Laicización
EnciCato
(Lat. laicus, laico).
El término laico significa el conjunto de aquellos Cristianos que no forman
parte del clero. Consecuentemente la palabra laico no connota ninguna idea de
hostilidad hacia el clero o hacia la iglesia, mucho menos hacia la religión. Por
ello, Laicización, considerada etimológicamente, significa simplemente la
reducción a condición de laicos de personas o de cosas que tienen un carácter
eclesiástico. Pero en tiempos recientes, especialmente en Francia, la palabra
laico ha asumido un significado decididamente anticlerical y aún antirreligioso
que ha sido extendido también a los derivados laicizar y laicización. Este
cambio parece haberse originado en las luchas y controversias a la vez políticas
y religiosas que han surgido en ese país en relación a la cuestión educacional;
maestros que pertenecen a congregaciones religiosas (congréganistes) han sido
sacados de las escuelas públicas; en ellas ha sido prohibida toda educación
religiosa, y este nuevo carácter laico (laïcité) de la escuela pública se ha
declarado que es esencial e inviolable. La expresión, en otro tiempo común, ha
recibido una formidable extensión y un agresivo significado antirreligioso
aplicado a todo lo que, aunque más o menos remotamente, se relacione con la
Iglesia Católica o aún a la religión en general. Así que es común designar como
"laicizada" a cualquier institución sustraída de la influencia de la autoridad
eclesiástica o religiosa, o de la que ha sido excluido el sacerdote y su
ministerio. Una escuela "laica", es entonces una en la que no sólo no hay lugar
para el catecismo o el sacerdote, sino que la instrucción impartida ignora toda
religión y a Dios mismo; legislación "laica" es la que no está inspirada por
ninguna idea religiosa, que contempla la sociedad como atea y reduce el culto
religioso a actos puramente voluntarios de individuos; finalmente el estado o
Gobierno "laico", es uno que no reconoce ninguna Iglesia, ninguna religión, y la
que excluye aún el nombre de Dios de todas sus instituciones o establecimientos
y de todos sus actos. Se ha hecho un intento de establecer una moralidad
"laica", es decir, una moralidad independiente de toda religión revelada, como
si la moral Cristiana fuese de alguna manera diferente de los dictados de la ley
natural; mientras que algunos piensan que pueden establecer una moralidad
racionalista sin religión y sin Deidad, sin una vida futura, y sin
responsabilidad real—una moral determinística que es precisamente la negativa de
toda moral. (Ver ETICA.)
Laicizar, es entonces, dar carácter laico a todo lo que no lo había tenido
anteriormente—o, por lo menos no enteramente. Es evitar que la religión penetre
de alguna manera en la vida de la sociedad como tal. De esta manera la
educación, las cortes de justicia, el ejército, la marina, los hospitales—en una
palabra, todas las actividades bajo el control de las autoridades públicas han
sido laicizadas en Francia. Laicización es la externalización y producto del
movimiento anticatólico y antirreligioso. Por tanto es evidente que la
laicización así entendida, va mucho más allá de la "igualdad", por la que el
estado reconoce que las varias confesiones o religiones poseen derechos iguales;
esto es mucho más que "neutralidad" la actitud adoptada por el estado en sus
tratos con las diversas confesiones a las que pertenecen sus ciudadanos; es algo
totalmente diferente de "separación", por la que se disuelven los concordatos
existentes entre las dos potencias, y el carácter oficial de la Iglesia, como
hasta ahora ha sido reconocido por el Estado queda abolido. Adicionalmente a
todo esto, la "laicización" de la que estamos hablando implica la negación de
toda religión en asuntos que conciernen a la sociedad temporal; es el resultado
último del absoluto Racionalismo aplicado a la vida social.
