LA MULTIFORME SISTEMATIZACIÓN DEL QUEHACER TEOLÓGICO

 

Jerónimo Bórmida

Facultad de Teología del Uruguay - Lección inaugural 2003

 

 

Un dístico, citado hacia el 1330 por Nicolás de Lira, nos sintetiza el cuadro histórico-hermenéutico medieval:

Littera gesta docet (La letra te muestra los hechos), quid credas allegoria (lo que has de creer, la alegoría), Moralis quid agas (lo que tienes que hacer, la moral), quo tendas anagogía (hacia donde tender, la anagogía)[1].

Un correcto quehacer teológico tiene que transitar por cada uno de los niveles hermenéuticos, y no puede ignorar ninguno de ellos. Las escuelas, las culturas, las ideologías dominantes en las diferentes épocas acentúan o privilegian una de estas dimensiones sobre las demás.

Si traducimos los axiomas en la figura de un árbol, entonces en la raíz tenemos la historia (sentido literal); la savia es la fuerza vital que produce frutos espirituales (sentido alegórico); los frutos sirven para nuestro alimento (sentido tropológico); estos frutos son depositados para la eternidad en el granero divino (sentido anagógico).

El sentido literal es sinónimo de historia, de realidad, de las gestas de Dios compañero en la historia de los hombres. Toda verdadera teología cristiana (judeo-cristiana) parte de la historia. Los cristianos no somos adoradores de un Libro ni damos la vida por una idea, y menos matamos para defender un dogma. Vivimos y morimos para adorar al Dios que actúa en la historia y se autocomunica (solamente) en la historia.

La Sagrada Escritura, tomada tanto complexivamente como en su literalidad, es antes que nada un libro histórico. Es la interpretación (alegoría) de una serie de acontecimientos realmente sucedidos que tiene la finalidad de nuestra conversión (tropología) para que podamos alcanzar la vida eterna (anagogía).

La revelación cristiana no es atemporal, todo lo que se refiere a la alianza-autocomunicación de Dios y del pueblo se ha realizado en el tiempo. La divina revelación ha tenido lugar en el tiempo y en el curso de la historia, y, además, ella misma ha asumido forma histórica. El teólogo, por lo tanto, no puede prescindir de la realidad: hechos y dichos esconden y revelan el misterio escondido en Dios, conforme a la expresión de S. Agustín: Factum audivimus, mysterium requiramus (ya escuchamos los hechos, preguntémonos ahora por el misterio). La teología ayuda a descubrir el proyecto de Dios encerrado en los hechos-palabras (Cf. DV 2).

La teología no tiene por objeto ni sola ni primariamente la cognitio veritatis (el conocimiento de la verdad, la narración y el sentido de los hechos,) sino también y sobre todo la forma virtutis (el modelo para la virtud). La teología se dirige a edificación de la caridad, a la conversión de las costumbres (conversio morum). En lenguaje evangélico, a la predicación del Reino que implica conversión.

Reino que Dios construye en el presente pero que sólo se realiza plenamente en el futuro absoluto. El sentido anagógico[2] es el que lleva hacia lo alto el pensamiento de quiénes se acercan a la palabra de Dios. La teología solo puede buscar su síntesis en la escatología, su función es mostrar el futuro hacia donde el hombre tiene que dirigirse[3].

Más allá del dístico medival, toda la tradición cristiana afirma que en la Escritura nos econtramos con dos sentidos, el literal y el espiritual o neumático. El quehacer teológico se define por la superación del mero nivel fáctico (litera littera, gesta): el teólogo tiene la función de desentrañar el misterio escondido en los hechos. Un texto que he perdido, creo era de Santo Tomás, decía que el que se conforma con el sentido literal posee un intelecto bovino, come pasto sin saber lo que come y para qué lo come. La reflexión creyente ha ido acentuando a lo largo de su historia uno u otro de estos niveles.

Voy a dibujar caricaturas, no muy realistas, pero significativas, de algunas de estas acentuaciones.

Traducción cultural del misterio convivido

Los discípulos de Jesús convivieron con el misterio (Mt 13:11pp), a ellos les fue revelado experiencialmente el proyecto de Dios mantenido en secreto durante siglos eternos (Rom 16,25s), y ahora revelado en la historia de Jesús. La vivencia, la experiencia, al ser transmitida es necesariamente traducida a los códigos culturales de los oyentes de la Palabra. Este Cristus receptus (Cristo culturalmente aceptado) es fruto de un proceso complejo, con intervención de muchas personas y muchos grupos, variedad de acontecimientos y de instituciones. Cuando los discípulos, los simpatizantes y los opositores confrontan el Hecho-Jesús con las tradiciones del Antiguo Testamento y con sus propios intereses elaboran síntesis tan diferentes como diferenciadas son las teologías y antropologías de la Biblia.

Herodes refleja un juicio bastante generalizado entre la gente del pueblo: Jesús es el Mesías-Profeta, el Nuevo Elías, o uno de los tantos profetas (Mc 6, 14-15). En la misma línea está la confesión de Cesarea (Mt 16, 16ss). El pueblo pobre lo proclama como el sucesor del David, el Mesías que iba a preocuparse de salvar a los pobres (Mt 21, 8-11). Jesús se auto interpreta como el Hijo del Hombre, ser divino, desde el principio de los tiempos con Dios y que tiene que padecer y morir ajusticiado, es decir uniendo la teología apocalíptica de Daniel con la profética del Siervo de Yahveh, de Isaías (Mc 8, 27-31).

La experiencia de los que convivieron con el misterio de la persona y la obra de Jesús fue evolucionando a medida que iba siendo traducida a los oyentes de diferentes ámbitos culturales. La comunidad palestinense, al anunciar el hecho Jesús en ambientes helenistas, tuvo que acomodarse, necesariamente, al imaginario cultural y simbólico de las culturas que iban siendo evangelizadas. A lo largo del primer siglo cristiano entre los diversos estratos del N.T., entre los diversos centros geográficos y entre los varios autores, encontramos tanto diferencias como concordancias. La evolución es tan rápida y la diferencia es tal que hoy uno se pregunta si las creencias de la primera generación de creyentes encuentran continuidad substancial con las creencias de la iglesia posterior.

Los primeros kerigmas suponen que Dios ha concedido a Jesús una dignidad y un poder o bien después o bien en el momento de la resurrección. Jesús ha sido entronizado y ha obtenido el título Kyrios: Jesús ha sido constituido Hijo de Dios (Hech 2,33, 5,31; Rom 1,4). Rápidamente se impone la idea de la preexistencia divina de Jesús (Jn 1,1ss), la teología del Logos traduce bien el misterio para los oyentes de origen griego.

Marcos insiste en el “secreto mesiánico”, en Mateo es importante la invocación “Señor” (kyrie) y en el sermón de la montaña vemos a Jesús ocupar el mismo lugar del Legislador Supremo, Yahveh. Las tres parábolas sobre la misericordia de Dios, son, externa e internamente, el corazón del Evangelio de Lucas, cuya cristología tiene un fuerte el sentido social. Juan es el creador de la llamada cristología de encarnación: el Logos se hizo carne.

Pablo se centra más en la cruz y resurrección de Jesús que en la actuación terrena de Jesús en sus obras y palabras. El himno cristológico de Filp 2,6‑11 es uno de los puntos culminantes de la confesión de fe en Cristo. Atestigua los tres modos de ser de Cristo: su preexistencia, su condición terrena y su glorificación pascual.

El autor de la Carta a los Hebreos introduce el tema de Cristo sumo sacerdote celeste, definitivo, que rebasa y sublima ampliamente el sacerdocio del A.T.

