HISTORIA OCCIDENTAL

Historia Occidentalis

Jacques de Vitry

Traducción de José María Lodeiro

CAPITULO VIII

PEDRO, EL CHANTRE, MAESTRO PARISIENSE 

Uno de éstos, el maestro Pedro, venerable chantre parisiense, como una azucena entre espinos y una rosa entre ortigas, parecido al ángel de Bérgamo, ciudad en que se encuentra el trono de Satán,  era como el árbol del incienso que embalsama los días de verano, como un vaso de oro macizo ornado de todo tipo de piedras preciosas, como un olivo de frutos abundantes y un ciprés que se eleva hasta las nubes, como una trompeta celeste y un sonador de cítara para el Señor; el maestro Pedro era un hombre poderoso en palabras y obras. Aportando a su enseñanza peso y seriedad, por la honestidad de sus costumbres, se puso pues a  obrar y enseñar a la ciudad asentada en las alturas, como lámpara que arde y brilla o un candelabro de oro en la casa del Señor.

PREDICACIÓN DE FOULQUES

De esta fuente tan límpida deseaba beber el sacerdote Foulques, de quien ya hablamos. Munido de tabletas y punzón de escribir, ingresó humildemente en las escuelas, fijando sólidamente en la memoria algunas sentencias morales y comunes que, en la medida de sus posibilidades, recogía y recibía de boca de sus maestros. Al volver a su iglesia los días de precepto, distribuía celosamente a sus ovejas la cosecha recogida a lo largo de la semana. Y como fue fiel en lo poco el Señor lo colocó sobre las más grandes. Pronto, en efecto, fue llamado e invitado por los sacerdotes de los alrededores y se puso, no sin miedo y reserva, a predicar en forma sencilla y accesible lo que había escuchado como simple laico, al igual que los pastores que pinchan los sicómoros.

Su maestro venerable y prudente, considerando  el celo y el fervor de este discípulo, pobre sacerdote ignorante, según la fe y el celo fervoroso del mismo, le mandó predicar en la iglesia de Saint-Séverin de París, estando él presente y ante numerosos escolásticos, todos muy sabios. Pues bien, el Señor concedió a su caballero tanta gracia y fuerza, que su maestro y quienes le rodeaban, llenos de admiración, atestiguaron que el Espíritu Santo había hablado en él y por él. Esto hizo que también otros estudiantes acudieran a oír su predicación simple y sin adornos. Unos a otros se invitaban, un eslabón  arrastraba al siguiente, con estas palabras: “Venid a oír al sacerdote Foulques, un nuevo Pablo”. El, con todo, fortificado en el Señor y revestido de la virtud venida de lo alto, cual Sansón con la quijada del asno, comenzó a combatir contra las bestias de Éfeso y a derrotar los monstruos de los vicios, con la ayuda del Señor.

Un día, pues, en una gran plaza de la ciudad de París que en lengua vulgar se denomina Champel, una multitud compuesta de clérigos y pueblo, se había congregado en su presencia. Como iba a sembrar la simiente divina de la predicación en el campo del Señor, abrió la boca y el Señor lo colmó según está escrito: el alma generosa será colmada, el que embriaga, el mismo será embriagado. El Señor le abrió el entendimiento para comprender las Escrituras. Puso tanta gracia en sus palabras que muchos compungidos e incitados a la penitencia, después de haber abandonado vestimentas y calzado, se prosternaban a sus pies llevando en sus manos varas o cintas; confesaban sus pecados en público y se entregaban enteramente ellos mismos y sus bienes por su voluntad y decisión. El dando gracias al Señor que tiene el poder de suscitar hijos de Abraham de las piedras, los acogió a todos con el beso de paz. Mandó a los señores que no perjudicaran a nadie sino que se contentaran con sus ganancias y a los usureros y ladrones que restituyeran, en lo posible, lo que debían. También las prostitutas, cortando sus cabellos, abandonaban la mala vida. Igualmente otros pecadores renunciaban llorando a Satanás y a sus pompas, implorando perdón. No era sólo la palabra de fuego del Señor que los abrasaba y movía a la contrición, sino que el rastrillador devolvía la salud por su intermedio a muchos enfermos abrumados por toda clase de males, como lo cuentan quienes lo vieron con sus propios ojos.

LOS ACTOS Y OBRAS DE FOULQUES

Sin embargo Foulques no recibió en vano la gracia de Dios; se ocupó concienzudamente y con ardor de multiplicar los frutos del talento que le fuera confiado. Sufría hambre canina y se movía como perro alrededor de la ciudad. Mas aún, recorriendo todo el reino de Francia y una gran parte del Imperio en el ímpetu de su espíritu estrelló con un soplo violento las naves de Tarsis, insistiendo oportunamente y a destiempo. Haciendo caso omiso del camino ya recorrido, tendía hacia lo que se encontraba por delante. No ahorraba sangre a su espada, sin embargo, dejándola a un lado, yendo de puerta en puerta, sin acepción de persona, libraba los combates del Señor con las armas de la justicia por derecha y por izquierda.  Así como un perro vivo vale más que un león muerto, no dejaba de ahuyentar con sus ladridos a los lobos, de las proximidades del rebaño del Señor. Nutría a los ignorantes con la doctrina, confortaba a los desamparados con palabras de consuelo, instruía e informaba a los que dudaban con su consejo, a los que se resistían, con lenguaje lleno de censura, a quienes  erraban, con reprimendas, a los perezosos con exhortaciones, a los que se iniciaban, en términos de advertencia. Abrasado de celo, con pocas y simples palabras movía a todos, no sólo a los humildes, sino también a reyes y grandes señores, de modo que nadie podía resistirse. La gente afluía de regiones alejadas para oírlo con sus propios oídos y ver con sus ojos los milagros del Señor realizados por su intermedio.

