los aeropuertos: sabiendo que
son lugares de paso y que nada le vincula establemente a lo que allí
sucede, con la diferencia que, ahora, además, ya no sabe a dónde va.
El desencanto mezclado con la desorientación vital y agravado por
una crisis económica que entonces ya lo atenazaba todo cumplió su
cometido. El desencanto como desvinculación y progresivo
distanciamiento y (por lo tanto y como consecuencia) el "pasar" como
una forma de afirmarse e identificarse desde la negación y el rechazo
hacia la realidad dominante:
lo que hacía pocos años se había realizado como movilización
social, ahora se realiza como desmovilización, y esta desmovilización
acaba transformándose en una identidad vital.
Esta identidad va configurando el paso de la desmovilización social
a la renuncia de relaciones activas con el entorno. Determinado
desinterés rápidamente se tradujo como no interés, y el "yo paso de"
rápidamente se transformó en un "yo soy (o tú eres) un pasota", de
modo que, en pocos años, lo que empezó a ser un proceso de
socialización, entendido como transición hacia el pasotismo, se
convirtió en un proceso de socialización en el marco del pasotismo.
El pasotismo y los jóvenes
Evidentemente, ni el desencanto afectó a todos (ni a todos de la
misma manera), ni pasar fue una actitud habitual o dominante entre
los jóvenes. Pero sí que el pasotismo se transformó en el parámetro
para valorar el comportamiento y las actitudes juveniles. Ser o no ser
pasota se convierte en un elemento clave para comprender e
identificar a los jóvenes, y se acaba presentando, curiosamente, como
si fuera una especie de opción y no (o, como mínimo, también) una
forma de impotencia inducida.
Esta opción, ni que decir tiene, es cuestionada o condenada
cuando se habla de los jóvenes o se la relaciona con ellos.
Básicamente porque se sigue considerando que el joven ideal tiene
que ser el joven militante: los pasotas son asociales, hacen el juego a
la derecha (?), se alejan de las instituciones y nos llevarán a una
sociedad desarticulada. El pasotismo, cuando se da, se percibe como
una actitud típicamente juvenil y suele tratarse sin tener en
consideración los hechos del entorno que lo han provocado: lo
importante es que uno no sea pasota. Los jóvenes empiezan a
preocupar (sobre todo a los departamentos e instituciones creados a
causa de esta preocupación, y que suelen estar bajo la
responsabilidad de ex-dirigentes juveniles de la etapa anterior) y,
cada vez más, la atención que suscitan no viene motivada por la
devota ilusión de saber qué hacen, sino por la inquietud de saber qué
hacemos con ellos.
De esta manera la actitud dominante implícita sigue siendo la
devoción por los jóvenes supuestamente militantes (que son
básicamente jóvenes organizados y vinculados a otras organizaciones
e instituciones) y que, por la misma razón, son tratados con un
cuidado exquisito... en especial si se tiene en cuenta que son un
porcentaje digamos –para ser generosos– minúsculo de la población
juvenil.
Y, con respecto al resto, la actitud implícita parece ser: dado que se
desinteresan, veamos qué les puede interesar y hagamos todo lo
posible para interesarles (a veces cualquier cosa a cualquier precio).
Lo que sea, pero por lo menos que no pasen. Porque "que no pasen"
ya es un triunfo, y como tal es visto por parte de los que se ocupan y
se preocupan por los jóvenes. De no reprimirles para que puedan ser
máximamente, a facilitarles y aceptarles lo que sea para que no dejen
de ser mínimamente... y no nos dejen, claro está.
4. LOS 80, O LOS JOVENES QUE SE ENCONTRARON
CONDENADOS A SERLO
En el paso de los 70 a los 80 un término fue la clave para explicarlo
todo: la crisis. Quizás lo único que entonces no entró en crisis fue la
misma idea de crisis. Si bien saltó a la palestra en 1973 con la crisis
del petróleo, la sensación de agotamiento se generalizó unos años
más tarde.
Desde entonces, ¿qué no se ha analizado básicamente en estos
términos? El Estado del Bienestar, los valores, el asociacionismo, los
partidos políticos, la iglesia, la familia, la canción... de todo se ha
hablado anteponiéndole la referencia "crisis de".
Sin embargo, el sustrato último y, a la vez, su visualización más
punzante se produjeron en el campo económico con el crecimiento
galopante del paro. El futuro desapareció del mapa como posibilidad y
se vivió bajo el signo de la amenaza (nuclear, ecológica,
económica...). Ya se daba todo por bueno si las cosas no
empeoraban.
De «discutir» sobre modelos de sociedad a «vivir» en sociedades
sin modelo
Entonces ya lo decían los que saben lo que ocurre antes que nadie;
ahora ya lo sabemos todos: la cosa iba de Postmodernidad.