En el Apocalipsis de Juan es característica la designación de Cristo como el que es, y el que era, y el que viene, y él es el testigo fiel, el primogénito de los muertos y señor de los reyes de la tierra. Cristo es el vencedor de los últimos tiempos y su victoria, que se manifestará cósmica y totalmente al final de la historia, está ya decidida desde siempre[4].

La teología no se reduce, aunque la supone, a la experiencia del misterio convivido. Teología es alegoría, para seguir con las expresiones del dístico citado.

Para que un discurso sea verdaderamente teológico tiene que ser una traducción reflexiva de la experiencia de Dios.

La traducción cultural es parte integrante, definitoria, de un discurso teológico cristiano, de la experiencia eclesial del Dios de Jesús.

Traducción filosófica del misterio oído

Los cristianos de la era postapostólica somos todos discípulos de los discípulos. O si se quiere discípulos en los discípulos. En la 1Jn (1, 1) el discípulo-testigo transmite lo que ha oído, lo que ha visto con sus ojos, lo que contemplaron y tocaron sus manos acerca de la Palabra de vida. Si Juan anuncia lo que ha visto y oído, nosotros somos oyentes que tratan de actualizar aquel éfapax, traduciendo necesariamente a otros códigos la vivencia del vivo, muerto y resucitado.

Cuando proclamamos que Jesús es una persona en dos naturalezas, fórmula del Concilio de Calcedonia, estamos seguros de afirmar una fórmula tradicional que expresa adecuadamente el misterio del Jesús histórico anunciado por los discípulos, por más que no olvidemos que son expresiones filosóficas muy distantes del kerigma primero. 

Los Padres postapostólicos están más cerca del lenguaje evangélico y por más que se ven urgidos a traducir la palabra escuchada a códigos de pensamiento extraños al mundo semítico del  Jesús histórico, su teología es más cercana a la experiencia de los discípulos y, curiosamente, a la nuestra.

Dice Ignacio: Uno es el médico, carnal y espiritual, génito e ingénito, hecho Dios en carne, verdadera vida en la muerte, hijo lo mismo de María que de Dios, pasible primero e impasible después, Jesucristo, Señor nuestro” (Ef 7,2; cf. IgnPol 3,2). Su pensamiento está en las raíces de la doctrina de las dos naturalezas, pero aún no se ve necesitado de precisiones terminológicas. No teme, por ejemplo, atribuir lo humano de Jesús a Dios, y habla de la sangre y la pasión de Dios, afirmando también que la vida humana es un acontecimiento divino.

Los Padres apologetas salen del mundo de las escrituras judías para dialogar con el helenismo tardío y su teología se sitúa en otro horizonte hermenéutico, el de la filosofía griega. A pesar de que este esfuerzo produjo imprecisiones que dividieron la comunidad cristiana, los discípulos se veían urgidos de predicar al mundo helenístico la significación del hecho Jesús en categorías comprensibles para el horizonte de la koiné.

Juan Pablo II así sintetiza esta experiencia:

El encuentro del cristianismo con la filosofía no fue pues inmediato ni fácil. La práctica de la filosofía y la asistencia a sus escuelas eran para los primeros cristianos más un inconveniente que una ayuda. Para ellos, la primera y más urgente tarea era el anuncio de Cristo resucitado mediante un encuentro personal capaz de llevar al interlocutor a la conversión del corazón y a la petición del Bautismo. Sin embargo, esto no quiere decir que ignorasen el deber de profundizar la comprensión de la fe y sus motivaciones (Fides et ratio 38)

San Justino afirmaba con fuerza y claridad que en el cristianismo había encontrado la única filosofía segura y provechosa. Clemente de Alejandría llamaba al Evangelio la verdadera filosofía, porque el Evangelio es la sabiduría que desea la filosofía.

Si racionalidad y antigüedad eran el criterio para discernir lo bueno y lo verdadero y al cristianismo se le acusa tanto de irracional como nuevo, Justino tendrá que demostrar que el cristianismo es una vida según el antiguo Logos, sentido y razón divina, tan antigua y racional como Dios mismo. Justino teologiza a Jesús como el logos del medioplatonismo, sentido y ordenamiento del mundo, que da inteligibilidad al mundo y es norma moral.

Consecuentemente convierte en cristianos tanto a los santos del AT como a los mayores sabios de la gentilidad. Jesucristo es el Logos en el que todo el género humano participa. Los que vivieron con el Logos eran cristianos, incluso cuando se les tenía por irreligiosos, como en el caso de los griegos Sócrates y Heráclito y otros semejantes, y entre los bárbaros, Abrahán y Ananías. Y viceversa: Los antiguos, que vivieron sin Logos, fueron malos y enemigos de Cristo. Los patriarcas fueron los primeros filósofos: Porque fueron los primeros hombres que se dieron a la búsqueda de Dios. Para Justino, la encarnación del Hijo de Dios es la coronación de toda la historia humana.

Si los padres griegos piensan filosóficamente, occidente reza, predica y teologiza en latín: los cristianos comienza a pensar la teología en romano. Prevalecen la dimensión moral y jurídica, el destino humano de Cristo, especialmente la pasión y muerte de cruz en su valor redentor. Tiende a dominar el concepto estático Dios-hombre. Oriente piensa en griego e influenciado por el neoplatonismo, privilegiará a la persona del Logos y su función reveladora y divinizadora. En esta perspectiva se corrió el riesgo de atenuar la realidad humana de Jesús. Oriente es el caldo de cultivo de los grandes conflictos de los siglos V y VI. Se quiere dar consistencia filosófica a la divinidad de Cristo y del Espíritu Santo, y a la relación entre lo divino y lo humano en Cristo. En la doctrina trinitaria se emplea la fórmula tres prósopa o hipóstasis, pero una physis. En la doctrina cristológica la fórmula es dos physis para una hipóstasis o prósopa...

No sigo, al término de las grandes disputas trinitarias y cristológicas el misterio oído quedó claramente expuesto a la fe creyente, pero el Jesús histórico corrió el riesgo de quedar reducido a la metafísica griega y al derecho romano. Los dogmas son el resultado de arduos y a veces encarnizados debates terminológicos incomprensibles sin sus presupuestos filosóficos. No quedan dudas que para el hombre de hoy esta traducción filosófica de la revelación evangélica es árida, estéril e incomprensible.

La teología no terminó aún su tarea de traducción filosófica del misterio experimentado.

Estamos ante una tarea que es inédita para cada época de la historia creyente.

El hecho de que la misión evangelizadora haya encontrado en su camino primero a la filosofía griega, no significa en modo alguno que excluya otras aportaciones. Hoy, a medida que el Evangelio entra en contacto con áreas culturales que han permanecido hasta ahora fuera del ámbito de irradiación del cristianismo, se abren nuevos cometidos a la inculturación. Se presentan a nuestra generación problemas análogos a los que la Iglesia tuvo que afrontar en los primeros siglos (Fides et ratio 72).

Legitimación ideológica del misterio traducido

Aquí tocamos una falencia grave en la historia de las sistematizaciones teológicas. La teología siempre se vio enmarcada por la mentalidad-cultura de épocas y pueblos. Necesitó de la filosofía para entender y exponer en sistemas lógicos los datos de fe transmitidos por la tradición... pero hay que reconocer que se dejó sojuzgar frecuentemente por la ideología, sistematización coherente, racional, interesada. Si la cultura tiene una finalidad integradora que da cohesión a un grupo, si la filosofía le proporciona racionalidad, la ideología representa la racionalización de los intereses de un grupo o clase.

