Jansenio y el Jansenismo
EnciCato
Cornelio Jansen, Obispo de Ypres (Cornelius Jansenius Yprensis), de quien deriva
el origen y nombre el Jansenismo, no debe ser confundido con otro escritor y
obispo del mismo nombre Cornelius Jansenius Gadavensis (1510-1576), de quien
disponemos de varios libros sobre las Escrituras y una valiosa “Concordia
Evangélica”.
I. Vida y Escritos
El sujeto de este artículo vivió tres cuartos de siglo después que su homónimo.
Nació el 28 de Octubre de 1585, de una familia Católica, en la villa de Accoi,
cerca de Leerdam, Holanda, y murió en Ypres, el 6 de Mayo de 1638. Sus padres,
aunque de condición media, le aseguraron una excelente educación. Lo enviaron
primero a Utrecht. En 1602 lo encontramos en la Universidad de Lovaina, donde
entró en el College du Faucon para emprender el estudio de filosofía. Pasó allí
dos años, y en la solemne promoción de 1604 fue proclamado primero de los 118
competidores. Para comenzar sus estudios teológicos entró en el College du Pape
Adrien VI, cuyo presidente Jacques Janson, imbuido de los errores de Baius y
ansioso de esparcirlos, iba a ejercer influencia en el curso subsiguiente de sus
ideas y trabajos. Teniendo hasta ese momento una relación amigable con los
Jesuitas, buscó la admisión en su orden. El rechazo que experimentó, cuyos
motivos son desconocidos para nosotros, parece que no está desconectado de la
aversión posteriormente manifestada por la celebrada compañía, y por las teorías
y prácticas por ella enarboladas. Estaba también asociado con un joven y rico
Francés, Jean du Verger de Hauranne, quien estaba completando su curso de
teología con los Jesuitas, y que poseía una mente sutil y cultivada, pero
inquieto y proclive a las innovaciones, y un ardiente y fascinante carácter.
Poco después de su retorno a París hacia fines de 1604, Jansenius se unió a du
Verger, para quien había asegurado una posición como tutor. Cerca de dos años
después, éste lo atrajo hacia Bayona, su ciudad natal, donde tuvo éxito en
hacerlo designar director de un colegio episcopal. Allí, durante los once o doce
años de estudios sobre los Padres y principalmente sobre San Agustín,
ardientemente seguidos en común por los dos amigos, tuvieron tiempo para
intercambiar ideas y para concebir audaces proyectos. En 1617, mientras du
Verger, quien había regresado a París, fue a recibir del Obispo de Poitiers la
dignidad de Abad de San Cyran, Jansenius regresó a Lovaina, donde se le confió
la presidencia del nuevo Colegio de Saite Pulcherie. En 1619 recibió el grado de
Doctor en Teología, y a posteriori obtuvo el profesorado de exégesis. Los
comentarios que dictó a sus alumnos, como así también diversos escritos de
naturaleza polémica, le dieron en poco tiempo un merecido renombre.
Estos escritos de Jansenius no estuvieron al principio proyectados para su
publicación; de hecho no vieron la luz hasta después de su muerte. Son concisos,
claros y perfectamente ortodoxos en doctrina. Los principales son "Pentateuchus,
sive commentarius in quinque libros Mosis" (Lovaina, 1639), "Analecta in
Proverbia Salomonis, Ecclesiasten, Sapientiam, Habacuc et Sophoniam" (Lovaina,
1644); "Tetrateuchus, seu commentarius in quatuor Evangelia" (Lovaina,1639).
Algunos de estos trabajos de exégesis han sido impresos más de una vez. Entre
los trabajos polémicos se encuentran "Alexipharmacum civibus Sy vaeducensibus
propinatum adversus ministrorum fascinum" (Louvain 1630); luego, en réplica a la
crítica del Calvinista Gisbert Voet, "Spongia notarum quibus Alexipharmacum
aspersit Gisbertus Voetius" (Louvain, 1631). Jansenio publicó en 1635, bajo el
seudónimo de Armacanus, un volumen titulado "Alexandri Patricii Armacani
Theologi Mars Gallicus seu de justitia armorum regis Galliae libri duo". Esta
era una ácida y meritoria sátira contra la política exterior de Richelieu, que
se resumía en el extraño hecho de que la “Más Cristiana” nación y monarquía se
aliaba constantemente con los Protestantes, en Holanda, Alemania, y otros
lugares, al solo propósito de lograr la caída de la Casa de Austria.