Al principio fue la crisis de modelos y la sensación de haber llegado
a una encrucijada de callejones sin salida. La desconfianza hacia los
modelos económicos, políticos y culturales fue moneda de cambio. Se
paso rápidamente de discutir sobre modelos de sociedad a vivir en
sociedades sin modelos. Los portadores institucionales de esperanza
agotaban su discurso y cada cual se las arreglaba como podía ante
un futuro percibido como amenaza. La "inseguridad ciudadana" no era
sólo una cuestión vial, era una cuestión vital que se formulaba como
crisis económica y crisis de valores.
Es evidente que esto conmocionaba fuertemente a los jóvenes. Y
más aún, si tenemos en cuenta que eran generaciones
cuantitativamente más numerosas que las precedentes y que las que
los seguirían. En este sentido, sí que estaban verdaderamente
"colgados". Los que tenían que tomar la palabra acabaron perdiendo
incluso la palabra, de modo de hasta hubo quien, después de analizar
su argot, calificó a los jóvenes de "retrasados verbales". (A quien lo
hizo quizás no le faltaba razón, pero, otra vez, ¿por qué sólo los
jóvenes? ¿Acaso no teníamos la televisión y la radio repleta de yo
diría, a nivel de, y un sinfín de exquisiteces verbales?).
De protagonistas de la historia a protagonistas de la publicidad
Los jóvenes dejaron de ser los protagonistas de la historia para
pasar a serlo de la publicidad. Solamente tenían un protagonismo
positivo en el ghetto audiovisual como referencia idealizada para los
que no lo eran. Los jóvenes no podían tener protagonismo:
— político-social (el cambio en este terreno ya había ocurrido, y los
que se habían instalado en él lo habían hecho de una manera
estable);
— ni laboral (no había trabajo);
— ni cultural (ya no se pensaba en la posibilidad de alguna clase de
"alternativas").
La primacía la fue adquiriendo una cierta experiencia del "yo"
desarticulado por falta de articulaciones. El individualismo, con el
inevitable prefijo "neo", empezó siendo una reacción pragmática para
acabar convirtiéndose en una propuesta ilustrada y racional, la única
posible y sensata, según lo que ahora se lleva.
Los publicistas no sólo nos anunciaban que había llegado la
primavera, también nos decían qué grande era ser joven. ¿De veras?
Para los jóvenes la cultura de la crisis fue, sobre todo, la cultura del
paro. Parodiando a Sartre, podríamos decir que el joven estaba
condenado a ser joven, según lo que revelaba la jaculatoria de raíz
estadística: uno de cada dos parados era joven, uno de cada dos
jóvenes estaba en paro. ¿Estaba? No sólo eso: "era" un parado.
El paro, culturalmente, se convertía en un horizonte mental y
personal y configuraba un nuevo sentimiento trágico de la vida en el
marco de la todavía predominante "cultura del trabajo" que
impregnaba la vida de muchos jóvenes, ya fueran estudiantes,
trabajadores o parados. Aunque los especialistas estudiosos del paro
(una de las nuevas profesiones de la época) nos avisaran de que
todo apuntaba hacia un cambio de la función y la valoración sociales
del trabajo, para los jóvenes el trabajo seguía siendo una referencia
insoslayable, ni que fuera instrumentalmente.
El joven fue el Sísifo de los tiempos postmodernos que
comenzaban, bajo el peso de su juventud perpetuada socialmente o,
como ya se había dicho, bajo su "adolescencia forzosa". Los que
hacían discursos y artículos podían continuar impunemente diciendo
que eran el futuro, pero ahora la frase quería decir algo muy
diferente: era una manera elegante de subrayar que no tenían
presente. Obviamente, no era lo que vivían todos, pero era el
trasfondo común. Ni podían prepararse para el mañana los que tenían
sensación de que sólo les esperaba el eterno retorno del presente; ni
podía estimularles la voluntad del "trabajo bien hecho" cuando lo
importante –simplemente– era tener trabajo; ni podía movilizarles
ningún proyecto de cambio social, cuando ya se sabía desde siempre
que esto era cosa de los trabajadores. Los jóvenes como colectivo
pasaron a representar la conciencia desgraciada de la época, en
especial ante sus padres y educadores... que eran los que habían
sido jóvenes entre 1965 y 1975.
Los «nuevos» movimientos sociales de talante un tanto
«apocalíptico»
Paradójicamente, durante todo este tiempo se habían conseguido la
gran mayoría de las reivindicaciones más específicamente juveniles
de los 70. Se habían incrementado los presupuestos públicos y el
patrimonio al servicio de la juventud, la oferta de asociaciones y
actividades para jóvenes era mucho más rica y variada, la posibilidad
de presencia institucional se había reconocido y formalizado. En
cambio, la inserción de los jóvenes en la sociedad se vivía como un
problema de primera magnitud. Hace pocos años, lo que ahora
tenemos, en lo que concierne a ofertas y servicios para los jóvenes,
se consideraba una utopía; ni que decir tiene que hoy se considera
insuficiente y, además, obvio o sin interés. En el paradigma de los
jóvenes de la época, el pasado no es cosa suya y el presente no les
interesa (mucho). Como decía una "pintada": "vive de tus padres
hasta que puedas vivir de tus hijos". Qué pasotismo, ¿no? Tal vez sí.
