¿Puede la ciencia controlarse a sí misma?
El físico atómico alemán Otto Hahn, inventor de la fisión del átomo
de uranio, se hallaba recluido en un campo de concentración inglés,
junto con otros eminentes hombres de ciencia, cuando le llegó la
noticia de que Nagasaki acababa de ser arrasada por una bomba atómica.
Su reacción, nada más saberlo, fue de profundísima culpabilidad. Sus
investigaciones sobre la fisión del uranio habían acabado por servir
para una terrible masacre.
Poco después, intentó abrirse las venas con los alambres de espino que
cercaban el campo. Una vez que sus compañeros lograron disuadirle, el
viejo profesor les hizo, desolado, la siguiente confesión: "Acabo
de advertir que mi vida carece de sentido. He investigado por puro deseo
de revelar la verdad de las cosas, y todo aquel saber científico acaba
de convertirse en poder aniquilador."
La experiencia personal de Otto Hahn fue, en realidad, la experiencia
amarga de toda una época. Una sobrecogedora impresión de fracaso —señala
López Quintás— invadió los espíritus de todos cuantos habían
luchado año tras año, con tenacidad impresionante, por llevar el
conocimiento científico de la realidad a la máxima altura posible,
convencidos de hacer con ello un gran bien a la humanidad.
Habían trabajado afanosamente con la profunda convicción de que el
aumento del saber teórico y el incremento de la felicidad humana
estaban inequívocamente vinculados.
Confiaban en que fomentar el saber científico tomaría siempre un valor
positivo, que significaría automáticamente conseguir cotas más
elevadas de felicidad y de dignidad. Pensaron que se trataba de un bien
incuestionable y que, por tanto, se traduciría ineludiblemente en
bienestar y plenitud para el hombre.
Pero esta ilusión multisecular, que ya había hecho quiebra en las
trincheras de Verdún, se vino estrepitosamente abajo con los horrores
de la Segunda Guerra Mundial.
El terrible poder destructor de las armas nucleares, los intensísimos
bombardeos sobre población civil, el exterminio sistemático y
profundamente cruel de toda una raza, y un saldo de cincuenta millones
de muertos pusieron trágicamente de manifiesto que el saber teórico
puede traducirse en un saber técnico, y éste a su vez en un amplio
poder sobre la realidad, pero, por desgracia, ese dominio no conduce
automáticamente a una mayor felicidad de los hombres si resulta que
quienes lo ostentan carecen de una conciencia ética adecuada a su
responsabilidad.
Después de siglos de febril incremento del saber científico, la idea
de que el progreso humano es siempre continuo y no puede haber
retroceso, se había revelado como irritantemente falsa.
Aquel ideal de dominio científico, y todo el humanismo ligado al mito
del eterno progreso, saltaron en pedazos al entrar en colisión con la
terca realidad de la historia. Era patente que el futuro no debería
caracterizarse por esa ingenua credulidad en el progreso como principio
motor de una civilización, sino que resultaba necesario cimentar sobre
valores más elevados y valiosos.
A su vez, el psiquiatra austríaco Victor Frankl, tras su experiencia
personal en los campos de concentración alemanes, llegó a la conclusión
de que no fueron los ministerios nazis de Berlín los verdaderos
responsables de aquellas atrocidades, sino la filosofía nihilista del
siglo XIX: si el hombre es un simple producto de una naturaleza
cambiante, un simple mono evolucionado, entonces, si al mono se le puede
enjaular en un zoológico, al hombre se le podrá encarcelar en un campo
de exterminio; si el hombre es un simple animal, aunque
extraordinariamente adiestrado, y hacemos jabones con grasa animal, ¿por
qué no hacerlos con grasa humana?
Husserl, aleccionado por el hundimiento del mito del eterno progreso con
motivo de la conmoción bélica mundial —en la que vio, entre otras
cosas, aquella racionalización perfecta de la matanza en masa de
millones de inocentes—, se percató claramente de que la ciencia, por
razón de su método, no puede ser una instancia rectora de la vida
humana.
"El mundo de las objetividad científica —escribió— es un
mundo cerrado e inhóspito. La forma en que el hombre moderno se dejó,
en la segunda mitad del siglo XIX, determinar totalmente por las
ciencias positivas y cegar por la prosperity a ellas debida,
significó dejar de lado las cuestiones decisivas para una humanidad auténtica.
