EVANGELIO Y CULTURA
EN LOS UMBRALES DEL TERCER MILENIO

 

Card. Paul Poupard
Presidente del Pontificio Consejo para la Cultura
Universidad "La Sapienza"
26 de mayo de 1998


Introducción

1. Evangelización de la cultura: gozo y esperanza
1.1. La cultura en la reflexión eclesial actual
1.2. La cultura y las culturas
La cultura como cultivo de las relaciones del hombre con la sociedad
La cultura como proceso histórico y social
Naturaleza totalizante de la cultura
Dimensión comunitaria y tradicional de la cultura
1.3. La evangelización de las culturas y la inculturación de la fe
Mutua integración cultura-Evangelio
El concepto de inculturación en el documento de Santo Domingo

2. La influencia de la universidad en la creación y desarrollo de valores en una sociedad
2.1. El Evangelio se encarna en las culturas, las redime y las lleva a su cumplimiento
2.2. En la universidad se conservan, crean y desarrollan los valores culturales
2.3. La universidad, areópago privilegiado de la evangelización y de la inculturación de la fe
La elección prioritaria: la inculturación de la fe

Conclusiones

* * * * *

Introducción

Llegados desde diversos países de América Latina ahora ustedes forman parte de la comunidad universitaria de Roma. En los umbrales del tercer milenio, esto debe representar para ustedes una tarea y un desafío frente a la cultura y al Evangelio que está llamado a impregnarla para llevarla a la plenitud. Este encuentro es una invitación a abrir perspectivas nuevas con miras a una preparación consciente frente al inicio del nuevo milenio y el nuevo siglo.

El tercer milenio como punto de partida no puede olvidar los aciertos y desaciertos de la historia ya vivida, pero está llamado a proyectar con serenidad una acción marcada por el optimismo de la fe. La universidad sirve a la verdad. Ella ha sido instituida para descubrirla y transmitirla. Es trabajo del hombre superar los confines de las diversas disciplinas para orientarlos a la verdad como una contribución irrenunciable para la realización de la humanidad. El hombre tiene conciencia viva del hecho de que la verdad está fuera y por "encima" de sí mismo. El hombre no crea la verdad, sino que ésta se revela ante él cuando la busca con perseverancia. El conocimiento de la verdad genera el gozo espiritual, único en su género: ¿Quién de vosotros, queridos jóvenes, no ha vivido, en mayor o menor medida, ese momento en su trabajo de investigación? En esta experiencia del gozo de conocer la verdad se pueden saborear las primicias de la vocación trascendente del hombre.

1. Evangelización de la cultura: gozo y esperanza

1.1. La cultura en la reflexión eclesial actual

El diálogo de la Iglesia con las culturas no ha cesado nunca de entrelazarse desde los orígenes en una simbiosis fecunda. Esta historia ha estado constantemente marcada por el enraizamiento cultural de la revelación judeo-cristiana[14].

El Concilio miró desde una perspectiva pastoral, siendo consciente de que las culturas son los ambientes normales en los cuales la Iglesia desempeña su misión. La Iglesia ha contribuido, por su experiencia propia, al progreso de las culturas, se ha esforzado, a lo largo de su historia, por penetrar en las culturas más diversas y expresarse a través de ellas. La conciencia clara de su universalidad[15], ya que ha sido enviada a todos los pueblos de todos los tiempos y de todos los lugares, la lleva necesariamente a no identificarse con ninguna cultura particular y a permanecer disponible para entrar en comunión con todas las civilizaciones. No está ligada de una manera exclusiva e indisoluble a ninguna raza o nación, a ningún género de vida particular, a ninguna costumbre antigua o reciente. Su actitud de universalidad y de comunión es doblemente fecunda; de ahí el enriquecimiento que resulta tanto para ella como para la cultura[16].

La Iglesia actúa sobre la cultura para renovar al hombre. Por eso no cesa de purificar y elevar incesantemente la moralidad de los pueblos. Mediante el anuncio del Evangelio ofrece una nueva mirada, contempla al hombre insertado en su propia cultura como el lugar privilegiado para actuar. Desde esta perspectiva las culturas se convierten en un nuevo espacio siempre renovado para la acción eclesial. Una de las evoluciones más asombrosas de nuestra época es la valoración que se hace de las culturas. Nunca hasta ahora el hecho cultural se había afirmado con tanto vigor en la vida de los individuos y de las sociedades humanas. La decadencia de las ideologías y de las utopías ha llevado al ser humano a buscar su nueva identidad y es él mismo quien se ha convertido en sujeto y actor de la cultura. Esta dirección propia de la modernidad al mismo tiempo que se manifiesta como una promesa hace patente una renovada inquietud[17].

El diálogo con las culturas y su comprensión revisten un carácter decisivo en la obra de la evangelización, porque en el poder llegar con la Buena Nueva al corazón de las culturas se juega el destino del hombre. Los cambios rápidos y universales que dominan nuestras sociedades desfiguran la identidad cultural de los pueblos y quieren propugnar una globalización. Semejante perspectiva exige una reafirmación de las identidades culturales, y un diálogo respetuoso entre las culturas, que permitan un intercambio benéfico y una apertura que evite un aislamiento empobrecedor.

