Derecho, antropología e Iglesia

 

Entrevista al p. Gianfranco Ghirlanda, S.J. 
Germán Mckenzie González


El tema de la fundamentación del derecho en general y del derecho canónico en 
particular, desde un punto de vista antropológico y teológico, constituye uno de los ejes de 
la preocupación del p. Gianfranco Ghirlanda, Profesor de Derecho Canónico en la Pontificia 
Universidad Gregoriana de Roma. En un enfoque que aborda uno a uno los elementos 
fundamentales sobre los que se construye el derecho, el p. Ghirlanda trata en esta 
entrevista —con notable precisión y claridad— algunos aspectos claves: la relación entre 
ser humano, sociedad y derecho; el ordenamiento jurídico positivo, su finalidad y 
fundamento, su relación con la dignidad de la persona humana; el derecho natural; la 
relación entre conciencia moral y ley; entre otros.
En sintonía con aspectos centrales de la renovación conciliar —como la llamada 
"eclesiología de comunión", la atención a la fundamentación bíblica, y la perspectiva 
trinitaria y cristológica—, el p. Ghirlanda desarrolla un discurso teológico que permite una 
comprensión más en profundidad de la naturaleza y sentido del derecho eclesial. 
En un contexto en el que el derecho canónico es quizá visto como una disciplina fría y 
abstracta, la presentación del p. Ghirlanda se encarga de mostrar cómo se trata en realidad 
de una expresión histórica de la más profunda y vital realidad de la Iglesia como Pueblo de 
Dios, constituido, por obra del Espíritu Santo, por la comunión entre todos los bautizados, 
jerárquicamente unidos entre sí.
A continuación ofrecemos el diálogo que el distinguido Profesor de la Gregoriana sostuvo 
con Vida y Espiritualidad.

¿Qué importancia tiene el partir de un fundamento antropológico en el derecho eclesial? 

Como decía Pablo VI, es la persona quien fundamenta la vida social. Por eso la pregunta 
"¿qué es el hombre?" es el punto de partida para comprender el fenómeno del derecho en 
cuanto tal en cualquier ámbito en que se verifique (eclesial, civil, internacional), también 
para tener una base en el diálogo entre el creyente y el no creyente sobre este aspecto 
esencial de la existencia humana, así como para la búsqueda común del bien de la persona 
humana. 
Además, este punto de partida es importante para la comprensión de la naturaleza del 
derecho eclesial, en cuanto que es el hombre, con su naturaleza recibida de Dios, quien es 
salvado y quien entra a formar parte de la Iglesia y al mismo tiempo la constituye. Esta 
perspectiva, en efecto, nos hace comprender que la Iglesia, análogamente al misterio del 
Verbo Encarnado, es una realidad compleja, divina y humana al mismo tiempo.

¿Entonces el fundamento antropológico del derecho de la Iglesia es semejante a la 
experiencia jurídica que se tiene en otros tipos de sociedad? 

Constatamos que el hombre en cuanto tal es un ser en relación: el estar en relación con 
el otro es, digamos, una necesidad estructural del sujeto. De aquí el clásico adagio: "ubi 
homo ibi societas". 
Al sujeto le son inherentes bienes, valores, derechos, con los que entra en relación con 
otros sujetos, quienes a su vez son portadores de otros tantos bienes, valores y derechos 
personales. De la misma relacionalidad brota la obligatoriedad del modo de su ejercicio, y 
por tanto la esencia misma del derecho. 
En el ejercicio de su libertad, sin embargo, los sujetos pueden ponerse o bien en una 
relación positiva de asociabilidad entre sí en un respeto mutuo de tales bienes, valores y 
derechos personales, ejerciendo así el derecho; o bien en una relación negativa en el no 
respeto de ellos, negando el derecho. Por esta razón se hace necesaria la intervención de 
la autoridad, la cual, a través de una ley positiva, impide el establecimiento de una relación 
negativa entre los sujetos e indica cuáles son las obligaciones a cumplir para que los 
derechos sean recíprocamente respetados. La ley positiva expresa aquello de obligatorio 
que está intrínsecamente contenido en la relación misma. 
Dado que las raíces del fenómeno del derecho se encuentran en la relacionalidad del 
hombre en cuanto tal —por lo que tenemos el otro adagio: "ubi societas ibi ius"—, el 
derecho en su esencia debe ser considerado ante todo como realidad ontológica, es decir 
inherente al hombre en cuanto hombre. De aquí el tercer adagio: "ubi homo ibi ius", con su 
nota de universalidad. Cualquier hombre, sin distinción alguna, debe ser acogido como 
"socio" en el reconocimiento de sus bienes, valores y derechos personales. Se le deben 
exigir también, sin embargo, la regularidad y la previsibilidad de un comportamiento 
expresado por una ley positiva que se configura como realidad intencional en cuanto 
actuación concreta e histórica del derecho como realidad ontológica.

