SER CREYENTE EN UN «MUNDO QUEBRANTADO»

Laurentino Novoa Pascual

CR/ALEGRIA: «La vida entera del cristianismo es un largo día de fiesta». Esta gozosa afirmación de Clemente de Alejandría (·CLEMENTE-A-SAN) en su obra «Stromata», un autor que a finales del siglo II y principios del siglo III supo abrir el contenido del mensaje cristiano al pensamiento de su tiempo en uno de los centros más relevantes de la intelectualidad del mundo antiguo, está muy lejos del amargo reproche que en el siglo XIX, tiempo en que la Iglesia se encontraba abiertamente enfrentada al pensamiento del mundo moderno, hacía F. Nietzsche a los cristianos, cuando escribía: «Aquel a quienes ellos llaman redentor los arrojó en cadenas... Mejores canciones tendrían que cantarse para que yo aprendiera a creer en su redentor; ¡más redimidos tendrían que parecerme los discípulos de éste!» (Así habló Zaratustra, Madrid 1975, 41).

Clemente de Alejandría no hace sino constatar lo que los discípulos de Cristo vivieron y celebraron en los albores de la historia cristiana, como nos relata el libro de los Hechos de los Apóstoles: «Acudían al templo, partían el pan por las casas, tomaban el alimento con alegría y sencillez de corazón, alababan a Dios y gozaban de la simpatía de todo el pueblo» (/Hch/02/46-47; 4,33). Nietzsche, muchos siglos más tarde, describe con trágica amargura la imagen lamentable que daban los cristianos y la Iglesia en el siglo XIX.

FE/DON-CARGA: No sé si los que nos llamamos hoy cristianos reflejamos en nuestros rostros la alegría de sabernos redimidos y la dicha de ser portadores de la Buena Noticia de la Paz, o más bien nos sentimos acomplejados y avergonzados de aparecer como creyentes cristianos; no sé si muchas o pocas comunidades cristianas en nuestras ciudades, barrios y pueblos son capaces de suscitar sentimientos de simpatía y admiración, o tal vez dan más pena que gloria a quienes nos contemplan... Lo que si sé es que hay muchos que viven su fe cristiana más como una carga, que como un don; que hay muchas personas que ven en la Iglesia más una institución que prohíbe y coarta, que como una comunidad que debe «encarnar la esperanza del mundo» (H. de Lubac); lo que es cierto es que el cristianismo que vivimos muchos bautizados no suscita muchas pasiones, ni genera grandes ilusiones en nuestra sociedad actual.

¿Qué significa realmente para nosotros ser cristianos hoy? ¿Es una gratificante experiencia de fiesta o una penosa carga de obligaciones morales? ¿Qué razón damos de nuestra esperanza? ¿Nos sentimos gozosamente identificados con lo que rezamos y celebramos cada domingo en la Eucaristía, o nos sentimos inseguros, desmotivados, frustrados y faltos de alegría? ¿Somos generadores de esperanza, o pasamos desapercibidos en nuestro mundo convulso y quebrantado?

El mundo en que vivimos

En cierto modo nuestro mundo es bastante diferente del de nuestros mayores; nuestra sociedad es hoy muy distinta a como lo era la sociedad del siglo III en Alejandría o a mediados del XIX en la Alemania ilustrada de Nietzsche... La sociedad, el mundo, la historia son realidades dinámicas y cambiantes, como todo lo que tiene vida; también nosotros cambiamos mucho a lo largo de nuestra vida; sólo donde no hay vida no hay cambio, ni evolución, ni crecimiento posible, sino fósiles y momias o, a lo más, vida petrificada para ser contemplada.

Es cierto que ese dinamismo histórico ha adquirido en la actualidad un ritmo frenético de cambio y transformación, como ya intuía el Vaticano II hace ya treinta años: «La humanidad se halla hoy en un periodo nuevo de su historia, caracterizado por cambios profundos y acelerados, que progresivamente se extienden al universo entero. Los provoca el hombre con su inteligencia y su dinamismo creador' (GS, 4).

El proceso de todos esos cambios profundos tiene una cierta semejanza con la experiencia bíblica de la «Pascua», pues podemos encontrar signos de muerte y de nueva vida, de luz y tinieblas, de esclavitud y libertad, de desencantos y utopías, de gritos de dolor y cantos de liberación... En todo cambio hay algo que muere y algo que surge para una vida nueva.

