¿DE QUÉ HABLAMOS,
CUANDO HABLAMOS DE LOS JÓVENES?
Acabar con la obsesión juvenil


Josep M. Lozano
Profesor de Ética y Filosofía Social en ESADE
y miembro del Patronato de la 
Fundación «Lluís Espinal» (Cristianisme i Justícia)



Sumario

Presentación

1. Los jóvenes: de propietarios del futuro a prisoneros del presente.

2. Los 60, o los jóvenes que creían que lo serían siempre.

3. Los 70, o los jóvenes que no supieron cómo serlo.

4. Los 80, o los jóvenes que se encontraron condenados a serlo.

5. La construcción social de la identidad juvenil.

6.Y ahora, ¿qué?.


Presentación

A principios de 1990 escribí unos papeles sobre los análisis que se 
acostumbraban a hacer entorno a los jóvenes, con la esperanza de 
preparar un futuro ensayo sobre el tema. Lo repartí a unos cuantos 
amigos y conocidos y, amablemente, muchos de ellos me hicieron sus 
comentarios, sugerencias y críticas. A todos, vaya ahora, mi 
agradecimiento.

De todo ello y con los materiales que ya tenía ordenados salió el 
índice y el proyecto del ensayo. Sabía lo que quería, tenía las 
referencias y el hilo conductor. Como siempre, sólo faltó un elemento: 
el tiempo. No pude encontrar un par de meses mínimamente 
oxigenados... y al fin lo dejé.

Los amigos de Cristianisme i Justícia me insisten sobre aquellos 
primeros papeles. Creen que vale la pena no dejarlos escapar. Yo 
bien sé lo que les falta, lo que tenía que matizar y lo que deseaba 
añadir. Sin embargo me encuentro suficientemente identificado con el 
escrito.

Presento una versión ligeramente retocada de aquellos papeles 
iniciales. Espero que al posible lector el Cuaderno le sea de utilidad. 
Para mí quedará como un signo –¡uno más!– de la nostalgia por lo 
que podía haber sido y no fue. Suerte que la nostalgia es un error...

Josep M. Lozano i Soler, julio 1991



1. LOS JOVENES: DE PROPIETARIOS DEL FUTURO A 
PRISIONEROS DEL PRESENTE

Los «jóvenes» como referentes mitológicos

Estas páginas no pretenden más que ensayar una interpretación 
sobre la vida y milagros de uno de los personajes estelares de 
nuestra cultura y de nuestra vida social en los últimos años: el Joven. 
Llevamos ya muchos años en los que los jóvenes han sido una piedra 
de toque (y a menudo "la" piedra de toque) en lo que se refiere a los 
mil y un problemas y retos que se han ido planteando. Han sido unos 
años en los cuales casi todo el mundo –personas e instituciones– ha 
vivido inmerso en una verdadera obsesión juvenil. Esta obsesión ha 
adquirido formas diversas y, ni que decir tiene, no siempre ha sido 
protagonizada por los mismos jóvenes. Sino todo lo contrario.

Dicho con otras palabras: la juventud (o los jóvenes) se ha 
convertido en uno de los grandes referentes mitológicos de nuestra 
cultura. Ya hace muchos años que encontramos a los jóvenes detrás 
de todos los grandes problemas que preocupan a la opinión pública: 

— el paro, la crisis de valores, los movimientos revolucionarios, la 
adicción a las drogas ilegales, los movimientos sociales, la inseguridad 
ciudadana, el nivel y la calidad de la enseñanza, las actividades de 
tiempo libre, el llamado consumo cultural, etc. 

Los jóvenes han pasado a ser un punto de referencia inagotable del 
discurso público, del institucional y de los medios de comunicación. Y, 
naturalmente, de la publicidad. Pero su omnipresencia obsesiva como 
referente social no ha sido solamente ideológica: alrededor de la 
mitología juvenil se han construido infinidad de modas, productos, 
servicios y formas de vida y de comportarse. Es indescriptible el 
sentimiento de ansiedad, vergüenza o frustración con que han vivido 
quienes no encajaban o se alejaban de lo que en cada momento se 
vivía como lo más típicamente "juvenil". Lo que no interesaba a "los 
jóvenes" ya se suponía automáticamente que era de un interés más 
que relativo. Había que estar atento a lo que los jóvenes hacían y 
decían porque su palabra era, sin duda, la palabra de los (nuevos) 
dioses. El hecho de que algo no fuera atractivo para los jóvenes era, 
sin duda, señal indiscutible de que no tenía futuro. Al fin y al cabo, la 
obsesión juvenil inyectaba en nuestra vida social una doble 
preocupación: la preocupación por los jóvenes y la preocupación por 
ser como ellos.


¿El problema son los jóvenes o la sociedad?

Y los jóvenes ¿qué decían a todo esto? Bueno, eso ya es harina de 
otro costal. Dejémoslo ahora. Porque lo que quiero subrayar de 
entrada es que:

— No ha existido ninguna clase de problema social con los jóvenes, 
ni ninguna clase de problema juvenil en la sociedad.

— Más bien problemas sociales proyectados e interiorizados en los 
jóvenes: y, por lo tanto, muy a menudo "protagonizados" por ellos. 

— Nos encontramos en una sociedad que ha vivido (o ha querido 
vivir) bajo el signo de la juventud. De este modo ha condensado o 
proyectado en los jóvenes los grandes problemas y retos que 
atravesaban a toda la sociedad.

Dicho de otro modo, la interpretación que me parece más plausible 
es la que sostiene que, propiamente, no hay problemas o cuestiones 
juveniles, sino problemas sociales que se reflejan o se condensan en 
los jóvenes. Condensación y reflejo, eso sí, que muy a menudo tiene 
unos rasgos propios y específicos, del mismo modo que se 
manifiestan con su propia especificidad entre otros grupos sociales 
y/o generacionales. Pero, en cualquier caso, lo que hay que decir 
desde el principio es que los jóvenes no anticipan el futuro, sino que 
concentran las tensiones del presente. Si la juventud ha sido, 
simultáneamente, una edad de moda y una edad modelo, lo ha sido 
en el marco de una sociedad que, de manera cada vez más 
acelerada, ha visto como se le hacían añicos los modelos de los que 
vivía y que podía ofrecer y ofrecerse. 


La juventud «modelo» en el seno de sociedades sin modelos (y sin 
modelos que ofrecer a la juventud)

Desde luego, los últimos años han sido los años de la obsesión 
juvenil; los años de los jóvenes. Pero no lo han sido por razones 
biológicas o demográficas (si bien todo esto ha sido inseparable de un 
"boom" demográfico), sino por razones sociales y culturales. Resulta, 
pues, decisivo no caer en la trampa de hablar de temas como "el 
problema juvenil"; sino afrontar los hipotéticos problemas que (se 
supone que) plantean los jóvenes. Problemas que son reflejo –a 
veces espejo, a veces retrato, a menudo caricatura– de problemas 
que comparten con otras generaciones... y, a menudo, como 
problemas de algunas instituciones para con los jóvenes.

Esto se pone en evidencia cuando uno lee materiales que se 
presentan como elaborados "por los jóvenes" o significativos de su 
realidad (y que, por cierto, suelen ser la actividad de un sector más 
bien escaso de la población juvenil). 

Para poner un par de ejemplos relevantes: si miramos los índices de 
los trabajos elaborados con ocasión del Año Internacional de la 
Juventud o de la Carta de la Joventut Catalana, podremos llegar por lo 
menos a una conclusión clara: los problemas o las preocupaciones de 
los jóvenes no son problemas o preocupaciones juveniles; los 
problemas o preocupaciones de los jóvenes no son problemas de los 
jóvenes solamente.

Llegados a este punto, resulta indispensable añadir que, si hay algo 
que caracteriza a la realidad juvenil, es su diversidad y su pluralidad. 
Aunque sólo sea por higiene mental, deberíamos dejar de hablar de la 
Juventud (y, por lo tanto, de "sus" supuestos defectos y virtudes) y 
hablar de los jóvenes, como una manera modesta de reconocer 
lingüísticamente la pluralidad de formas de vida que podemos hallar 
entre la población juvenil... como entre toda la población, por otra 
parte. Esto es difícil, puesto que en los últimos años nos hemos 
habituado a percibir a los jóvenes desde un modelo paradigmático de 
lo que es "ser joven" y de lo que tiene que ser un joven modelo.

