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5. Lo señalable de la experiencia cristiana

Si la experiencia cristiana supone todo lo anterior, no termina allí. El cristiano que cree que en Jesucristo está su salvación no sólo posee una experiencia vivencial de Dios, sino una fundamentación (cristológica) objetivable que suscita, fundamenta y sostiene su experiencia de Dios.

¿Por qué el cristiano cree que en Jesucristo está su salvación? Porque en Jesucristo ha visto anunciado y ha visto actuando al Dios de la gracia, sin discriminaciones. Y por eso, porque sólo hay gracia y no hay discriminación (y no añadimos «ni justa ni injusta», porque tales categorías son inadecuadas para el Dios de Jesucristo, pues su justicia es su gracia, como vamos a ver), también puede alcanzarle a él, que es y se sabe un pecador; o de lo contrario no es cristiano, y entonces ya no puede responder a la pregunta (pues tal es la paradoja del ser cristiano: los que se consideran justos no lo son). El cristiano ha visto en Jesucristo al Dios que llama, acoge y ama a los pecadores, a todos los hombres sin excepción, especialmente a los marginados, discriminados, abandonados y olvidados. Con este Dios nunca hay nada perdido: «Su cólera dura un instante, su bondad de por vida» (Sal 30,6).

D/MISERICORDIA: Ya el Antiguo Testamento atribuye a Dios una generosidad y misericordia desbordantes (expresada con el término hesed), que superan con creces y sin proporción su cólera por el pecado del hombre. Un texto significativo es /Ex/34/06-07. El Señor se autoproclama «el Dios compasivo y clemente, paciente, misericordioso y fiel, que conserva la misericordia hasta la milésima generación, que perdona culpas, delitos y pecados, aunque no deja impune y castiga la culpa de los padres en los hijos, nietos y bisnietos». La desproporción entre la milésima generación (su gracia) y la cuarta (su castigo) es gráficamente evidente. Pero, con todo, en el Antiguo Testamento encontramos siempre (más o menos acentuado), aunque en evidente contraste con la misericordia, lo que podríamos calificar como justicia de Dios.

Lc/15/11-32: El Nuevo Testamento opera la cristificación de este atributo divino, del hesed, y también su radicalización, hasta hacer desaparecer todo rastro de castigo o cólera por parte de Dios. En todo caso es el hombre quien se autocondena, creándose su propio infierno (cf Jn 3,17-21; 12,44-50), cada vez que rechaza a Dios negando al hermano. Pero Dios, aunque nosotros le seamos infieles, permanece fiel, porque no puede negarse a sí mismo (2 Tim 2,13). Así, en la parábola del hijo pródigo aparece cómo la misericordia divina «supera la norma precisa de la justicia: precisa y a veces demasiado estrecha». Y esto en razón de la fidelidad del padre a sí mismo: «El padre del hijo pródigo es fiel a su paternidad, fiel al amor que desde siempre sentía por su hijo. Tal fidelidad se expresa en la parábola no sólo con la inmediata prontitud en acogerlo cuando vuelve a casa después de haber malgastado el patrimonio; se expresa aún más plenamente con aquella alegría, con aquella festosidad tan generosa respecto al disipador después de su vuelta» 44.

En esta parábola también se expresa el conflicto que tal proclamación de un Dios sólo de gracia suscitó con los representantes de la ley, con aquellos que como el hermano mayor no se habían alejado nunca del padre ni habían abandonado la casa paterna y, por tanto, se consideraban sujetos de derechos. La generosidad del padre les indigna por injusta a los ojos de la ley. Tal irritación terminará convirtiéndose en odio mortal hacia Jesús. Los que «siempre han cumplido» (pero «sólo» cumplido) se indignan ante la generosidad desbordante, lo mismo que se irritaron los jornaleros de la primera hora (Mt 20,11-13). Pero Dios es así: la esplendidez da el valor a su persona, pues el generoso de arriba abajo, sin tener ni tanto así de miseria, vale todo entero (Lc 11,34-36). Así, el hijo mayor de la parábola, el que se cree con derechos y contempla que la gracia se dirige también y sobre todo a los sin derecho y, lo que es peor, a los deudores que merecen el castigo, el hijo mayor no quiere reconocer su fraternidad con ellos («ese hijo tuyo»: Lc 15,30), y así demuestra que no ha entendido «el derecho de la gracia». Pero el padre, que no pretende ninguna discriminación, que no quiere invertir los papeles, sino superar unas relaciones de justos e injustos para que sólo haya hermanos en comunión, sitúa las cosas en su sitio: «Este hermano tuyo» (Lc 15,32).