Mirado históricamente, la laicización es el resultado final de lo que
anteriormente era llamado "secularización", i.e., la acción hostil del poder
secular, que sucesivamente ha despojado a la Iglesia de las prerrogativas que
disfrutó en la sociedad europea como fueron moldeadas durante siglos por la
influencia del Cristianismo. Es cierto que no todas las naciones europeas se han
movido con igual rapidez en este asunto y que están lejos de haber llegado al
mismo punto en su evolución hacia una completa secularización. Además, debe
reconocerse que este movimiento, apresurado por la Reforma en lo concerniente a
la religión Católica, ha sido retardado y parcialmente eliminado en países no
católicos—donde el poder civil ya poseía influencia más o menos completa, sino
autoridad, sobre la religión—mientras que en países católicos es en presencia de
una autoridad religiosa independiente a la que a veces hasta acusa de ser
extranjera. Pero si nos sustraemos de diferencias locales, las principales
líneas de este movimiento secularizante, aún incompletas, son claramente todas
las naciones del Mundo Cristiano. Está avanzando hacia dos resultados no
desconectados: primero, está marcando más y más distintamente las esferas de
acción de los dos poderes, "el espiritual y el temporal ", como decían los
gálicos antiguamente; segundo, el poder secular, mientras se libera de la
influencia del poder espiritual, confina a éste último al dominio puramente
religioso, privándolo gradualmente de los privilegios que disfrutó en las
sociedades cristianas de la Edad Media.
No es el objeto de este artículo dar la historia de la secularización, que más
bien pertenece a la historia de cada país donde se ha intentado o llevado a
cabo. Esta es solo una rápida revisión, resaltando en orden cronológico las
varias etapas y los diversos aspectos del movimiento. Si primeramente
consideramos la situación privilegiada de La Iglesia en el Imperio Romano y la
íntima unión de los dos poderes ocasionalmente confundida, deberemos admitir que
la Iglesia, aún cuando grandemente favorecida, estaba en gran peligro de
secularización, debido al excesivo poder que la autoridad imperial se adjudicaba
en asuntos religiosos. La Iglesia recibió de los emperadores, no solamente
considerables concesiones, sino también numerosos privilegios: adquirió una
posición oficial como la que había tenido la antigua religión pagana. El Código
Teodosiano, y lo que es más, el Justiniano están impregnados con Cristiandad:
los obispos son personajes oficiales y el emperador ejecuta decisiones
eclesiásticas. Sin embargo es claro que él controla la Iglesia. Ya no es más el
pontifex maximus, pero asume el título de "Obispo del Exterior", convoca
concilios, hace y deshace obispos, y legisla en asuntos eclesiásticos y hasta
espirituales. En estas circunstancias, el único peligro para la Iglesia radica
en la dependencia demasiado estrecha de las autoridades civiles—un infortunio
que sucedió a la Iglesia Bizantina después del cisma. En pocas ocasiones sufrió
alguna violencia—ésto es, ciertos ataques al Papa y la laicización de los
monasterios por Constantino Copronimo (767).
La situación de la Iglesia en los reinos occidentales que se levantaron de las
ruinas del imperio era diferente. Las dos autoridades están aún estrechamente
unidas, pero el poder del rey es menor, mientras que la Iglesia es un elemento
civilizador y representa la tradición de gobierno. Como resultado natural,
prepondera su influencia; recibe cuantiosos regalos de reyes y de los fieles;
sus privilegios y exenciones son continuamente ampliados. Por tanto, cuando
surgió el orden feudal, muchos dignatarios eclesiásticos estaban en posesión de
extensos derechos y algunos eran verdaderos señores temporales. Sin embargo, los
reyes siempre tuvieron influencia y aún poder real sobre las Iglesias en sus
ámbitos: tomaban parte en las selección de obispos cuando no es que los elegían;
convocaban a los obispos a sínodos o asambleas mixtas; autorizaban y confirmaban
cánones disciplinarios que después publicaban como leyes del estado o leyes
capitulares; pero no interferían con el poder puramente espiritual. En ese
estado de cosas la Iglesia no tenía que temer legislación civil hostil; sin
embargo se tenía que someter a una cierta usurpación de parte del poder real,
particularmente en conexión con elecciones episcopales y propiedades de la
iglesia. La institución de la precaria, por la que los príncipes conferían a sus
sirvientes laicos, especialmente a los compañeros guerreros, los ingresos de
templos y monasterios, ere realmente la secularización de los bienes de la
Iglesia. El abuso había existido en el siglo sexto, pero se desarrolló en
alarmante magnitud bajo Carlos Martel (716- 41), quien adoptó el sistema de
premios a sus soldados (ver CARLOS MARTEL; FRANKS). La precaria oficialmente
dejó sus propiedades a la Iglesia, pero el dominium utile, o beneficio de ella
era transferido a solicitud o por (preces, de ahí precaria), que era equivalente
a una orden a los laicos que quería recompensar. El dominium utile así
adquirido, era apto para pasarse a los herederos de la persona que los adquiría.
