«FUERZA EN LA DEBILIDAD»
El Espíritu de la fidelidad,
la perseverancia y la esperanza


Víctor CODINA
Jesuita
Profesor de Teología en Santa Cruz
Bolivia


Acuérdate que eres polvo...
H/DEBILIDAD DEBILIDAD-HUMANA: A medida que pasan los 
años, uno reconoce la sabiduría de la liturgia de la Iglesia al repetir 
durante siglos, el miércoles de ceniza, esta fórmula tradicional: 
«Acuérdate, hombre o mujer, que eres polvo y que en polvo te 
convertirás». 
Esta frase, que hiere la sensibilidad moderna y postmoderna (y tal 
vez por ello ahora se puede sustituir por una formulación más 
evangélica: «Conviértete y cree en el evangelio»), resume la 
experiencia de la radical debilidad humana: polvo y barro. 
Frente a todas las exaltaciones humanistas modernas, la 
experiencia nos enseña que la realidad humana es débil, que la 
carne es flaca, que la fragilidad forma parte integrante del ser 
humano. 
Debilidad física que aparece con claridad a los comienzos y al fin 
de la aventura humana; enfermedades antiguas y nuevas (SIDA, 
Alzheimer...), vejez, muerte. 
Se añaden las debilidades psíquicas, que los psicólogos se 
encargan de catalogar, pero que afectan a todos los mortales; la 
depresión ha pasado a ser la enfermedad psicológica moderna que 
resume todos estos males. 
Pero existe una debilidad más de orden moral, la que nos hace 
caer en el tentación y el pecado. La historia personal y humana nos 
confirma en esta cruel realidad que intentamos enmascarar de mil 
formas, pero que está ahí: nos hemos desviado del recto camino y 
hemos huido de la casa paterna; somos pecadores. 
Y a estas debilidades más personales se suman las sociales o 
colectivas del momento presente. 
La familia atraviesa una grave crisis: infidelidad, violencia 
doméstica, separaciones, divorcio, madres solteras, mujeres 
abandonadas, hijos sin hogar... 
Las instituciones sociales y políticas se encuentran en un 
impasse: la democracia, la mejor institución política hasta ahora, no 
acaba de funcionar bien y se ha convertido en prebenda de unos 
pocos políticos que hacen y deshacen a espaldas de la sociedad 
civil. La corrupción todo lo invade y mancha. La violencia y la 
agresividad aumentan. Estamos en una especie de «Parque 
Jurásico» mundial. 
La humanidad vive en un momento de ocaso de las ideologías y 
de las utopías. Sólo el neoliberalismo se afianza como solución 
dogmatica y casi religiosa para la salvación de todos los pueblos, 
dejando en la cuneta de la historia a la gran mayoría de la 
humanidad. A esto se le llama el final de la historia (Fukuyama). 
ECOLOGIA/DESASTRE: El desastre ecológico amenaza con la 
supervivencia de la misma humanidad. Nadie está dispuesto a frenar 
el desarrollo ni a pagar el precio de un desarrollo ecológico que no 
agote las reservas de la tierra para el futuro. Al grito de los pobres se 
une ahora el grito de la tierra (Boff) 
La postmodernidad, con su narcisismo que la lleva a disfrutar de 
la vida, es un pensamiento esencialmente débil, «light». No hay 
grandes relatos ni utopías, sino el día a día de la privacidad 
burguesa y el «carpe diem» horaciano. Hay que esperar a la 
constelación de Acuario para que la conspiración de la «New Age» 
se implante en el mundo con una nueva energía cósmica. 
La Iglesia no es ajena a esta situación de debilidad. Al acercarse 
al umbral del tercer milenio, la Iglesia hace un serio examen de 
conciencia de lo que ha sido el segundo milenio que fenece, y siente 
que tiene que pedir perdón por las divisiones internas que la han 
desgarrado, por las guerras de religión, por la Inquisición y por haber 
callado cuando debía haber denunciado proféticamente la violación 
de los derechos humanos. En el momento presente, se habla de 
noche oscura eclesial, de involución, de invierno eclesial. Estamos 
lejos de la primavera conciliar del Vaticano II. La debilidad eclesial 
confirma la profunda razón de los Padres de la Iglesia al hablar de 
ella con la expresión de «casta meretriz». 
TM/MARGINACION MARGINACION/TM: Toda esta debilidad 
complexiva se vive de forma acuciante en el Tercer Mundo, desde 
donde escribo estas líneas. Es el basurero de la humanidad, el 
desecho, lo que no interesa, la masa sobrante cuya natalidad hay 
que frenar para que no se convierta en amenaza para los ricos 
países del Norte. Conviene que los «bárbaros» del Sur se 
mantengan en sus límites, que no pretendan llegar al Norte, que no 
molesten... Endeudados, empobrecidos, olvidados, analfabetos, 
subdesarrollados, mal alimentados, con divisiones internas 
fratricidas, los países del Sur son, a escala mundial, el pobre Lázaro 
de la parábola del rico epulón. Lo extraño que es no se den suicidios 
colectivos y que la gente todavía celebre fiestas y cante con 
esperanza... 
Todos estas debilidades sumadas nos ofrecen un cuadro sombrío 
pero real de la condición humana. Realmente, somos barro y polvo. 