Bajo este punto de vista, entonces, ¿cuál es la finalidad de un ordenamiento jurídico?

La finalidad de un ordenamiento jurídico, como conjunto de leyes positivas que regulan 
las relaciones intersubjetivas, es el bien común, como la suma de circunstancias y de 
condiciones en las que los individuos y los grupos están en grado de conseguir las 
finalidades esenciales de su propia naturaleza. La preeminencia de la persona humana, 
tanto individual como asociada, permite comprender que cualquier ordenamiento jurídico 
(eclesial, civil, internacional) está en función de ella, en cuanto que reconoce y tutela, de 
modo concreto y objetivo, sus derechos subjetivos.
Todo ordenamiento jurídico, para ser considerado tal, debe fundarse sobre una 
comprensión preconceptual de la necesidad de tutelar la dignidad del hombre. El derecho 
positivo y objetivo es, entonces, el conjunto de las normas positivas que tutelan los 
derechos subjetivos de la persona humana, entre los cuales el primero y fundamentalísimo 
es el derecho a la existencia y a una existencia digna del hombre. Tal derecho siempre 
permanece, incluso si el sujeto no tuviera la capacidad de realizarse autónomamente. De 
este modo, una función fundamental del derecho positivo es la de proteger al débil frente al 
fuerte. Precisamente por esto el derecho positivo debe ser portador de valores materiales 
fundamentales.

¿Cómo se sitúa la libertad de la conciencia moral frente a un ordenamiento jurídico?

El valor de la dignidad de la persona humana es comprendido a nivel preconceptual, 
luego formulado en un concepto moral y jurídico, y después expresado en una ley. El 
derecho positivo, sin embargo —debemos ser conscientes de ello—, es fragmentario, ya 
que no puede reflejar adecuadamente toda la riqueza de la comprensión preconceptual de 
la dignidad de la persona humana y de los derechos subjetivos a ella inherentes, ni prever 
todas las posibilidades de las relaciones sociales que la persona establece. Sin embargo, a 
pesar de esto, el derecho positivo tutela el mínimo de confianza en las relaciones sociales.
Debemos reconocer que la conciencia moral ejerce continuamente una función positiva y 
crítica en relación al ordenamiento jurídico, en cuanto que el derecho positivo u objetivo 
—teniendo sus fundamentos en la comprensión preconceptual de la dignidad del ser 
humano— se enraíza en la comprensión moral del hombre, y por tanto en el derecho como 
realidad ontológica, y da carácter objetivo a aquello de la persona humana y de sus 
relaciones que puede ser socializado.
Debemos además decir que si bien es verdad que el ordenamiento jurídico se interesa 
sobre todo por la observancia externa de las normas, sin embargo, por el mismo hecho de 
que éstas últimas brotan de la exigencia moral interna que los miembros de la sociedad 
tienen de respetar la dignidad de todo hombre, la persona humana en sus relaciones 
externas es siempre interpelada en la esfera interna de su conciencia. Esto vale no sólo en 
relación a las leyes de la Iglesia, sino también a las de la sociedad civil.

¿Un discurso de esta naturaleza no presupone un derecho natural? ¿Qué relación 
guardan las leyes positivas con el derecho natural?

Hemos dicho que el hombre es social por naturaleza. Esto significa que el problema de la 
naturaleza del derecho involucra el de la naturaleza del hombre, que histórica y 
concretamente vive en las personas humanas individuales, a las cuales se insertan los 
derechos subjetivos naturales. La obligación moral brota del mismo derecho subjetivo 
natural, en cuanto que la persona humana, por el hecho mismo de existir, requiere una 
normatividad. Es aquí, y no en la ley positiva, donde están las raíces de lo "jurídico", es 
decir de la obligatoriedad de las relaciones intersubjetivas como legítimamente exigibles.
El derecho positivo, como conjunto de leyes positivas, es sólo la expresión pública en la 
sociedad (eclesial, civil, internacional) del proceso histórico de autocomprensión de la 
persona humana que lleva en sí la naturaleza, siempre normativa para ella. Dado que la 
persona, en cuanto portadora de la naturaleza humana, trasciende cualquier ordenamiento 
jurídico que históricamente la expresa en el plano social, éste último está continuamente 
sujeto al juicio crítico de la conciencia moral del hombre, y es impulsado a reconocer y a 
expresar la normatividad contenida en la misma naturaleza humana. Si esto no fuera 
admitido, se caería en una forma de totalitarismo jurídico, instrumento de cualquier 
absolutismo y totalitarismo ideológico, y no sería ya posible una convivencia 
verdaderamente humana, es decir basada sobre la trascendencia del hombre con respecto 
a su misma expresión histórica.

¿Cómo encuentran estos fundamentos filosóficos del derecho en cuanto tal una mayor 
profundización en la antropología teológica, es decir en la dimensión teologal de la persona 
humana?