Pero, en cualquier caso, más que pasotismo.
1. El paradigma apocalíptico
Ya hemos dicho que, inmediatamente antes de la Postmodernidad,
se estaba viviendo bajo el paradigma apocalíptico. Sentirse
amenazado o en peligro –personal o colectivamente– era una manera
dominante de vivir el presente (des)orientado hacia el futuro. Bastaba
con que las cosas no empeorasen.
El talante de los "nuevos" movimientos sociales también tenía un
fuerte componente defensivo: evitemos el apocalipsis nuclear o el
aniquilamiento del planeta... del cual formamos parte; o, por ejemplo,
el creciente activismo de los jóvenes nacionalistas conscientes de ser
miembros de naciones siempre asediadas por sus adversarios.
Aquí los jóvenes también fueron "portadores sociales" de las
amenazas colectivas. No bajo la forma de un movimiento juvenil
específico ni agrupados alrededor de reivindicaciones juveniles. Sino
estando presentes de forma muy visible –pero sin ningún
protagonismo "separado"– en las movilizaciones de estos movimientos
sociales.
Movimientos de los que se decía –y se dice– que son especialmente
atractivos para los jóvenes. Lo cual es cierto si no se olvida que otros
comportamientos y actividades, desde luego menos prestigiados
ideológicamente, los movilizan tanto o más.
2. El paradigma de la amenaza
Pero, sobre todo, los jóvenes pasan a ser vistos bajo el paradigma
de la amenaza, lo cual puede constatarse atendiendo a dos
indicadores complementarios: las noticias y las encuestas a la
juventud.
a) El protagonismo informativo de los jóvenes los presentaba como
una fuente potencial y constante de peligros; o, correlativamente,
como un ser continuamente rodeado de peligros y amenazas.
¿Qué temas se asociaban a los jóvenes? La droga, las sectas, el
fracaso escolar, el paro, la delincuencia "juvenil"... Vaya caso, este
último: ¿Por qué no una delincuencia adulta, masculina o bajita, por
ejemplo? ¿Es que eran mucho más delictivos los jóvenes que los
adultos, los hombres o los bajitos? Claro que ya nos lo anunciaban las
pantallas del cine, antes eran "rebeldes sin causa" y ahora "perros
callejeros". El joven era una fuente potencial de desorden y
perturbación social: cuando miles de jóvenes se reunían en un
llamado "Aplec de l'Esperit" buscando signos de esperanza, los
periódicos no hablaban de ello; pero, simultáneamente, eran un titular
destacado tres jóvenes que habían maltratado una anciana para
robarle cuatro chavos.
b) Y de las encuestas a la juventud, ¿qué? Ni que decir tiene que
una de las actividades preferidas de los departamentos de las
instituciones públicas cuando tenían cierta envergadura era hacer una
encuesta sobre la juventud de su territorio. Así demostraban que se
preocupaban por ella y mostraban a la opinión publica cómo eran sus
jóvenes.
Estas encuestas, por cierto, quizá sí que nos decían algo sobre
cómo "eran" los jóvenes. Pero lo que es seguro es que también nos
decían cuales eran las preocupaciones (o las obsesiones) del
investigador hacia los jóvenes, y cómo él contribuía a construir su
perfil. De manera que nos íbamos atiborrando de datos sobre cuales
eran las actitudes y las valoraciones de los jóvenes hacia las
instituciones de las que se alejaban (partidos, sindicatos, iglesias,
escuelas...) y sobre los comportamientos y preferencias de los
jóvenes en lo que se refiere al tiempo fuera del control institucional.
Así se produjo una inclinación ambiental: lo máximo que puede
esperarse de un joven no es que "sea", sino que "no sea". Padres,
educadores y responsables orientan sus esfuerzos y preocupaciones
a evitar que los jóvenes sean drogadictos, parados, fracasados
escolares o marginados. La marginalidad alcanzada o evitada es una
clave de lectura dominante y un modelo de referencia, de manera
que, si esto se evita, ya es un éxito. Lo que convierte en exitosas,
soportables o aceptables formas de vida y de comportamiento que,
como mínimo, merecerían ser discutidas. Si la situación no es
desastrosa, la reacción es de conformismo ante lo que el/la joven es...
porque siempre podría ser peor.
Se había pasado de creer que eran fuente de las más altas
exigencias a creer que cualquier exigencia para con ellos podría ser
más perjudicial que otra otra cosa porque podría provocar la ruptura
de un equilibrio más que inestable.
5. LA CONSTRUCCION SOCIAL DE LA IDENTIDAD JUVENIL
En la construcción social de la identidad juvenil sucede algo muy
parecido a lo que sucede en la construcción de la identidad personal.
