Quietismo
EnciCato
El quietismo (Lat. quies, quietus, inactivo, en reposo) en el sentido más
amplio, es la doctrina que afirma que la más alta perfección del hombre consiste
en una especie de autoaniquilación psíquica y la consiguiente absorción del alma
en la Divina Esencia, aun durante la vida presente. En el estado de "quietud",
la mente es completamente inactiva; ya no piensa ni desea por su propia cuenta,
sino que permanece pasiva mientras que Dios obra en ella. El quietismo es
entonces, en términos generales, una especie de misticismo (q. v.) falso o
exagerado que. bajo la apariencia de la más elevada espiritualidad, contiene
nociones erróneas que si son seguidas consistentemente resultarían fatales para
la moralidad. Esta corriente recibe su apoyo del panteísmo y de teorías
similares, y envuelve nociones peculiares en relación con la cooperación divina
en los actos humanos. En un sentido más estrecho, el quietismo designa el
elemento místico en la enseñanza de varias sectas que han brotado dentro de la
Iglesia, sólo para ser expulsadas como heréticas. En algunas de estas sectas, el
quietismo ha sido el error conspicuo, y en otras ha sido solamente un corolario
de doctrinas erróneas en cosas más fundamentales. Por último, el quietismo, en
la acepción más estricta del término, es la doctrina planteada y defendida en el
siglo XVII por Molinos (q.v.) y por Petrucci. A partir de su enseñanza se
desarrolló la forma menos radical conocida como semiquietismo, cuyos principales
proponentes fueron Fénelon (q.v.) y Madame Guyon (q.v.). Todas estas variedades
de quietismo insisten con mayor o menor énfasis en la pasividad interior como la
condición esencial para la perfección y todas han sido proscritas por la Iglesia
en términos muy explícitos
En sus rasgos esenciales, el quietismo es una característica de las religiones
de la India. Tanto el brahmanismo como el budismo panteístas apuntan a una
especie de autoaniquilación, un estado de indiferencia en el cual el alma
disfruta de imperturbable tranquilidad. Y el medio para lograr esto es el
reconocimiento de la identidad del individuo con Brahma, el dios-todo o, para el
budista, la extinción del deseo y la consecuente elevación al estado del
nirvana, de una manera incompleta en la vida presente, pero completamente
después de la muerte. Entre los griegos, la tendencia quietista está
representada en los estoicos. Éstos, junto con el panteísmo, que caracteriza su
teoría sobre el mundo, presentan en su apatheia un ideal que recuerda la
indiferencia perseguida por los místicos orientales. El hombre sabio es aquél
que se ha independizado y liberado de todo deseo. De acuerdo con algunos de los
estoicos, el sabio puede entregarse a la más baja clase de sensualidad en cuanto
afecte solamente al cuerpo, sin incurrir en la más mínima contaminación de su
alma. Los neoplatónicos (véase Neoplatonismo) sostenían que el Uno da origen al
Nous o Intelecto, noción que aplicaban tanto al alma universal como a las almas
individuales. Éstas, como consecuencia de su unión con la materia, han olvidado
su origen divino. Por consiguiente, el principio fundamental de la moralidad
consiste en el retorno del alma a su origen. El destino supremo del hombre y su
más elevada felicidad consiste en elevarse a la contemplación del Uno, no por el
pensamiento sino por el éxtasis (ekstasis).
