HISTORIA OCCIDENTAL

Historia Occidentalis

Jacques de Vitry

Traducción de José María Lodeiro

CAPÍTULO XI

LA RENOVACIÓN DE LA IGLESIA DE OCCIDENTE

Mientras día tras día la Iglesia de Occidente se reformaba y mejoraba, los que habían vivido mucho tiempo en las tinieblas y sombras de muerte, eran esclarecidos por la luz y la palabra del Señor. En efecto, el aquilón  se agitó y llegó el austral, extendiendo su soplo sobre el jardín del Señor, esparciendo sus perfumes. Los valles se cubrían de trigo, los campos del Señor sobreabundaban en su fecundidad; las viñas florecían, brotaban las granadas. En las guaridas en que habían vivido los dragones, verdeaban la caña y el junco. los que habían estado en las tinieblas pasaban al borde de los caminos y las llanuras les servían de pasto. Su alma se gozaba en esta abundancia. El pino se alzaba en ligar de la valeriana, y el mirto crecía en lugar de la ortiga. Se daba oro en lugar de bronce y la plata reemplazaba al hierro.

El orgullo dejó su lugar y la humildad entró ingresó discretamente, la caridad y la benevolencia suplantaron a la envidia. La paciencia puso en fuga a la cólera; la tristeza y el hastío desaparecieron ante ala alegría espiritual y la devoción. La avaricia no tuvo ya lugar; la munificencia, generosidad y misericordia con los pobres, llenaba las almas del soplo del Espíritu. La honesta sobriedad y el atavío de la castidad, desterraban lejos a los ilícitos deseos de la carne. Así pues el temor del Señor volvía a sus servidores humildes y apacibles, la caridad los hacía buenos y benevolentes, la paciencia los llenaba de dulzura y mansedumbre, el fervor del alma los incitaba a la devoción, la liberalidad y generosidad los hacía bienhechores, la moderación sobrios, la continencia y la castidad los volvía a la vez puros y agradables a Dios.

Los ojos de los ciegos veían el día y las orejas de los sordos se abrían. Los cojos saltaban cual siervos y la lengua de los mudos se desataba. Los ojos de los videntes ya no se obscurecían y los oídos de quienes oían comprendían todas las palabras. El corazón de los necios se abría a la inteligencia y la lengua de los tartamudos se expresaba sin trabas. El corazón contrito y el espíritu humillado, servían al Señor, con el apoyo de la beatitud de la paz, bajo el manto de la confianza y en el descanso total.

Entre los que habían recibido las arras del Espíritu, algunos buscaban escapar seguros de los peligros inminentes y las falsas seducciones del mundo mentiroso para servir al Señor serenamente: renunciaban al siglo, decían adiós a su familia y amistades y se dirigían al puerto de la vida religiosa, ofreciéndose en holocausto agradable al Señor, para recibir el céntuplo y poseer la vida eterna.

Daban prueba de buen juicio y de sabiduría en la espera, es difícil estar en el fuego y no ser consumido: quien toca la pez será manchado por ella. La religión y la paz del corazón no tienen peor enemigo que el tumulto de los hombres o la compañía de los malos. “Las malas compañías, en efecto, corrompen las buenas costumbres”.