Este mismo autor nos ha dejado una serie de cartas dirigidas al Abad de San
Cyran, las que fueron encontradas entre los papeles de la persona a quien fueron
dirigidas e impresas bajo el título: "Naissance du jansenisme decouverte, ou
Lettres de Jansénius à l'abbé de St-Cyran depuis l'an 1617 jusqu'en 1635"
(Lovaina, 1654). Fue también durante el curso de su profesorado que Jansenio,
que era un hombre de acción además de ser hombre de estudio, viajó dos veces a
España como delegado de sus colegas para alegar ante la Corte de Madrid en la
causa de la universidad contra los Jesuitas; y de hecho, a través de sus
esfuerzos les fue retirada la autorización para enseñar humanidades y filosofía
en Lovaina. Todo esto, sin embargo, no le impidió ocuparse él mismo activa y
principalmente, con un trabajo que era objetivo del común, nacido de su relación
con San Cyran, y que fue restaurar a su lugar de honor la verdadera doctrina de
San Agustín sobre la gracia, una doctrina supuestamente oscurecida y abandonada
en la Iglesia por varios siglos. Estaba todavía trabajando sobre esto cuando,
por recomendación del rey Felipe IV y de Boonen, Arzobispo de Mechlin, fue
ascendido a la Sede de Ypres. Su consagración tuvo lugar en 1636, y aunque al
mismo tiempo iba dando los toques finales a su trabajo teológico, se dedicó con
gran celo al gobierno de su diócesis. Los historiadores han remarcado que los
Jesuitas no tuvieron más causas de quejas contra su administración que las otras
órdenes religiosas.
Sucumbió a una epidemia que devastó Ypres y murió, de acuerdo con testigos
oculares, en una disposición de gran piedad. A punto de morir, confió su
apreciado manuscrito a su capellán, Reginald Lamaeus, con la indicación de
publicarlo luego de consultarlo con Libert Fromondus, un profesor de Lovaina, y
Henri Calenus, un canónigo de la iglesia metropolitana. Requirió que esta
publicación fuera hecha con la mayor fidelidad, ya que, en su opinión, solamente
con dificultad podía cambiarse algo. “Si, sin embargo – agregó – la Santa Sede
desea algún cambio, yo soy un hijo obediente, y me someto a aquella Iglesia en
la que he vivido hasta la hora de mi muerte. Este es mi último deseo”.
Los editores del “Agustinus” han sido erróneamente acusados de haber,
intencional y deslealmente, suprimido esta declaración; ella aparece claramente
en la segunda página de la edición original. Por otra parte, su autenticidad ha
sido cuestionada por medio de argumentos externos e internos, fundados
notablemente en el descubrimiento de otro deseo, fechado el día anterior (5 de
Mayo), que no dice nada acerca del trabajo a ser publicado. Pero es bastante
concebible que el moribundo prelado fuera conciente de la oportunidad para
completar su primer acto, dictando a su capellán y confirmando con su sello este
codicilo, el cual, de acuerdo con los ejecutores testamentarios, fue escrito
solamente media hora antes de su muerte. Se ha intentado vanamente, a priori,
hacer aparecer este hecho como improbable alegando que el autor estaba en
perfecta buena fe en cuanto a la ortodoxia de su visión. Ya en 1619, 1620 y
1621, su correspondencia con San Cyran llevaba inequívocas huellas de un estado
mental de bastante antagonismo; en ella hablaba de futuras disputas para las
cuales era necesario prepararse; de una doctrina de San Agustín descubierta por
él, pero poco conocida por los eruditos, y que en su momento asombraría a todos,
de opiniones sobre gracia y predestinación que no se atrevía a revelar entonces
“para que lo mismo que a tantos otros no me haga equivocar Roma antes de que
todo este maduro y sea oportuno”. Más tarde, en el propio Augustinus" (IV, xxv-xxvii),
se observa que él escasamente disimula la cercana conexión de muchas de sus
aseveraciones con ciertas proposiciones de Baius, aunque adscribe la condena a
este último a las circunstancias contingentes de tiempo y lugar, y las cree
sostenibles es su sentido obvio y natural.