Una multitud de enfermos, traídos en camilla, eran depositados en las calles y en las plazas por las que debía pasar, a fin de que a su paso, tocaran el borde de su vestimenta para librarse de sus males. A veces él los tocaba. Otras, si la multitud le impedía aproximarse, los bendecía o les daba a beber agua bendecida por sus manos. Tal era la fe y la devoción de los enfermos o de sus portadores, que la mayoría sanaba, gracias no sólo al siervo de Dios, sino además en virtud del fervor y el impulso de una fe exenta de duda.

Los enfermos se consideraban felices si llegaban a arrancar un trozo cualquiera de su vestimenta.  Entre tanto, mientras él era asediado y lastimado por la multitud, se veía forzado  a ponerse casi diariamente una capa nueva. Cuando la turba se abalanzaba peligrosamente, peligrando de morir ahogado, alejaba con fuerza a los importunos que lo encerraban, utilizando un palo que portaba en la mano. Si por casualidad alguien resultaba lastimado, ni se enojaba ni protestaba, sino que, en arranque de fe y devoción, besaba la sangre de su herida como si estuviera santificada por el hombre de Dios. Ahora bien, como cierta vez un desconocido había desgarrado su capa con inaudito descaro, él se dirige a la multitud diciendo: “No rompan mis ropas, pues no están bendecidas. Bendeciré la capa de este hombre”. Hecho el signo de la cruz sobre la capa, ésta  quedó desgarrada haciéndose fragmentos como si se tratara de reliquias.

Era el martillo de los codiciosos, confundiendo a los usureros y a los que amasaban fortunas, sobre todo en tiempos de hambruna. A menudo exclamaba: “Sacia al hambriento; si no lo alimentas, lo matas”. Un día anunció en su sermón que en breve acabaría la escasez de trigo y que lo malditos acaparadores harían bien en venderlo a precio razonable antes de la próxima cosecha, los asistentes creyeron en sus palabras como si el mismo Señor les hubiera hablando, y se apresuraron a poner en venta las existencias de sus graneros. El resultado fue que, conforme a sus palabras, en todos lados aparecieron víveres que fueron vendidas a precio moderado.

Estaba animado de tan gran celo por los pecadores obstinados y por quienes postergaban su conversión al Señor, que viéndolos de continuo a punto de prevaricar, a veces los maldecía o simulaba hacerlo. Muchos que temían el trueno y el rayo de sus maldiciones, le obedecían pues, ¿acaso no era voz común que algunos de los que fueran maldecidos por él, habían caído en poder del demonio y que otros, cual atacados de epilepsia, súbitamente caían en tierra, echando espuma por la boca?

Debido a la dureza de sus prácticas penitenciales, recordemos que usaba cilicio y a menudo se revestía con una coraza muy incómoda, y que el acoso abusivo de la multitud frecuentemente lo superaba,  tenía a menudo accesos de cólera. Mas, cuando maldecía a quienes lo abrumaban, y a los que obstaculizaban sus sermones con parloteos, entonces todos caían en tierra y de inmediato se hacía silencio. En cuanto a los sacerdotes impúdicos y a sus concubinas, a las cuales llamaba rebaño del diablo, las perseguía con tantos insultos y maldiciones que resultaban abrumadas por la extrema confusión; señalaba a las culpables haciendo crecer a su paso el repudio. En consecuencia, las mujeres de tal calaña abandonaban a sus sacerdotes.

Una noble mujer a menudo exhortaba al sacerdote de una aldea de su propiedad, a que dejara a su concubina. Como él se rebelara y protestara diciendo: “¿Qué tiene usted que ver con los sacerdotes?”, ella replicó: “Yo no puedo hacer justicia sobre usted; sin embargo, los habitantes no clérigos de esta aldea, están bajo mi jurisdicción”. Dicho esto, ordenó que  trajeran a la concubina del sacerdote, la hizo tonsurar en forma de corona y declaró: “Puesto que no quieres dejar a tu sacerdote, yo te ordeno sacerdotisa”.

A otro sacerdote su obispo ordenó abandonar a su doméstica a dejar la parroquia. El se puso a llorar y lamentarse, declarando que prefería dejar la iglesia antes que a su concubina. Hecho esto, al ver aquella cortesana  que su cura se había vuelto pobre al no percibir ya sus rentas, comenzó a despreciarlo y se alejó de él. El miserable perdió así con su iglesia también a su concubina.

Muchas mujeres públicas, a cualquier lugar adonde llegaba este atleta de Cristo, abandonaban sus lupanares y acudían a él. A la mayoría las encaminaba al matrimonio; a otras, las encerraba en casas religiosas para que encontraran allí una norma de vida. Esta fue la causa de que, no muy lejos de la ciudad de París, se fundara el monasterio cisterciense de San Antonio para acogida de estas mujeres.

En otras villas y ciudades donde el santo varón bendecía fuentes o pozos, como acudía luego una multitud de enfermos, se construían capillas y hospicios.

El Señor daba tal autoridad y gracia a sus palabras, que los maestros y estudiantes parisinos cambiaban  de tarea haciendo de sus tablas y cédulas los instrumentos para escribir frases de su predicación; éstas no tenían el mismo sabor en boca de otro y, si eran predicadas por otros, no obtenían iguales frutos. Sin embargo, los ecos de sus prédicas se extendían por toda la cristiandad, lo mismo que la reputación de su santidad. Los discípulos que él enviaba a predicar, a ejemplo de los apóstoles de Cristo, eran recibidos por todos con honor y el mayor respecto. Sin embargo, uno de ellos que parecía  lleno de facundia y de conceptos, llamado maestro Pedro de Roissy, ensució la fama de su superior. Se había comprometido en la vía de la perfección y la pobreza, pero se enriqueció y obtuvo rentas con la predicación, llegando a ser canónigo y canciller de Chartres. Debió hacer brillar luz en las tinieblas y, en cambio,  produjo tinieblas a partir de la luz. Así no sólo hizo despreciable su enseñanza, sino que causó gran perjuicio a los otros discípulos de Foulques.