Ciencias que sólo contemplan puros hechos, hacen hombres que sólo ven
puros hechos."
Buscar el conocimiento científico objetivo de las cosas es lícito y
fecundo. Pero considerar ese modo de conocer como el modélico, como el
único riguroso, constituye una parcialidad inaceptable, por cuanto
empobrece enormemente las posibilidades de conocer que tiene el hombre.
La Ilustración perseguía el ideal renacentista de entregar al hombre a
sí mismo, de hacerlo libre permitiéndole vivir bajo el imperio de la
sola razón. La esperanza de que el hombre alcanzaría la felicidad para
siempre en un mundo dominado y sin secretos, por medio de una ciencia
que lo sabría y lo podría todo, resultó ser un sueño que nunca
lograba alcanzarse, y que el horror gigantesco de dos guerras mundiales
convirtieron en algo peor que una pesadilla. El dominio de la realidad
se escapaba del estrecho molde del pensamiento racionalista, que por sí
sólo resultaba claramente insuficiente.
El peligro no provenía de la ciencia en sí, sino del espíritu cientifista.
De esa mentalidad que llevaba a considerar que sólo puede conocerse
aquello que es medible, asible, controlable, verificable por cualquiera,
y a despreciar los aspectos de la realidad que se resisten a tal género
de control y cálculo.
Y esa pretensión indómita de su dominio sin límites dejaba al hombre
en una situación de desamparo. Pronto se vio que la ciencia, que había
llenado con su prestigio el Siglo de las Luces, no podía colmar ella
sola por completo la vida del hombre. No era su misión.
La
ciencia no habla de valores,
de sentido, de metas ni de fines.
y de todo eso necesita
el ser humano para ser feliz.
El optimismo ilustrado había previsto horizontes paradisíacos. Pero la
utopía científica mostraba como nunca su impotencia.
No hay duda en que el progreso científico ha sido grande, y que ese
desarrollo es algo bueno, o que, al menos, no tiene por qué ser malo.
Pero hoy día ya pocos creen que todo eso sea la panacea, que pueda
hacer algo más que trasladar la inquietud de unos temas a otros. El
dominio de las cosas es muy elevado, pero es necesario un humanismo válido
que dé sentido a todo ese avance científico. Porque, de lo contrario,
puede embriagarse con sus propios éxitos y crecer en direcciones
aberrantes para la dignidad del hombre.
La técnica permite poner a punto medios de comunicación muy poderosos,
rápidos, atractivos, sugerentes..., pero estos medios pueden ser un
arma de primer orden para manipular las mentes, troquelar las
voluntades, modelar los sentimientos. El incremento colosal del poderío
nuclear tenía muchas interesantes aplicaciones..., pero permitía que
una persona de poca talla en cuanto a categoría de espíritu pudiera
apretar suavemente un botón y convertir una ciudad en un montón de
escombros.
La ciencia necesita de unos límites a su pretensión de soberanía.
Toda gran conquista —explica López Quintás— supone una inevitable
ambivalencia: supone un avance en un aspecto y un retroceso en otro,
quizá no menos valioso. El aumento de poder no corre siempre paralelo
al aumento del poder del hombre sobre tal poder. La ciencia no puede
abandonarse a su propia dinámica, sino que debe ser regulada por una
instancia externa que la oriente y dé sentido.
¿El
progreso científico implica un declive religioso?
La Edad Moderna comenzó cultivando insistentemente las cuestiones de método.
Bacon, Descartes y Spinoza, por ejemplo, centraron su filosofía en
torno a la búsqueda de un método riguroso que les permitiera llegar a
la verdad y asentar la vida sobre convicciones sólidas,
inquebrantables, inexpugnables.
Como las ciencias avanzan sobre datos seguros y contrastados,
verificados por la experiencia, fueron surgiendo pensadores que tenían
el convencimiento de que cada vez que la ciencia descubría un secreto,
la religión daba un paso atrás, como si fuera un acercamiento hacia
ese momento ideal en que la naturaleza tendría la cortesía de
explicarse por sí misma.