Nuestra sociedad es hoy más secularizada, más desarrollada técnicamente, más plural, con mayor bienestar material en el hemisferio norte y mayor miseria en el hemisferio sur, más informada sobre los secretos de la vida y los acontecimientos del mundo... Pero también es una sociedad con muchas injusticias, con carencia de experiencia religiosa, con menos perspectivas éticas; con los grandes problemas de la destrucción medioambiental, de la amenaza permanente de la paz y la convivencia, de las migraciones masivas, la intolerancia, la xenofobia, la falta de respeto a los derechos humanos; una sociedad que «se caracteriza por la perfección de medios y la confusión de fines» como veía ya en su tiempo A. Einstein.

V/DIFICIL: Nuestro mundo no es ciertamente el mejor de los mundos posibles, aunque tampoco es en él todo tan lóbrego y deprimente que no haya lugar a la esperanza. Ciertamente la vida no es fácil, como solemos oír y decir muchas veces: «Complicada cosa es la vida de los mortales... ¿qué otra cosa es nacer sino ingresar en una vida de fatigas?»; así lo constataba S. Agustín de Hipona en la madurez de sus días, cuando escribía las Confesiones; constatación que coincidía con el diagnóstico conciso y acertado del libro de Job, cuando describe la vida del hombre sobre la tierra como «hombre nacido de mujer, corto de días, harto de inquietudes, como flor se abre y se marchita, huye como la sombra sin parar» (Job 14,4)... La vida no es fácil y debemos reconocer que vivimos en un «mundo quebrantado» (A. Fermet) por el sufrimiento, las luchas, la frustración y el desencanto. Pero, a pesar de todo, el cristiano sabe que siempre es posible la esperanza, que siempre hay un mañana mejor y que hay motivos para pronunciar la plegaria de alabanza y de Acción de Gracias; una esperanza, apoyada y garantizada en las promesas de Dios e inspirada en las semillas de salvación («Semina Verbi») y nueva vida, que Dios sembró en nuestro mundo y nuestra historia en los misterios gozosos de la creación y de la Encarnación. ¿Cuáles son los horizontes de pensamiento en los que podemos enmarcar e interpretar la realidad de nuestro mundo? ¿Cómo se articulan los proyectos y esperanzas de nuestro presente histórico?

—A nivel de pensamiento, el mundo en que vivimos sigue influenciado por los enunciados esenciales de la ilustración con su invitación a atreverse a pensar autónomamente («sapere aude!»), a salir de la minoría de edad y a emanciparse de las «autoridades» (la metafísica, el absolutismo regio y la iglesia). Sigue influenciada también por las ideas de los llamados «maestros de la sospecha» (P. Ricoeur): el cientifismo positivista de A. Comte, el humanismo ateo de L. Feuerbach, el nihilismo trágico de F. Nietzsche y el reducionismo psicológico de S. Freud. Las ideas de estos pensadores decimonónicos han evolucionado hacia planteamientos «neopositivistas», «neomarxistas», «postmodernistas»' y otras nuevas corrientes; pero en ningún caso han sido capaces de abrir al hombre actual caminos firmes de esperanza e ilusión, sino más bien le han llevado a una situación de difusa desorientación, en la que el hombre puede encontrarse con «abundante oferta de informaciones científicas, pero con un clamoroso déficit de informaciones sapienciales», (J.L. Ruiz de la Peña, Crisis y apología de la fe, Santander 1995, 62), que serían las únicas que pueden ayudar al hombre a vivir en la esperanza y encontrar caminos de felicidad. El resultado de todos estos planteamientos ideológicos no ha llevado al hombre y a la sociedad a la ilusión o a la consolidación de la utopía sino más bien a la frustración. El desencanto de esta sociedad, que ha crecido en bienestar material pero que no encuentra su norte, puede sobrevenir en buena medida, como señaló ya en su tiempo G. Marcel por el hecho de que «el deseo primordial de millones de personas no es ya la dicha sino la seguridad»; y lo es porque la seguridad fosiliza los ideales, corta las alas a la ilusión, que puede llevar al hombre hacia la dicha y la felicidad