La ideología consiste en la expresión de intereses racionalizados, operacionales, y percibidos reflexivamente dentro de un contexto de lucha, de conflicto, de competencia. La ideología le proporciona ilusión de totalidad a intereses que son parciales, propios de determinados grupos o clases, y consecuentemente sectoriza, reduce, discrimina, selecciona y distorsiona la realidad. Interpreta la realidad a partir de intereses de un grupo y la formula como si correspondiese a los intereses de la totalidad[5].

La filosofía y teología más insospechable puede aparecérsenos contaminada ideológicamente. Dice Aristóteles:

La naturaleza (fysis) muestra su intención al hacer diferentes los cuerpos de los libres y los de los esclavos; los de éstos vigorosos para los trabajos, y los de aquellos útiles para la vida política [...] Es pues manifiesto (sic) que hay algunos que por naturaleza (fysei) son libres y otros esclavos, y que para éstos es la esclavitud cosa provechosa y justa (Política I,1, 1254 b 27-1255 a 2).

Santo Tomás de Aquino, hablando de la transmisión del mal originario explica:

Es manifiesto (manifestum), según la doctrina del filósofo, que el padre es el principio activo en la generación, la madre solo aporta la materia. De donde el pecado original no se contrae por la madre sino por el padre. Por ello, si Adán no pecara y Eva pecase, el hijo no contraería el pecado original (STh I-II, q. 81, a.5, resp ).

Ni Aristóteles ni Tomás tienen necesidad de demostrar sus asertos, justificados por sus ideologías. El feudalismo patriarcal contemporáneo de Tomás justificaba la dominación (sexual, económica, política, pedagógica) del varón sobre la mujer. Por más que no se sea consciente, la ideología puede viciar todo el discurso filosófico o teológico[6].

El Medioevo tuvo el poder de suplantar a Cristo y al Cristianismo por su imaginario cultural y político. Jesús, su mensaje, su comunidad de creyentes llegaron hasta nuestros días inseparablemente unidos a formulaciones que en un principio fueron puramente coyunturales, respuesta a las coordenadas ideológicas feudales[7].

Tomemos solamente un ejemplo, el Cur Deus Homo, de San Anselmo. Su Dios es un soberano feudal que ofendido no puede perdonar al ofensor sin exigirle una satisfacción imposible, porque la gravedad del pecado se mide por la persona ofendida y la posibilidad de satisfacción por la condición miserable del transgresor. Ofender al Papa es muchísimo más grave que ofender a un obispo y a éste que a un simple sacerdote. Pero la ofensa a una persona sagrada -es sacrilegio- es un pecado enorme en comparación a la que se realizare en perjuicio de una persona laica. Matar a un hombre libre es homicidio, matar al esclavo es derecho del dueño...[8] No sigo porque esta ideología dominó no solamente la cristología en la Iglesia sino todos y cada uno de sus ámbitos, moral, derecho, liturgia...

En realidad, la ciudad de Dios terminó siendo modelada por la ciudad terrena. El derecho, la estructura del poder, el dogma, la liturgia, y hasta los nombres y las vestiduras de las jerarquías de la ciudad de Dios se van amoldando a los cánones imperiales.

En este contexto la herejía es, ante todo, un peligro para la seguridad y unidad del Estado. Al infierno o a la cárcel irán a parar todos aquellos que se opongan tanto al Papa, el representante de Dios en la tierra, como a los señores terrestres confirmados por el Papa en nombre de Dios. Los intereses de los creyentes, y muy especialmente de sus líderes, se confundieron con los intereses del propio Dios. La causa del Estado-Iglesia fue la causa de Dios.

Los Dictatus Papae (Dictámenes del Papa)[9], atribuidos a Gregorio VII afirman que el Papa puede: deponer o absolver a los obispos, establecer nuevas leyes, constituir nuevas comunidades, usar las enseñas imperiales. Sólo al Papa todos los príncipes besan los pies, sólo su nombre será pronunciado en todas las iglesias, porque es único en el mundo. A él le está permitido deponer al emperador. No existe ningún texto canónico fuera de su autoridad y su decisión no debe ser reformada por nadie y sólo él puede reformar las decisiones de todos y no debe ser juzgado por nadie. Para este documento la Iglesia Romana nunca ha errado, como atestigua la Escritura, y nunca cometerá errores. Basta esta selección de afirmaciones para entender hasta donde una ideología contamina la más alta teología.

La transmisión de la gracia, el anuncio de la palabra se reduce al ejercicio del poder. Los laicos no pueden predicar... a no ser que les sea dado el poder que viene de arriba. El presbiterado se convierte en el sacramento del orden sagrado y el poder que de él proviene se identifica por el poder de jurisdicción[10].

La ideología feudal se legitima creando un cielo a imagen y semejanza de la tierra. Los bienaventurados no viven en una sociedad celeste igualitaria, en la otra vida repiten la pirámide social de esta vida. Todos aprendimos, desde la infancia, que en el cielo existe un estricto orden jerárquico tanto entre los ángeles como entre los santos. Al menos los de más edad, aprendimos que el cielo no es una anarquía, sino una jerarquía, basada en los valores inmutables de lo sagrado. Hay órdenes y coros angélicos y órdenes y coros de santos.

No sigo... no quiero dar la impresión de exagerar este hecho, pero recuerdo que hacer teología no es una tarea neutra ni imparcial. Se realiza en y desde un proyecto histórico en conflicto con otros. Método significa camino, y el teólogo tiene que sospechar a cada recodo. La tarea teológica se parece a aquel juego de cartas de mi niñez, el descónfio[11]. Juan Luis Segundo lo dice de modo más cultivado:

El método teológico obliga a dar estos pasos:

·       Primero, dime donde estás parado y te diré lo que estás mirando”... el teólogo vive de un modo tal que lo obliga a sospechar... sospecha ideología, es decir, que atrás de las apariencias puede haber intereses legitimadores de los grupos de poder.

·       Segundo, la sospecha ideológica no excluye en principio a nada: creencias, ritos, instituciones, normas morales, formas de gobierno, civiles y eclesiásticas... pero como el teólogo de dedica a hacer teología sospecha especialmente de lo que se afirma de Dios y del proyecto de Dios para el mundo.

·       Tercero, el teólogo comienza a hacer una nueva teología, y el primer paso metodológico, inevitable, es sospechar de la manera corriente de leer e interpretar la Biblia. Barrunta que en la lectura corriente hay mucha cosa que es dejada de lado por intereses de grupos de poder.

·       Cuarto, el teólogo cierra el círculo, sin lo cual no hay verdadera teología nueva y liberadora: elabora una nueva hermenéutica de la Sagrada Escritura, de la tradición, de la vida de la Iglesia, etc.,

·       Quinto, como principio metodológico fundamental, hay que dejar siempre abierto el círculo en forma de espiral, de modo de seguir desconfiando de la propia lectura como lectura ideológica[12].

Concluyo forzando, quizá en algo, un texto de Juan Pablo II en la Tertio Millennio 33:

La Puerta Santa del Jubileo del 2000 deberá ser simbólicamente más grande que las precedentes, porque la humanidad, alcanzando esta meta, se echará a la espalda no sólo un siglo, sino un milenio. Es bueno que la Iglesia dé este paso con la clara conciencia de lo que ha vivido en el curso de los últimos diez siglos. No puede atravesar el umbral del nuevo milenio sin animar a sus hijos a purificarse, en el arrepentimiento, de errores, infidelidades, incoherencias y lentitudes. Reconocer los fracasos de ayer es un acto de lealtad y de valentía que nos ayuda a reforzar nuestra fe, haciéndonos capaces y dispuestos para afrontar las tentaciones y las dificultades de hoy.

