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LA FE QUE EXCEDE TODO CONOCIMIENTO

 

La verdad revelada de Dios como fundamento de la fe

Como hemos visto, la razón se presupone en la fe. Para el racionalismo moderno, la ratio humana no es, desde luego, un mero órgano receptor y, en ese sentido, presupuesto para la fe; es además el horizonte y el marco, más aún, el criterio incluso para el conocimiento de la fe. Así, para el racionalismo, la fe no sólo tiene que ser, como para la tradición cristiana, conforme a la razón; tiene también que justificarse y poderse fundamentar razonablemente ante la razón. Con ello se llega a una "religión dentro de los límites de la pura razón" (Kant). En nuestro siglo se rompieron los límites intelectualistas de esta postura. No obstante, sigue influyendo su línea argumental. Esto es válido, ante todo, cuando los enunciados de la fe sólo se permiten porque encajan en un esquema antropológico o sociológico previo, o solamente en la medida en que es posible encajarlos en él, o porque son utilizables de otro modo -ya sea como medio para la tranquilidad y el orden o como correa de transmisión para la transformación del mundo.

FUNDAMENTO: Tal fundamentación de la fe elimina en realidad su actitud básica. En la fe no confiamos de forma sublime en nuestra percepción humana, en nuestros criterios e intereses humanos. Creer significa, como hemos dicho, confiar en Dios y fiarse de el. El que cree abandona sus seguridades y garantías humanas; apuesta por algo que está fuera de él y que es infinitamente más cierto que todas nuestras certezas humanas. El fundamento último de la fe es Dios mismo, su verdad y fidelidad manifestadas; su seguridad es la seguridad de nuestra fe. No en vano, la palabra hebrea para expresar la acción de creer es "amán", es decir, estar firme, seguro, cierto. Todavía hoy conocemos esta palabra por el "amén" del lenguaje litúrgico. Podríamos decir que creer significa, por tanto, decir amén a Dios con todas sus consecuencias (G. Ebeling).

Por ello el Concilio Vaticano I declaró contra el racionalismo: creemos que es verdad lo que Dios ha revelado, "no porque podamos comprender la verdad interna de las cosas con la luz natural de la razón, sino por la autoridad del Dios que revela". La verdad revelada por Dios es, por tanto, el fundamento último de la fe. En todo caso, la certeza de la fe que se basa en Dios y no en la razón humana no es menor que la de la ciencia; es mucho mayor; es, como afirma la tradición teológica, firme por encima de todo. "In te Domine speravi, non confundar in aeternum": "Esperé en ti, Señor; no seré confundido eternamente." De todos modos, con la tesis bíblica y dogmática de que Dios mismo es el fundamento de la fe no está en absoluto resuelto el problema teológico; por el contrario, con ello está sólo planteado. La pregunta es, en efecto, cuándo nos apropiamos de la verdad de Dios. ¿No nos movemos en círculo con la mencionada afirmación bíblica y dogmática? ¿No presuponemos, por tanto, con nuestra afirmación lo que se ha de fundamentar? Porque, cuando decimos que Dios es el fundamento de la fe en Dios, semejante afirmación es ya contenido de la fe. ¿Se fundamenta, pues, en último término, la fe en sí misma?

Los ojos de la fe

Ya Agustín le dio vueltas a este problema. La dificultad, dice Agustín, es tan enorme que sólo Dios mismo puede resolverla. Y la resuelve otorgándonos el don de la fe. Ni siquiera podríamos -afirma Agustín- preguntar por la fe buscándola, si Dios no viniera desde el principio en ayuda de nuestra búsqueda. Esta respuesta suena, de entrada, como una solución que suscita perplejidad; Dios parece ser introducido como un "deus ex machina". En realidad, el argumento de Agustín no es, en modo alguno, tan ingenuo como parece a primera vista. Porque una fundamentación última, que es de lo que aquí se trata, no puede fundamentarse en una fundamentación superior. Por tanto, si yo creo en Dios como fundamento último de toda realidad, esta fe no puede tener, a su vez, un fundamento superior. La alternativa ante la que estamos es, por ello, si el hombre puede darse una fundamentación última o si acepta y reconoce un fundamento último y absoluto, que sólo puede ser Dios. Si hace esto, es porque Dios se le ha manifestado como verdad, y esto significa: como luz de la vida.

FE/FUTURO-ULTIMO:El reconocimiento de Dios no es, por tanto, un gesto de audacia a ciegas; está iluminado por la luz de la verdad de Dios que se manifiesta al hombre. En este sentido hablan Agustín y toda la tradición de la luz de la fe ("lumen fidei") y de la gracia de la fe que ilumina al hombre. Y citan una y otra vez este versículo del Salmo: "A tu luz contemplamos la luz" (Sal/035/10). P. Rousselot ha hablado de "los ojos de la fe" iluminados por la luz de la gracia.

FE/DON:Esta respuesta tiene un sólido fundamento bíblico. Jesús mismo explica que "los de fuera" oyen, desde luego, sus parábolas, pero no las entienden. Sólo a los discípulos se les "da'` el misterio del Reino de Dios (/Mc/04/11 s). Por ello Jesús dice a Pedro, después de su confesión de fe en él como Mesías e Hijo de Dios: "Eso no te lo ha revelado nadie de carne y hueso, sino mi Padre del cielo" (Mt 16,17). Según Pablo, ningún ojo vio ni oído oyó lo que Dios ha preparado para los que le aman. Sólo el Espíritu de Dios, que sondea las profundidades de Dios, lo revela a nuestro espíritu. Así, únicamente el hombre en quien habita el Espíritu puede enjuiciarlo todo (/1Co/02/09-15). Por ello la carta a los Efesios habla de los "ojos iluminados del corazón" (/Ef/01/18), y el evangelio de Juan afirma lapidariamente: "Nadie puede acercarse a mí si el Padre que me envió no lo atrae" (/Jn/06/44).

Dios mismo se revela, pues, en la fe como "el que atrae", el que fascina y convence. En la fe el hombre recibe, por decirlo así, una luz, bajo la cual puede verlo todo de una forma nueva, mejor y más profundamente. En este sentido, la fe es una peculiar experiencia de iluminación, es el don de una nueva capacidad de visión que tiene en sí misma su evidencia.

¿Análisis de la fe?