Un nexo entre el discurso filosófico y el teológico se presenta en el mismo concepto de 
ley. La ley remite necesariamente a la autoridad que la formula. Esa autoridad debe ser tal 
que no sólo la ley sea objetiva en sí misma, sino que tenga también la fuerza de objetivar la 
conciencia subjetiva. La única autoridad capaz de hacer salir de su subjetivismo a la 
conciencia y de obligarla desde dentro a mantenerse abierta a la acogida de los otros en el 
respeto de sus derechos fundamentales no puede ser sino el autor mismo de la estructura 
de la conciencia del hombre, es decir Dios Creador y Salvador, que en el plano ontológico 
ha hermanado a todos los hombres.
La subsistencia de un deber trascendente que obligue al hombre en su interior es la 
primera condición para una existencia digna del hombre, que de otro modo estaría expuesto 
al arbitrio y a la prepotencia del más fuerte.
Debemos admitir que la seriedad de una investigación filosófica consiste precisamente en 
el hecho de que se manifiesta insuficiente para explicar a profundidad la realidad jurídica 
como experiencia humana en cualquier ámbito en que se dé (eclesial, civil, internacional). 
Se hace necesaria una investigación teológica más profunda acerca de la naturaleza 
humana, de la fuente de los derechos humanos fundamentales y de la normatividad de la 
naturaleza humana en el actuar histórico. La Revelación da luz a toda la realidad del 
hombre, y por tanto da una respuesta definitiva sobre el fenómeno del derecho y sobre la 
misma naturaleza de lo "jurídico".
Dios mismo, en efecto, nos revela quién es el hombre, y por tanto da la plena y definitiva 
respuesta a la pregunta de la que hemos partido y sobre la cual se basa toda reflexión 
sobre el derecho.
En la Escritura el ser humano es definido en relación a Dios: es creado a imagen y 
semejanza de Dios (ver Gén 1,26). Dado que el hombre es a imagen de Dios, es persona, 
es decir una creatura racional y libre, como Dios, capaz de conocerlo y amarlo, de estar, 
por el hecho mismo de ser persona, en relación con el otro y de realizarse por medio de la 
donación de sí. Por esto el hombre es la única creatura a la que Dios ha querido por sí 
misma. Ésta es una afirmación tan fundamental cuanto precisa de la dignidad del hombre, 
porque ha sido dada en relación al Dios personal revelado por Jesucristo. En el nivel de la 
fe, como acogida a la Revelación de Dios, el hombre puede tener la verdadera comprensión 
preconceptual del valor de la dignidad de la persona humana. Fuera de la Revelación se 
puede tener sólo una intuición de la dignidad del hombre tan genérica como fuera de la 
Revelación cristiana es genérica la idea de Dios. 
Es esta misma relación concreta con Dios la que define la relación del ser humano con el 
resto de la realidad creada (ver Gén 1,28; 2,15) y por tanto con sus semejantes (ver Gén 
1,26b.27; 2,18-23). El hombre se realiza a sí mismo sólo según las estructuras de relación 
que Dios mismo ha establecido. La relación de comunión que el hombre debe establecer 
con sus semejantes encuentra su razón última y la definición de sus estructuras 
fundamentales en el hecho de que en la dimensión de relación con el otro es imagen y 
semejanza de Dios Uno y Trino, que es Amor.
La Revelación nos dice que Dios mismo es la fuente de ese derecho primario y 
fundamentalísimo de todo hombre a la existencia, que está en la base de la convivencia 
humana y de la obligatoriedad moral y jurídica de las relaciones sociales entre los hombres. 
De la Revelación nos viene toda la absolutez de tal derecho. La vida humana está revestida 
de sacralidad, y nadie, sin excepción, puede lesionarla, porque ha surgido directamente del 
acto creador de Dios y de su proyecto sobre el hombre. La lesión del derecho a la 
existencia es el primer efecto del pecado (ver Gén 4,7). Precisamente en la condena del 
pecado Dios instaura la ley según la cual nadie puede lesionar tal derecho (ver Gén 9,3-6), 
ni siquiera por culpa grave (ver Gén 4,14-15). Dios, estableciendo la dignidad del hombre, 
determina también la estructura primaria de la convivencia humana. Sin el respeto de tal 
derecho fundamentalísimo, ésta resulta imposible.
Aquí se encuentra la raíz de todos los derechos fundamentales de la persona humana y 
de todas las obligaciones correspondientes, que podrán ser plenamente determinados y 
actualizados en la nueva humanidad redimida en Cristo, que forma el nuevo Pueblo de 
Dios.

¿Esta dignidad del hombre no es elevada aún más por Jesucristo?