Seguramente que no son simples los procesos mediante los cuales 
unas formas de vida presentes entre los jóvenes se elevan a la 
categoría de representar lo que es más típicamente juvenil. Lo cual no 
nos priva de ensayar aproximaciones. 

Aunque sólo sea porque estas aproximaciones se pueden hacer 
con la intención manifiesta de rastrear algunas de las herencias que 
hoy todavía perduran en la percepción social de estos personajes que 
han tenido el dudoso honor de protagonizar la vida pública de la 
segunda mitad del siglo veinte. Herencias que, como estratos 
progresivamente superpuestos, perfilan los sucesivos retratos-robot 
que se han utilizado para localizar al Joven entre los jóvenes.


2. LOS 60, O LOS JOVENES QUE CREIAN QUE LO SERIAN SIEMPRE

Cuando se hacen consideraciones de este tipo resulta inevitable 
caer en la convención de hacer periodizaciones que nos ayuden a 
ordenar las herencias de las cuales vivimos. Puestos a hacerlo, pues, 
lo haremos por décadas.

Si bien, como ya se ha dicho, la aparición cultural de los jóvenes 
como tales es paralela a los comienzos de la industrialización, los 
jóvenes eclosionan como sujetos de problemas y sujetos 
problemáticos en las sociedades plenamente industrializadas. Esta 
eclosión va tomando forma a lo largo de la primera mitad del siglo 
veinte, pero estalla específicamente –y emblemáticamente– a lo largo 
de los 60.

La década prodigiosa es una década "juvenil" y protagonizada por 
los jóvenes. Década de gran crecimiento económico (algunos afirman 
que el mayor que ha experimentado jamás la humanidad), pero 
también una década que empezó con cambios ideológicos e 
institucionales que se vivieron como banderas de nuevas esperanzas: 


— expectativas (y triunfos) revolucionarias, nuevas fronteras, 
aggiornamentos, crítica al "culto de la personalidad"... 

— y presentación en sociedad de los jóvenes nacidos después de 
la II Guerra Mundial. 

Jóvenes que empiezan a estar juntos muchos años –y cada vez más 
masivamente– en escuelas y universidades, y que ven como las 
primaveras que se anunciaban se marchitan rápidamente. La 
desaparición de símbolos como Juan XXIII, J.F. Kennedy o N. Krushev 
representa también la resistencia que tienen al cambio las ideologías 
y las instituciones dominantes hasta aquel momento.

Pero, mientras, los cambios en las condiciones materiales de vida 
modifican las expectativas y demandas sociales, y una nueva moral 
comienza a imponerse prácticamente antes de ser sistematizada 
ideológicamente.


El 1968 una culminación frustrada

En este retrato-robot, el 68 pasa a ser la culminación frustrada de 
una dinámica que mostraba la necesidad de nuevos parámetros 
culturales y de nuevas formas de vida, más allá de transformaciones 
económicas o políticas. Era una dinámica protagonizada básicamente 
por jóvenes urbanos, de clase media y con estudios medios o 
superiores que se habían socializado en medio de un creciente (o, 
como mínimo, de un mayor) bienestar; que planteaban la posibilidad 
de instaurar nuevos estilos de vida, diferentes pautas de conducta y 
un reparto alternativo del poder social y no sólo del político. 

La confrontación fue básicamente cultural, por esto desbordó 
rápidamente a las estructuras institucionales e ideológicas, 
identificadas cada vez más con el miedo o con la resistencia al cambio 
y preocupadas por adaptarse, sin renunciar a su cuota de poder. 
Instituciones que parecían tener como libro de cabecera más bien El 
gatopardo que El príncipe. 

El cambio económico, cultural y social se superpuso al cambio 
demográfico, cristalizando toto ello en conflicto generacional de 
grandes dimensiones.

Entre nosotros, estas referencias se veían reforzadas –e incluso 
magnificadas– por el hecho de que se encontraban más perseguidas 
por un régimen que, simultáneamente, propiciaba una cierta versión 
del crecimiento económico y un rechazo agresivo de todo ello que 
apuntaba hacia una modificación del orden que había establecido 
impositivamente.


El cambio social identificado con lo que dicen los jóvenes

En este contexto de cambio cada vez más acelerado, el discurso 
tradicional sobre los jóvenes se hizo rápidamente obsoleto. Ya no 
podía verse al joven (ni vivir la propia juventud) bajo los parámetros 
del sacrificio y de la preparación para un futuro, entendido como la 
entrada en unas formas de vida ya básicamente establecidas. Los 
jóvenes (algunos, claro) aparecen como portadores del cambio social 
y vinculados a él, de manera que se acaba identificando el cambio 
social con lo que dicen y hacen los jóvenes... (lo cual viene reforzado 
por la difusión indiscriminada que hacen de ello los medios de 
comunicación). Ya no es necesario esperar al futuro, porque lo 
estamos haciendo y lo queremos ahora, en el presente. Por lo tanto, 
cada vez más, el horizonte social –y, por descontado, el de los 
jóvenes– no es la orientación a reservarse e invertir (en formación, 
relaciones, etc.) de cara al futuro, sino la orientación a "realizarse" en 
el presente.

El cambio se orientaba no sólo a cambiar el mundo o las estructuras 
de poder, sino que pretendía ir más allá: había que cambiar la vida, 
según se decía. (Después fue la vida la que fue cambiando a muchos 
de estos jóvenes). La vida y la práctica cotidianas pasaron a ser vistas 
como el lugar de las transformaciones revolucionarias. La aspiración 
al cambio, pues, alcanzaba a todos los ámbitos vitales. Por lo tanto, 
las ideologías y las instituciones que hasta aquel momento habían 
pretendido ordenar el mundo y la vida se veían contestadas y 
desbordadas. Estalla la actitud contracultural –que más bien es una 
actitud que hace cultura a la contra– que se convierte en una clave de 
interpretación de propuestas, situaciones y conflictos muy diferentes e 
incluso contradictorios entre sí. 

Este dinamismo de cambio hace que se consideren como 
típicamente juveniles (o típicos de la revuelta juvenil) valores y 
actitudes que también asumen progresivamente otros grupos sociales 
e incluso valores y actitudes que ponen en marcha o potencian entre 
los jóvenes gentes que no lo son.


Emergen nuevos valores personales y colectivos

Valores que se presentan como aspiración y como crítica a los ya 
establecidos e institucionalizados (en la familia, la escuela, la iglesia o 
los partidos). Valores personales de autonomía, creatividad, 
autenticidad, realización... Valores colectivos de contestación, crítica 
al poder, contracultura, nuevas solidaridades, no violencia... Y se 
hace de los jóvenes los portadores sociales de estos "nuevos" valores 
que tenían que "renovarlo" todo. En todas partes aparece una 
"nueva" izquierda, iglesia, pedagogía, pareja, incluso matemáticas!... 
en una gran eclosión que afectaba a gente muy diversa, pero que 
tomaba como referencia a los jóvenes (es decir, a determinados 
jóvenes).

En una rápida operación, se identifica lo que es bueno con lo que 
es nuevo. Lo que es nuevo con lo que es joven. Y, así, "los jóvenes" 
pasan a encarnar el bien social, entendido como cambio social. No 
nos ha de extrañar que se acabara planteando si los jóvenes eran 
una nueva clase y los nuevos sujetos revolucionarios. Y, al final, nos 
encontramos con que "la juventud" deja de ser un lugar de paso y 
empieza a ser un punto de llegada o un referente último: los jóvenes 
son el futuro, nos muestran el futuro. Lo que la sociedad llegará a ser 
ya lo tenemos ante nuestros ojos, en los jóvenes.


El modelo de «joven»

De este modo, cerrando el círculo, no sólo el joven se convierte en 
modelo, sino que se construye el modelo de joven. Se diseña la 
imagen de lo que tiene que ser un joven que sea "auténticamente" 
joven: 

crítico, radical, con iniciativa, desinteresado, sin someterse a las 
instituciones, creativo, innovador de patrones culturales y no 
repetitivo, orientado a la utopía, independiente de padres y 
educadores, etc., etc. 

Hoy, si algo tienen en común todas las críticas, preocupaciones o 
lamentos que se expresan hacia los jóvenes, en el fondo, es esto: se 
han alejado de este modelo. No son críticos, no tienen iniciativa, viven 
ligados a los padres, son pragmáticos... y así podríamos seguir "ad 
nauseam". ¿Y por qué un joven, para "ser joven" (y no un joven 
deteriorado, de segundo orden, echado a perder o, incluso, 
manipulado) tiene que corresponderse con este patrón? ¿Y por qué 
este perfil sólo es deseable (o rechazable) entre los jóvenes?

