La historicidad de los evangelios

Julián Carrón *

En los escritos del Nuevo Testamento nos encontramos con una noticia inaudita: se afirma que un hombre "poderoso en obras y palabras", Jesús de Nazaret, que murió crucificado en tiempos del gobernador de Judea Poncio Pilatos, es Dios. Durante siglos la Iglesia se acercaba a los evangelios y los escritos neotestamentarios a partir de la experiencia que vivía en el presente, y ésta le permitía confiar que lo que allí se afirmaba correspondía con lo que el mismo Jesús decía de sí mismo. Esta confianza en relación a los documentos cristianos se quebró en un momento dado de la historia con la irrupción de la sospecha. Con los comienzos de la investigación moderna de la Escritura se introduce la sospecha sobre el valor histórico de los escritos del Nuevo Testamento. Sin embargo la única posición razonable frente a los documentos del Nuevo Testamento es la de la Iglesia católica. No es una cuestión de creencia, sino del concepto de razón que tengamos para aproximarnos a los Evangelios. A continuación, las razones para sustentar esta afirmación.

 

Del acontecimiento presente al acontecimiento pasado

El cristianismo es un acontecimiento que irrumpe inesperadamente, de forma imprevista en la historia humana (cfr. DV 2). Por eso no hay otro modo de conocerlo que tomando parte en ese acontecimiento. Sería ilusorio pensar comprender adecuadamente lo que es el cristianismo a través de un examen de su historia o a través de una lectura directa de los evangelios, como si fuesen libros de los que extraer «impulsos» y noticias. Lo que es el hecho de la Encarnación se comunica hoy como hace dos mil años a través de un encuentro humano que nos hace contemporáneos con él, como sucedió con Juan y Andrés, los dos primeros que encontraron a Jesús y se quedaron con él. Y después de ellos, a través de ellos, un flujo continuo de hombres y mujeres, revestidos por la fuerza de lo alto, hasta nosotros (cfr. DV 8).

Es a través de ellos como el acontecimiento cristiano sigue presente en la historia hoy. Uno lo reconoce porque, al encontrarlo, percibe en él una correspondencia con la espera del corazón. «En realidad, ha dicho el Card. Ratzinger, nosotros podemos reconocer sólo aquello por lo que se da en nosotros una correspondencia». Este acontecimiento corresponde como ningún otro a esa espera, porque es el único adecuado a la razón y al afecto del hombre. Precisamente por eso se presenta ante nosotros con la pretensión de ser la verdad de nuestra vida.

El acontecimiento del que uno inesperadamente empieza a participar tiene la virtud de dilatar las dimensiones de la razón abriéndola siempre a algo que ella no puede dominar, sino reconocer. Quizá en ningún otro texto como en el relato del ciego de nacimiento, que nos narra el evangelio de Juan, se hace más patente la virtud que este acontecimiento tiene para la apertura de la razón. Replicando a los judíos que no querían reconocer el hecho de la curación por las consecuencias que implicaba respecto a la persona de Jesús, el ciego recién curado les dice: «Jamás se ha oído decir que nadie abriera los ojos a un ciego de nacimiento». En efecto, hasta que no tiene lugar un acontecimiento que documente otra cosa, la razón se atiene a aquello de lo que tiene experiencia: Nunca se ha oído decir que un ciego de nacimiento viera. Pero cuando el acontecimiento sucede, si la disposición del corazón es la adecuada, la razón se ve solicitada a reconocer, como hace el ciego: «Yo antes no veía y ahora veo». Esta apertura de la razón a posibilidades no previstas por ella, provocada por la curación, es lo que llevó al ciego a creer razonablemente en Jesús. [1]

Este acontecimiento presente que pretende un significado definitivo, totalizante, para la propia vida y que solicita la razón humana como ningún otro, se puede explicar sólo por un acontecimiento pasado en el que tal pretensión inicia y a la cual se llega a través de una memoria que, nacida ahora, se cumple en el contenido de entonces. Es pues en un acontecimiento presente donde uno descubre un acontecimiento del pasado que tiene la misma pretensión de significado del acontecimiento presente, y establece así una memoria que tiene su significado último en aquel acontecimiento pasado.

Si unos cristianos se vieran sorprendidos por el hecho de que uno, que acaban de conocer y que está impactado por la novedad que portan, les pregunta: «¿quiénes sois vosotros?», no podrían responder adecuadamente a la pregunta, no darían suficiente razón de la novedad que llevan consigo, si no es remitiéndose a un hecho pasado donde comenzó la historia que los ha alcanzado a ellos. Y tendrían que comenzar diciendo: hace dos mil años un profeta llamado Juan Bautista estaba bautizando cuando pasó por allí cerca un hombre llamado Jesús de Nazaret y dijo gritando: «Este es el cordero de Dios que quita el pecado del mundo». Dos discípulos de Juan Bautista, Juan y Andrés siguieron a aquel hombre y permanecieron con él el resto del día. No sabemos de lo que hablaron, pero aquellos dos volvieron a casa cambiados y dijeron a sus amigos: «Hemos encontrado al Mesías. Es Jesús el de Nazaret». En realidad, estos cristianos no harían algo diferente de lo que hizo Pedro en casa de Cornelio, en respuesta a su llamada: «Vosotros sabéis lo acontecido en toda Judea, comenzando por Galilea, después del bautismo predicado por Juan; cómo a Jesús de Nazaret....» (Hch 10,37ss).

El recorrido del presente al pasado sirve para clarificar que aquello que experimentas ahora como comunidad cristiana es lo mismo que experimentaron los monjes del Medievo, y los que recibieron el anuncio cristiano tras la resurrección de Jesús como nos narran los Hechos de los Apóstoles, y, antes que ellos, Juan y Andrés. Es más, la única manera de captar lo que nos cuenta el evangelio sobre el encuentro de Juan y Andrés con Jesús es justamente esta experiencia presente. Recuerdo una señora que ya no había recibido la educación cristiana y que el primer contacto con el cristianismo había sido el encuentro con la comunidad cristiana, la cual al escuchar un día relatos del evangelio, exclamó: «Anda, si a ellos les pasó lo mismo que a nosotros». Sin una experiencia objetiva y guiada en el presente de este acontecimiento, uno permanece fuera de la experiencia documentada en los evangelios, aun cuando uno los lea. Como sólo puede entrar en sintonía con la experiencia de amor de la que ha brotado un poema, alguien que de alguna manera haya tenido una experiencia de amor verdadera.

El segundo valor de este recorrido del presente al pasado es educativo, implica toda la educación que uno debe desarrollar para darse cuenta de lo que le ha sucedido. El encuentro que ha hecho es incomprensible si no se reconoce el acontecimiento pasado que es su origen. En este trabajo de educación, la razón funciona dentro del acontecimiento vivido. O dicho con palabras del Concilio Vaticano II, la Iglesia se acerca a la Escritura en el marco de «la Tradición viva de toda la Iglesia» (DV 12). El ciego de nacimiento razona a partir de lo que le ha sucedido. Sin embargo, los judíos se ven forzados a negar la evidencia del milagro, para poder seguir razonando fuera del acontecimiento de la curación. La inmanencia al acontecimiento presente, como vemos en el ciego, lejos de suprimir la razón, la exalta, la abre a todas las dimensiones, incluidas las posibilidades desconocidas hasta entonces como el que un ciego de nacimiento viera.

Esta dilatación de la razón a todas sus dimensiones, operada por la experiencia del acontecimiento cristiano, permite igualmente rastrear las huellas que este acontecimiento ha dejado en la historia. Una razón que se mueve ya dentro del acontecimiento cristiano está en condiciones de reconocer cómo la realidad histórica está abierta al Misterio y cómo el Misterio ha dejado en ella sus huellas. No se trata en absoluto de descubrir y tanto menos de demostrar qué es el cristianismo a través de la medida de la razón, sino más bien de mostrar, en la inmanencia de la fe, la posibilidad de que la historia se haya abierto a la irrupción del Misterio. O dicho con otras palabras: que historia y Misterio no son dos términos incompatibles.

Este es el sentido de esta contribución sobre la historicidad de los evangelios y la tradición contenida en los documentos del Nuevo Testamento: reivindicar la posibilidad de la irrupción del Misterio en la historia, tarea tanto más urgente cuanto que la historicidad del cristianismo es una de las cuestiones donde un uso pretencioso y reductivo de la razón, entendida como medida de la realidad, ha creído poder liquidar el cristianismo como acontecimiento.