San Pablo, en una página luminosa, ha expresado la cristificación del hesed, y lo ha hecho en este contexto conflictivo con la ley:

«Cuando aún nosotros estábamos sin fuerzas, Jesús el Mesías murió por los culpables. Cierto, con dificultad se dejaría uno matar por una causa justa; con todo por una buena persona quizá afrontaría uno la muerte. Pero el Mesías murió por nosotros cuando éramos aún pecadores: así demuestra Dios el amor que nos tiene. Cuando éramos enemigos fuimos reconciliados con Dios. En consecuencia, no hay proporción entre el delito y la gracia que se otorga; pues si por el delito de uno solo murió la multitud, mucho más la gracia otorgada por Dios sobró para la multitud. Y tampoco hay proporción entre las consecuencias del pecado de uno y el perdón que otorga. Si por el delito de uno sólo la muerte inauguró su reinado, mucho más los que reciben esa sobra de gracia y de perdón gratuito, viviendo reinarán por obra de uno solo, Jesús Mesías. Donde proliferó el pecado, sobreabundó la gracia» (Rm 5,6-8.10.15-17.20).

Con Jesucristo aparece que la verdadera voluntad de Dios es siempre la gracia, la gracia para los injustos, la gracia que es mayor que el pecado. En Jesucristo se expresa que Dios no viene para justa venganza sino para benevolente justificación, pues su derecho es el derecho de la gracia.

Tal concepción de la gracia y de la salvación aparece como una injusticia a los ojos de la ley; o como resultado de una debilidad y por tanto como indigna de un Dios justo. Así les pareció a los contemporáneos de Jesús y así les parece a muchos pensadores cristianos. Basta aludir a todas las teorías sobre la predestinación forjadas a lo largo de la historia de la teología. El hombre siempre termina midiendo a Dios con sus propios baremos y su idea de la justicia resulta a veces demasiado estrecha 45, y puede terminar por convertirse en una justicia cruel. San Agustín, con su teoría restrictiva de la predestinación, apelaba a la incomprensibilidad de Dios 46, pero en realidad todo resultaba perfectamente comprensible con sólo aplicar su concepto «preciso» de la justicia: todos los hombres son pecadores y no merecen sino el castigo. Si Dios quiere amnistiar gratuitamente a algunos, no comete injusticia con los condenados, porque no reciben sino su merecido. Una misericordia universal le parecía que no expresaba ni la misericordia ni la gracia que, como tales, concebía como excepcionales y por tanto restringidas. Ahí no hay nada «incomprensible», sino una tajante aplicación de la norma y del duro criterio, excesivamente humano por desgracia. Pero, por gracia, los caminos de Dios no son nuestros caminos. Por eso resultan incomprensibles y paradójicos. Su todo poder y su exacta justicia se expresan contra toda lógica: en la compasión, que en los poderes parciales es signo de debilidad y concesión, pero en el todopoderoso es expresión de soberanía:

«Te compadeces de todos porque todo lo puedes. A todos perdonas, porque son tuyos, Señor, amigo de la vida. Si les indultaste los delitos no fue porque tuvieras miedo a nadie. Porque ¿quién puede decirte qué has hecho? ¿Quién protestará contra tu fallo? ¿Quién se te presentará como vengador de delincuentes? Además, fuera de ti, no hay otro dios al cuidado de todos, ante quien tengas que justificar tu sentencia. Porque tu fuerza es el principio de la justicia y el ser dueño de todos te hace perdonarlos a todos. Tú, dueño de la fuerza, juzgas con moderación y nos gobiernas con mucha indulgencia; hacer uso de tu poder está a tu alcance cuando quieres. Actuando así enseñaste a tu pueblo que el hombre justo debe ser humano« (Sab 11,23-26;12 11.13.16.18.19).