Bajo Pepin y Carlomagno, hijos de Carlos Martel, los concilios Francos the
Frankish, especialmente el de Lestines (también llamado Liftines y Leptines), en
743, corrigió en cierto grado el abuso (Hefele, "Hist. des conciles", III, 342
sq.). El Canon ii, debido a las circunstancias de los tiempos, no abolió la
precaria, pero reserva para la Iglesia un impuesto de un penique de plata por
hogar (casata); a la muerte del beneficiario la propiedad regresa a la Iglesia,
pero el príncipe podía asignarlo nuevamente. De esta manera el derecho de
propiedad de la Iglesia estaba salvaguardado contra una transmisión indefinida,
y al mismo tiempo disfrutaba de alguna porción de los ingresos de su propiedad
que se generaban. Aunque menos común, la práctica continuó por un largo tiempo,
gradualmente cambiando en un sistema de "avasallamiento". Este último, aunque
jurídicamente diferente de la precaria, tuvo el mismo efecto en lo concerniente
a la propiedad de la Iglesia: los ingresos, desviados de su apropiado propósito,
eran recibidos por laicos nombrados por el rey. Este abuso se propagó
extensamente en el siglo noveno, especialmente bajo el Emperador Lotario, y
encontramos concilios reformadores del Imperio Franco, particularmente el de
Meaux (845), que luchan hacia ese fin. En el siglo décimo, cuando se había
debilitado el papado y era incapaz de contrarrestar el poder civil, los
dignatarios y propiedades de la Iglesia fueron invadidos por criaturas de reyes
y emperadores: los Othos y sus sucesores hicieron a los papas y a veces a los
antipapas; invistieron a los dignatarios con báculo y anillo, símbolos de
jurisdicción eclesiástica. Pronto habría de ser probado que para la
independencia del poder espiritual esta secularización fue fatal. La liberación
de la Iglesia del control secular fue realizada por Gregorio VII. Después de
largos años de lucha, la separación de los dos poderes se volvió más marcada; la
disputa sobre las investiduras terminó con el Concordato de Worms (1122); la
influencia laica fue eliminada de las elecciones de papas y obispos, de los
juicios eclesiásticos, de los sínodos, y en gran parte, de la administración de
las propiedades de la Iglesia; y bajo los grandes papas que sucedieron a Gregory
VII pareció por un tiempo como si se hubiera alcanzado el ideal del mundo
Cristiano, las naciones católicas formaban una familia bajo la gran soberanía
del papa, representante de Dios en la tierra entre las naciones y los
individuos.
Este fue el apogeo: el movimiento hacia la secularización se inició
inmediatamente. En el siglo doce, bajo la influencia de Irnerio, la Escuela de
Boloña presenció un revivir de la Ley Romana; las leyes de los Césares se
convirtieron en la base de las pretensiones de poder secular; y mientras que los
canonistas, finalmente sistematizando las leyes eclesiásticas, estaban
estableciendo la tesis del poder pontifical, indirecta o aún directamente, sobre
los imperios y reinos (la Bula "Unam sanctam"), los jurisconsultos imperiales y
reales estaban construyendo la tesis opuesta, y reclamaban para príncipes
seculares total independencia en asuntos temporales, autoridad en asuntos
eclesiásticos no estrictamente espirituales, y eventualmente un origen divino de
su poder. En la opinión de estos jurisconsultos los privilegios e inmunidades
eclesiásticas eran graciosos concesiones de las autoridades civiles que podrían
consecuentemente retirarlas. Del tiempo que había empezado la laicización, de
ahí en adelante llevada a cabo, no por expedientes o por violencia, sino en
principio; fue una batalla de sistemas, en los que el poder secular, volviéndose
más y más centralizado y consciente de su fuerza, estaba destinado para siempre
prevalecer.