A los ojos de algunos, parecía, en definitiva, como si el progreso de
la ciencia redujera inexorablemente el dominio de lo religioso, más
constreñido cada día. En contraposición a lo que consideraban un dócil
espíritu medieval, el hombre habría de encontrar, con la fuerza
de su razón, un método sin fisuras. Y el gran modelo del
pensamiento auténtico era, para ellos, el saber matemático.
Si se procede con la debida lógica —afirmaban—, articulando bien
los diversos pasos del razonar, se llega en matemáticas a conclusiones
apodícticas, incuestionables. El orden en el razonar viene a ser la
clave del recto pensar y conocer. Y este orden lo establece la razón,
pues la razón es el gran privilegio del hombre.
Por este camino —acaban por concluir—, el hombre se basta a sí
mismo, puesto que la razón le ofrece recursos sobrados para descubrir
las leyes de la realidad y lograr un rápido dominio sobre ella.
Pero de nuevo el paso del tiempo ha venido a mostrar cómo ese dominio
es sólo posible en términos cuantitativos, en aquello que puede
someterse a cálculo y medida. Pero el espíritu se escapa de ese
dominio del método matemático y de la lógica cartesiana. El espíritu,
al hacer posible la opción libre, hace posibles muchas cosas que
denuncian la insuficiencia del modelo racionalista.
Se podrían poner abundantes ejemplos. Uno de los más característicos
es el intento racionalista de explicar la inteligencia humana. Es difícil
saber exactamente lo que es el pensamiento —explica J.R.Ayllón—,
pero si reduzco el problema a una cuestión de neuronas, puedo lograr
una tranquilizante impresión de exactitud: 1.350 gramos de cerebro
humano, constituido por 100.000 millones de neuronas, cada una de la
cuales forma entre 1.000 y 10.000 sinapsis y recibe la información que
le llega de los ojos a través de un millón de axones empaquetados en
el nervio óptico, y a su vez, cada célula viva puede ser explicada por
la química orgánica...
Así, puedo pretender explicar la inteligencia en clave biológica, la
biología en términos de procesos químicos, y la química en forma de
matemáticas.
Ahora bien, cualquier lector medianamente crítico se estará
preguntando qué tienen que ver los porcentajes de carbono o hidrógeno,
las neuronas y toda la matemática asociada a esos procesos con algo tan
poco matemático como charlar, entender un chiste, captar una mirada de
cariño o comprender el sentido de la justicia.
La ciencia moderna, con sus descubrimientos maravillosos, con sus leyes
de una exactitud asombrosa, ofrece la tentación —un empeño que se
dio en Descartes con una fuerza irresistible— de querer conocer toda
la realidad con una exactitud matemática, pero suele olvidarse algo
esencial: que las matemáticas son exactas a costa de considerar únicamente
los aspectos cuantificables de la realidad.
Reducir
toda la realidad
a sólo lo cuantificable
es una tremenda simplificación.
Se podría responder como lo hacía un viejo profesor universitario
cuando un alumno hacía alguna afirmación de tipo reduccionista:
"eso es como si yo le pregunto qué es esta mesa, y usted me
responde que ciento cincuenta kilos".
Las matemáticas han prestado y prestarán un gran servicio a la
ciencia, y a la humanidad en su conjunto, pero siempre han hecho muy
flaco servicio cuando se han querido emplear con talante exclusivista.
La totalidad de lo real nunca podrá expresarse sólo en cifras, porque
las cifras únicamente expresan magnitudes, y la magnitud es sólo una
parte de la realidad. Y no es cuestión de dar más números, o con más
decimales: por muchos o muy exactos que sean, presentan siempre un
conocimiento notoriamente insuficiente.
Tú pesas 70 kg., pero tú no eres 70 kg. Y mides 1,80 metros,
pero no eres 1,80 metros. Las dos medidas son exactas, pero tú
eres mucho más que una suma exacta de centímetros y kilos. Tus
dimensiones más genuinas no son cuantificables: no se pueden determinar
numéricamente tus responsabilidades, tu libertad real, tu capacidad de
amar, tu simpatía hacia tal persona, o tus ganas de ser feliz.
No querer reconocer una realidad aduciendo que no puede medirse
experimentalmente sería algo parecido a que un químico se negara a
admitir las especiales propiedades de los cuerpos radiactivos —es algo
que pudo perfectamente suceder a muchos en la época medieval—, con el
pretexto de que no obedecen a las mismas leyes que explican lo que
sucede a los demás cuerpos ya conocidos. Si las leyes que maneja no
explican algo, lo más probable es que esas leyes no valgan.