Este hombre santo, mientras que cada día ganaba numerosas almas para el Señor, puso sobre sus hombros el signo de la cruz. Comenzó a invitar, exhortar y estimular con el ejemplo y la palabra a los príncipes, caballeros y hombres de toda condición, a socorrer la Tierra Santa. El mismo se dedicó a recoger las limosnas de los fieles, grandes sumas de dinero, que se propuso distribuir entre los cruzados pobres, fueran caballeros o no. Aunque no realizaba las colectas con intención de aprovecharse de ellas o cualquier otra mala finalidad, se encontró, sin embargo, bajo el secreto juicio de Dios, ya que su autoridad y el influjo de su predicación comenzaron a declinar en el pueblo y que, cuanto más dinero afluía, más decrecía su influencia.

Poco tiempo después, afectado de violenta fiebre, ingresó en la meta final de toda carne viviente, en el pueblo llamado Neully. Fue sepultado en la iglesia parroquial al frente de la cual había estado. Como muchos acudían a su tumba de lugares próximos y lejanos, la iglesia cuya construcción no había podido terminarse, fue acabada gracias a las limosnas de los peregrinos provenientes de cualquier parte. Así cumplió lo prometido en vida a sus feligreses, cuando derribara la iglesia al principio de su conversión. Había dicho entonces que finalizaría la obra y ésta sería tan majestuosa como se esperaba, sin imponer cargas demasiado onerosas a sus fieles.

Los conventos de esta disciplina son numerosos en las ciudades de la región. Salvo en caso de grave enfermedad, se abstienen de carne; en cuanto a au vestimenta, no usan camisa, ropa de lino o cubiertas de plumas.

Asiduamente se dedican a la lectura (lectio), oración (oratio), trabajos manuales; siempre vigilantes tratan de no caer en la pereza, efecto de la ociosidad.

Los donados viven separados de los religiosos, como lo señalan el cuidado y la prudencia, de modo que no hablan sino raramente entre ellos, no se ven en la iglesia ni en cualquier otro lugar. Cuando se congregan por la predicación de la divina palabra, generalmente lo hacen separados por un muro.

Los hermanos clérigos o legos idóneos, reciben autorización para predicar del Soberano Pontífice, el cual ya aprobó la regla e instituciones canónicas. La autorización se extiende no sólo a lo interno de la congregación, sino además para las ciudades y en las iglesias del clero secular que están bajo jurisdicción de los prelados respectivos. Fruto de esta predicación, es la conversión al Señor de numerosos ciudadanos ricos y nobles, de matronas y de vírgenes. Algunos renuncian por completo al mundo e ingresan a esta orden (religio). Otros permanecen físicamente en el mundo y, a pesar de tener esposa e hijos tienen el espíritu de humillados y extranjeros para los negocios mundanos; se mantienen fieles al hábito religioso, se alimentan sobriamente y practican las obras de misercordia. Como reza el consejo apostólico, usan de este mundo como si no lo usaran.

Renunciando a las falaces delicias del mundo, sacerdotes y clérigos, toman el hábito regular de la pobreza y se unen a los Humillados. De hecho, finalizada la predicación, o sea, cuando los corazones del auditorio están más dispuestos al desprecio de lo terreno y a ponerse al servicio del Creador, los Humillados tienen por costumbre buscar entre los asistentes a quienes, inspirados por Dios, están dispuestsos a ingresar en la orden. por este motivo, bajo el influjo del fervor espiritual, en poco tiempo su número se acrecentó considerablemente. Para acoger la afluencia de hermanos y hermanas, los Humillados fundaron conventos en varias ciudades.

Se han mostrado temibles, en modo especial, a los herejes llamados Patarinos. Desenmascaran con energía y claridad sus mentiras; refutan sabiamente a impíos e incrédulos fundándose en las divinas Escrituras  y los confunden en disputas públicas, razón por la cual no osan ya presentarse. Muchos Patarinos reconocen su error, vuelven a la fe de Cristo y se unen a los hermanos. Quienes eran maestros del error se transforman en discípulos de la verdad, porque conociendo cuál es el lado débil de los argumentos herejes, atacan con la misma espada los errores que les fueron familiares. Como David, degüellan a Goliat; como Judit, la mujer fuerte, decapitan a Holofernes. El enemigo cae, pues, en la misma fosa por él cavada.

Más allá hay otras congregaciones sea de hombres que de mujeres, los cuales renuncian al mundo y viven bajo una regla en la casa de los pobres o en hospicios a ellos destinados. Están en número indeterminado en todos los países de occidente, sirviendo a los necesitados humilde y devotamente.

Viven según la regla de San Agustín, sin bienes propios y en comunidad, bajo la obediencia de un superior. Hacen la vestición del hábito religioso y prometen al Señor vivir en continencia perpetua.

Hombres y mujeres tienen residencias separadas donde duermen y comen en piedad y castidad. En tanto se lo permite el ejercicio de la caridad y el servicio a los pobres de Cristo, no omiten nunca las horas canónicas ni de día ni de noche.

En  las casas o conventos más numerosos, hermanos y hermanas se reúnen en capítulo a fin de corregirse de negligencias y pecados, o por otras necesarias o justas causas. Mientras reposan se leen pasajes de las divinas Escrituras; en el refectorio guardan silencio, así como en otras dependencias según horas establecidas.

Los hombres enfermos o los huéspedes sanos hospedados en sus casas comen y duermen separados de las mujeres.