Sólo Dios es humano. Sólo el todopoderoso, el que no tiene miedo a perder su poder, gobierna con indulgencia. Los poderes finitos crean seres dependientes; son celosos de su poder, y por eso lo defienden; en esta necesidad de defensa se demuestra su debilidad, su miedo, su definitiva impotencia. Por eso no pueden salvar 47. Por el contrario, el todo poder de Dios se identifica con el poder de su amor. Y de este modo, su poder no esclaviza, sino sirve: «Yo, el Señor y el Maestro, os he lavado los pies» (Jn 13,14). A Jesús la predicación de la gracia le costó la vida: porque chocaba con todos los principios del sistema vigente y porque en realidad (de nuevo paradójicamente) su anuncio se traducía en una exigencia máxima que los hombres no estaban (no estamos) dispuestos a seguir.

En efecto: Jesús fue condenado como blasfemo: Dios da derecho a los sin derecho, recompensa a los pecadores, acoge a los excluidos. Así, desde el principio cosechó enemistad y contradicción. Al comienzo de su ministerio, en la sinagoga de Nazaret, «todos se declaraban en contra, extrañados de que mencionase sólo las palabras sobre la gracia» (/Lc/04/22). ¿Qué ha pasado? Que Jesús ha manipulado un texto de Isaías (61,1-2), citándolo sólo por su primera parte, que habla del Dios de la gracia para los justos, y ha olvidado su segunda parte, que equilibra la primera y habla de la venganza de Dios con los injustos. Esto no encajaba con la idea que sus oyentes se hacían de Dios, dejando aparte su asombrosa libertad para disponer del texto sagrado a su antojo. O mejor: para radicalizarlo. Los mismo ocurrirá con Juan Bautista, que dudará de la autoridad de Jesús, y por eso manda a unos emisarios que le pregunten si se trata del Enviado o tenemos que esperar a otro. También Juan Bautista se vio sorprendido por una predicación que no tenía en cuenta que Dios castiga a los árboles que no dan fruto 48. Sus enemigos, «los fariseos y los letrados le criticaban diciendo: ése acoge a los pecadores y come con ellos» (Lc 15,2) (cf. Mt 11,19). Y Jesús, para justificar su comportamiento escandaloso e irritante, les propuso las parábolas de la oveja perdida y de la moneda perdida: para que comprendieran que «da más alegría un pecador que se enmienda que noventa y nueve justos que no necesitan enmendarse» (Lc 15,7.10).

Este conflicto, que aparece desde el principio, termina convirtiéndose en odio cruel por parte de aquellos que no podían comprender el anuncio del reino de Dios en perspectivas que superaban y hacían caduca la ley, la dura y justa ley:

«Es incomprensible su muerte de cruz sin el conflicto de su vida con la ley y sus representantes... La disputa entre Jesús y la ley versaba no sobre otra voluntad o sobre la voluntad de otro Dios, sino que su objeto era la verdadera voluntad de Dios, a la que, para Jesús, la concepción legal humana vela y no revela... La vida de Jesús fue un choque teológico entre él y la concepción dominante de la ley. De tal concepción surge el proceso sobre la justicia de Dios entre su evangelio y la ley. No murió por casualidad o mala suerte, sino a causa de la ley, como uno 'que fue contado entre los impíos' (/Lc/22/37), porque tenían que condenarlo como 'blasfemo' los defensores de la ley y de la fe» 49.