Un pensamiento no es algo que podamos calificar de material: no tiene
color, sabor o extensión, y escapa a cualquier instrumento que sirva
para medir propiedades físicas. Los fenómenos mentales —asegura John
Eccles, Premio Nobel de Neurocirugía— trascienden claramente de los
fenómenos de la fisiología y la bioquímica. Más allá de la ciencia,
hay otra cara de la realidad: la más interesante, y también la más
interesante del ser humano, donde aparecen aspectos tan poco
cuantificables como, por ejemplo, los sentimientos: no se pueden pesar,
pero nada pesa más que ellos en la vida.
«La ciencia, a pesar de sus progresos increíbles —escribe Gregorio
Marañón— no puede ni podrá nunca explicarlo todo. Cada vez ganará
nuevas zonas a lo que hoy parece inexplicable. Pero las rayas
fronterizas del saber, por muy lejos que se eleven, tendrán siempre
delante un infinito mundo de misterio.»
¿Demostrar
que Dios no existe?
Narrando la historia de su conversión, C.S.Lewis explicaba cómo
advirtió, en un momento concreto de su vida, que su racionalismo ateo
de la juventud se basaba inevitablemente en lo que él consideraba como
los grandes descubrimientos de las ciencias. Y lo que los científicos
presentaban como cierto, él lo asumía sin conceder margen alguno a la
duda.
Poco a poco, a medida que iba madurando su pensamiento, se estrellaba
una y otra vez contra un escollo que no lograba salvar: él no era científico;
tenía, por tanto, que aceptar esos descubrimientos por confianza, por
autoridad..., como si fueran, en definitiva, dogmas de fe científica;
y esto iba radicalmente en contra de su racionalismo.
Lo relataba a la vuelta de los años, asombrándose de su propia
ingenuidad de juventud. Sin saber casi por qué, había vivido envuelto
en una credulidad que ahora le parecía humillante. Siempre había creído
en prácticamente todo lo que apareciera escrito en letra impresa y
firmado por un científico. "Todavía no tenía ni idea entonces
—decía— de la cantidad de tonterías que hay en el mundo escritas e
impresas." Ahora le parecía que ese candor juvenil le había
arrastrado hacia una inocente aceptación rendida de un dogmatismo más
fuerte que aquel del que estaba huyendo. Los científicos, ante el gran
público, tienen a su favor una gran ventaja: el tremendo complejo de
inferioridad frente a la ciencia que tiene el hombre corriente.
—¿Y si la ciencia demostrara un día que Dios no existe? Porque
mucha gente piensa que llegará un día en que la ciencia logrará que
se prescinda de lo que llaman "la hipótesis de Dios, forjada en
los siglos oscuros de la ignorancia".
Es un viejo temor, que surge a veces incluso entre los propios
creyentes, avivado por la fuerza divulgativa del ateísmo cientifista.
Sin embargo, es un temor poco fundado:
Si
demostrar con seriedad
la existencia de Dios
puede ser una tarea laboriosa para la filosofía,
demostrar su inexistencia
es para la ciencia una tarea imposible.
El objeto de la ciencia no es más que lo observable y lo medible, y
Dios no es ni lo uno ni lo otro. Para demostrar que Dios no existe, sería
preciso que la ciencia descubriera un primer elemento que no tuviera
causa, que existiera por él mismo, y cuya presencia explicara todo lo
demás sin dejar nada fuera. Y si lo pudiera descubrir —que no podrá,
porque está fuera de su ámbito de conocimiento—, sería precisamente
eso que nosotros llamamos Dios.
Robert Jastrow, director del "Goddard Institute of Space Studies",
de la NASA, y gran conocedor de los últimos avances científicos en
relación con el origen del universo, decía: "Para el científico
que ha vivido en la creencia en el ilimitado poder de la razón, la
historia de la ciencia concluye como una pesadilla. Ha escalado la montaña
de la ignorancia, y está a punto de conquistar el pico más alto. Y
cuando está trepando el último peñasco, salen a darle la bienvenida
un montón de teólogos que habían estado sentados allí arriba durante
bastantes siglos."