Sin embargo, con estas respuestas no terminan aún las preguntas. Si es verdad que la certeza de la fe como certeza última no puede deducirse de una certeza superior, y si es verdad que Dios, como la verdad y el fundamento de la fe, sólo puede hacerse evidente por sí mismo, surge todavía la pregunta de cómo llegamos a conocer esa luz esclarecedora y manifiesta de la verdad. ¿Cómo capta el creyente de manera inmediata la verdad de Dios como fundamento último de su fe? A esta pregunta se le llama el "analysis fidei", el análisis de la fe, porque analiza el acto de fe hasta llegar a su último fundamento. Sobre todo los teólogos de los siglos XVII al XIX hicieron consideraciones extraordinariamente sutiles sobre esta cuestión. Pero no llegaron a un resultado homogéneo, satisfactorio para todos. Al contrario, J. Kleutgen designó esta pregunta como "la cruz y el suplicio de los teólogos". Se trata, sin duda, de una de las cuestiones más difíciles de toda la teología. Se trata del problema fundamental de la teología.

No queremos ni podemos tratar todas las agudas e ingeniosas respuestas de los teólogos de los siglos XVII al XIX ni entrar en las diferencias de escuela entre Suárez, Lugo, Billot y otros. En todo caso, no son plenamente satisfactorias ni convincentes. Tienen el peligro, en efecto, de hacer del acto de fe el resultado de una especie de conclusión lógica. Pero esto, cuando se trata del presupuesto último, no es posible por principio. Esta es la limitación de todo análisis puramente lógico de la fe. Por eso la teología vuelve hoy, en general, a Tomás de Aquino y trata de desarrollar sus planteamientos.

El que cree ve más FE/VISION Sto. Tomás parte de que el hombre es en el fondo, por su naturaleza, un ser que pregunta por Dios y lo busca. El hombre pregunta -como hemos visto- por el conjunto de la realidad y por su meta y fundamento últimos. Así, en cada acto de entendimiento y de voluntad y el hombre se remite previamente a Dios como fundamento y meta de toda realidad. Pero sólo tiene de ello un conocimiento global y confuso. El hombre nunca podrá entender plenamente este hecho. Por eso está siempre inacabado; tiene un dinamismo decididamente insaciable, que va más allá de sí. Sólo llega a la plenitud cuando encuentra a Dios cara a cara en la visión eterna. Ésta es el compendio de la plenitud humana. La fe en Dios es, según Tomás de Aquino, una cierta anticipación de esta meta; en ella el hombre se pone, ya ahora, en camino hacia Dios para adherirse a él en el amor. Esta anticipación no se da ahora directamente cara a cara, sino a través de la revelación externa.

FE/RAZON:La razón natural puede reconocer en los signos externos de la revelación vestigios, señales, puntos de apoyo o, como se dijo más tarde, motivos de credibilidad para la fe. Para conocer en ellos con toda certeza revelaciones de Dios no basta el conocimiento natural. Para ello es necesario un medio de conocimiento adecuado a la realidad de Dios: la luz de la fe. Sólo con los ojos de la fe podemos conocer con certeza la verdad de Dios en las formas externas de la revelación.

El hombre espera en la verdad, que es Dios mismo, con todas las fibras de su corazón; anhela la verdad, sin poder nunca alcanzarla por sí mismo. La luz de la fe, que nos hace conocer en las formas externas de la revelación la verdad de Dios, es por ello la verdad definitiva sobre nosotros mismos. No es algo extraño a nosotros, no es un complemento exterior a la luz de la razón, sino su última plenitud; es la salvación del hombre. La luz manifiesta de Dios no es un oscurecimiento de la razón, sino, por el contrario, su iluminación. La luz de la gracia conecta con la pregunta natural acerca de Dios, con la idea de Dios ínsita en el hombre, para llevarla a su plenitud, consumación y determinación, a las que el hombre no puede llegar por las solas fuerzas de la razón. Así, en la luz de la fe la verdad de Dios se manifiesta en cierto modo intuitivamente al hombre como verdad sobre sí mismo, de forma clara, convincente y vinculante.

Con esta doctrina genial de Tomás de Aquino enlazó la teología moderna. Y al mismo tiempo la sigue desarrollando, con frecuencia en la línea de la "Grammar of assent" (doctrina del asentimiento) del cardenal J. H. Newman, el cual no tardó en percibir que en las matemáticas llegamos a la certeza a través de demostraciones rigurosas, pero que la conductora a través de la vida es la probabilidad. Así, los motivos particulares de credibilidad no pueden demostrar la fe; tampoco su acumulación y convergencia proporcionan una certeza lógica, pero ofrecen una probabilidad y una seguridad espiritual, en virtud de las cuales la opción por la fe es humanamente posible, intelectualmente responsable y moralmente vinculante. Pero a la genuina certeza de la fe, cuya seguridad está por encima de todo, sólo se llega cuando se considera esta argumentación de convergencia a la luz gratuita de la fe.

J. H. ·Newman-CARDENAL explica esta tesis con diversos ejemplos. Así, remite al trabajo de un arqueólogo que al principio sólo tiene hallazgos aislados de muros, monedas, inscripciones y, quizá, testimonios literarios relativos a ello. En virtud de tales testimonios, con frecuencia escasos, reconstruye, no sin un factor de intuición e imaginación, todo un edificio e incluso, con frecuencia, toda una época cultural. Sólo esa intuición permite entender realmente los hallazgos individuales. Newman remite también al diagnóstico de un médico que al principio sólo encuentra determinados síntomas de una enfermedad, pero que, en virtud de una "mirada'' de médico, reconoce en esos síntomas la causa de la enfermedad. Y con ello interpreta, a su vez, los síntomas. Se puede recordar también la hermosa frase de (·AQUINO-TOMAS) Tomás de Aquino, "ubi amor ibi oculus" (donde hay amor, allí hay también un ojo"). El verdadero amor no ciega, sino que hace ver; sólo él descubre a otra persona como digna de fe y de amor. Algo así ocurre con la luz de la fe: sólo ella nos hace conocer la realidad en toda su altura y profundidad. El que cree ve más.

