Pecado Original
EnciCato
I. Significado
II. Principales Adversarios
III. El Pecado Original en las Escrituras
IV. El Pecado Original en la Tradición
V. El Pecado Original frente a las objeciones de la razón humana
VI. Naturaleza del Pecado Original
VII. Grado de voluntariedad
I. SIGNIFICADO
Pecado original puede significar: (1) el pecado cometido por Adán; (2) la
consecuencia de ese primer pecado, la mancha hereditaria con la que todos
nacemos a causa de nuestro origen o descendencia de Adán. Desde los primeros
tiempos ha sido más común el segundo significado, como se puede ver en la frase
de San Agustín: "el pecado deliberado del primer hombre es la causa del pecado
original" (De nupt. et concup., II, xxvi, 43). Aquí hablamos de la mancha
hereditaria. En referencia al pecado de Adán, no nos toca examinar las
circunstancias en las que se cometió, como tampoco nos toca hacer una exégesis
del tercer capítulo del Génesis.
II. PRINCIPALES ADVERSARIOS
Teodoro de Mopsuestia inició esta controversia al negar que el pecado de Adán
fuera el origen de la muerte. (Vea "Excerpta Theodori" de Marius Mercator; cf.
Smith, "A Dictionary of Christian Biography", IV, 942). Un amigo de Pelagio,
Celestius, siguiendo a Teodoro, fue el primero en sostener esas proposiciones en
Occidente: "Pasara lo que pasara, Adán debía morir, sin importar si pecara o no.
Su pecado lo afectó a él solo y no a la raza humana" (Mercator, "Liber
Subnotationem", prefacio). Esta, que fue la primera posición sostenida por los
pelagianos, fue también la primera condenada en Cartago (Denzinger, "Enchiridion",
No. 101- No. 65 en el antiguo). Para rebatir ese error fundamental los católicos
citaron en forma especial a Romanos 5, 12, donde se muestra a Adán transmitiendo
la muerte con su pecado. Luego de un tiempo los pelagianos admitieron la parte
referente a la transmisión de la muerte- que se entiende fácilmente al ver que
los padres transmiten a sus hijos enfermedades hereditarias- pero continuaron
atacando violentamente la transmisión del pecado (San Agustín, "Contra duas
epist. Pelag.", IV, iv, 6). Ellos entendían las palabras de San Pablo sobre la
transmisión del pecado como si se tratara de la transmisión de a muerte. Ello
constituyó su segunda posición, condenada por el Concilio de Orange [Denz., n.
175 (145)], y después otra vez en el primer Concilio de Trento [Sess. V, can.
II; Denz., n. 789 (671)]. Interpretar la palabra pecado como si significara
muerte era evidentemente una falsificación del texto, de modo que los pelagianos
pronto la abandonaron y admitieron que Adán había causado el pecado en nosotros.
Sin embargo, ellos no entendieron como pecado la mancha heredada por nacimiento,
sino el pecado que los adultos cometen a imitación de Adán. Ello fue su tercera
posición, a la que se opone la definición de Trento que el pecado original se
transmite a todos por generación (propagatione), no por imitación [Denz., n. 790
(672)]. Más aún, en los siguientes cánones se citan las palabras del Concilio de
Cartago, en el que se trata de un pecado contraído por generación y borrado por
generación [Denz., n. 102 (66)]. Los líderes de la Reforma admitían el dogma del
pecado original, pero el día de hoy hay muchos protestantes influidos por la
doctrina Sociniana (correspondiente a un grupo religioso racionalista del siglo
XVI que seguía el pensamiento del teólogo italiano Fausto Socinus, y que
enseñaba que sólo se pueden aceptar aquellas doctrinas y partes de la Escritura
que no contradigan la razón humana. N.T.) cuyas teorías constituyen un
renacimiento del pelagianismo.