Tentaciones
Pero esta situación lleva aneja una serie de tentaciones. 
Enumeremos algunas de ellas.
Todo este contexto conduce a una sensación de impotencia, 
depresión e insensibilidad. No importa que la TV nos ofrezca en su 
pantalla rostros famélicos de niños africanos o escenas de las 
«favellas» de Río. Una inmensa apatía nos envenena el alma: «es la 
vida, no hay nada que hacer, siempre ha sucedido algo semejante, 
no hay que ser ingenuos y querer cambiar la historia»... 
En algunos, esta situación puede degenerar en cinismo, el cinismo 
de los poderosos y fuertes que se ríen de las lágrimas de los pobres: 
«en la vida sólo los vencedores merecen disfrutar, existe un 
darwinismo social, una lucha por la vida que origina la selección 
natural de las especies, el que pierde no merece vivir»... 
En otros, esta situación de debilidad congénita puede llevar a una 
reacción fundamentalista, milenarista, incluso violenta, como algunas 
sectas y grupos guerrilleros que se inmolan en aras de unos ideales 
que no son reales, olvidando la debilidad humana.
Pero la mayor tentación es el suicidio. Se ha dicho que el suicidio 
es el único problema de la filosofía: ¿por qué continuar viviendo en 
medio de tanto mal?; ¿por qué no escoger la muerte como solución 
ante este juego de mal gusto que es la vida?; ¿por qué no devolver 
el billete de la existencia, como Iván Karamazov? 
Ante esta situación, no basta con la exhortación al moralismo y al 
voluntarismo, a la lucha por la vida. Precisamente la debilidad hace 
que uno no tenga fuerzas para ello. Es la impotencia, la imposibilidad 
moral de saltar esta barrera, la angustia, la náusea ante la vida, la 
acedía, el cansancio total y existencial. 
No vale para esta situación de cansancio y debilidad la invocación 
de las verdades eternas ni de los diez mandamientos. Ni la misma 
vida de Cristo ofrece remedio a este mal, pues aparece como lejana 
y distante, como algo que exige un esfuerzo para lo que uno no se 
siente con fuerzas. 

Vuelta al Espíritu
El Espíritu, el Espíritu Santo, es el gran olvidado de la historia de 
la Iglesia y de la historia de la teología. Todo este segundo milenio 
ha sido una era cristológica, pero muy poco pneumática. El Espíritu 
parecía quedar reservado en exclusividad a la jerarquía, a los 
místicos y a algunos grupos marginales que lo reivindicaban en 
nombre del evangelio: profetas, monjes, herejes, milenaristas.. 
Pero el Espíritu está ahí, en medio de la vida humana y del 
mundo. Y precisamente el Espíritu es lo más contrario a la debilidad 
humana. 
ES/FUERZA-CREADORA: En la primera página de la Biblia (Gn 
1,2), el Espíritu se cierne sobre las aguas del cosmos recién creado, 
como poder fecundante y vivificante, con un gesto maternal que 
engendra vida y entusiasmo en la creación. En este gesto se 
encierra toda la fuerza vivificante del Espintu creador que los himnos 
medievales cantan: «Veni, Creator Spintus». Es bendición de Dios, 
fertilidad, poder inagotable, victoria sobre el caos y la muerte. 
A partir de aquí podemos comprender toda la fuerza creadora del 
Espintu en la historia personal y comunitaria. 
Este Espíritu es capaz de crear un corazón nuevo, limpiarlo y 
recrearlo (Ez 36). Es lo que pide el Salmo «Miserere»: la creación de 
un corazón nuevo y un espíritu nuevo (Sal 51,11-12). 
Es el Espíritu de la antigua visión de los huesos secos del campo 
que recobran vida y resucitan (Ez 37): el Dios de Israel es capaz de 
resucitar a su pueblo, de hacer pasar del sepulcro a la vida. Es lo 
que el salmista experimenta: cuando Dios retira su aliento, los seres 
mortales expiran y vuelven al polvo (Sal 104,29). 
Es el Espíritu de la sabiduría que todo lo penetra e ilumina desde 
dentro (Sab 7,22 - 8,1). Es el Espíritu que suscitó caudillos en Israel 
y ungió a los profetas con su fuerza (Is 61). 
Pero este Espíritu está íntimamente ligado a Jesús de Nazaret. Es 
un Espíritu que hace nacer de nuevo de lo alto (Jn 3,3-8), un Espíritu 
que se convierte en agua que salta hasta la vida eterna (Jn 4), un 
Espiritu que será para los discípulos fortaleza y defensa frente al 
mundo (Jn 1416). Es el Espíritu de la Pascua convertido en nuevo 
soplo creador de la nueva humanidad y de la nueva tierra (Jn 20,23). 