Nada, por lo tanto, autoriza el rechazo de la famosa declaración, o testamento,
de Jansenio como no auténtico. Pero tampoco hay ninguna autorización para
sospechar de la sinceridad de la explícita afirmación de sumisión a la Santa
Sede que estaba contenida dentro del mismo. El autor, en el momento de su
promoción al doctorado en 1619, había defendido la infalibilidad papal en una
muy categórica tesis, concebida como sigue: “El Romano Pontífice es el juez
supremo de todas las controversias religiosas; cuando define un cosa y la impone
en la totalidad de la iglesia, bajo pena de anatema, su decisión es justa,
verdadera e infalible.” Al final de este trabajo (III, x, Epilogus omnium)
encontramos esta protesta perfectamente paralela con la de su testamento:
“Cualquier cosa que haya afirmado en estos varios y difíciles puntos, no de
acuerdo a mi propio sentimiento, sino de acuerdo al del santo Doctor, lo someto
al juicio y sentencia de la Apostólica Sede y a la Iglesia Romana, mi madre,
para adherir de allí en adelante al mismo, si ella juzga que debe hacérselo,
para retractarme si ella lo desea, para condenarlo y anatemizarlo si ella
decreta que debe ser condenado y anatemizado. Porque desde mi tierna niñez he
sido encolumnado en las creencias de la Iglesia; las bebí con mi leche materna;
crecí y envejecí mientras permanecí adhiriendo a las mismas; nunca en mi
conocimiento me he desviado de las mismas el ancho de un cabello en pensamiento,
acción o palabra, y estoy todavía firmemente decidido a mantener esta fe hasta
mi último aliento y a aparecer con ella ante el sillón del juicio de Dios.” Por
lo tanto, Jansenio no era un hereje, aunque haya dado su nombre a una herejía,
él vivió en el seno de la Iglesia. En vista del hecho de que él, conciente y
deliberadamente aspirara a la innovación o la reforma, sería ciertamente difícil
exculparlo enteramente, o declarar que su actitud no fue una actitud poco sabia,
presuntuosa e imprudente; pero la historia imparcial puede y debería tener en
cuenta la atmósfera particular creada sobre él por las aún encendidas
controversias sobre el Baianismo y los ampliamente extendidos prejuicios contra
la Curia Romana. Determinar hasta que punto ésta y otras circunstancias
similares, al engañarlo, necesariamente disminuyeron su responsabilidad, es
imposible; ése es el secreto de Dios.
II. El “Augustinus” y su condena
Después de la muerte de Jansenio, el internuncio Ricardo Aravius vanamente
intentó prevenir la impresión de su manuscrito; esta empresa, activamente
impulsada por los amigos del finado, fue completada en 1640. El volumen folio
llevaba el título: "Cornelii Jansenii, Episcopi Yprensis, Augustinus, seu
doctrina S. Augustini de humanae naturae sanitate, aegritudine, medicina,
adversus Pelagianos et Massilienses". Estaba dividida en tres volúmenes, de los
cuales el primero, principalmente histórico, es una exposición en ocho libros
del Pelagianismo; el segundo, después de un estudio introductorio sobre las
limitaciones de la razón humana, dedica un libro al estado de inocencia o de
gracia de Adán y los ángeles, cuatro libros al estado de naturaleza caída y tres
al estado de pura naturaleza; el tercer volumen trata en diez libros de “la
gracia de Cristo el Salvador”, y concluye con “un paralelo entre el error de los
Semipelagianos y el de ciertos modernos” que no son otros que los Molinistas. Si
aceptamos su propia afirmación, el autor trabajó veinte años en esta obra, y
para reunir su material tuvo que leer diez veces a San Agustín completo y
treinta veces su tratado contra los Pelagianos. De estas lecturas emergió un
vasto sistema, cuya identidad con el Baianismo no podían disimular ni hábiles
arreglos ni una sutil dialéctica.
Su error fundamental consiste en no tomar en cuenta el orden sobrenatural; para
Jansenio como para Baius, la visión de Dios es el fin necesario de la naturaleza
humana; por lo tanto se sigue que todos los dones originales designados en
teología como sobrenaturales o preternaturales, incluyendo la exención de
concupiscencia, resultaban simplemente debidos al hombre. Esta primera
aseveración está cargada de graves consecuencias relacionadas con la caída
original, la gracia y la justificación. Como resultado del pecado de Adán,
nuestra naturaleza, despojada de elementos esenciales a su integridad, es
radicalmente corrupta y depravada. Dominado por la concupiscencia, que en cada
uno de nosotros constituye propiamente el pecado original, la voluntad es
impotente para resistir; se ha tornado puramente pasiva. No puede escapar a la
atracción del mal excepto si es ayudada por un movimiento de gracia superior a,
y triunfante sobre, la fuerza de la concupiscencia. Nuestra alma, desde
entonces, obediente a ningún otro motivo salvo el del placer, está a merced del
deleite, terrenal o celestial, que por momentos la atrae con la mayor fuerza. Al
mismo tiempo, inevitable e irresistible, este deleite, si proviene del cielo o
de la gracia, lleva al hombre a la virtud; si viene de la naturaleza o de la
concupiscencia, lo determina al pecado. En un caso como en el otro, la voluntad
es barrida por el impulso preponderante. Los dos deleites dice Jansenio, son
como los dos brazos de una balanza, de los cuales uno no puede subir a menos que
sea bajado el otro y viceversa. Por lo tanto el hombre, irresistible, aunque
voluntariamente, hace el bien o el mal, de acuerdo a que sea dominado por la
gracia o por la concupiscencia; él nunca resiste, ni a una, ni a la otra. En
este sistema no hay lugar, evidentemente, para gracia completamente suficiente;
por otra parte es fácil discernir los principios de las cinco proposiciones
condenadas (ver abajo).