Los capellanes aseguran la atención espiritual de los pobres y enfermos con la mayor humildad y devoción; así también instruyen a los ignorantes con la predicación divina, consuelan a los pusilánimes y frágiles, los llaman a la paciencia y la acción de gracias, de día y de noche celebran escrupulosamente el santo oficio en la capilla común, para que los enfermos puedan seguirlos desde sus lechos. Administran con celo y solícitos, la confesión, la extrema unción y los demás sacramentos, así como rinden piadosa sepultura a los que mueren.

Estos ministros de Cristo, sobrios y medidos, rudos y severos para sí, dispensan toda la misericordia de sus corazones sobre pobres y enfermos; les procuran los necesario en cuanto está a su alcance. Cuanto más se abajaren en la ruta hacia la casa del Señor, tanto más elevado será su rango en la patria. Por Cristo soportan las inmundicias y malos olores de los pobres; se hacen tanta violencia, que no creo posible comparar este santo y preciado martirio que sufren bajo la mirada de Dios, con cualquier otro género de penitencia. El Señor transformará en piedras preciosas y en suavísimos aromas, los sórdidos y hediondos excrementos con que alimentan sus almas.

Esta regla de la hospitalidad, santa y agradable a Dios, la vida religiosa de los Hospitalarios, cayó en la corrupción en muchos lugares y casas. Fue reducida a la nada por la unión detestable de hombres depravados que manchó a quienes conocieron su malicia como a la misma casa del Señor.

Bajo el pretexto de la hospitalidad y el simulacro de la piedad, se convirtieron en recaudadores, sacando dinero a quien podían, con mentiras, engaños, y por cualquier otro medio. Engordan a expensa de los pobres que no sospechan de ellos, salvo cuando en alguna ocasión usurpan limosnas de los fieles en desmedro de pobres y enfermos, en cantidad suficiente para que estos astutos ladrones y traficantes, obtengan pingües ganancias mediante recaudaciones fraudulentas.

Quienes dan algo a los pobres para percibir ellos beneficios mayores bajo pretexto de limosnas, están persiguiendo el enriquecimiento y deben ser tenidos más como depredadores que como bienhechores. A esta gente se le captura como a los pájaros, peces y animales depredadores: se les coloca por carnada bolsitas con dinero. Al poco tiempo, cebados, pedirán limosnas de manera importuna, indiscreta y excesiva. Así se traicionarán. Contra esta especie de bienhechores, escribió Jerónimo: “Más vale no dar, antes que atender la exigencia  imprudente de lo que puedas dar”.

Con frecuencia tales considerables ganancias son perpetradas por hermanos barbudos, expertos en simulaciones hipócritas, o por capellanes mercenarios y mentirosos, los cuales no tienen empacho en engañar a los simples y de hincar la guadaña en cosecha ajena mediante letras de indulgencias, que hasta ahí llega el ávido deseo del lucro infame. Paso por alto a los que cometen el mayor crimen, los falsarios que no temen utilizar para su predicación, falsas cartas y bulas sonsacadas. Los bienes tan vergonzosamente amontonados son utilizados luego en comilonas y beberajes. De otras inmoralidades a que se entregan en las tinieblas estas siniestras personas, el pudor nos impide relatarlas aquí, aunque  no lleguen a consumarse.

No practican nada de lo que les impone la regla y merece la pureza de la orden; exhiben sólo el hábito exterior, reclutan postulantes habitualmente mediante maniobras simoníacas. Esta gente que ingresó desvergonzadamente, permanece todavía con mayor impudicia, siguen el ejemplo de los mayores, murmuran, riñen, revolucionan, transcurren en el ocio y la apatía, apegados a sus bienes, son impúdicos, desordenados, relajados, carecen de amor, de misericordia, de lealtad. Exhiben dormitorios muy ordenados y limpios, pero vacíos de pobres y enfermos. Convierten las casas destinadas a dar hospitalidad y practicar la piedad, en cavernas de ladrones, sentina de prostitutas, sinagoga de judíos.

Tanta pestilente corrupción, tan detestable hipocresía, no contagió a todas las casas de los hospitalarios. Hubo conventos importantes donde no decayó el fervor del amor, la unción de la piedad, el lustre de la honorabilidad, ni el rigor de la disciplina. Así, por ejemplo, los hospitales del Santo Espíritu, en Roma; San Sansón, en Constantinopla; San Antonio, en el lugar del mismo nombre; Santa María de Roncevaux en los límites con España, y otras fundaciones agradables a Dios y tan necesarias a los peregrinos pobres y a los enfermos.

En París y Noyon, en las Provincias, en Champagne de Tournay (Flandres) y Liege (Lotaringia), en Bruselas (Bravante), en todas estas regiones hubo varios hospitales y casas decentes que fueron talleres de santidad, conventos de luminosa vida religiosa, refugios de necesitados, seguridad para mal vivientes, consuelo de afligidos, alimento de hambrientos, dulzura y paz de los enfermos.

Las diversas congregaciones regulares a la que nos referimos, han construido varias edificaciones bajo la regla de San Agustín y la dirección de arquitectos constructores. Después de su fundación, los ministros de las catedrales, o sea los canónigos seculares, sirvieron al Señor en humildad y pobreza, bajo las orientaciones de esa regla.

Ellos se dedicaban al oficio divino, a la lectura, la plegaria y a combatir en el ejército del Señor. Juntos en el refectorio se alimentaban convenientemente, fortaleciendo sus almas con lecturas y la escucha de las divinas Escrituras. Por la noche descansaban castamente en dormitorios comunes.

Vacante la sede episcopal, luego de orar, ayunar e invocar con lágrimas la asistencia del Espíritu Santo, elegían como superior a quien juzgaran más digno. No era fácil, con todo, encontrar a quien quisiera aceptar la peligrosa y ardua ascensión a la prelacía; por este motivo, frecuentemente las catedrales y matrices estuvieron vacantes muchos años.