Como complemento aparece una nueva actitud correcta de situarse 
ante este Joven modelo. En la medida en que los jóvenes representan 
la superación de una sociedad eminentemente "represiva", de lo que 
se trata es de evitarles, al máximo posible, todo tipo de traumas, 
frustraciones, represiones o imposiciones. Así, el problema y la 
preocupación central para con los jóvenes pasa a ser evitar toda 
clase de represiones (política, moral, sexual, familiar, educativa, etc.) 
con la creencia de que de esta liberación (entendida como superación 
o supresión de la represión) emergerá de un modo casi automático 
todo lo que de bueno y de nuevo los jóvenes llevan y anuncian. Y, de 
este modo, conseguiremos que el futuro llegue a nuestro presente. 


3. LOS 70, O LOS JÓVENES QUE NO SUPIERON COMO SERLO

Y, desde luego, el futuro llegó. Pero, cuando lo hizo, no era como se 
había pensado. Muchos de los planteamientos anteriores se habían 
hecho desde la confianza implícita –cuando menos en el Occidente 
desarrollado– de que el crecimiento económico era imparable. No es 
de extrañar, pues, que en el fondo se creyera que la prosperidad 
estaba casi garantizada definitivamente y que los cambios sociales 
debían promover valores que "humanizaran" la vida y las instituciones 
de la sociedad opulenta. Por eso era posible un constante ejercicio de 
ampliación de los horizontes mentales y de las experiencias vitales. 


De la utopía al consenso

Esto quebró a comienzos de los 70, pero la crisis tardó más en 
afectarnos a nosotros porque nuestras energías sociales se 
dedicaron a la transición política.

Así, las movilizaciones durante el final del régimen se percibían 
como protagonizadas básicamente por jóvenes y por los que 
empezaban a dejar de serlo. En cualquier caso, asistimos a una 
verdadera multiplicación de iniciativas, actos y apariciones de 
asociaciones juveniles. Incluso hubo reivindicaciones que afectaban 
directamente a los jóvenes (como la que se refería a la mayoría de 
edad). 

Pero aquel momento inicial de vida acelerada, en el que se vivió el 
deseo al máximo porque todo el mundo podía proyectar en un cambio 
incierto la realización de sus deseos, acabó con fuertes sentimientos 
de frustración y con el descubrimiento repentino de que una nueva 
realidad (La Crisis) había tomado posesión de nosotros y de nuestras 
vidas. 

La década termina con elecciones, y con un proceso de 
reinstitucionalización que, además, se hace en nombre del consenso, 
y no de la utopía. Por eso, cuando de repente empiezan a aparecer 
como moscas concejalías, consejos y direcciones generales de 
Juventud, los parámetros dominantes de comprensión del hecho 
juvenil han mutado notablemente. Una generación relativamente 
"joven" ocupa el poder y es ocupada por él, quizás sin haber tenido 
mucho tiempo para pensar qué haría con el poder. En cualquier caso, 
este simple hecho biográfico hace ineludible creer que esta ocupación 
durará bastante, y pone en cuarentena la creencia en un próximo 
"relevo generacional". Vale la pena observar, de paso, que ocupa el 
poder político y el cultural. Quizás esto explica que ahora, suavizada la 
crisis económica, los nuevos jóvenes-modelo se muestren como 
luchadores por una parcela de poder que los anteriores olvidaron: el 
económico.


Diferencia entre «desear, imaginar...» y «gestionar»

Sea lo que fuere, este contexto de crisis creciente –¡principalmente 
económica!– y el súbito descubrimiento de la diferencia existente 
entre soñar, desear, imaginar o vivir a la contra, por una parte, y 
gestionar, negociar, armonizar intereses en conflicto o descubrir que 
no hay recursos para todo y todos, por otra, hace que cambien 
rápidamente los esquemas perceptivos de la realidad. 

Dos nuevos referentes aparecen como señales de identidad: el 
Desencanto y el Pasotismo. Si bien están interrelacionados, existen 
diferencias entre ellos, y quizás la más significativa es que el 
pasotismo se atribuye mucho más específicamente a los jóvenes.

Propiamente, tanto estar encantado como desencantado son más 
bien estados de ánimo y maneras de sentir que no ideas o 
cosmovisiones. Sin embargo, son maneras de sentir que fácilmente se 
tematizan como ideas y pasan a ser claves de comprensión de la 
realidad y legitimaciones de renuncias o modificaciones en los 
comportamientos y las orientaciones vitales. 

El desencanto es la desvinculación vital hacia aquello que atraía o 
movilizaba en el campo social o político, y a menudo es debido a 
acciones o situaciones que niegan o desmienten lo que previamente 
se había vivido como encantador o cautivador. Si se definieron las 
revueltas del 68 como la toma de la palabra, el desencanto es el 
resultado de establecer una relación operativa (y no verbal o 
imaginaria) con el poder y de comparar o confrontar la toma de la 
palabra y la toma del poder como si estuvieran en el mismo nivel. 

Pero sin ignorar jamás que el desencanto presupone haber estado 
encantado de una forma o de otra; los tiempos no eran, todavía, 
propicios para una velada postmoderna alrededor de la hoguera de 
los encantadores. Más bien se trataba de "tomar postura" ante el 
desencanto, tanto para combatirlo como para comprenderlo como 
puerta de paso a una nueva etapa.


«Acuerdos, pactos» y «renuncias»: el Desencanto

El desencanto se formula ante la opinión pública cuando la 
elaboración de la Constitución y el establecimiento de medidas para 
superar la crisis económica "exigieron" acuerdos y pactos, a menudo 
secretos, y también renuncias. La lógica del pacto entre núcleos 
dirigentes exigía un proceso creciente de desmovilización de todo 
aquello y todos aquellos que la podían perturbar. 

El desencanto viene provocado por el reconocimiento de que 
mucho de lo que había configurado una dinámica de participación, 
presión y movilización se volvía rápidamente molesto, superfluo o 
"poco realista" y afectó a los que no querían renunciar a ello y se 
veían empujados u obligados a hacerlo por parte de quienes, hasta 
hacía muy poco, habían compartido el mismo lenguaje. El desencanto 
no afecta al núcleo de todos, sino a aquellos para los cuales la 
orientación social o política es nuclear. 

Pero tiene como consecuencia la rápida difusión de un sentimiento 
de distanciamiento y desinterés hacia las posibilidades de incidir en la 
vida política y social. Distanciamiento y desinterés acompañados, no 
hay que olvidarlo, de sentimientos de frustración y/o impotencia. Pero, 
en cualquier caso, el desencanto se convierte en un cajón de sastre 
que permite dar un nombre común a situaciones y planteamientos muy 
diversos y heterogéneos, sin olvidar que lo que para unos era causa 
de desencanto, para otros era causa de satisfacción. 

Lo que para unos fue una manera emocional de vivir la transición (y 
de hacer la propia transición personal) para otros fue un período o 
una forma de vivir. Y, detrás de todo eso, diversas maneras de vivir y 
pensar la relación y la distancia que hay entre deseo y cumplimiento 
del deseo. (Que, por cierto, se narraban de un modo casi 
indiferenciado cuando la única cosa que se tomaba o se tenía que 
tomar era la palabra, y no el poder o el ejercicio de 
responsabilidades). 

No fue de extrañar que, paulatinamente, cuando se contemplaba o 
se expresaba lo que parecía más paradigmáticamente juvenil, se 
llegara más o menos inconscientemente a la conclusión de que se 
sabía como "tenían que ser" los jóvenes, pero, en la práctica, no se 
sabía como podían serlo. Y así se acabó colgándoles el sambenito del 
"pasotismo".


El desencanto, una especie de toma de conciencia de la transición

Pero, antes de llegar a los pasotas, hay que insistir en que el 
desencanto acabó siendo una especie de toma de conciencia de la 
transición. Entre otras cosas, porque mucha gente quería el "cambio", 
pero cada cual tenía de él básicamente una representación mental o 
vital. La campaña electoral que llevó al PSOE al gobierno fue el último 
avatar de esta transición. 

Tanta preocupación por la desestabilización política no fue 
acompañada por una mínima atención a esta desestabilización 
cultural. De manera que afrontar la reconstrucción de perspectivas 
sociales y culturales se hizo mediante un pragmático ensayo y error, 
mientras se pensaba a partir de modelos y expectativas heredados. 
Había una fuga pragmática hacia delante que se pensaba y se 
analizaba mirando hacia atrás, de manera que el desencanto y la 
posición que se tomaba respecto a él se convirtió en una de las 
formas dominantes de reagrupación ideológica. 