Con el objeto de presentar esta doctrina bajo el patronazgo de San Agustín,
Jansenio basó su argumento principalmente en dos concepciones Agustinianas:
sobre la distinción entre el auxilium sine quo non garantizado a Adán, y el
auxilium quo, activo en sus descendientes; y en la teoría del “disfrute
victorioso” de la gracia. Unos pocos y breves comentarios serán suficientes para
aclarar el doble error. En primer lugar el auxilium sine quo non no es, en la
idea de Agustín, “una gracia puramente suficiente”, desde que a través de ella
los ángeles perseveran; esto es por el contrario una gracia que confiere
completo poder in actu primo (i.e. la capacidad de actuar), de tal modo que,
siendo esto garantizado, nada más es necesario para la acción. El auxilium quo,
por otra parte, es una ayuda sobrenatural que lleva inmediatamente al actus
secundus (i.e. el desempeño de la acción) y en esta gracia, en la que en tanto
es distinguida de la gracia de Adán, debe ser incluida toda la serie de gracias
eficaces por las cuales el hombre elabora su salvación, o el don de la verdadera
perseverancia, cuyo don conduce al hombre infalible e invenciblemente a la
beatitud, no porque suprima la libertad, sino porque su mismo concepto implica
el consentimiento del hombre. La deleitación de la gracia es un placer
deliberado que el Obispo de Hipona explícitamente opone a la necesidad (voluptas,
non necessitas); pero que nosotros deseamos y abrazamos con placer consentido;
no podemos al mismo tiempo no quererlo, y en este sentido, lo queremos
necesariamente. En este sentido, es correcto decir, "Quod amplius nos delectat,
secundum id operemur necesse est" (i.e. en el actuar necesariamente seguimos lo
que nos produce mas placer). Finalmente, este deleite es llamado victorioso, no
porque fatalmente subyuga la voluntad, sino porque triunfa sobre la
concupiscencia, fortificando la libre voluntad hasta el punto de hacerla
invencible al deseo natural. Es por tanto claro que podemos decir del hombre
sostenido por y creyente en, la gracia, "Invictissime quod bonum est velint, et
hoc deserere invictissime nolint".
El suceso del “Augustinus” fue grande, y se esparció rápidamente a través de
toda Bélgica, Holanda y Francia. Pronto apareció en París una nueva edición, que
llevaba la aprobación de diez doctores de la Sorbona. Por otro lado, el 1 de
Agosto de 1641, un decreto de la Santa Sede condenó el trabajo y prohibió su
lectura; y el año siguiente Urbano VIII renovó la condena e interdicción en su
Bula “In eminenti”. El Papa justificó su sentencia con dos razones principales:
primero, la violación del decreto prohibiendo a los Católicos publicar nada
sobre el tema de la gracia sin autorización de la Santa Sede; segundo, la
reproducción de varios de los errores de Baius. Al mismo tiempo, y en el interés
de la paz, el soberano pontífice impuso interdicción a varios otros trabajos
dirigidos contra el “Augustinus”. A pesar de estas sabias precauciones la Bula,
que algunos pretendieron que era falsificada o interpolada, no fue recibida en
todos lados sin dificultad. En Bélgica, donde el Arzobispo de Mechlin y la
universidad eran bastante favorables a las nuevas ideas, la controversia duró
diez años. Pero fue Francia la que en adelante se convertiría en el principal
centro de agitación. En París, San Cyran, que era poderoso a través de sus
relaciones además de ser muy activo, tuvo éxito en propagar simultáneamente las
doctrinas del “Augustinus” y los principios de una exagerada moral y un
rigorismo disciplinario, todo bajo la pretensión de un retorno a la Iglesia
primitiva. Tuvo especialmente éxito en ganar para estas ideas la influyente y
numerosa familia de Arnauld of Andilly, especialmente Mère Angélique Arnauld,
Abadesa de Port-Royal, y a través de ella las religiosas de ese importante
convento. Cuando murió, en 1643, el Doctor Antoine Arnauld lo sucedió muy
naturalmente en la dirección del movimiento que había creado. El nuevo líder no
perdió tiempo en hacerse valer de manera temible mediante la publicación de su
libro “Sobre la Comunión Frecuente”, que debió haberse titulado con más
propiedad “Contra la Comunión Frecuente”, pero la cual, como estaba escrito con
pericia y un gran despliegue de erudición, no hizo poco para el fortalecimiento
del partido.