¿Científicos
creyentes?
—Algunos están persuadidos de que ciencia y fe son incompatibles.
Dicen, como Laplace, que "Dios es una hipótesis de la que no
tienen ninguna necesidad". Y aseguran que son precisamente los
científicos quienes suelen negar que se pueda conocer a Dios.
Es cierto que algunos científicos piensan así. Sin embargo, muchísimos
otros —de indudable y reconocido prestigio— no dudan en declararse
creyentes, y no les parece que la fe sea contraria en absoluto al
ejercicio de su investigación, sino que afirman que la verdadera
ciencia, cuanto más progresa, más descubre a Dios. Los conflictos
entre fe y razón han sido casi siempre causados por la ignorancia de
una u otra parte.
El mismo Albert Einstein, por ejemplo, autor de la teoría de la
relatividad, se negaba a creer que Dios "estuviera jugando a los
dados con el universo", y afirmaba que "la religión sin la
ciencia estaría ciega, y la ciencia sin la religión estaría coja
también", que la ciencia y la fe pueden coexistir perfectamente en
un mismo espíritu.
El famoso premio Nobel alemán W. K. Heisenberg, uno de los principales
creadores de la Mecánica cuántica y formulador del conocido principio
de indeterminación que lleva su nombre, a su paso por Madrid en
1969 afirmaba: "Creo que Dios existe y que de Él viene todo. El
orden y la armonía de las partículas atómicas tienen que haber sido
impuestos por alguien."
Max Planck, otro premio Nobel alemán, formulador de la teoría de los quanta,
es aún más explícito: "En todas partes, y por lejos que
dirijamos nuestra mirada, no solamente no encontramos ninguna
contradicción entre religión y ciencia, sino precisamente pleno
acuerdo en los puntos decisivos."
Von Braun, el hombre de la NASA que logró poner al primer hombre en la
Luna, aseguraba que "cuanto más comprendemos la complejidad de la
estructura atómica, la naturaleza de la vida, o la estructura de las
galaxias, tanto más nos encontramos nuevas razones para asombrarnos
ante los esplendores de la creación divina".
El físico británico Paul Davies, cuyo testimonio está exento de toda
sospecha de tradicionalismo, señalaba que la ciencia no puede responder
a los interrogantes últimos, sino que ha de existir algún plan
superior capaz de explicar la vida humana. Davies considera totalmente
inviable atribuir la existencia del hombre al simple juego accidental de
fuerzas ciegas de la naturaleza: la asombrosa racionalidad de la
naturaleza —con un grado verdaderamente fabuloso de organización en
diferentes niveles que se entrecruzan y complementan— no puede ser el
fruto de simples casualidades.
La multiplicación de este tipo de testimonios tan cualificados provocó
—ya desde el comienzo de la década de los ochenta— un vuelco en
contra de esa mentalidad de agnosticismo cientifista. Parece como si los
agnósticos hubieran valorado poco el poder de la inteligencia humana
para llegar a Dios a través de la ciencia. Un editorial de la revista
TIME comentaba con asombro ese cambio dentro del mundo científico:
"A través de una callada revolución en el pensamiento y en la
argumentación —una revolución impensable hace veinte años—,
parece como si Dios se estuviera preparando su regreso."
¿Puede
la ciencia explicarlo todo?
Una mirada al desarrollo científico con un poco de perspectiva histórica
nos deja asombrados de la rapidez con que las máquinas se trasladan a
los museos. Bastantes afirmaciones de las revistas científicas actuales
probablemente sean motivo de hilaridad o de asombro para las
generaciones futuras, quizá dentro de no tanto tiempo.
La historia de las ciencias nos advierte, con terca insistencia, de un
hecho irrefutable: pocas teorías científicas logran mantenerse
siquiera unos pocos siglos; muchas veces, tan sólo unos años; y en
algunas ocasiones, se comprueba su inconsistencia a los pocos días de
ser difundidas, en cuanto algún mejor conocedor de esa ciencia las
escucha y las rebate.