Pero con la peculiaridad nada despreciable de que la política y la 
economía se habían "liberado" de todo juicio ideológico y, en todos los 
sentidos de la expresión, se desmoralizaron definitivamente. La 
energía vital así liberada comenzó a canalizarse hacia espacios y 
prácticas sociales muy diversos, cuya ramificación llega hasta hoy y 
ahora no podemos analizar: el consumismo como compulsión 
compensatoria, el ascenso y la salvación social por la vía del éxito 
económico, la diversidad de los movimientos sociales, la religiosidad 
personalizada rozando a menudo el sectarismo, la recuperación del 
individualismo posesivo, un cierto narcisismo agorafóbico, y lo que 
cada uno quiera añadir, que la lista puede ser inacabable.


El pasotismo

Pero no vayamos tan deprisa, porque, en lo concerniente a lo que 
ahora nos interesa, tenemos que prestar atención al hecho que se 
estableció y consolidó el binomio desencanto-pasotismo. 

El desencanto es aquella actitud vital de desconectarse ante lo que 
atraía y/o movilizaba, y que experimentan muchos de los que ya 
comienzan a ser ex-jóvenes. Abandonan, se recluyen en sus reservas 
para velar por las esencias, o se adaptan y reorientan, ya sea de 
manera exclusivamente pragmática, ya sea (re)construyendo nuevas 
referencias.

El pasotismo representa una afirmación negativa: dejo de jugar; me 
desentiendo; estoy aquí, pero en tránsito hacía vete a saber donde y 
no hacia nada de lo que existe. No será hasta más tarde que "pasar" 
significará lo excesivo: ¡qué pasada! Uno dice que pasa cuando no 
puede entrar en el juego (social) porque no tiene ninguna baza para 
hacerlo o porque ya no tiene ganas de jugar. Uno "pasa" en el sentido 
que "transita" por la vida igual que en los aeropuertos: sabiendo que 
son lugares de paso y que nada le vincula establemente a lo que allí 
sucede, con la diferencia que, ahora, además, ya no sabe a dónde va. 


El desencanto mezclado con la desorientación vital y agravado por 
una crisis económica que entonces ya lo atenazaba todo cumplió su 
cometido. El desencanto como desvinculación y progresivo 
distanciamiento y (por lo tanto y como consecuencia) el "pasar" como 
una forma de afirmarse e identificarse desde la negación y el rechazo 
hacia la realidad dominante: 

lo que hacía pocos años se había realizado como movilización 
social, ahora se realiza como desmovilización, y esta desmovilización 
acaba transformándose en una identidad vital.

Esta identidad va configurando el paso de la desmovilización social 
a la renuncia de relaciones activas con el entorno. Determinado 
desinterés rápidamente se tradujo como no interés, y el "yo paso de" 
rápidamente se transformó en un "yo soy (o tú eres) un pasota", de 
modo que, en pocos años, lo que empezó a ser un proceso de 
socialización, entendido como transición hacia el pasotismo, se 
convirtió en un proceso de socialización en el marco del pasotismo.

El pasotismo y los jóvenes

Evidentemente, ni el desencanto afectó a todos (ni a todos de la 
misma manera), ni pasar fue una actitud habitual o dominante entre 
los jóvenes. Pero sí que el pasotismo se transformó en el parámetro 
para valorar el comportamiento y las actitudes juveniles. Ser o no ser 
pasota se convierte en un elemento clave para comprender e 
identificar a los jóvenes, y se acaba presentando, curiosamente, como 
si fuera una especie de opción y no (o, como mínimo, también) una 
forma de impotencia inducida. 

Esta opción, ni que decir tiene, es cuestionada o condenada 
cuando se habla de los jóvenes o se la relaciona con ellos. 
Básicamente porque se sigue considerando que el joven ideal tiene 
que ser el joven militante: los pasotas son asociales, hacen el juego a 
la derecha (?), se alejan de las instituciones y nos llevarán a una 
sociedad desarticulada. El pasotismo, cuando se da, se percibe como 
una actitud típicamente juvenil y suele tratarse sin tener en 
consideración los hechos del entorno que lo han provocado: lo 
importante es que uno no sea pasota. Los jóvenes empiezan a 
preocupar (sobre todo a los departamentos e instituciones creados a 
causa de esta preocupación, y que suelen estar bajo la 
responsabilidad de ex-dirigentes juveniles de la etapa anterior) y, 
cada vez más, la atención que suscitan no viene motivada por la 
devota ilusión de saber qué hacen, sino por la inquietud de saber qué 
hacemos con ellos.

De esta manera la actitud dominante implícita sigue siendo la 
devoción por los jóvenes supuestamente militantes (que son 
básicamente jóvenes organizados y vinculados a otras organizaciones 
e instituciones) y que, por la misma razón, son tratados con un 
cuidado exquisito... en especial si se tiene en cuenta que son un 
porcentaje digamos –para ser generosos– minúsculo de la población 
juvenil. 

Y, con respecto al resto, la actitud implícita parece ser: dado que se 
desinteresan, veamos qué les puede interesar y hagamos todo lo 
posible para interesarles (a veces cualquier cosa a cualquier precio). 
Lo que sea, pero por lo menos que no pasen. Porque "que no pasen" 
ya es un triunfo, y como tal es visto por parte de los que se ocupan y 
se preocupan por los jóvenes. De no reprimirles para que puedan ser 
máximamente, a facilitarles y aceptarles lo que sea para que no dejen 
de ser mínimamente... y no nos dejen, claro está.


4. LOS 80, O LOS JOVENES QUE SE ENCONTRARON 
CONDENADOS A SERLO

En el paso de los 70 a los 80 un término fue la clave para explicarlo 
todo: la crisis. Quizás lo único que entonces no entró en crisis fue la 
misma idea de crisis. Si bien saltó a la palestra en 1973 con la crisis 
del petróleo, la sensación de agotamiento se generalizó unos años 
más tarde. 

Desde entonces, ¿qué no se ha analizado básicamente en estos 
términos? El Estado del Bienestar, los valores, el asociacionismo, los 
partidos políticos, la iglesia, la familia, la canción... de todo se ha 
hablado anteponiéndole la referencia "crisis de". 

Sin embargo, el sustrato último y, a la vez, su visualización más 
punzante se produjeron en el campo económico con el crecimiento 
galopante del paro. El futuro desapareció del mapa como posibilidad y 
se vivió bajo el signo de la amenaza (nuclear, ecológica, 
económica...). Ya se daba todo por bueno si las cosas no 
empeoraban.


De «discutir» sobre modelos de sociedad a «vivir» en sociedades 
sin modelo

Entonces ya lo decían los que saben lo que ocurre antes que nadie; 
ahora ya lo sabemos todos: la cosa iba de Postmodernidad.

Al principio fue la crisis de modelos y la sensación de haber llegado 
a una encrucijada de callejones sin salida. La desconfianza hacia los 
modelos económicos, políticos y culturales fue moneda de cambio. Se 
paso rápidamente de discutir sobre modelos de sociedad a vivir en 
sociedades sin modelos. Los portadores institucionales de esperanza 
agotaban su discurso y cada cual se las arreglaba como podía ante 
un futuro percibido como amenaza. La "inseguridad ciudadana" no era 
sólo una cuestión vial, era una cuestión vital que se formulaba como 
crisis económica y crisis de valores.

Es evidente que esto conmocionaba fuertemente a los jóvenes. Y 
más aún, si tenemos en cuenta que eran generaciones 
cuantitativamente más numerosas que las precedentes y que las que 
los seguirían. En este sentido, sí que estaban verdaderamente 
"colgados". Los que tenían que tomar la palabra acabaron perdiendo 
incluso la palabra, de modo de hasta hubo quien, después de analizar 
su argot, calificó a los jóvenes de "retrasados verbales". (A quien lo 
hizo quizás no le faltaba razón, pero, otra vez, ¿por qué sólo los 
jóvenes? ¿Acaso no teníamos la televisión y la radio repleta de yo 
diría, a nivel de, y un sinfín de exquisiteces verbales?).