Aunque la Sorbona había aceptado la Bula “In eminenti”, y el Arzobispo de París
había proscrito en 1644 el trabajo de Jansenio, continuó siendo divulgado y
recomendado, con el pretexto de que la autoridad no había rechazado una sola
tesis bien determinada. Fue entonces (1649) que Cornet, síndico de la Sorbona,
tomó la iniciativa en una más radical medida; extrajo cinco proposiciones del
muy discutido trabajo, dos del libro “Sobre la Comunión Frecuente”, y los
sometió al juicio de la facultad. Este cuerpo, prevenido por el Parlamento de no
seguir el examen que había comenzado, sometió el asunto a la asamblea general
del clero en 1650. La mayoría consideró más apropiado que fuera Roma la que se
debiera pronunciar, y ochenta y cinco obispos escribieron en este sentido a
Inocencio X trasmitiéndole las primeras cinco proposiciones. Otros once obispos
dirigieron al sumo pontífice una protesta contra la idea de llevar la materia a
juicio en cualquier otro lado que en Francia. Ellos demandaron en cualquier caso
la institución de un tribunal especial, con en el asunto “De auxiliis”, y la
apertura de un debate en el cual los teólogos de ambos lados debería estar
autorizados a presentar sus argumentos. La decisión de Inocencio X fue la que se
podía esperar: él aceptó a lo requerido por la mayoría, teniendo en cuenta tanto
como fuera posible los deseos de la minoría. Fue designada una comisión
constituida por cinco cardenales y trece consultores, algunos de los cuales eran
conocidos de favorecer la absolución. Su laborioso examen duró dos años: llevó a
cabo treinta y seis largas sesiones, de las cuales las últimas diez fueron
presididas por el Papa en persona. El “Augustinus” que, como ha sido dicho,
tenía amigos en el tribunal, fue defendido con habilidad y tenacidad. Finalmente
sus defensores presentaron una tabla de tres columnas, en las cuales distinguían
la misma cantidad de interpretaciones de las cinco proposiciones: una
interpretación Calvinista, rechazada como herética; una Pelagiana o
Semipelagiana, identificada por ellos con la doctrina tradicional, también a ser
dejada de lado; y finalmente, su interpretación, la idea del propio San Agustín,
a la cual no podían más que aprobar. Esta rogatoria, tan diestra como fue, no
evitó la solemne condena, por la Bula “Cum occasione” (31 de Mayo de 1653), de
las cinco proposiciones que eran como sigue:
Algunos de los mandamientos de Dios son imposibles para los hombres justos que
desean y se esfuerzan (por cumplirlos) considerando los poderes que realmente
tienen; la gracia por la cual estos preceptos pueden hacerse posibles, está
también ausente;
En el estado de naturaleza caída nadie resiste nunca la gracia interior;
Para ameritar, o desmeritar, en el estado de naturaleza caída debemos estar
libres de toda limitación externa, pero no de necesidad interior,
Los Semipelagianos admitieron la necesidad de gracia interior preventiva para
todos los actos, aún para el comienzo de la fe; pero ellos cayeron en la herejía
al pretender que esta gracia es tal, que el hombre puede seguirla o resistirla;
Decir que Cristo murió o derramó Su sangre por todos los hombres, es
Semipelagianismo.
Estas cinco proposiciones fueron rechazadas como heréticas, las primeras cuatro
absolutamente y la quinta si es entendida en el sentido de que Cristo murió sólo
por los predestinados. Todas están implícitamente contenidas en la segunda y, a
través de ella, todas están conectadas con la arriba mencionada concepción del
estado de inocencia y de caída original. Si fuera cierto que el hombre caído
nunca resiste la gracia interior (segunda proposición), se sigue que el hombre
justo que viola los mandamientos de Dios no tiene la gracia para observarlos.
Que él por lo tanto los transgrede a través de la inhabilidad de cumplirlos
(primera proposición). Si, sin embargo, ha pecado y por lo tanto demeritado, es
claro que, para perder mérito, la libertad de la indiferencia no es un
requisito, y lo que es dicho del demérito debe también ser dicho de su
correlativo, el mérito (tercera proposición). Por otra parte, si la gracia es a
menudo insuficiente para el justo, desde que caen, es aún más insuficiente para
los pecadores; es por tanto imposible mantener que la muerte de Jesucristo
aseguró a todos los hombres la gracia necesaria para la salvación (quinta
proposición). Si esto fuera así los Semipelagianos estarían en error admitiendo
la distribución universal de una gracia que puede ser resistida (cuarta
proposición).
III. Resistencia de los jansenistas
Bien recibidos por la Sorbona y la Asamblea General del Clero, la Bula “Cum
occasione” fue promulgada con la sanción real. Esto debería haber abierto los
ojos de los partidarios de Jansenio. Se les dio la alternativa de finalmente
renunciar a sus errores o de resistir abiertamente la autoridad suprema. Fueron
arrojados en ese momento en la confusión y en la duda, de la cual Arnauld los
sacó mediante una sutileza: ellos debían, dijo, aceptar la condena de las cinco
proposiciones, y rechazarlas, como hizo el Papa, sólo, que esas proposiciones no
estaban contenidas en el Obispo de Ypres, o si se encontraban en él, era en otro
sentido que el del documento pontificio; la idea de Jansenio era la misma de San
Agustín, a la cual la Iglesia ni pudo, ni quiso, censurar. Esta interpretación
no era sostenible; era contraria al texto de la Bula, no menos que a las
minuciosidad de la discusión que lo había precedido, y a través de la cual estas
proposiciones fueron considerada y presentadas como expresando el sentido del “Augustinus”.
