Papa 
Urbano IV 
EnciCato
Reinó en 1261-64 (Jacques Pantaléon), hijo de un zapatero francés, nacido en 
Troyes, probablemente en los últimos años del Siglo XII; muerto en Perugia el 12 
de Octubre de 1264. Llegó a ser canónigo de Laon y más tarde arcediano de Lieja, 
atrajo la atención de Inocencio IV en el Concilio de Lyon (1245) y en 1247 fue 
enviado en misión a Alemania. Allí su principal obra fue la restauración de la 
disciplina eclesiástica en Silesia y la reconciliación de los Caballeros 
Teutónicos con sus vasallos prusianos. Fue promovido a arcediano de Laon dos 
años después, y en 1251 fue enviado a Alemania del Norte con el encargo de 
obtener partidarios para la causa de Guillermo de Holanda, el candidato papal 
para el Imperio. Fue nombrado obispo de Verdun en 1253 y patriarca de Jerusalén 
en 1255, en un momento de gran dificultad y angustia para los cristianos de 
Tierra Santa. A la muerte de Alejandro IV (25 de Mayo de 1261), había vuelto a 
Occidente y estaba en Viterbo. Después de tres meses de cónclave, prolongados 
por las rencillas de los ocho cardenales que formaban el Sacro Colegio, el 
Patriarca de Jerusalén fue elegido el 29 de Agosto de 1261. Alejandro IV, el más 
débil y pacífico de los papas que se vieron envueltos en la lucha con la casa 
imperial de Alemania, había dejado dos pesadas tareas por llevara a cabo a su 
sucesor: la liberación de Sicilia de los Hohenstaufen y la restauración de la 
influencia que la Santa Sede había perdido en Italia por su indecisión. El 
Imperio Latino de Constantinopla terminó con la captura de la ciudad por los 
griegos una quincena antes de la elección de Urbano, y durante algún tiempo éste 
se propuso una cruzada para su restablecimiento; pero sintió que las tareas más 
próximas tenían un derecho prioritario sobre él. En 1268 Conradino, el último de 
los Hohenstaufen, murió en el patíbulo en Nápoles; fue la acción de Urbano IV de 
pedir ayuda a Carlos de Anjou contra Manfredo lo que produjo esto. "El hecho", 
dice Ranke, "de que Urbano contribuyera a esta combinación, lo coloca entre los 
papas importantes"
Su experiencia de los asuntos y su carácter personal le capacitaban para su 
tarea. Había tenido una excelente educación y era activo, capaz, con confianza 
en sí mismo, y siempre dispuesto para cualquier trabajo que se le presentara. Su 
vida estaba llena de actividad, aunque los negocios no habían desterrado a la 
piedad. "El Papa hace lo que quiere", informa un embajador de Siena, "no ha 
habido Papa desde Alejandro III tan enérgico en palabra y hechos...No hay 
obstáculos a su voluntad...lo hace todo por sí mismo sin pedir consejo" (Pflug-Harttung, 
"Iter Italicum", 675). Si su reinado hubiera sido más largo, habría sido una de 
las más notables figuras de la Historia del Papado. El gran antagonista de 
Urbano fue Manfredo, hijo de Federico II, y usurpador de la corona de Sicilia. 
El principal don de Manfredo era el tacto; como administrador se apoyaba en el 
altamente centralizado sistema de su padre, pero como guerrero le faltaba 
decisión y audacia. Tras la batalla de Montaperti, se convirtió en el héroe de 
media Italia, el centro del partido gibelino y de toda la oposición al Papado. 