III. EL PECADO ORIGINAL EN LAS ESCRITURAS
El texto clásico es Rom. 5, 12 y siguientes. En la parte precedente el Apóstol
habla de la justificación a través de Jesucristo, y para dar realce al hecho de
que Él es el único salvador, establece un contraste entre la cabeza divina de la
humanidad con la cabeza humana que causó su ruina. La cuestión del pecado
original, por tanto, aparece como algo incidental. San Pablo supone que los
fieles ya se han formado una idea de él a través de sus explicaciones orales y
sólo lo menciona para hacerles entender el trabajo de la redención. Esto explica
la brevedad de su desarrollo y la obscuridad de algunos versículos. Las tres
posiciones de los pelagianos quedan refutadas en el texto, como vamos a mostrar:
1. El pecado de Adán ha lesionado la raza humana por lo menos en el sentido de
que ha introducido la muerte- "Así que como por un hombre entró el pecado en el
mundo, y por el pecado la muerte, así la muerte llegó a todo hombre". Se habla
ahí de la muerte física. Ante todo, se debe presumir el sentido literal de la
palabra mientras no haya una razón en contrario. Segundo, se alude en el texto a
un pasaje del libro de la Sabiduría en el que, como se deduce del contexto, se
trata de la muerte física. Sab. 2,24: "Por la envidia del diablo entró la muerte
al mundo". Cf. Gn. 2,17; 3, 19, y otro pasaje paralelo del mismo San Pablo, I
Cor. 15, 21: "Por un hombre llegó la muerte y por un hombre llegó la
resurrección de los muertos". Aquí sólo se puede tratar de la muerte física,
opuesta a la resurrección corporal, sujeto de todo el capítulo.
2. Por su falta, Adán nos transmitió no sólo la muerte sino el pecado- "porque
así como por la desobediencia de uno muchos [i.e. todos los] hombres fueron
hechos pecadores" (Rom. 5,19). ¿Cómo pueden entonces los pelagianos, y más tarde
Zwinglio, decir que San Pablo se refiere únicamente a la transmisión de la
muerte física? Si, como dicen ellos, debemos leer muerte donde el Apóstol
escribió pecado, deberíamos también leer que la desobediencia de Adán nos ha
hecho mortales donde el Apóstol escribe que nos ha hecho pecadores. Pero la
palabra pecador nunca ha significado mortal. También en el versículo 21,
correspondiente al 19, vemos que a través de un solo hombre dos cosas les han
acontecido a todos los hombres: el pecado y la muerte. Una es consecuencia de la
otra y, por tanto, no son idénticas entre si.
3. Como Adán transmite la muerte a sus descendientes, al engendrarlos mortales,
también por generación les transmite el pecado. El Apóstol presenta ambos
efectos como producidos simultáneamente y por la misma causa. La explicación de
los pelagianos difiere de la de San Pablo. Según ellos, el niño, que recibe la
mortalidad al nacer, no recibe el pecado de Adán sino posteriormente, cuando
conoce el pecado del primer hombre y se inclina a imitarlo. La causalidad de
Adán ante la mortalidad sería completamente distinta de la que tiene ante el
pecado. Más aún, esta supuesta influencia del mal ejemplo de Adán es casi
quimérica. Los mismos fieles, cuando pecan, no pecan a consecuencia del mal
ejemplo de Adán; a fortiori los no creyentes, totalmente ignorantes de la
historia del primer hombre. Y sin embargo todos los hombres, bajo la influencia
de Adán, somos pecadores y condenados (Rom. 5, 18-19). La influencia de Adán no
puede ser, por tanto, la del ejemplo que imitamos en él (San Agustín, "Contra
Julian", VI, xxiv, 75)
En este sentido, varios protestantes recientes han modificado la explicación
pelagiana del siguiente modo: "Sin ser conscientes de ello los hombres imitan a
Adán en cuanto merecen la muerte como castigo por sus propios pecados tal como
Adán la mereció como castigo del suyo". Esto se separa más y más del texto de
San Pablo. Adán sería simplemente el término de una comparación. No tendría ni
influencia ni causalidad en referencia al pecado o la muerte. El Apóstol, es
más, no afirma que todos los hombres, imitando a Adán, son mortales a causa de
los pecados que hayan cometido. Los niños que mueren antes de llegar al uso de
razón no han cometido ningún pecado. Pero San Pablo afirma lo contrario en el
versículo catorce: "Pero reinó la muerte". No sólo sobre quien imita a Adán,
sino "aún sobre aquellos que no han pecado siguiendo la transgresión de Adán".