Éste es el Espíritu que desciende sobre la Iglesia primitiva en 
Pentecostés en forma de viento y lenguas de fuego y que hace que 
los apóstoles venzan la timidez y el miedo (Hch 2). Es el Espíritu que 
da vida al creyente frente a la ley y frente al pecado (Rm 8). 
Éste es el Espíritu que ha vivificado toda la historia de la Iglesia 
durante dos mil años, a pesar de toda la debilidad y la opacidad de la 
carne, hasta hacer de ella una Iglesia de profetas, de mártires, de 
santos, de personas que han entregado sus vidas al servicio de los 
pobres y marginados. 
Este Espíritu continúa presente en la Iglesia de hoy, la santifica, la 
vivifica, la guía a la plenitud de toda verdad, la unifica en comunión, 
la embellece con sus dones y carismas, la rejuvenece 
constantemente y la conduce a la unión consumada con su Esposo 
(LG 4). 
Pensemos en la prodigiosa vitalidad de las Iglesias del Tercer 
Mundo, en sus mártires y profetas, en sus comunidades de base, en 
sus pastores cercanos al pueblo, en su vida religiosa inserta en 
lugares marginales, en sus laicos comprometidos... 
ES/GUIA-DE-LA-HT: Pero el Espíritu actúa más allá de la Iglesia, 
está presente en el mundo como fuerza viva. Los movimientos 
pacifistas, ecologistas y feministas, los movimientos en favor de los 
derechos humanos y en favor del diálogo interreligioso, son obra del 
Espíritu. Es el tema de los signos de los tiempos, que presupone que 
el Espíritu del Señor es el que guía la historia (GS 4,11,44). 
Esta presencia misteriosa del Espíritu, acentuando su dimensión 
personal, es lo que canta la Iglesia en su himno «Ven, Espintu 
Santo»: 

«Ven, dulce huésped del alma, 
descanso de nuestro esfuerzo, 
tregua en nuestro trabajo, 
brisa en las horas de fuego, 
gozo que enjuga las lágrimas 
y reconforta en los duelos. 
Riega la tierra en sequía, 
sana el corazón enfermo,
lava las manchas, infunde 
calor de vida en el hielo,
doma el espíritu indómito,
guía al que tuerce el sendero». 