—Nuestra sociedad (SOCIEDAD/CAMBIOS) española, inserta hoy en estos esquemas de pensamiento, es una sociedad en la que se ha dado una profunda transformación económico-social, política y religiosa. Vivimos hoy en una sociedad que ha pasado en poco espacio de tiempo de la escasez y miseria de la posguerra a la prosperidad propiciada por el desarrollo de los años 60 y 70, y de ésta a la crisis económica y el desempleo de los años 80 y 90; hemos pasado también de un sistema político totalitario a un sistema democrático, de un aislamiento político y cultural a la apertura exterior y la integración en Europa, de una sociedad mayoritariamente católica a una sociedad secularizada y religiosamente plural; de un Estado confesional a un Estado laico, enfrentado frecuentemente a la Iglesia; de una conciencia muy acentuada de la unidad nacional al sistema de las autonomías y el reconocimiento de la diversidad étnica y cultural; de una sociedad tradicional y mayoritariamente rural a una sociedad moderna y mayoritariamente urbana; de una sociedad con una concepción estable del matrimonio y la familia a una sociedad en la que son comunes las rupturas y conflictos familiares; de familias numerosas y patriarcales a una sociedad con el índice de natalidad más bajo de Europa...

Es una sociedad que ha crecido en bienestar, progreso material, información, comunicación; pero, por otra parte, en nuestra sociedad nos encontramos también con muchos problemas, que ensombrecen el horizonte, como la falta de perspectivas éticas, el descenso del sentido y la práctica religiosa, el problema de la droga, la corrupción polÍtica y económica, los brotes de la intolerancia, el racismo, la crispación social, el enriquecimiento fácil, Ia falta de motivaciones e ilusión en la juventud.

—Si aplicamos el zoom de nuestra visión analítica global a nuestra tierra de Aragón, podemos encontrar toda esta realidad de nuestro mundo occidental positiva y negativa, esperanzada y angustiada, reflejada en nuestra realidad regional. Pero a los elementos generales se suman además los rasgos propios de la evolución histórica de esta tierra: el redescubrimiento de sus raíces y valores culturales, la afirmación de la identidad aragonesa, la inquietud por descubrir, conservar y actualizar el patrimonio humano y espiritual. Pero también nos encontraremos con el abandono en que se encuentra buena parte de este patrimonio, con la despoblación del campo aragonés, la soledad de los ancianos, los problemas no resueltos de la agricultura y el agua, la crisis de la industria, la falta de perspectivas para la juventud.

TIEMPOS/QUEJAS/AG: Estas son a grandes rasgos las coordenadas que definen y describen la realidad de nuestro mundo, en el que estamos llamados a realizarnos como personas, a vivir la fe cristiana y a aspirar a ser felices, que es la más honda de las aspiraciones humanas. En este mundo concreto estamos convocados a vivir la experiencia del Dios de la Vida, a celebrar la fiesta de la salvación, a expresar la alegría de la fe y entonar cantos de liberación. ¿Tienen solución nuestros problemas? ¿Hay motivos razonables para seguir esperando?... Hoy, como siempre, existen los agoreros de desdichas, los promotores de fantasmas y actitudes plañideras, que se lamentan siempre de «los malos tiempos que corremos», de lo «mala que está la vida» y de «cómo anda la juventud». Bueno será recordar lo que respondía S. Agustín a quienes también en su tiempo sólo sabían ver los males del mundo: «Malos tiempos, tiempos fatigosos, así dicen algunos... Vivamos bien y serán buenos los tiempos. Los tiempos somos nosotros; cuales somos nosotros, así son los tiempos» (Sermones 78,8). Desde que Dios se encarnó y entró en nuestro mundo y nuestra historia, el tiempo y la historia son tiempo de gracia e historia de salvación; sólo el hombre con su libertad mal entendida puede hacer que el tiempo y la historia sigan envueltos en la sombra de la muerte o sigan siendo historia de perdición y opresión... ¿Qué aporta la fe cristiana a un mundo que se debate entre la angustia y la esperanza?.

La fe que hemos heredado

FE/HEREDADA: Hemos heredado una fe que debemos redescubrir de nuevo cada día y hacer vida para que pueda ser expresión de nuestra esencia más auténtica y no se convierta en lastre que nos quita la libertad. «Lo que por herencia tienes de tus padres, adquiérelo para poseerlo, pues aquello que no se apropia es una grave carga» dice Goethe en Fausto, su obra más universal.