Cristo eleva de manera plena la dignidad de todo ser humano, incluso del más pequeño, 
como centro de la creación, amado por encima de todo por el Padre (ver Mt 18,10-14; 
6,25-30; 10,29-31); pero al mismo tiempo ve al hombre en su condición de pecador.
En la muerte y resurrección de Cristo, Dios devuelve al hombre lo que había perdido con 
el pecado, su imagen originaria, y por tanto lo reintegra plenamente en su dignidad de hijo 
de Dios y en sus derechos originarios y fundamentales, sin distinción de sexo, estirpe, 
condición jurídica o social (ver Lc 15,20-24; Gál 3,26-29; Ef 2,11-22; 1Cor 12,12-13; Rom 
8,14-17.28-30; 1Jn 3,1-2). Por esto la persona humana no está ya sometida a la esclavitud 
del pecado, ni a una estrecha justicia humana, ni a los eventos históricos, ni a ningún tipo 
de tiranía.
Un ordenamiento jurídico que no reconozca, al menos implícitamente, la dignidad del 
hombre como hijo de Dios, con todos los derechos y obligaciones que de ello derivan, sería 
un ordenamiento basado sobre un no-derecho, un instrumento de tiranía; sería sólo la 
apariencia de un ordenamiento jurídico. El fundamento del fenómeno del derecho, la 
asociabilidad del hombre, que estaba ya iluminado por la revelación del Antiguo 
Testamento, llega a su plena comprensión en estas raíces antropológicas más profundas 
que nos son dadas por la revelación del acto redentor de Cristo y de la justicia cumplida por 
Él y comunicada por el Espíritu a los que creen en Él (ver 1Jn 2,29; Mt 5,20).

¿Qué conclusiones acerca de la relación entre derecho natural y derecho positivo 
pueden extraerse de estas reflexiones sobre antropología teológica?

Desde el punto de vista teológico un problema fundamental al que conduce la reflexión 
sobre la naturaleza del derecho es el de la relación entre naturaleza y gracia, al cual está 
estrechamente ligado el de la relación entre naturaleza y persona.
Naturaleza es la realidad en la que el hombre se encuentra por el hecho mismo de venir a 
la existencia. Ésta, por una parte, lleva impresa la imagen de Dios, y por tanto en potencia 
la comunión con Dios y los demás. Pero, por otra parte, lleva en sí también la 
concupiscencia que, como tendencia al pecado, es la posibilidad de la no actualización de 
la imagen de Dios. La naturaleza del hombre, aunque tocada por el pecado, no está 
totalmente corrompida, y por ello continúa llevando en sí la imagen y la semejanza de Dios 
en la potencialidad de su realización. Tal imagen puede actualizarse sólo por obra de la 
gracia de Dios que suscita en el hombre su respuesta personal de fe. En la respuesta de fe, 
al menos implícita, bajo el impulso de la gracia, el hombre instaura una relación de 
comunión con Dios y con sus semejantes, despliega las potencialidades propias de su 
naturaleza y por consiguiente en sus mismas elecciones históricas se realiza como persona. 
La persona es la particularización histórica de la naturaleza.
La ley natural, escrita en el corazón del hombre (ver Rom 2,15), está contenida en su 
naturaleza y, aunque él la puede conocer con la razón, en cuanto participación de la ley 
eterna divina, sin la gracia no puede ser seguida. La ley natural, inscrita en la naturaleza, 
trasciende la historia, pero al mismo tiempo es históricamente conocida y actualizada por el 
hombre. El acto personal de fe, al menos implícito, bajo el impulso de la gracia, conduce a 
decisiones que, siguiendo la ley natural en determinados comportamientos, realizan la 
naturaleza. 
La ley natural y el derecho natural, que es parte de ella, expresan, como realidades 
ontológicas, la dignidad de la persona humana al determinar los derechos y deberes 
naturales. Y, sobre la base de la autocomprensión que el hombre tiene, son "historizados" 
en las leyes positivas y en el derecho positivo como realidades intencionales, que expresan 
así la voluntad de Dios de que el hombre realice su imagen divina en la máxima 
actualización posible de su asociabilidad, y así sea cada vez más persona. Por esto un 
ordenamiento jurídico es justo si es conforme al derecho divino, sea natural o revelado, que 
es históricamente comprendido y actualizado por el hombre.
Todo esto viene a iluminar más aún cuanto ya he señalado anteriormente sobre la 
relación entre ley positiva y derecho natural.

¿De qué manera vale esto también para la Iglesia y en la Iglesia?