La cultura, que defiende su propia identidad y está abierta al diálogo y a la trascendencia, puede dejarse iluminar, purificar y fortalecer por el Evangelio. El anuncio de la fe que propone la Iglesia no es una cultura más, ni una propuesta negociable frente a las culturas. La predicación esparce la Palabra que se encarna en los hombres, que pertenecen a determinadas culturas, para que éstos puedan imprimirles a las mismas la defensa de la dignidad de la persona humana. Desde esta perspectiva el magisterio de la Iglesia ha anunciado que gracias a la cultura el ser humano puede sobrevivir y progresar, y que el futuro del hombre depende por lo tanto de su cultura. El cristianismo asume en ese sentido con libertad y desinterés la promoción integral. Así se pone de manifiesto una cierta connaturalidad que a través del Evangelio tienen el ser humano y la cultura[18]. El principio de la inculturación, que parte de un diálogo leal, basado en el reconocimiento y la estima por las riquezas culturales, encuentra en el decreto sobre la actividad misionera de la Iglesia, un estímulo. En las «semina Verbi», expresión ya usada a mediados del siglo II por San Justino, mártir laico y filósofo en Roma, se encuentra un valioso fundamento para toda la acción de inculturación de la fe y evangelización de las culturas[19].

1.2. La cultura y las culturas

La cultura, por dimanar inmediatamente del carácter racional y social del hombre, está llamada a promover a la persona humana, es decir a interesarse por que la expresión privilegiada que es la cultura, en sus principios, ayude al hombre a ser cada vez más hombre. El Evangelio que ha sido revelado para que lleve al hombre a su plenitud, se encuentra en este punto con toda cultura auténtica y por lo tanto éste puede ser anunciado en el contexto cultural de las diversas sociedades[20].

Los vínculos que existen entre el mensaje de la salvación y la cultura pueden ser múltiples. Dios, al revelarse paulatinamente a su pueblo hasta la plena manifestación en su Hijo encarnado, escogió una cultura como vehículo para su Palabra, para preservar la integridad de la cultura del pueblo elegido en consonancia con su carácter profundamente religioso: la Torah de las prescripciones propias y rígidas[21]. La cultura hebrea es el resultado de una experiencia recíproca de encuentros pluriculturales que a través de una historia de siglos dio como resultado una forma de vida para el pueblo de la Antigua Alianza. Del mismo modo, la Iglesia se ha servido de los recursos de las distintas culturas para difundir y exponer más perfectamente el mensaje de Cristo a la comunidad de los fieles[22].

La diversidad cultural reconocida y aceptada en la Iglesia manifiesta la dimensión católica de su unidad. La unidad de la Iglesia no es reductora, sino por el contrario abierta a la comunión. Por eso el Concilio no teme las diversidades litúrgicas, artísticas. En lo referente a la pastoral y para la expresión y la comunicación catequética de las verdades de la fe, hay que tener muy en cuenta las diferentes culturas y conocerlas con profundidad para penetrarlas desde su interior.

La cultura como cultivo de las relaciones del hombre con la sociedad

Con la palabra cultura se indica el modo particular, como en un pueblo, los hombres cultivan su relación con la naturaleza, entre sí mismos y con Dios, de modo que puedan llegar a un nivel plenamente humano. Es el estilo de vida común que caracteriza a los diversos pueblos; por ello se habla de pluralidad de culturas[23].

La anterior descripción nos da la posibilidad de presentar los términos básicos de la relación del hombre con la naturaleza, con el mismo hombre y con Dios. El hombre, participando de su experiencia colectiva como pueblo, trata de responder imprimiendo el sello de su particularidad y estilo a su vocación de perfeccionar la creación[24] y con ella sus capacidades y cualidades espirituales y corporales. Este cultivo, así entendido, crea un "estilo de vida", una "modalidad" propia, que caracteriza a los diversos pueblos. Naturalmente la libertad juega un papel determinante, ya que ella implica siempre aquella capacidad que en principio tenemos todos para disponer de nosotros mismos a fin de ir construyendo una comunión y una participación que han de plasmarse en realidades definitivas, sobre tres planos inseparables: la relación del hombre con el mundo, como señor; con las personas, como hermanos; y con Dios, como hijo.

La cultura como proceso histórico y social

El hombre nace, crece y se desarrolla en el seno de una determinada sociedad, condicionado y enriquecido por una cultura particular: la recibe, la modifica de manera creativa y la sigue transmitiendo. La cultura es una realidad histórica y social. Por ser proceso histórico y social, tiene algunas características: la cultura es una actividad creadora y dinámica, envuelta en situaciones dramáticas de lucha, en medio de luces y sombras, acicateadas por contradicciones y desgarramientos. Necesita ser cultivada, es decir requiere una atención continua y consciente a su evolución, especialmente en los momentos de crisis y de formación de nuevas síntesis.