La lucha que como antes, se centra en los bienes temporales de la Iglesia,
empieza con Felipe le Bel (1285-1314) y Bonifacio VIII. El rey impone impuestos
sobre las propiedades de la Iglesia; después de resistirse como cuestión de
principios, el papa autoriza su imposición, siempre y cuando fuese hecho con su
consentimiento. De esta manera fue violada la inmunidad canónica de la propiedad
eclesiástica. Después fue la jurisdicción de la Iglesia en asuntos mixtos la que
cedió poco a poco a la de las cortes reales: éstas adjudicaban, no solo en
cuestiones resultantes de matrimonio -por ejemplo, herencias, legitimidad de los
hijos, adulterio- sino también en la mayoría de los casos relacionados
inmediatamente al matrimonio y sus beneficios, ya fuese que presentaran
cuestiones de hecho o involucrando el simple derecho de posesión; además, el
sistema de apelación contra el así llamado abuso de poder eclesiástico (appel
comme d'abus) permitía que casi todos los actos eclesiásticos fuesen llevados,
si el estado así elegía, al conocimiento de los jueces reales. Las bulas papales
y decretos de los concilios eran reconocidos solo después de examinarlos y en
virtud de autorización real; aún más, tenían que ser ratificados para obtener la
fuerza de leyes. Respecto a los beneficios, las leyes pontificales fueron
opuestas abiertamente; la prerrogativa real de asignar los beneficios era
ejercida y la Sanción Pragmática de Bourges bajo Carlos VII (1438), que aplicaba
en Francia los quasi-cismáticos principios de Basilea, rehusó reconocer el
derecho papal de reservación y prohibió apelaciones directas a Roma. Si el
principio de jurisdicción espiritual fue salvaguardado por el Concordato de 1516
entre León X y Francisco I, este acuerdo, sin embargo, abandonó al poder civil
todo el control de las posesiones temporales de la Iglesia. El clero de Francia
llegar a depender más del rey que del papa: Luis XIII prohibió que se celebraran
asambleas y concilios sin permiso real; Luis XIV puso en práctica los más
avanzados principios del Galicanismo, y reglamentó los asuntos de la Iglesia
casi como si fuera un Justiniano; sus cortes parlamentarias, su grand conseil
dictaban en todos los asuntos eclesiásticos, excepto cuestiones de dogma y
asuntos puramente espirituales. En una palabra, mientras que la Iglesia fue
tratada con favor y gozó numerosos privilegios, fue solo por razón de su cesión
al estado de toda autoridad en asuntos temporales y mixtos.
Otros países católicos siguieron el mismo camino. Los límites extremos de esta
invasión del poder secular fueron alcanzados por las minúsculas reglas de José
II de Austria. En otros países la Reforma avanzó enormemente la política de
secularización. La situación privilegiada de la Iglesia en cuestiones de
propiedad temporal había sido debilitada por los errores de Juan Hus y Wyclif, y
las dificultades que resultaron de ellos. Los líderes de la Reforma pronto se
pusieron bajo la protección de los príncipes y les dieron con la propiedad de la
Iglesia, una autoridad casi absoluta sobre los cuerpos religiosos. En muchos
principados alemanes, en Inglaterra y en los países de Europa del Norte, la
Iglesia desapareció, sus bienes fueron confiscados, despojados o bien
transferidos a nuevas organizaciones religiosas. Basta recordar las
secularizaciones de los Caballeros Teutones y sus propiedades y en Inglaterra la
confiscación de los monasterios e iglesias bajo Enrique VIII y sus sucesores. La
jurisdicción eclesiástica fue secularizada también y tomada por los reyes y las
cortes civiles, o cuando mucho dejadas en algún pequeño grado a los clérigos,
que dependían totalmente del poder civil. Un poco más y los dos poderes se
hubieran fusionado en uno solo.
Regresando a la Iglesia Católica, la más completa secularización fue la que
llevó a cabo la Revolución Francesa; aun que el movimiento pareció ser ventajoso
en un principio para la "iglesia constitucional", para la creación del poder
civil, y después para una vagamente deísta forma de culto, fue para beneficio
del estado soberano, librado de toda religión, racionalista si no ateo. Los
hechos son bien conocidos: la propiedad de la Iglesia fue confiscada y vendida;
el clero dividido en "jueces", o "constitucionalistas", y "no-jueces"—una
absoluta proscripción de la religión Católica. Las funciones confiadas de antaño
a la Iglesia fueron nuevamente asumidas por el estado: escuelas, hospitales,
registro de nacimientos, matrimonios, muertes, casamientos y aún el culto—todo
fue secularizado. Y cuando después de la tormenta, el Concordato de 1801
restauró la Iglesia a su posición oficial, todo o casi todo permaneció
secularizado. La propiedad que había sido confiscada y vendida no le fue
regresada; los lugares de culto dejados a su disposición permanecieron aún en
propiedad de las autoridades civiles; la educación pública se había convertido
en función del estado, del que había de obtener permiso para sus pocas escuelas;
la vida civil y el matrimonio fueron reglamentados independientemente de ella,
mientras se esperaba el reestablecimiento del divorcio; sus tribunales ya no
fueron reconocidos; los miembros de su jerarquía fueron oficialmente
reconocidos, pero solo como funcionarios en estricto apego a los articles
organiques—en espíritu al menos, una sobrevivencia del antiguo régimen; sus
inmunidades anteriores fueron restringidas y finalmente abolidas.