La predicación de Jesús no solamente chocaba con todos los principios de la justicia distributiva y la asentada concepción del actuar de Dios, sino que resultaba exigente en grado sumo. Su predicación no presentaba sólo una nueva manera de entender quién era Dios, sino que tal manera tenía incidencia directa en la manera de ser hombre (actuando así, enseñaste a tu pueblo que el hombre justo debe ser humano: /Sb/12/19). Por eso, el Dios de Jesús y su gracia benevolente no puede terminar convirtiéndose en un discurso piadoso e inocuo sobre un Dios bonachón y paternalista que consuela nuestros complejos de culpabilidad. No. El Dios de la gracia es mucho más exigente y «temible» que el Dios de la justicia. Por eso, incluso si prescindimos del contexto cultural que costó la vida a Jesús (aunque es difícil prescindir de un contexto que termina costando nada menos que la vida), su anuncio no puede entenderse de ningún modo como una «gracia barata» 50. Quien entiende lo que es la gracia queda para siempre marcado por el «temor y el temblor» (/Flp/02/12 TEMOR). Ya Pablo tuvo que combatir contra la caricatura que hacía de la gracia un consuelo inútil y una expresión de facilidad (Rm 3,8; 6,1).

A-D/EXIGENCIA-TOTAL: El Dios de la gracia es terriblemente exigente para quienes vivan la vida de la gracia. Pues el indicativo de lo que es él se convierte automáticamente en el imperativo de lo que el hombre debe ser 51. Si no hay imperativo, o bien es porque no se ha comprendido el indicativo o, lo que sería peor: porque se rechaza culpablemente, lo que equivale a no conocer el indicativo. El mensaje de la gracia salvadora sólo lo entienden los dispuestos a vivir la vida de la gracia. La correcta comprensión de la gracia es comprenderla como una gracia cara. El indicativo es: Dios nos amó cuando éramos pecadores. El imperativo dice: para ser hijos de vuestro Padre del cielo, que hace salir su sol sobre justos e injustos, amad a vuestros enemigos y rezad por los que os persiguen (Mt 5,43-45), pues si sólo queréis a los que os quieren, no vivís la vida de la gracia ni la habéis entendido; eso también lo hacen los sin Dios. Los que entran en la dinámica de la gracia, de la bondad del Padre, son buenos del todo, como es bueno el Padre del cielo (Mt 5,48). Son buenos como Dios: Dios ama a los pecadores, a sus enemigos. De pronto la gracia se convierte en imperativo de conversión, de transformación en otro Cristo, en hombre maduro a la medida de Cristo en su plenitud (cf 2 Cor 5,17-20). La gracia es una gracia cara y la exigencia es tal que la neutralidad resulta imposible: o se acepta la dinámica de la gracia o se rechaza con irritación porque denuncia la propia situación pecaminosa.

La correcta comprensión, que puede terminar en rechazo, sólo será posible (¡naturalmente!) cuando el discurso sobre la gracia no se quede a nivel de principios, sino cuando se traduzca en exigencias concretas: desvivirse por aquellos que no se lo merecen. Quien no pone límites a su compromiso en favor de los demás, pronto o tarde termina entregando la vida 52. Y, para colmo, se gana la irritación y el odio del egoísmo ambiente, porque con su generosidad echa carbones encendidos sobre las cabezas ajenas (aunque no sea ésta su pretensión): «Si tu enemigo tiene hambre, dale de comer; si tiene sed, dale de beber: así le sacarás los colores a la cara» (Rm 12,20; cf Prov 25,21-22). La aplicación concreta de tales principios deberá tener en cuenta las circunstancias históricas y culturales diversas y tendrá distintas traducciones. Pero toda traducción del anuncio de la salvación que quiera lograr las liberaciones concretas (¿y qué otra cosa si no puede querer la teología, discurso sobre el Dios de los hombres?), deberá tener en cuenta que su final y su meta es la reconciliación, el encuentro con el otro, con el enemigo. A veces esto será posible sobre ruinas: sin duda es preferible dialogar sobre ruinas que no poder dialogar nunca. Pero la meta es siempre el diálogo, sean cuales sean los medios que en una circunstancia determinada se consideren más adecuados para llevar adelante la buena noticia. Por eso Moltmann tiene razón cuando escribe:

JUSTICIA-PARADÓJICA

«El mensaje de la nueva justicia que trae al mundo la fe escatológica dice que, de hecho, los verdugos no triunfarán definitivamente sobre sus víctimas. Mas también dice que sus víctimas al final no triunfarán sobre sus verdugos. El que triunfará será el que murió primeramente por las víctimas y luego también por los verdugos, revelando con ello una nueva justicia que rompe el laberinto de odio y venganza, haciendo de las víctimas y verdugos perdidos una nueva humanidad con una nueva hombría. Sólo donde la justicia se hace creadora, obrando el derecho para los privados de él y para los injustos, sólo donde un amor creador cambia lo despreciable y odioso, sólo donde es dado a luz el hombre nuevo, que ni es oprimido ni oprime, allí es donde se puede hablar de la verdadera revolución de la justicia y de la justicia de Dios» 53.

Esta experiencia del Dios de la salvación universal en Jesucristo, la experiencia del indicativo, sólo es posible en el imperativo: los arraigados y cimentados en el amor son capaces de comprender y de conocer lo que supera todo conocimiento, el amor del Mesías (Ef 3,17-19). Esos y sólo ésos. En la carrera, en el seguimiento se experimenta al Dios de la gracia, allí se comprende lo que es el amor de Dios sobre los injustos y los malos (cf /Mt/05/48). Allí es donde se sabe que la cosa no está en que uno quiera o se afane, sino en que Dios tiene misericordia (Rom 9,16).

J/MENSAJE/INCOMODO: Si sólo se conoce y experimenta al Dios de la gracia en la carrera, de nuevo nos encontramos con la imposibilidad de señalar directamente al Dios de la salvación. Pero el creyente sí puede indicar que una de las posibles lecturas de la actuación de Jesús conduce a plantearse el dilema de seguirle o matarle. Tales dilemas sólo se plantean ante asuntos definitivos, en los que uno se juega la vida. En efecto: el mensaje y la actitud de Jesús hacían (hacen) imposible la neutralidad y la indiferencia. Ninguna de sus expresiones se acomodaba a las sociedades de entonces ni se acomoda a nuestras sociedades actuales. Esto se deduce de la actitud de sus amigos y quizás más aún de la reacción de sus enemigos. El odio, al ser una forma de amor imposible, descubre facetas y rasgos auténticos de la personalidad. Así, los enemigos de Jesús, al insinuar que es hijo de una prostituta 54, se aproximan mucho más a la realidad que los que examinan el asunto con frialdad científica: no hacen sino malinterpretar la verdad de su concepción extra-matrimonial. Lo mismo cuando le acusan de blasfemo (Jn 10,33) o de estar habitado por el diablo (Mt 12,24; Mc 3,22; Lc 11,15). O cuando le interrogan por la autoridad con la que actúa (Mt 21,23; Mc 11,28; Lc 20,2). En realidad ése es el problema que se dilucida: ¿Quién se ha creído que es? ¿Ante quién nos encontramos? Con Jesús no cabe indiferencia humana. O se trata de un loco (Jn 10,20) ­su misma familia le toma por loco (Mc 3,21)-; pero sus palabras no son palabras de loco (Jn 10,21), y entonces su pretensión debe ser examinada con toda seriedad. «A los ojos de este mundo, quien fue colgado de la cruz no era precisamente un iluso inofensivo, sino alguien que con carácter adventista transformaba los valores del mundo existente, el gran modelo de otro universo sin opresión y sin Dios de los señores», escribe Bloch con bastante precisión 55. El caso Jesús es un caso abierto. Esto legitima y posibilita ante un pensamiento positivista la interpretación creyente: es racionalmente posible, aunque no sea racionalmente concluyente, que en Jesucristo el cristiano haya encontrado lo que es ser hombre en plenitud, porque en Jesús se manifiesta el insondable amor de Dios, su cercanía total, lo que quiere que sea el hombre: imagen de su Hijo. En Jesucristo, el cristiano ha hecho la experiencia de un Dios misericordioso que nos llama a ser como él, y en esta doble instancia de ser amado y de poder amar, el cristiano encuentra su salvación. Lógicamente, quien no ama, tampoco puede ser amado. Se autocondena porque se cierra al amor.