Sólo el amor es digno de fe

Hans Urs von ·Balthasar-V dio un paso esencial, más allá de lo dicho hasta ahora. En su obra en seis volúmenes "Herrlichkeit", desarrolla toda una doctrina cristiana de la percepción. En ella expone que no hay que imaginarse la luz y la gracia de la fe como algo que, independientemente del contenido de la fe o junto a él, penetre "verticalmente desde arriba" en el creyente y lo ilumine. Más bien, el objeto de la fe, concretamente Jesucristo, lleva consigo la luz y el Espíritu, en el que puede ser conocido en la fe. La luz de la fe resplandece en Jesucristo, y en su mediación por la Iglesia. El apóstol Pablo dice que somos iluminados para el conocimiento del resplandor divino que aparece en el rostro de Cristo (2 Cor 4,6). Jesucristo se atestigua e impone a sí mismo. Por ello Balthasar habla de evidencia no sólo subjetiva, sino también objetiva. Es la evidencia de la forma misma de la revelación.

Balthasar reduce su tesis a la fórmula "sólo el amor es digno de fe". El amor no se puede demostrar, se hace creíble a sí mismo. Así el amor de Dios manifestado en Jesucristo convence al hombre y le da una certeza peculiar. Concretamente, Jesucristo se nos comunica a través de la Iglesia, de su palabra y sus sacramentos (liturgia) y -lo que para Balthasar tiene especial importancia- a través de los exponentes representativos de la Iglesia, los cuales no son, ante todo y sobre todo, sus representantes oficiales, sino los santos, por quienes resplandece en el mundo la luz y el amor de Dios. Ellos dan fuerza al anuncio de la fe; ellos pueden convencer, porque el amor es el sentido del ser. ¿Cuál es, pues, el fundamento y la verdad de la fe? Algo que supera todo conocimiento y, sin embargo, ilumina todo conocimiento, le da altura y profundidad, amplitud y perspectiva: la luz que brilla en el mundo ya desde el comienzo de la creación y que resplandeció definitivamente en Jesucristo, que es la manifestación misma del amor de Dios (cf. Jn 1, 1-14). Este amor es, en definitiva, el único que convence. Él es la verdad que hace libre (Jn 8,32). (Págs. 68-78)

La fuerza de la fe permite descubrir y transformar la realidad

Quien pretenda saber necesita creer. Hemos partido de esta convicción básica de hombres como Orígenes y Agustín y que hoy ha recobrado actualidad. Significa que quien cree ve más. La verdadera fe, como el verdadero amor, no ciega, sino que hace ver. Ahora es preciso afirmar y fundamentar esta tesis no sólo formalmente, sino también materialmente y en cuanto a su contenido. Las cuestiones que consideramos ahora son: ¿qué hace ver la fe? ¿,Cómo nos descubre la realidad? ¿Cuál es la realidad que se capta en la fe?

Cuando hacemos estas preguntas, para nosotros no se trata (en este caso) de desarrollar dogmáticamente los contenidos individuales de la fe. Nuestras preguntas no son propiamente dogmáticas, sino, en cierto modo, de teología fundamental; no preguntamos por la realidad de la fe en sí, sino por la fuerza de la fe que hace descubrir la realidad. Y nos limitamos conscientemente a tres aspectos: el mundo como creación, el problema del mal y el mensaje de la Redención.

El mundo como creación CREACION/QUÉ-ES:

Si lo específico de la fe cristiana consiste en que no sólo cree genéricamente en un sentido de la vida, sino en que además conoce a Dios como fundamento de esta fe, ello significa entender la realidad como creación. Porque "creación" quiere decir que el mundo tiene en Dios el fundamento último de su existencia y de su peculiaridad. La idea cristiana de la creación era y es uno de los escenarios de guerra en la polémica moderna entre fe y ciencia. El proceso de Galileo y la polémica sobre la teoría evolucionista de Darwin y sus secuaces siguen influyendo todavía. Llevaron a un cisma no entre creyentes, sino entre la fe y el mundo moderno. Es cierto que los teólogos, y con ellos la mayoría de los predicadores, han aprendido entretanto que la Biblia no es un manual de ciencias naturales; no nos enseña -decía ya Galileo- cómo va el cielo, sino cómo se va al cielo. Hay que distinguir, por tanto, entre la forma cultural de una época y el contenido permanente de los relatos bíblicos de la creación. Por eso la inmensa mayoría de los teólogos ya no ven hoy una oposición básica entre la fe en la creación y una teoría evolucionista consciente de sus límites. Pero las disputas seculares han dejado sus huellas y heridas dentro de la Iglesia. Y han hecho también que la doctrina de la creación sea sospechosa para muchos predicadores. En la predicación y en la teología se habla de ella sorprendentemente poco y, cuando se hace, es con frecuencia de forma mezquina, atormentada y casi en tono de disculpa.

D/MUNDO/RELACION MUNDO/D: Pero ¿qué fe en Dios es ésa que ya no tiene nada más que decir sobre la realidad en su conjunto, que se repliega a la relación y confianza existencial en Dios y que en esta interioridad olvida el mundo exterior del cosmos, lo excluye o lo abandona a sí mismo? ¿Puede Dios seguir siendo Dios, es decir, la realidad que todo lo abarca y todo lo determina, si el mundo deja de ser el mundo de Dios? Un Dios sin mundo ¿no conduce necesariamente a un mundo sin Dios? Si Dios ya no tiene nada que ver con el mundo y, en consecuencia, con las preocupaciones mundanas de los hombres, no puede uno extrañarse de que los hombres no quieran tener ya nada que ver con Dios y de que no tengan interés por nuestro mensaje. Una teología histórico-salvífica y una concepción existencial de la fe que pierden la conexión con la realidad de la creación se convierten en gnosis, expuestas, sin defensa, a la sospecha antirreligiosa de ser proyección e ilusión.

EVOLUCION: La exclusión de las afirmaciones sobre la creación es tanto más incomprensible cuanto que la doctrina de la creación está hoy decididamente en alza. Porque la teoría de la evolución, como quiera que se enjuicie su "status" teórico-científico, no puede ser jamás una alternativa o un sucedáneo de la fe en la creación. Dicha teoría presupone siempre algo que evoluciona, y pregunta por el modo de esa evolución. No explica el qué" del ser ni responde a la pregunta de por qué existe una realidad. Así como no responde a la pregunta sobre el fundamento del ser, tampoco da respuesta a la cuestión del sentido de ser: ¿para qué existe esto? ¿Para qué existe todo? ¿Para qué existo yo? Sin embargo, es precisamente a estas preguntas (a las que no llega en absoluto la teoría de la evolución ni ninguna explicación puramente científica del mundo) a las que da respuesta el mensaje de la creación.

