HISTORIA OCCIDENTAL

Historia Occidentalis

Jacques de Vitry

Traducción de José María Lodeiro

CAPÍTULO XIX

LOS HERMANOS Y LOS MONJES DE GRANDMONT

Hay otra congregación o institución religiosa de hermanos llamados Grandmont. Su cabeza y monasterio de origen se encuentra en Aquitania. Estos hermanos de Grandmont han decidido sabiamente, desde el nacimiento de su orden, que los oficios espirituales y divinos estarían a cargo de sólo los monjes, mientras que la administración y cuidado de las cosas temporales, serían confiados a hermanos legos.

En cuanto a la mayoría de los otros institutos, observaban la regla y disposiciones de la orden cisterciense, excepto en que no comían jamás carne después de hecha la profesión. Sin embargo, en  caso de enfermedad y cualquiera fuese su gravedad, tenían derecho a comerla.

Observando además el silencio sólo en la iglesia durante  el oficio divino y en el dormitorio, en todos los demás actos, lugares y tiempos pueden hablar pueden hablar cuanto les guste en los otros lugares  y en toda hora, instruyéndose unos a otros y consolándose mutuamente según el Señor les inspirare.

Estos hermanos muestran sumo cuidado en la guarda de la clausura monacal, teniendo siempre cerradas las puertas de manera que el acceso sólo se concede a personas eminentes y dignas de confianza, como también a los  familiares de la Orden. En lo que se refiere al claustro y a las celdas, a la par de los Cistercienses y otros regulares, no exponen el claustro y el interior de su habitación a la  intrusión de huéspedes, como  hacen los Cistercienses y otros regalares.

Tienen un prior a quien en el capítulo general de cada año los laicos deben rendir cuentas de la gestión, aun cuando aquél no realice tareas administrativas. Si los gestores viven en las proximidades, rinden cuenta una vez por mes. Cuando lo creyera necesario, puede también enviar a un monje como visitador a otros monasterios con el laico que le hará compañía.

Aunque parezca que los monjes y hombres religiosos al no cumplir funciones de administradores y que en ese plano no ejercen dominio directo sobre los bienes, se valen mejor para consagrarse mejor a las cosas espirituales, sin embargo el enemigo del género humano, el astuto agresor de la vida religiosa, lleno de envidia por tantos institutos santos y salvíficos, se ingenió para suscitar en Grandmont, un rumor de lo más pernicioso, una discordia y escándalo entre clérigos y laicos, legos y monjes de este monasterio. Pareció, en efecto, que éstos debían tener siempre preeminencia sobre aquéllos como sucede en otras congregaciones, según la práctica poner en la cima los capiteles y no las bases de las columnas. Agrandando las cosas  agregaban que los laicos despreciaban a los monjes y pretendían imponer su dominio también en el orden espiritual. Así cuando los sacerdotes deseaban celebrar según las normas el oficio propio del día, los laicos pretendían imponer la misa de la bienaventurada Virgen María, del Espíritu Santo o de los difuntos; reclamaban se adaptaran los horarios de las celebraciones a las horas de trabajo que ellos cumplían. Si los sacerdotes se negaban, los laicos se indignaban e irritaban contra los monjes, gruñendo. Estos, entonces, hacían oídos sordos a los pedidos de los monjes, necesitados de los laicos para obtener lo que necesitaban.

Por su parte, los laicos acusaban a los monjes de ingratitud porque mientras gozaban de paz y quietud para la contemplación, ellos llevaban el peso del día y del calor, la administración del monasterio, para que aquellos a quienes servían no carecieran de lo necesario. Como no se lee que María haya murmurado contra Marta, debería bastarles poder reposar en el claustro y entregarse a la lectura y la oración, sin tener que salir fuera como los laicos. Para finalizar estas disputas, las partes recurrieron a ala jurisdicción del Soberano Pontífice. Al término de numerosas argumentaciones y acciones judiciales, el Señor Papa restauró la paz y concordia entre las partes; mandó a los laicos honrar a los monjes y estarles sumisos en el orden espiritual: no atreverse en virtud de no se sabe qué presunción, prescribir u ordenar nada acerca de los oficios divinos. En cuanto a los monjes, les ordenó amar a los hermanos laicos, instruyéndoles por la palabra y el ejemplo, en espíritu de dulzura; los invitó a soportar con bondad sus defectos; que no desearan el cuidado y la atención de los bienes temporales, antes bien dejaran en sus manos la conducción de lo temporal, sin discusiones ni murmuraciones; que se ocuparan de las cosas del espíritu y del rezo del oficio divino.