Acoger al Espíritu
ES/ACOGERLO: Hay que acoger al Espíritu como quien acoge un 
don precioso. El Señor lo derrama a sus fieles, pero hay que saber 
recibirlo. 
La oración es momento privilegiado para acoger el Espíritu, para 
abrirse a Él, para acoger su presencia, para recibir sus dones. La 
oración es deseo, clamor desde lo más profundo, respiración de todo 
el ser, oxigenación del espíritu humano. Por la fe accedemos a la 
oración y nos abrimos al Espíritu. El Espíritu hay que pedirlo con 
insistencia, pues no es algo nuestro, sino dádiva de arriba que Dios 
da a los que lo piden con sincero corazón, como nos lo recuerda la 
parábola del amigo que llama a la puerta pidiendo tres panes (Lc 1 
1,13). La misma oración es don del Espíritu (Rm 8,27). 
ES/SACRAMENTOS: Al Espíritu lo recibimos en los sacramentos. 
Una visión de la gracia demasiado objetiva nos ha hecho olvidar que 
el gran don de Dios en los sacramentos es el Espíritu: Espíritu que 
nos hace hijos del Padre y hermanos de Jesús en el bautismo; 
Espíritu de fortaleza para practicar el derecho y la justicia en la 
confirmación; Espíritu del perdón y la misericordia en la 
reconciliación; Espíritu de comunión con Jesús y con los hermanos 
de la Iglesia en la eucaristía; Espíritu de fidelidad y amor esponsalicio 
en el matrimonio; Espíritu para la estructuración de la comunidad 
cristiana en el orden; Espíritu de salud en la unción... El Espíritu es el 
que hace eficaces los sacramentos, aun cuando el ministro sea 
indigno, y la Iglesia débil. 
Acogemos al Espíritu en la relación fraterna y comunitaria, pues 
es Espíritu de fraternidad. En especial cuando servimos a los pobres, 
pues el Espíritu es el Padre de los pobres, su defensor y abogado. 
«Entrega la vida y recibirás el Espíritu», dice un viejo aforismo del 
monacato primitivo. 
Acogemos al Espíritu cada vez que discernimos y acogemos los 
signos de los tiempos, que son señales de su presencia en medio de 
nosotros. Cuando hacemos nuestra el ansia de justicia y de 
liberación de los pueblos, cuando asumimos el movimiento pacifista, 
feminista, ecologista..., estamos acogiendo al Espíritu, 
exponiéndonos a El. 
Pero ¿qué supone este acoger al Espíritu en la actitud receptiva y 
orante, personal y comunitaria? ¿Cómo se manifiesta el Espíritu 
como fuerza en medio de nuestra debilidad? 
Tres estilos o talantes brotan de nuestra acogida del Espíritu: la 
fidelidad, la perseverancia y la esperanza escatológica. 
La fidelidad, por la cual somos cumplidores rectos de las 
promesas hechas en el pasado. Es la fidelidad al matrimonio o al 
sacerdocio, a la vida cristiana y al compromiso social, a la comunidad 
y a la comunión, a nuestra lucha por la justicia..., y ello en medio de 
las dificultades que hemos mencionado antes. Es permanecer fieles. 
El verbo permanecer (menein) tiene, sobre todo en Juan, un 
profundo sentido místico: es permanecer en el Señor, y él en 
nosotros; es permanecer en su amor, como los sarmientos en la vid 
(/Jn/15/04; /Jn/15/09). Ese Espíritu nos hace permanecer y no 
cambiar de rumbo en momentos difíciles, nos hace ser personas 
fieles a la tradición de nuestros padres, al credo bautismal que un 
día recitamos. Aunque vivamos en la noche oscura eclesial y aunque 
estemos en un «Parque Jurásico» ambiental. 
Estrechamente ligada a la fidelidad al pasado está la 
perseverancia en el presente (hypomenein), que es la paciencia 
histórica ante las dificultades pequeñas o grandes de la vida, el 
aguante, el encajar los golpes, el mantenerse firmes a pesar de las 
tempestades y persecuciones que nos envuelven. Sabemos que la 
paciencia tiene mala prensa y huele a alienación, pero hay 
momentos en la vida en que es preciso acudir a ella, cuando se han 
agotado todos los otros recursos. El Espíritu es el del Dios de la 
constancia (Rm 15,5). Es el Espíritu que da fortaleza a los mártires, 
desde los viejos mártires macabeos (2 Mac 7) hasta los modernos 
mártires de hoy, los de Centroamérica, Africa o la India, los de los 
campos de concentración nazis y los de los gobiernos soviéticos. 
EP-ESCATOLOGICA: La tercera actitud que el Espíritu nos 
comunica es la esperanza escatológica, esperanza en el futuro, en 
un futuro mejor, que no es un sueño ilusorio, porque ya ha 
comenzado con la resurrección de Jesús. La fuerza del futuro ilumina 
el presente. Esta esperanza es teologal, se basa en Dios y en la 
fidelidad a sus promesas, es la confianza de la más pequeña de las 
virtudes teologales (Péguy), es la esperanza de la pequeña Teresa 
de Lisieux en su noche oscura, cuando se le nubla el cielo y 
experimenta cómo la rodea el vacío. Es la esperanza final, la 
esperanza en la misericordia de Dios, que es más fuerte que el 
pecado y que es capaz de taladrar la muerte, por su poder amoroso 
y recreador, haciendo que la muerte no tenga la última palabra ni el 
verdugo sea el vencedor (Horkheimer). El suicidio queda superado y 
trascendido por una vida al servicio de los demás. 
Sabemos que hablar de fidelidad, de perseverancia y de 
esperanza en el mundo postmoderno y depresivo de hoy es una 
locura. O un desafío. Es reconocer la fuerza del Espiritu en medio de 
nuestra debilidad. 