La identidad se reduce a unos pocos rasgos característicos, que
permiten que las personas y los grupos se reconozcan a sí mismos y
sean reconocidos por los demás, en un proceso inacabable de
interacción personal y social. Evidentemente, en la vida de las
personas y de los grupos hay muchos otros rasgos relevantes y,
sobre todo, les es posible desarrollar o activar capacidades no
reconocidas en los rasgos básicos de la identidad.
Cuando la «caricatura» se vive como «retrato»
En cualquier caso, si existen, a menudo se hacer remitir o quedan
absorbidos por los paradigmas que, en un momento dado, se
convierten en el punto de referencia desde el cual las personas y los
grupos son juzgados y reconocidos. Gracias a eso, paradójicamente,
cada cual "es como es", en este proceso que, inevitablemente, a base
de subrayar determinados rasgos ilumina la realidad a cambio de
dejar un buen número de elementos difuminados o perdidos en las
sombras. No se puede iluminar sin crear sombras, de manera que lo
que vemos tiene base "objetiva", pero no es "toda" la realidad. Lo
malo es cuando la manera dominante de iluminar no nos ayuda a ver
claro.
Así, en una estratificación acumulativa, el Militante/Comprometido, el
Pasota y el Amenazador/Amenazado han sido elevados a la categoría
de clave de comprensión de la realidad juvenil. Lo cual ha permitido
reducir mucho más de lo imprescindible el pluralismo de formas de
vida presentes entre los jóvenes a los rasgos básicos de cada
momento. Y ni todos los jóvenes se reflejan en ellos, ni todo en los
jóvenes se corresponde con ellos, pero así se ha ido tirando.
Estos subrayados en muchos momentos han sido útiles como
principio heurístico, en la medida que hacían caer en la cuenta de
rasgos relevantes. Pero, cuando la caricatura se presenta o se vive
como retrato, hace pasar gato por liebre y provoca dos distorsiones
considrables. Absolutiza determinados rasgos como definición
"objetiva" y separa socialmente a los jóvenes bajo la pretendida
caracterización de una subcultura juvenil, de modo que se percibe lo
que es un proceso de transición proyectando una identidad cerrada y
autosuficiente, y se define desde ella, de manera que "ser joven",
paradójicamente, acaba siendo un final de trayecto o un hecho
diferencial.
¿Pensar el futuro a través de los jóvenes?
Detrás de todo esto, la funesta manía de establecer vínculos
indisociables entre juventud y futuro. Y así se consolida el hábito de
pensar el futuro a través de los jóvenes y los jóvenes a través de las
imágenes que nos hacemos del futuro. Hábito indisociable de la
creencia –esperanzada o angustiada, depende– en que de la
descripción de los jóvenes de hoy podemos deducir el futuro social
que nos espera (lo cual se traduce, por ejemplo, en la neurosis de
identificar el futuro de una institución o entidad con la capacidad que
tienen de atraer a los jóvenes). Hasta el punto que "construir el futuro"
a menudo consiste en potenciar lo mejor y evitar lo peor que "vemos"
en los jóvenes. Pero eso que "vemos" es inseparable de los futuros
que imaginamos. Un círculo vicioso, vaya. Pero pensemos por ejemplo
en las sucesivas cuestiones estelares en el ámbito educativo, desde la
sexualidad hasta la informática, pasando por el tiempo libre.
Los jóvenes han servido mucho más de lo que sería deseable para
controlar, proyectar y condensar las incertidumbres y las esperanzas
personales y sociales. De manera que ha sido mediante los jóvenes
como se han vivido y proyectado hacia el futuro los problemas del
presente. Que la juventud sea en nuestras sociedades un proceso
psicosocial diferenciable explica que haya entre los jóvenes un "aire
de familia" más o menos vago; pero hay que explicar también por qué
el "factor psico" se magnifica generacionalmente, de forma que
absorbe el "factor social". Y así problemas comunes vividos en
situaciones específicas llegan a ser separados y presentados como
específicos de los jóvenes. Pero, claro, es imposible afrontar retos
comunes cuando se parte del supuesto de que los jóvenes viven
inmersos en lo que sólo se define como una cultura juvenil y, por lo
tanto, se establece el principio de que los diversos grupos de edad
pueden estar juntos y convivir –e incluso pueden aspirar a
"comprenderse" mutuamente–. Pero no tienen nada que decirse.
6. Y AHORA, ¿QUÉ?
Ahora ya no se trata de comenzar con un pretendido análisis
objetivo de como son los jóvenes, sino de reflexionar sobre las
percepciones que hay sobre los jóvenes. De ver hasta qué punto el
abigarrado mosaico juvenil revela un cierto aire de familia, que no
puede pretenderse resumir ni categorizar, pero a partir del cual se
puede pensar. Aire de familia que revela algunos de los retos sociales
dominantes hoy en día y que han de generar respuestas en todos los
ámbitos sociales si queremos que haya respuestas también en el
ámbito juvenil.