La fe que hemos heredado es sin duda un gran don, que nos hace sentirnos en esa corriente de vida y salvación que va desde el centro de la historia de la salvación hasta nosotros; un testimonio de amor y fidelidad entregado de generación en generación, que ha llegado hasta nosotros para que lo acojamos, lo enriquezcamos con nuestra propia experiencia y lo entreguemos a las generaciones futuras; es una fe ciertamente llena de valores y cargada de razón, pero incapaz muchas veces de hacer personas felices, de crear comunidades de esperanza, de transmitir la alegría de la salvación, de responder a los problemas y retos de nuestro tiempo.

A/VCR: «Nos enseñaron las normas para poder soportarnos y nunca nos enseñaron a amar»; esto que dice en una de sus canciones R. Cantalapiedra es, cuanto menos, un síntoma de una fe demasiado moralista, bien delimitada por las leyes, definida por los dogmas y concretizada por las determinaciones jurídicas, pero en el fondo carente de vida; una fe que nos ha dado muchas cosas y nos ha enseñado muchas lecciones, quizá menos la más importante de las lecciones de Jesús en su vida y su Evangelio, que es la de aprender a amar y a ser felices. En el balance de nuestra vida y nuestra trayectoria de fe, hay que concluir, como S. Pablo: «si no tengo amor, nada soy» (1Co/13/02). El amor es lo que da contenido y densidad a nuestra existencia: «Mi amor es mi peso y él me lleva donde quiera que vaya» (·Agustín-SAN, Conf. LX111, 8, 2); por eso, la vocación del cristiano es amar siempre y por encima de todo y este amor debe convertirse para él en fuente de dicha: «Dichoso el que ama siempre a Dios, y a sus amigos en Dios, y a sus enemigos por Dios» (Ibd. L, 4, 9). Al fin y al cabo, lo único que queda y por lo que merece la pena luchar es el amor que crea vida y comunión: «A la tarde de la vida te examinarán en el amor; aprende a amar como Dios quiere ser amado y deja tu condición» (S. Juan de la Cruz, Avisos Espirituales, Obras, Burgos 1982, 60). Al final de tu peregrinar ««lo único que has amado será tu herencia» (Luis Rosales).

Hemos heredado una fe en el «Dios de los filósofos» y hemos olvidado en parte la fe en el Dios de la Biblia, como reclamaba con pasión Pascal: un Dios con cualidades metafísicas y perfección absoluta, omnipotente, omnisciente, inmutable, indivisible, impasible... Un Dios hecho a imagen y semejanza de nuestra razón y nuestra lógica humana, fruto de nuestras categorías abstractas, desencarnado de la realidad, al margen de las luchas humanas; un Dios sin corazón ni sentimientos, que no se parece en nada al Dios de las personas, que se nos ha revelado en Jesús, el Dios compasivo y misericordioso, al que llegan los gritos de los pobres y los humildes, al Dios encarnado que puso su tienda entre nosotros, que se solidariza con la humanidad hasta identificarse con la suerte de los últimos. Ese Dios metafísico de muchos de nuestros catecismos era un Dios sin entrañas, juez y fiscal de nuestras acciones, dador de leyes y normas inflexibles. La fe en ese Dios ha hecho muchas veces de nuestro cristianismo una religión triste y pesimista, movida mucho más por el temor al castigo que por el amor y la misericordia, que ha insistido más en la ascesis y la negación que en la mística y la afirmación gozosa de la existencia, que ha preferido la seguridad de las normas al riesgo de la libertad. Así hemos llegado a convertir la fe en una carga que nos pesa y a veces nos agobia, en lugar de experimentarla como un don gozoso que alivia y aligera nuestra existencia. De la Eucaristía y la Reconciliación hemos hecho una obligación, que constriñe nuestras conciencias y angustia nuestro espíritu, en lugar de vivirlo como la mesa de la fraternidad y la fiesta del perdón. Hemos hecho de nuestras predicaciones y catequesis una elegía amarga de los males que nos rodean, o un mensaje de resignación y conformismo, más que un anuncio profético, que nos abra a la esperanza, que nos ayude a creer en la utopía y nos invite a la transformación de la realidad con el fermento del Evangelio.

La fe que hemos heredado es sin duda un don hermoso y lleno de posibilidades, pero que muchas veces hemos enterrado bajo tierra por miedo al riesgo como el siervo de la parábola evangélica (Cf. Mt 25,25 par.); una semilla de vida y esperanza que no hemos dejado florecer, ni dar frutos, porque le ha faltado el calor de la alegría y del amor; un banquete preparado al que no hemos acudido, excusándonos en la seriedad de las cosas y el apremio de los asuntos terrenos (Lc 14, 16-24 par.), preocupándonos así por muchas cosas y olvidando que una sola es necesaria (Lc 10, 41-42). ¿Puede una fe así colmar las aspiraciones del corazón humano, ser fermento de esperanza y solidaridad en nuestro mundo de hoy? ¿No hay algo en la fe que hemos heredado, que ahoga la vida y anula su dinamismo original?