De protagonistas de la historia a protagonistas de la publicidad

Los jóvenes dejaron de ser los protagonistas de la historia para 
pasar a serlo de la publicidad. Solamente tenían un protagonismo 
positivo en el ghetto audiovisual como referencia idealizada para los 
que no lo eran. Los jóvenes no podían tener protagonismo:

— político-social (el cambio en este terreno ya había ocurrido, y los 
que se habían instalado en él lo habían hecho de una manera 
estable); 

— ni laboral (no había trabajo); 

— ni cultural (ya no se pensaba en la posibilidad de alguna clase de 
"alternativas"). 

La primacía la fue adquiriendo una cierta experiencia del "yo" 
desarticulado por falta de articulaciones. El individualismo, con el 
inevitable prefijo "neo", empezó siendo una reacción pragmática para 
acabar convirtiéndose en una propuesta ilustrada y racional, la única 
posible y sensata, según lo que ahora se lleva.

Los publicistas no sólo nos anunciaban que había llegado la 
primavera, también nos decían qué grande era ser joven. ¿De veras? 
Para los jóvenes la cultura de la crisis fue, sobre todo, la cultura del 
paro. Parodiando a Sartre, podríamos decir que el joven estaba 
condenado a ser joven, según lo que revelaba la jaculatoria de raíz 
estadística: uno de cada dos parados era joven, uno de cada dos 
jóvenes estaba en paro. ¿Estaba? No sólo eso: "era" un parado. 

El paro, culturalmente, se convertía en un horizonte mental y 
personal y configuraba un nuevo sentimiento trágico de la vida en el 
marco de la todavía predominante "cultura del trabajo" que 
impregnaba la vida de muchos jóvenes, ya fueran estudiantes, 
trabajadores o parados. Aunque los especialistas estudiosos del paro 
(una de las nuevas profesiones de la época) nos avisaran de que 
todo apuntaba hacia un cambio de la función y la valoración sociales 
del trabajo, para los jóvenes el trabajo seguía siendo una referencia 
insoslayable, ni que fuera instrumentalmente.

El joven fue el Sísifo de los tiempos postmodernos que 
comenzaban, bajo el peso de su juventud perpetuada socialmente o, 
como ya se había dicho, bajo su "adolescencia forzosa". Los que 
hacían discursos y artículos podían continuar impunemente diciendo 
que eran el futuro, pero ahora la frase quería decir algo muy 
diferente: era una manera elegante de subrayar que no tenían 
presente. Obviamente, no era lo que vivían todos, pero era el 
trasfondo común. Ni podían prepararse para el mañana los que tenían 
sensación de que sólo les esperaba el eterno retorno del presente; ni 
podía estimularles la voluntad del "trabajo bien hecho" cuando lo 
importante –simplemente– era tener trabajo; ni podía movilizarles 
ningún proyecto de cambio social, cuando ya se sabía desde siempre 
que esto era cosa de los trabajadores. Los jóvenes como colectivo 
pasaron a representar la conciencia desgraciada de la época, en 
especial ante sus padres y educadores... que eran los que habían 
sido jóvenes entre 1965 y 1975.


Los «nuevos» movimientos sociales de talante un tanto 
«apocalíptico»

Paradójicamente, durante todo este tiempo se habían conseguido la 
gran mayoría de las reivindicaciones más específicamente juveniles 
de los 70. Se habían incrementado los presupuestos públicos y el 
patrimonio al servicio de la juventud, la oferta de asociaciones y 
actividades para jóvenes era mucho más rica y variada, la posibilidad 
de presencia institucional se había reconocido y formalizado. En 
cambio, la inserción de los jóvenes en la sociedad se vivía como un 
problema de primera magnitud. Hace pocos años, lo que ahora 
tenemos, en lo que concierne a ofertas y servicios para los jóvenes, 
se consideraba una utopía; ni que decir tiene que hoy se considera 
insuficiente y, además, obvio o sin interés. En el paradigma de los 
jóvenes de la época, el pasado no es cosa suya y el presente no les 
interesa (mucho). Como decía una "pintada": "vive de tus padres 
hasta que puedas vivir de tus hijos". Qué pasotismo, ¿no? Tal vez sí. 
Pero, en cualquier caso, más que pasotismo. 

1. El paradigma apocalíptico

Ya hemos dicho que, inmediatamente antes de la Postmodernidad, 
se estaba viviendo bajo el paradigma apocalíptico. Sentirse 
amenazado o en peligro –personal o colectivamente– era una manera 
dominante de vivir el presente (des)orientado hacia el futuro. Bastaba 
con que las cosas no empeorasen. 

El talante de los "nuevos" movimientos sociales también tenía un 
fuerte componente defensivo: evitemos el apocalipsis nuclear o el 
aniquilamiento del planeta... del cual formamos parte; o, por ejemplo, 
el creciente activismo de los jóvenes nacionalistas conscientes de ser 
miembros de naciones siempre asediadas por sus adversarios. 

Aquí los jóvenes también fueron "portadores sociales" de las 
amenazas colectivas. No bajo la forma de un movimiento juvenil 
específico ni agrupados alrededor de reivindicaciones juveniles. Sino 
estando presentes de forma muy visible –pero sin ningún 
protagonismo "separado"– en las movilizaciones de estos movimientos 
sociales. 

Movimientos de los que se decía –y se dice– que son especialmente 
atractivos para los jóvenes. Lo cual es cierto si no se olvida que otros 
comportamientos y actividades, desde luego menos prestigiados 
ideológicamente, los movilizan tanto o más. 

2. El paradigma de la amenaza

Pero, sobre todo, los jóvenes pasan a ser vistos bajo el paradigma 
de la amenaza, lo cual puede constatarse atendiendo a dos 
indicadores complementarios: las noticias y las encuestas a la 
juventud. 

a) El protagonismo informativo de los jóvenes los presentaba como 
una fuente potencial y constante de peligros; o, correlativamente, 
como un ser continuamente rodeado de peligros y amenazas. 

¿Qué temas se asociaban a los jóvenes? La droga, las sectas, el 
fracaso escolar, el paro, la delincuencia "juvenil"... Vaya caso, este 
último: ¿Por qué no una delincuencia adulta, masculina o bajita, por 
ejemplo? ¿Es que eran mucho más delictivos los jóvenes que los 
adultos, los hombres o los bajitos? Claro que ya nos lo anunciaban las 
pantallas del cine, antes eran "rebeldes sin causa" y ahora "perros 
callejeros". El joven era una fuente potencial de desorden y 
perturbación social: cuando miles de jóvenes se reunían en un 
llamado "Aplec de l'Esperit" buscando signos de esperanza, los 
periódicos no hablaban de ello; pero, simultáneamente, eran un titular 
destacado tres jóvenes que habían maltratado una anciana para 
robarle cuatro chavos.

b) Y de las encuestas a la juventud, ¿qué? Ni que decir tiene que 
una de las actividades preferidas de los departamentos de las 
instituciones públicas cuando tenían cierta envergadura era hacer una 
encuesta sobre la juventud de su territorio. Así demostraban que se 
preocupaban por ella y mostraban a la opinión publica cómo eran sus 
jóvenes. 

Estas encuestas, por cierto, quizá sí que nos decían algo sobre 
cómo "eran" los jóvenes. Pero lo que es seguro es que también nos 
decían cuales eran las preocupaciones (o las obsesiones) del 
investigador hacia los jóvenes, y cómo él contribuía a construir su 
perfil. De manera que nos íbamos atiborrando de datos sobre cuales 
eran las actitudes y las valoraciones de los jóvenes hacia las 
instituciones de las que se alejaban (partidos, sindicatos, iglesias, 
escuelas...) y sobre los comportamientos y preferencias de los 
jóvenes en lo que se refiere al tiempo fuera del control institucional.

Así se produjo una inclinación ambiental: lo máximo que puede 
esperarse de un joven no es que "sea", sino que "no sea". Padres, 
educadores y responsables orientan sus esfuerzos y preocupaciones 
a evitar que los jóvenes sean drogadictos, parados, fracasados 
escolares o marginados. La marginalidad alcanzada o evitada es una 
clave de lectura dominante y un modelo de referencia, de manera 
que, si esto se evita, ya es un éxito. Lo que convierte en exitosas, 
soportables o aceptables formas de vida y de comportamiento que, 
como mínimo, merecerían ser discutidas. Si la situación no es 
desastrosa, la reacción es de conformismo ante lo que el/la joven es... 
porque siempre podría ser peor.

Se había pasado de creer que eran fuente de las más altas 
exigencias a creer que cualquier exigencia para con ellos podría ser 
más perjudicial que otra otra cosa porque podría provocar la ruptura 
de un equilibrio más que inestable.