En Marzo de 1564, treinta y ocho obispos rechazaron la interpretación y
comunicaron su decisión al soberano pontífice quien les agradeció y felicitó.
Los Jansenistas persistieron, sin embargo, en una actitud opuesta tanto a la
franqueza como a la lógica. Pronto llegaría para ellos la oportunidad de
sostener todo esto con una teoría completa. Al duque de Liancourt, uno de los
protectores del partido, se le negó la absolución hasta que cambiara sus
sentimientos y aceptara pura y simplemente la condena del “Augustinus”. Arnauld
tomó su lápiz y en dos cartas sucesivas protestó contra tal exigencia. Los
juicios eclesiásticos, dijo, no son todos de igual valor, y no implican las
mismas obligaciones; donde hay una cuestión de verdad o falsedad de una
doctrina, o su origen revelado o su heterodoxia, la Iglesia, en virtud de su
Divina misión está calificada para decidir; es una materia de derecho. Pero si
la duda trata sobre la presencia de esta doctrina en un libro, es un cuestión de
puro hecho humano, el que como tal, no cae bajo la jurisdicción de la autoridad
magistral sobrenatural instituida en la Iglesia por Jesucristo. En el primer
caso, habiendo la Iglesia pronunciado sentencia, no tenemos otra elección que
conformar nuestra creencia a su decisión; en el segundo, su palabra no debería
ser abiertamente contradicha y nos demanda el homenaje de un respetuoso silencio
pero no de un asentimiento interior. Tal es la famosa distinción entre derecho y
hecho, que iba a ser en adelante la base de su resistencia, y a través de la
cual los recalcitrantes pretendieron permanecer Católicos, unidos al cuerpo
visible de Cristo a pesar de toda su obstinación. Esta distinción es a la vez
lógica e históricamente la negación del poder doctrinal de la Iglesia. Pues ¿
cómo es posible enseñar y defender la doctrina revelada si su afirmación o
negación no puede ser discernida en un libro o escrito, cualquiera sea su forma
o su extensión? De hecho, desde el comienzo, los concilios y los papas han
aprobado e impuesto como ortodoxas ciertas fórmulas y ciertos trabajos, y desde
el comienzo han proscrito otras por estar contaminadas con herejía y error.
El expediente ingeniado por Arnauld era tan opuesto tanto a los hechos como a la
razón que un número de Jansenistas que eran más consistentes en su contumacia,
tales como Pascal, se rehusaron a adoptar o a suscribir a la condena de las
cinco proposiciones en cualquier sentido. La gran mayoría, sin embargo, sacó
ventaja de él para conducir a otros al error o para engañarse a si mismos. Más
aún, todos ellos, a través de la interrelación personal, predicando, o
escribiendo, desplegaron una actividad extraordinaria en favor de sus ideas.
Apuntaron especialmente, siguiendo las tácticas inauguradas en San Cyran, a
introducirse en las órdenes religiosas, y en este camino fueron en alguna medida
exitosos, e.g. con el Oratorio de Berulle. Declararon su profunda antipatía y
llevaron una guerra a muerte contra los Jesuitas, en quienes desde el principio
encontraron capaces y decididos adversarios. Esta inspiró las “Provinciales” que
aparecieron en 1656. Estas eran cartas supuestamente dirigidas a un provincial
destinatario. Su autor Blas Pascal, abusando de su admirable genio, prodiga en
ellas los recursos de un estilo cautivante y un inagotable humor sarcástico para
burlarse y criticar a la Compañía de Jesús, por favorecer y propagar un código
moral relajado y corrupto. A este fin, hicieron aparecer como la doctrina
oficial de toda la orden, los errores o imprudencias de algunos miembros,
enfatizándolos con maliciosa exageración. Las “Provinciales” fueron traducidas a
un Latín elegante por Nicole, encubierto para la ocasión bajo el seudónimo de
Wilhelmus Wendrochius. Ellas hicieron un gran daño.