La mayoría de las afirmaciones de la ciencia van siendo sustituidas,
una tras otra, poco a poco, por otras explicaciones más complejas y
contrastadas de esa misma realidad. Eran hipótesis que fueron
consideradas como ciertas durante una serie de años, o de siglos, y que
un día quedan superadas. A veces, quedan englobadas dentro de teorías
más completas, de las que la antigua hipótesis es un corolario o un
simple caso particular. Otras, desaparecen por completo del ámbito
científico y quedan totalmente obsoletas.
La postura propia de la ciencia experimental habría de ser siempre, por
tanto, extremadamente cauta en sus afirmaciones. «Una insidia
perniciosa —escribía John Eccles al poco de recibir el Premio Nobel
por sus investigaciones en neurocirugía— surge de la pretensión de
algunos científicos, incluso eminentes, de que la ciencia proporcionará
pronto una explicación completa de todos los fenómenos del mundo
natural y de todas nuestras experiencias subjetivas...
»Una extravagante y falsa pretensión que ha sido calificada irónicamente
por Popper como materialismo promisorio.
»Es importante reconocer que, aunque un científico pueda formular esta
pretensión, no actuaría entonces como científico, sino como un
profeta enmascarado de científico. Eso sería cientifismo, no ciencia,
aunque impresione fuertemente al profano, convencido como está de que
la ciencia suministra incontrovertiblemente la verdad.
»El científico no debe pensar que posee un conocimiento cierto de toda
la verdad. Lo más que podemos hacer los científicos es aproximarnos más
de cerca a un entendimiento verdadero de los fenómenos naturales
mediante la eliminación de errores en nuestras hipótesis. Es de la
mayor importancia para los científicos que aparezcan ante el público
como lo que realmente son: humildes buscadores de la verdad.»
En cambio, la inmodestia —en estos casos y en casi todos— suele ir
unida a la ignorancia. La suficiencia con que algunos hablan se presenta
como una actitud muy poco científica:
Los
científicos sensatos
nunca dan categoría de dogma
a sus hipótesis.
Ese cientifismo altivo ha hecho siempre muy flaco servicio al rigor de
la verdadera ciencia. Sócrates decía que la mayor sabiduría humana
es saber que sabemos muy poco. Y también lo decía Séneca:
Muchos
habrían sido sabios
si no hubieran creído demasiado pronto
que ya lo eran.
¿Científicos
pontificando sobre filosofía?
Los científicos sensatos procuran basar siempre sus afirmaciones científicas
en comprobaciones que sigan con rigor el método científico. Así se
guardan de imponer como científicas afirmaciones que, en el fondo, se
apoyan más bien en razones de orden filosófico.
—Me imagino que, si son científicos, lo que dicen está basado en
el método científico, que es el que conocen, ¿no?
Ciertamente, la mayoría de los científicos así lo hacen, y con gran
honestidad. Pero existen otros que son menos honrados en sus
afirmaciones, aunque a veces —para desprestigio de la verdadera
ciencia— sean más conocidos en los medios de comunicación. Son
personas que hacen quizá buenos trabajos de divulgación científica,
pero que a veces hacen otros que parecen más bien propios de revistas
del corazón para aprendices de científico. Tienen una notable
habilidad para saltar furtivamente al vecino campo de la filosofía.
Y no hay que extrañarse de que esto suceda, pues ya decía Einstein que
todo investigador científico es una especie de metafísico oculto, por
muy positivista que se crea.
—Pero tienen todo el derecho del mundo a hacer filosofía si les
apetece, ¿no?
Por supuesto. Ni las ciencias especulativas ni las experimentales
entienden de exclusivismos. Están abiertas a todos. Pero en todas debe
exigirse que se cumplan las reglas y el método propios de la ciencia en
la que se está trabajando. No es legítimo que pretendan imponer sus
especulaciones filosóficas en nombre del dogmatismo del que rodean al método
científico.
Si alguien, como científico experimental, hace una afirmación científica
experimental, debe aportar datos empíricos que avalen esa afirmación.
Si la afirmación no es experimental, sino especulativa, debe aportar
las razones necesarias conforme a las normas del buen hacer filosófico.
Pero no goza de ningún privilegio en ese campo, por muy buen científico
que él sea. No sería lícito que hiciera conjeturas de razón y las
presentara como demostradas experimentalmente.
Y precisamente eso es lo que hacen algunas personas, que de un sigiloso
salto se cuelan de rondón en campo ajeno, y hablan desde allí
queriendo hacernos ver que hablan desde otro sitio.