Fe en el Dios que salva y da vida

Es posible que los posos del tiempo, las influencias extracristianas, oscuros sentimientos de culpabilidad o diversos complejos psicológicos, hayan propiciado una interpretación negativa de la fe cristiana; una fe injustificadamente triste o angustiada más orientada a enseñar a sufrir que a ser felices; una fe que ha hecho prevalecer la pasión sobre la resurrección, el sufrimiento sobre el gozo de vivir, el pesimismo sobre la esperanza... pero, en realidad, así es en muchos cristianos.

Una incomprensible interpretación del pensamiento y de la praxis ha llevado a la Iglesia y a la teología a crear una mentalidad apologética, a enfrentarse o a sospechar del pensamiento, la cultura, la ciencia moderna, hasta llegar a la anatematización general en el siglo XIX con la recopilación en el famoso Syllabus (1854) de todos los errores del mundo moderno y al «Juramento antimodernista», (1910), en el que se hacia una confesión de fe frente a los errores del Modernismo y sus consecuencias. Con ello se contribuyó a crear la idea de un cristianismo enemigo del progreso, de la ciencia y de todos los logros humanos, encerrado en su pequeño mundo; la idea de una Iglesia dogmática, clerical y autoritaria, que ha dejado de ser antorcha de la sociedad para convertirse en paje que le sostiene la cola (Cf. J. Moltmann, ¿Esperanza sin fe?, en: Concillum 16 -1966-, 223), una Iglesia que ha olvidado que está llamada a ser «iglesia para los demás» (D. Bohnhofer).

FE/ALIENACION CR/BEATO BEATOS/PEGUY: El resultado ha sido una fe anodina, rutinaria, acrítica, sumisa; un proyecto de vida que no apasiona, ni entusiasma, ni cuestiona, ni crea inquietudes, ni remueve los estratos más hondos del ser humano, ni ofrece caminos de felicidad; una fe convertida en un elemento estructural más dentro de la gran estructura social, en factor de estabilidad socio-política, o en «gracia barata» (Bohnhofer), que hacía clamar al converso ·Péguy-Ch: «No me gustan los beatos; los que porque no tienen la fuerza de ser de la naturaleza, creen que son de la gracia; los que creen que están en lo eterno, porque no tienen el coraje de lo temporal; los que porque no están con el hombre, creen que están con Dios; los que creen que aman a Dios simplemente porque no aman a nadie» (Palabras cristianas).

¿Cómo puede ser fermento de vida y esperanza una fe que no entusiasma, ni mueve los corazones, que no apasiona intelectual y afectivamente? ¿Cómo puede ser signo de esperanza, lugar de acogida y hogar de paz una Iglesia que haya perdido los perfiles evangélicos?

—Una fe que no ayude al hombre a ser feliz, no es digna del hombre, y es ajena al proyecto de Dios, que es ante todo un Dios que salva y da vida porque es un Dios-Amor: un Dios que ve la aflicción de su pueblo y baja a liberarle (Ex 3, 7-8), que no olvida jamás al pobre (Sal 9), que es lámpara que alumbra nuestras tinieblas (Sal 17), que es bueno con todos y cariñoso con todas sus criaturas (Sal 144); su bondad es más grande que los cielos (Sal 56) y dura de por vida (Sal 29); su ternura y misericordia son eternas (Sal 24 y 99). Dios es un Dios de vivos, para quien todos viven (Lc 20,38); no quiere la muerte del pecador sino que se convierta y viva (Ez 18,23; 33,11); quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad (1Tim 2,4); El envió a su Hijo al mundo no para condenar al mundo, sino para que todos tengan vida y el mundo se salve (Jn 3, 16-17)