Y en la Novo Millennio 7:

¿Cómo olvidar la conmovedora Liturgia del 12 de marzo de 2000, en la cual yo mismo, en la Basílica de san Pedro, fijando la mirada en Cristo Crucificado, me he hecho portavoz de la Iglesia pidiendo perdón por el pecado de tantos hijos suyos? Esta «purificación de la memoria” ha reforzado nuestros pasos en el camino hacia el futuro, haciéndonos a la vez más humildes y atentos en nuestra adhesión al Evangelio.

Fe que busca contemplar

Es la actitud de los poetas, de los artistas, de los místicos. La cultivan los anacoretas, los eremitas, los monjes.

Tomás de Celano, el primer biógrafo de san Francisco cuenta el hecho siguiente, al fin de la vida del Santo:

Un compañero suyo, viéndolo enfermo y aquejado de dolores de parte a parte, le dijo una vez: “Padre, las Escrituras han sido siempre para ti un amparo; te han proporcionado siempre alivio en los dolores. Haz, te lo pido, que te lean ahora algo de los profetas; tal vez tu espíritu exultará en el Señor”. Le respondió el Santo: “Es bueno recurrir a los testimonios de la Escritura, es bueno buscar en ellas al Señor Dios nuestro; pero estoy ya tan penetrado de las Escrituras, que me basta, y con mucho, para meditar y contemplar. No necesito de muchas cosas, hijo; sé a Cristo pobre y crucificado” (2Cel 105).

Santa Teresa así plasma su experiencia de “Doctora” de la Iglesia:

Como yo no tenía maestro y leía en estos libros, por donde poco a poco yo pensaba entender algo (y después entendí que, si el Señor no me mostrara, yo pudiera poco con los libros deprender, porque no era nada lo que entendía hasta que Su Majestad por experiencia me lo daba a entender, ni sabía lo que hacía), en comenzando a tener algo de oración sobrenatural, digo de quietud, procuraba desviar toda cosa corpórea, aunque ir levantando el alma yo no osaba, que, como era siempre tan ruin, veía que era atrevimiento. Mas parecíame sentir la presencia de Dios, como es así, y procuraba estarme recogida con El; y es oración sabrosa, si Dios allí ayuda, y el deleite mucho. Y como se ve aquella ganancia y aquel gusto, ya no había quien me hiciese tornar a la Humanidad, sino que, en hecho de verdad, me parecía me era impedimento (Santa Teresa, El libro de la vida, III cap 22).

El que contempla ve al Bello, que paradójicamente no es objeto de la actividad sensorial, sino la inaprehensible singularidad de la presencia que, en un relámpago, intuimos. Quiero decir con esto que no es una proyección visual del vidente. En ese instante aparece la pura posibilidad de tocar a Dios: la verdadera Belleza no se sitúa en la naturaleza misma sino en la epifanía del Trascendente que hace de la naturaleza el lugar cósmico de su resplandor, su zarza ardiente (ENDOKIMOV P., El arte del icono. Teología de la belleza. Madrid 1991, 30).

La con-templación pone juntos (synousia) al hombre y al Misterio prolongadamente, permitiendo la interacción, la connaturalidad y familiaridad, la asimilación de uno por el otro. “Pues su divino poder nos ha concedido cuanto se refiere a la vida y a la piedad, mediante el conocimiento perfecto del que nos ha llamado a su propia gloria y virtud, por medio de las cuales nos han sido concedidas las preciosas y sublimes promesas, para que por ellas os hicierais partícipes de la naturaleza divina (2Pe 1,3-4).

Contemplar la humanidad de Cristo crea connaturalidad, previa al logos, al discurso, que impacta por su presencia, configura y compromete a una respuesta vital por parte del contemplante. Una respuesta de toda la persona. Por eso, primero somos tocados por la aparición sensorial y luego promovidos a la intelección de su contenido. Lo que quiero decir es que el hombre responde primero a lo bello, es seducido por él y luego se hace buscador de la verdad[13].

Juan Pablo II en su carta a los artistas del 4 de abril de 1999 n° 6 afirma que El conocimiento de la fe supone un encuentro personal con Dios en Jesucristo que puede enriquecerse a través de la intuición artística. Pone como ejemplo a las obras del Beato Angélico y la contemplación estética de San Francisco de Asís que, después de haber recibido en el monte Verna los estigmas de Cristo, clama a Dios diciendo: ¡Tú eres belleza... Tú eres belleza!. El documento continúa:

Una sensibilidad semejante se encuentra en la espiritualidad oriental, donde Cristo es calificado como «el Bellísimo, de belleza superior a todos los mortales”. Macario el Grande comenta del siguiente modo la belleza transfigurante y liberadora del Resucitado: “El alma que ha sido plenamente iluminada por la belleza indecible de la gloria luminosa del rostro de Cristo, está llena del Espíritu Santo... es toda ojo, toda luz, toda rostro”.

Para Buenaventura el Itinerario de la mente a Dios culmina en un exceso mental y místico, en el que se da descanso al entendimiento, traspasándose el afecto totalmente a Dios a causa del exceso.

La teología por excelencia es la fruición perfecta de Dios, y en ella es necesario que:

se dejen todas las operaciones intelectuales, y que el ápice del afecto se traslade todo a Dios y todo se transforme en Dios. Y esta es experiencia mística y serenísima, que nadie la conoce, sino quien la recibe, ni nadie la recibe, sino quien la desea; ni nadie la desea, sino aquel a quien el fuego del Espíritu Santo lo inflama hasta la médula. Por eso dice el Apóstol que esta mística sabiduría la reveló el Espíritu Santo.

Y así, no pudiendo nada la naturaleza y poco la industria, ha de darse poco a la inquisición y mucho a la unción; poco a la lengua y muchísimo a la alegría interior; poco a la palabra y a los escritos, y todo al don de Dios, que es el Espíritu Santo; poco o nada a la criatura, todo a la esencia creadora, esto es, al Padre, y al Hijo, y a Espíritu Santo...

Y si tratas de averiguar como sean estas cosas, pregúntalo a la gracia, pero no a la doctrina; al deseo, pero no al entendimiento; al gemido de la oración, pero no al estudio de la lección; al esposo, pero no al maestro; a la tiniebla pero no a la claridad; a Dios, pero no al hombre; no a la luz, sino al fuego, que inflama totalmente y traslada a Dios con excesivas unciones y ardentísimos afectos.

Concluyo:

No estaría mal que nuestra teología reincorpore constantemente esta dimensión contemplativa.

La teología es un saber-sabor, es arte tanto o más que ciencia.

Fe que busca comprender

La Teología podríamos definirla, con San Anselmo, como fides quaerens intellectum:

Señor, yo no pretendo penetrar en tu profundidad, ¿cómo iba a comparar mi inteligencia con tu misterio? Pero deseo comprender de algún modo esa verdad que creo y que mi corazón ama. No busco comprender para creer, esto es, no busco comprender de antemano, por la razón, lo que haya de creer después, sino que creo primero, para esforzarme luego en comprender. Porque creo una cosa: si no empiezo por creer, no comprenderé jamás (Proslogion 1: PL 158,227).

Es la fe de todo creyente y no es solo la del teólogo profesional que busca entender. Todo creyente es un teólogo que reflexiona sobre su propia situación de creyente, y más aún, todo ser humano, en cuanto humano, por el simple hecho de ser tal, tiene alguna experiencia de Dios, y ha realizado algún tipo de reflexión, a nivel más o menos consciente, sobre esta experiencia. Con la DV n°8 la Iglesia va creciendo en la comprensión de las cosas y de las palabras transmitidas, ya por la contemplación y el estudio de los creyentes, que las meditan en su corazón y, ya por la percepción íntima que experimentan de las cosas espirituales, ya por el anuncio de aquellos que con la sucesión del episcopado recibieron el carisma cierto de la verdad.