En efecto, todos se juzgaban indignos e ineptos, a ejemplo del evangelista Marcos que se amputó el pulgar para no ser elegido obispo. Huían, ponían reparos y objeciones. rechazaban las dignidades bajo todo aspecto. Hoy día, en cambio, se ven numerosos   canónicos, con razón llamados seculares, ¡qué quisieran tener cuatro pulgares para llegar a obispos! Cuando no viven según la regla, están usurpando el nombre de canónigos, proyectando sombras sobre él y dejándolo sin contenido. Igual a lo que sucede con la imagen de una persona que no es ella misma o el dinero falso que no vale nada. Igual acontece con los canónigos regulares para quienes su regla es vivir sin reglas y cuya ley es seguir los deseos pecaminosos, vivir en el desenfreno, satisfacer la carne, vivir sin disciplina, ene el desorden y el vicio, recorriendo el ancho sendero que lleva al infierno, disipando en lujos o de cualquier manera, el patrimonio del crucificado.

El pobre Lázaro mendiga a la puerta, Cristo llora a la entrada, mientras que el el payaso y el histrión cantan en la mesa. Hay muchos disfraces para exhibir la vanidad, mientras en las perchas, los pobres de Cristo son crucificados por el hambre y el frío. Aquéllos conservan en sus casas el calor de las ratas, no visten al Cristo desnudo con su patrimonio. Lo que El adquirió con su sangre, lo desperdician viviendo en la magnificiencia; lo que ganó con ultrajes y golpes, lo gastan en fiestas y borracheras. Para el Señor, el establo; para ellos, las moradas: para aquél, los andrajos, para ellos las ricas vestiduras; para aquél, la cruz, para ellos las piscinas. La cruz sin título, sólo para esconder sus pasiones. Crucifican una vez más al Hijo de Dios y lo exponen al escarnio, multiplican sus riquezas, se inflan con prebendas y dignidades, se glorían en los honores, engordan con oro, plata y cofres rebosantes. Son los mismos que dijeron que el Señor era la parte de su herencia y que prometieron imitar su pobreza y humildad.

Por ese enorme y detestable sacrilegio, el patrimonio de Cristo y los bienes de los pobres se convierten al servicio de la propia vanidad, son un equipaje magnífico y viene con eñ título de caballero. Pero con más éxito representan todo esto, perros y pájaros, bufones y juglares, los jugadores de la noche, los cantores y adulones. En esta forma de vida envueltos en el resonar de los tambores, las notas de la flauta, el sonido de la lira, el tañir del címbalo; allí donde el parásito no se ruboriza porque lo injurien, ¿puede, acaso, haber lugar para el temor de Dios? Las almas de los difuntos se querellan ante el Juez supremo porque se han destinado a cosas inútiles las limosnas ofrecidas en sufragio de sus almas. Han cosechado donde no han sembrado; no vigilan a quienes tienen bajo su custodia las donaciones, ni les hacen rendir cuentas de su destino. Así el puerco se come las bellotas, no protege la encina, seca y pisotea las raíces. Hinchados de orgullo, sacudidos por la ambición, descansados en la ociosidad, ablandados por la pereza, inclinados a las disputas e injurias, sucitan discordias y crean fracciones entre los hermanos, sembrando zizaña en los capítulos y conspirando en las congregaciones. Dice Isaías: El niño se sublevará contra el anciano y el hombre rudo contra el noble.

Estos ingresaron en forma irregular, mediante dinero, servicios deshonestos, violencia de familiares, presiones de los poderosos. Y así como hicieron ellos, hacen lo mismo introduciendo en la Iglesia de Dios mediante violencia y fraude, a niños, parientes, gente impura semejante a ellos a la vez que sus secuaces. Cuando queda elección y elevación a una prelacía. son los priemeros, se ponen delante de personas honorables y cultas. Edifican en Sión sobre la sangre para que se cumpla la palabra de Isaías: Yo les daré niños por príncipes y serán dominados por afeminados. Si hay entre ellos hombres justos y temerosos de Dios que lloran y se afligen ante el espectáculo de la abominación, son objetos de mofa, de ataques, se les humilla como indignos y son maldecidos. Los tratan como hipócritas y supersticiosos. Los marginan cual publicanos y pecadores; los denuncian porque se atreven a citar la palabra de la Escritura o el nombre de Dios. Estos maliciosos son como las zarzas ya que se entrelazan como bebedores, calumniadores, blasfemos y hasta aconsejándose mutuamente, parecen decirse: Coronémonos de rosas, antes de que se marchiten; que no quede rincón en el prado por donde no haya transitado nuestra lujuria. Comamos y bebamos puesto que mañana moriremos.

Los canónigos de conducta honorable, religiosos dignos de este nombre, son heridos por las espinas venenosas y desgarrados por las lenguas emponzoñadas, cual aguijones de Satán. Pero cuanto más son probados en las aguas de la contradicción y sometidos a la lengua de los calumniadores, más fuertes son y menos temor tienen de disgustar a estos hombres de Belial, hijos de la perdición y se disponen a complacer más al Señor que les dice: ¿ Quién se elevantará para defenderme contra los inicuos? ¿Quién se mantendrá firme a mi lado contra los que hacen la maldad? Serán confundidos quienes buscan complacer a los hombres, porque éstos serán despreciados por Dios. El que agrada a todos, desagrada a todos. Si el Apóstol hubiera agradado a los hombres, no habría sido servidor de Cristo. Para agradar a Dios estos hombres no se preocuparon por agradar a los malos, aunque vivieron siempre en paz con todos. Dicen con el profeta: No debes odiar a quienes te odian.