El pecado de Adán, por tanto, es la única causa de la muerte de toda la raza
humana. No sólo eso, sino que no podemos distinguir ninguna conexión natural
entre el pecado y la muerte. Para que un determinado pecado merezca la muerte
hace falta una ley positiva. Pero, excepto la ley dada a Adán (Gen 2,17), antes
de la ley de Moisés no había ley positiva de Dios que determinara la muerte como
castigo. Fue únicamente la desobediencia del hombre lo que pudo haber merecido y
traído la muerte al mundo (Rom. 5, 13-14). Estos escritores protestantes ponen
el acento en las últimas palabras del versículo doce. Sabemos que algunos de los
Padres Latinos entendían las palabras "en el que todos hemos pecado" como
significando que todos hemos pecado en Adán. Esta interpretación sería prueba
ulterior de la tesis del pecado original, pero no es necesaria. La exégesis
modera, al igual que los Padres Griegos, prefieren traducir "y así la muerte
pasó a todos los hombres porque todos hemos pecado". Nosotros aceptamos esta
segunda traducción que nos muestra la muerte como efecto del pecado. Pero ¿de
qué pecado?. Nuestros adversarios responden: "Los pecados personales de cada
uno. Ese es el sentido natural de las palabras ‘todos han pecado’". Sería el
significado natural si el contexto no fuera totalmente opuesto a él. Las
palabras "todos han pecado" del versículo doce, obscuras a causa de su brevedad,
se desarrollan más en el verso diecinueve: "porque por la desobediencia de un
hombre muchos han sido hecho pecadores". No se trata aquí de pecados personales,
diferentes entre si en número y especie, cometidos por las personas durante su
vida, sino del primer pecado que fue suficiente para transmitir a todos los
seres humanos tanto el pecado como el título de pecadores. De modo semejante,
las palabras del verso doce, "todos han pecado", debe significar: "todos han
participado en el pecado de Adán", "todos han contraído su mancha". Esta
interpretación también elimina la aparente contradicción entre el verso doce,
"todos han pecado", y el catorce, "quienes no han pecado", ya que en el primero
se trata del pecado original, y del pecado personal en el último. Quienes dicen
que en ambos casos se trata del pecado personal no pueden reconciliar estos dos
versículos.
IV. EL PECADO ORIGINAL EN LA TRADICIÓN
A causa de una semejanza superficial entre la doctrina del pecado original y la
teoría maniquea de la maldad innata de nuestra naturaleza, los pelagianos
acusaron a los católicos y a San Agustín de ser maniqueos. Respecto a la
acusación y a su respuesta véase "Contra duas epist. Pelag.", I, II, 4; V, 10;
III, IX, 25; IV, III. Esta acusación ha sido reiterada en nuestros días por
varios críticos e historiadores del dogma, influenciados por el hecho de que,
antes de su conversión, San Agustín era maniqueo. No identifican el maniqueísmo
con la doctrina del pecado original, pero sí dicen que San Agustín, a causa de
los restos de sus anteriores prejuicios maniqueístas, creó la doctrina del
pecado original, desconocida antes de su época. Es falso que la doctrina del
pecado original no aparezca en las obras de los Padres preagustinianos. Al
contrario, ellos dieron testimonio de ello en trabajos especiales al respecto.
Tampoco se puede decir, como afirma Harnack, que el mismo San Agustín reconoce
la ausencia de esta doctrina en los escritos de los Padres. San Agustín invoca
el testimonio de once Padres, tanto griegos como latinos (Contra Jul., II, x,
33). Igualmente infundada es la aseveración que afirma que hasta San Agustín esa
doctrina era desconocida para judíos y cristianos. Como ya se demostró, fue
enseñada por San Pablo. Se encuentra en el cuarto libro de Esdras, escrito por
un judío un siglo después de Cristo y ampliamente leído por los cristianos. Esta
obra presenta a Adán como el autor de la caída de la raza humana (VII, 48), como
quien transmitió a toda su posteridad la enfermedad permanente, la malignidad,
la mala semilla del pecado (III, 21-22; IV, 30). Los mismos protestantes admiten
la doctrina del pecado original en este libro y otros del mismo período (véase
Sanday, "The International Critical Commentary: Romas", 134, 137; Hastings, "A
Dictionary of the Bible", I, 841). Es imposible, por tanto, hacer de San
Agustín, quien pertenece a una fecha muy posterior, el inventor del pecado
original.