Y no sólo porque nos "preocupan" los jóvenes, sino porque
compartimos determinados interrogantes que queremos afrontar en
un diálogo social en el que cada cual se deje afectar y modificar por
las percepciones del otro, en lugar de combatir para hacer
hegemónico el propio discurso o para garantizarle un espacio propio
reservado.
Y, en este punto, sí que quisiera seguir siendo beligerante. Creo
que se ha producido un cambio lo suficientemente importante, que
afecta al aire de familia de los jóvenes, y que este cambio –realmente
existente– aún no ha sido asumido por lo que se refiere a la manera
cómo se abordan las relaciones con los jóvenes y a la manera cómo
son percibidos. Curiosamente, la tendencia a creer que los problemas
de los jóvenes son tan sólo problemas juveniles bloquea la
autoreflexión y facilita que siempre "se llegue tarde".
¿Cuál es este aire de familia?
A mi modo de ver, y simplificándolo mucho, el siguiente:
— Hemos pasado de unas generaciones de jóvenes que tenían o
habían tenido como problema central la represión (política, sexual,
moral, familiar, educativa...), a unas generaciones que tienen como
problema central la identidad.
— Y lo malo es que aún se les trata, analiza o pretende educar
como si la cuestión central fuera la represión, ya sea para superarla,
ya sea para evitarla.
— Lo cual no tiene porque sorprendernos si tenemos en cuenta que
los padres y educadores de hoy siguen percibiendo a los jóvenes
desde el tipo-ideal de joven forjado en su propia juventud, ya sea
ilusionándose con cualquier indicio de compromiso o de militancia, ya
sea para combatir el pasotismo, ya sea para conformarse con
cualquier cosa con tal de que no pasen (muchas) desgracias.
Cuando hablo de identidad es para expresar mi intuición de que
hoy, los jóvenes, más que vivir una situación de crisis o de
desestructuración, parecen a-estructurados. Sin identidades ni
referencias claras y distintas, y con la tranquila aceptación de quien
no lo vive como una pérdida, sino como su normalidad vital. El
problema de la identidad no es vivido con ninguna clase de
sentimiento trágico o desgarrado; pero ahí está. Está con una especie
de aceptación conformada, ya que se apoya en la seguridad de que la
vida da lo que da de sí, y no se trata de preocuparse por el mero
gusto de hacerlo.
No han pasado por ninguna crisis, entendida como el rechazo, la
crítica o la reconstrucción de un sistema de valores más o menos
articulado (y esto quizá los diferencia). Han nacido y crecido en el
pluralismo, y en el estallido de las cosmovisiones o sistemas de
creencias (y la necesidad de aprender a vivir en este nuevo
ecosistema axiológico la comparten con todo el mundo). Son producto
de una especie de gran explosión cultural e ideológica.
Este espectacular big bang ha afectado ante todo a lo que había
funcionado hasta ahora como referente en la construcción social de la
identidad: las ideologías como modelos de sociedad y las morales
como proyectos normativos de vida.
La configuración consciente de identidades se encuentra ahora en
suspenso, y se deja en manos de las inercias y de los tanteos de la
vida. A una sociedad cada vez más corporativa (con respecto a las
relaciones de poder y a la negociación de intereses) le corresponde
una sociedad cada vez más tribal desde el punto de vista cultural, en
el marco arrasador de la cultura de masas. Si la identidad es (también
etimológicamente) inseparable del identificarse –positiva o
negativamente–, ahora la propia posibilidad de hacerlo es lo que se
pone en cuestión, de manera que se deja casi por inútil.
No ha de sorprendernos la creciente dificultad que tanta gente
experimenta cuando trata de explicar inteligiblemente no cómo vive,
sino de qué y para qué vive en el fondo. Y no digamos cuando
pretende que le entiendan los jóvenes. Tal vez la afición actual por la
velocidad no sea sino un síntoma más de que lo que de verdad nos
causa pánico es pararnos y pasar un rato con nosotros mismos sin
tener nada que hacer.
Procesos generadores de identidad
En medio de este big bang cultural e ideológico los procesos
generadores de identidad son más que precarios, y no es de extrañar
que, hoy por hoy, oscilen entre identidades fundamentalistas
(religiosas, nacionales, etc.) e identidades dispersas.
El fundamentalismo y la dispersión son hoy en día las dos opciones
dominantes en lo que concierne a la identidad, aunque se presenten
bajo la forma de pluralismo. Pluralismo público entendido como
acotación de espacios incomunicados entre sí; pluralismo privado
entendido como uso simultáneo de parámetros diferentes e incluso
contradictorios según los ámbitos vitales. Este pluralismo
desarticulado y desarticulador no es de extrañar que a menudo se
interiorice (también entre los jóvenes, por lo tanto), como dispersión o
perplejidad axiológica y motivacional. Y como apología del presente.