En aquel manual de Latourelle que hace mucho usamos La Teología, Ciencia de la Salvación, leíamos:

La teología como “ciencia de la fe” tiene como función propia la búsqueda de la inteligencia de la fe. El sujeto del trabajo teológico es la “razón”, que se pone a disposición de la “fe”. “Ilustrada por la fe”, la razón se pone en una actitud religiosa, suscitada por el encuentro con Dios y culmina en la adoración.

Allí se precisaba que el teólogo tiene que ser conciente que su esfuerzo nunca puede ser exhaustivo, porque la fe que quiere entender sabe que no se puede afirmar una semejanza entre Dios y la criatura, sin que haya de afirmarse también que existe una desemejanza aún más profunda, según las palabras del Lateranense IV (1215, cap 2 DZ 432).

El concilio Vaticano II nos recuerda que no solamente para aceptar con fe la revelación es necesario el auxilio interior del Espíritu Santo, sino que la gracia es también necesaria para un fructuoso desarrollo intelectual de la fe: Para que el nombre pueda comprender cada vez más profundamente la revelación, el Espíritu Santo perfecciona constantemente la fe con sus dones (DV 5). Por más que los documentos no opacan la tarea humana y el trabajo estrictamente científico de los teólogos, dejan en claro que es la fe viva, don de Dios, la que impulsa al teólogo a elaborar los datos de fe con rigor intelectual a la vez que comunicable y verificable. Decía Latourelle:

La teología no es, por tanto, la búsqueda de las conclusiones, que se siguen de asertos clara y distintamente formulados, sino más bien la tendencia a explicar la fe implícita y globalmente aceptada, en el sentido etimológico de abrir los pliegues escondidos. La existencia cristiana no es una premisa de la teología sino teología en germen. El teólogo de profesión expresa de modo claro y examina de forma refleja un conjunto de asertos preconscientemente presentes en toda vida cristiana.

La teología como ciencia de la fe o teología científica es la reflexión consciente y crítica de la teología popular, es fruto de la misma fides quaerens intellectum.

La Fides et ratio me sirve de nuevo como cierre de este apartado:

La teología se organiza como ciencia de la fe a la luz de un doble principio metodológico: el auditus fidei y el intellectus fidei. Con el primero, asume los contenidos de la Revelación tal y como han sido explicitados progresivamente en la Sagrada Tradición, la Sagrada Escritura y el Magisterio vivo de la Iglesia (DV 10). Con el segundo, la teología quiere responder a las exigencias propias del pensamiento mediante la reflexión especulativa (Fides et ratio 65).

Fe que busca vivir

El monje practica la lectio divina: en la soledad de su celda rumia la Escritura santa y la comenta recurriendo a la alegoría. La teología escolástica “trata sólo de las cosas que se contienen en las Escrituras, y de las que pueden colegirse de las mismas” (Ord. prol. n.204, ed. Vat., I, 138), pero lee la Biblia con códigos filosóficos y recurre al silogismo.

Un ejemplo: Escoto lee Romanos 13, 8.10 y concluye que Dios se hace conocer para ser apetecido y alcanzado, de modo que nuestro fin último sea amarlo y desearlo. Y así lo explica:

Pero amar y desear el objeto conocido y amado, y amarlo y desearlo en cuanto puede circunstanciarse de esta o de aquella manera, esto es verdaderamente praxis, la cual, lejos de seguir naturalmente a la aprehensión del objeto, es libremente productible con rectitud o sin ella (Ord. prol. n.298, ed. Vat., I, 197).

Los laicos no leen sino escuchan la palabra, dado que en su mayoría son analfabetos. Estamos ante la auditio no ante la lectio divina. Pero además la escuchan en comunidad. Un ejemplo ilustrativo:

Para San Antonio (sermón del Domingo de Quincuagésima) las sandalias son las obras muertas, que debes quitarte de los pies, o sea, de los afectos de tu mente, porque la tierra, o sea, la humanidad de Cristo, en la que estás por medio de la fe, es santa y te santifica a ti, pecador.

Para Francisco de Asís las sandalias son las sandalias. Vestía un hábito de ermitaño, sujeto con una correa; llevaba un bastón en la mano, y los pies calzados. Cuando escuchó el evangelio de la misión de los discípulos de Cristo que no debían poseer ni oro, ni plata, ni dinero; ni llevar para el camino alforja, ni bolsa, ni pan, ni bastón; ni tener calzado, ni dos túnicas, sino predicar el reino de Dios y la penitencia, saltando de gozo, lleno del Espíritu del Señor, exclamó: “Esto es lo que yo quiero, esto es lo que yo busco, esto es lo que en lo más íntimo del corazón anhelo poner en práctica”.

Aquí viene lo típico de la exégesis laical, lo escuchado y entendido se pasa a la vida. La vida es la hermeneuta de las palabras de Dios.

Rebosando de alegría, se apresura inmediatamente el santo Padre a cumplir la doctrina saludable que acaba de escuchar; no admite dilación alguna en comenzar a cumplir con devoción lo que ha oído. Al punto desata el calzado de sus pies, echa por tierra el bastón y, gozoso con una túnica, se pone una cuerda en lugar de la correa... Todo lo demás que había escuchado se esfuerza en realizarlo con la mayor diligencia y con suma reverencia. Pues nunca fue oyente sordo del Evangelio sino que, confiando a su feliz memoria cuanto oía, procuraba cumplirlo a la letra sin tardanza (1Cel 22). 

Al escuchar el evangelio, los laicos evangélicos se apartan de la doctrina oficial en algunos puntos discutidos. No pueden deducir de la enseñanza de Jesús que el Papa tenga en la tierra una autoridad igual a la de Pedro, que exista el Purgatorio, que alguien tenga derecho de matar a un hombre, que sea lícito prestar juramento, y que esté prohibido a los fieles confesarse los pecados unos a otros... Y lo que escuchan lo pasan a la vida. Muchas veces esta teología laical está siendo elaborada por trabajadores, gente pobre, sin instrucción, laicos carentes de cultura, individuos simples y nómades sin casa.

La teología laical es más una actitud (un habitus) que un contenido. El teólogo no es un banco de conocimientos. El teólogo hace teología “porque sí”, porque no tiene más remedio que contemplar a quien lo prendó y transformó radicalmente.

Me has seducido, Yahveh, y me dejé seducir; me has agarrado y me has podido. He sido la irrisión cotidiana. Yo decía: no volveré a recordarla, ni hablaré más en su nombre. Pero había en mi corazón algo así como fuego prendido en mis huesos, y aunque yo trabajaba por ahogarlo, no podía. (Jer. 20, 7)

La teología es consecuencia lógica del encuentro con Cristo. La intelección no es lo primero: viene luego de la exigencia provocada por la experiencia de vida confesada con la boca y testificada con la vida. Si uno no vive como piensa, termina pensando de acuerdo a cómo vive... Quizá la gran herejía de nuestro tiempo no sea tanto el divorcio entre fe y vida, sino la coexistencia de varios tipos de fe y de varios estilos de vida en la misma persona. Los creyentes padecemos un delirio colectivo y a circunstancias diversas aplicamos distintos principios rectores de la conducta y encontramos pertinentes legitimadores de la conciencia.

El camino del estudio de la teología tiene que equivaler al camino de la conversión personal del teólogo y, connaturalmente, a la acción transformadora del entorno del teólogo.

No sé si aquí radica uno de los puntos claves para entender el porqué de los miedos a adentrarse a fondo en el campo del quehacer teológico, tarea que lleva a la conversión.