No es difícil descubrir el origen de estas tendencias quietistas. Sin importar
con cuánta fuerza pueda la concepción panteísta del mundo parecer atractiva a la
persona de inclinaciones filosóficas, esta concepción no puede descartar los
datos obvios de la experiencia. Decir que el alma es parte del Ser divino o una
emanación de Dios realza, aparentemente, la dignidad del hombre; pero todavía
queda el hecho de que la pasión, el deseo y el mal moral hacen que la vida
humana sea lo que se quiera pero no divina. De aquí el anhelo de liberación y de
paz que puede ser alcanzado solamente por medio del sustraerse a la acción y a
la dependencia de las cosas externas y por una subsiguiente inmersión, más o
menos completa, en el Ser divino. Estas aberraciones del misticismo continuaron
aún después de que la predicación cristiana había revelado a la humanidad la
verdad en lo concerniente a Dios, al orden moral y al destino humano. El
gnosticismo (q.v.), especialmente la Escuela Antinómica, buscaba la salvación en
una especie de conocimiento intuitivo de lo divino, por el cual lo "espiritual"
quedaba emancipado de la obligación de acatar la ley moral. La misma tendencia
quietista aparece en las enseñanzas de los euquitas o mesalianos (q.v.), que
mantenían que la oración libera al cuerpo de la pasión y al alma de las malas
inclinaciones, de tal modo que los sacramentos y los actos penitenciales son
inútiles. Éstos fueron condenados en el Sínodo de Side en Panfilia (383) y en
Éfeso (431). Los bogomilos (q.v.) de fines de la Edad Media eran probablemente
sus descendientes lineales. El quietismo medieval está representado además en
las extravagancias de los hesicastas (véase Hesicasmo), de acuerdo con los
cuales el fin supremo de la vida en la tierra es la contemplación de la luz
increada, por cuyo medio el hombre se une íntimamente con Dios. Los medios para
alcanzar tal estado de contemplación son la oración, el completo reposo del
cuerpo y de la voluntad y un proceso de autosugestión. Entre los errores de las
beguinas (q.v.) y los begardos condenados por el Concilio de Viena (1311-12)
están las proposiciones: que el hombre en la vida presente puede alcanzar tal
grado de perfección que puede llegar a ser completamente impecable; que los
"perfectos" no tienen necesidad de ayunar o de orar, sino que pueden libremente
concederle al cuerpo todo lo que le apetezca; que no están sujetos a ninguna
autoridad humana ni están ligados a los preceptos de la Iglesia (véase Denzinger-Bannwart,
471 sqq.). Exageraciones similares de parte de los fraticelos (q.v) condujeron a
su condenación por el Papa Juan XXII en 1317 (Denzinger-Bannwart, 484 sqq.). El
mismo Papa proscribió en 1329, entre los errores de Meister Eckhart (q.v.) las
afirmaciones de que (prop. 10) nosotros somos totalmente transformados en Dios
de la misma manera que en el Sacramento el pan es transformado en el Cuerpo de
Cristo; que (14) puesto que es la voluntad de Dios el que yo haya pecado, yo no
deseo no haber pecado; que (18) nosotros deberíamos presentar el fruto, no de
las acciones externas, que no nos hacen buenos, sino de las acciones internas
que son obradas por el Padre mientras mora dentro de nosotros (Denzinger-Bannwart,
501, sqq.). En completo acuerdo con sus principios panteístas, los Hermanos y
Hermanas del Espíritu Libre (Siglos XIII al XV) sostenían que aquellos que han
llegado a la perfección, es decir, a la completa absorción en Dios, no tienen
necesidad de cultos exteriores, ni de sacramentos ni de oración; que no deben
obediencia a ninguna ley, puesto que su voluntad es idéntica a la voluntad de
Dios, y que pueden dar rienda suelta a sus deseos carnales sin contaminar el
alma. Ésta es también sustancialmente la enseñanza de los "alumbrados", una
secta que perturbó a España durante los siglos XVI y XVII.
El español Miguel de Molinos fue quien desarrolló el quietismo en el sentido
estricto de la palabra. De sus escritos, especialmente de su Dux Spiritualis
(Roma, 1675) fueron seleccionadas 68 proposiciones y condenadas por Inocencio XI
en 1687 (Denzinger-Bannwart, 1221, sqq.). El principio fundamental del sistema
está contenido en la primera proposición: el hombre tiene que aniquilar sus
potencias, y ésta es la vía interna; de hecho, el deseo de realizar algo
activamente ofende a Dios y por consiguiente, uno debe abandonarse enteramente a
Él y después de eso permanecer como un cuerpo inanimado (prop. 2). Por la
inacción el alma se aniquila a sí misma y regresa a su origen, la esencia de
Dios, en la cual es transformada y divinizada y entonces Dios mora en ella (5).
En esta vía interior, el alma no tiene que pensar ni en premios ni en castigos,
ni en el cielo ni en el infierno, ni en la muerte ni en la eternidad; no debe
preocuparse sobre su propio estado, sus defectos o su progreso en la virtud;
puesto que ha entregado su voluntad a Dios, ella tiene que dejar que Él obre su
voluntad sin que intervenga ninguna actividad del alma misma (7-13). El que de
esta manera se ha sometido enteramente a Dios, no debe pedirle nada ni darle
gracias; debe desestimar las tentaciones y no ofrecer resistencia activa; "y si
la naturaleza se agita, uno tiene que permitir esa agitación porque esa es la
naturaleza" (14-17). En la oración, uno no debe usar imágenes ni pensamiento
discursivo, sino que tiene que permanecer en una "fe oscura" y en quietud,
olvidando todo pensamiento claro sobre los atributos divinos, permaneciendo en
la presencia de Dios para adorarle, amarle y servirle, pero sin producir ninguna
acción, porque en éstas no se complace la voluntad de Dios.