De la confianza eclesial a la irrupción de la sospecha

En los escritos del NT nos encontramos con una noticia inaudita: se afirma que un hombre «poderoso en obras y palabras», Jesús de Nazaret, que murió crucificado en tiempos del gobernador de Judea Poncio Pilato, es Dios. Durante siglos la Iglesia se acercaba a los evangelios y los escritos neotestamentarios a partir de la experiencia que vivía en el presente, y ésta le permitía confiar que lo que allí se afirmaba correspondía con lo que el mismo Jesús decía de sí mismo, y que los hechos narrados coincidían sustancialmente con lo sucedido (DV 19). Los evangelios no son un libro de historia, sino el vehículo de una tradición objetiva que permite alcanzar a Cristo en sus términos esenciales para que el acontecimiento en el que vivimos hoy esté radicado en el acontecimiento en el que tiene su origen. Por eso la Iglesia ha vivido siempre de la convicción de que la fe que ella confiesa en Cristo Jesús se basa en lo que éste dijo e hizo en un rincón del Imperio Romano hace ya dos mil años. Hasta tal punto esta fe está vinculada a un acontecimiento que tuvo lugar en Palestina en el siglo I de nuestra era que la Iglesia no ha tenido reparos en incluir en la síntesis de esa fe, el Credo, la mención de un personaje tan odiado por su crueldad e intransigencia como Poncio Pilato, como muestra de que la fe que ella confiesa en el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo está estrechamente ligada a la historia humana.

Esta confianza en relación a los documentos cristianos se quebró en un momento dado de la historia con la irrupción de la sospecha. Con los comienzos de la investigación moderna de la Escritura, se introduce la sospecha sobre el valor histórico de los escritos del NT en general, y de los evangelios en particular. El hecho de que estos escritos hubieran sido obra de cristianos los hacía sospechosos. Según esta nueva mentalidad, surgida con la Ilustración, estos documentos nos transmiten lo que los cristianos piensan de Jesús de Nazaret, no lo que realmente fue, hizo y dijo Jesús de Nazaret. Para acceder al verdadero Jesús, al Jesús real, no desfigurado por la fe cristiana, hay que eliminar de esos documentos lo que los cristianos le atribuyeron, especialmente su divinidad.

Permitidme una anécdota que me sucedió dando clase de religión en un liceo. Después de un recorrido por la experiencia humana, iba a empezar a presentar los documentos donde se nos narran los orígenes del cristianismo. Y escribí en la pizarra la palabra «evangelios». Apenas había acabado de escribirla, un alumno levantó la mano y dijo: «Eso no vale, porque es subjetivo». En su lenguaje eso significaba que, como tales documentos habían sido escritos por cristianos, no podían servir para conocer la verdad histórica de los orígenes cristianos. Le respondí: «Entonces, en tu opinión, la posición más adecuada ante la realidad es la sospecha». «Claro», me respondió. Y se unieron a él otros compañeros. Entonces le dije: «Si la posición más adecuada ante la realidad es la sospecha, esta mañana cuando tu madre te ha puesto el café en la mesa para desayunar, le habrás dicho: 'Mamá, mientras no lo mandes analizar, no me lo tomo'». Aún recuerdo perfectamente la expresión del alumno, mientras levantaba los brazos diciendo: «Pero si llevo viviendo 16 años con mi madre». «Entonces -le dije— hay ocasiones en que la posición más razonable no es la sospecha. ¿No?». Quedó un poco embarazado. Y continué: «¿Cuál es, entonces, la diferencia entre la posición que tienes frente a los evangelios y la que tienes frente a la taza de café? Que tú te pones frente a los evangelios sin 16 años de convivencia a las espaldas; mientras que frente a la taza de café te sitúas con 16 años cargados de razones, que te dan la certeza que tu madre no te ha puesto nada malo en el café». Esta anécdota me hizo comprender que la única posición razonable frente a los documentos del Nuevo Testamento es la de la Iglesia Católica, que se acerca a ellos, como mi alumno respecto a la taza de café, con una experiencia de convivencia en el presente con el acontecimiento cristiano. [2] Quien tiene esta experiencia tras de sí, no tiene frente a los documentos una posición ingenua, sino una posición cargada de razones, acumuladas a lo largo de una convivencia en el tiempo. Una posición que descubre desde el primer momento la correspondencia y que crece con la convivencia en el tiempo.

Como mi alumno, a partir de un determinado momento, algunos estudiosos se ponen frente a los documentos del Nuevo Testamento sin que esta experiencia previa de convivencia con el acontecimiento cristiano determine su acercamiento. El caso más ilustrativo es el de G. E. Lessing. En un escrito aparecido como anónimo en 1777, titulado Sobre la demostración en espíritu y fuerza, [3] G. E. Lessing parte de una cita del Contra Celso de Orígenes, que dice así: «A favor de nuestra fe hay una demostración peculiar que compete sólo a ella y que supera con mucho las demostraciones basadas en la dialéctica griega. Esta demostración superior es denominada por el Apóstol [Pablo] demostración 'en espíritu y en fuerza': demostración 'en espíritu' en razón de las profecías que son adecuadas para suscitar en el lector la fe sobre todo allí donde tratan de Cristo, y demostración 'en fuerza' en razón de los milagros y prodigios, cuya historicidad es demostrable con muchos otros argumentos, pero particularmente debido al hecho de que huellas de ellos se conservan aún entre aquellos que viven según el Verbo divino». [4] En este texto Orígenes sostiene que la mejor demostración de la fe cristiana es la «del espíritu y la fuerza», basada en el cumplimiento de las profecías y en los milagros que siguen sucediendo entre aquellos que viven según el Verbo divino. G. E. Lessing reconoce el valor de la argumentación usada por Orígenes. «Si hubiera vivido yo en tiempos de Cristo —dice—, no cabe duda de que las profecías que se cumplieron en su persona me hubieran llamado la atención sobre él. Si por añadidura le hubiera visto hacer milagros y no hubiera tenido ningún motivo para dudar de que eran verdaderos milagros, entonces, en un hombre preanunciado desde hacía tanto tiempo y que además hacía milagros, yo ciertamente habría tenido tal confianza como para doblegar con gusto mi inteligencia a la suya y lo creería en todo aquello a lo que no se opusieran experiencias igualmente indudables».... «O bien, si yo viera ahora cumplirse de forma indiscutible profecías relativas a Cristo o a la religión cristiana, profecías de cuya anterioridad hubiera tenido conocimiento; o si los fieles cristianos realizaran en la actualidad milagros que tuviera que reconocer como verdaderos, entonces ciertamente nada me impediría aceptar esta 'demostración en espíritu y fuerza', como lo llama el Apóstol».

Pero de estos milagros G. H. Lessing ya no tiene una experiencia personal y como Orígenes, según G. E. Lessing, funda la fe cristiana sobre los milagros realizados por Cristo, pero «principalmente y sobre todo» sobre los milagros que continuaban sucediendo en tiempos de Orígenes, «esta prueba de las pruebas» ha perdido totalmente su valor. «Cualquier otra certeza de tipo histórico es demasiado débil para pretender el puesto de este argumento de los argumentos basado en la evidencia». Por eso concluye: «Yo no niego en absoluto que en Cristo se cumplieran profecías; no niego en absoluto que Cristo hiciera milagros; lo que niego es que esos milagros, desde que su verdad dejó completamente de ser confirmada por milagros accesibles en la actualidad, y ya no son más que simples noticias sobre milagros (por indicutibles que dichas noticias sean), puedan obligarme o tengan autoridad para obligarme a prestar la mínima fe a otras enseñanzas de Cristo». En realidad, la posición de Lessing confirma nuestro punto de partida. Sin la experiencia de un cambio en la vida, uno no se interesa por Cristo. Los argumentos históricos son demasiado débiles para tomar una opción que implica la vida entera. «Cristo está, y por tanto es tomado en consideración, es creído, es sentido, es amado, es seguido, si cambia». [5]

No cabe duda que el acercamiento a los documentos cristianos tanto de mi alumno como de Lessing ya no está determinado por la experiencia del acontecimiento cristiano. En este nuevo clima en el que ya no se experimenta el acontecimiento cristiano como un acontecimiento que cambia la vida, la razón pierde su condición propia de apertura y se convierte en la medida de la realidad, también de la pretensión contenida en los documentos del Nuevo Testamento. Así lo formula ya Strauss, uno de los pioneros de este nuevo acercamiento a los textos del NT: «No puedo llegar a imaginarme -escribe D. F. Strauss- cómo la naturaleza divina y la humana habrían formado las partes integrantes, distintas y, sin embargo, unidas, de una persona histórica». [6] Lo que Strauss «puede imaginarse» se convierte en la medida de lo que puede suceder en la realidad. Todo lo que no cabe en la medida de su imaginación hay que desecharlo como absurdo.