Sin embargo, la Sorbona, declarándose nuevamente contra la facción, condenó por
138 votos contra 68, los últimos escritos de Arnauld, y, al rehusar a someterse,
lo despidió junto con otros sesenta doctores que hicieron causa común con él. La
asamblea de obispos en 1656 marcó como herética la infortunada teoría de derecho
y de hecho, y reportó su decisión a Alejandro VII, que había recientemente
sucedido a Inocencio X. El 16 de Octubre el Papa respondió a esta comunicación
por la Bula "Ad sanctam Beati Petri sedem". Él alabó la clarividente firmeza del
episcopado y confirmó en los siguientes términos la condena pronunciada por su
predecesor: “Declaramos y definimos que las cinco proposiciones han sido
extraídas del libro de Jansenius titulado ‘Augustinus’, y que ellas han sido
condenadas en el sentido del mismo Jansenio y nosotros, una vez más las
condenamos como tales.” Basándose en estas palabras, la Asamblea del Clero del
siguiente año (1657) preparó el borrador de una fórmula de fe correspondiente
con las mismas e hizo su suscripción obligatoria. Los Jansenistas no se
rendirían. Reclamaron que nadie puede exigir una firma mentirosa de aquellos que
no fueron convencidos por la verdad del asunto. Los religiosos de Port Royal
resaltaban especialmente por su obstinación, y el Arzobispo de París, después de
varias infructuosas admoniciones, fue forzado a prohibirles recibir los
sacramentos. Cuatro obispos se aliaron abiertamente con el partido rebelde:
fueron Henri Arnauld de Angers Buzenval de Beauvais, Caulet de Pamiers, y
Pavillon de Aleth. Algunos reclamaron además que solamente el Romano pontífice
tenía el derecho de exigir tal firma. Con el objeto de silenciarlos, Alejandro
VII, a instancia de varios miembros del episcopado, emitió (15 de Febrero de
1664) una nueva Constitución, que comenzaba con estas palabras. “Regiminis
Apostolici”. En ella imponía, con amenaza de penas canónicas por desobediencia,
que todos los eclesiásticos, como así también religiosos, hombres o mujeres,
debían firmar el siguiente y muy explícito formulario:
Yo, (Nombre), sometiéndome a la constitución Apostólica de los soberanos
pontífices, Inocencio X y Alejandro VII, publicadas el 31 de Mayo de 1653 y el
16 de Octubre de 1656, repudiando sinceramente las cinco proposiciones
extractadas del libro de Jansenio titulado ‘Augustinus’, las condeno bajo
juramento en el exacto sentido expresado por ése autor, como las ha condenado la
Sede Apostólica mediante las dos Constituciones mencionadas arriba (Enchiridion,
1099).
Sería un error creer que esta directa intervención del Papa, sostenida como lo
fue por Luis XIV, terminó por completo con la empecinada oposición. Los reales
Jansenistas no experimentaron ningún cambio de sentimiento. Algunos, tales como
Antoine Arnauld y la mayoría de los religiosos de Port-Royal, desafiando tanto a
la autoridad eclesiástica como a la civil, rehusaron firmar, con el pretexto de
que no estaba en el poder de ninguna persona ordenarles a realizar un acto de
hipocresía; otros firmaron, pero protestando al mismo tiempo más o menos
abiertamente de que la misma solamente refería a la cuestión de derecho, que la
cuestión de hecho quedaba reservada y seguiría estándolo, desde que a tal
respecto la Iglesia no tenía jurisdicción, y sobre todo no tenía infalibilidad.
Entre aquellos que resistieron por una restricción explícita y, por tanto, por
el rechazo a firmar el formulario como estaba, deben contarse los cuatro obispos
mencionados arriba. En los mandatos a través de los cuales comunicaron a sus
congregaciones la Bula “Apostolici” no dudaron en mantener expresamente la
distinción entre hecho y derecho. Al ser informado el Papa de esto, condenó a
esos mandatarios el 18 de Enero de 1667. No se detuvo allí, sino que, con el
objeto de salvaguardar tanto a su autoridad como a la unidad de credo, decidió,
con la completa aprobación de Luis XIV, someter la conducta de los culpables a
juicio canónico, y para este propósito designó como jueces a otros nueve
miembros de episcopado Francés.
IV. La Paz de Clemente IX
En medio de todo esto, Alejandro VII murió el 22 de Mayo de 1667. Su sucesor
Clemente IX al principio deseó continuar con el proceso, y confirmó los jueces
designados en todos sus poderes. Sin embargo, el rey, que había mostrado al
principio un gran celo para secundar a la Santa Sede en el asunto, pareció haber
dejado enfriar su ardor. Roma no había considerado conveniente ceder a todos sus
deseos relativos a la formación del tribunal eclesiástico. Junto con su corte
comenzó a sentir aprehensión por temor a que un vendaval golpeara a las
“libertades” de la Iglesia Gala. Los Jansenistas hábilmente volvieron estas
aprensiones en su beneficio. Habían ganado ya varios ministerios de estado,
notablemente Lyon, y tuvieron éxito en ganar para su causa diecinueve miembros
del episcopado, los que en consecuencia escribieron al soberano pontífice y al
rey. En su petición al Papa estos obispos, mientras que afirmaban su profundo
respeto y entera obediencia, observaban que la infalibilidad de la Iglesia no se
extendía a hechos fuera de la revelación. Ellos, además, confundieron los hechos
puramente humanos o puramente personales con los hechos dogmáticos, i.e. tales
como si fueran inferidos por un dogma o estuvieran en conexión necesaria con el
mismo, y bajo el abrigo de esta confusión, ellos concluían por afirmar que su
doctrina, la doctrina de los cuatro obispos acusados, era la doctrina común de
los teólogos más devotos a la Santa Sede, de Baronio, Bellarmine, Pallavicini,
etc. La misma aseveración fue repetida en una forma más audaz en la dirigida al
rey, en la cual ellos hablaban también de la necesidad de protegerse contra las
teorías que fueran nuevas y “dañinas a los intereses y seguridad del Estado”.