Los pensamientos que surgen durante la oración, de cualquier clase que sean, aun
cuando sean impuros o contra la fe, si no son alimentados voluntariamente ni
expulsados voluntariamente y más bien soportados con indiferencia o resignación,
no obstaculizan la oración fiel sino que más bien realzan su perfección. Quien
desea devoción sensible no está buscando a Dios sino a sí mismo; de hecho,
cualquier efecto sensible experimentado en la vida espiritual es abominable,
inmundo e impuro (18-20).
No se requiere ninguna preparación antes de la Comunión ni tampoco acción de
gracias después de ella, excepto la condición de que el alma permanezca en su
estado usual de renunciación pasiva; y el alma no se debe esforzar en excitar en
sí misma sentimientos de devoción. Las almas interiores se entregan en silencio
a Dios; y mientras más completa sea esa entrega más se dan cuenta de que son
incapaces de recitar aun el Pater Noster. Ellas no deberían exteriorizar actos
de amor a la Santísima Virgen ni a los santos ni a la Humanidad de Cristo
porque, puesto que todos estos son objetos sensibles, el amor a ellos es también
sensible. Las obras exteriores no son necesarias para la santificación, y las
obras penitenciales como, por ejemplo, la mortificación voluntaria, deberían
arrojarse lejos como una carga pesada e inútil (32-40). Dios permite al demonio
usar "violencia" con ciertas almas perfectas aún hasta el punto de hacerles
realizar acciones carnales, ya sea solitariamente o con otras personas. Cuando
estas arremetidas ocurren, uno debe refrenarse de cualquier esfuerzo y dejar que
el demonio obre a su antojo. Los escrúpulos y las dudas deben dejarse a un lado.
En particular, estas cosas no deben ser mencionadas en la confesión, porque al
no confesarlas, el alma se sobrepone al demonio, adquiere un "tesoro de paz" y
alcanza una unión más estrecha con Dios (41-52). La "vía interior" no tiene nada
que ver con confesiones, confesores, casos de conciencia, teología ni filosofía.
De hecho, a las almas que están avanzadas en la perfección, Dios a veces les
hace imposible acercarse a la confesión, y les suministra tanta gracia como la
que habrían recibido en el Sacramento de la Penitencia. La vía interior conduce
a un estado en el cual la pasión se extingue, el pecado no existe más, los
sentidos se adormecen y el alma, deseando solamente lo que Dios desea, disfruta
de una paz imperturbable: ésta es la muerte mística. Los que prosiguen en esta
senda deben obedecer a sus superiores exteriormente; aun el voto de obediencia
tomado por los religiosos se extiende sólo a las acciones exteriores; solamente
Dios y el director espiritual penetran al interior del alma. Decir que el alma
en su vida interior debe ser gobernada por el obispo es una doctrina nueva y muy
ridícula, porque sobre las cosas secretas la Iglesia no formula juicios (55-68).
A la luz de este resumen, puede fácilmente verse por qué la Iglesia condenó el
quietismo. A pesar de todo, estas doctrinas habían encontrado adherentes en los
rangos más elevados del clero, tales como el oratoriano Pietro Matteo Petrucci
(1636-1701), quien fue consagrado obispo de Jesi (1681), y elevado al
cardenalato (1686). Sus escritos sobre el misticismo y la vida espiritual fueron
criticados por el jesuíta Paolo Segneri, de lo cual se siguió una controversia
que dió como resultado el examen de todo el asunto por la Inquisición y la
proscripción de cincuenta y cuatro proposiciones entresacadas de ocho de los
escritos de Petrucci (1688). Éste se sometió inmediatamente, renunció a su sede
episcopal en 1696, y fue designado Visitador Apostólico por el Papa Inocencio
XII. Otros líderes del movimiento quietista fueron: José Beccarelli, de Milán,
quien se retractó ante la Inquisición en Venecia en 1710; Francois Malaval, un
lego ciego de Marsella (1627-1719); y especialmente el barnabita Francois
Lacombe, director espiritual de Madame Guyon, cuyos puntos de vista fueron
adoptados por Fénelon.
La doctrina contenida en la Explication des Maximes des Saints, de Fénelon, fue
sugerida por las enseñanzas de Molinos, pero era menos extrema en sus principios
y menos peligrosa en sus aplicaciones y es designada usualmente como
semiquietismo. La controversia entre Bossuet y Fénelon se ha discutido en otro
lugar (véase Fénelon). Este último sometió su libro a la Santa Sede para su
examen, con el resultado de que veintitrés proposiciones extractadas de él
fueron condenadas por el Papa Inocencio XII en 1699 (Denzinger-Bannwart, 1327
sqq.). De acuerdo con Fénelon, existe un estado habitual del amor de Dios que es
totalmente puro y desinteresado, sin temor al castigo ni deseo del premio. En
este estado, el alma ama a Dios por Sí mismo --no para ganar mérito, ni
perfección ni felicidad al amarlo; esta es la vida contemplativa o unitiva (propos.