La práctica de la Iglesia de bautizar a los niños es muestra de que esta
doctrina existía desde antes de la época de San Agustín. Los pelagianos
sostenían que el bautismo se les daba a los niños no para perdonarles sus
pecados sino para hacerlos mejores, darles vida sobrenatural, hacerlos hijos
adoptivos de Dios y herederos del reino de los cielos (véase San Agustín "De
peccat. meritis", I, xvii). Los católicos respondían citando el credo de Nicea,
"Confiteor unum baptisma in remissionem peccatorum". Y reprochaban a los
pelagianos el que inventaran dos bautismos, uno para perdonar el pecado, otro,
sin propósito alguno, para los niños. También argumentaron los católicos a
partir del ceremonial del bautismo, que supone que el niño está bajo el poder
del mal. De ahí los exorcismos, el rechazo a Satanás que hace el padrino del
niño en nombre de este último [Aug., loc. Cit., XXXIV, 63; Denz., n. 140 (96)].
V. EL PECADO ORIGINAL FRENTE A LAS OBJECIONES DE LA RAZÓN
No pretendemos probar la existencia del pecado original solamente con argumentos
de razón. Santo Tomás utiliza un argumento filosófico que prueba la existencia
de cierto tipo de decadencia más que la del pecado, y la considera solamente
como probable, satis posibiliter probari potest (Contra gent., IV, lii). Muchos
protestantes y jansenistas, y hasta algunos católicos, sostienen que la doctrina
del pecado original es necesaria en la filosofía si es que se quiere probar la
existencia del mal. Esto es una exageración imposible de probar. Basta mostrar
que la razón humana no tiene ninguna objeción seria en contra de esta doctrina
fundada en la revelación. Las objeciones de los racionalistas generalmente
tienen su origen en un concepto falso de nuestro dogma. Lo que atacan es o la
transmisión del pecado o la idea de una falta cometida por el primer hombre en
contra de su misma raza, la decadencia de la raza humana. Aquí responderemos
exclusivamente la segunda clase de objeciones. Las otras serán consideradas más
abajo bajo otro capítulo (VII).
(1) La ley del progreso se opone a la hipótesis de la decadencia. Esto sería
válido si el progreso fuera algo necesariamente continuo, pero la historia nos
muestra lo contrario. La línea que representa el progreso tiene sus altas y
bajas, períodos de decadencia y retroceso, como lo fue el período- nos dice la
revelación- que siguió al primer pecado. La humanidad, sin embargo, comenzó a
levantarse de nuevo poco a poco, ya que el pecado original no destruyó ni la
inteligencia ni la voluntad libre; la posibilidad de progreso material
permaneció intacta. Y Dios, por otra parte, nunca abandonó al hombre, a quien
había prometido la redención. La teoría de la decadencia no tiene conexión
alguna con nuestra revelación. Todo lo contrario. La Biblia nos muestra incluso
cierto progreso espiritual en el pueblo del que nos habla: la vocación de
Abraham, la ley de Moisés, la misión de los profetas, la llegada del Mesías, una
revelación que es cada vez más clara y que termina con el Evangelio, su difusión
entre todos los pueblos, sus frutos de santidad y el progreso de la Iglesia.