He dicho que la actividad jurídica es inherente al hombre en cuanto hombre, por el hecho 
de que éste es un ser social. El ser humano redimido en Cristo entra en la Iglesia con todas 
las exigencias intrínsecas a su naturaleza, que, más bien, son plenamente realizadas en 
ella. Una reflexión sobre el derecho eclesial no puede prescindir de un estudio sobre la 
experiencia jurídica del hombre en cuanto tal, desarrollado ya sea a un nivel filosófico o 
bien teológico. También en la Iglesia el derecho, el ius, tiene como contenido lo justo, el 
iustum, que para los sujetos implicados en la relación asume en cuanto tal el carácter de 
una orden, un iussum: las relaciones entre los sujetos tienen una obligatoriedad moral y 
jurídica al mismo tiempo. Lo "jurídico", el "quid ius", en efecto, indica la relación 
intersubjetiva de justicia que debe establecerse, o como obligación natural en cuanto que 
surge de la naturaleza misma del hombre, o bien como obligación sobrenatural en cuanto 
que surge de los medios de salvación, los sacramentos, y de los dones del Espíritu, los 
carismas.
La obligación de justicia no surge porque lo determina la ley positiva de la Iglesia, sino 
porque lo exige la naturaleza misma de las relaciones intersubjetivas que se establecen 
entre los hombres, es decir el derecho divino natural o el derecho divino positivo. La ley 
positiva explicita de manera objetiva lo que se debe elegir (lex de legere), o bien lo que se 
está obligado a hacer (lex de ligare), a fin de que el derecho, el iustum, se actualice.
El derecho eclesial, entonces, en su esencia es el conjunto de las relaciones entre los 
fieles dotadas de obligatoriedad, en cuanto determinadas por los sacramentos, los 
carismas, los ministerios y funciones, que crean reglas de conducta. Como derecho positivo 
es, en cambio, el conjunto de las leyes y de las normas positivas dadas por la legítima 
autoridad, que regulan la intersección de tales relaciones en la vida de la comunidad 
eclesial y que de este modo constituyen instituciones canónicas, cuya totalidad es el 
ordenamiento jurídico de la Iglesia.
El derecho eclesial, entonces, no puede no estar fundado teológicamente, además de 
filosóficamente. En efecto, regulando la vida de la comunidad de los redimidos en Cristo, 
debe considerarse una ciencia sagrada, enraizada en la Revelación, y por tanto en 
estrecha relación con la teología.
La Relación final del Sínodo extraordinario de los Obispos de 1985 ha afirmado que la 
eclesiología de comunión es el fundamento del ordenamiento de la Iglesia. ¿Qué horizontes 
nuevos abre esta perspectiva eclesiológica a la reflexión canónica?
La noción de comunión constituye la conexión directa entre la antropología teológica y la 
eclesiología, estando en la base de una y de otra. El ser humano es creado para estar en 
comunión con Dios y con los hermanos y esto se realiza en la Iglesia, que es el sacramento, 
instrumento eficaz, de tal comunión.
El derecho eclesial ha sido definido por Pablo VI como "derecho sacro" ("ius sacrum") y 
"derecho de comunión" ("ius communionis"), ya que las leyes positivas, como determinación 
de la ley interna del Espíritu, deben ser una ayuda para que los fieles puedan realizar y 
reforzar la comunión con Dios y los hermanos, y el bien común y el de los individuos se 
definen precisamente en relación a tal comunión.
La Iglesia, en cuanto Pueblo reunido en la unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, 
sacramento o signo e instrumento de la comunión de los hombres con Dios y entre sí, es en 
su esencia la comunidad humana del amor divino. 
Tal amor divino alcanza al ser humano según su naturaleza, en su dimensión histórica y 
social: todo hombre está llamado junto a otros a participar de este amor. Esta vocación 
común está en el fundamento de la Iglesia como congregación (asamblea) de todos 
aquellos que responden a la invitación de Dios y que así forman su Pueblo. El hombre, 
respondiendo a la vocación de Dios, entra en comunión con Él, establece relaciones de 
comunión con sus semejantes y alcanza así la salvación, en la medida en que realiza la 
imagen de Dios que desde el inicio de la creación Dios mismo ha depositado en él. 
Veamos ahora otro punto de unión entre la antropología y la eclesiología. La Iglesia, en 
efecto, a la que se le ha conferido el mandato de continuar la misión de salvación de Cristo, 
es el instrumento a través del cual la oferta de salvación de parte de Dios se hace 
eficazmente presente a todos los hombres de todos los tiempos y lugares con "definitividad" 
escatológica. La Iglesia, entonces, como convocación y congregación de los creyentes que 
celebran la presencia del amor del Padre en el memorial de la muerte y de la resurrección 
de Cristo, la Eucaristía, es el sacramento de aquel amor de Dios Uno y Trino que está en el 
origen de todo. 
Dado que Cristo es mediador de salvación no sólo en virtud de su divinidad, sino también 
de su humanidad, la redención, realizándose en la historia, no puede sino seguir siendo 
participada a través de la mediación humana. Por esta razón la Iglesia es apostólica. La 
apostolicidad expresa el hecho de que la salvación de Dios en Cristo alcanza a los hombres 
en su dimensión social e histórica, a través de mediaciones humanas, con todas las 
consecuencias que esto tiene en el plano de la organización de la vida social. El carácter 
humano de la Iglesia es algo que le es esencial. 
La Lumen gentium, 8a, como he dicho, enseña que la Iglesia es una realidad compleja 
que resulta de un doble elemento —humano y divino—, y que por una no débil analogía es 