Concluyo: no estaría mal que la teología científica tenga más en cuenta la teología que nace de los simples fieles:

La universalidad de los fieles que tiene la unción del Santo no puede fallar en su creencia, y ejerce ésta su peculiar propiedad mediante el sentimiento sobrenatural de la fe de todo el pueblo, cuando “desde el Obispo hasta los últimos fieles seglares” manifiestan el asentimiento universal en las cosas de fe y de costumbres (LG. n°12). 

Fe que busca hacer

Aquí privilegiamos a la Teología como intellectum amoris, como fe que se resiste a ser la fe muerta de Santiago. Bajo esta perspectiva la finalidad, la intención, el objetivo del trabajo teológico no será tanto teórico como práctico. Como ciencia práctica privilegiará el sentido tropológico de los medievales. La teología debe regular nuestras acciones, ordenar el obrar de nuestra vida, transformar la sociedad y la iglesia. Una teología que esté dirigida solamente a construirse como ciencia teórica o especulativa, ordenada al conocimiento de la verdad y dedicada a conocer para conocer, no sería verdadera teología cristiana, porque la fe en Jesús tiene que estar abierta a la exigencia de un Dios que construye su reino y su reinado, aquí en este tiempo y en esta tierra, sin olvidar (anagogía) que el todavía no es un futuro absoluto. En esta postura la finalidad primordial de la Teología es la de contribuir a hacernos mejores, a nosotros y a nuestro mundo.

En la tradición encontramos posiciones que bien podrían ubicarse dentro de esta acentuación teológica. Para Escoto, Alberto Magno, Alejandro de Hales, la Teología era simplemente una ciencia práctica, porque fomenta la piedad y estimula a la voluntad para que tienda hacia el bien último. Alejandro de Hales dijo que la Teología es una ciencia efectiva, mientras Alberto Magno opinó que es un saber que inclina a la piedad.

Para San Buenaventura la finalidad de la Teología no es especular, sino enseñar a vivir cristianamente y se pregunta: ¿Hacemos Teología por deseo de ver, o para santificarnos? El conocimiento teológico es movido e iluminado por la fe que reside en la inteligencia, pero está allí para tocar el corazón y cambiar la vida. No importa tanto la verdad en sí misma, sino el valor de vida que tiene la verdad.

Para Santo Tomás de Aquino hacemos Teología para hacernos mejores y para conducir a los demás a la santidad, pero la Teología es principalmente un saber teórico. La Teología es en primer lugar contemplación de la verdad, y después será edificación de Cristo en nosotros[14].

Juan XXIII introduce en el magisterio la praxis de la JOC, y establece que

los principios generales de una doctrina social se llevan a la práctica comúnmente mediante tres fases: primera, examen completo del verdadero estado de la situación; segunda, valoración exacta de esta situación a la luz de los principios, y tercera, determinación de lo posible o de lo obligatorio para aplicar los principios de acuerdo con las circunstancias de tiempo y lugar. Son tres fases de un mismo proceso que suelen expresarse con estos tres verbos: ver, juzgar y obrar. (Mater et magistra, mayo 1961, 236)

La teología metodológicamente parte de la praxis para llegar a la praxis. Pero esta respetable y legítima opción cristiana puede verse exasperada, volverse exclusiva, en corrientes de pensamiento pastoralistas o políticas.

Libanio, en su introducción a la teología[15] define a la teología de la liberación como una: teología de la práxis, teologia para la práxis, teología en la práxis, teología por la práxis.

En esta postura el quehacer teológico se cualifica no porque es verdadero sino porque es útil.

La utilidad, la capacidad para traducirse operativamente no es en modo alguno el criterio último de verdad teológica.

Los alumnos tienen que vencer la resistencia ante el estudio de conocimientos a los cuales no se ve ninguna utilidad pastoral inmediata.

Los profesores debemos vencer la tentación de recortar programas y contenidos teniendo como criterio predominante la practicidad, la aplicabilidad, la utilidad. 

Fe que prefiere callar

En la teología oriental domina la vía negativa y el teólogo por excelencia es un místico, no un erudito. El quehacer teológico trasciende toda imagen y todo concepto en el camino sublime hacia la plenitud inobjetivable e incognoscible de la Trinidad. A este modo de teologizar se le llama Apófasis (teología apofática). En la occidental este camino apofático es casi desconocido. Predomina la vía positiva, descendente, del pensamiento teológico. El teólogo es sobre todo un erudito. La teología latina se define como la reflexión sobre la economía divina, sobre las manifestaciones históricas de Dios más que como la contemplación del misterio de Dios. A este camino a través de la palabra se le denomina Catáfasis (teología catafática).

La teología apofática es propia de los grandes místicos, se emparenta con la experiencia de los grandes espirituales, teodidactas, enseñados por Dios. Esta experiencia postula una radical metamorfosis del hombre, todo él tiene que ser deificado por el quehacer teológico. Estamos en las antípodas de todo espiritualismo, dado que es el hombre entero el que participa de las cosas divinas.

Hay que comprender que la teología apofática, contrariamente al agnosticismo, constituye un modo particular de conocimiento por el desconocimiento. Es la tiniebla divina concebida como una experiencia positiva de Dios en cuanto Existente. Metanoia radical, inversión del intelecto, ésta no limita nada, pues sobrepasa todo límite hacia el pleroma de la unión mística. Su contemplación se sitúa, así, más allá del discurso; la suspensión de toda actividad cognoscitiva catafática culmina en la hesichía, el recogimiento silencioso donde la paz sobrepasa toda paz[16].

El que contempla la luz divina, contempla el misterio en Dios. Una vez franqueado este umbral, la Belleza hipostasiada, el Mistagogo divino, el Espíritu Santo, es quien contempla con y en nosotros la luz de Dios. La palabra humana aquí ya sólo puede hablar por el silencio. Para contemplar la luz sin crepúsculo, es necesario que el crepúsculo desaparezca. A la flecha icónica, el Éros divino responde por su proximidad ardiente, pero indecible. El Tabor resplandece, pero el silencio es el que lo descubre.[17]

La tradición oriental impresiona por su sentido agudo del misterio de Dios: no es posible ver a Dios y no morir (Ex 33, 20, 20-23). Moisés ve su dorso, no su cara. Dios habita en una luz inaccesible y ningún hombre lo puede ver, nadie vio jamás a Dios (1Tim 6,16; 1Jn 4,12). Dios es invisible, inefable, insondable, inaccesible (Rom 1, 20; 2Cor 12,4; Rom 11, 33; 1Tim 6,16).

San Gregorio Nacianzeno (328-390) dice que la esencia de Dios permanece escondida y cuándo uno más se acerca a ella más se forma un tipo de conocimiento entre tinieblas, una docta ignorancia.

El apofatismo tiene su máxima expresión en Dionisio, el Seudo-Areopagita, (probablemente a principios del siglo VI). Para él solo se puede conocer a Dios mediante la ignorancia.

Decimos que la Causa de todas las cosas y que está por encima de todas ellas, no es sin substancia ni sin vida, ni sin razón o inteligencia. Sin embargo no es ni un cuerpo, ni una figura, ni una forma y no posee ni una figura ni una forma, y no tiene cantidad o cualidad o peso. No está en lugar alguno, escapa a toda percepción de los sentidos. (...) [18].

Esta insistencia de los Padres de que Dios está más allá del ser mismo le deja poco espacio a toda forma de onto-teología y menos aún a la teodicea[19].

Cuando estos autores dicen que Dios es nada, entienden nada de lo que conocemos... nada de lo que hacemos a nuestra imagen y semejanza, para nuestro uso y consumo. Dios no es nada de lo que se crea para servir a toda forma de poder espiritual, moral o político.