Naturaleza totalizante de la cultura

La cultura engloba y abarca todos los aspectos de la vida humana. Abarca todas las formas de relación del hombre con la realidad: el mundo, los demás hombres y Dios. Está presente en todo el proceso de la vida humana: en la formación de la conciencia con sus valores y desvalores, en las formas diversas de comunicación, y en medio de la vida como proceso histórico y social[25]. En la vida de los pueblos todo se halla dentro del marco de la cultura.

En este contexto hablaba el Santo Padre en la universidad de Lovaina y afirmaba: «La cultura no es un asunto exclusivamente de científicos y mucho menos ha de encerrarse en los museos. Es el hogar habitual del hombre, el rasgo que caracteriza todo su comportamiento y su forma de vivir, de cobijarse y de vestirse, la belleza que descubre, sus representaciones de la vida y de la muerte, del amor, de la familia y del compromiso, de la naturaleza, de su propia existencia, de vida en común de los hombres y de Dios»[26].

Dimensión comunitaria y tradicional de la cultura
La cultura hace referencia exclusiva al hombre como parte de una comunidad. La cultura organiza las relaciones del hombre en cuanto ser social, que se define y constituye por los lazos estables y dinámicos que construye con los demás, constituyendo así el núcleo cultural.

No hay sujeto humano sin identidad; y no hay identidad sin un flujo de continuidad histórica. No hay futuro sin presente y sin pasado. El ser histórico del hombre no es algo adjetivo sino constitutivo; estamos constituidos integralmente por la historia. El sujeto colectivo implica siempre una tradición, que marca la identidad fundamental desde la cual actúa. Por eso la cultura hace presente siempre una tradición que aun cuando sea dinámica y dialéctica no deja de ser tradición[27]. Este aspecto tiene gran importancia para la evangelización, ya que la evangelización, que va dirigida de manera específica a la persona, no puede deslindarse de la colectividad con toda la influencia que ésta ejerce sobre el individuo. Para que la misión de la Iglesia se realice radicalmente ha de tener en cuenta la colectividad, con todos los elementos que ésta transmite de generación en generación. Es evidente que no podemos hablar hoy de unidad cultural. El individuo se descubre como participante en grupos culturales diferentes, desplazándose de uno a otro grupo con el consiguiente cambio de actitudes y valores. Pero, ¿cuál es realmente su cultura? Es decir, ¿cuál es la comunidad con que realmente se identifica? Esta situación se hace más compleja, aún, con los medios de comunicación que la técnica moderna lleva a todas partes y con los cuales se propaga la mentalidad urbana en todos los ambientes[28]. Las personas a quienes queremos evangelizar generalmente no tienen un mundo simbólico claro, pues su significación se encuentra llena de una multitud de objetos que no alcanzan a integrar plenamente para encontrarles su verdadero sentido, por el influjo de los medios de comunicación. Ante tal disociación se hace necesaria una tarea de identificación cultural, que exige una nueva pedagogía que responda a los requerimientos fundamentales de su vida hoy. El cristianismo ofrece en su mensaje los puntos fundamentales que responden a tal significación y los puede integrar maravillosamente en el propio contexto cultural, desde la comunidad que determine efectivamente la pertenencia del individuo[29].

1.3. La evangelización de las culturas y la inculturación de la fe

Mutua integración cultura-Evangelio

Evangelización y cultura no son separables: la cultura informa a la revelación y a la vez queda integrada en ella; pasa a mí y en último término queda englobada en la revelación. El Evangelio por principio es distinto de la cultura, pero no puede ser separado de ella, porque utiliza las expresiones culturales como vehículo para manifestarse. El Evangelio es una manera de hacer cultura y por eso la evangelización tiene el poder de hacer nuevas todas las cosas, creándolas y recreándolas sin que sea una simple repetición inveterada.

El Evangelio, y por consiguiente la evangelización, nos lo recuerda la Evangelii nuntiandi, no se identifican ciertamente con la cultura y son independientes con respecto a todas las culturas. Por otro lado, el reino que anuncia el Evangelio es vivido por hombres profundamente vinculados a una cultura, y la construcción del reino no puede menos que tomar los elementos de la cultura y de las culturas humanas. Independientes con respecto a las culturas, Evangelio y evangelización no son necesariamente incompatibles con ellas, sino capaces de impregnarlas a todas sin someterse a ninguna[30].

El fundamento de la fe está formulado por acontecimientos realizados en el tiempo y el espacio, que como tales pertenecen a la historia. Estos hechos han sido vividos y transmitidos a través de la cultura de los evangelizadores. Sin embargo, el auténtico evangelizador no transmite su cultura sino la Buena Nueva para que ésta se haga vida en el interlocutor y pueda encontrar los elementos necesarios para transformar su propia cultura. Este encuentro de las personas con el Evangelio, a través de la predicación explícita de la Iglesia, permite a la misma Iglesia acercarse a las culturas para ofrecerles lo único que ella posee: Jesucristo. El Evangelio una vez anunciado busca al hombre que lo escucha y en él llega a las culturas. Evangelizando al hombre la Iglesia promueve el diálogo con las culturas. El cristianismo no es sólo histórico en sus orígenes sino en su trayectoria a través de los siglos. De ahí que en cada época el anuncio de la fe se ha encontrado con la cultura de los pueblos para transformarlos, rescatándolos y dándoles la dimensión de plenitud que sólo el Evangelio puede transmitir. La revelación cristiana es histórica[31]; y por ende cultural. Ningún hombre ha escuchado la "nuda vox Dei", independiente de toda cultura.