—Ser creyente es confiar en este Dios-Amor que salva y da vida, que sale al encuentro del hombre para sellar con él un pacto de amistad, que ha dignificado la condición humana, haciendo al hombre a su imagen y semejanza (Gn 1,26), constituyéndole rey y centro de la creación (Gn 2, 19-20), haciéndole poco inferior a los ángeles y dándole poder sobre las obras de sus manos (Sal 8); creer en un Dios que impulsa todo lo creado hacia su plenitud. Ser cristiano es seguir los pasos de Cristo, Palabra eterna que ilumina a todo hombre que viene a este mundo (Jn 1,9), que puso su tienda entre nosotros y se identificó con la suerte de la humanidad; que nos dejó como herencia el mandamiento del amor, el ejemplo de una vida de entrega y solidaridad, la posibilidad de abrirnos a un mundo nuevo. Ser cristiano es abrir nuestra existencia al Espíritu, «señor y dador de vida», que ilumina nuestras tinieblas con la luz nueva de la Pascua, que es Abogado y Defensor de nuestra causa, que guía y conduce nuestros pasos por caminos de paz y de justicia, que crea unidad y comunión entre los hombres. Ser cristiano es formar parte de una Iglesia, que encarna «el proyecto de amor de Dios a la humanidad» (Pablo VI), que es sacramento de la unidad de Dios con los hombres y de los hombres entre sí (LG, 1,9, 48 y 59), que es «la humanidad supletoria de Cristo»> (Sor Isabel de la Trinidad) en la historia y en el tiempo; una Iglesia que es comunidad de amor y solidaridad, signo de fraternidad, lugar de acogida y encuentro para todos los necesitados y marginados.

Creer para ser felices

«Para vivir en libertad nos redimió Cristo» (Gal 5,1); es decir, Cristo murió y resucitó para rescatarnos de la desdicha radical, para que podamos realizar los más hondos anhelos de nuestro ser. Por lo tanto, la vida cristiana es un proyecto que corresponde plenamente a las aspiraciones humanas de realización plena y al mismo tiempo es capaz de proporcionarnos «los dos legados que podemos aspirar a dejar a los demás, raíces y alas» (Hodding Carter): «raíces» que pueden ayudarnos a encontrar nuestra propia identidad y «alas» que nos permiten soñar, caminar y abrirnos a un futuro de esperanza.

Hoy, como siempre, el cristiano sabe que Dios «resucitó a su siervo Jesús, que pasó haciendo el bien y curando a los oprimidos» (Hch 10, 38), pero sabe también que lo que Dios realizó en Jesús, lo sigue realizando en la vida de cada creyente por medio del bautismo, «por el que nacemos a una esperanza viva» (1 Pe 1,3). Por eso mismo, el cristiano tiene que vivir y reflejar en su rostro siempre y por encima de todo la alegría de la salvación, la «agaliasis» que vivían los primeros cristianos: «Alegraos, pues, aunque de momento tengáis que sufrir» (/1P/01/06); «estad siempre alegres en el Señor y celebrad la Acción de Gracias'' (/1Ts/05/16); «estad siempre alegres en el Señor; os lo repito, estad alegres; el Señor está cerca» (/Flp/04/04-05); creemos en un «Dios de la esperanza que nos colma de alegría y paz en la vivencia de nuestra fe hasta rebosar por la fuerza del Espíritu» (/Rm/15/13).

A partir de este planteamiento, comprenderemos que no es aceptable una fe carente de alegría y esperanza, un cristianismo triste y apesadumbrado, o una Iglesia carente de calor y optimismo. Ser capaces de vivir la alegría y la esperanza de la fe en un mundo quebrantado, es el mejor signo de madurez cristiana.

El cristiano está llamado a vivir gozosamente el don de la salvación, a celebrar la fiesta de la fraternidad y de la nueva vida, a hacer de su vida peregrina un interminable día de fiesta, a ser testigo de la esperanza en nuestra sociedad materializada que necesita profetas que enseñen a soñar y modelos de felicidad que estimulen a vivir. El cristianismo no es sólo un sistema de pensamiento, o una visión de la realidad, sino ante todo es un arte de vivir; como decía el apóstol Pablo «vivir en el Señor» y vivir los valores del reino por los que Jesús de Nazareth murió: la paz en la justicia, la verdad que libera, el amor que transmite vida, la libertad que dignifica, la esperanza activa, la reconciliación que sana los corazones. Ser cristiano es aprender a vivir y a ser feliz desde la profunda experiencia de la salvación, descubriendo siempre la semilla de vida v esperanza que hay también en el sufrimiento y la cruz de cada día.

