Una bula de Inocencio III:

Inocencio, obispo, siervo de los siervos de Dios a todos los fieles de Cristo, que viven en la ciudad y diócesis de Metz.

Nos corresponde ser solícitos por la salvación de todos. En razón de nuestro oficio, dice el Apóstol, nos debemos tanto a los sabios como a los ignorantes. Quisiéramos apartar a los malvados de sus vicios y secundar a los buenos en sus virtudes, pero en estos días nos es necesaria una discreción suplementaria, dado que los vicios se infiltran bajo apariencia de virtud y el ángel Satanás se disfraza con la máscara del ángel de la Luz.

Prudentemente, nuestro hermano, el obispo de Metz, nos comunicó que tanto en la diócesis como en la ciudad de Metz, un no pequeño número de laicos y de mujeres, fascinados por el deseo de las Escrituras, se hicieron traducir en lengua gálica los Evangelios, las Epístolas de Pablo, el Salterio, Job, y muchos otros libros.

Los mentados laicos y mujeres utilizan esas traducciones en sus reuniones secretas. Allí las estudian y luego se predican unos a otros, lo que hacen con gusto, y ellos piensan que hasta con buen tino.

No admiten en sus reuniones a quienes no les prestan oídos ni adhieren a sus enseñanzas considerándolos como extraños, no les permiten inmiscuirse en sus asuntos internos.

Si algunos de los sacerdotes de sus parroquias intentan corregirlos, se les resisten abiertamente. Aduciendo razones de la Escritura demuestran que no les asiste derecho a prohibirles cosa alguna.

Se muestran fastidiados a causa de la simpleza de sus sacerdotes, y cuando éstos les proponen las palabras de salvación, murmuran por detrás que el mensaje está mucho mejor en sus propios escritos y que ellos mismos pueden predicar sobre el asunto con más acierto.

Ante esto dejamos claro que, de por sí, no es reprensible el deseo de conocer la Sagrada Escritura y querer predicarla a los demás. Más aún, tal cosa es recomendable.

Pero deben ser merecidamente denunciados aquellos que celebran reuniones ocultas, reclamando para sí el oficio de la predicación, rechazando la simpleza de sus sacerdotes, y apartándose de la comunión de quienes no comparten sus doctrinas.

Dios, luz verdadera que ilumina a todo hombre de este mundo, odia las tinieblas, enseñó abiertamente a sus discípulos, quienes consecuentemente predicaron en todo el mundo. A éstos les dijo que: "lo que hoy digo en tinieblas, díganlo a plena luz, y lo que les digo a los oídos, grítenlo sobre los tejados".

La advertencia es clara: la predicación evangélica no puede ser propuesta en reuniones secretas, como lo hacen los herejes, sino públicamente en la Iglesia, según la costumbre católica. La Verdad testimonia que quien obra el mal odia la luz, y no se le acerca, para evitar que sus hechos sean descubiertos. Pero el que obra la verdad se aproxima a la luz, para que sus obras, hechas por Dios, sean puestas de manifiesto.

Cuando el Pontífice interrogó a Jesús sobre sus discípulos y doctrina, éste respondió: "Hablé abiertamente al mundo, siempre enseñé en las sinagogas y en el templo, donde se reúnen todos los judíos, y nada dije ocultamente".

Les proponemos estos dos argumentos: que el Señor manda no dar lo santo a los perros ni echar las perlas a los puercos; y que Cristo le dijo sólo a los apóstoles y no a todos sin distinción: "a ustedes les ha sido dado conocer el misterio del Reino de Dios, a los demás en parábolas ".

Ellos contestan que no se consideran perros, porque bien agradecidos reciben lo santo, y gustosamente aceptan las perlas.

Sin embargo ellos desgarran las cosas santas, y desprecian las perlas, que son las palabras del evangelio y los sacramentos de la Iglesia. Por eso no han de ser honrados como católicos. Al contrario: serán tratados como herejes, de esos que siempre andan ladrando y blasfemando. De ellos dice el apóstol Pablo que han de ser evitados luego de la primera y segunda amonestación .

Por otra parte los misterios arcanos de la fe no deben ser expuestos a todos, sin discriminación, porque no pueden ser entendidos por todo el mundo indiscriminadamente. Sólo quienes poseen un intelecto fiel están capacitados para comprenderlos.

Dice el Apóstol: "Como a niños en Cristo les puedo dar leche, pero no comida, porque el alimento sólido es para los mayores". Y en otro pasaje leemos: "Hablaré de sabiduría con los perfectos, pero ustedes no necesitan conocer nada más que a Jesucristo, y a este crucificado".

La profundidad de la Sagrada Escritura es de tal naturaleza que no solamente los simples e indoctos, sino tampoco los prudentes y doctos llegan a penetrarla. Es por eso que la misma Escritura dice que muchos desfallecieron al intentar un examen más atento.

Fue determinado correctamente en la Antigua Ley que la Bestia que tocase el monte debía ser lapidada. Del mismo modo decimos que ningún simple a indocto presuma allegarse a la sublimidad de la Sagrada Escritura, menos aún predicarla a los demás. Así está escrito: "No presumas por encima de tus fuerzas". Y dice el Apóstol: "No quieras saber más de lo que conviene saber, al contrario, sé sobrio en tu búsqueda".

Son muchos los miembros del cuerpo, y no todos tienen la misma función. Igualmente en la iglesia existen diversos órdenes y no todos ejercen el mismo oficio. Porque el apóstol dice que "a unos el Señor les concedió ser apóstoles, a otros profetas, a otros doctores", etc...

Y el Orden de los Doctores es casi el principal en la Iglesia. Y no puede cualquiera apropiarse para sí, indiscriminadamente, el Orden de la Predicación. Porque según el apóstol, "¿cómo predicarán si no son enviados?". Lo mismo se enseña cuando se pide que hay que orar al Señor de la mies para que envíe obreros a su mies.