¿Qué es lo que ya Strauss «no puede imaginarse»? Justamente aquello que dice el cristianismo: que Dios se haya hecho hombre, que el Misterio haya entrado en la historia. Como ha sintetizado agudamente P. Benoit, para estos estudiosos «'histórico' y 'sobrenatural' son dos términos incompatibles. Este axioma se ha convertido en el principio fundamental de la crítica bíblica moderna». [7] De esta forma todo lo que podríamos incluir bajo el término de «sobrenatural» se carga a la cuenta de la comunidad cristiana. «Aquí Bultmann es el más radical. La lectura de su obra produce un efecto desconcertante. Todo, o casi todo, el material evangélico se encuentra atribuido en ella al genio creador de la comunidad primitiva». [8] La intención de los escritores neotestamentarios no era transmitir acontecimientos históricos, sino una fe. La finalidad de sus escritos es catequético-teológica. Lo único que les interesaba era propagar la interpretación que la comunidad primitiva realizó sobre lo sucedido, es decir, una idealización o mitificación de la persona de Jesús, con el fin de igualarle a los héroes y dioses fundadores de las religiones vigentes en aquella época histórica. La tradición evangélica es, según esta concepción, el producto de la fe y la vida de la comunidad primitiva y no un testimonio fidedigno que nos permita conocer a Jesús de Nazaret.

Al parecer de estos estudiosos, esto es fácilmente comprensible si tenemos en cuenta el largo lapso de tiempo que media entre la vida de Jesús y la redacción de los evangelios, escritos, además, fuera de Palestina y en una lengua extraña a la hablada por la gente. Así se puede comprender con facilidad que la comunidad cristiana haya introducido cosas que no sucedieron o haya agrandado sucesos normales. Lo que afirma uno de los fundadores de la investigación histórica sobre Jesús, H. S. Reimarus, sobre los milagros, se puede decir de todo aquello que es sobrenatural en los escritos evangélicos: «Hasta treinta o sesenta años después de la muerte de Jesús no se comenzó a escribir un relato de sus milagros: y esto se hizo en una lengua que los judíos no conocían. Y todo esto ocurría en un tiempo en que la nación judía se hallaba en un estado de la mayor postración y confusión.... en la que vivían ya muy pocos de los que habían conocido a Jesús. Nada, por tanto, más fácil para los autores de los evangelios que inventar tantos milagros como quisieron, sin miedo a que sus escritos fuesen entendidos o refutados... Otras religiones están también llenas de milagros... No hay religión sin milagros y esto es precisamente lo que hace tan sospechosos los milagros cristianos y lo que nos obliga a preguntarnos: ¿ocurrieron realmente los hechos narrados?». [9]

Por medio de esta atribución de los milagros, como de la pretensión de divinidad y la resurrección, a la persona de Jesús, la fe cristiana creó la figura de Jesús en quien la Iglesia cree. Para parte de la investigación crítica moderna, pues, lo que la Iglesia cree y anuncia es una invención, no una realidad histórica. O sea se niega al cristianismo el carácter de acontecimiento histórico, algo que la Iglesia ha afirmado y defendido con certeza a lo largo de los siglos.

La tarea que este tipo de investigación se asigna es despojar a la «historia» narrada en los documentos cristianos de todo lo sobrenatural. Para este trabajo de depuración es indispensable un nuevo método de investigación, del que ya no puede formar parte la fe. «La fe no es un elemento constitutivo del método y Dios no es un factor con el que hay que contar en el acontecimiento histórico». [10] Una vez despojada de este revestimiento «sobrenatural», aparecerá lo «histórico», el verdadero Jesús de la historia, antes de ser adulterado, embellecido, por el genio creativo de sus secuaces: un maestro que enseñó una doctrina elevada sobre Dios y el hombre, un profeta semejante a los del Antiguo Testamento.

El instrumento del que se ha servido la sospecha moderna para negar la historicidad del acontecimiento cristiano ha sido la moderna ciencia histórica naciente. La ciencia histórica no es nunca neutra; está siempre al servicio de un modo de comprender la realidad. La historia escrita a partir de la sospecha ha pensado que bastaría hacer la historia de los orígenes cristianos para poner en evidencia la falsedad del dogma. «La verdadera crítica del dogma es su historia», ha escrito D. F. Strauss. Pero, como ha señalado M. Hengel, un historiador responsable no puede contentarse con repetir esta afirmación. Su tarea debe incluir «un examen crítico de las críticas —valga la redundancia— producidas hasta el presente». [11] La razón la había señalado ya A. Schweitzer, que había constatado que aquel interés por la historia, profesado por muchos estudiosos de la época, escondía una intención bien precisa: «La investigación histórica sobre la vida de Jesús no nació de un interés puramente histórico, sino que más bien buscaba en el Jesús de la historia una ayuda en la lucha contra el dogma, por liberarse del dogma». [12]

Ante este ataque frontal a la historicidad del hecho cristiano, la investigación eclesial no se puede conformar con la afirmación impertérrita de la historicidad de los evangelios, como pudiera hacerse antes de su puesta en cuestión. Debe responder en el terreno histórico al reto lanzado por la exégesis racionalista y liberal. «Esta investigación histórica —ha dicho la Comisión Bíblica Internacional— es absolutamente necesaria con el fin de evitar dos peligros: que Jesús sea considerado simplemente un héroe mitológico o que el hecho de reconocerlo como Mesías e Hijo de Dios esté fundado exclusivamente sobre una especie de fideísmo irracional»". Es precisamente la pasión por lo que ha encontrado en el presente lo que estimula al estudioso cristiano a la investigación de sus orígenes. Así lo ha expresado recientemente Juan Pablo II: «La Iglesia de Cristo toma en serio el realismo de la Encarnación y es, por esta razón, por la que atribuye gran importancia al estudio 'histórico-crítico' de la Biblia». [14] Precisamente porque no hace una confesión puramente formal en la Encarnación, sino que cree realmente que ésta ha tenido lugar en la historia humana, la Iglesia está convencida de que la Encarnación ha dejado sus huellas en la historia como acontecimiento de la historia que es. Por eso no tiene ningún reparo en aceptar el reto de la investigación histórica moderna que la desafía a dar razón de sus orígenes históricos. Es más, este desafío ha puesto de relieve, como no habíamos tenido ocasión de comprobar antes de él, la solidez histórica de la tradición sobre Jesús. Ningún libro ha sido sometido a una disección tan violenta y despiadada como los evangelios y, sin embargo, han salido airosos. Por eso con el reconocimiento de la utilidad de los métodos histérico-críticos la Iglesia muestra una vez más la confianza que tiene en su posición: cree que el esfuerzo de estudio, en libertad y con todo el instrumental propio de la ciencia histórica, podrá dar razón mejor que cualquier otra posición de tales huellas. O dicho con otras palabras, que una apertura de la razón, que no excluye ninguna posibilidad, ni siquiera la de la Encarnación, explica mejor la historia que aquella que, por partir de una medida (la imposibilidad de que el Misterio haya entrado en la historia), se ve obligada a dejar sin explicar los hechos de la historia.

Antigüedad de los documentos

Hemos aludido anteriormente a la objeción planteada por H. S. Reimarus sobre los relatos de milagros. Según él, el hecho de que fueran escritos treinta o sesenta años después de la muerte de Jesús, cuando ya habían muerto los testigos que podían confirmarlos o rechazarlos, y en una lengua desconocida para los judíos, el griego, era motivo para desconfiar de ellos. Y lo que sucedió con los milagros documenta lo que sucedió con la tradición evangélica en su conjunto.