Esta relación tan estrecha comporta riesgos que es necesario afrontar y superar. El primero de ellos es reducir el mensaje del Evangelio sometiéndolo a ambigüedades. El evangelizador puede sentir la tentación de reducir su misión a dimensiones puramente temporales con objetivos exclusivamente antropocéntricos[32]. El Evangelio, anunciado, no puede perder su especificidad; y al mismo tiempo debe crear una cultura, que siendo distinta en cada pueblo, tenga notas comunes. El Evangelio no puede perder su nota de catolicidad[33]. Un criterio fundamental sin el cual no hay verdadera inculturación de la fe es la universalidad de la Iglesia y la comunión entre las Iglesias particulares. Cada cultura no puede proclamar su propio Evangelio. Las Iglesias particulares no son una federación con diversidad de credos, que por solidaridad crean unos vínculos de relaciones más o menos profundas. Ellas tienen un elemento común que les hace vivir una dimensión profunda de comunión, de tal manera que son la única Iglesia, en medio de culturas distintas. Las Iglesias particulares hacen presente sin agotarla a la Iglesia universal, y son tales porque tanto en Roma, como en la India, como en América Latina, o en cualquiera de los continentes proclaman la misma y única fe. El misterio de la Encarnación se convierte como tal en paradigma de una evangelización inculturada; es el único Señor Jesucristo que toma carne en las diversas culturas[34].

Otras dificultades se presentan frente al surgimiento de algunos elementos de las culturas que bloquean, hacen imposible o distorsionan la experiencia evangélica. Los elementos propios de una cultura materialista atrofian la capacidad trascendente del hombre, o hacen una distorsión de lo religioso, a través de la magia y la superstición. La secularización propia de nuestro tiempo ha creado una mentalidad que no percibe la necesidad de salvación, queriendo presentar al mundo como desarrollado plenamente y a la cultura como autosuficiente, con la pretensión de tener bajo dominio, al menos potencial, todas las fuentes de la vida y de la muerte, del bien y del mal.

En un mundo donde el "poder" es muy importante y hace parte de la cultura de los pueblos, el mensaje del Evangelio al respecto puede encontrar oposición. El cristianismo no se puede cansar de presentar el poder como un servicio, como tampoco puede recurrir a la violencia como método frente a los conflictos y frente al dominio del más fuerte. No tiene otro anuncio distinto del perdón, la reconciliación y la misericordia. Frente a la cultura la Iglesia no puede callar el mensaje de la cruz y no dejará de proclamar la predilección de Dios por el pobre, el pequeño y el marginado.

El concepto de inculturación en el documento de Santo Domingo

El documento de Santo Domingo de la IV Conferencia General del Episcopado Latinoamericano no presenta una definición propiamente dicha de evangelización. Sin embargo se esconde constantemente una pregunta: ¿cómo debe hacerse la evangelización? Santo Domingo nos presenta una descripción breve de las diversas situaciones que quiere afrontar; y ante ellas indica los desafíos y las líneas pastorales. Pero el convencimiento que recorre todo el documento es la necesidad de una seria evangelización del Continente de la Esperanza. El contenido esencial de la evangelización no puede ser cambiado porque pertenece a la naturaleza misma de la misión de la Iglesia. Sin embargo, en el mensaje que la Iglesia anuncia existen otros múltiples elementos secundarios cuya presentación depende de las circunstancias cambiantes[35]. Desde esta perspectiva la Iglesia en América Latina ha hablado de la evangelización inculturada. Santo Domingo presenta como base teológica de la inculturación los tres grandes misterios de la salvación: la Navidad, que muestra el camino de la Encarnación; la Pascua, que a través del sufrimiento conduce a la purificación de los pecados; y Pentecostés, que manifiesta la fuerza del Espíritu dando a todos la capacidad de entender en su propia lengua las maravillas de Dios[36]. La inculturación del Evangelio tiene como tarea la purificación de las culturas[37]. La inculturación pide una actitud de diálogo, que a su vez exige una conciencia de identidad clara, para interpelar a las culturas, sin claudicar en el núcleo invariable del Evangelio[38].

2. La influencia de la universidad en la creación y desarrollo de valores en una sociedad

2.1. El Evangelio se encarna en las culturas, las redime y las lleva a su cumplimiento

La carta apostólica Tertio millennio adveniente del Papa Juan Pablo II con motivo del Jubileo del año 2000 está fundamentada en el Misterio de la Encarnación: «El Verbo se hizo carne y vino a habitar en medio de nosotros; y nosotros hemos visto su gloria, gloria como del Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad»[39]. Este Misterio señala el camino prioritario y concreto de la Nueva Evangelización: la Iglesia está llamada a actualizar en todas las culturas la relación entre Encarnación e historia, para asumir en forma adecuada la propia presencia de la iluminación y de la vida en el camino de la humanidad.