Es una especie de regate al método científico. Y no es que lo
hagan continuamente. Lo hacen sólo algunos, y sólo en algunas
ocasiones, y a veces inadvertidamente incluso para ellos mismos. Lo malo
es que suelen moverse torpemente en el campo de la filosofía, y pasan
por él como caballo por una cacharrería, haciendo unas conjeturas de
orden filosófico a veces sumamente curiosas.
—Pero tampoco es malo hacer conjeturas de vez en cuando. No vamos a
estar siempre limitados a lo estrictamente demostrado.
Por supuesto, pero entonces hay que distinguir bien entre las conjeturas
y las afirmaciones de la ciencia. Igual que, por ejemplo, un principio
ético elemental exige a los profesionales de los medios de comunicación
distinguir lo que es propiamente la noticia de lo que es una opinión
suya sobre esa noticia, los científicos están obligados a hacer también
esa diferenciación entre lo que han comprobado científicamente y lo
que es una especulación de su pensamiento, que ha de argumentarse
conforme a las reglas de la metafísica.
¿Desaparecerá
la fe al madurar la sociedad?
Cuenta López Quintás, en uno de sus últimos libros, cómo un día, al
atardecer, después de visitar la catedral de Notre-Dame, mientras
callejeaba por el viejo París, se encontró sin querer con un pequeño
edificio abandonado, con sus sórdidas ventanas cruzadas por listones de
madera.
Aquella construcción semirruinosa resultó ser el famoso Templo de
la Nueva Religión de la Ciencia. El mismo que hacía apenas siglo y
medio había erigido el filósofo francés Augusto Comte.
El contraste fue tan brusco como expresivo. El templo con el que se
pretendió dar culto al progreso científico se hallaba arrumbado. La
vieja catedral, en cambio, lucía sus mejores galas, como en sus grandes
tiempos medievales: la música se acompasaba en ella con la armonía de
los órdenes arquitectónicos, con el buen decir de los oradores, con el
magnífico juego litúrgico que un día navideño había conmovido años
atrás al gran poeta Claudel hasta llevarlo a la conversión.
La historia de aquel templo está emparentada con la de la Ilustración,
que en su día se alzó con la ilusión de "despojar al hombre de
las irracionales cadenas de las creencias y saberes supersticiosos
basados en la autoridad y las costumbres": el pensamiento ilustrado
de la Enciclopedia consideraba los conocimientos religiosos como
"simples e ingenuas explicaciones de la vida dadas por el hombre no
científico".
Surgieron entonces multitud de pensadores que, en su aversión a la fe,
se complacían en dar al sentimiento religioso el origen más bajo
posible. Se figuraban a nuestros antepasados como "seres
perpetuamente atemorizados, empeñados en conjurar las fuerzas hostiles
del cielo y de la tierra mediante prácticas irracionales".
Entendían a Dios como el "producto del miedo de las civilizaciones
primitivas, cuando todavía la fábula tenía cabida en esos espíritus
atrasados". La fe, sin duda, acabaría por desaparecer
—aseguraban— a medida que la sociedad fuera madurando.
Esta corriente de pensamiento parecía estar llamada a "liberar a
toda la humanidad de aquel lamentable estado de ignorancia". Sus
representantes asumieron esa bandera libertaria en nombre de la diosa
Razón: "ella arrinconaría esa ignorancia, iluminaría el camino,
y dirigiría con mano segura los destinos de la Humanidad."
La vieja tendencia —concluían— por la que los hombres buscaban en
los dioses una razón de existir, pertenecía a un estado primitivo de
la vida humana, que daría paso al pensamiento filosófico, y, más
adelante, acabaría por ceder su puesto al conocimiento científico,
que otorgaría al hombre su primacía absoluta en el universo y le
situaría en su mayoría de edad.
Esta teoría de Comte sobre la evolución humana a través de los tres
estados —religiosidad, pensamiento filosófico y conocimiento científico—
gozó en su tiempo de una gran acogida, y en su honor se erigió aquel
templo dedicado a la Nueva Religión de la Ciencia. Fue un
curioso fenómeno de sustitución: el hombre, fascinado por la ciencia,
la eleva hasta ocupar el lugar de lo sagrado.
