Traducción de José María Lodeiro
Mientras día tras día la Iglesia de Occidente se reformaba y mejoraba, los que habían vivido mucho tiempo en las tinieblas y sombras de muerte, eran esclarecidos por la luz y la palabra del Señor. En efecto, el aquilón se agitó y llegó el austral, extendiendo su soplo sobre el jardín del Señor, esparciendo sus perfumes. Los valles se cubrían de trigo, los campos del Señor sobreabundaban en su fecundidad; las viñas florecían, brotaban las granadas. En las guaridas en que habían vivido los dragones, verdeaban la caña y el junco. los que habían estado en las tinieblas pasaban al borde de los caminos y las llanuras les servían de pasto. Su alma se gozaba en esta abundancia. El pino se alzaba en ligar de la valeriana, y el mirto crecía en lugar de la ortiga. Se daba oro en lugar de bronce y la plata reemplazaba al hierro.
El orgullo dejó su lugar y la humildad entró ingresó discretamente, la caridad y la benevolencia suplantaron a la envidia. La paciencia puso en fuga a la cólera; la tristeza y el hastío desaparecieron ante ala alegría espiritual y la devoción. La avaricia no tuvo ya lugar; la munificencia, generosidad y misericordia con los pobres, llenaba las almas del soplo del Espíritu. La honesta sobriedad y el atavío de la castidad, desterraban lejos a los ilícitos deseos de la carne. Así pues el temor del Señor volvía a sus servidores humildes y apacibles, la caridad los hacía buenos y benevolentes, la paciencia los llenaba de dulzura y mansedumbre, el fervor del alma los incitaba a la devoción, la liberalidad y generosidad los hacía bienhechores, la moderación sobrios, la continencia y la castidad los volvía a la vez puros y agradables a Dios.
Los ojos de los ciegos veían el día y las orejas de los sordos se abrían. Los cojos saltaban cual siervos y la lengua de los mudos se desataba. Los ojos de los videntes ya no se obscurecían y los oídos de quienes oían comprendían todas las palabras. El corazón de los necios se abría a la inteligencia y la lengua de los tartamudos se expresaba sin trabas. El corazón contrito y el espíritu humillado, servían al Señor, con el apoyo de la beatitud de la paz, bajo el manto de la confianza y en el descanso total.
Entre los que habían recibido las arras del Espíritu, algunos buscaban escapar seguros de los peligros inminentes y las falsas seducciones del mundo mentiroso para servir al Señor serenamente: renunciaban al siglo, decían adiós a su familia y amistades y se dirigían al puerto de la vida religiosa, ofreciéndose en holocausto agradable al Señor, para recibir el céntuplo y poseer la vida eterna.
Daban prueba de buen juicio y de sabiduría en la espera, es difícil estar en el fuego y no ser consumido: quien toca la pez será manchado por ella. La religión y la paz del corazón no tienen peor enemigo que el tumulto de los hombres o la compañía de los malos. “Las malas compañías, en efecto, corrompen las buenas costumbres”.