Como otros acontecimientos de la Revolución, la política de secularización fue
imitada en diferente grado por los diferentes estados. Los principados
eclesiásticos del Imperio Alemán que habían sobrevivido la Reforma fueron
secularizados al principio del siglo diecinueve, y el movimiento culminó en la
supresión de los Estados Papales, que fueron incorporados en el nuevo Reino de
Italia. La propiedad eclesiástica, especialmente la de los monasterios, ya
invadida por la secularización parcial del siglo dieciocho, fue confiscada en
España (1820, 1835, y 1837), en Portugal (1833), en México (1856), y en gran
parte en Italia (1866). Casi dondequiera que desaparecieron las inmunidades
eclesiales (ver INMUNIDAD), la legislación se volvió puramente secular, fue
establecido el matrimonio civil, y la Iglesia, excepto en el caso del culto
Divino, fue excluida del servicio público, o participando en él solo por favor
del estado soberano.
En esta breve exposición no se ha intentado generalizar grandemente. La
situación no es la misma en todos los países; es solo en Francia donde la
secularización y laicización oficiales han sido llevadas a límites extremos. Por
otra parte, estamos lejos de pasar por alto aquellas causas generales,
profundamente enraizadas, de la transformación de la sociedad moderna que han
hecho inevitable una cierta cantidad de secularización. Ya no existe unidad de
fe: varias confesiones se han multiplicado y mezclado en un mismo país;
intereses personales han tomado una preponderante importancia en la vida de cada
estado; se han extendido ideas de tolerancia religiosa y libertad y son
aceptadas por doquier. En una palabra, la armonía ideal entre dos poderes ya no
es posible realizarla. Más aún, esta marcada separación de las dos autoridades
no es sin ciertas ventajas para la Iglesia. Pero mientras que deberá reconocerse
todo ésto, sigue siendo cierto que la laicización llevada a límites extremos es
contraria a las enseñanzas de la Iglesia, y que por tanto debe ser condenada;
además, es injuriosa a los intereses reales de la sociedad temporal. Para
entender la posición de la Iglesia en este asunto, primero debemos dar cabida a
sus justas protestas contra la violación de sus derechos adquiridos.
Teóricamente, la Iglesia puede y se somete a la secularización que no afecta sus
derechos como sociedad espiritual o que interfiera con el ejercicio de estos
derechos en condiciones sociales concretas, las demandas que se le han hecho,
como es natural, varían de acuerdo al tiempo y lugar. Empero, ella condena
cualquiera medidas que afecten sus derechos esenciales y la libertad necesaria
para el ejercicio de su sagrado ministerio. No hay principio que en una sociedad
compuesta de Cristianos justifique la exclusión de toda idea Cristiana, ni en
ninguna sociedad humana la exclusión de de toda religión y de la Deidad. La
doctrina Católica sobre las relaciones jurídicas entre Iglesia y estado está
explicada en otra parte (ver Pío IX, "Syllabus", props. 39 sq., 77 sq.). Pero la
más superficial atención a la influencia de la religión, especialmente de la
religión Católica, sobre la vida moral es suficiente para mostrar lo absurdo y
peligroso de la laicización, aún cuando esto no es idéntico a la persecución
legalizada de la idea religiosa.
(Ver también ESTADO). Para el progreso presente de la laicización en Francia,
ver FRANCE, VI, 179 ss. Para los hechos relacionados con la historia de los
diferentes países, ver ENGLAND; FRANCE, GERMANY, etc. También INVESTITURES,
CONFLICT OF, GALLlCANISM; LOUIS XIV, etc.)
Los hechos principales pueden ser encontrados en SAGMULLER, Kirchenrecht (Freiburg,
1909), &14, 173 sq., conteniendo una bibliografía completa. En la cuestión de
Derechos Eclesiásticos, ver CAVAGNIS, Institutiones juris publici ecclesiastici,
I (Roma, 1906), WEBER en Kirchenlexikon, s.v. Sacularisation der Kirchengüter
(para Alemania).
A. BOUDINHON
Transcrito por Joseph E. O'Connor
Traducido por Javier L. Ochoa