1, 2). En el estado de santa indiferencia, el alma no tiene ya ningún deseo
voluntario deliberado por su propia cuenta excepto en aquellas ocasiones en las
cuales deja de cooperar fielmente con toda la gracia que le ha sido otorgada. En
este estado no buscamos nada para nosotros mismos; todo es por Dios; deseamos la
salvación, no como nuestra liberación o como premio o como fin último, sino
simplemente como algo que Dios tiene a bien desear y que Él quisiera que
nosotros deseáramos para complacerle (4-6).
El abandono del yo que Cristo requiere de nosotros en el Evangelio es
simplemente la renuncia a nuestros propios intereses, y las pruebas extremas que
demanda el ejercicio de esta renunciación son tentaciones por medio de las
cuales Dios purificaría nuestro amor, sin garantizarnos ninguna esperanza aun en
lo relacionado con nuestra felicidad eterna. En estas pruebas, el alma, por una
convicción refleja que no penetra hasta sus profundidades más íntimas, puede
tener la invencible persuasión de que es justamente reprobada por Dios. En esta
involuntaria desesperación, ella consuma el sacrificio absoluto de su propio
interés en lo que concierne a la eternidad y pierde toda esperanza interesada;
pero en sus actos más elevados e íntimos nunca pierde la perfecta esperanza que
es el deseo desinteresado de alcanzar las promesas divinas (7-12). En tanto que
la meditación consiste en actos discursivos, existe, por otra parte, un estado
de contemplación tan sublime y perfecto que se hace habitual, es decir, que
siempre que el alma ora, su oración es contemplativa y no discursiva, y no
necesita retornar a la meditación metódica (15-16). En el estado pasivo el alma
ejercita todas las virtudes sin tener consciencia de que son virtudes; su único
pensamiento consiste en hacer la voluntad de Dios; desea aun amor, no según su
propia perfección y felicidad, sino simplemente en cuanto a que amor es lo que
Dios pide de nosotros (18-19). En la confesión, el alma transformada debería
detestar sus pecados y buscar el perdón, no para su propia purificación y
liberación, sino como algo que Dios desea y que Él quisiera que nosotros
deseáramos para Su gloria (20). Aunque esta doctrina de amor puro es la
perfección evangélica reconocida en todo el curso de la tradición, los antiguos
directores de almas exhortaban a la multitud de los justos solamente a realizar
prácticas de amor interesado proporcionado a las gracias que les habían sido
conferidas. El amor puro por sí solo constituye la totalidad de la vida interior
y es el principio y motivo único de todas las acciones deliberadas y meritorias
(22-23).
Mientras que estas condenas mostraban la actitud determinada de la Iglesia
contra el quietismo, tanto en su forma extrema como en su forma moderada, el
protestantismo contenía ciertos elementos que el quietista podría haber adoptado
consistentemente. La doctrina de la justificación por la sola fe, es decir, sin
buenas obras, encajaba muy bien con la pasividad quietista. En la "Iglesia
visible", tal como la proponían los reformadores, el quietista habría encontrado
donde guarecerse del control de la autoridad eclesiástica en un refugio con el
cual podía congeniar. Y la pretensión de hacer de la vida religiosa un negocio
del alma individual en sus relaciones directas con Dios no era menos protestante
que quietista. En particular, el rechazo parcial o total del sistema
sacramental, conduciría al protestante devoto hacia una actitud quietista. De
hecho, se encuentran trazas de quietismo en los primeros desarrollos del
metodismo y del cuaquerismo (la "luz interior"). Pero en sus desarrollos
posteriores, el protestantismo ha llegado a hacer énfasis en la vida activa más
bien que en la vida inerte y contemplativa. En tanto que Lutero sostenía que la
fe sin obras es suficiente para la salvación, sus sucesores hoy día le asignan
poca importancia a las creencias dogmáticas, pero insisten mucho en "la religión
como modo de vivir", es decir, como acción. La enseñanza católica evita tales
extremos. Por cierto que el alma, asistida por la gracia divina, puede alcanzar
un elevado grado de contemplación, de desasimiento de las cosas creadas y de
unión espiritual con Dios. Pero tal perfección, lejos de conducir a la pasividad
y subjetivismo quietistas, implica en cambio un empeño más diligente en trabajar
por la gloria de Dios, una obediencia más cabal a la autoridad legítima y, sobre
todo, un más completo sojuzgamiento de los impulsos y tendencias sensuales.
E. A. PACE
Transcrito por Paul T. Crowley
Traducido por Jorge Lopera Palacios
Dedicado a Nuestra Señora de Fátima y al P. Clarence F. Galli