Tienen presente ante los ojos el temor del Señor por el talento que les ha sido confiado y observan puntualmente las prescripciones de la regla. Aplicados al desarrollo y prestigio de sus iglesias, se dedican con celo a las actividades sea espirituales que corporales, asegurando un servicio humilde y devoto, como verdaderos ministros del culto en el templo de Salomón: Feliz el pueblo que sabe aclamarte, asiduo en trasponer el umbral de su iglesia. No dejan nunca las horas canónicas a las que están obligados, ni las olvidan por negligencia o falta de devoción, sino que día y noche claman al Señor con su propia voz, no como vicarios a sueldo o mercenarios. Presentan el sacrificio de alabanza y la ofrenda de sus labios con himnos, salmos y cánticos espirituales. No son arrastrados ni seducidos por amor al dinero; no los anima la codicia, como si soñaran en llenar las manos con los repartos diarios, así cual lo hacen los réprobos que confunden la mano derecha con la izquierda y sirven no al Señor sino al dinero, acudiendo al servicio nocturno no por devoción sino por el pago. Como Nadab y Ablu depositan sobre el altar del Señor un fuego profano y así reciben su salario en esta vida. Si pueden alabar en grande con la lengua, sus vidas, en cambio, es una blasfemia. No sirven a Dios por El mismo y por tanto no están para ser salvados. ¿Qué retribución pueden esperar del Señor, quienes ocupan para su propia condena, muchos beneficios de iglesias y lugares de pobres? Quien recibe no teniendo necesidad, roba al que verdaderamente la tiene, sobre todo cuando no depositó ni sembró y recoge con la guadaña de la codicia, los frutos que otros sembraron.

En Hainaut de Bravante y en algunas provincias teutónicas y alemanas, hay mujeres llamadas canonesas seculares que, se dedican a imitar a los canónigos mencionados. No aceptan que se les considere monjas, así como los canónigos no son monjes. Estas mujeres eligen a sus seguidoras, no admitiendo en la comunidad (collegium), sino sólo a hijas de caballeros y de nobles; prefieren la nobleza profana, a los méritos religiosos y morales. Visten de púrpura, usan ropas de lino, pieles grises y otras prendas del tiempo en que exhibían sus encantos. Se adornan de varias formas, rizan sus cabellos, se cubren de objetos preciosos, como si fueran templos. Se divierten con los divertidos, son muy libres en sus modales y la hospitalidad que hacen es por demás amplia. Usan las más finas pieles de cordero y todo lo más delicado que encuentran. Si alguna desea usar velo, signo de humildad, la tratan como miserable, vil, hipócrita, e inútil, por desprestigiar su nobleza. Rodeadas de clérigos y jóvenes que están a su servicio, realizan en sus mansiones lujosos y honorables festejos. No faltan a la mesa sus parientes de primer grado que ellas llaman  sus primos (cognati). Por la noche reposan en el dormitorio próximo a la iglesia, pero si están débiles, enfermas o con un malestar pasajero, obtienen fácilmente permiso para ser asistidas, visitadas y aún quedar con ellas, para parientes y amigos.

Los días solemnes y festivos, las canonesas concurren a las mismas iglesias de los canónigos regulares: en otro lado del coro, éstos cantan con ellas esforzándose por responderles exactamente en la modulación de las voces femeninas. En verdad, estas sirenas están anunciando el canto del placer en los templos de la voluptuosidad, hasta fatigar a los mismos canónigos que, al fin, rehusan ser dominados. En las procesiones también, según un rebuscado ceremonial, avanzan cantando los canónigos de un lado y las damas (domine) del otro.

Algunas después de haber vivido del patrimonio de Cristo, abandonan prebendas e iglesias para casarse, traen al mundo sus hijos y se convierten en madres de familia. Personalmente sabemos de cierta congregación cuyos miembros han seguido un consejo más razonable: huyeron de Ur de Caldea, de Babilonia y de los incendios del mundo y tomaron el hábito de la orden cisterciense, llegando así a la cima de la perfección. La mayor parte de quienes vivieron con los cistercienses buscando la salud de su alma en la santidad y la humildad, fueron agradables a Dios y no fueron consumidos por el fuego.

A las tres formas de vida religiosa de las cuales hemos hablado, es decir ermitaños, monjes y canónicos,  y para que las bases del cuadro de los que viven regularmente encuentren firmeza en su misma solidez, ha querido el Señor en estos tiempos añadir una cuarta institución religiosa, la hermosura de una Orden y la santidad de una Regla. Aunque a la verdad, si bien se considera el estado y el orden de la primitiva Iglesia, hay que decir más bien, que el Señor no ha añadido propiamente una Regla nueva, sino que ha restaurado la antigua, la ha sacado de su postración, y ha hecho revivir una forma de Religión que casi había fenecido; y esto ha acontecido en el atardecer de este mundo que camina y hacia su ocaso, ante la inminencia del tiempo del hijo de la perdición, con el fin de preparar nuevos atletas para los peligrosos tiempos del anticristo y de fortificar la Iglesia creando medios de defensa.

Esta es la religión de los verdaderos pobres del Crucificado, que es también orden de predicadores. Los llamamos hermanos menores y, por cierto, menores y más humildes que todos los regulares de este tiempo en el hábito, en la desnudez, y en el desprecio del mundo. Tienen al frente a un prior supremo, a cuyos mandatos y disposiciones regulares obedecen reverentemente los priores menores y todos los demás hermanos de la orden; él los ha enviado a las distintas regiones del mundo  a predicar y salvar las almas. Procuran con toda diligencia reproducir en su vida la religión, la pobreza y la humildad de la primitiva Iglesia, sorbiendo con sed y ardor espiritual las aguas puras de la fuente evangélica que, por imitar más de cerca la vida apostólica, se empeñan por todos los medios en cumplir no sólo los preceptos evangélicos, sino también los consejos. Renunciando a cuanto poseen, negándose a sí mismos, tomando la cruz, siguiendo desnudos al desnudo, desembarazándose de la capa de José y del ánfora como la samaritana, corren sin impedimentos, caminan mirando hacia delante sin retroceder, avanzan siempre y sin detenerse hacia lo futuro dejando en el olvido todo lo pasado, vuelan como las nubes y viven atentos con toda diligencia y cautela como las palomas, que acuden presurosas al palomar para que en él no entre la muerte.