ECOLOGIA:Tal respuesta es hoy tan urgente como en cualquier otro tiempo. Incluso adquiere hoy una urgencia completamente nueva. La amenaza de todo ser viviente por el hombre ha creado de nuevo condiciones para el sentido de respeto profundo ante lo que existe y para la responsabilidad por la permanencia de la realidad. Ha hecho comprender de nuevo que el concebir y tratar el mundo únicamente como mundo hominizado, como mundo del hombre, como material para el hombre, lleva a la catástrofe. Pero el "mundo como creación" significa que el mundo, como mundo de Dios, es, desde luego, mundo para el hombre, pero no simplemente mundo del hombre. No es producto del hombre, sino que le ha sido dado previamente por Dios y, por ello, encomendado a su responsabilidad. Tiene, pues, una profundidad, un misterio y una dignidad, que el hombre ha de respetar. Desde luego, fue creado también para su provecho y para su goce. Pero está ordenado aún más a la alabanza del Creador, a la que el hombre puede y debe prestar su voz.

¿Qué se deduce de esta visión de la realidad como creación? Me limito a señalar dos puntos: ORIGEN

1. El carácter "lógico" (de "logos") y razonable del mundo. No hay más que comparar los relatos bíblicos de la creación con los mitos de la creación del entorno contemporáneo de la Biblia para percibir los mundos que los separan. En dichos mitos, el cosmos es fruto de sangrientas luchas entre los dioses o entre gigantes demoníacos de la prehistoria. Toda la fatídica experiencia del hombre con el mundo y consigo mismo, la experiencia de lo abismal y demoníaco de la realidad, se refleja en esos relatos. En la Biblia es muy distinto: la realidad tiene su origen y fundamento únicamente en la palabra libre y creadora de Dios. Ha sido creada conforme y a través de su "logos", y por eso lleva la impronta de dicho "logos". Es expresión de la sabiduría de Dios y está ordenada por "peso, número y medida" (Sab 11,20). Con ello el relato de la creación se revela como una verdadera explicación y como una toma de postura en favor de la racionalidad de la creación. Posteriormente, también la doctrina eclesiástica defendió y protegió una y otra vez la realidad de la creación contra quienes la descalificaban y denigraban como algo malo. Más aún, puesto que el mundo procede del "logos" de Dios y está hecho conforme a sus ideas, no es materia irracional, sino que tiene el sello del Espíritu, y eso es lo que le hace accesible a nuestro espíritu y espiritualmente cognoscible.

¿Cómo se puede explicar la cognoscibilidad del mundo y la posibilidad de formular su ordenamiento en leyes naturales, sino diciendo que es análogo al espíritu? Pero ¿cómo puede serlo, supuesto que no es invención nuestra, sin un espíritu creador? Científicos de la naturaleza como Johannes Kepler y Albert Einstein eran conscientes de estas relaciones y entendían su ciencia como una reflexión asombrada acerca del orden del mundo mismo. Por el contrario, la teoría de que el mundo procede de una materia eterna, 1) no explica absolutamente nada, porque la materia no se explica a sí misma; y 2) hoy es una fábula científica, porque, desde la teoría de la relatividad y la teoría cuántica, el concepto de materia se ha deshecho y nadie puede decir ya exactamente qué es la materia. Jacques J. Monod es un científico que rechaza toda consideración teológica, y sobre todo la idea de Dios, como no-científica, y explica la totalidad del mundo como resultado de una combinación de azar y necesidad; pues bien, él mismo hace referencia a una frase que dijo François Mauriac después de las conferencias que Monod había pronunciado sobre el tema: "Lo que este profesor quiere hacernos creer es aún mucho más increíble que lo que se nos exigió creer a los pobres cristianos". El mismo Monod no puede menos de designar su explicación como absurda. Pero, desde entonces, también en este punto ha avanzado la discusión. Tanto en bioquímica como en física, se habla de estructuras, ciclos, reglas de juego y hechos similares, por no mencionar los intentos filosóficos para probar que las explicaciones puramente causales no son en modo alguno suficientes, sino que presuponen explicaciones teológicas, más aún, que ellas mismas son explicaciones teológicas encubiertas.

Como cristianos, tenemos hoy toda la razón para afirmar la racionalidad de la realidad y, de este modo, defendernos del peligro que suponen para la humanidad los irracionales sistemas basados en el interés y el poder, las ideologías autoritarias y las utopías fanatizantes y esforzarnos por hallar soluciones justas y razonables a los problemas y conflictos. Como representantes de la fe en la creación, nosotros somos hoy los verdaderos ilustrados.

2. La libertad y la estructura sabática de la creación. Que Dios hizo el mundo por puro amor, sin coacción alguna externa o interna, porque quería que sus criaturas participaran en su ser y en su vida, es una afirmación básica de la fe. Sólo si el mundo es obra de la libertad, es también un mundo de libertad, es decir, un mundo no determinado por presiones ciegas. Si lo estuviera, no habría en él espacio alguno para la libertad humana. En tal caso, el hombre, con sus interrogantes, anhelos, indigencias y temores, quedaría marginado, como un gitano, en un cosmos que sería sordo a su voz, y la situación del hombre en el mundo sería absurda. Sólo si la creación procede de la libertad y lleva la impronta de la libertad, sólo así la libertad es posible y el hombre libre puede vivir y actuar en el mundo con sentido. Pero si procede de la libertad y está orientado a la libertad, entonces en el mundo tiene que haber también ordenamientos y estructuras de libertad; tiene que haber espacios libres de todo tipo, tanto para el individuo como para la cultura, la ciencia y -no en último término- para la religión y su ejercicio libre, público y sin trabas.

RELATO: Esta idea lleva un poco más lejos. Puesto que el mundo procede de la libertad de Dios y está proyectado para la libertad del hombre, no puede ser un mero mundo del trabajo. El trabajo humano es, desde luego, expresión y configuración de la libertad humana; adecuadamente entendido, no es tarea de esclavos, sino expresión del señorío del hombre. Por ello hay también un derecho del hombre al trabajo. Pero, en último término, el relato bíblico de la creación no está polarizado por la tarea de dominio del hombre sobre el mundo, sino por la tarea del culto, por el sábado. El mundo tiene una estructura sabática; tiende al descanso, a la paz en la glorificación de Dios. Así pues, la libertad humana no se agota en el contacto, el uso y el disfrute de los bienes del mundo. En último término, no está ligada a objetivos, y encuentra su realización en lo que está libre de objetivos: en el juego, el ocio, el arte, la fiesta y la celebración. El hombre no es sólo el "homo-faber", el trabajador; es también el "homo-ludens", el hombre que juega. Es, en definitiva, el "homo orans et adorans", el hombre que ora y adora. No es esclavo del trabajo, sino que está llamado a la libertad de los hijos de Dios. No en vano la eucaristía es el centro de la existencia cristiana.