Estaba ansioso de paz y de reconocimiento por el Papa, y Urbano supo mantenerle 
entretenido hasta que las demoradas negociaciones con Carlos de Anjou estuvieron 
casi completadas. Menos de un año después de su elección el Papa creó catorce 
nuevos cardenales. De estos, seis eran parientes o subordinados de los que le 
habían elegido, pero siete fueron franceses, incluyendo su propio sobrino y tres 
que habían sido consejeros de San Luis. Así Urbano se aseguró la mayoría en el 
Sacro Colegio, pero introdujo un partido francés que fue el factor principal en 
la política eclesiástica durante el resto del Siglo XIII y en el Siglo XIV se 
convirtió prácticamente en la totalidad del Colegio. Entre los nuevos cardenales 
había tres futuros Papas, Clemente IV, Martín IV, y Honorio IV, que iban a tener 
máxima participación en acabar y defender su obra. El primer paso de Urbano 
hacia la restauración de su poder en Italia fue poner en orden las finanzas y 
pagar las deudas de su predecesor. Cambió los banqueros de la Cámara Apostólica, 
empleando una casa de Siena cuyos servicios hicieron mucho para garantizar el 
éxito final de sus planes. La política italiana de Urbano IV da un retrato 
completo de su talla de estadista-- astuto y diplomático en ocasiones, pero con 
una marcada predilección por las medidas enérgicas. Suscitó disensiones entre 
ciudades gibelinas rivales y, mediante un hábil uso del entonces generalmente 
reconocido derecho de la Santa Sede de declarar nulas todas las obligaciones 
hacia las personas excomulgadas, supo arrojar confusión en sus asuntos 
comerciales (para algunos curiosos detalles ver Jordan, "Origines", 337 y s.). 
Estableció su dominio sobre sus partidarios y reclutó un nuevo partido güelfo 
ligado a él por el interés personal, que en su momento suministró apoyo 
monetario a Carlos de Anjou sin el cual habría fracasado su expedición. En los 
Estados Pontificios se nombraron nuevos funcionarios, se fortificaron 
importantes puntos, y el sistema defensivo de Inocencio III se restauró. En Roma 
Urbano obtuvo el reconocimiento de su soberanía, pero nunca se arriesgó a 
visitar la ciudad. En Lombardía su acción más importante fue reforzar la 
tradicional alianza entre la Santa Sede y la casa de Este. A mediados de 1262 
los resultados generales de la política italiana, fuera de Sicilia, de Urbano 
eran visibles en la casi completa restauración del orden en los Estados 
Pontificios, el debilitamiento de las alianzas de Manfredo en Lombardía, y la 
resurrección de los aniquilados güelfos en Toscana. 
Era necesario un conquistador extranjero para Sicilia para lograr la expulsión 
de Manfredo. pues después de la derrota de las fuerzas de Alejandro IV en Foggia 
(20 de Agosto de 1255) se perdió toda esperanza de una conquista directa por el 
Papado. En 1252 Inocencio IV había concedido la corona de Nápoles al inglés 
Enrique III para su segundo hijo, Edmundo; pero el rey tenía sus manos demasiado 
ocupadas en su país y era demasiado pródigo como para permitirse embarcar en la 
muy costosa aventura siciliana. Carlos de Anjou, aunque había rehusado la oferta 
de Inocencio IV, tenía el poder y las ambiciones necesarias para tal empresa. 
Los escrúpulos de San Luis respecto a los derechos de Conradino y Edmundo fueron 
vencidos y, aunque rehusó la corona para sí mismo y para sus hijos, finalmente 
permitió que se ofreciese a su hermano. En la mente del santo rey la expedición 
siciliana aparecía como preliminar de una gran cruzada: veía que Sicilia sería, 
en manos de un príncipe francés, un punto de partida ideal. Aun así Luis había 
estado deseoso de la paz entre el Papa y Manfredo, e incluso el Papa durante un 
tiempo pareció dispuesto a reconocerle como rey de Sicilia, pero las 
negociaciones finalmente fracasaron. Urbano se ocupó de probar que la culpa 
residía en su oponente, pues la opinión europea estaba interesada en un 
conflicto en el que grandes príncipes como Alfonso de Aragón y Balduino, el 
exiliado emperador latino de Constantinopla, habían intervenido en apoyo de la 
paz. Fue hacia Mayo de 1263 cuando San Luis se decidió, y poco después el 
embajador de Carlos de Anjou apareció en Roma. Las principales condiciones 
establecidas por Urbano fueron las siguientes: Sicilia nunca debería unirse al 