Es factible argumentar diciendo agudamente que existe la posibilidad de que alguien sea enviado de modo invisible, y no sólo visiblemente mediando una intervención humana. Y hay que reconocer que la misión invisible es mucho más digna que la visible, y la misión divina, de lejos, es mejor que la humana. Así leemos que Juan Bautista no fue enviado por hombre alguno, sino por Dios. Así lo atestigua el Evangelista: "Hubo un hombre, enviado por Dios, llamado Juan".

Podemos y debemos responder afirmativamente: sí, la misión de Juan fue interior y oculta. Pero también es cierto que no es suficiente afirmar que alguien es enviado por Dios, dado que eso lo afirman todos los herejes. Se deben presentar las evidencias de la pretendida misión invisible. O bien por la ejecución de un milagro, sea por un específico testimonio de la Escritura.

Cuando el Señor se dispuso a enviar a Moisés a los hijos de Israel en Egipto, para que creyeran que era él mismo quien los enviaba, le dio el signo de convertir el bastón en serpiente y de nuevo la serpiente en bastón.

Juan Bautista presentó un específico testimonio de la Escritura para confirmar su misión. Así respondió a los sacerdotes y levitas enviados para investigar qué razones aducía para arrogarse el oficio de bautizar: "Yo soy la voz que clama en el desierto: ¡enderecen el camino del Señor!", como dijo el profeta Isaías.

No tenemos por qué creer a quien afirma ser enviado por Dios y no enviado por los hombres, a no ser que presente a su respecto un específico testimonio de la Escritura, o que obre un evidente milagro.

De los que fueron enviados por Dios dice el Evangelista: "¡Marcharon y predicaron!, por todas partes con la ayuda del Señor, confirmando sus palabras con los signos que la acompañaban".

No negamos que la ciencia sea necesaria a los sacerdotes para que puedan exponer la doctrina. Según la palabra profética, "los labios de los sacerdotes velan por la ciencia, y sus bocas examinan la ley". A pesar de lo cual, los escolásticos no deben despreciar a los sacerdotes simples, que en ellos debemos honrar al sagrado ministerio .

Así mandó el mismo Señor en la Ley: "No juzguen a los sacerdotes muy diferentes que los dioses". La excelencia de su ministerio y la dignidad de su oficio hace que sean llamados con el mismo nombre de "dioses". Tanto que en otro pasaje se dice que: "El siervo que quiera permanecer con su dueño, será presentado por éste "a los dioses".

El siervo, se encuentre de pie o caído, siempre pertenece a su Señor. El sacerdote, por lo tanto sólo puede ser castigado, y con espíritu de mansedumbre, por su obispo propio, ya que ha sido puesto bajo su corrección. Pero nunca el pueblo podrá juzgarlo con espíritu de soberbia, ya que el sacerdote ha sido puesto para corrección del pueblo.

El precepto del Señor no sólo ordena no maldecir ni al padre ni a la madre, sino que también obliga a honrarlos. Y lo que se afirma del padre carnal ha de aplicarse con mayor razón al padre espiritual.

Nadie tendrá la pretensión de justificar su osadía con el ejemplo de la burra que, según la Escritura, reprendió al profeta. O arguyendo el dicho Señor: "¿Quién de ustedes me argüirá de pecado? Si dije algo malo, entonces den testimonio de ese mal".

Porque cuando un hermano peca, ha de ser corregido ocultamente, y nadie puede sustraerse a tal regla evangélica. Y si bien hasta podemos admitir que correctamente Balaam fue corregido por una burra, es muy distinto llamar delincuente en público, a su propio padre.

Y según la verdad evangélica menos aún será lícito llamar fatuo al que apenas es simple. Porque quien llamare fatuo a su hermano será reo de la gehenna.

Uno es el caso de un prelado que, convencido de su inocencia, se somete al juicio de sus súbditos: en este sentido han de ser entendidas las palabras del Señor. Y muy otro es el del súbdito que no sólo se atreve a corregir, sino también a rechazar y levantarse temerariamente contra su prelado, siendo que su principal obligación es la de obedecer.

Si por acaso fuere necesario pedir que un sacerdote inútil o indigno sea removido del cuidado de su grey habrá de proceder ordenadamente recurriendo al obispo, al cual sabemos le pertenece el oficio tanto de instituir como de deponer a los sacerdotes.

Tales actitudes han de ser rechazadas como provenientes del orgullo de los fariseos. Ellos obran como si fueran los únicos justos, y todos los demás despreciables. Desde los albores de la Iglesia contamos con hombres santos que no vivieron como ellos, ni compartieron sus ideas. ¡Cómo para pensar que aquéllos ahora han renacido en esta gente!

El Señor amonesta a quienes no se contentan con aprender y quieren enseñar: "no pretendan muchos convertirse en maestros".

Hijos, les amamos con afecto paterno, y no queremos favorecer el error que se disfraza de verdad, para evitar que ustedes caigan en vicios con apariencia de virtud, y para que obtengan la remisión de todos los pecados. Por eso, maduramente rogamos, amonestamos:

* conviértanse de todas las cosas reprochables que han sido mencionadas;

** observen la fe católica y las normas eclesiásticas;

*** y que no les ocurra caer en la trampa de palabras engañosas, tanto en el presente como en el futuro.

Si no reciben humilde y devotamente nuestra corrección y amonestación paternal, derramaremos sobre ustedes el aceite y el vino, aplicándoles la severidad eclesiástica.

Si no quieren obedecer, se someterán, aun no queriéndolo.

Dado en Letrán, el año 1199, 1I de nuestro pontificado .