Pero no fue un simple conflicto entre ciencia y fe. Entronizar —como
hicieron— a una guapa muchacha parisiense en Notre-Dame, dándole el título
de diosa Razón, no parece que formara parte de las ciencias
experimentales. Detrás de todo aquello latía el empeño de proclamar
la salvación de la humanidad por sí misma, y la llegada de una
sociedad iluminada por sólo la razón humana.
Han pasado menos de dos siglos, y el estado de abandono en que se
encuentra hoy aquel templo laico es quizá un fiel reflejo del abandono
de aquella concepción de hombre que tanta fuerza tuvo en esa época.
Aquella ilusión según la cual el advenimiento de la era científica
permitiría eliminar el mal del mundo ha venido a resultar un doloroso
engaño. Sus hipótesis resultaron estar preñadas de una mayor
ingenuidad que la que ellos achacaban a las épocas históricas
anteriores.
¿Quién
protege al hombre de su tendencia al mal?
El combate que el hombre libra contra el mal excede infinitamente los
medios de la sola razón. Puede demostrarse en mil hechos tan actuales
como el racismo, la droga o el alcohol. O en todos esos otros horribles
crímenes de que ha sido testigo el siglo XX: desde el genocidio
perpetrado por los nazis hasta la locura de Pol Pot en Camboya, pasando
por el stalinismo y el maoísmo (cometidos todos por totalitarismos
ateos sistemáticos).
—Pero los crímenes cometidos en nombre de la razón no pueden hacer
olvidar los que se han cometido en nombre de la fe.
Es cierto, pero la razón no puede ser salvada por la razón. Eso sería
ilusorio. Esos crímenes han demostrado lo que puede llegar a hacer el
hombre. Y hemos visto cómo la razón no ha impedido nada. Y es verdad
que ha habido personas que han empleado el estandarte de la fe para
cometer crímenes, pero jamás han llegado a atrocidades que puedan
siquiera compararse a ésas.
Es salvar el honor de la razón —asegura Jean-Marie Lustiger—
reconocer los peligros que encierra. La razón está en los hombres
concretos, y está por tanto sujeta a errores. Puede ofuscarse, puede
llegar al extravío, incluso a la perversión.
Concebir la razón como la gran soberana, independiente del bien que
debe buscar el hombre, es quizá como ponerse en manos de un ordenador:
es un instrumento muy capaz, procesa gran cantidad de datos, todo su
desarrollo es perfectamente lógico, pero alguien tiene que
asegurar que está bien programado. De la misma manera, la verdadera fe
es una guía insustituible, puesto que la razón puede extraviarse.
La razón es una de las más nobles capacidades que distinguen a la
especie humana, y nos alegra ver sus triunfos, y las conquistas de la
ciencia, y su lucha por construir un mundo mejor. Pero conviene siempre
reconocer la limitación humana, así como el orden natural impuesto por
Dios, permite al hombre preservar su dignidad y evitar muchos errores.
La historia está llena de cadáveres ideológicos, y a nadie le
extraña encontrarlos perfectamente alineados cuando vuelve su vista atrás
para aprender de la historia. Y entre ellos, salpicados a lo largo de
los siglos, puede verse a toda una legión de "profetas" que
han ido asegurando —sobre todo en los últimos doscientos años— la
pronta y definitiva desaparición de la Iglesia, y del fenómeno
religioso en su conjunto.
Sin embargo, la historia muestra que son precisamente los que con tanta
pasión hacen esas condenas quienes van desapareciendo uno tras otro,
mientras la Iglesia continúa adelante después de dos mil años
—pocas instituciones pueden decir lo mismo—, y la religiosidad sigue
siendo una constante en todas las civilizaciones de todos los tiempos.
La Iglesia, que ha presenciado tantas catástrofes que barrieron
imperios enteros, atestigua con su mera subsistencia la fuerza que late
en ella. "Los pueblos pasan —observaba Napoléon—, los tronos
se derrumban, pero la Iglesia permanece."
Algo que hace sospechar que el hecho religioso forma parte de la
naturaleza del hombre, y que la Iglesia está alentada por un espíritu
que no es de origen humano.
Gentileza
de http://www.interrogantes.net
para la
BIBLIOTECA CATÓLICA DIGITAL
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