La teología apofática más que búsqueda de conocimientos positivos acerca de Dios, quiere ser la experiencia de aquello que sobrepasa todo entendimiento. No es éxtasis, sino una disposición espiritual que rechaza el formular conceptos acerca de Dios y excluye decididamente toda teología abstracta y puramente intelectual. Es una actitud existencial que compromete a todo el hombre en orden a la práctica. No es desprecio sino relativización de la inteligencia.

En nuestro ya caduco mundo de la modernidad, que sedujo también a la teología, esta dimensión del quehacer teológico está lejos de ser despreciable. Se escribe demasiado, se sabe demasiado.

La teología tiene que reaprender el silencio.

Comprender que busca explicar

De Lubac en su obra ya citada dice:

... la teología a veces se dedica a tratar cuestiones “estúpidas, inútiles y vanas”, que como dice Pablo son doctrinas extrañas, genealogías interminables, fábulas profanas y cuentos de viejas más a propósito para promover disputas que para realizar el plan de Dios, fundado en la fe (1Tim 1,3-4; 4, 7)... San León Magno las llama cuestiones disparatadas y, siete siglos más tarde, Alejandro III las calificará como “cuestiones impías, suscitadas por el diablo”, ante las cuales la autoridad, interesada más bien a mantener el orden y la unidad de pensamiento perdía la paciencia más pronta a la condena que al diálogo. Cuestiones “tortuosas”, inspiradas por una “filosofía astuta”; cuestiones frecuentemente “interminables”, frívolas, superfluas, gramaticales... Otras tenían pretensiones de ser grandes, y que San Jerónimo llamaba “quaestiunculae”. San Agustín decía en ese tipo de teología se formula mas preguntas que respuestas, y entre ellas, pocas cosas seguras e inclusive en el cielo donde no habrás más preguntas, seguirán preguntándose en la visión beatífica...

Un ejemplo que encontramos en el magisterio solemne. En una carta de Inocencio III, en 1202, responde a quien le pregunta si el agua, se convierte juntamente con el vino en la sangre. Dice que sobre esto varían las opiniones de los escolásticos.

Paréceles a algunos que, como del costado de Cristo fluyeron dos sacramentos principales, el de la redención en la sangre y el de la regeneración en el agua, en esos dos se mudan por divina virtud el vino y el agua que se mezclan en el cáliz... Otros defienden que el agua se transustancia juntamente con el vino en la sangre, como quiera que pasa a vino al mezclarse con él... Además puede decirse que el agua no pasa a la sangre, sino que permanece derramada en torno a los accidentes del vino anterior... Una cosa, sin embargo, no es lícito opinar, que se atrevieron algunos a decir, y es que el agua se convierte en flema... Mas entre las opiniones predichas, se juzga por la más probable la que afirma que el agua con el vino se trasmuda en la sangre. DZ 416

En otra carta de 1209 rechaza de la plano la afirmación de que en el sacramento de la Eucaristía el agua se convierte en flema. Inocencio afirma que mienten, los que dicen que del costado de Cristo no salió agua, sino un humor acuoso. Así argumenta el papa:

Aun cuando cuentes los grandes y auténticos varones que así sintieron, cuya opinión de palabra y escrito has seguido hasta ahora, desde el momento en que nosotros sentimos en contra, estás obligado a adherirte a nuestra sentencia. . . Porque si no hubiera sido agua, sino flema, lo que salió del costado del Salvador, el que lo vio y dio testimonio (cf. Jn. 19, 35) a la verdad, no hubiera ciertamente hablado de agua, sino de flema... Resta, pues, que de cualquier naturaleza que fuera aquella agua, natural o milagrosa, creada de nuevo por virtud divina, o resuelta de sus componentes en alguna parte, sin género de duda fue agua verdadera. DZ 417

Este discurso teológico merecería alguna de las censuras de Tomás: es stultum, stultissimum, sirve como ocasión para la irrissio infidelium.

Un pequeño librito de Don M. Vonier, La chiave della doctrina eucaristica, fue para mí decisivo en mi época de estudiante preconciliar. Siguiendo a Tomás de Aquino me ubicó definitivamente en la dimensión sacramental de los sacramentos. Pero el autor no se contenta con entender la misa como sacrificio, quería explicar el misterio. Para Vonier el sacrificio verdadero consistía en la separación simbólica del cuerpo y de la sangre y no, como decían otros buenos teólogos, en la humillación de Jesús en la hostia, en un Jesús que quedaba reducido a estado de leño, o se veía obligado a comprimirse hasta entrar en la hostia...

Metiéndonos ya en cuestiones muy serias y respetables que rozan el dogma, vemos que el misterio de la Trinidad aparece diáfano a la razón: Una naturaleza, la divina, tres personas, cuatro relaciones, cinco propiedades, dos misiones. En mi tesina de licenciatura en Friburgo logré explicar cómo un accidente como la relación puede llegar a ser persona subsistente en sí misma.

Por este camino, en su ansia de explicar el misterio de Dios en su relación con el hombre, la teología occidental se hace poco creíble.

La teología cristiana occidental tiene que reaprender a exponer más que a explicar.

Comprender que busca creer

En la Evangelium Vitae 21 (marzo 1995) Juan Pablo II ubica el centro del drama de la sociedad en el eclipse del sentido de Dios y del hombre. Nuestro Occidente, sedicente cristiano, está gravemente enfermo, la naturaleza está enferma, el ser humano está enfermo... Me parece que también la teología occidental está enferma. Como Hombre occidental, el teólogo se ha convertido en homo depredator, con la única y suprema ley de la competitivad que permite vencer en el mercado de la vida.

Credo ut intelligam, intelligo ut credam...

Los teólogos, hombres de este tiempo, padecen también la soberbia de creerse capaces de ensanchar indefinidamente las fronteras del saber y del tener. El teólogo es hoy, ante todo, un erudito y sin duda tiene un acerbo de datos muchísimo mayor que el de los grandes padres de la iglesia y de los doctores medievales. Cree saber más y apenas conoce más.

La cultura, la religión, la teología dominantes son patológicamente antropocéntricas. El teólogo como el científico está decidido a saber siempre más sobre su propio “misterio”, y, por añadidura, se cree autónomo a la hora de establecer la verdad absoluta. Este tipo de quehacer teológico propio de lo que llamamos modernidad me parece que es la culminación de un proceso plurisecular que arranca en el tardo medioevo del siglo XIV, pasa por el humanismo renacentista y culmina en el an­tropocentrismo radical y combativo de las ideologías de la industrialización.

Un antropocentrismo virulento permea todo, desde la política y la economía, hasta la refle­xión teológica y la piedad creyente. La teología moderna occidental es visceralmente antropocéntrica y tiene al hombre como primer sujeto y primer destinatario.

El siglo XX nos fascinó con corrientes teológicas de fuerte saturación antropocéntrica: teología de las realidades terrenas, del progreso, de la secularización, de la muerte de Dios, de la política, sin olvidarnos de nuestra Teología de la Liberación. Movimiento solo comprensible al interior de una verdadera centralidad antropológica propia de la teología católica latina.

Buscando comprender nos olvidamos de creer. Encerrados en la cárcel de comprensión lúcida, sin sombras, no puede iluminarnos la luz de la fe. Limitados a la dimensión de intelección puramente racional, dejamos de lado el... diría 90%... de la realidad humana que escapa al logos y se sumerge en el mithos.

Veo admirado a hermanos teólogos que están intentando dar respuesta a un mundo al que le resulta cada vez más difícil creer por estar sumergido en el puro comprender. Su teología corre el riesgo de convertirse en un conocer que no termina nunca de creer. Eruditos en lenguas, en geografía, en antropología, en historia de las religiones no consiguen aceptar el misterio del Dios-hombre, de Dios hijo de una mujer, de Dios, en definitiva, aceptar que Dios irrumpe en la historia de los hombres.