(2) Otra objeción dice que es injusto que a causa del pecado de un hombre se
haya originado la decadencia de toda la humanidad. Esto tendría peso si tomamos
la decadencia en el mismo sentido en que Lutero la tomó, i.e., una razón humana
incapaz de entender incluso las verdades morales, el libre albedrío destruido,
la substancia misma del hombre transformada en algo malo. Pero de acuerdo a la
teología católica, el hombre no ha perdido sus facultades naturales. Por su
pecado, Adán únicamente fue privado de los dones divinos a los que su naturaleza
no tenía derecho en sentido estricto: el dominio total de sus pasiones, la
exención de la muerte, la gracia santificante y la visión de Dios en la vida
futura. El Creador, cuyos dones no son debidos a la humanidad, tenía perfecto
derecho de otorgarlos en las condiciones en que quisiera y hacer depender su
conservación de la fidelidad del jefe de la familia. Un príncipe puede conferir
honores hereditarios bajo la condición de que quien los recibe se mantenga fiel
y de que, en caso de rebelarse, se le despojará de tal dignidad, y en
consecuencia, también a sus descendientes. No es, sin embargo, comprensible, que
se ordene la mutilación de las manos y pies de los descendientes inmediatamente
después de su nacimiento a causa de una falta cometida por el padre. Esta
comparación representa la doctrina de Lutero y que no podemos defender. En el
caso de los niños que mueren teniendo en sus almas exclusivamente el pecado
original, fuera de la privación de la vista de Dios, la doctrina de la Iglesia
no reconoce para ellos castigos sensibles en la vida futura [Denz. N. 1526
(1389)] (Se ha suscitado en años recientes un intenso debate teológico sobre la
verdadera situación de los niños que mueren sin bautismo antes de la edad de ser
responsables de sus actos- y por tanto, únicamente bajo el pecado original- pero
hasta el momento presente el Magisterio de la Iglesia no ha hecho una
declaración definitoria al respecto.N.T.)
VI. NATURALEZA DEL PECADO ORIGINAL
Este es un punto difícil y se han inventado muchos sistemas para explicarlo.
Bastará dar la explicación teológica más común ahora. El pecado original es la
privación de la gracia santificante como consecuencia del pecado de Adán. Esta
solución, que es la de Santo Tomás, se remonta a San Anselmo e incluso a las
tradiciones de la Iglesia primitiva, como se desprende de las declaraciones del
Segundo Concilio de Orange (529 D.C.): un hombre ha transmitido a toda la
humanidad no sólo la muerte corporal, castigo del pecado, sino el pecado mismo,
que es la muerte del alma [Denz. N. 175 (145)]. Así como la muerte es la
privación del principio de la vida, la muerte del alma es la privación de la
gracia santificante que, según todos los teólogos, es el principio de la vida
sobrenatural. De ese modo si el pecado original es "la muerte del alma", también
es la privación de la gracia santificante.
El Concilio de Trento, aunque no impuso esta solución obligatoriamente con una
definición, sí la vio favorablemente y autorizó su uso (cf. Pallavicini,
"Historia del Concilio di Trento", VII-IX). Se describe el pecado original no
solamente como la muerte del alma (Ses. V., can. II), sino también como
"privación de la justicia, contraida por cada niño al momento de su concepción"
(Ses. VI., cap. III). Claro que el Concilio llama "justicia" a lo que nosotros
llamamos gracia santificante (Ses. VI), y así como cada niño debería tener su
propia justicia personal, así ahora, luego de la caída, sufre su propia
privación de justicia. Podemos añadir otro argumento, basado en el principio ya
citado de San Agustín, "el pecado deliberado del primer hombre es la causa del
pecado original". Este principio es desarrollado posteriormente por San Anselmo:
"el pecado de Adán fue una cosa pero el pecado de los niños al nacer es algo
distinto; el primero fue la causa, el segundo es el efecto" (De conceptu
virginali, XXVI). El pecado original en un niño es distinto de la falta de Adán;
es uno de sus efectos. Pero ¿cuál de todos los efectos es? Debemos examinar
varios efectos del pecado de Adán y rechazar aquellos que no pueden ser el
pecado original.
1. Muerte y sufrimiento- Estos son puramente males físicos y no pueden ser
llamados pecado. San Pablo, y luego de él los concilios, ven la muerte y el
pecado original como dos cosas distintas transmitidas por Adán.
2. Concupiscencia- Esta rebelión del apetito inferior, transmitida de Adán a
nosotros, es una ocasión de pecado y en ese sentido se acerca al mal moral. Sin
embargo, la ocasión de pecado no es necesariamente un pecado y aunque el pecado
original queda borrado por el bautismo, la concupiscencia permanece en la
persona bautizada. Por ello el pecado original y la concupiscencia no pueden ser
la misma cosa, como sostuvieron los primeros protestantes. (véase Concilio de
Trento, Ses. V., can. V).
3. La ausencia de la gracia santificante en los niños recién nacidos es también
efecto del primer pecado, ya que Adán, habiendo recibido de Dios la santidad y
la justicia, no sólo la perdió para él, sino para nosotros (loc. Cit., can. II).