Digámoslo por las claras: todas las afirmaciones de H. S. Reimarus son falsas. Ninguna de ellas se puede hoy mantener desde el punto de vista estrictamente histórico. En primer lugar, los cuatro evangelios están llenos de semitismos, que sólo pueden ser explicados si tras ellos existe un original arameo escrito, o una tradición oral ya perfectamente fijada. Huellas de este original semítico han quedado en el griego de todos los estratos de la tradición evangélica: Me, la fuente de los dichos de Jesús conservada en los evangelios de Mt y Lc (Q), la materia propia de Mt y la materia propia de Lc y Jn. Muchas de las anomalías, de las afirmaciones absolutamente incomprensibles y disparatadas con que hoy nos tropezamos en el texto griego, que en ocasiones los estudiosos catalogan como «griego de traducción», de la tradición evangélica no pueden ser explicadas más que recurriendo al original semítico subyacente, a la luz del cual se hacen completamente diáfanas. El hecho de que la tradición sobre Jesús, no fuera sólo oral sino escrita en arameo, indica que tuvo lugar en fecha muy temprana. [15] Esto muestra, pues, que inicialmente la tradición sobre Jesús no se escribió en una lengua desconocida para los judíos en una fecha ya lejana de los acontecimientos, sino en una lengua perfectamente conocida por ellos y en una fecha muy cercana a los hechos que narran, y de los que muchos de ellos eran testigos. Si a esto se une que muchos de los dichos de Jesús sólo son explicables históricamente en un marco palestinense y durante el ministerio terreno de Jesús, no es extraño que uno de los mejores especialistas de la lengua de los evangelios, J. Fitzmyer, haya podido decir que «la discusión sobre Jesús y los comienzos de la cristología tarde o temprano se topa con el llamado sustrato arameo de sus dichos en el Nuevo Testamento». [16]

Pero es que además es igualmente insostenible que en la Palestina del siglo I no se conociera el griego. Como ha mostrado con toda evidencia M. Hengel el bilingüismo (o trilingüismo, si incluimos el uso del hebreo en la liturgia) tenía carta de ciudadanía en la Palestina del siglo I. Hoy sabemos que era posible adquirir un buen nivel de conocimiento del griego. No hay que olvidar que Palestina llevaba ya tres siglos bajo dominio griego. Esto estimuló en no pocos el deseo de aprender el griego para poder aspirar a introducirse en los mecanismos de la administración. El griego era indispensable para poder participar en la vida social, política y económica. Por estos y otros motivos que no podemos exponer aquí, el biligüismo era una realidad en Judea, Samaria y Galilea. Hay muchos signos que confirman esta afirmación. El hecho, por ejemplo, de que la tercera parte de las inscripciones encontradas en Jerusalén estuvieran escritas en griego, muestra el gran número de sus habitantes que hablaban griego en una población de 80.000 habitantes.

«Dada esta gran proporción de grecoparlantes en la población, tenemos que asumir una cultura independiente judeohele-nística en Jerusalén y sus alrededores, que era diferente de la de Alejandría o Antioquía». [17] Esto explica la necesidad de la creación de sinagogas para grecoparlantes, que no entendían ya el hebreo, y donde la versión griega del AT, conocida por la LXX, debió ejercer un influjo considerable. No hay ninguna obra comparable en la diáspora judía, cuya familiaridad con el griego está fuera de duda, a la que escribió un judío de Palestina llamado Flavio Josefo. Este conjunto de datos permite afirmar a M. Hengel que «la traducción de parte de la tradición de Jesús al griego y el desarrollo de una terminología teológica peculiar deben haber comenzado muy temprano, posiblemente como consecuencia inmediata de la actividad de Jesús, que atrajo a judíos de la Diáspora, en Jerusalén, y no —como se suele decir— décadas después fuera de Palestina en Antioquía u otros lugares». [18] Es decir, hasta la traducción de la tradición sobre Jesús al griego hay que situarla en fecha muy temprana. Y no fuera de Palestina, donde habría sido embellecida en contacto con las religiones mistéricas, sino en Palestina, en la comunidad cristiana de habla griega de Jerusalén.

A esto hay que añadir que el conocimiento que los autores de los evangelios suponen de la situación de Palestina, su geografía, costumbres, formas de construcción, tipo de terreno para el cultivo, historia, etc. muestra que sólo pueden haber sido escritos por gente muy familiarizados con ella y dirigida a destinatarios que no necesitan que se les explique. Basta pensar en la cantidad de datos geográficos, históricos, literarios y de costumbres que suponen las parábolas para convencerse de ello.

Hay además detalles en el texto evangélico que no son explicables más que si el texto estaba escrito antes de la destrucción de Jerusalén. Veamos un ejemplo del evangelio de san Juan, que aunque su redacción final haya que situarla más tarde contiene elementos que sólo son explicables antes de la destrucción de Jerusalén. En el relato de la curación del enfermo que esperaba la agitación de las aguas para ser curado en la piscina contenido en el evangelio de san Juan se dice: «Hay (έστιν) en Jerusalén, junto a la puerta Probática, una piscina llamada en hebreo Betzata, que tiene cinco pórticos» (Jn 5,2). El presente de indicativo en que está dada la noticia de la existencia de la piscina (έστιν), mientras que el relato está todo él en aoristo (en pasado) como refiriéndose a un hecho pasado, muestra que en el tiempo en que este relato se compuso todavía existía tal piscina. Esto sólo podía afirmarse antes de la destrucción de Jerusalén en el año 70.

Pero en algunos casos podemos decir más todavía. Tras una comparación de las cuatro versiones en que se nos ha conservado la institución de la eucaristía, J. Jeremias afirma que este relato existía ya dentro de los diez primeros años después de la muerte de Jesús. No a los diez, sino dentro de los diez años después de la muerte de Jesús. O sea que pudo ser a los dos o a los cuatro años después de su muerte. Y añade J. Jeremías que esta pieza, compuesta originalmente en una lengua semítica (hebreo o arameo), no es una pieza tomada de un ritual, sino de un relato más amplio, es decir, de un evangelio. [19] A nuestro juicio, algo muy semejante podemos decir del evangelio de Me y la fuente de dichos de Jesús conservada en los evangelios de Mt y Lc. Esto hace que resulte perfectamente comprensible que el papiro 7Q5 encontrado en Qumrán, y del que hasta ahora no se ha ofrecido ninguna otra explicación que invalide la hipótesis del P. O'Callaghan, pueda contener un texto del evangelio de Marcos, del cual ya circulaban copias en la década de los 40. [20]

Hemos puesto sólo algunos ejemplos de los muchos que se podían citar. Esto muestra que el supuesto lapso de tiempo entre el acontecimiento original y los documentos que nos lo narran es mucho más corto que lo que cierta historia nos ha querido hacer creer. Hoy podemos afirmar que la antigüedad de los documentos es absolutamente indiscutible, lo que no excluye retoques redaccionales posteriores de escasa importancia.

Hasta aquí sólo hemos mostrado la antigüedad de los documentos que contienen la tradición evangélica, el marco palestinense de su origen y la lengua en la que fueron originalmente escritos. Sólo estos hechos constituyen ya una objeción difícilmente superable para quienes atribuyen a los primeros cristianos una mitificación de la persona de Jesús. El lapso de tiempo entre los acontecimientos y los documentos es tan corto que difícilmente permite una maniobra de esta envergadura.

Creer todavía en ella desde el punto de vista histórico exige más fe que la que se requiere para aceptar la versión de los hechos que el cristianismo ha transmitido.

Los orígenes del hecho cristiano

Es un hecho innegable que los cristianos de la primera generación creían en la divinidad de Jesús. Como ha puesto de manifiesto M. Hengel, «el tiempo entre la muerte de Jesús y la cristología completamente desarrollada que encontramos en los documentos cristianos más primitivos (las cartas paulinas) es tan corto que el desarrollo que tuvo lugar en él sólo puede ser considerado como asombroso». [21] Pero un examen más minucioso permite acortar aún este espacio de tiempo. Entre la primera carta de Pablo, 1 Tes, escrita a principios del año 50 d. C. al comienzo de su actividad misionera en Corinto, y la última, la carta a los Romanos, escrita presumiblemente en el invierno del 56/57 d. C., de nuevo desde Corinto, no se puede detectar ninguna evolución en lo que Pablo piensa de Cristo. El hecho de que en sus cartas Pablo utilice títulos, fórmulas y concepciones cristológicas conocidas por las comunidades a las que las dirige, como lo pone de manifiesto el hecho de que no necesite explicárselas, muestra que ya eran conocidas por los destinatarios por la actividad misionera llevada a cabo anteriormente por el apóstol en esas comunidades. Esto implica que todas las características esenciales de la cristología de Pablo estaban ya totalmente desarrolladas hacia fines de la década de los cuarenta, antes del comienzo de los grandes viajes misioneros. Esto significa que disponemos únicamente de un espacio de tiempo de veinte años para el desarrollo de la cristología primitiva. Pero este lapso de tiempo se reduce, si sobre la base de Ga 1-2, retrocedemos 14 o 16 años, hasta la conversión de Pablo. En Ga 1,18, Pablo dice que subió a Jerusalén tres años después de su conversión para estar con Cefas, y en Ga 2,1 dice que catorce años después volvió a subir a Jerusalén. Teniendo en cuenta la fecha de composición de Ga, estos datos cronológicos permiten situar la conversión de Pablo entre el 32 y el 34 d. C., con lo que «ahora sólo nos separan dos o cuatro años de la muerte y resurrección de Jesús, los acontecimientos que hicieron nacer la comunidad cristiana». [22] No es extraño que ante unos datos tan apabullantes como estos, M. Hengel haya afirmado: «Si hojeamos algunas obras sobre la historia del más primitivo cristianismo, podríamos sacar la impresión de que en ellas se había declarado la guerra a la cronología». [23] Estamos en las antípodas de la afirmación de Strauss. Para él, bastaba contar la historia para poner en evidencia la falsedad del dogma. Ahora, nosotros podemos afirmar justamente lo contrario: la mejor defensa del dogma, es decir de lo que la Iglesia ha confesado siempre de Cristo, es contar su historia.