La glorificación de Dios es, al mismo tiempo, la salvación del hombre y del mundo. Ya en el Antiguo Testamento se celebra el sábado como obra buena, y Jesús sitúa de nuevo este sentido original en primer plano: 'EI sábado está hecho para el hombre". Ireneo de Lyon expresó esta idea en una famosa fórmula: "La gloria de Dios es el hombre viviente." Con ella quería hacer al hombre consciente de su verdadera dignidad e interpretar el sentido de su superioridad sobre las cosas. La liturgia es, en nuestro mundo planificado y lleno de objetivos el espacio libre por antonomasia. En ella puede el hombre sosegarse y respirar. Por eso hay que oponer resistencia, en beneficio del hombre, a los ataques, condicionados por intereses y afán de lucro, contra el domingo y los días festivos. Y por eso la celebración de la liturgia es, precisamente hoy, el servicio decisivo al hombre.

La fe en la creación, por lo tanto, no es en absoluto una reliquia polvorienta de una concepción anticuada del mundo. Es al mismo tiempo interpretación y transformación del mundo. Y la necesitamos precisamente hoy. Sin embargo, ahora surge una objeción que tenemos que afrontar: ¿No es esta visión creacional del mundo demasiado optimista e idealista? ¿Es lo bastante realista para hacer frente a la "verdadera realidad"? Esto nos sitúa ante el problema del mal.

El problema del mal MAL/PROBLEMA:

Nuestra posición actual ante el problema del mal es heterogénea. Por una parte, experimentamos el peligro y la inseguridad de nuestra realidad como apenas se había percibido antes; el terror y la violencia están a la orden del día; en los enfrentamientos sociales e internacionales predomina un "pathos" decididamente farisaico de acusación moral y de imputación de culpa. Por otra parte, hemos encontrado mil explicaciones, teorías sociológicas y psicológicas para eludir lo abismal de la realidad; el mal se interpreta como subproducto de la evolución, como ilusión o complejo, como mal estructural, etc. Cuando se trata de culpa, la encontramos siempre sólo en los otros, en las estructuras, en las relaciones, en la naturaleza y en el pasado. Ejercen su influjo un inquietante mecanismo de disculpa y una increíble ilusión de inocencia que nos ayudan a eludir nuestra propia responsabilidad. De este modo, la culpa y el pecado se han convertido en un tema que brilla por su ausencia incluso en la propia predicación. Se prefiere hablar de conducta irregular, y se recurre a la estadística, en la que las proporciones se pueden invertir: lo que hoy es irregular puede algún día convertirse en norma. Lo que con ello está en peligro es nada menos que lo humano mismo, la libertad y responsabilidad del hombre, la verdad sobre su situación real.

El mensaje cristiano sobre el pecado, sobre la situación de desdicha y la necesidad de redención del hombre quiere confrontarnos -precisamente en nuestra situación- con la verdad íntegra y genuina de nuestra vida. En muchos aspectos, ese mensaje habla el lenguaje plástico y simbólico del mito. Pero, si no es como imágenes y símbolos, no se pueden expresar las profundidades de la realidad. Las imágenes y símbolos del mito no son, en efecto, fantasías infantiles, sino interpretación de la realidad. Si no se les simplifica, corresponden plenamente a las múltiples y diferenciadas experiencias del hombre. Tampoco la respuesta cristiana a la antigua y siempre nueva pregunta de la humanidad por el origen del mal es tan simple como suelen presentarla sus adversarios. No es sencilla, sino triple:

P/PERSONAL:En primer lugar, la Escritura y la tradición hablan del pecado personal del individuo. Los culpables no son las estructuras, las situaciones u otros mecanismos; el culpable soy yo. "Tú eres ese hombre" (/2S/12/07). "Contra ti solo pequé" (/Sal/051/06). De ello habla la honradez y el coraje de responder de sí y de las propias acciones y de asumir la responsabilidad consiguiente. De ello habla la concepción del hombre como persona, que es más que una serie de funciones y que el conjunto de las relaciones sociales .

H/SER-SOCIAL:La persona individual, en segundo lugar, sólo existe como persona en relación; el hombre individual, sólo como hombre en relación. Es un ser social que está ligado al conjunto de una familia, de una sociedad, de la humanidad toda. El individuo determina el estilo, el espíritu, la atmósfera del conjunto pero es igualmente determinado por el conjunto, en lo bueno y en lo malo. Los otros no son solamente un modelo bueno o malo; son una pieza de mí mismo y me determinan en lo que soy. La enseñanza cristiana sobre el pecado original pretende articular este entrelazamiento óntico en la lejanía de Dios y en el mal, esta pecaminosidad solidaria. Con ello quiere, a la vez, destruir la ilusión del mundo sano en el que creemos poder refugiarnos. Pero también nos dice que tenemos que ser prudentes con la imputación concreta de culpa personal; que no podemos juzgar ni condenar precipitadamente. Por eso hay -en sentido análogo- conexiones estructurales del mal, relaciones que nacen del pecado y que son, a su vez, ocasión y estímulo para el mal. Dondequiera que sea posible, la Iglesia tiene que ejercer una crítica profética de tales estructuras injustas y llamar por su nombre a la injusticia, a la violencia y a la opresión. Dondequiera que sea posible, tenemos que actuar con todas nuestras fuerzas contra ello. Sin embargo, podemos y tenemos que saber que no podemos catapultarnos a nosotros mismos fuera del contexto global de la humanidad; que no podemos redimirnos a nosotros mismos.