El señor papa les ha confirmado la Regla y les ha concedido poder predicar en todas las iglesias a las que llegan, después de obtenido por deferencia el consentimiento del prelado local. Son enviados a predicar de dos en dos, como precursores de la paz del Señor y de sus segunda venida. Estos pobres de Cristo no llevan ni bolsa para el camino, ni alforjas, ni pan, ni dinero en sus cintos, no poseen oro o plata ni llevan calzado en sus pies. A ningún hermano de esta Orden le está permitido poseer nada. No tienen monasterios ni iglesias, ni campos, ni viñas, ni ganado, ni casas, ni otras posesiones, ni dónde reclinar su cabeza. No usan pieles, ni lienzos de lino, sino únicamente túnicas de lana con capucha, no tienen capas, ni palios, ni cogullas, ni ninguna otra clase de vestiduras. Si se les invita a la mesa, comen y beben de lo que se les pone. Si se les da por misericordia una limosna, no la andan reservando para más adelante.

Una o dos veces al año se reúnen todos, en un tiempo y lugar determinados, con objeto de celebrar el capítulo general, sólo dejan de acudir los que se hallan en tierras muy alejadas o al otro lado del mar. Después del capítulo, su superior les vuelve a enviar, en grupos de dos o más, a las distintas regiones, provincias y ciudades. Por su predicación, y también por el ejemplo de su santa vida y de su irreprochable conducta, animan al desprecio del mundo a un gran número de hombres, no sólo a los de clases humildes, sino también a los hidalgos y nobles, los cuales abandonan sus palacios, sus villas, sus extensísimas posesiones, truecan así sus riquezas espirituales y toman el hábito de los hermanos menores: una túnica de ínfima calidad para cubrirse y una cuerda para ceñirse.

En muy poco tiempo se han multiplicado de tal manera, que no existe en la cristiandad ninguna provincia donde no se hallen algunos de estos hermanos, que, como pulidísimos espejos, reflejan en sí mismos, ante los ojos de los que los ven, el desprecio de las vanidades del mundo. Además, no cierran sus puertas a ninguno que desee ingresar en su Religión, a no ser que se trate de los que están ya comprometidos en el matrimonio o en otra Religión, a éstos, como es lógico, ni quieren ni deben recibirlos sin la licencia de sus mujeres o de sus superiores. Pero a todos los demás los acogen en la amplitud de su Religión con toda confianza y sin género de dificultad, puesto que, confiados como están en la munificencia y la Providencia divinas, no temen, que el Señor haya de dejar de proveer a su sustento. A los que vienen a ellos les dan el cordón con la túnica, y todo lo demás lo remiten a la solicitud celestial. Y sucede que el Señor hasta tal grado devuelve el céntuplo en este siglo a sus servidores y pone sus ojos en los que así caminan por este mundo, que se cumple en ellos literalmente lo que está escrito: El Señor ama al peregrino y le procura el alimento y el vestido. En efecto, las gentes se sienten honradas cuando los siervos de Dios no desdeñan su hospitalidad o sus limosnas.

Y no se trata sólo de los fieles cristianos, sino que también los mismos sarracenos y los caídos en las tinieblas de la incredulidad admiran su humildad y su virtud, cuando van sin ningún temor a predicarles, los reciben gustosamente y les proveen con agrado de lo necesario. Hemos sido testigos de cómo el primer fundador y maestro de esta Orden, al que todos obedecen como a su principal prior, varón sencillo e iletrado, amado de Dios y de los hombres, llamado hermano Francisco, se hallaba tan penetrado de embriagueces y fervores de espíritu, que, cuando vino el ejército de los cristianos, que se hallaba ante los muros de Damieta, en Egipto, se dirigió intrépidamente a los campamentos del sultán de Egipto, defendido únicamente con el escudo de la fe. Cuando le arrestaron los sarracenos en el camino, les dijo: “Soy cristiano, llevadme a vuestro señor”. Y, una vez puesto en presencia del sultán, al verlo aquella bestia cruel, se volvió todo mansedumbre ante el varón de Dios, y durante varios días él y los suyos le escucharon con mucha atención la predicación de la fe de Cristo. Pero, finalmente, el sultán, temeroso de que alguno de su ejército se convirtiesen al Señor por la eficacia de las palabras del santo varón y se pasasen al ejército de los cristianos, mandó que lo devolviesen a nuestros campamentos con muestras de honor y garantías de seguridad, y al despedirse le dijo: “Ruega por mí, para que Dios se digne revelarme la ley y la fe que más le agrada”.

Los sarracenos suelen escuchar gustosamente la predicación de los hermanos menores cuando se limitan a exponer la fe de Cristo y la doctrina del Evangelio, pero desde el punto en que en su predicación condenan abiertamente a Mahoma como a mentiroso y pérfido, esto ya no lo soportan, y los azotan sin piedad hasta llegar casi al linchamiento, de no ser por la maravillosa protección divina, y acaban por expulsarlos de sus ciudades.

Esta es la santa Orden de hermanos menores y la Religión digna de admiración de los varones apostólicos, que, a nuestro juicio, el Señor ha suscitado en estos últimos tiempos contra el hijo de la perdición, el anticristo, y contra sus impíos seguidores. Son los que, habiendo sido constituidos centinelas de los muros de Jerusalén, como valerosos soldados de Cristo rodean el lecho de Salomón y con sus espadas rondan de puerta en puerta, no cesan día y noche en las alabanzas divinas y en las santas exhortaciones, levantan su voz como voz fuerte de trompeta, toman venganza en las naciones, echan en cara a las naciones sus iniquidades, matan sin retraer sus espadas de la sangre, dan vueltas en torno a la ciudad y padecen hambre como perros, como sal de la tierra, que sazona los alimentos de la ciudad y de la salvación, desecan las carnes, alejan la podredumbre de los gusanos y el hedor de los vicios, y como luz del mundo, iluminan a muchos para el conocimiento de la verdad y los encienden e inflaman para el fervor de la caridad.