Imperio, su rey debía pagar un tributo anual, prestar juramento de fidelidad al 
Papa, y abstenerse de adquirir cualquier dominio considerable en el Norte de 
Italia; la sucesión también fue estrictamente regulada. El tratado de hecho "iba 
a ser el último eslabón en la larga cadena de actos que habían establecido la 
soberanía de la Santa Sede sobre Sicilia" (Jordan, 443) 
Las negociaciones se arrastraron lentamente en tanto el Papa no sintió aguda 
necesidad de la intervención francesa en Italia, pero en Mayo de 1264, la suerte 
de la Iglesia amenazaba con declinar rápidamente, frente a la creciente 
actividad y éxitos de los gibelinos. Urbano envió al cardenal francés Simon de 
Brion a Francia como su legado con poderes para ceder en ciertos puntos 
disputados; fue, sin embargo, a insistir en una garantía de que Carlos no 
retendría a perpetuidad el cargo de senador de Roma; los votos para proseguir la 
cruzada en Tierra Santa serían conmutados por la cruzada contra Manfredo y sus 
sarracenos, que iba ser predicada por toda Francia e Italia. La posición de 
Urbano se hacía día a día más peligrosa a despecho de la incomprensible 
inactividad de Manfredo. Temía un ataque simultáneo desde el norte y el sur, e 
incluso intentos de asesinarle a él y a Carlos de Anjou por agentes del supuesto 
aliado de Manfredo, el "viejo de la Montaña". En Agosto las últimas objeciones 
de San Luis fueron superadas, y se hicieron diversas concesiones a las demandas 
de Carlos. El legado celebró varios sínodos para obtener del clero francés los 
diezmos concedidos por el Papa para la expedición. En Italia la suerte 
continuaba favoreciendo a los gibelinos; un ejército güelfo fue derrotado en el 
Patrimonio, y Lucca se pasó al enemigo. Las intrigas de Siena amenazaban la 
seguridad de Urbano en Orvieto, y el 9 de Septiembre partió para Perugia, donde 
murió. "Así el hombre, cuya audaz iniciativa iba a influenciar tan grandemente 
los destinos de tres grandes países, para llevarlos a cerrar el más glorioso 
periodo de la Alemania medieval mediante la ruina de los Hohenstaufen, a 
introducir una nueva dinastía en Italia, y a dirigir la política francesa en un 
sentido hasta entonces desconocido, abandonó el escenario antes de haber visto 
las consecuencias de sus actos en la misma hora en que las negociaciones, 
comenzadas con su acceso y continuadas durante todo su reinado, habían llegado a 
su conclusión" (Jordan op. cit., 513)
Si el trato de Urbano a Manfredo parece cruel y sin escrúpulos, debe recordarse 
cuanto había sufrido la Iglesia en manos de los Hohenstaufen desde los días de 
Federico I. A los ojos del derecho feudal Manfredo era un usurpador sin 
derechos. Se había apoderado cruelmente de la corona de su sobrino Conradino, e 
incluso ese sobrino no podía heredar de un abuelo que había sido privado de su 
feudo por rebelión contra su soberano. En este periodo, además, el gobierno 
papal, debido en parte a su misma debilidad, apoyaba la libertad municipal, 
mientras que los Hohenstaufen habían sustituido en Sicilia la jerarquía 
eclesiástica por un despotismo burocrático apoyado por las armas de sus devotos 
sarracenos.
Dos otros puntos de la política de Urbano deben destacarse: sus tratos con el 
Imperio Bizantino y con Inglaterra. Los designios de Manfredo sobre los 
territorios de los Paleólogo, junto con el intento secreto del exiliado Balduino 
de reconciliar a Manfredo con San Luis, hizo del emperador griego, al menos 
políticamente, el aliado natural para un Papa temeroso de un aumento del poder 
del rey siciliano. Urbano buscó un entendimiento con Miguel paleólogo, y aquí 
también dio una duradera dirección a la política papal, poniéndola en el camino 
que condujo a la unión (aunque fuera inoperante) de Lyon de 1274. En Inglaterra 
los recaudadores de dinero de Urbano estuvieron excesivamente ocupados; como San 
Luis, apoyó a Enrique III frente a los barones. Absolvió al rey de su promesa de 
observar las Estipulaciones de Oxford, declaró que los juramentos prestados 
contra él eran ilegales, y condenó el levantamiento de los barones. Fue 
enterrado en la catedral de Perugia. La fiesta de Corpus Christi (vid.) fue 
instituida por Urbano IV.
RAYMUND WEBSTER
Transcrito por Carol Kerstner
Traducido por Francisco Vázquez