«Dad razón de vuestra esperanza» (1P/03/15)

No hemos recibido el don de la fe y el Evangelio para guardarlo y hacer de él un tesoro escondido, ni para que lo disfrutemos sólo nosotros, ni para que lo defendamos como una parcela particular señalada con el cartel de «propiedad privada». Hemos recibido la fe para compartirla y para que produzca frutos de nueva vida; hemos recibido el Evangelio para anunciarlo y proclamarlo a todos los hombres y todos los pueblos: «Id y anunciad el Evangelio a toda la creación» (Mc 16, 15 par.); «lo que habéis recibido gratis, dadlo gratis» (Mt 10, 8). ¡Qué bien aprendieron esta lección los primeros discípulos, «que no cesaban de enseñar y de anunciar la Buena Noticia de Cristo Jesús cada día en el templo y por las casas» (Hch 5, 42)! ¡Qué asimilado lo tenia Pablo de Tarso cuando exclamaba: «Ay de mí si no anunciase el Evangelio» (1 Cor 9, 16)!. La experiencia y la alegría de la fe sólo llega a su plenitud cuando la anunciamos y compartimos con los demás: «Os escribo esto para que nuestra alegría sea completa» (1 Jn 1, 4).

Sin embargo, hay que reconocer que hemos hecho de la fe y el Evangelio una especie de bastión, que debe ser defendido de los enemigos de fuera y de dentro, un tesoro que debe ser preservado de toda contaminación. Nos hemos preocupado más de levantar barreras y establecer límites que de abrir fronteras, presentar ofertas y ayudar a crear posibilidades de fe; hemos estado más atentos para descubrir y señalar a los adversarios que parar ver en todos los hombres los destinatarios genuinos de la fe y el Evangelio; ha habido más interés en marginar a los disidentes que en solidarizarnos con los marginados y en tender una mano a todo hombre de buena voluntad.

Una forma de proclamar el Evangelio y compartir la alegría de la salvación es la disponibilidad para dar razón de nuestra esperanza: «Estad dispuestos a dar razón de vuestra esperanza a todo el que os lo pida; pero hacedlo con dulzura y respeto» (1 Pe 3, 15-16). Es decir, sed conscientes dónde se fundamenta vuestra fe y presentad un testimonio positivo, optimista, de lo que vivís y celebráis.

«Dar razón de la esperanza» presupone pues una vivencia consciente, razonable y gozosa del don que hemos recibido; una experiencia positiva de la fe, que hace posible creer en el futuro y de transmitir ganas de vivir; sólo podremos dar y transmitir lo que tenemos. Para hacerlo «con dulzura y respeto», debemos haber participado de la dulzura y la amabilidad de la salvación; debemos haber aprendido a valorar al hombre más por lo que es que por lo que tiene o piensa (GS, 35), a ver a los demás con ojos de compasión y misericordia.

Si como creyentes y como comunidades cristianas, no hacemos de la esperanza proyecto de vida, experiencia cotidiana y razón de nuestro existir en el mundo, difícilmente podremos dar razón de ella ante los demás y dar un testimonio atrayente ante todos los que sufren y buscan sentido a su vida. La posibilidad de dar razón de la esperanza hoy lleva consigo unas actitudes, que tienen que ver por una parte con la esencia de nuestra fe y por otra con la situación propia que vivimos. Entre ellas podemos destacar las siguientes:

1) Sinceridad intelectual, que nos lleve a ser cristianos conscientes y razonables, porque «proponer la fe sin razones es tan injusto para la razón como peligroso para la fe» (M. Blondel) y porque «una fe que no se reflexiona, deja de ser fe cristiana»

Dios no nos pide que, al aceptar el don de la fe y abrirnos al encuentro con El, renunciemos a la capacidad de pensar, reflexionar, razonar, pues quiere que le amemos «con toda la mente y el corazón» (Dt 6, 4-5; Mc 12, 33 par.). La tendencia a reducir a opciones fideistas o a puros sentimientos, no dignifica sino que degrada nuestra condición de creyentes y puede degenerar fácilmente en planteamientos fundamentalistas. El cristiano tiene el derecho e incluso el deber de «comprobar la solidez de las enseñanzas recibidas» (Lc/01/03-04), para ser verdadero testigo del Evangelio y poder entrar en diálogo con todos los hombres y con todas las culturas.

