FE - CIENCIA

JOSEP VIVES
SI OYERAIS SU VOZ
EXPLORACION CRISTIANA DEL MISTERIO DE DIOS

Sal Terrae. Col. Presencia Teológica, 48 SANTANDER 1988

 

Dios se presenta como don, como gracia, como hallazgo. Puede ocurrir algo parecido a lo que pasa cuando alguien busca con afán algo que cree haber extraviado: rebusca en rincones inverosímiles, y de golpe descubre que lo tenía delante de sus ojos y no había caído en la cuenta de ello. Encuentran a Dios los que se disponen a buscarlo y a reconocerlo donde está y como es.

Difícilmente encontrarán a Dios los que intentan «probarlo» -que puede ser una especie de aquel pecado de «tentar a Dios»- con una argumentación estrictamente deductiva, como si Dios pudiese «deducirse» de lo que no es Dios; o con una argumentación inductiva, como si Dios fuese un objeto o una causa más -aunque fuese la última- en una sucesión de objetos y causas.

Estará en disposición de encontrar a Dios, de reconocer a Dios, el que llegue a tomar conciencia de que su vida es gracia, don gratuito, en la precariedad, en la no autosuficiencia de su propia existencia y de la de las cosas que le rodean, constatando que nada tiene razón de existir por sí mismo, que todo podría dejar de existir, transformarse o ser de otra manera. Es la constatación vivencial, experimental, de que todo lo que es podría muy bien no ser o ser de otra manera. Esto puede llevar a un sentimiento de interrogación expectante, tal vez de admiración, quizás hasta de angustia: y todo esto, ¿por qué?, ¿para qué?, ¿qué sentido puede tener?, ¿qué valor? Y yo, ¿quién soy, qué hago en medio de todo esto?

Las ciencias positivas sólo dan respuestas parciales: relacionan unos fenómenos con otros y establecen complicadas cadenas de causas y efectos entre los «hechos» experimentables. Pero las ciencias ya no saben decir por qué existe la totalidad de estos hechos ligados con aquella red de relaciones causales, ni qué valor o sentido último pueden tener. El filósofo L. Wittgenstein, un hombre en verdad positivista, que valoraba como pocos la ciencia como conocimiento riguroso y sistemático de los hechos y datos de nuestra experiencia, escribía en sus Diarios: «Creer en Dios significa que no todo puede reducirse a los hechos de este mundo», es decir, del mundo de la experiencia inmediata (Schriften I,167). La ciencia explica hechos, pero deja sin explicar el por qué, el sentido y el valor del conjunto de estos hechos. El P. Karl Rahner presenta así nuestra situación ante la realidad:

«El hombre, en su profundidad más honda, de lo que tiene una conciencia más clara es del hecho de que todo su saber (quiero decir: lo que él llama así en su vida cotidiana) no es más que una pequeña isla perdida en el océano infinito de lo que queda por explorar: una isla flotante, que nos es quizá más familiar que aquel océano, pero que en definitiva sabemos que está sustentada por él y que sólo así nos sustenta. Por tanto, la pregunta existencial que se presenta al que conoce, es si puede preferir la pequeña isla de lo que él llama saber al mar del Misterio infinito» (1).

Lo que llamamos ciencia, con todo su valor y con toda su utilidad para resolver los mil problemas de nuestra vida práctica, puede ser sólo como una cortina de humo que oculta nuestra radical impotencia para existir, nuestra radical ignorancia del último hondón de todo, o como un juego de evasión con el que nos entretenemos para no plantearnos aquellas preguntas, por miedo a que nos desconcierten o nos angustien. Pero sólo el que tiene la osadía de plantearse aquellas preguntas radicales sobre el ser y el sentido de la globalidad de todo lo que es, sólo el que se mantiene en la exigencia y hasta en la obstinación de no contentarse con ninguna explicación que sea solamente parcial o provisional, rinde realmente honor a lo que es el hombre. Dejar de lado aquellas preguntas es hacer como el avestruz, es autorreducirse a la condición animal, vivir únicamente de lo inmediato. «Hoy ya no se puede decir sin más que existe el hombre allí donde hay un ser viviente de nuestra tierra que camina en posición erecta, sabe hacer fuego y trabaja la piedra para hacerse un pico. Podemos decir que sólo hay un hombre allí donde este ser viviente llega a situarse ante sí mismo y reduce a pregunta -pensando con palabra y libertad- la totalidad del mundo y de la existencia, aunque permanezca mudo y azorado ante esta pregunta única y total» (2).