5. LA CONSTRUCCION SOCIAL DE LA IDENTIDAD JUVENIL

En la construcción social de la identidad juvenil sucede algo muy 
parecido a lo que sucede en la construcción de la identidad personal.

La identidad se reduce a unos pocos rasgos característicos, que 
permiten que las personas y los grupos se reconozcan a sí mismos y 
sean reconocidos por los demás, en un proceso inacabable de 
interacción personal y social. Evidentemente, en la vida de las 
personas y de los grupos hay muchos otros rasgos relevantes y, 
sobre todo, les es posible desarrollar o activar capacidades no 
reconocidas en los rasgos básicos de la identidad. 


Cuando la «caricatura» se vive como «retrato»

En cualquier caso, si existen, a menudo se hacer remitir o quedan 
absorbidos por los paradigmas que, en un momento dado, se 
convierten en el punto de referencia desde el cual las personas y los 
grupos son juzgados y reconocidos. Gracias a eso, paradójicamente, 
cada cual "es como es", en este proceso que, inevitablemente, a base 
de subrayar determinados rasgos ilumina la realidad a cambio de 
dejar un buen número de elementos difuminados o perdidos en las 
sombras. No se puede iluminar sin crear sombras, de manera que lo 
que vemos tiene base "objetiva", pero no es "toda" la realidad. Lo 
malo es cuando la manera dominante de iluminar no nos ayuda a ver 
claro.

Así, en una estratificación acumulativa, el Militante/Comprometido, el 
Pasota y el Amenazador/Amenazado han sido elevados a la categoría 
de clave de comprensión de la realidad juvenil. Lo cual ha permitido 
reducir mucho más de lo imprescindible el pluralismo de formas de 
vida presentes entre los jóvenes a los rasgos básicos de cada 
momento. Y ni todos los jóvenes se reflejan en ellos, ni todo en los 
jóvenes se corresponde con ellos, pero así se ha ido tirando.

Estos subrayados en muchos momentos han sido útiles como 
principio heurístico, en la medida que hacían caer en la cuenta de 
rasgos relevantes. Pero, cuando la caricatura se presenta o se vive 
como retrato, hace pasar gato por liebre y provoca dos distorsiones 
considrables. Absolutiza determinados rasgos como definición 
"objetiva" y separa socialmente a los jóvenes bajo la pretendida 
caracterización de una subcultura juvenil, de modo que se percibe lo 
que es un proceso de transición proyectando una identidad cerrada y 
autosuficiente, y se define desde ella, de manera que "ser joven", 
paradójicamente, acaba siendo un final de trayecto o un hecho 
diferencial.


¿Pensar el futuro a través de los jóvenes?

Detrás de todo esto, la funesta manía de establecer vínculos 
indisociables entre juventud y futuro. Y así se consolida el hábito de 
pensar el futuro a través de los jóvenes y los jóvenes a través de las 
imágenes que nos hacemos del futuro. Hábito indisociable de la 
creencia –esperanzada o angustiada, depende– en que de la 
descripción de los jóvenes de hoy podemos deducir el futuro social 
que nos espera (lo cual se traduce, por ejemplo, en la neurosis de 
identificar el futuro de una institución o entidad con la capacidad que 
tienen de atraer a los jóvenes). Hasta el punto que "construir el futuro" 
a menudo consiste en potenciar lo mejor y evitar lo peor que "vemos" 
en los jóvenes. Pero eso que "vemos" es inseparable de los futuros 
que imaginamos. Un círculo vicioso, vaya. Pero pensemos por ejemplo 
en las sucesivas cuestiones estelares en el ámbito educativo, desde la 
sexualidad hasta la informática, pasando por el tiempo libre.

Los jóvenes han servido mucho más de lo que sería deseable para 
controlar, proyectar y condensar las incertidumbres y las esperanzas 
personales y sociales. De manera que ha sido mediante los jóvenes 
como se han vivido y proyectado hacia el futuro los problemas del 
presente. Que la juventud sea en nuestras sociedades un proceso 
psicosocial diferenciable explica que haya entre los jóvenes un "aire 
de familia" más o menos vago; pero hay que explicar también por qué 
el "factor psico" se magnifica generacionalmente, de forma que 
absorbe el "factor social". Y así problemas comunes vividos en 
situaciones específicas llegan a ser separados y presentados como 
específicos de los jóvenes. Pero, claro, es imposible afrontar retos 
comunes cuando se parte del supuesto de que los jóvenes viven 
inmersos en lo que sólo se define como una cultura juvenil y, por lo 
tanto, se establece el principio de que los diversos grupos de edad 
pueden estar juntos y convivir –e incluso pueden aspirar a 
"comprenderse" mutuamente–. Pero no tienen nada que decirse.


6. Y AHORA, ¿QUÉ?

Ahora ya no se trata de comenzar con un pretendido análisis 
objetivo de como son los jóvenes, sino de reflexionar sobre las 
percepciones que hay sobre los jóvenes. De ver hasta qué punto el 
abigarrado mosaico juvenil revela un cierto aire de familia, que no 
puede pretenderse resumir ni categorizar, pero a partir del cual se 
puede pensar. Aire de familia que revela algunos de los retos sociales 
dominantes hoy en día y que han de generar respuestas en todos los 
ámbitos sociales si queremos que haya respuestas también en el 
ámbito juvenil. 

Y no sólo porque nos "preocupan" los jóvenes, sino porque 
compartimos determinados interrogantes que queremos afrontar en 
un diálogo social en el que cada cual se deje afectar y modificar por 
las percepciones del otro, en lugar de combatir para hacer 
hegemónico el propio discurso o para garantizarle un espacio propio 
reservado.

Y, en este punto, sí que quisiera seguir siendo beligerante. Creo 
que se ha producido un cambio lo suficientemente importante, que 
afecta al aire de familia de los jóvenes, y que este cambio –realmente 
existente– aún no ha sido asumido por lo que se refiere a la manera 
cómo se abordan las relaciones con los jóvenes y a la manera cómo 
son percibidos. Curiosamente, la tendencia a creer que los problemas 
de los jóvenes son tan sólo problemas juveniles bloquea la 
autoreflexión y facilita que siempre "se llegue tarde".


¿Cuál es este aire de familia?

A mi modo de ver, y simplificándolo mucho, el siguiente:

— Hemos pasado de unas generaciones de jóvenes que tenían o 
habían tenido como problema central la represión (política, sexual, 
moral, familiar, educativa...), a unas generaciones que tienen como 
problema central la identidad.

— Y lo malo es que aún se les trata, analiza o pretende educar 
como si la cuestión central fuera la represión, ya sea para superarla, 
ya sea para evitarla.

— Lo cual no tiene porque sorprendernos si tenemos en cuenta que 
los padres y educadores de hoy siguen percibiendo a los jóvenes 
desde el tipo-ideal de joven forjado en su propia juventud, ya sea 
ilusionándose con cualquier indicio de compromiso o de militancia, ya 
sea para combatir el pasotismo, ya sea para conformarse con 
cualquier cosa con tal de que no pasen (muchas) desgracias.

Cuando hablo de identidad es para expresar mi intuición de que 
hoy, los jóvenes, más que vivir una situación de crisis o de 
desestructuración, parecen a-estructurados. Sin identidades ni 
referencias claras y distintas, y con la tranquila aceptación de quien 
no lo vive como una pérdida, sino como su normalidad vital. El 
problema de la identidad no es vivido con ninguna clase de 
sentimiento trágico o desgarrado; pero ahí está. Está con una especie 
de aceptación conformada, ya que se apoya en la seguridad de que la 
vida da lo que da de sí, y no se trata de preocuparse por el mero 
gusto de hacerlo. 

No han pasado por ninguna crisis, entendida como el rechazo, la 
crítica o la reconstrucción de un sistema de valores más o menos 
articulado (y esto quizá los diferencia). Han nacido y crecido en el 
pluralismo, y en el estallido de las cosmovisiones o sistemas de 
creencias (y la necesidad de aprender a vivir en este nuevo 
ecosistema axiológico la comparten con todo el mundo). Son producto 
de una especie de gran explosión cultural e ideológica.

Este espectacular big bang ha afectado ante todo a lo que había 
funcionado hasta ahora como referente en la construcción social de la 
identidad: las ideologías como modelos de sociedad y las morales 
como proyectos normativos de vida.