comparada al misterio del Verbo Encarnado. En efecto, «como la naturaleza asumida sirve 
al Verbo divino como de instrumento vivo de salvación unido indisolublemente a Él —dice el 
texto conciliar—, de modo semejante la articulación social de la Iglesia sirve al Espíritu 
Santo, que la vivifica, para el acrecentamiento de su cuerpo (cf. Ef 4,16)».
Ésta, como reafirma Lumen gentium, 8b, es la única Iglesia de Cristo, que, constituida y 
organizada como sociedad, subsiste en la Iglesia católica, gobernada por el sucesor de 
Pedro y por los Obispos en comunión con Él.
La analogía establecida por el texto conciliar presupone una antropología según la cual 
toda relación humana implica un encuentro por medio de la corporeidad. El Hijo de Dios se 
ha hecho verdaderamente hombre, es decir un espíritu humano en un cuerpo propio, para 
ser la manifestación terrena de la gracia divina redentora. Por esto es el sacramento 
primordial del amor de Dios a los hombres y único camino de acceso a este amor. Aquello 
que ha sido realizado por el hombre-Dios Jesús, debe seguir realizándose por medio de la 
Iglesia. Después de la ascensión, Cristo hace visible y tangible entre nosotros su presencia 
activa a través de la Iglesia, que es su Cuerpo místico, sacramento radical de la salvación. 
Sin esta prolongación sacramental se habría perdido la dimensión verdaderamente humana 
de la encarnación y por tanto la posibilidad del hombre de acceder a la salvación.
La tradición teológica ha referido constantemente la imagen del Cuerpo a la visibilidad de 
la Iglesia. En efecto, la Iglesia es la asamblea (congregación) de hombres muy concretos, y 
por tanto no podría existir prescindiendo de aquellos medios concretos de comunicación 
que permiten a los hombres encontrarse, entrar en comunión entre sí y actuar. Entre tales 
medios se encuentra el derecho positivo, como conjunto de leyes que regulan las 
relaciones entre los sujetos de una sociedad. La imagen del Cuerpo místico de Cristo, 
retomada por el Vaticano II, comprende en sí tanto el aspecto visible como el invisible de la 
Iglesia. 
Se puede comprender así cómo todo el obrar visible de la Iglesia está al servicio de la 
salvación, si bien no todos sus actos son inmediatamente salvíficos. Dado que la actividad 
jurídica de la Iglesia encuentra su raíz primordial en la naturaleza del hombre, que ingresa 
en la dinámica de la salvación con todas sus exigencias y estructuras naturales, el derecho 
eclesial positivo es un medio, un instrumento al servicio del fiel para alcanzar dicha 
salvación en la Iglesia.
Sin embargo la Iglesia, aunque humana en su visibilidad e historicidad, es comprensible 
sólo en la fe precisamente por su carácter sacramental y por el hecho de que procede del 
misterio de comunión de la vida trinitaria, en él vive y a él conduce.
La gracia, asumiendo las realidades humanas redimidas por Cristo en la estructura 
sacramental, no destruye su naturaleza, es decir lo que son y significan 
antropológicamente, antes bien desarrolla y perfecciona tal naturaleza y significado. La 
Iglesia, como sociedad jurídicamente perfecta, debe entenderse en el sentido de que ella, 
en el orden en el cual es signo sacramental visible, en cuanto verdadero cuerpo social, 
tiene como "alma natural" aquellas fuerzas espirituales que en toda sociedad orientan a 
muchas personas a vivir juntas en una experiencia comunitaria, y al mismo tiempo tiene 
todos los medios jurídicos necesarios para alcanzar sus fines sociales, por tanto una 
autoridad constituida que actúa autónomamente y leyes propias emanadas de ella. De este 
modo la Iglesia, como sociedad humana histórica visible, es un verdadero ordenamiento 
jurídico primario autónomo, independiente y soberano. Sin embargo, estructurada así con 
un "cuerpo" y con un "alma", la Iglesia, como sociedad jurídicamente perfecta, existe 
comprendida en la realidad sobrenatural y divina del misterio total de la Iglesia, que es 
misterio de comunión.
La Iglesia, entonces, es una sociedad verdaderamente humana, pero sólo en parte puede 
ser comparada con las otras sociedades humanas, porque en ella la realidad visible 
humana no puede ser aislada de la realidad divina, como si solamente la segunda fuese 
objeto de la fe, mientras que la primera estuviera sujeta a la pura experimentación e 
investigación histórica, sociológica, jurídica. La Iglesia es una realidad social y corpórea en 
cuyas instituciones está presente y activo el Señor glorificado por medio de su Espíritu.
En síntesis, podemos decir que, dado que la Iglesia en su origen no es un producto de la 
voluntad humana, sino de la voluntad divina, ella como sociedad jurídicamente organizada 
es el instrumento concreto de una fuerza divino-sobrenatural, la del Espíritu Santo. La 
comunión invisible como obra del Espíritu Santo, alma sobrenatural de la Iglesia, es su 
realidad constitutiva más profunda y asume en sí la realidad humana sociológico-jurídica, 
como alma natural y cuerpo, pero sin vaciarla de su propia naturaleza, más bien llevando a 
realización su contenido, fin y significado inmanentes. La comunión visible, 
institucionalizada como comunión jerárquica y eclesiástica entre los miembros de la Iglesia, 
es el signo humanamente perceptible de la acción de Cristo, que la constituye y que la 
refiere a la comunión en el Espíritu, comunión que es trinitaria.
Bajo esta perspectiva se debe admitir el valor salvífico también del derecho eclesial 
positivo humano, en cuanto expresión e instrumento de encarnación del derecho divino, 
tanto natural como revelado, orientado a la protección y a la promoción de la comunión 
eclesial.