De lo que me va y me funciona. ¿Podría ser de otro modo? Sólo hay
que ver cómo, en justa correspondencia, los debates educativos no
suelen ser debates sobre la formación, sino sobre la adquisición de
los saberes instrumentales y las habilidades operativas más
adecuadas. Si estas intuiciones son mínimamente adecuadas, creo
que es previsible que esta demanda no satisfecha de identidad
provoque a medio plazo una reanudación del debate sobre la
formación moral en la educación. El reto –y el problema– es cómo y
en qué contexto se llevará a cabo.
La climatología vital dominante es, por tanto, una especie de
desarraigo inseparable de una inmersión de talante inmediatista en el
flujo de la vida. Un flujo hecho de acontecimientos no muy
trascendentes. Ahora no se trata de generaciones que hayan pasado
del no tener al tener, o lo hayan conseguido trabajosamente. Todo lo
contrario.
Una generación para la cual el «consumo» es un dato cultural
asumido
Es su verdadero estado de naturaleza. Casi un derecho
interiorizado sin conciencia refleja y vivido como una realidad
independiente de lo que son las condiciones del consumo: la
producción y el trabajo.
Hasta cierto punto podría decirse que la relación con las creencias y
los valores es similar a la oferta del mercado: todo el mundo dice que
lo que ofrece es lo mejor, pero cada cual escoge lo que le conviene, lo
que más le atrae o lo que cree mejor. Y todos escogen, por cierto, una
plural variedad del mismo tipo de productos. Todos somos igualmente
diferentes.
El consumo ha pasado a ser un horizonte cultural, en el sentido que
ha extendido la creencia de que todo lo que se experimenta como
necesidad o deseo puede estar al propio alcance. Y del "puede" se
pasa inconscientemente (pero arraigadamente) a la exigencia: "tiene"
que estar al alcance. Recibir bienes y servicios es experimentado
como un derecho (coherente con una sociedad más preocupada por
los derechos de los consumidores que por los derechos humanos) de
manera que aquellos que los proporcionan no hacen nada más que
cumplir con su obligación. Lo extraño sería lo contrario y, en cualquier
caso, se critican las insuficiencias. De ahí que cualquier política de
juventud sea por definición insuficiente y poco relevante. El dirigente
político espera ver incrementada su valoración (y contabilizarla en
votos), creyendo que es muy meritorio lo que es percibido como obvio.
Solo faltaría que no (se) hiciera lo que (se) hace: ¡si siempre hace
falta y queremos más! ¿No pretenderá que, además, saltemos de
alegría?>
El consumo aporta otro elemento decisivo en los procesos de
identificación juveniles
Ya hemos señalado la fuerza separadora que ha tenido la creencia
en que hay una cultura específicamente juvenil, de la cual se puede
ser testigo o acompañante más o menos privilegiado. Eso es lo que
son a menudo los educadores: testigos y/o acompañantes de primera
línea, pero con la cual no pueden establecerse relaciones que
comporten una implicación mutua.
A esto hay que añadir el papel protagonista que tienen los jóvenes
en el mundo publicitario, cuando han perdido el protagonismo de la
historia.
Ellos mismos (idealizados) son una imagen de marca. Pero no sólo
eso: los jóvenes han llegado a ser un "segmento de mercado"
específico (qué digo, uno: ¡una docena!); lo cual quiere decir que, en
justa correspondencia, se potencian hábitos y formas de identificación
comunes y diferenciados. Y así nos encontramos con la paradoja de
que, de hecho, lo que la sociedad ofrece a los jóvenes como referente
identificador es un duplicado corregido y aumentado de determinados
rasgos presentes entre los mismos jóvenes.
En este contexto queda claro que resulta demasiado fácil reaccionar
como censores y acusar a los jóvenes de inconscientes, que es la
acusación que tienen más a mano los propietarios de certezas
inmutables. Desde luego, no cuestionan el sistema (como exigía una
cierta retórica tan exaltante como impotente), sino, en cualquier caso,
las dificultades para integrarse en el sistema. Ni están faltos de
valores o referencias, pero no los integran a partir de su pretendida
"verdad objetiva", sino a partir de su experiencia personal.
Y sin abandonar (desmintiendo así a los que siempre los ven
manipulados) una especie de escepticismo lúcido: ya se sabe que la
publicidad y los signos de consumo no nos dicen la "verdad" de las
cosas o su "realidad", y que todo lo que podemos escoger es para
acabar sometidos a determinados estándars. Pero pretender salir de
esto es entrar no sólo en un vacío sin respuestas, sino alejarse de la
realidad de la vida.
El presente como criterio
En este marco, para los jóvenes el presente es el único criterio de
realidad, si consideramos las coordenadas dominantes en las que se
vive la temporalidad en nuestras sociedades. La única manera de vivir
la realidad es vivir el presente.