Debo añadir, sin embargo, que esta Orden de tanta perfección y esta amplitud de tan espacioso claustro no parece conveniente para los débiles y los imperfectos, por el peligro de que, al surcar el mar en las naves y al realizar su tarea en la inmensidad de las aguas, perezcan envueltos en las olas tempestuosas, a no ser que, establecidos en una ciudad, se revistan de la fuerza que proviene de lo alto.

Gracias a estas formas de vida religiosa y a los diversos institutos de regulares puestos cual luminarias  en el firmamento de la Iglesia Occidental, el Señor ha iluminado esos países a fin de que fueran ciudades de refugio y torres fortalecidas ante el enemigo; redes y barrederas para sacar peces de las profundidades marinas y las sombras tempestuosas de este mundo.

Estas casas separadas del mundo, para determinada gente son establos de bestias, de asnos o de puercos,  para otros  son como cárceles, y para algunos, puertos de tranquilidad y jardines de delicias.  Hay quienes recorren esta vida cual sombra que huye y no pueden atrapar; ingresan a las Ordenes con el único propósito de obtener ventajas temporales. A éstos dirige el Señor su reproche en el Evangelio: Vosotros no me buscáis por los milagros que visteis, sino porque comisteis y os saciasteis de pan. Sobre éstos mercenarios que fingen ponerse al servicio del Señor a fin de llenar sus vientres, dice el salmista: Alabarán al Señor mientras reciban bienes. Creen por un tiempo, pero sobreviniendo la tentación, se alejan. Si no son saciados al instante, murmuran. Los enemigos de la cruz de Cristo cuyo dios es el vientre, pendencieros e inconstantes, persiguen en la vida religiosa aquello que no pueden obtener en el mundo. Todos sus intereses están arriba o debajo de sus vientres. Cuando digan al Señor: Maestro, te seguiremos donde tú vayas, el responderá rechazando a estas comunidades de condenados: Los zorros tienen sus madrigueras y los pájaros del cielo sus nidos, pero el Hijo del Hombre no tiene donde reclinar su cabeza. Otros, en cambio, huyen de las tentaciones y peligros del siglo adulador y vuelven la espalda a la mundana vanidad, como a una sombra que huye. Después de tener muchas faltas y caídas, desean huir del naufragio del mundo y con sabiduría, escogen  la vida religiosa cual refugio contra los peligros. En el establo del Señor, frenan su cabalgadura  con las riendas de la disciplina. Crucifican la carne con sus vicios y deseos para que se cumpla en ellos lo que está escrito: El reino delos cielos padece violencia y sólo los violentos podrán arrebatarlo.

Hay otros que están en el mundo pero no son del mundo. Probados y purificados por el ejercicio y la experiencia de una larga lucha, ponen sus pies en el mundo para someterlo. Cansados de las falsas riquezas, consideran las pasiones del alma como un pesado fardo. Padecen menos las necesidades que surgen impulsadas por el deseo y cuando abrazan el dulce yugo de la cruz de Cristo, eligen la vida regular como puerto de sosiego y paraíso de delicias. No ven esta vida como si fuera una prisión sino, por el contrario, sienten que abandonaron el cautiverio de este mundo. Son cual onagros que recobran la libertad, espíritus que respiran en libertad y que desechando vivir en el vaivén multitudinario de las ciudades, humedecen sus labios  con el vinagre de la Pasión del Señor. De esta forma fortalecen los deseos de su alma que se siente satisfecha, saciada. Tienen por suprema felicidad cargar la cruz de Cristo haciendo dura penitencia. Prueba de que su holocausto es agradable y deleitable a Dios, lo perciben como maná del desierto y pan del cielo, que encierran en sí toda delicia  y todo lo que es agradable al paladar.

Caballeros, comerciantes, campesinos, artesanos y cualquier otra categoría de las muchas que hay, tienen también sus reglas e instituciones propias  que se diferencian unas de otras, según los varios talentos que el Señor quiso confiarles. Así, con diferentes complexiones corporales y por diversos miembros,  cada cual con una función y diversidad específica, se construye el cuerpo de la Iglesia en la unidad, bajo la cabeza que es Cristo. Este verdadero José, es revestido de la túnica multicolor  y la reina, presente a su derecha, ornamentada con varias prendas, se dirige  a sus moradas en la Tierra de promisión.

Damos el nombre de regulares no sólo los que renuncian al mundo ingresando en religión, también podemos extender el nombre a los fieles de Cristo que le sirven bajo la regla del Evangelio y viven, según su ordenación,  bajo la autoridad de un primer superior. Tales son los clérigos y sacerdotes que viviendo en el siglo, tienen su Regla y también tienen observancias e instituciones propias de su ordenación. Asimismo existen personas casadas, viudas y vírgenes. No decimos en absoluto que alguna orden regular, por más estricta que  sea su vida, agrade, por eso, más a Dios que los sacerdotes que custodian fielmente su rebaño. El Señor les confió las llaves de su casa como a intendentes suyos y, de algún modo, los constituyó ecónomos de los domésticos, para alimentarlos en el momento oportuno. La misión que les tocó ejercer es la mejor. Dice el apóstol: Los sacerdotes que bien gobiernan, deben ser doblemente respetados.

Esta regla santa  y amada por Dios se compone de cuatro partes  y la eminencia de su tarea, también se expresa en cuatro oficios. Su primer deber consiste en suplir al Señor  en su provecho y de todo el pueblo de Dios; orar sin pausa  por los vivos y difuntos; ofrecer al Señor con devoción y humildad el rezo de las horas canónicas, como un sacrificio perpetuo de agradable olor.