Los creyentes en Jesucristo están llamados a traspasar la puerta que abre el tercer milenio, tomando conciencia de la fecundidad histórica del Evangelio en la construcción de la ciudad de los hombres. La construcción de la civilización del amor es obra del Espíritu a través de la comunidad cristiana, que en el mismo Evangelio encuentra la fuerza para un renovado impulso misionero. El tercer milenio viene al encuentro nuestro para que como creyentes anunciemos el Evangelio de tal manera que pueda alcanzar y transformar los criterios de juicio, los valores determinantes, los puntos de interés, las líneas de pensamiento, las fuentes inspiradoras y los modelos de vida de la humanidad que están en contraste con la Palabra de Dios y con el designio de salvación[40].

"Fomentar" y "elevar" las culturas o dialogar con ellas no es propiamente evangelizarlas. La acción evangelizadora, respetando las culturas, quiere llegar a «sacudir profundamente la conciencia del hombre», «a transformar verdaderamente al hombre de hoy», a inscribir el Evangelio en el corazón del hombre con convicción, libertad de espíritu y eficacia[41]. Cuando se llega de esta manera con la Buena Noticia se está tocando totalmente y en profundidad las raíces de las culturas, y la evangelización será un aspecto no simplemente decorativo sino fundamental para las personas que conforman las culturas[42]. El evangelizador no puede olvidar que el Evangelio se anuncia para que las realidades terrenas sean transformadas y ayuden plenamente al hombre a ser plenamente hombre. El Evangelio se anuncia para que pueda generar un "cielo nuevo y una tierra nueva", sin perder la perspectiva escatológica pero sin huir de la propia realidad necesitada de salvación. El mensaje evangélico no es pura y simplemente aislable de la cultura, en la que se insertó desde el principio, y ni siquiera es aislable, sin grave depauperación de las culturas en las que ya se ha expresado a lo largo de los siglos; aquél no surge por generación espontánea, sino de un humus cultural; y se ha venido transmitiendo siempre mediante un diálogo apostólico, que está inevitablemente inserto en un cierto diálogo de culturas. La fuerza del Evangelio en todas partes transforma y regenera[43]. Cuando ésta penetra una cultura, ¿quién no se maravillaría de que rectifique no pocos de sus elementos? No se daría la evangelización si su contenido doctrinal tuviese que alterarse al entrar en contacto con las culturas. El auténtico misionero sabe que la verdadera predicación enriquece a las culturas, ayudándolas a superar sus deficiencias y humanizándolas, comunicándoles a sus valores legítimos la plenitud de Cristo[44]. La cultura es el mundo creado por el hombre. Este mundo es mediado y estructurado por la significación, por el sentido que el hombre va imprimiendo a las respuestas que da a sus necesidades vitales, y es impulsado por los valores. La significación consiste en el sentido, la orientación, la finalidad, la clave de inteligibilidad y coherencia del mundo que construimos. La significación la descubrimos en las cosas: es la estructura que las constituye y las relaciona ontológicamente. Pero la significación también la creamos, la producimos. Es entonces cuando se convierte en cultura. Cuando el Evangelio comienza a dar significación, a crear sentido, comienza a convertirse en cultura[45]. La cultura es parte de la vida de un pueblo: el conjunto de valores que lo anima y que al ser participados en común por sus miembros los reúne con base en una misma "conciencia colectiva"[46]. La cultura comprende también las formas a través de las cuales aquellos valores se expresan y configuran, es decir, las costumbres, la lengua, las instituciones y estructuras de convivencia social cuando no son impedidas o reprimidas por la intervención de otras culturas dominantes.

Al lado de los valores propios de las culturas crecen una serie de desvalores que debilitan las culturas y que podríamos denominar anti-culturas. Todo aquello que no ayuda a la realización plena del hombre y lo esclaviza es un antivalor que a su vez atenta contra las culturas auténticas. Aquí el Evangelio, anunciado en favor de un hombre que sea realmente libre, cumple su misión de purificación y redención de las culturas, llevándolas a que éstas se conviertan en instrumentos de salvación para el mismo hombre.