Si el derecho eclesial debe ser considerado en esta perspectiva de la comunión trinitaria, 
¿qué relación se establece en la Iglesia entre comunión, derecho y caridad?

Lo que constituye a la Iglesia es la comunión creada por el Espíritu Santo. La relación de 
comunión, sin embargo, por la naturaleza misma de la Iglesia, análoga a la del Verbo 
Encarnado, no se queda, como hemos visto, solamente dentro de los límites de la esfera 
invisible y espiritual, sino que exige una forma jurídica que esté al mismo tiempo animada 
por la caridad.
La caridad, manifestada y actualizada en la celebración eucarística, constituye el 
principio fundamental que necesariamente se expresa en términos jurídicos, determinando 
de modo concreto todas las relaciones sociales en la Iglesia, tanto las que se dan entre 
semejantes como las orgánico-jerárquicas.
La caridad, como don del Espíritu, constituye la comunión entre todos los fieles, de 
cualquier categoría y orden, a nivel universal, particular y local. Las relaciones jurídicas, 
sancionadas por las leyes, y el funcionamiento de las instituciones jurídicas, por sí mismos 
postulan el ejercicio de la caridad y son previamente determinados por la acción misma del 
Espíritu que distribuye los diversos dones. Esta unión en la caridad, precisamente para ser 
tal, exige la subordinación jerárquica de todos los fieles: de los laicos y de los consagrados, 
ya sea como individuos o como asociados, a los pastores elegidos por Cristo; de los 
presbíteros a los Obispos y al Romano Pontífice; de los Obispos a su Cabeza, sucesor de 
Pedro, y al Colegio. Donde no se verifica la subordinación en la comunión jerárquica no se 
perfecciona la caridad y no se tiene tampoco la plenitud del obrar y de la presencia de 
Cristo, y por tanto no se da la plena realización y manifestación de la Iglesia. 
Al mismo tiempo, la comunión se manifiesta y la caridad se actualiza precisamente en el 
respeto de las diferencias, cuando éstas son reconocidas como dones del Espíritu para la 
riqueza del único Cuerpo de Cristo.
Para que cada fiel pueda cooperar a la edificación de la Iglesia, el servicio de mantener la 
unidad en la multiplicidad de los carismas y de las funciones debe desarrollarse 
precisamente en el respeto y la promoción de la especificidad de cada uno de los carismas 
y funciones, a los tres niveles: universal, particular, local.
Además, en la realidad de la comunión se basan los órganos de corresponsabilidad y de 
participación, en los que se articula toda la organización del gobierno de la Iglesia.
De la comunión vigente entre los fieles en virtud del bautismo —por el cual entre ellos 
existe una verdadera igualdad en la dignidad y en el obrar con semejantes derechos y 
deberes—, brota una corresponsabilidad general y fundamental de todos con respecto a la 
edificación del Cuerpo de Cristo y al cumplimiento de la misión de la Iglesia. 
Corresponsabilidad, en efecto, indica que diversos individuos tienen todos la misma 
capacidad o el mismo poder, y por tanto los mismos derechos y deberes, en relación a un 
objeto.
Como tal igualdad es obra del Espíritu, es obra del mismo Espíritu también la 
diferenciación entre los miembros de la comunión eclesial, en virtud de las diversas 
condiciones jurídicas determinadas por los distintos carismas y ministerios que son 
ejercidos. Por ello, sobre la corresponsabilidad general fundamental se insertan diferentes 
responsabilidades personales y varias formas particulares de corresponsabilidad o de 
participación. Por una parte, los órganos de representación que concretamente se 
configuran como órganos de corresponsabilidad particular o de participación expresan la 
igualdad o entre todos los fieles o entre los fieles de cierta categoría. Por otra parte, el 
oficio de superior, que implica una responsabilidad personal particular —con capacidades, 
poderes, derechos y deberes propios— manifiesta instrumentalmente la presencia del único 
Cristo Cabeza que guía a la Iglesia y la conserva en la unidad. La "sinodalidad" de la 
Iglesia, entonces, debe ser entendida como expresión operativa de la comunión eclesial en 
su organicidad. En esta organicidad de la comunión eclesial se manifiesta concretamente la 
caridad como obra del Espíritu, que determina también las relaciones jurídicas. 