Sí: ante la pregunta por el sentido total, el hombre puede quedar azorado y como descentrado, pero no puede escabullirse del intento de buscar una respuesta. En realidad le quedan únicamente tres posibles caminos: o contestar «no lo sé» e intentar ir viviendo como pueda en su ignorancia confesada (agnosticismo); o afirmar que en el fondo nada tiene sentido ni valor, que todo es puro azar y, en definitiva, un absurdo (nihilismo); o afirmar que todo ha de tener un sentido último, un fundamento y una razón de ser: que ha de haber un principio de explicación última o primera de todo -depende desde dónde se mire-, un principio que lo explica todo sin que él se haya de explicar por nada, que a la vez es la necesidad y la gratuidad primeras, la gracia inicial, el dato fundamental y único del que todo se deriva.

Ante estos caminos sí que uno ha de hacer una opción estrictamente personal, aunque no gratuita y arbitraria. Habrá quien crea que no puede salirse de aquel camino oscuro de la confesada ignorancia. Habrá quien crea que puede ir más adelante y afirmar el absurdo total de todo: se podría preguntar, entonces, desde dónde se afirma el absurdo y si no será igualmente absurda la misma afirmación de aquel absurdo total. Finalmente, habrá quien crea que lo más razonable es admitir un Principio primero de comunicación de ser y de sentido: principio que no es directamente conocido ni experimentado como tal, pero que ha de ser postulado, exigido, afirmado, para que no quede todo absolutamente ininteligible. A este principio los hombres le dan un nombre que, de momento, quizás sólo es una especie de cifra o denotación cómoda -demasiado cómoda- para referirnos a aquello que realmente hemos de decir que no conocemos: lo llaman «Dios». Permitid que reproduzca el razonamiento de esta opción tal como lo hacía un gran creyente de nuestro tiempo y de nuestro país:

La aceptación de una causa y de un origen misterioso resulta para mí más razonable y me satisface más que la admisión de una misteriosa ausencia de causa y de origen, o que la afirmación -igualmente misteriosa- de una necesaria e insuperable ignorancia de cualquier causa y de cualquier origen... Viene a ser lo que afirmaba mi inolvidable amigo E. Mounier: "El Absurdo es absurdo" Para decirlo con palabras de otro gran amigo, J.M. Capdevila, me siento inclinado a preferir los Misterios de Luz a los Misterios de Tinieblas. Es, por tanto, la Razón misma, y no la Fe sola, la que, puesto a decidir sobre el fundamento de la Realidad, me decide a admitir una misteriosa pero positiva Existencia Absoluta, y a huir de la admisión de un vacío caótico que sería, al menos, igualmente misterioso» (3).