¿Cómo explicar el origen de la fe que tan poco tiempo después de la muerte de Jesús confiesan las comunidades cristianas en Palestina? A quien se niega a reconocer que el nacimiento de esta fe está estrechamente ligada a la persona de Jesús de Nazaret, sólo le queda una opción: atribuirla a la influencia de uno de los dos mundos culturales en que esta fe nació, el judío o el pagano. El historiador no debe cerrarse a priori a ninguna posibilidad que pueda explicar determinados hechos de la historia. Por eso, es necesario examinar ambas posibilidades y comprobar si son capaces de dar razón adecuada de la totalidad de estos hechos.

La primera hipótesis, que la idea de proclamar Dios a Jesús fuera debida al influjo del judaismo, se viene abajo muy pronto. Es difícil imaginar que unos judíos, que por su fe eran radicalmente monoteístas, pudieran crear la idea de que un hombre, y además condenado por el Sanhedrín y muerto en una cruz, fuera Dios. Era lo último que hubiera podido pensar un judío. Ninguna religión ha establecido una diferencia tan neta y radical entre Dios y cualquier criatura. Este abismo insalvable entre Dios y todo lo creado ni siquiera fue aminorado en el personaje más estimado de la tradición judía, Moisés, a quien ningún judío se hubiera atrevido a considerarlo de la esfera divina.

Aún más insostenible si cabe es la segunda posibilidad, a la que se ha recurrido machaconamente desde que la puso en circulación la Escuela de la Historia de las Religiones (R. Reitzenstein, W. Heitmüller, W. Bousset): el origen de la fe en la divinidad de Cristo es debida al influjo pagano. Esta hipótesis explicaría la supuesta «divinización» de Jesús como una adaptación cristiana de la divinización de los emperadores romanos. Basta recordar las descripciones dramáticas del horror que todo judío piadoso sentía frente a las prácticas religiosas paganas para que resulte inconcebible imaginar que el grupo de judíos que se presenta en Jerusalén confesando la divinidad de Jesús pudiera sucumbir a semejante aberración. Que algo tan hiriente para su fe monoteísta como la divinización de un hombre pudiera ser aceptado por un judío está más allá de cualquier verosimilitud. Ahí está para confirmarlo la reacción del pueblo judío ante la pretensión de Antíoco IV Epífanes de instaurar el culto a Zeus en el templo de Jerusalén, que desató la rebelión macabea y que fue catalogado por el autor del libro de los Macabeos como la «abominación de la desolación» (1 Mac 1,54). O la reacción cíe un judío tan helenizado como Filón ante la propuesta de erigir estatuas de Calígula en las sinagogas de Alejandría: «Era —dice Filón- el negocio más abominable». [24] A este sincretismo cualquier judío, incluso helenista, no podía más que oponerse con todas sus fuerzas, por considerarlo «abominable». Por eso resulta inimaginable que algo que era considerado abominable por un judío pudiera ser aceptado sin más por el grupo de judíos de Palestina que formaron la comunidad cristiana. Lo que acabamos de decir vale igualmente para quienes atribuyen a Pablo, o la comunidad helenística de origen gentil, la divinización de Jesús. Esta opinión, hoy ampliamente difundida, de que la cristología es el resultado de un proceso de evolución por etapas, resulta igualmente inconsistente. Es difícil concebir que unos judíos como Santiago, Cefas y Juan, las columnas de la iglesia de Jerusalén, hubieran dado la mano a Pablo en señal de comunión —como dice él mismo en la carta a los Calatas-, si el evangelio que Pablo predica fuera el resultado de un sincretismo. Si cuestiones como la de los alimentos o de la circuncisión provocaron reacciones como la que el mismo Pablo nos cuenta en la carta a los Calatas, ¿que habría sucedido si Pablo se hubiera hecho portador de un sincretismo abominable? El cristianismo no se puede explicar como el resultado de la evolución de ninguna realidad cultural y religiosa de su entorno.

¿Cómo explicar entonces que unos judíos monoteístas confiesen a un ajusticiado por el gobernador de Judea Poncio Pilato, tras la condena del Sanhedrín, como Hijo de Dios? A esta pregunta no puede contestar satisfactoriamente la exégesis racionalista. La razón es que se niegan a reconocer cualquier continuidad entre la vida y la obra del Jesús terreno y la predicación de la primitiva comunidad cristiana. Pero, como afirma M. Hengel, «este abismo sin puente entre el Jesús terreno y la cristología (afirmada por la comunidad) sólo se impone a los que desean y quieren aceptar el dogma moderno de un Jesús completamente no mesiánico, esto es, sin pretensiones mesiánicas». [25] La investigación moderna que empezó su andadura para liberarse del dogma de la Iglesia, ha acabado sucumbiendo a un dogmatismo sin ningún tipo de apoyo en la realidad.

Por todo lo dicho, el único modo de explicar el hecho histórico de que unos judíos monoteístas confiesen a un hombre, Jesús de Nazaret, como Hijo de Dios sólo podemos encontrarla en la persona y la actividad de Jesús. Como ha escrito recientemente P. Stuhlmacher, «a Jesús no le fueron atribuidas simplemente por los apóstoles, después de la Pascua, propiedades y comportamientos que él no poseía (ni pretendía poseer) sobre la tierra, sino que en la profesión de fe postpascual de la comunidad cristiana se confirma y se reconoce lo que él quería ser históricamente y que fue y continúa siendo para la fe: el Hijo de Dios y Mesías. La historia operada por Dios en y con Jesús, el Cristo de Dios, es anterior a la fe cristiana. Ella guía y determina la fe y no es, al contrario, creada por ella». [26] Los cristianos lo pudieron afirmar porque ya Jesús, durante su vida terrena lo había afirmado de sí mismo y confirmado con sus milagros y su resurrección. Es cierto que Jesús nunca dijo de sí mismo que era Dios, pero realizó acciones y pronunció palabras que le sitúan en la esfera de la divinidad. Véannoslo en algunos episodios de su vida.

a. Las controversias

En el relato de la curación del paralítico que nos narra el evangelio de Marcos (2,1-12), Jesús dice al paralítico: «Hijo, perdonados son tus pecados». Lo que significaban estas palabras en oídos judíos se pone de manifiesto en la reacción de los escribas, que piensan en su interior: «Blasfema. ¿Quién puede perdonar pecados sino sólo Dios?». La reacción de los escribas es lógica. Si sólo Dios puede perdonar pecados, un hombre, que concede al paralítico el perdón de los pecados, blasfema, se hace igual a Dios. Sólo hay una posibilidad de que semejante actitud no entrañe una blasfemia: que el hombre que habla sea verdaderamente Dios. El evangelio más arcaico de todos, el de Marcos, presenta, pues, a Jesús, en un relato cuyo original griego posee un fuerte colorido arameo y cuyo contenido es claramente palestinense, proclamando con una acción el perdón de los pecados. Esta no es una excepción. Difícilmente es posible encontrar un hecho más irrefutable desde el punto de vista histórico que la comunidad de mesa de Jesús con los publícanos. Los adversarios de Jesús murmuran escandalizados: «Ese acoge a los pecadores y come con ellos» (Le 15,2). Acoger, como compartir la mesa, es en realidad un sinónimo de perdonar. El episodio del paralítico perdonado no es más que un caso concreto de la concesión del perdón, confirmado además por el milagro de la curación. El hecho de que fuera considerado por los judíos como blasfemia muestra a las claras que Jesús se atribuye un poder exclusivo de Dios.