Y si lo perdió para nosotros, quiere decir que deberíamos haberlo recibido de él
al nacer, junto con las otra prerrogativas de nuestra raza. La ausencia de la
gracia santificante en los niños es una privación real; es la carencia de algo
que, según el plan divino, debería estar en el niño. Si ese don no es algo
simplemente físico, sino algo del orden moral, la santidad, su privación podría
ser llamada pecado. Y la gracia santificante es santidad y así es llamada por el
Concilio de Trento, pues la santidad consiste en la unidad con Dios y la gracia
nos une íntimamente con Dios. La bondad moral consiste en que nuestra acción es
congruente con la ley moral, pero la gracia es deificación, como dicen los
Padres, una conformidad perfecta con Dios quien es la regla primaria de toda
moralidad. (Véase GRACIA). La gracia santificante, por tanto, pertenece al orden
moral no como un acto pasajero sino como una tendencia permanente que existe aun
cuando el sujeto que la posee no realice acto alguno. Es una vuelta hacia Dios,
conversio ad Deum. Consecuentemente, la privación de esa gracia, aún sin que se
dé ningún otro acto, constituye una mancha, una deformidad moral, un volverse
lejos de Dios, aversio a Deo, y tal carácter no se encuentra en ningún otro de
los efectos del pecado de Adán. Esta privación, entonces, es la mancha
hereditaria.
VII. ¿QUÉ TAN VOLUNTARIO?
"No puede haber pecado que no sea voluntario. Tanto el educado como el ignorante
reconocen esta verdad evidente", escribe San Agustín (De vera relig., XIV, 27).
La Iglesia ha condenado la solución opuesta dada por Baius [prop. XLVI, XLVII,
en Denz., n. 1046 (926)]. El pecado original no es un acto sino, como ya se
explicó, un estado, una privación permanente, y esto puede ser voluntario
indirectamente- tal como un ebrio está privado de razón e incapaz de usar su
libertad, sin embargo está en ese estado por su libre voluntad y por ello su
ebriedad, su falta de razón, son voluntarias y le son imputables. Pero ¿cómo se
puede considerar el pecado original como algo voluntario, aún indirectamente, en
un niño que nunca ha utilizado su libre albedrío personal? Algunos protestantes
sostienen que un niño al llegar al uso de razón consentirá en su pecado
original. Pero nunca nadie ha pensado siquiera en dar tal consentimiento.
Además, el pecado ya existe en el alma aún antes del uso de razón, según los
contenidos de la Tradición sobre el bautismo de niños y el pecado contraído por
generación. Algunos teosofistas y espiritistas admiten la preexistencia de las
almas que han pecado en una vida anterior de la que ya no se acuerdan. Pero
aparte de lo absurdo de esta metempsicosis, contradice la doctrina del pecado
original; substituye muchos pecados particulares con un pecado de un padre común
que transmite pecado y muerte a todos (cf. Rom, 5, 12 ss). Toda la religión
cristiana, dice San Agustín, puede resumirse en la intervención de dos hombres,
uno que nos arruinó y otro que nos salvó (De pecc. orig. XXIV). Se debe buscar
la solución correcta en la voluntad libre de Adán y su pecado, y tal voluntad
libre era nuestra: "todos estabamos en Adán", dice San Ambrosio, citado por San
Agustín (Opus imperf. IV, civ). San Basilio nos atribuye la acción del primer
hombre: "Puesto que nosotros no ayunamos (cuando Adán comió de la fruta
prohibida) hemos sido expulsados del paraíso" (Hom. I de jejun., IV). Más
antiguo aún es el testimonio de San Ireneo: "Nosotros ofendemos a Dios en la
persona del primer Adán al desobedecer su precepto". (Haeres., V, xvi,3).