Usted ha distinguido entre derecho eclesial en su esencia y derecho positivo. ¿Podría 
ahondar en este aspecto?

He mencionado que en su esencia el derecho eclesial es definido como el conjunto de 
las relaciones entre los fieles dotadas de obligatoriedad, en cuanto determinadas por los 
sacramentos, por los carismas, por los ministerios y funciones, que crean reglas de 
conducta.
En relación a esto, entonces, el derecho eclesial positivo es el conjunto de las leyes y de 
las normas positivas dadas históricamente por la autoridad legítima que regulan la 
intersección de las relaciones intersubjetivas en la vida de la comunidad eclesial y que de 
este modo constituyen instituciones, cuya totalidad es el ordenamiento canónico.
La relación entre la esencia del derecho eclesial y la forma histórica que éste asume es 
un problema de fondo, porque es correlativo tanto al problema de la relación entre la 
esencia de la Iglesia como realidad dogmática y su forma histórica como realidad 
contingente, como también a la relación entre el derecho divino, realidad que pertenece a la 
esencia de la Iglesia, y el derecho eclesial positivo, que está relacionado con su realidad 
institucional contingente. De un recto planteamiento de los términos de esta problemática 
puede venir un esclarecimiento sobre el fundamento y el origen de la juridicidad de las 
relaciones intraeclesiales —ya sea entre las personas individuales, ya entre los grupos, ya 
entre las Iglesias particulares—, así como sobre la mutabilidad del derecho eclesial 
positivo.
La Iglesia en su esencia puede ser definida sintéticamente como el nuevo Pueblo de Dios 
constituido, por obra del Espíritu Santo, por la comunión entre todos los bautizados, 
jerárquicamente unidos entre sí, según diversas categorías, en virtud de la variedad de los 
carismas y de los ministerios, en la misma fe, esperanza y caridad, en los sacramentos y en 
el régimen eclesiástico. De aquí brota toda la intersección de obligaciones y derechos de 
todos los fieles y aquéllos específicos de cada una de sus categorías jurídicas particulares, 
según las tareas propias de cada uno, y por tanto el conjunto de las relaciones jurídicas 
intraeclesiales. El derecho eclesial en su esencia está contenido en esta realidad 
dogmática de la Iglesia como Pueblo de Dios. En cuanto conjunto de normas positivas, 
además, expresa históricamente tal realidad a nivel institucional, regulando la vida de este 
Pueblo.
La esencia de la Iglesia se realiza siempre en forma histórica, por lo que no se puede 
separar jamás la esencia de la forma ni viceversa. A pesar de todo lo que hay de relativo en 
la forma histórica, ésta no debe ser considerada irrelevante en relación al misterio de la 
Iglesia, si no se quiere correr el riesgo de caer en la visión de una Iglesia irreal. Sin 
embargo, esencia y forma no se pueden identificar, y la distinción, que no es real sino de 
razón, debe ser hecha. De otro modo no se podría tener ningún criterio de juicio sobre las 
formas históricas que la Iglesia asume. Además se debe tener presente que no existe una 
forma histórica que refleje perfecta y exhaustivamente la esencia de la Iglesia. El derecho 
divino, el jurídico dogmático, pertenece a la esencia de la Iglesia, que nos es dada por la 
Revelación, y expresa la voluntad de su Fundador. El derecho eclesial positivo pertenece 
en cambio a la forma institucional histórica que la Iglesia asume. Como no podemos 
considerar la esencia de la Iglesia sino en su forma institucional histórica concreta y al 
mismo tiempo comprender ésta última a partir y en función de la primera, así no podemos 
considerar el derecho divino sino en su expresión, aunque fragmentaria y limitada, en el 
derecho eclesial positivo, y éste último a partir y en función del primero.
En efecto, la realidad institucional contingente de la Iglesia, a la que pertenece el derecho 
eclesial positivo, por un lado obtiene su obligatoriedad precisamente de la realidad 
dogmática de la cual depende, el derecho divino, y por otro lado, al mismo tiempo, 
haciéndola histórica, la expresa, aunque de modo fragmentario y limitado. Forma parte 
entonces del misterio de la Iglesia tanto su realidad dogmática como la realidad institucional 
histórica. Ambas realidades, aunque distintas, están inseparablemente unidas.

·Ghirlanda-Gianfranco
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