Finalmente, la doctrina cristiana conoce además una tercera dimensión que es hoy para nosotros causa de enormes dificultades y de la que sólo podemos hablar con cautela. Sin embargo, el no hablar de ella contradiría el testimonio inequívoco del Nuevo Testamento, que en muchísimos textos habla con gran énfasis del diablo, de Satán, de demonios, de poderes y fuerzas malignas. Tal silencio no correspondería tampoco a la experiencia humana. El hombre no sólo está ligado al tejido de la humanidad, sino que también está enraizado en el cosmos, con todos sus elementos abismales. Popularmente se ha concebido al demonio de manera más bien demasiado inocua. Hoy tenemos toda la razón para reflexionar profundamente sobre el "misterio de iniquidad" (/2Ts/02/07) para hacer justicia tanto al testimonio de la Escritura como a cuanto de inescrutable, monstruoso y atroz hay sin duda en el mundo.

La doctrina cristiana manifiesta también su realismo en el hecho de que no separa los tres mencionados aspectos. Ni el mal social es sólo una acumulación y extrapolación de la culpa individual, ni el diablo o el pecado original son una coartada para la responsabilidad personal. El mal es en sí mismo contradictorio, y por ello no se puede reducir a un solo denominador.

REVOLUCION: Pero los tres aspectos tienen algo en común: se mueven más allá de la alternativa entre dualismo y monismo. Mantienen que la realidad misma no es mala, sino buena. Tampoco hay un antagonismo eterno entre el bien y el mal; Dios es el Señor de toda realidad. Sin embargo, así como el cristianismo no apoya un pesimismo dualista radical, tampoco defiende un optimismo monista barato ni una fe ingenua en el progreso, ya sea idealista o materialista. La fe cristiana es consciente de los lazos mutuos, de los que nadie -individuo, pueblo, clase o raza- puede liberarse por sí mismo. Cuando intentamos arrojar revolucionariamente el lastre de la historia, también este nuevo comienzo queda bajo las condiciones de lo antiguo. Hay que emplear entonces la violencia para proceder contra la violencia. Así se introduce nueva injusticia y nuevo sufrimiento, nueva amargura y nuevo odio en el anhelado orden mejor. El hombre se mueve en un círculo infernal de culpa y de venganza. Hasta ahora toda revolución ha sido a su vez traicionada.

El mensaje cristiano es, pues, también realista, precisamente porque está más allá de la alternativa de optimismo y pesimismo. Tampoco es ni dualismo ni monismo. La realidad está, más bien, estructurada personalmente y orientada a la armonización histórica de la libertad de Dios y de la respuesta del hombre. El mensaje cristiano es realista, porque toma en serio la realidad del carácter único de cada persona y de su inalienable responsabilidad para el conjunto y en el conjunto. Y entiende esta responsabilidad personal como responsabilidad ante Dios. Sólo Él conoce el corazón del hombre. Él no quiere condenar, sino perdonar. Únicamente sobre el trasfondo del mensaje de misericordia, de la gracia y del perdón, se puede hablar legítimamente en sentido cristiano de culpa y de pecado.

Sólo sobre ese trasfondo es llevadera esta doctrina; sólo sobre ese trasfondo es incluso comprensible. Porque sólo en presencia del amor y de la bondad de Dios se nos manifiesta plenamente nuestra maldad y falta de amor. Pero también cabe decir a la inversa: sólo a la vista del fenómeno del mal y del pecado es realista y serio el mensaje de la salvación y de la redención. Este mensaje no se puede dividir. Se convierte en palabrería piadosa, pero vacua, y en tranquilizante cuando uno ya no se atreve a hablar de pecado y de culpa y cuando ya no se anuncia el mensaje de la conversión. Este realismo cristiano de la persona y de la constitución personal del mundo es, en definitiva, un realismo de la esperanza. Porque nace de la bondad del Creador y de la criatura, sabe que el más fuerte vence al fuerte y que, al final, la victoria no será del mal, sino del bien. Por ello tiene siempre sentido hacer el bien y optar por el bien. El cristianismo toma en serio el mal y, al mismo tiempo, lo relativiza. Se somete a él no en actitud de derrota, sino que opone a él la esperanza en la realidad cada vez más grande de Dios y de su redención. La luz que de la redención cae sobre el mundo es, a la vista del mal, lo único que puede prevenir la desesperación y lo que, en último término, apoya la esperanza indestructible del hombre, le hace justicia, la eleva y la llena. (Págs. 79-95)

El mensaje de la Redención REDENCION/LIBERACIÓN

Cuando la Escritura habla de "Redención", emplea una multiplicidad de imágenes y conceptos: no sólo habla negativamente de "Redención" o -como hoy, en sintonía con la Escritura, preferimos decir- de "liberación", sino que también habla positivamente de vida, gracia, paz, libertad, justicia, reconciliación, santificación, amistad y comunión con Dios por medio de Jesucristo en el Espíritu Santo. No se trata aquí de desarrollar este amplio y rico mensaje; lo consideramos sólo bajo un determinado punto de vista. Nos preguntamos si este tema central del anuncio cristiano no será algo más que una superposición y un complemento, una mera superestructura ideológica; si no será algo que responde a la realidad del hombre y de su experiencia.

La teología de nuestro siglo ha dedicado gran interés a esta cuestión. H. de Lubac, K. Rahner, H. U. von Balthasar, por nombrar sólo a unos pocos, han superado la idea de relación puramente externa (llamada extrinsecista) de naturaleza y gracia, que se extendió en los siglos XVII y XVIII y que dominó la escolástica del siglo XIX y comienzos del XX, tras vigorosas discusiones incluso con el magisterio de la Iglesia. El hecho era algo más que una disputa teológica ajena al mundo. Tras él estaba la experiencia pastoral de una creciente alienación de fe y experiencia y de Iglesia y cultura moderna. Pero cuando el tema central de la fe ya no tiene nada que ver con la realidad, entonces a la mayoría de los hombres les parece un lujo ideológico, que es bueno para solemnizar situaciones humanas especialmente destacadas, como el nacimiento, el matrimonio y la muerte, pero innecesario e inútil en la sobria y dura vida cotidiana. La objeción, indudablemente seria, contra la "nueva teología" era que en ella no quedaba totalmente preservada la gratuidad y, por lo tanto, la libertad de la gracia; que ésta se convertía en complemento y perfeccionamiento necesarios de la realidad, y que con ello dejaba de ser realmente gracia.

Entre el Escila de una relación meramente externa y el Caribdis de una relación intrínsecamente necesaria de naturaleza y gracia, la teología tiene que buscar su camino. Y lo hace siguiendo los pasos de la antigua y gran tradición de los Padres de la Iglesia, y especialmente de Tomás de Aquino. Con estos teólogos del pasado, se alza contra una concepción unidimensional, materialista o idealista, del hombre. Esta solución es realista, porque tiene en cuenta la complejidad e incluso la paradoja del hombre .