De ese modo explica Santo Tomás la unidad moral de nuestra voluntad con la
voluntad de Adán. "Un individuo puede ser considerado o como individuo o como
parte de un todo, como un miembro de una sociedad. Considerada de esta segunda
manera, una acción puede ser propia aunque no la haya realizado uno mismo, ni
por su propia voluntad, sino en el resto de la sociedad o en su cabeza, si se
piensa que una nación hace algo cuando su príncipe lo hace. Esto se debe a que
una sociedad se considera como una sola persona de la que los individuos son
miembros diferentes (San Pablo, I Cor., XII). La multitud de hombres que reciben
su naturaleza de Adán se puede considerar como una sola comunidad o un solo
cuerpo... Si el hombre, que debe a Adán su privación de la justicia original, es
considerado una persona privada, tal privación no es su "pecado" puesto que el
pecado es esencialmente algo voluntario. Sin embargo, si lo consideramos miembro
de la familia de Adán, como si todos los hombres fueran uno solo, entonces su
privación participa de la naturaleza de pecado a causa de su origen voluntario,
pues tal fue el pecado de Adán" (De Malo, IV, l). Es esta ley de solidaridad,
admitida por el sentimiento común, la que atribuye a los infantes parte de la
vergüenza resultante del crimen de los padres. No es un crimen personal, objetan
los pelagianos. "No", respondió San Agustín, "pero sí es un crimen paternal" (Op.
Imperf., I, cxlvii). Siendo yo una persona distinta, estrictamente no soy
responsable de los crímenes de otra persona; su acto no es mío. Sin embargo,
siendo yo miembro de la familia humana, se considera que actúo a una con el
cabeza de esa familia, quien la representa en lo tocante a la conservación o
pérdida de la gracia. Soy, en ese sentido, responsable de mi privación de la
gracia, aceptando mi responsabilidad en el sentido más amplio de la palabra.
Esto, empero, es suficiente para hacer de mi estado de privación de la gracia
algo hasta cierto punto voluntario y, por ende, "sin caer en el absurdo, se
puede decir que es voluntario" (San Agustín, "Retract.", I,xiii). De ese modo se
responden entonces las principales dificultades de los no creyentes respecto a
la transmisión del pecado. "El libre albedrío es esencialmente incomunicable."
Físicamente, sí; moralmente, no. La voluntad del padre es como si fuera la de
sus hijos. "Es injusto hacernos responsables de un pecado cometido antes de
nuestro nacimiento." Eso es cierto si se trata de una responsabilidad en sentido
estricto; si se trata del sentido amplio de la palabra, no. El crimen cometido
por el padre marca con la vergüenza a los hijos aún no nacidos, y les hace
cargar una parte de la responsabilidad del padre. "Su dogma nos hace
estrictamente responsables de la falta de Adán." Ello constituye una concepción
errónea de nuestra doctrina. Nuestro dogma no atribuye a los hijos de Adán
ninguna responsabilidad propiamente dicha por el acto de su padre, ni dice que
el pecado original es voluntario en el sentido estricto de la palabra. Es verdad
que, considerado como una "deformidad moral", una "separación de Dios", "la
muerte del alma", el pecado original es un pecado real que priva al alma de la
gracia santificante. Es tan pecado como lo es el pecado habitual, que es el
estado en el que queda colocado un adulto a causa de una falta grave y personal,
la "mancha" que Santo Tomás define como "privación de la gracia" (I-II:109:7;
III:87:2, ad 3), y es precisamente desde ese punto de vista que el bautismo, al
poner fin a la privación de la gracia, "borra todo aquello que constituye un
pecado real y propiamente dicho", ya que la concupiscencia que permanece "no es
un pecado real y propiamente dicho", aunque su transmisión es igualmente
voluntaria (Concilio de Trento, Ses. V, can. V). Considerado precisamente como
voluntario, el pecado original es únicamente la sombra de un pecado propiamente
dicho. Según Santo Tomás, (In Sent., dist. XXV, q. I, a. 2, ad 2um), no se le
llama pecado en el mismo sentido, sino sólo en sentido análogo. Varios teólogos
de los siglos diecisiete y dieciocho exageraron esta participación al
menospreciar la importancia de la privación de la gracia en la explicación del
pecado original, e intentar explicarlo exclusivamente por nuestra participación
en el acto de Adán. Exageran la idea de lo voluntario en el pecado original por
considerar que es la única forma de explicar de qué modo se le puede considerar
propiamente un pecado. Tal opinión, diferente de la de Santo Tomás, dio pie a
problemas innecesarios e insolubles, y ha sido totalmente abandonada hoy día.
S. HARENT
Transcrito por Sean Hyland
Traducido por Javier Algara Cossío.