En la controversia provocada por una acción prohibida en sábado llevada a cabo por los discípulos, arrancar espigas, Jesús justifica la acción de los discípulos ante los escandalizados fariseos, diciendo: «Aquí hay alguien más que el templo... El Hijo del hombre es señor del sábado» (Mt 12,1-8). El templo era la morada de Dios y el sábado era el día santo consagrado a Dios. Al decir Jesús que él es más importante que el templo y que el sábado se está atribuyendo una categoría divina, un poder igual a Dios, único que para un judío estaba por encima del sábado y el templo. «Este modo de hablar es una manera de decir que con Jesús se ha hecho presente Dios en medio de los hombres de un modo singularísimo, incluso escandaloso desde el punto de vista de la ortodoxia judía. Con un lenguaje perfectamente ambientado en el mundo judío, sus instituciones —el templo, el sábado, las leyes que regulaban la observancia del sábado—, Jesús dice en este relato de forma velada, pero suficientemente clara para que lo entiendan sus oyentes judíos que él posee una autoridad divina». [27] Esta pretensión resulta tan escandalosa a los oídos judíos que al final de la última controversia comenta san Marcos: «Y saliendo los fariseos, celebrando consejo con los herodianos, tomaron la resolución de acabar con él» (Mc 3,6). Además de por el sustrato semítico que contiene, la historicidad de este relato está confirmada por el colorido palestinense de la narración, pues argumentos como el del templo o el del sábado no pueden haber sido inventados por cristianos de origen pagano; suponen un mundo de ideas totalmente judío. Pero, es inconcebible que, si Jesús no hubiese pronunciado estas palabras, los judíos que creyeron en él se hubiesen atrevido a decir que Jesús era más que el templo y más que el sábado. «La Iglesia, por tanto, proclamó desde fecha tempranísima su fe en la divinidad de Jesús porque él mismo se presentó 'igual a Dios', como dice san Juan». [28]

b. Los milagros

H. S. Reimarus sostenía que los primeros cristianos inventaron milagros para atribuírselos a Jesús, porque no hay religión sin milagros. Y es esto lo que, según él, los hace tan sospechosos. Según esta mentalidad, los relatos de milagros se atribuyeron a Jesús para engrandecer su figura. Pero esto es falso. Lo prueba, en primer lugar, el testimonio que sobre ellos nos han conservado las fuentes judías: el historiador judío Flavio Josefo (Ant Jud. 18,3,3) y el Talmud de Babilonia (b Sanhedrín 43a). El más interesante es este segundo por provenir del judaísmo que rechazó a Jesús. En él se da por supuesto que Jesús fue condenado justamente por el tribunal judío porque «ha practicado la hechicería y ha descarriado a Israel». La acusación de hechicería supone las curaciones milagrosas de Jesús. En realidad, esta interpretación de los milagros estaba ya recogida en los evangelios. En efecto, en un dicho de Jesús, que constituye el argumento más fuerte a favor de la historicidad de los milagros, leemos: «Si yo expulso los demonios por el poder de Beelzebul, ¿por quién los expulsan vuestros hijos? Por eso, ellos serán vuestros jueces. Pero si yo expulso los demonios por el Espíritu de Dios es que el Reino de Dios ha llegado a vosotros» (Mt 12,27-28). Es evidente que la acusación de estar poseído del demonio no puede haber sido creada por la comunidad cristiana. Ningún cristiano habría acusado a Jesús de endemoniado. Jesús en estas palabras recoge la acusación de sus adversarios, que se vieron en la necesidad de explicar de otra forma una realidad que tenían delante: sus milagros. Que sea por el poder de Beelzebul o por el poder de Dios, en cualquier caso echa demonios. Es, por tanto, un hecho indiscutible desde el punto de vista histórico que Jesús hizo milagros. Pero hay que notar que el hecho de hacet milagros, por sí sólo, no sitúa a Jesús en la esfera de la divinidad. Milagros se atribuyen también en el AT a otros personajes, sin que por ello sean considerados Dios. Pero los milagros de Jesús no son acciones hechas en provecho propio, están al servicio de otra cosa: el reino de Dios. Son signos que anuncian, confirman y hacen presente en su persona el Reino de Dios. «Si echo los demonios por el Espíritu de Dios es que el Reino de Dios ha llegado a vosotros». Por eso sus acciones son signos del misterio de su persona. [29]

c. El juicio ante el Sanhedrín

Esta pretensión de divinidad que recorre el evangelio y de la que sólo hemos señalado algunos ejemplos, explica un hecho de su vida, al que se ha querido privar de valor histórico: el juicio y la condena de Jesús por el tribunal judío, el Sanhedrín. Sin embargo, la historicidad de este hecho es incontestable. [30] No sólo dejarían sin explicación los relatos evangélicos del juicio ante el Sanhedrín, sino afirmaciones que san Pablo hace en sus cartas, que suponen la condena del Sanhedrín, y el testimonio de las fuentes judías. ¿Por qué, entonces, este empeño en negar su historicidad? La razón de la negación de su historicidad es obvia: atribuyéndole sólo a Pilato la condena de Jesús, se evita tener que explicar el motivo de su condena por la más alta autoridad religiosa judía. No basta cualquier motivo para justificar una condena a muerte. Motivos como su pretensión mesiánica o su carácter revolucionario son absolutamente insuficientes para justificarla. En la historia del pueblo judío hubo quienes pretendieron ser el mesías (los Hechos de los Apóstoles mencionan a dos: Judas el Galileo y Teudas). Sobre ninguno de ellos recayó una condena semejante a la de Jesús por parte del Sanhedrín. Uno de ellos, Bar Kochba, considerado mesías por el rabino más importante de su tiempo, Rabí Akiba, es considerado un héroe en el judaísmo por su intento de sacudirse el yugo de la opresión romana. Sin embargo, la condena de Jesús por parte del Sanhedrín es perfectamente lógica, desde el punto de vista del judaísmo ortodoxo, si el motivo de su condena es el que atestiguan los escritos neotestamentarios: la acusación de blasfemia (cfr. Me 15,10; Jn 19,7; Ga 5,11; 1 Cor 1,23). Hemos visto que Jesús dijo e hizo cosas durante su vida terrena que fueron consideradas como blasfemia por parte de sus adversarios por la pretensión que implicaban de ser Dios. Ante semejante pretensión, el Sanhedrín sólo tenía una alternativa: aceptarla o rechazarla como blasfemia (cfr. Me 14,64; Ga 3,13, etc). Todos sabemos de qué lado se inclinó la balanza. Pero no hay que olvidar que el Sanhedrín es el tribunal definitivo de Dios, su rechazo es el rechazo de Dios. Ser condenado por el tribunal judío como blasfemo significaba para cualquier judío piadoso que Jesús era considerado un impío, un hereje. No es extraño el desconcierto que este hecho produjo en sus seguidores, como atestiguan los evangelios y las cartas de san Pablo, que llega a hablar incluso de escándalo, es decir, de una verdadera dificultad para creer (1 Cor 1,23). [31]

d. La respuesta de Dios a la condena del Sanhedrín: la resurrección

Pronunciada la sentencia de muerte por el Sanhedrín y ejecutada por el único que tenía poder para hacerlo, el gobernador Poncio Pilato, parecía que Dios había dicho su última palabra sobre la pretensión de Jesús de ser Dios. Sin embargo, a Dios le quedaba aún una palabra que decir sobre Jesús. La dijo de la forma más inesperada de todas: su resurrección. «El Jesús resucitado por Dios no pudo ser declarado culpable de 'impiedad en el tribunal de Dios; es decir, el Mesías 'justamente' condenado por los guardianes de la Ley y de los intereses de Dios era el verdadero Mesías. Resucitándolo de entre los muertos, Dios se había pronunciado de forma rotunda contra una sentencia que se presentaba pronunciada en su nombre». [32] De esta forma Dios confirma la pretensión de Jesús. Ahí reside su importancia única en la historia cristiana. Únicamente de esta forma pudieron superar los primeros cristianos el escándalo de la cruz.