El pasado no es memoria (y menos aún memoria significativa), sino
presente ya acaecido o asignatura, lo cual –obviamente– justifica la
ignorancia o el olvido. Y el futuro es una preocupación de padres y
educadores, cosa que por cierto comprenden muy bien, pero alejado
de su horizonte vital. El futuro no justifica hacer ni dejar de hacer
nada; si no se experimenta como una especie de presente ampliado,
no forma parte de la vida.
Y es que en este momento la vida se percibe básicamente como un
presente en cambio constante. La identidad no está hecha de
contenidos ni está mediatizada ideológicamente. La identidad es el
sentimiento de compartir unos determinados signos de identificación
que son móviles, potencialmente intensos, repetitivos y provisionales,
de ahí la importancia de modas, iconografías, músicas y espectáculos
deportivos. Si la vida (presente) es esto, lo más lógico y coherente es
no estar muy comprometido. No es tiempo de dogmatismos, ni pueden
tener lugar en él: todo puede ser o dejar de ser, sin duda, pero todo
"depende".
Hay, por tanto, una energía latente que, también, se puede
canalizar o adherir a cosas muy diferentes.
En cualquier caso, la clave para comprenderlos o tratar con ellos no
son las ideas, sino las experiencias y los espacios significativos, y los
vínculos más "reales" los tienen con quien comparten experiencias y
espacios significativos, y no con los que conviven durante más horas.
La cuestión, por tanto, no es sólo lo que dicen, hacen o donde pasan
más tiempo, sino cuales son sus experiencias significativas, de más o
menos intensidad y/o calidad.
La identidad –siempre potencialmente móvil– es el resultado de
compartir signos o referencias identificadores. De ahí su insensibilidad
(más que rechazo) ante las vinculaciones y los lazos ordenados y/o
reguladores. Y su identificación –más o menos episódica– con
propuestas de fuerte componente emocional y con cohesión no
ideológica. No solamente música y deportes; también ecología,
nacionalismo o religión. Siempre con un componente de espectáculo
actualizador de la vida del que forman parte y en el que se reconocen.
Todo lo cual explica un poco que los jóvenes tengan,
simultáneamente, un aire de familia y una fuerte fragmentación tribal.
Por eso, por momentos se puede tener a veces la sensación de
hablar de unos extranjeros que viven entre nosotros. La convivencia
permite constatar que tienen su propio sistema de signos, que se
mueve en un registro muy diferente al que utilizan padres y
educadores. Pero esta es una afirmación que podría hacerse también
perfectamente al revés. Resulta curioso imaginar en paralelo el
discurso de un chico o una chica de quince años y los discursos
educativos que recibe. No sólo son diferentes, sino también a menudo
mutuamente ininteligibles. Probablemente es el precio que pagamos
por un sistema de socialización, pretendidamente educativo, que
agrupa a la gente fragmentariamente por edades y no la mezcla para
hacer ninguna práctica común: la identidad de grupo acaba
protegiendo sus miembros de cualquier otra referencia.
De la moral de la «brújula» a la moral del «radar»
Y es que no puede decirse que sean jóvenes sin criterios, sin
valores, sin referencias. Pero sí que la identidad no la construyen con
relación a sistemas ideológicos claros, duros, fuertes. Entre otras
cosas, recordémoslo, porque el pluralismo cultural interiorizado está
en la otra cara de su "estado de naturaleza".
Es una identidad que, para situarse en la vida, no necesita de una
brújula. Saben moverse, nadie lo duda, pero no con brújula, sino con
radar. Van emitiendo y recibiendo mensajes y signos y, a partir de
ellos, van modificando su posición. No se guían con relación a un
norte, sino con relación a la posición de los demás. De ahí una cierta
tolerancia y falta de agresividad (también para con los adultos, a los
que comprenden), pero también un cierto relativismo y pragmatismo.
La moral del radar deja un amplio margen a la provisionalidad y al
azar de las cosas tal como van viniendo. No todo es igual, pero nada
puede ser estable o definitivo.
Fácilmente todo eso provoca reacciones, que pueden tener
tonalidades apocalípticas. Y tampoco no es para tanto. Solamente la
convicción ingenua y no fundamentada de que los jóvenes son la
prefiguración del futuro genera reacciones de ansiedad.
Los jóvenes no prefiguran el futuro, sino que son una radiografía de
nuestro presente; de una cultura y de todos los que viven también en
esta cultura. Por lo tanto, la pregunta no es qué hacemos con ellos,
sino qué estamos haciendo nosotros con nosotros mismos y, por
tanto, también con relación a los jóvenes. Sólo una patológica
mitificación de la juventud hace de la descripción empírica de las
formas de vida juvenil una instancia crítica y un punto de referencia
para la vida de todos.