2) Superación del enfoque puramente ideológico de la fe, puesto que la fe, aunque sea una decisión razonable, conlleve ideas, pensamientos y actitudes, no es una ideología que se imponga a la libertad del hombre, sino una respuesta de amor y de vida a una propuesta de salvación de Dios, que es Amor y Vida. Hay que saber ser creyentes desde el respeto al Misterio inefable y personal, que llamamos Dios, pero también desde la aceptación de la vulnerabilidad de nuestra fe, que es como un tesoro que llevamos en vasijas de barro (Cf. 2Cor 4, 7). Además no debemos olvidar que «el corazón tiene razones que la razón no comprende» (Pascal) y que incluso a veces «sólo se ve bien con el corazón, pues lo esencial es invisible a los ojos» (Saint-Exupery-A).

3) Solidaridad crítica con todo lo humano, pues nada más lejos de la verdad que entender la fe cristiana como un legado anti-humano o in-humano. Precisamente ser cristiano es creer en un «Dios encarnado», humanizado, solidarizado con la condición humana. Si el adagio clásico decía que «la gracia no destruye la naturaleza, sino que la perfecciona», habría que decir también que lo cristiano se construye incondicionalmente sobre lo humano. Donde hay bondad y verdad, allí está Dios: «No hay nadie bueno sino Dios, y, por lo tanto, todo lo bueno es divino y todo lo divino es bueno» (S. Ambrosio); «encontré a Dios, donde encontré la verdad» (S. Agustín). «Gloria Dei vivens homo est» (S. Ireneo): la gloria de Dios consiste en que el hombre viva y sea plenamente feliz. La fe cristiana no es una respuesta meramente humanitaria, pero ante la permanente amenaza anti-humana, debe defender una salvación universal, que incluya a todos los hombres y todo lo humano, desde una solidaridad fraterna con los últimos y los más pequeños.

4) Adecuación al pensamiento y la cultura: Para dar razón de nuestra esperanza como cristianos, debemos aprender a compartir los problemas y las preguntas del mundo que nos rodea, no como algo ajeno a nosotros, sino como parte de nuestra realidad de creyentes; la historia humana es nuestra historia, el mundo es nuestro mundo; los problemas y esperanzas de la sociedad son también nuestros. «Somos oyentes de la Palabra, si al mismo tiempo que escuchamos el mensaje, escuchamos también las objeciones y problemas implicados» (K. Rahner). Vivimos y testimoniamos nuestra fe en un mundo real, en una sociedad y una cultura concreta; no es posible un testimonio de fe y de esperanza, si no sintonizamos con la cultura, con el pensamiento y con las preocupaciones del mundo. Precisamente el problema que muchas veces tiene la teología, la predicación y la catequesis es que intenta dar respuesta a preguntas que nadie hace y ofrecer soluciones a problemas que no existen. En el Misterio de la Encarnación Dios entra en nuestra historia concreta, Ia Palabra se hace carne, historia, cultura... y por lo mismo, la razón de nuestra esperanza sólo puede darse desde una fe encarnada e inserta en la historia, la cultura y la realidad concreta.

5) Capacidad de diálogo: La fe cristiana es la respuesta a un Dios que a través de la revelación ha entrado en un diálogo de amor con el hombre y, por lo mismo, sólo puede vivirse y acreditarse desde actitudes de diálogo. La plegaria, el anuncio, la catequesis, la reflexión, la teología, deben tener para el cristiano la forma de diálogo, pues parte y se fundamenta en un Dios que es amor, comunión, encuentro, relación de amistad con el hombre. Dar razón de nuestra esperanza hoy es hacer presente este diálogo de amor de Dios con el hombre, saber escuchar y ponerse en actitud sincera de búsqueda de la verdad, salir al encuentro de los demás, compartir tareas y proyectos comunes en una sociedad pluralista, tender la mano a todos.

Como cristianos estamos convocados a creer y testimoniar al Dios de la Vida que se ha manifestado en Jesús de Nazareth, a entrar en la corriente de vida nueva que brota del Misterio Pascual, a celebrar la fiesta interminable de la salvación... Y todo ello, siendo mensajeros de paz y solidaridad en un mundo de injusticia y violencia, testimoniando el amor y la esperanza, viviendo la admiración y la Acción de gracias en un «mundo quebrantado», caminando cada día tras las huellas de Cristo, que hacen soñar y creer en un futuro de liberación.

L. Novoa Pascual ARAGONESA/03. Págs. 13-23) ..........................................

Orientación bibliográfica

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