Se podría objetar, como se ha hecho, que el misterio de la resurrección sólo se revela al creyente, el historiador no puede penetrar en él y, por tanto no puede servir de confirmación a una pretensión de tipo histórico. Es cierto que la resurrección de Jesús es un acontecimiento que cae dentro del misterio de Dios. De hecho, ninguno de los evangelios describe cómo fue el hecho de la resurrección. Pero este acontecimiento dejó huellas en la historia. Unos personajes de la historia, los apóstoles, testimonian poco tiempo después de su muerte haberle visto vivo. Por eso de algún modo el historiador puede decir algo sobre él, si un minucioso examen de los testimonios lleva a la conclusión que sin el hecho de la resurrección quedarían muchas cosas sin explicar.

Lo primero que quedaría sin explicar es la existencia de la Iglesia. «Por eso se ha dicho con razón que el principal testimonio en favor de la resurrección es la Iglesia misma. Los escritos del Nuevo Testamento nos hacen ver que la Iglesia naciente es un edificio sostenido por la resurrección de Jesús como un imprescindible cimiento. Si no hubiese habido hombres que podían decir: 'hemos visto al Señor', y cuyas vidas quedaron transformadas por este hecho, no hubiese habido lo que llamamos cristianismo ni Iglesia». [33] Esto vale igualmente para su expansión. Ciertamente la expansión del cristianismo es inexplicable por factores sociológicos, como ocurrió con la expansión del Islam. El cristianismo no se impuso por la fuerza de las armas y el poder. Su rápida difusión no se debe a ningún factor exterior a él (no coincide con la expansión de una determinada clase social, o de una etnia particular, no se explica por un movimiento migratorio, militar o económico, etc.). Los Hechos de los Apóstoles no sólo recogen a grandes rasgos esta expansión, sino que dan el motivo: el hecho inaudito de la resurrección de Jesús, la fuerza de su presencia en medio de su Iglesia (Hch 25,19).

El segundo hecho que carecería de explicación es el cambio del día de fiesta semanal del sábado al domingo. No se ve qué otra razón pudo llevar a un grupo de judíos, para quienes el día santo era el sábado, a celebrar como santo el primer día de la semana, es decir el domingo, máxime teniendo en cuenta la estima en que un judío tenía el sábado, como atestiguan las fuentes judías. Sin embargo, este hecho es perfectamente comprensible si el cambio es debido a que en ese día tuvo lugar la resurrección.

Los escritos evangélicos atestiguan que unas mujeres encontraron el sepulcro vacío. No cabe duda que las autoridades judías que se opusieron a la predicación de la resurrección de Jesús habrían tenido un medio muy simple de desbaratar como una patraña el anuncio realizado por los apóstoles de la resurrección, si hubieran podido mostrar que el cuerpo de Jesús permanecía en el sepulcro. Pero no fue así, el sepulcro estaba vacío. [34] Algunos críticos modernos han considerado este relato una invención, creado —según ellos— por la comunidad primitiva para tener una prueba palpable de la resurrección. Sin embargo, esta interpretación no se sostiene. En primer lugar, porque se ofrecería como prueba de la resurrección un hecho que de suyo no era prueba suficiente: el sepulcro podía estar vacío por otro motivo (robo, traslado, etc). En segundo lugar, porque cualquiera que hubiera inventado el relato no habría puesto como testigos de su hallazgo a las mujeres, pues en aquel tiempo las mujeres no eran admitidas como testigos. No cabe duda que si el relato hubiera sido un invento los testigos habrían sido hombres. Si, desafiando la mentalidad dominante, se afirma que fueron las mujeres las que lo encontraron vacío, es porque realmente fue así.

Pero el relato del sepulcro vacío no implica la resurrección. Podía estar vacío por otros motivos. La explicación de por qué estaba vacío sólo lo sabemos por las apariciones. Los documentos más antiguos atestiguan la existencia de apariciones de Jesús resucitado a los discípulos. Pero también aquí la crítica racionalista ha ofrecido una interpretación de las apariciones que contradice la interpretación de la Iglesia. En efecto, mientras la Iglesia sostiene que las apariciones son verdaderas visiones de Cristo resucitado, visiones provocadas desde fuera, la crítica racionalista las considera simples proyecciones del subconsciente de los discípulos, que se resistían a creer que todo hubiera acabado en el fracaso de la cruz. Contra esta interpretación militan varios datos que nos conservan los documentos del NT. En primer lugar, la duración de las apariciones. Si estos documentos afirmaran este fenómeno subjetivo, alucinatorio, de una aparición a una persona o a un grupo de personas, podría tener algún viso de verosimilitud. Pero nuestras fuentes hablan de una serie de apariciones a lo largo de un amplio lapso de tiempo; y una alucinación o una serie de alucinaciones en cadena resulta ciertamente increíble. Más inconcebible resulta esta interpretación si tenemos en cuenta la diversidad de las personas que son mencionadas en nuestras fuentes como testigos del Resucitado. La hipótesis de que el origen de las apariciones fue la resistencia a que todo hubiera acabado con el fracaso de la cruz, podría resultar válida para Pedro o alguno de los Doce. Pero ciertamente no valdría para Santiago, el hermano del Señor, que no pertenece al grupo de los discípulos de Jesús, sino al de los familiares que fueron a buscar a Jesús porque estaba fuera de sí (Mc 3,21). Y, desde luego, menos aún para Pablo. Cuando fue sorprendido por Jesús resucitado se dirigía a Damasco para apresar a sus seguidores (Hch 9,2). En él no existía predisposición alguna para ningún tipo de alucinación. La persecución que estaba llevando a cabo muestra que el fracaso de Jesús no le había producido ninguna decepción, que le hubiera hecho anhelar que Jesús continuara vivo.

Por otra parte, cualquier proyección subjetiva o fenómeno alucinatorio requiere que se den determinadas condiciones en el sujeto que dice tenerlas. El que no cree en el diablo ni nada semejante no creerá haber visto al diablo. Pero tales predisposiciones no se cumplen en aquellos que confiesan haber visto al Resucitado. Todos son judíos, y como tales creían que la resurrección sólo tendría lugar al final de los tiempos. Recordemos el caso de la hermana de Lázaro que, cuando Jesús le anuncia que su hermano resucitará, responde: «Ya sé que resucitará en la resurrección del último día» (Jn 11,24). Ni siquiera se le podía pasar por la cabeza una resurrección en medio del tiempo. Que un grupo de judíos, que creen que la resurrección sólo tendrá lugar cuando llegue el fin del mundo y que afectaría a todos los hombres, confiesen que Jesús ha resucitado mientras el mundo sigue su curso, sólo es explicable por un hecho: las apariciones de Jesús resucitado.

Este conjunto de hechos históricos, que sólo hemos podido enumerar someramente (existencia y expansión de la Iglesia, cambio del sábado al domingo, sepulcro vacío, las mujeres testigos, apariciones a lo largo de un largo período de tiempo a personas distintas, algunas de las cuales no tenían ningún tipo de predisposición a proyecciones subjetivas), necesita una explicación suficiente que dé razón de todos ellos. Sólo la resurrección de Jesús es capaz de proporcionar una explicación válida para todos ellos. Por ello, «en buena crítica histórica, el único modo de explicar el mensaje de la Iglesia primitiva sobre la resurrección es hacerlo brotar de una experiencia real, no meramente subjetiva, de Jesús resucitado por parte de los primeros testigos, experiencia que tenemos descrita en los relatos de las apariciones. Con esto no decimos que la investigación histórica nos introduce en el misterio de la resurrección de Jesús; eso sólo puede hacerlo la fe. Pero lo que sí puede hacer es mostrar cómo creer en todo el misterio que representa esta obra de Dios es un rationabile obsequium fidei. [35]

Conclusión

Nosotros creemos en Jesucristo, como el ciego de nacimiento, por el encuentro que hemos hecho en el presente. Este encuentro sólo tiene una explicación exhaustiva en un acontecimiento que es el origen de la experiencia presente. El amor al encuentro hecho despierta en nosotros el deseo de conocer la historia que nos ha alcanzado. La razón abierta por esta experiencia se vuelve a las huellas que el acontecimiento ha dejado en la historia, para poder comprender en todas sus dimensiones el encuentro que ha tenido lugar. Sólo una razón inmersa en este acontecimiento está en condiciones de explicar tales huellas como manifestación de la presencia del Misterio en la historia. Frente a una razón que ya no vive dentro de esa experiencia, y que, por lo tanto, reduce todo a la medida de lo que conoce, poniéndose en una postura de sospecha, el acontecimiento presente permite a la razón actuar según su naturaleza más genuina, poniendo problemas y preguntas. Nuestra fe no sólo no es un obstáculo a la investigación histórica sino su más grande impulsora, abriéndola una y otra vez a la totalidad cíe la realidad según su propia naturaleza.