El hombre es "espíritu en el mundo"; es un ser corporal materialmente condicionado, finito; y es al mismo tiempo espíritu que, como ya dijo Aristóteles, es en cierto modo todas las cosas ("quodammodo omnia"); está "abierto al mundo", intencionalmente referido al conjunto de la realidad. Por eso el hombre pregunta y busca más allá de todo lo existente y constatable. Las ideas son libres; para el pensamiento no existen señales de "stop", para la fantasía no hay fronteras; el anhelo y la esperanza del hombre tiende a lo infinito. Puesto que el hombre, por una parte, está orientado a algo que puede ser su uno y su todo y, por otra, no puede encontrar básicamente en este mundo finito este uno y todo, el hombre es el único ser viviente que conocemos que puede estar descontento, decepcionado, frustrado, y de hecho lo está con frecuencia. Hay una melancolía de la realización; cada vez que se alcanza una meta, se percibe que esta meta no es, desde luego, lo que realmente se buscaba. Nada en el mundo es lo bastante amplio y grande para colmar la amplitud, la profundidad y la altura del corazón humano. Nuestra libertad sólo puede realizarse por la comunión y amistad con la libertad de otros. Pero también el amor humano es finito; humanamente considerado, termina, en el mejor de los casos, en la muerte. Sólo una libertad plena, sólo un amor infinito, eterno, podría colmar al hombre. Así pues, el hombre supera infinitamente al hombre (B. Pascal). Sólo Dios es lo bastante grande para llevar nuestro corazón a la paz interior. Por eso nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en Dios (Agustín).

Esta es, pues, la paradoja del hombre: es en sí mismo un ser más allá de sí mismo. Aspira esencialmente a una consumación que no puede darse él mismo. Porque, si tratara de asir a Dios, si quisiera ser como Dios, atentaría contra Dios y`lo degradaría a la condición de ídolo. Entonces sería desmesurado; se convertiría en un despótico y brutal superhombre que, en realidad, sería un hombre inhumano. Así, el hombre está entre Prometeo y Sísifo, entre el orgullo enloquecido y la pusilanimidad desesperada. ¿Quién le ayuda en esta situación humanamente sin salida?

La única respuesta posible es, en definitiva, el mensaje de la gracia. Este mensaje significa que aquello para lo que el hombre está hecho y a lo que está llamado, y que, sin embargo, no podrá alcanzar nunca por sí mismo, le es dado por Dios por pura gracia. Más aún: la gracia no es "algo" que Dios nos regala; la gracia es Dios mismo; la gracia es la autocomunicación y autodonación de Dios al hombre. Así, la redención no sólo viene de Dios y tiene lugar por Dios, sino que es redención en Dios; es la más íntima amistad y comunión con Él. La deificación del hombre (para expresarlo con un término de los Padres) es la verdadera humanización del hombre y su más íntima realización. La encarnación de Dios en Jesucristo y nuestra participación en ella en el Espíritu Santo es, por tanto, la meta que da sentido a la creación. Jesucristo nos revela, en definitiva, no sólo quién es Dios para nosotros; nos revela también el sentido y la meta del hombre, abre al hombre la realidad del hombre. Sólo quien conoce a Cristo conoce también al hombre.

Esta tesis se opone a una doble tendencia. Se opone a una visión unidimensional, económico-materialista del hombre y de la praxis de la vida humana, que pone la felicidad en una mera satisfacción de las necesidades económicas. Tal concepción ignora el valor superior del hombre, cuya felicidad no consiste en el mero tener más, sino en ser más. El hombre no es simplemente lo que come; no vive sólo de pan; quiere más y es más. El mensaje cristiano de la gracia defiende este valor superior. La tesis enunciada se opone también a una segunda tendencia que no subestima al hombre, sino que, por el contrario, le exige demasiado. Esto es posible hacerlo desde una perspectiva materialista o idealista. Según ella, el hombre debe proporcionarse a sí mismo por su actuación moral, científica y técnica, este valor superior; debe generar por evolución o revolución el reino de la paz y de la libertad. Para la Biblia, ésta sería la concepción basada en la ley. Exige demasiado al hombre, porque, en el fondo, le pide hacer el papel de Dios. En esta concepción, el hombre no vive del don y de la misericordia, sino que perece por una exigencia inclemente y despiadada y por una pretensión excesiva. El centro del mensaje cristiano, el mensaje de la gracia, está, pues, en correspondencia con la paradójica situación básica del hombre. Ese mensaje la descifra y permite al hombre su realización sobreabundante.

TRI/AUTOCOMUNICACION Esta tesis se puede desarrollar también desde otro extremo; se puede mostrar, en efecto, no sólo cómo la gracia corresponde a la situación del hombre, sino también cómo del amor de Dios que se autocomunica desciende nueva luz sobre el mundo. La autorrevelación y autocomunicación de Dios en la historia nos muestra, en primer término, quién es Dios. Dios sólo puede autocomunicarse en la historia de nuestra salvación, porque Él es eternamente autocomunicación en el amor, es decir, porque es eternamente trinitario. La doctrina de la Trinidad era para muchos, hasta hace poco, como un recuerdo caduco: pensaban que en la práctica no servía para nada, sino, a lo sumo para crear dificultades al pensamiento. Pero ahora la situación empieza a cambiar radicalmente, tanto en la teología católica como en la evangélica. La doctrina de la Trinidad "interesa" de nuevo en todas partes. Mirándolo bien, la confesión de fe en la Trinidad no es otra cosa que la transcripción elaborada, aunque balbuciente, de esta frase de la 1ª carta de Juan: "Dios es amor" (I Jn 4,8.16). Con ello se afirma: Dios no es un Dios solitario, encerrado en sí mismo; es más bien en sí mismo diálogo, es en sí mismo acontecimiento de amor que se autocomunica; es en sí mismo comunión ("communio"). Pero si la realidad suprema, que lo abarca y determina todo y a la que llamamos Dios, es amor, entonces toda realidad está determinada por el amor y ordenada al amor; entonces el amor es el sentido de toda realidad.