2.2. En la universidad se conservan, crean y desarrollan los valores culturales

El cultivo de la inteligencia propio de la universidad plantea un reto a la Iglesia. El aumento bastante rápido del número de los estudiantes, la crisis de la universidad y los fenómenos de indiferencia, frialdad más o menos generalizada representan para la Iglesia un compromiso prioritario en los umbrales del tercer milenio. Los jóvenes, globalmente considerados, manifiestan una generosa disponibilidad a valores evangélicos tales como la justicia, la fraternidad, el servicio, la generosidad, y claman más con actitudes que con palabras por un contacto verdadero y auténtico que los acerque a las Bienaventuranzas. Para llegar a ellas y mostrar su cercanía hacia la juventud la Iglesia está esforzándose por adaptar su lenguaje para poder escuchar sus interrogantes. Ella, para responder, ofrece, de una manera que ellos puedan entender, la totalidad del mensaje del Evangelio. La experiencia milenaria y la presencia del Espíritu le exigen por la fidelidad a Dios y al mismo hombre velar por que el mensaje sea transmitido sin ser desvirtuado. Desvirtuar el Evangelio significa hacer partícipe al hombre de una esclavitud peor que la anterior. La Buena Noticia que toca la totalidad de la vida humana, cuando viene reducida a una mera cultura o confundida con una ideología, asesina la esperanza que intrínsecamente transmite. No se trata exclusivamente de que los evangelizadores hablen el lenguaje de los jóvenes, sino que sepan traducir y transmitir la totalidad de la fe de manera comprensible, siendo respuesta para sus interrogantes.

En nuestro tiempo, en el cual la función crítica de la inteligencia es más activa que nunca, constituye una tarea difícil pero necesaria una profundización pluridisciplinar en las preguntas fundamentales: ¿de dónde venimos?, ¿quiénes somos?, ¿a dónde vamos? Las preguntas son formuladas frecuentemente y reciben respuestas diversas, según tiempos y lugares. No se trata de un problema teórico, sino de un interrogante práctico: ¿qué futuro queremos construir? La construcción del futuro depende en gran parte de aprovechar al máximo el presente, sirviéndose de las experiencias positivas del pasado y descartando aquellas que en sí mismas se han demostrado incapaces de ayudar al hombre en su realización plena. No es lícito para un cristiano proyectar el pasado en el futuro y mirar el futuro a partir de las tinieblas del pasado. Aquí el Evangelio proclama cotidianamente que Dios puede hacer siempre nuevas todas las cosas y muestra la inutilidad de quedarnos contemplando angustiados una problemática que humanamente nos sobrepasa. La gran verdad, que encierra el anuncio íntegro de Jesús de Nazaret, proclama la incapacidad del hombre en sí mismo para responder con sus solas fuerzas y radicalmente a sus problemas. Conocer con serenidad y verdad las capacidades limitadas del hombre y abrirse a la acción de Dios para que actúe a través del mismo hombre es proclamar en la vida que todo lo que es imposible para el hombre es posible para Dios[47]. Se trata de un camino por recorrer, ciertamente difícil. La Iglesia presenta a la universidad en una relación estrecha con la cultura y ésta, a su vez, está en íntima relación con la dignidad humana. Cultura es solamente aquello que eleva al hombre; todo aquello que lo degrade es más bien anti-cultura.

La universidad tutela y desarrolla la cultura para que pueda ser transmitida y progrese sin perder su propia identidad. En la vida universitaria hay dos momentos importantes en relación con la cultura: el momento creativo y el momento de difusión. En el momento creativo juega un papel invaluable la búsqueda de la verdad, mientras que en el momento de difusión la vigilancia debe ir dirigida a transmitir con fidelidad la verdad que se ha descubierto. Estos dos momentos vividos intensamente en el ambiente universitario no pueden realizarse fuera del rigor crítico propio de la ciencia, garantizando así la solidez de una cultura.

Las dos actividades propias de la universidad, la investigación y la enseñanza, han permitido al hombre, a través de su historia, responder al progreso científico y técnico de la humanidad. Ni investigación ni enseñanza pueden ir desligadas de la búsqueda. La universidad es el crisol donde se forja la cultura, una caldera en la que está en ebullición la vida intelectual, en la que se establece una íntima interrelación entre los distintos campos del saber, una comunidad viva cuya fecundidad intelectual, cultural y espiritual nace de la participación activa y de la colaboración generosa de todos aquellos que toman parte en ella. En este ambiente vivo, la universidad forma personas, personas maduras, personas que deben agregar una cierta plenitud al desarrollo de la propia capacidad[48]. La universidad debe ser como un verdadero ecosistema; con su equilibrio, con la delicada interrelación entre cada una de las personas que la componen, con toda su complejidad, que no es la de un sistema mecánico, sino la de un conjunto de vidas que se integran en una armonía superior. La vida que empuja la universidad es la vida del espíritu.

En la universidad se cultiva el espíritu de la persona humana, y esto es infinitamente más delicado que el más sublime de los ecosistemas. Esta humanidad, por tanto, debe impregnar todo el ambiente universitario. En otras palabras, no se puede desligar la institución académica de la dimensión educativa de la persona. Esto supone --como ha afirmado el Papa Juan Pablo II-- que los educadores sepan transmitir a los estudiantes, además de la ciencia, el conocimiento del mismo hombre, de su dignidad, de su historia, de sus responsabilidades morales y civiles, de su destino espiritual, de sus vínculos con toda la humanidad[49].

El hombre, en efecto, no es una computadora que sirve para acumular información; es un ser capaz de elegir, de dialogar y de amar. El alumno tiene necesidad no solamente de investigación, sino también de educación; no solamente de aprender, sino también de comprender; no sólo de nociones intelectuales, sino también de valores morales; no sólo de ciencia, sino también de sabiduría[50].