La configuración consciente de identidades se encuentra ahora en 
suspenso, y se deja en manos de las inercias y de los tanteos de la 
vida. A una sociedad cada vez más corporativa (con respecto a las 
relaciones de poder y a la negociación de intereses) le corresponde 
una sociedad cada vez más tribal desde el punto de vista cultural, en 
el marco arrasador de la cultura de masas. Si la identidad es (también 
etimológicamente) inseparable del identificarse –positiva o 
negativamente–, ahora la propia posibilidad de hacerlo es lo que se 
pone en cuestión, de manera que se deja casi por inútil.

No ha de sorprendernos la creciente dificultad que tanta gente 
experimenta cuando trata de explicar inteligiblemente no cómo vive, 
sino de qué y para qué vive en el fondo. Y no digamos cuando 
pretende que le entiendan los jóvenes. Tal vez la afición actual por la 
velocidad no sea sino un síntoma más de que lo que de verdad nos 
causa pánico es pararnos y pasar un rato con nosotros mismos sin 
tener nada que hacer.


Procesos generadores de identidad

En medio de este big bang cultural e ideológico los procesos 
generadores de identidad son más que precarios, y no es de extrañar 
que, hoy por hoy, oscilen entre identidades fundamentalistas 
(religiosas, nacionales, etc.) e identidades dispersas.

El fundamentalismo y la dispersión son hoy en día las dos opciones 
dominantes en lo que concierne a la identidad, aunque se presenten 
bajo la forma de pluralismo. Pluralismo público entendido como 
acotación de espacios incomunicados entre sí; pluralismo privado 
entendido como uso simultáneo de parámetros diferentes e incluso 
contradictorios según los ámbitos vitales. Este pluralismo 
desarticulado y desarticulador no es de extrañar que a menudo se 
interiorice (también entre los jóvenes, por lo tanto), como dispersión o 
perplejidad axiológica y motivacional. Y como apología del presente. 
De lo que me va y me funciona. ¿Podría ser de otro modo? Sólo hay 
que ver cómo, en justa correspondencia, los debates educativos no 
suelen ser debates sobre la formación, sino sobre la adquisición de 
los saberes instrumentales y las habilidades operativas más 
adecuadas. Si estas intuiciones son mínimamente adecuadas, creo 
que es previsible que esta demanda no satisfecha de identidad 
provoque a medio plazo una reanudación del debate sobre la 
formación moral en la educación. El reto –y el problema– es cómo y 
en qué contexto se llevará a cabo.

La climatología vital dominante es, por tanto, una especie de 
desarraigo inseparable de una inmersión de talante inmediatista en el 
flujo de la vida. Un flujo hecho de acontecimientos no muy 
trascendentes. Ahora no se trata de generaciones que hayan pasado 
del no tener al tener, o lo hayan conseguido trabajosamente. Todo lo 
contrario.


Una generación para la cual el «consumo» es un dato cultural 
asumido

Es su verdadero estado de naturaleza. Casi un derecho 
interiorizado sin conciencia refleja y vivido como una realidad 
independiente de lo que son las condiciones del consumo: la 
producción y el trabajo.

Hasta cierto punto podría decirse que la relación con las creencias y 
los valores es similar a la oferta del mercado: todo el mundo dice que 
lo que ofrece es lo mejor, pero cada cual escoge lo que le conviene, lo 
que más le atrae o lo que cree mejor. Y todos escogen, por cierto, una 
plural variedad del mismo tipo de productos. Todos somos igualmente 
diferentes.

El consumo ha pasado a ser un horizonte cultural, en el sentido que 
ha extendido la creencia de que todo lo que se experimenta como 
necesidad o deseo puede estar al propio alcance. Y del "puede" se 
pasa inconscientemente (pero arraigadamente) a la exigencia: "tiene" 
que estar al alcance. Recibir bienes y servicios es experimentado 
como un derecho (coherente con una sociedad más preocupada por 
los derechos de los consumidores que por los derechos humanos) de 
manera que aquellos que los proporcionan no hacen nada más que 
cumplir con su obligación. Lo extraño sería lo contrario y, en cualquier 
caso, se critican las insuficiencias. De ahí que cualquier política de 
juventud sea por definición insuficiente y poco relevante. El dirigente 
político espera ver incrementada su valoración (y contabilizarla en 
votos), creyendo que es muy meritorio lo que es percibido como obvio. 
Solo faltaría que no (se) hiciera lo que (se) hace: ¡si siempre hace 
falta y queremos más! ¿No pretenderá que, además, saltemos de 
alegría?>


El consumo aporta otro elemento decisivo en los procesos de 
identificación juveniles

Ya hemos señalado la fuerza separadora que ha tenido la creencia 
en que hay una cultura específicamente juvenil, de la cual se puede 
ser testigo o acompañante más o menos privilegiado. Eso es lo que 
son a menudo los educadores: testigos y/o acompañantes de primera 
línea, pero con la cual no pueden establecerse relaciones que 
comporten una implicación mutua. 

A esto hay que añadir el papel protagonista que tienen los jóvenes 
en el mundo publicitario, cuando han perdido el protagonismo de la 
historia.

Ellos mismos (idealizados) son una imagen de marca. Pero no sólo 
eso: los jóvenes han llegado a ser un "segmento de mercado" 
específico (qué digo, uno: ¡una docena!); lo cual quiere decir que, en 
justa correspondencia, se potencian hábitos y formas de identificación 
comunes y diferenciados. Y así nos encontramos con la paradoja de 
que, de hecho, lo que la sociedad ofrece a los jóvenes como referente 
identificador es un duplicado corregido y aumentado de determinados 
rasgos presentes entre los mismos jóvenes.

En este contexto queda claro que resulta demasiado fácil reaccionar 
como censores y acusar a los jóvenes de inconscientes, que es la 
acusación que tienen más a mano los propietarios de certezas 
inmutables. Desde luego, no cuestionan el sistema (como exigía una 
cierta retórica tan exaltante como impotente), sino, en cualquier caso, 
las dificultades para integrarse en el sistema. Ni están faltos de 
valores o referencias, pero no los integran a partir de su pretendida 
"verdad objetiva", sino a partir de su experiencia personal. 

Y sin abandonar (desmintiendo así a los que siempre los ven 
manipulados) una especie de escepticismo lúcido: ya se sabe que la 
publicidad y los signos de consumo no nos dicen la "verdad" de las 
cosas o su "realidad", y que todo lo que podemos escoger es para 
acabar sometidos a determinados estándars. Pero pretender salir de 
esto es entrar no sólo en un vacío sin respuestas, sino alejarse de la 
realidad de la vida.


El presente como criterio

En este marco, para los jóvenes el presente es el único criterio de 
realidad, si consideramos las coordenadas dominantes en las que se 
vive la temporalidad en nuestras sociedades. La única manera de vivir 
la realidad es vivir el presente. 

El pasado no es memoria (y menos aún memoria significativa), sino 
presente ya acaecido o asignatura, lo cual –obviamente– justifica la 
ignorancia o el olvido. Y el futuro es una preocupación de padres y 
educadores, cosa que por cierto comprenden muy bien, pero alejado 
de su horizonte vital. El futuro no justifica hacer ni dejar de hacer 
nada; si no se experimenta como una especie de presente ampliado, 
no forma parte de la vida.

Y es que en este momento la vida se percibe básicamente como un 
presente en cambio constante. La identidad no está hecha de 
contenidos ni está mediatizada ideológicamente. La identidad es el 
sentimiento de compartir unos determinados signos de identificación 
que son móviles, potencialmente intensos, repetitivos y provisionales, 
de ahí la importancia de modas, iconografías, músicas y espectáculos 
deportivos. Si la vida (presente) es esto, lo más lógico y coherente es 
no estar muy comprometido. No es tiempo de dogmatismos, ni pueden 
tener lugar en él: todo puede ser o dejar de ser, sin duda, pero todo 
"depende". 

Hay, por tanto, una energía latente que, también, se puede 
canalizar o adherir a cosas muy diferentes. 

En cualquier caso, la clave para comprenderlos o tratar con ellos no 
son las ideas, sino las experiencias y los espacios significativos, y los 
vínculos más "reales" los tienen con quien comparten experiencias y 
espacios significativos, y no con los que conviven durante más horas. 
La cuestión, por tanto, no es sólo lo que dicen, hacen o donde pasan 
más tiempo, sino cuales son sus experiencias significativas, de más o 
menos intensidad y/o calidad. 