Podemos, por lo tanto, decir que la investigación creyente sobre la historicidad de los evangelios es un caso de razón aplicada. En efecto, tiene en cuenta todos los factores de la realidad con una globalidad que la razón autosuficiente es incapaz de ofrecer. El brevísimo recorrido que hemos hecho así nos lo muestra. La hipótesis que toma en consideración la divinidad de Jesús es más capaz de dar cuenta de la naturaleza de los textos y de los hechos a los que ellos se refieren, que la hipótesis procedente de la mentalidad racionalista. Así nos lo ha mostrado la investigación reciente sobre la verdadera antigüedad de los documentos y sobre la historicidad de los hechos que en ellos se documentan, especialmente la resurrección (cfr. DV 19).

Los datos expuestos no constituyen pruebas apodícticas, tratándose como se trata, de la racionalidad inherente a la exégesis y a la ciencia histórica. Pero, no cabe duda que su cantidad, su diversidad y su peso son tan formidables que podemos decir con palabras de uno de los mayores exponentes de la investigación exegética moderna, P. Benoit:

«Sólo una personalidad extraordinaria, humanamente genial y propiamente divina puede explicar el hecho del Evangelio, y es la persona de Nuesrro Señor Jesucristo». [36]
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* Julián Carrón Pérez (1950) es Doctor en Teología y sacerdote de la diócesis de Madrid; alumno titular de l´École Biblique de Jerusalén y profesor de Sagrada Escritura en el Centro de Estudios Teológicos “San Dámaso” de Madrid; director de la edición española de la Revista Católica Internacional Communio.

 

 

Notas

[1] La fe hace a la razón capaz de penetrar «de forma más límpida y profunda» la realidad. Cfr. P. Rousselot, Los ojos de la fe, Madrid 1994, 39; J. H. Newman, Gramática del asentimiento, Barcelona 1960.

[2] Para ver las diferencias entre las posiciones racionalista y protestante y la posición ortodoxa-católica, cfr. L. Giussani, Por qué la Iglesia. 1. La pretensión permanece, Madrid 1990, 15-35.

[3] G. E. Lessing, Sobre la demostración en espíritu y fuerza, en Escritos filosóficos y teológicos, Barcelona 1990,480-484.

[4] Orígenes, Contra Celsum 1, 2.

[5] L. Giussani, La comunione como strada, Tracce 7 (1994) IV. Para un desarrollo más amplio, cfr. L. Giussani, É. se opera, Roma 1993.

[6] D. F. Strauss, La vita de Gesù o Esame crítico della sua storia, II, Milano 1865, 628.

[7] P. Benoit, Reflexións sur la «Formgeschichtliche Methode», en Exégèse et tbéologie. I, Paris 1961,

[8] P. Benoit, Réflexions sur la «Formgeschichtliche Methode», 44. Cfr. R. Bultmann, History of the Synoptic Tradition, Oxford 19682; Id., The New Testament and Mythology, en H. W. Bartsch (ed.), Kerygma and Myth, London 1954.

[9] H. S. Reimarus, The Goal of Jesus and His Disciples, Leiden 1970, 119.

[10] J. Ratzinger, L' interpretazione bihlica en conflitto. Problemi del fondamonto ed orientamento dell'esegesi contemporanea, en AA. VV., L'esegesi cristiana oggi. Casale Monferrato 1991, 94.

[11] M. Hengel, El Hijo de Dios. El origen de la cristología y la historia de la religión judeo-helenística, Salamanca 1978, 19. La cita de D. F. Strauss la hemos tomado de esta obra de M. Hengel (p. 19).

[12] A. Schweitzer, Investigaciones sobre la vida de Jesús, Valencia 1990, 53.

[13] Comisión Bíblica Internacional, De sacra Scriptura et Christologia, en Biblia e Cristología, Milano 1987, 23. Para una valoración de los diversos métodos de acercamiento a la Escritura, cfr. más recientemente Pontificia Comisión Bíblica, La interpretación de la Biblia en la Iglesia, Città del Vaticano 1993.

[14] Juan Pablo II, Discurso sobre la interpretación de la Biblia en la Iglesia, en Pontificia Comisión Bíblica, La interpretación de la Biblia en la Iglesia, Cittá del Vaticano 1 993, 9.

[15] J. Carmignac, La naissance des Évangiles Synoptiques, Paris 1984.

[16] J. A. Fitzmyer, Methodology in the study of the Aramaic substratum of Jesus´ sayings in the New Testament, en J. Dupont, Jésus aux origins de la christologie (BETL 40), Leuven 19892, 73. Por este motivo, para este estudioso, aquellos que quieran afrontar «la cuestión de los orígenes de la cristología no pueden dispensarse de afrontar el problema del sustrato arameo».

[17] M. Hengel, The "Hellenization" of Judea in the First Century after Christ, London-Philadelphia 1989, 11.

[18] M. Hengel, The "Hellenization" of Judea, 18.

[19] J. Jeremías, La última cena. Palabras de Jesús. Madrid 1980, 206. Liturgia, p. 210; lengua, p. 214-221.

[20] J. O'Callaghan, Los papiros griegos de la cueva 7 de Qumrán, Madrid 1974. Cfr. también C. P. Thiede, ¿El manuscrito más antiguo de los evangelios? El fragmento de Marcos en Qumrán y los comienzos de la tradición escrita del Nuevo Testamento, Valencia 1989.

[21] M. Hengel, Christology and New Testament Chronology. A Problem in the History of Earliest Cristianity, London 1983, 31.

[22] M. Hengel, Christology and New Testament Chronology, 31. Cfr. también más recientemente M. Hengel, Christological Titles in Early Christianity, en J. H. Charlesworth (ed.), The Messiah. Developments in Earliest judaism and Christianity, Mineapolis 1992, 425-448, donde el autor sostiene que una comparación entre la carta de Plinio el Joven a Trajano (110-112 d. C.), en la que le cuenta que los cristianos dan culto a Cristo como si fuera su Dios, el prologo de S. Juan, el himno de Heb l,3 ss, y el de Flp 2,6-11, muestra que entre el año 50 y el 150 d. C. la cristología es mucho más uniforme en su estructura básica que lo que la investigación del NT ha mantenido.

[23] M. Hengel, Christology and New Testament Chronology, 39.

[24] Citado en J. Daniélou, Ensayo sobre Filón de Alejandría, Madrid 1962, 33. 25 M. Hengel, Christology and New Testament Chronology, 33.

[26] P. Stuhlmacher, Gesù di Nazaret - Cristo della fede, Brescia 1992, 19.

[27] M. Herranz Marco, Los evangelios y la crítica histórica, Madrid 1978, 191. Los dos ejemplos se los debemos a este autor.

[28] M. Herranz Marco, Los evangelios y la crítica histórica, Madrid I978, 194.

[29] P. Stuhlmacher, Biblische Theologie des Ntuen Testaments. I: Grundlegung von Jesus zu Paulus, Göttingen 1992, 71; J. Gnilka, Jesus von Nazaret. Bofsfhaft und Geschichte, Freiburg-Basel-Wien 1990, 156.

[30] Sobre la investigación moderna acerca del proceso de Jesús, véase J. Blinzler, Der Prozess Jesu, Regensburg 19602.

[31] Sobre e! escándalo que supuso la confesión de un ajusticiado corno Hijo de Dios, puede verse M. Hengel, Crucifixión in the Ancient World and the Folly of the Message of the Cross, Philadelphia 1977.

[32] M. Herranz Marco, El proceso ante el Sanhedrín y el ministerio público de Jesús: Est Bib 34 (1975)105.

[33] M. Herranz Marco, Los evangelios y la crítica histórica, Madrid 1978, 164.

[34] Sobre el relato del sepulcro vacío, y la historicidad de la resurrección, cfr. G. Lohfink, Die Atiferstehung Jesu und die historische Kritik: Bibel und Leben 9 (1968) 37-57; F. Mussner, Die Auferstehung Jesu, München 1969.

[35] M. Herranz Marco, Los evangelios y la crítica histórica, Madrid 1978, 182.

[36] P. Beinot, Réflexions sur la "Formgeschichtliche Methode", 61.

 

Fuente: Revista Católica Internacional "Communio", 2ª Época, Año 17, mayo-junio de 1995, pp. 271-293.