El Evangelio lleva de manera armoniosa a su máximo desarrollo todas las facultades humanas, todo aquello que constituye el ser del hombre. De ahí que no pueda ser extraño a la universidad. Nuestro diálogo interdisciplinar, por necesario que pueda aparecer, lejos de agotar el encuentro entre la fe y la cultura, es una fase preliminar, una propedéutica, un acompañamiento, una profundización en un camino de fe en Cristo, revelador del Padre en el Espíritu.

2.3. La universidad, areópago privilegiado de la evangelización y de la inculturación de la fe

Por vocación una universidad es centro de pensamiento, presente en los problemas del mundo contemporáneo y sensible a las exigencias modernas. La universidad al hacer la búsqueda desinteresada de la verdad no queda subordinada ni condicionada a intereses particulares de cualquier género. Nuestra época tiene urgente necesidad de esta forma de servicio desinteresado, de proclamar la verdad, valor fundamental sin el cual se pierden la libertad, la justicia y la dignidad del hombre. Es ésta la contribución particular de la universidad, una universidad que se dedica completamente a la búsqueda de todos los aspectos de la verdad en unión esencial con la verdad suprema, que es Dios. Presenta unas directrices, en cuanto contribuye eficazmente a dar sentido a la vida de la persona humana que se educa y, por medio de ésta, también a la sociedad. La universidad, por lo tanto, da un aporte valioso a la realización auténtica de la persona en su vida y responde así a su vocación más profunda, porque la verdadera finalidad de la vida es el conocimiento existencial, integral de la verdad, la comunión y la vida en ella. La verdad es la iluminación y la transformación de la existencia y del universo.

La elección prioritaria: la inculturación de la fe

Ante ustedes se abre una perspectiva quizás insospechada: la inmensa tarea de la inculturación del Evangelio. A este mundo, lo conocemos con su afán de franqueza, de autenticidad, de sinceridad, de sencillez, con su oposición al conformismo revestido y protegido por la cortesía, mezclada a menudo con la hipocresía. Aquí la cultura no aparece ya en función de comprender el pasado, sino de comunicar el presente, la cultura para vivir. Esta nueva cultura pide ser evangelizada. No se trata de proponer modelos prefabricados, sino de caminar con los otros, tomando, por así decir, sus dimensiones, y aceptando los modelos no sin frecuencia desconcertantes con los cuales el hombre expresa su íntima experiencia. Una vez aceptada esta condición, lo que no siempre ocurre sin desgarros, es necesario y no simplemente opcional confrontar todo con el Evangelio.

«Está escrito: he creído, por esto he hablado; también nosotros creemos y por esto hablamos»[51]. El Apóstol usa un tiempo presente, motivando el deber y el derecho del creyente a expresar su fe y a ser anunciador del Evangelio siempre y en todas partes. Por el simple hecho de ser cristianos tenemos como misión hablarle al mundo del Dios de Nuestro Señor Jesucristo. Pero nuestro hablar depende del creer. El primer aspecto de la fe que nos permite hablar es no ser voz sin contenido, sino lenguaje que sabe comunicar una realidad viva y eficaz.

El hablar por haber creído convierte al hombre en testigo cualificado del anuncio; es la mejor manera de evangelizar las culturas e inculturar la fe. Sólo con actitudes que brotan de una profunda convicción de fe podemos lograr que ésta se haga cultura. Aquí me vienen a la mente, ya para concluir, las palabras del Santo Padre al instituir el Pontificio Consejo para la Cultura en 1982: «Una fe que no se hace cultura es una fe no plenamente acogida, no totalmente pensada, no fielmente vivida»[52].

El diálogo entre la fe y la cultura no se ha realizado nunca como por encanto, sino a precio de un costoso discernimiento. La prueba para la Iglesia y, al mismo tiempo, la oportunidad que se le ofrece radica en aceptar los interrogantes del propio tiempo a través de los cuales puede injertar en las culturas las promesas de Dios. Dar sentido a la historia y una finalidad a la aventura humana está en el corazón del Evangelio. Así se cumplirá en nuestros días el anuncio del Concilio Vaticano II: el futuro de la humanidad está en las manos de quienes saben dar a las generaciones de mañana razones de vida y de esperanza.

Conclusiones

La cultura que hace parte de una tradición transmitida de generación en generación a través de los pueblos no puede ser ignorada en la acción evangelizadora. La evangelización que va dirigida fundamentalmente a la persona humana tiene como objetivo la formación de la comunidad cristiana, para que ésta como colectividad pueda entrar en diálogo con los valores de las diferentes culturas que necesitan ser asumidos para ser redimidos.

La evangelización inculturada hace posible la salvación y liberación integral de un determinado pueblo o grupo humano, fortalece su identidad y confía en su futuro específico, contraponiéndose a los poderes de la muerte, adoptando la perspectiva de Jesucristo encarnado que salvó al hombre desde la debilidad, la pobreza y la cruz redentora.