6. La credibilidad eclesial de la respuesta

La respuesta cristiana es siempre una respuesta situada. Se da desde un lugar: la comunidad creyente. Y no sólo porque allí es donde se anuncia este Dios de la salvación, sino porque allí es donde se vive tal experiencia de Dios. Allí es donde la experiencia del amor y del poder amar se hace visible y se anticipa (cf He 2,4247; 4,32-35). Y en la medida en que la comunidad responde a su ser, su respuesta sobre el ser que le da la vida resulta creíble y respetable. De lo contrario, es una respuesta increíble y hasta contraproducente. El creyente, en definitiva, sólo puede decir: yo lo veo y lo vivo así. Mirad mis obras, mirad adónde me conduce lo que vivo. Como hacía Jesús: «Aunque no os fiéis de mí, fiaos de mis obras» (/Jn/10/38). «¿Eres tú el que tenía que venir o esperamos a otro?», preguntaron los emisarios del Bautista. Y Jesús no responde directamente, pues ya hemos visto que en tales casos una respuesta directa no sirve de nada. Su respuesta es indirecta: «Id a contarle a Juan lo que estáis viendo y oyendo» (Mt 11,4).

La respuesta del cristiano es siempre evocativa. Porque la experiencia cristiana no se identifica con un puro conocimiento especulativo. La verdad de la que responde el creyente es un camino que hay que recorrer, un itinerario en comunión. Por eso, la respuesta a la pregunta que ha dado origen a nuestras reflexiones es siempre un testimonio humilde y firme, un testimonio encarnado en la situación concreta del mundo y de la Iglesia. Un testimonio humilde, porque su respuesta siempre es insuficiente: aquello de lo que el cristiano da testimonio es mayor que toda manifestación y que toda vivencia. Y un testimonio firme, no en virtud de la categoría personal del creyente, sino porque todo lo puede gracias al que le robustece (Flp 4,13). 75

MARTÍN GELABERT BALLESTER
SALVACIÓN COMO HUMANIZACIÓN
Esbozo de una teología de la gracia
PAULINAS.Madrid-1985.Págs. 39-75

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44. JUAN PABLO II, Dives in misericordia, 5 y 6.

45. Cf JUAN PABLO, II, Dives in misericordia, 5.

46. PREDE/AG: Agustín formula con toda nitidez la distinción entre los muchos llamados y los pocos elegidos, cuyo número es tan fijo que no admite adición ni resta (cf Deo correptione et gratia, XIII, 39). De los elegidos ninguno se pierde, pues la fuerza de la depravación humana no puede vencer a Dios (Id, VII, 14). Empero, los que no han de perseverar «ni siquiera en el tiempo que llevan una vida piadosa y buena han de ser contados en el número de los elegidos. Porque no fueron ellos segregados de la masa de perdición por la presciencia y la predestinación de Dios» (Id. VII, 16; cf Id. IV, 21-23). El rigorismo agustiniano llega hasta la afirmación de que la ignorancia no excusa (cf De gratia et lib. arbitrio, III, 5). Dios podría llamar a todos de modo que todos siguieran la vocación. En realidad hay una vocación que sólo siguen quienes son aptos para recibirla. Sólo éstos son los elegidos. Tal hecho plantea el problema siguiente: ¿Por qué no reciben todos una vocacion de tal naturaleza que la sigan realmente? Para Agustín hay dos datos incontrovertibles: 1) en Dios no hay injusticia alguna; 2) Dios se compadece de quien quiere compadecerse y no se compadece de quien no quiere compadecerse. El juicio humano es incapaz de comprender cómo se armonizan estos datos, ya que todo se realiza segun la ley de la inescrutable equidad divina. Pero se puede hallar en este mundo una imagen de tal equidad: no es injusto quien exige el pago de la deuda ni quien la perdona. Tal es la imagen que emplea Agustín: a causa del pecado original los hombres adeudan a la justicia divina únicamente el castigo. Por eso no constituye injusticia alguna el hecho de que se les exija tal castigo; tampoco es injusto que Dios lo perdone. Dios es misericordioso con los predestinados y justo con los condenados (Deo correp.. et grat. XIII, 41-42, Ad Simpl., I, 2 17; De praed. sant., VI, 11; VIII, 14). Así ha de enmudecer toda pregunta indiscreta: «Hombre, quién eres tú para responder a Dios!», repite con frecuencia Agustín. Planteamientos similares podrían hacerse basándose en Juan Calvino e incluso en Tomás de Aquino.