Es una teología sin pasión, los teólogos parece que nos hemos olvidado que el manantial de la ciencia teológica es la seducción de Yahveh, el fuego prendido en los huesos, llama que no se puede apagar (Jer  20,  7ss)

… el estudio de la teología sólo puede ser posible como fruto del amor… la teología es una pasión porque el amor a la verdad de Cristo ha de ser también amor extático, que hace salir de sí, que va tras el amado corriendo tras el olor de sus perfumes. Es la Esposa Iglesia la que, enamorada, quiere conocer apasionadamente a su esposo, para tener un corazón y una mente con Él. El enamoramiento propio de la conversión religiosa, del vivirse atrapado por Cristo, ese enamoramiento que lleva a la búsqueda de la verdad, no es algo meramente frío, sino que es apasionado[20].

Termino orando la hermosa oración de San Anselmo:

Señor, si no estás aquí, ¿dónde te buscaré estando ausente? Si está por doquier, ¿como no descubro tu presencia? ¿Cierto es que habitas en una claridad inaccesible. Pero ¿dónde se halla esa inaccesible claridad? Y luego, ¿con qué señales, bajo qué rasgos te buscaré? Nunca jamás te vi, Señor Dios mío. No conozco tu rostro... Enséñame a buscarte, y muéstrame a quien te busca. Porque no puedo encontrarte, si tú no te manifiestas, Deseando, te buscaré, Te desearé buscando. Amando, te hallaré. Y encontrándote, te amaré.

Jerónimo Bórmida, marzo 2003


 

[1]           El dístico, que resume bien el pensamiento tanto patrístico como el de los autores medievales sobre los cuatro sentidos bíblicos, fue atribuido a Nicolás de Lira, pero pertenece a Agustín de Dacia un autor dominico anterior.

[2]           El término anagogía es una deformación del griego anagogué y tiene el sentido de subida, ascensión, y equivale al latín sursum corda: llevar hacia lo alto.

[3]           Para ampliar BORMIDA J., Lectura de Textos Franciscanos, introducción y análisis de textos, Montevideo, 2000, 56ss. Cfr. DE LUBAC Henri, Esegesi medievale. I quattro sensi della Scritura. Trad. di G. Auletta. Edizioni Paoline, Roma 1962. 1230 pp.

[4]           He utilizado para este resumen a HAMMAN A., El Acontecimiento Cristo como obra del Hijo, MYSTERIUM SALUTIS, Manual de Teología como Historia de Salvación, Madrid 1971, III, 1, 110-410

[5]           Cfr. LIBANIO J B; Formación de la conciencia crítica, 2. Aportes socio-analíticos; Perspectivas CLAR, n. 9; pp. 22-27

[6]           DUSSEL , E. Praxis latinoamericana y filosofía de la liberación, Nueva América, Bogotá, 1983, 23-26

[7]           Un ejemplo ilustrativo para entender mejor esta afirmación: tomen el tratado de los sacramentos en un manual de teología de la primera mitad del siglo XX. La teología y la praxis sacramental hunden sus raíces más antiguas en el siglo XI y XII. El Concilio Lateranense IVº está en la base de las decisiones más importantes de Trento y estuvieron vigentes hasta el Vaticano IIº... Es casi imposible encontrar en dichos manuales referencias a la praxis de la Iglesia de los primeros siglos...

[8]           En su Elogio a los templarios Bernardo afirma que los soldados de Cristo no son homicidas sino malicidas, porque matan –en nombre del crucificado- a los malvados. San Bernardo, De la excelencia de la nueva milicia; Obras completas. B.A.C. Para ampliar el tema: BORMIDA, J., Datos históricos para una eclesiología franciscana, Montevideo 1998

[9]           Se incluyeron en el Registro del Papa en el año 1075. Algunos alegan que fueron escritos por el Papa Gregorio VII. Por más que se discute acerca de la fecha de composición, de si fue un documento para publicar o para uso personal del pontífice. No fue texto promulgado por Gregorio VII y no entró en las colecciones canónicas gregorianas, ni en el Decretum Gratiani. Era, por así decir, un texto secreto, no un texto público. En la misma línea se ubica la bula Unam Sanctam del Papa Bonifacio VIII (1294 - 1303) 18 de noviembre de 1302, Dz 468 ss.

[10]          Estas estructuras de pura ideología se han convertido en teología que perdura hasta el hoy, y con mucha dificultad la estructura eclesial por más que las creencias de los cristianos se va liberando de ellas y creando otras más acordes con el evangelio de Jesús. 

[11]          El juego, muy simple, consistía en ir descartándose. Un jugador ponía una carta sobre la mesa, boca abajo, y decía oro, copa, basto, espada… otro jugador podía decir “descónfio”, con esa acentuación. El que perdía se quedaba con todas las carta de la mesa. 

[12]          SEGUNDO J.L., Liberación de la Teología, Buenos Aires 1975, 13 - 14: "Cuatro son los puntos decisivos en el círculo hermenéutico, propio de una teología liberadora: Primero, nuestra manera de experimentar la realidad que nos lleva a la sospecha ideológica; segundo, la aplicación de la sospecha ideológica a toda la superestructura ideológica en general y a la teología en particular; tercero, una nueva manera de experimentar la realidad teológica que nos lleva a la sospecha exegética, es decir, a la sospecha de que la interpretación bíblica corriente no tiene en cuenta datos importantes, y cuarto, nuestra nueva hermenéutica, esto es, el nuevo método de interpretar la fuente de nuestra fe, que es la Escritura, con los nuevos elementos a nuestra disposición"

[13]          Textos entresacados de RAMOS R., Lo bello y la creación de lo sagrado, Tesis de licenciatura, Facultad de Teología del Uruguay, 1999.

[14]          La referencias se pueden encontrar en Cómo se hace la teología, de nuestros viejos conocidos Alszeghy y Flick

[15]          LIBANIO J.B. – MURAD A., Introdução á teologia Perfil, enfoques, tarefas, ed Loyola, 1996

[16]          La libertad como desprendimiento de todas las cosas guía hacia el amor y éste conduce al alma a la unión con Dios, a la oración continua. Esta espiritualidad, en la tradición oriental se llama hesicasmo. En griego la palabra hesichía significa una estado de calma, paz, reposo, tranquilidad, quietud, resultado de la ausencia de agitaciones exteriores como ruidos, negocios, guerra y especialmente de la ausencia de agitaciones interiores inquietudes, preocupaciones, miedos. En los autores espirituales la hesichía indica conjuntamente recogimiento, silencio, soledad exterior e interior, unión con Dios. Es un término técnico en la historia de la espiritualidad monástica para indicar el estado de quietud y de silencio de todo el ser humano, necesario para permanecer con Dios. El «hesicasmo» se puede definir como un sistema espiritual de orientación esencialmente contemplativa, que hace consistir la perfección del hombre en la unión con Dios mediante la oración continua.

[17]          Cf un bellísimo libro de ENDOKIMOV P., El arte del icono. Teología de la belleza.  Madrid 1991, 133-141.

[18]          Dionisio Areopagita, Teologia mística, IV e V, PG 3, 1040 -1048; tr. it., cit. 313-314.

[19]          O. Clement, Introducción a Ch. Yannaras, Ignoranza e conoscenza di Dio, Milano 1973, 21.

[20]          Son expresiones de Alberto Sanguinetti en la lección inaugural de 1977 y publicado luego en Amor, verdad y gratuidad. Reflexiones Teológicas. Paulinas Buenos Aires 1977, 385-386