La identidad –siempre potencialmente móvil– es el resultado de 
compartir signos o referencias identificadores. De ahí su insensibilidad 
(más que rechazo) ante las vinculaciones y los lazos ordenados y/o 
reguladores. Y su identificación –más o menos episódica– con 
propuestas de fuerte componente emocional y con cohesión no 
ideológica. No solamente música y deportes; también ecología, 
nacionalismo o religión. Siempre con un componente de espectáculo 
actualizador de la vida del que forman parte y en el que se reconocen. 


Todo lo cual explica un poco que los jóvenes tengan, 
simultáneamente, un aire de familia y una fuerte fragmentación tribal.

Por eso, por momentos se puede tener a veces la sensación de 
hablar de unos extranjeros que viven entre nosotros. La convivencia 
permite constatar que tienen su propio sistema de signos, que se 
mueve en un registro muy diferente al que utilizan padres y 
educadores. Pero esta es una afirmación que podría hacerse también 
perfectamente al revés. Resulta curioso imaginar en paralelo el 
discurso de un chico o una chica de quince años y los discursos 
educativos que recibe. No sólo son diferentes, sino también a menudo 
mutuamente ininteligibles. Probablemente es el precio que pagamos 
por un sistema de socialización, pretendidamente educativo, que 
agrupa a la gente fragmentariamente por edades y no la mezcla para 
hacer ninguna práctica común: la identidad de grupo acaba 
protegiendo sus miembros de cualquier otra referencia.


De la moral de la «brújula» a la moral del «radar»

Y es que no puede decirse que sean jóvenes sin criterios, sin 
valores, sin referencias. Pero sí que la identidad no la construyen con 
relación a sistemas ideológicos claros, duros, fuertes. Entre otras 
cosas, recordémoslo, porque el pluralismo cultural interiorizado está 
en la otra cara de su "estado de naturaleza".

Es una identidad que, para situarse en la vida, no necesita de una 
brújula. Saben moverse, nadie lo duda, pero no con brújula, sino con 
radar. Van emitiendo y recibiendo mensajes y signos y, a partir de 
ellos, van modificando su posición. No se guían con relación a un 
norte, sino con relación a la posición de los demás. De ahí una cierta 
tolerancia y falta de agresividad (también para con los adultos, a los 
que comprenden), pero también un cierto relativismo y pragmatismo. 
La moral del radar deja un amplio margen a la provisionalidad y al 
azar de las cosas tal como van viniendo. No todo es igual, pero nada 
puede ser estable o definitivo.

Fácilmente todo eso provoca reacciones, que pueden tener 
tonalidades apocalípticas. Y tampoco no es para tanto. Solamente la 
convicción ingenua y no fundamentada de que los jóvenes son la 
prefiguración del futuro genera reacciones de ansiedad. 

Los jóvenes no prefiguran el futuro, sino que son una radiografía de 
nuestro presente; de una cultura y de todos los que viven también en 
esta cultura. Por lo tanto, la pregunta no es qué hacemos con ellos, 
sino qué estamos haciendo nosotros con nosotros mismos y, por 
tanto, también con relación a los jóvenes. Sólo una patológica 
mitificación de la juventud hace de la descripción empírica de las 
formas de vida juvenil una instancia crítica y un punto de referencia 
para la vida de todos.


Demanda de identidad

En último término, creo que lo que hay latente y que cada vez se 
expresará más es una demanda de identidad. La pretensión de vivir la 
vida, de inmersión en la vida o de afirmación inmediata de la vida que 
proclaman es cualquier cosa menos obvia. La vida es cualquier cosa 
menos transparente. Las preguntas están ahí, pero hoy los jóvenes 
reciben respuestas a preguntas que no se hacen, lo cual hace que 
algunas de sus preguntas acaben simplemente por no ser ni 
suscitadas. Más aún, los jóvenes de hoy reciben las respuestas a las 
preguntas que sus padres y educadores se formulaban (en su 
registro) cuando eran jóvenes, y que se siguen considerando las 
cuestiones típicamente "juveniles". Y eso, por ejemplo, se ve en el 
discurso político o religioso... incluso en los pretendidamente 
"progresistas" o "actuales". No es extraño que sean discursos 
mutuamente incomprensibles o, simplemente, rechazados.

No se trata ni de hacerse el joven, ni de pretender imitarlos, ni de 
pretender cambiarlos. No se trata de buscar culpables inexistentes, 
sino de indagar qué hacemos todos a partir de esta heterogeneidad 
cultural, que es un dato ambiental. Se trata de preguntarse cómo 
transmitir determinados valores básicos y actitudes cuando no se 
comparten –o no se tienen– cuadros y sistemas morales e ideológicos 
comunes o aceptados como evidentes. Por tanto, la pregunta no es 
qué piensan los jóvenes, sino cuales son sus –y nuestras– 
experiencias significativas. Y, consecuentemente, qué es lo 
significativo en nuestras relaciones personales y sociales.

Por ejemplo. 

* ¿Hay que mantener el presupuesto de que solo un determinado 
perfil de joven (comprometido, activo, creativo, responsable y 
militante, pongamos por caso) es un joven "como es debido"? 

* ¿Hay que seguir dando una importancia preferente a la forma, el 
método y la pedagogía con que se les presentan los valores en una 
cultura en la que todas las formas pueden servir para muchas cosas 
muy diferentes? 

* ¿Hay que seguir cultivando la ansiedad y el sentimiento de 
culpabilidad de tantos padres y educadores, producto de la creencia 
en que su influencia es la causa decisiva –para bien o para mal– del 
tipo de joven que "sale" cuando vivimos en una cultura en la que 
ninguna propuesta o influencia (por globalizante que sea) engloba la 
totalidad de la vida concreta de la gente y, por lo tanto, todo el mundo 
–y sobre todo los jóvenes– articula en su vida respuestas diversas a 
influencias plurales? 

* ¿Hay que seguir cultivando una especie de "obsesión juvenil" 
según la cual lo que los jóvenes hacen o dicen con relación a la 
sociedad es por definición una instancia crítica inapelable o un punto 
de referencia privilegiado? 

* ¿Hay que seguir hablando y pensando en los jóvenes sin que los 
que hacen eso se pregunten cómo les afectan a ellos los retos o 
problemas que presentan como típicos de los jóvenes?

Por mi parte, estoy convencido de que estamos pasando de una 
sociedad en la cual la raíz de las patologías era la represión a una 
sociedad donde la forma de las patologías será la crisis o la búsqueda 
de identidad. Pero la respuesta ya no podrá ser la búsqueda de una 
identidad cerrada, expresada ideológicamente, sino una identidad 
arraigada en una sabiduría profunda (que también se expresa en la 
palabra) que permita orientarse, discernir y tomar decisiones en 
circunstancias plurales y cambiantes.

Por este motivo el discurso sobre los jóvenes y dirigido a los 
jóvenes que usan los ex-jóvenes progres de los 60 (con los sucesivos 
estratos que se han ido superponiendo) no es operativo. Porque está 
obsesionado en una liberación entendida como superación de la 
represión y es incapaz de suscitar una libertad concreta y responsable 
que configure identidades. Tengo la sensación (generalizando ahora 
excesivamente) que en el mundo adulto y educador se empezó por 
querer evitar represiones, se continuó por no querer imponer ni 
condicionar nada y se ha acabado por la dimisión o la impotencia de 
no querer (o no poder, o no saber) proponer ni ofrecer ninguna forma 
de vida con convicción en el marco de aquella "distancia óptima" que 
es capaz de estar bastante cerca sin imponerse o proteger y bastante 
distanciada sin llegar a abandonar.


Acabar con la obsesión juvenil

Es quizás el primer paso que hay que dar para hacer posible el 
reencuentro con los jóvenes en el marco de retos fundamentales y 
comunes que nos afectan a todos, pero no a todos de la misma 
manera. Pero el fin de esta obsesión no parece inminente. Quizás 
aquí también habrá que esperar que pase el 92. A partir del 92, las 
proyecciones prevén el inicio del descenso de la población juvenil. En 
Cataluña, por ejemplo, a principios de siglo, los jóvenes 
representaban el 31% de la población y los ancianos, el 4%. Las 
previsiones para el año 2000 son que los menores de 15 años sean el 
16'3%, y los mayores de 65, el 17'5%.

Quizás no será visible ni viable el fin de la obsesión juvenil (ahora 
que incluso nos anuncian el fin de la Historia) hasta que la ONU 
convoque un Año Internacional de la Ancianidad...

Josep M. Lozano
CRISTIANISME 41