47. Cf M. GELABERT La tolerancia como dimensión de la fe, en «Teología Espiritual.. (1977) 323-336.

48. Compárese Mt 3,2.7-10 (predicación del Bautista) con Mt 4,17 (predicación de Jesús). Ambos anuncian la llegada del reino. Pero mientras Jesús sólo anuncia la buena noticia, Juan anuncia también la cólera divina para los que no se conviertan.

49. J. MOLTMANN, O.c. en nota 32, 187, 188 y 189. Esto no quita para que otras causas de tipo político tuvieran que ver en la condena a muerte de Jesús. Con todo, no se olvide la implicación de la religión en la política y de la política en la religión en las culturas de la época.

50. Tomamos la expresión de D. BONHOEFFER. El precio de la gracia, Sígueme, Salamanca 1968, 17-35.

51. Cuando me suplicaste te perdoné toda aquella deuda. ¿No era tu deber tener también compasión de tu compañero como yo la tuve de ti? (Mt 18,32-33). «Sed buenos del todo como es bueno vuestro Padre del cielo (Mt 5,48). «Perdónanos nuestras deudas, que también nosotros perdonamos a nuestros deudores» (Mt 6,12; cf 6,14-15). También 1 Jn 3,16; Ef 5,1-2; 1 Cor 5,7; Gál 5,25.

52. Cf o c. en nota 23, 778-779. ppp

53. O.c. en nota 32, 248. Cf D. CASTRO El doble rostro del hombre deshumanizado en Escritos del Vedat 1984 311-332, en donde explica, basándose en Paulo Freire, cómo una de las características del oprimido es su identificación con el «modelo de ser« del opresor: «Quieren ser y para ellos ser es parecerse al opresor. Quieren ser hombres, pero el 'ideal' de la humanidad es el opresor. Quieren ser más, y ser más es ser opresor o subopresor de los oprimidos. Entonces 'el hombre nuevo para los oprimidos no es el hombre que debe nacer con la superación de la contradicción, con la transformación de la antigua situación, concretamente opresora, que cede lugar a una nueva: la de la liberación. Para ellos, el hombre nuevo son ellos mismos, transformados en opresores de otros' (Freire) (p 320). Es este maldito y diabólico círculo el que la salvación cristiana quiere y debe romper. Aquí resultan oportunas estas otras palabras: «Una teología cristiana que se deje guiar por el deseo moralmente inextinguible de que el criminal no triunfe sobre la víctima inocente no tiene en todo caso el derecho de excluir al criminal de la gracia que justifica, si no quiere quitar al cristianismo su identidad (E. JUNGEL. Dieu mystere du monde, Du Cerf, Paris 1983, t. II, 191).

54. Jn 8, 41. A la luz de tal insulto, léanse estas otras frases de doble sentido: Este sabemos de dónde viene (Jn 7.27). Y tu padre. Adónde está? (Jn 8,19).

55. O.c. en nota 16, 129. Planteamiento similar puede hacerse ante las reacciones negativas que pueden suscitar los auténticos cristianos: CR/REVOLUCIONARIO: «Aquellos que culpaban a los cristianos de haber dejado a Roma en ruinas mediante un incendio, eran calumniadores, pero habían captado la naturaleza del cristianismo mucho más correctamente que aquellos modernos que nos cuentan que los cristianos habían sido una comunidad ética, y habían sido martirizados lentamente hasta la muerte porque explicaban a los hombres que tenían que cumplir un deber con respecto a sus prójimos o porque su mansedumbre les había hecho explicablemente despreciables» (·Chesterton, en o.c. en nota 16, 121 y 56-57). El cristiano, como Jesús, suscita siempre una pregunta que tiene muy poco de simplista.