Esta tesis tiene considerables consecuencias para nuestra concepción cristiana de la realidad. La unidad-"communio" trinitaria se manifiesta como modelo de la concepción cristiana de la realidad. La doctrina de la Trinidad significa, en efecto, la irrupción (por encima de una concepción de la realidad marcada por la primacía de la substancia que existe en sí misma y para sí misma) de una concepción de la realidad bajo la primacía de la persona y de la relación. Según la concepción cristiana, la realidad última no es la substancia que existe en sí misma, sino la persona, que en su plenitud sólo es imaginable en la relacionalidad generosa del dar y el recibir. Se podría decir también: desde la óptica cristiana, el sentido del ser es el amor. Como es obvio, esta "ontología trinitaria" no se puede fundamentar de forma concluyente por vía sólo inductiva. La autoafirmación, la facticidad ciega, la historicidad abstracta o una imprecisión última de la realidad presionan una y otra vez y tratan de oponerse a tal interpretación. Pero ésta pone de manifiesto su carácter plausible en el hecho de que puede integrar experiencias de la realidad que a primera vista parecen contradictorias, y de que para ello no tiene que violentar nada.

Puesto que el amor no se adueña del otro, sino que lo acepta como otro, esta interpretación puede también incluir y "dejar estar" experiencias de la realidad que no encajan en ningún sistema: culpa, soledad, tristeza de la finitud, fracaso. Pero no se queda ahí. Afirma que el último sentido de toda realidad es el amor y que, por ello, todo lo que acontece con amor y por amor está integrado de forma permanente en la consistencia de la realidad. Todo lo demás pasa, el amor permanece siempre (1Co/13/08); por eso también permanecerán los frutos del amor.

SERVICIO/GENEROSIDAD: De ello se deriva el modelo básico de una espiritualidad cristiana del servicio generoso. Las personas trinitarias se caracterizan, en efecto; por su generosidad. Son, cada una a su manera, pura donación, pura autorrenuncia. Su existencia kenótica desde la eternidad es la condición de posibilidad de la kénosis histórica del Hijo; y con ello es, al mismo tiempo, el tipo de la humanidad cristiana y del servicio cristiano generoso. No el poder y el esplendor, sino el servicio y la humildad, son "lugares del ser", lugares en los que ya ahora se manifiesta lo definitivo y permanente.

TRI/POLITICA:  De esta visión cristiana de la realidad se deducen consecuencias no sólo para la existencia personal, sino también para el ámbito político. El monoteísmo fue desde siempre también un programa político: "Un Dios, un reino, un emperador". Cuando se conoce esto, se entiende por qué los emperadores romanos tuvieron durante largo tiempo tanta dificultad para reconocer la doctrina ortodoxa de la Trinidad y, en lugar de ella, prefirieron la confesión de fe arriana, que exalta la unidad de esencia cerrada en sí misma. De la doctrina trinitaria de la Iglesia se deduce, en efecto, una concepción muy distinta de unidad. No es una unidad rígida, monolítica, uniformista y tiránica que excluya cualquier otro modo de ser, o lo absorba y oprima. Tal unidad sería pobreza. La unidad de Dios es abundancia, más aún, superabundancia del acto generoso del dar y regalar, del autoderramamiento amoroso; una unidad que no excluye, sino que incluye, un estar en compañía y uno para el otro de forma viviente y amorosa. Así pues, la doctrina de la Trinidad es el fin de una determinada teología política que sirve como ideología legitimadora de relaciones de dominio, en las que un individuo o un grupo trata de imponer sus concepciones de unidad y orden y sus intereses contra otros. Inspira un orden en el que la unidad brota de que todos hacen participar de lo propio y lo convierten en común. Esto está tan alejado del colectivismo como del individualismo. Porque la "communio" no elimina el ser y el derecho propios de la persona, sino que los lleva a su realización en la donación de lo propio y en la recepción del otro. "Communio" es comunión de personas, y mantiene la primacía de la persona en singularidad. Ésta encuentra su realización no en el tener individualista, sino en el dar y, por tanto, en preservar la participación en lo propio. Esta concepción trinitaria de la unidad como unidad de comunión tiene también consecuencias para la recta comprensión de la unidad de la Iglesia. Nuestra idea tradicional de la unidad de la Iglesia, en el fondo, está todavía determinada pretrinitariamente. Sólo cuando entendemos y realizamos la unidad como unidad en la multiplicidad, hemos tomado plenamente en serio las consecuencias eclesiológicas de la confesión de fe trinitaria.

Las consecuencias de esta unidad de comunión para la espiritualidad cristiana han sido expuestas por K. Hemmerle. Tal espiritualidad es contemplativa, porque presta atención a las huellas del amor, que encuentra en toda realidad, pero sobre todo en la cruz de Jesucristo. La autodonación de Dios en Jesucristo es no sólo fundamento, sino también medida permanente, a la que tal espiritualidad mira siempre de nuevo para hacerla propia. Tal espiritualidad es por ello, en su contemplación, al mismo tiempo activa y secular. Concuerda en la autodonación de Dios a los hombres. Así se convierte en servicio en el mundo y para el mundo. Finalmente, tal espiritualidad es, en su contemplación y acción, comunitaria y eclesial. Vive de la compañía. No se sitúa en el gustar y disponer del individuo, sino que conoce la servicialidad en el sentido propio de la palabra.

Es, por tanto, un gran error la afirmación de F. Schleiermacher de que la doctrina de la Trinidad podría suprimirse sin que cambiara nada en el resto de la fe. La Trinidad es más bien presupuesto y resumen del conjunto. Actúa ya en la creación, en la que Dios, por amor, ofrece participar en su ser; y actúa en mucha mayor medida en la redención y liberación del poder del mal y en el orden de la gracia, en el que somos admitidos en la vida trinitaria de Dios. En resumen: la confesión de fe trinitaria interpreta el sentido del ser como amor. Por ello la fe en el Dios trinitario se traduce en el amor efectivo. La fe tiene, pues. una fuerza que hace descubrir la realidad y la transforma. Es sostenedora de realidad. Mantiene y vive de la realidad, que tiene siempre consistencia .

A los cristianos nos conviene dejarnos interrogar y provocar por otros. Pero, al final, también nosotros podemos preguntar: ¿A donde iremos, si no? ¿En qué otro sitio encontraremos palabras de vida? La gloria de Dios es vida y salvación de los hombres.

(Págs. 95-106)

WALTER KASPER
LA FE QUE EXCEDE TODO CONOCIMIENTO
SAL TERRAE Col. ALCANCE 42.SANTANDER-1988