Demanda de identidad
En último término, creo que lo que hay latente y que cada vez se
expresará más es una demanda de identidad. La pretensión de vivir la
vida, de inmersión en la vida o de afirmación inmediata de la vida que
proclaman es cualquier cosa menos obvia. La vida es cualquier cosa
menos transparente. Las preguntas están ahí, pero hoy los jóvenes
reciben respuestas a preguntas que no se hacen, lo cual hace que
algunas de sus preguntas acaben simplemente por no ser ni
suscitadas. Más aún, los jóvenes de hoy reciben las respuestas a las
preguntas que sus padres y educadores se formulaban (en su
registro) cuando eran jóvenes, y que se siguen considerando las
cuestiones típicamente "juveniles". Y eso, por ejemplo, se ve en el
discurso político o religioso... incluso en los pretendidamente
"progresistas" o "actuales". No es extraño que sean discursos
mutuamente incomprensibles o, simplemente, rechazados.
No se trata ni de hacerse el joven, ni de pretender imitarlos, ni de
pretender cambiarlos. No se trata de buscar culpables inexistentes,
sino de indagar qué hacemos todos a partir de esta heterogeneidad
cultural, que es un dato ambiental. Se trata de preguntarse cómo
transmitir determinados valores básicos y actitudes cuando no se
comparten –o no se tienen– cuadros y sistemas morales e ideológicos
comunes o aceptados como evidentes. Por tanto, la pregunta no es
qué piensan los jóvenes, sino cuales son sus –y nuestras–
experiencias significativas. Y, consecuentemente, qué es lo
significativo en nuestras relaciones personales y sociales.
Por ejemplo.
* ¿Hay que mantener el presupuesto de que solo un determinado
perfil de joven (comprometido, activo, creativo, responsable y
militante, pongamos por caso) es un joven "como es debido"?
* ¿Hay que seguir dando una importancia preferente a la forma, el
método y la pedagogía con que se les presentan los valores en una
cultura en la que todas las formas pueden servir para muchas cosas
muy diferentes?
* ¿Hay que seguir cultivando la ansiedad y el sentimiento de
culpabilidad de tantos padres y educadores, producto de la creencia
en que su influencia es la causa decisiva –para bien o para mal– del
tipo de joven que "sale" cuando vivimos en una cultura en la que
ninguna propuesta o influencia (por globalizante que sea) engloba la
totalidad de la vida concreta de la gente y, por lo tanto, todo el mundo
–y sobre todo los jóvenes– articula en su vida respuestas diversas a
influencias plurales?
* ¿Hay que seguir cultivando una especie de "obsesión juvenil"
según la cual lo que los jóvenes hacen o dicen con relación a la
sociedad es por definición una instancia crítica inapelable o un punto
de referencia privilegiado?
* ¿Hay que seguir hablando y pensando en los jóvenes sin que los
que hacen eso se pregunten cómo les afectan a ellos los retos o
problemas que presentan como típicos de los jóvenes?
Por mi parte, estoy convencido de que estamos pasando de una
sociedad en la cual la raíz de las patologías era la represión a una
sociedad donde la forma de las patologías será la crisis o la búsqueda
de identidad. Pero la respuesta ya no podrá ser la búsqueda de una
identidad cerrada, expresada ideológicamente, sino una identidad
arraigada en una sabiduría profunda (que también se expresa en la
palabra) que permita orientarse, discernir y tomar decisiones en
circunstancias plurales y cambiantes.
Por este motivo el discurso sobre los jóvenes y dirigido a los
jóvenes que usan los ex-jóvenes progres de los 60 (con los sucesivos
estratos que se han ido superponiendo) no es operativo. Porque está
obsesionado en una liberación entendida como superación de la
represión y es incapaz de suscitar una libertad concreta y responsable
que configure identidades. Tengo la sensación (generalizando ahora
excesivamente) que en el mundo adulto y educador se empezó por
querer evitar represiones, se continuó por no querer imponer ni
condicionar nada y se ha acabado por la dimisión o la impotencia de
no querer (o no poder, o no saber) proponer ni ofrecer ninguna forma
de vida con convicción en el marco de aquella "distancia óptima" que
es capaz de estar bastante cerca sin imponerse o proteger y bastante
distanciada sin llegar a abandonar.
Acabar con la obsesión juvenil
Es quizás el primer paso que hay que dar para hacer posible el
reencuentro con los jóvenes en el marco de retos fundamentales y
comunes que nos afectan a todos, pero no a todos de la misma
manera. Pero el fin de esta obsesión no parece inminente. Quizás
aquí también habrá que esperar que pase el 92. A partir del 92, las
proyecciones prevén el inicio del descenso de la población juvenil. En
Cataluña, por ejemplo, a principios de siglo, los jóvenes
representaban el 31% de la población y los ancianos, el 4%. Las
previsiones para el año 2000 son que los menores de 15 años sean el
16'3%, y los mayores de 65, el 17'5%.
Quizás no será visible ni viable el fin de la obsesión juvenil (ahora
que incluso nos anuncian el fin de la Historia) hasta que la ONU
convoque un Año Internacional de la Ancianidad...
Josep M.
Lozano
CRISTIANISME 41