Una opción amorosa y razonable

En definitiva, todo parece venir a parar aquí: decidir si se puede preferir a un Misterio de Luz un Misterio de Tinieblas. Porque Dios ciertamente es postulado como desconocido, como inexplicable, como misterio: pero es un Misterio de Luz. La alternativa no elimina el misterio: sólo postula el misterio del Absurdo con mayúscula: un Misterio de tinieblas. Intentando llegar al fondo de lo que puede hacer que el hombre tome una u otra actitud, me parece que podríamos decir que todo depende de la capacidad de amar: de amarse a uno mismo, de amar el mundo, de amar la inteligencia, de amar la realidad, toda realidad. Y con esto vuelvo al principio agustiniano: «Sólo se comprende lo que se ama». Haciendo una especie de paráfrasis de San Juan, diría que, «si no amamos el mundo que vemos, ¿cómo podremos amar a Dios, a quien no vemos?» (cf. Jn 4,20). Creer en Dios significa amar tanto la realidad del mundo que no se la pueda declarar inconsistente o absurda. Significa amar tanto la propia inteligencia y la inteligibilidad parcial de lo que ella va descubriendo en las cosas de este mundo, que no se pueda aceptar que el fin de todo sea solamente como un castillo de fuegos artificiales que se desvanece en la oscuridad. Significa amar tanto la verdad que no se pueda admitir que sea solamente un juego de apariencias montado sobre la nada. Significa amarse tanto a uno mismo que uno no pueda resignarse a ser una partícula fortuita de un no se sabe qué, sin sentido ni valor.

Es incomprensible que se haya dicho que la afirmación de Dios implica la negación del mundo y del hombre. Al contrario, es la única manera de poder afirmarlos y amarlos. Creer es tener el atrevimiento de amarse y de estimar toda realidad hasta el fondo, aunque uno vea su propia realidad tan endeble y tan precaria, y las otras realidades tan esmirriadas y vulnerables. Sólo el que mantiene su inteligencia y su corazón abiertos al infinito que reclaman, llegará a afirmar el Infinito. La referencia a la conocida frase de San Agustín se hace inevitable: «Señor, nos has hecho para Ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en Ti» (4). El hombre que se entrega al dinamismo que bulle dentro de sí «no se llena con menos que infinito», decía San Juan de la Cruz. Y si quiere matar aquel dinamismo, deja de ser hombre.

D/TRASCENDENCIA: Y no se diga que quizá todo es sólo una «gran ilusión», la proyección ilusoria al infinito de deseos y sueños que nunca se cumplirán. Ciertamente, todos habremos vivido muchas ilusiones religiosas, y todos habremos intentado construirnos imágenes de Dios que respondan a nuestros deseos y a nuestros sueños más o menos conscientes o inconscientes. Pero el creyente, cuando ha hallado a Dios verdaderamente, sabe que ha encontrado al que es anterior a sí y a todos sus sueños, y que le ha de reconocer como tal entregándose a El totalmente, incondicionalmente. Dios entonces se impone como alguien que sobrepasa y anonada todas nuestras posibles expectativas sobre él. Dios se nos impone, entonces, no ya como aquello que nosotros necesitábamos, deseábamos o imaginábamos, sino como alguien que en su soberanía primera y absoluta se revela como una crítica demoledora de todo nuestro ser y hacer inauténticos y de todos nuestros deseos pueriles, interpelándonos y obligándonos a salir de nosotros mismos, para que seamos y deseemos aquello que por nosotros mismos nunca habríamos sido o deseado. El verdadero creyente, cuando llega a reconocer a Dios, reconoce que no le puede constituir o configurar a partir del propio «yo», sino que es al revés: es Dios quien constituye libre y soberanamente el «yo», que desde aquel momento ya sólo puede ser vivido y pensado como una realidad surgida de Dios. M. Clavel lo decía con su característica fuerza y desenvoltura:

«He aquí lo esencial: nadie puede demostrar a Dios, pero todos y cada uno estamos ligados a El. Si El no existe, yo tampoco. Si yo existo, no puedo hacer otra cosa que atribuirle mi ser. Puedo optar lo que quiera: ser o no ser. Ser gracias a El; sin El, no ser... La realidad o la nada. En términos de vida concreta y consecuente, la fe o el suicidio...» (5). 

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1. K. RAHNER, Curso Fundamental sobre la fe. Barcelona 1979, p. 40.

2. Ibid, p. 70.

3. M. SERRAHIMA, El fet de creure, Barcelona 1967, p. 27.

4. SAN AGUSTÍN, Confesiones, I,1.

5. M. CLAVEL, Ce que je crois, París 1975, p. 148.