Jesús, modelo de hombre guiado por el Espiritu
J/ES: Todo cuanto hemos dicho halla en Jesús su personificación 
más fuerte. Nacido por obra del Espiritu Santo de una Madre virgen 
que cree que para Dios nada es imposible (Lc 1,35.37), vivió toda su 
vida bajo la guía del Espiritu. La experiencia teofánica del bautismo, 
con la presencia peculiar del Espiritu, no es un simple género 
literario, sino la expresión de una profunda experiencia espiritual, su 
vocación profética, su unción espiritual, como los Padres de la Iglesia 
gustan resaltar. 
Desde entonces, toda su vida tiene una orientación clara hacia el 
Espiritu y por el Espiritu. Por el Espiritu predica, por el Espiritu lanza 
demonios, por el Espiritu hace milagros, por el Espiritu reúne 
discipulos, por el Espiritu evangeliza a los pobres (Lc 4,16-30), como 
lo había profetizado Isaías (Is 61,1-2). 
Este Espiritu le hace ser fiel al Padre y a la humanidad, con una 
entrega total, manifestada en el trabajo de los dias y la oración de las 
noches. Jesús es el hombre fiel al proyecto del Padre al Reino de 
Dios, que lo anuncia y hace presente entre nosotros. 
Pero este Espiritu es Espiritu de perseverancia en las dificultades, 
en las tentaciones, en las controversias contra los fariseos, en su 
pasión y en su tormento en la cruz. Su grito final al Padre es una 
llamada al Espíritu para que venga en su ayuda. Es un grito que 
personifica el clamor de toda la humanidad a lo largo de la historia. 
Jesús es el mártir paciente y de mucha misericordia que lleva hasta 
el final la tarea encomendada por el Padre. 
Con esto llegamos a la tercera actitud, la de esperanza. El grito de 
Jesús es grito de dolor, queja por el abandono y la soledad, pero es 
ante todo un grito de confianza en el Padre y en la fuerza vivificadora 
y creadora del Espiritu. Su proyecto se ha derrumbado, sus planes 
han fracasado, pero Él espera contra toda esperanza y sabe que el 
Padre. por la fuerza del Espíritu, llevará a término la obra 
comenzada. Y el Espiritu es quien resucita a Jesús de entre los 
muertos (Rm 8,11) y le da una nueva vida gloriosa. Este mismo 
Espíritu es el que nos dará a nosotros una vida gloriosa, acota Pablo 
(Rm 8,11). 
Pero esta relación entre Jesús y el Espíritu nos revela un misterio 
más profundo, trinitario: la misteriosa relación de amor entre el Padre 
y el Hijo en el Espiritu. Éste es el hontanar más hondo de nuestra fe 
en el Espiritu y la fuente mayor de nuestra confianza. Estamos ante 
el misterio del Dios comunidad de amor que no nos abandona jamás, 
que nos recrea y nos resucitará el último día. 
El Espíritu es el Espiritu de Jesús y nos moldea a su imagen, 
reproduce en nosotros los rasgos de Jesús. 

Los pobres nos enseñan
Formo parte de una comunidad de base de un barrio marginal, 
donde se reunen mayormente mujeres sencillas del pueblo, gente 
que vive en casitas muy pobres, que se gana la vida trabajando de 
empleada doméstica o haciendo empanadas, o todo lo más en algún 
trabajo de oficina. Entre los hombres hay algún albañil y algún 
carpintero sencillo. 
Esta comunidad, que con su esfuerzo ha levantado una capilla y 
un salón parroquial, cuando se reúune para escuchar la Palabra e 
iluminar con ella su vida, acaba siempre rezando. Y en su oración 
mayormente dan gracias a Dios por el día, por la salud y por el 
trabajo y porque no les ha faltado el pan del dia. No tienen cuentas 
en los bancos, no tienen reservas, no tienen prestigio ni amistades 
poderosas, viven al dia, sobreviven cada día. Son como la viuda de 
Sarepta, que tiene la alcuza de aceite y la harina para el día, y nada 
más. 
Y, sin embargo, son profundamente creyentes y alegres, saben 
festejar los cumpleaños y las fiestas religiosas. 
Yo me pregunto de dónde saca esta pobre gente ánimo y 
esperanza para seguir adelante y para levantarse cada día con 
ánimo para llevar el pan a casa por la noche. Y cada vez estoy más 
persuadido de que es la fuerza del Espiritu la que los anima y 
conserva con ilusión en la vida, siempre esperando un mañana 
mejor. Son como el viejo Simeón y la profetisa Ana, olvidados por 
todos, pero a quienes el Espíritu habla y les revela el misterio del 
Salvador. 
Y es que para acoger el Espíritu hay que ser pobre de corazón. 
Sólo así el Espíritu se convierte en fuerza en medio de nuestra 
debilidad.
·CODINA-Víctor. _SAL-TERRAE/98/01. Págs. 27-36