La religión es centro y corazón de la cultura, su elemento más significativo y de mayor valor. Si la cultura es todo aquello que configura la vida del hombre, su núcleo esencial está constituido de todo aquello que se refiere a la relación misma del hombre con Dios. Así queda claro por qué toda auténtica cultura está intrínsecamente abierta al Evangelio. El Evangelio penetra profundamente al "humus" cultural hasta llevarlo al estado más rico, al terreno mejor, al núcleo de las convicciones y los valores religiosos y morales. Estos valores constituyen lo más excelso de la cultura. Es allí donde se establecen, echan raíces, germinan y al mismo tiempo enriquecen, purifican y transforman el terreno que los acoge. En ningún lugar entran en contacto más estrecho el mensaje cristiano y la cultura que en cada cristiano. Ése es el lugar privilegiado y principal de la evangelización de la cultura. Cada cristiano nace en el seno de una cultura, de la que inevitablemente participa. Adquiere una formación profesional y contribuye, con sus colegas y los demás hombres que forman la sociedad, a la tarea de hacer crecer ese patrimonio cultural y de transmitirlo. Allí concurren las exigencias intelectuales y morales de la fe, con las que se derivan de las costumbres y usos sociales y de sus conocimientos científicos y técnicos.

Por esta razón, para que este diálogo sea fecundo se requiere que estén presentes adecuadamente las dos partes: por un lado, una imprescindible formación cultural y profesional; por otro, una fe debidamente ilustrada y una identidad cristiana lo suficientemente sólida como para superar fácilmente las perplejidades que puedan plantearse en un momento dado. Para la formación cultural y profesional, las sociedades establecen sus cauces; para la formación doctrinal y la identidad cristiana, corresponde a la Iglesia proporcionarlos.

·Poupard-Paul

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[14] Ver Card. Paul Poupard, Iglesia y culturas. Orientación para una pastoral de inteli- gencia, EDICEP, Valencia 1985, p. 15.

[15] Ver Card. Paul Poupard, Il Vangelo nel cuore delle cultura. Nuove frontiere dell'incul- turazione, Città Nuova, Roma 1988, p. 77.

[16] Ver Gaudium et spes, 58.

[17] Ver Card. Paul Poupard, Il Vangelo nel cuore delle cultura, ob. cit., pp. 16-17.

[18] Ver allí mismo, pp. 111-112.

[19] Ver San Justino, Apología, II, 13.

[20] Ver Gaudium et spes, 59.

[21] Ver el anatema, Lev 27,28-29; Jos 6,17.

[22] Ver Gaudium et spes, 58.

[23] Ver Gaudium et spes, 53.

[24] Ver Gén 1,26-30.

[25] Ver Card. Paul Poupard, Il Vangelo nel cuore delle cultura, ob. cit., p. 53.

[26] Juan Pablo II, Discurso a la comunidad universitaria de Lovaina, 20/5/1985, 1.

[27] Ver Card. Paul Poupard, Il Vangelo nel cuore delle cultura, ob. cit., p. 121.

[28] Ver allí mismo, p. 189.

[29] Ver allí mismo, p. 146.

[30] Ver Evangelii nuntiandi, 20.

[31] Ver Card. Paul Poupard, Il Vangelo nel cuore delle cultura, ob. cit., p. 144.

[32] Ver Evangelii nuntiandi, 32-34.

[33] Ver Card. Paul Poupard, Iglesia y culturas, ob. cit., p. 18.

[34] Ver Santo Domingo, 230.

[35] Ver Evangelii nuntiandi, 25.

[36] Ver Card. Paul Poupard, Il Vangelo nel cuore delle cultura, ob. cit., pp. 142-145.

[37] Ver Santo Domingo, 13, 22, 230.

[38] Ver Santo Domingo, 24, 138.

[39] Jn 1,14.

[40] Ver Evangelii nuntiandi, 19.

[41] Ver Evangelii nuntiandi, 4.

[42] Ver Evangelii nuntiandi, 20.

[43] Ver Card. Paul Poupard, Il Vangelo nel cuore delle cultura, ob. cit., p. 65.

[44] Ver Catechesi tradendae, 53.

[45] Ver Card. Paul Poupard, Il Vangelo nel cuore delle cultura, ob. cit., p. 67.

[46] Ver Evangelii nuntiandi, 18.

[47] Ver Lc 1,36-37.

[48] Ver Card. Paul Poupard, Il Vangelo nel cuore delle cultura, ob. cit., p. 124.

[49] Ver Juan Pablo II, Discurso a los representantes de la Universidad, Reales Acade- mias e investigadores, Madrid, 3/11/1982.

[50] Card. Paul Poupard, Cristo come principio ermeneutico dell'uomo e della cultura uma- na, en Dio e libertà. Una proposta per la cultura moderna, Città Nuova, Roma 1991, pp. 87-88.

[51] 2Cor 4,13.

[52] Juan Pablo II, Carta al Cardenal Secretario de Estado Agostino Casaroli, 20/5/1982.