Estas circunstancias ocasionaron una muy delicada situación, y había razones
para temer que una severidad demasiado grande llevaría de desastrosos
resultados. Por esta razón el nuevo nuncio, Bargllini, se inclinó hacia un
arreglo pacífico, para el cual obtuvo el consentimiento del papa. D’Estrées, el
Obispo de Laon, fue escogido como mediador, y a su pedido se le asociaron de
Gondren, Arzobispo de Sens. y Vialar, Obispo de Chalons, ambos signatarios de
las dos peticiones recién mencionadas, y que eran, por tanto, amigos de los
cuatro prelados acusados. Se acordó que estos últimos deberían firmar sin
restricciones el formulario y hacérselo firmar de la misma manera a sus clérigos
en sínodos diocesanos, y que estas firmas harían las veces de una expresa
retractación de los mandatarios enviada por los obispos. Siguiendo este arreglo
convocaron sus sínodos, pero, como más tarde se supo, los cuatro dieron
explicaciones orales autorizando un silencio respetuoso en la cuestión de hecho,
y parecería que actuaron así con cierta connivencia de parte de los mediadores,
con desconocimiento, sin embargo, del nuncio y quizás de d’Estrées. Pero esto no
evitó que afirmaran en una común dirigida al soberano pontífice, que ellos
mismos y sus sacerdotes habían firmado el formulario, como se había hecho en
otras diócesis de Francia.
D’Estrées, por su parte, escribió al mismo tiempo: “Los cuatro obispos ya han
conformado, mediante una nueva y sincera firma, con los otros obispos”. Ambas
cartas fueron transmitidas por el nuncio a Roma, donde Lyonne, alegando también
que las firmas eran absolutamente regulares, insistió que el asunto debía darse
por terminado. Por esta razón el Papa, que había recibido estos documentos el 24
de Septiembre, informó del hecho a Luis XIV alrededor del 28 de Septiembre,
expresando su alegría por la “firma pura y simple” que había sido obtenida,
anunciando su intención de restaurar a los obispos en cuestión su favor,
requiriendo al rey que hiciese lo mismo. Sin embargo antes del Sumario de
reconciliación así anunciado fuera enviado a cada uno de los cuatro prelados
involucrado, los rumores que fueron corrientes al principio con relación a su
falta de franqueza crecieron más explícitamente, y tomaron la forma de denuncias
formales y repetidas. Por tanto, por orden de Clemente IX, Bargellini tuvo que
hacer una nueva investigación en París. Como resultado final envió a Roma un
reporte elaborado por Vialar. Este reporte exponía con relación a los cuatro
obispos: “Ellos han condenado e instado a condenar las cinco proposiciones con
toda forma de sinceridad, sin ninguna excepción o restricción en absoluto, en
todo el sentido en el cual la Iglesia las ha condenado”, pero entonces agregaba
explicaciones concernientes a la cuestión de hecho que no fue totalmente libre
de ambigüedad. El Papa, no menos perplejo que antes, designó una comisión de
doce cardenales para obtener información. Ellos consiguieron, al parecer, la
prueba del lenguaje usado por los obispos en sus sínodos. De todos modos, en
consideración de las muy graves dificultades que hubieran resultado de la
apertura de todo el caso nuevamente, la mayoría de la comisión sostuvo que
podían y debían atenerse prácticamente al testimonio de los documentos oficiales
y especialmente a aquella del ministro Lyonne relativa a la realidad de la
“firma pura y simple”, enfatizando al mismo tiempo nuevamente este punto como la
base esencial y la condición sine qua non de la paz.
Los cuatro Sumarios de reconciliación fueron entonces diseñados y despachados;
ellos llevan la fecha del 19 de Enero de 1669. En ellos Clemente IX recuerda el
testimonio que ha recibido “concerniente a la real y completa obediencia con la
que ellos sinceramente han suscripto al formulario, condenando las cinco
proposiciones sin ninguna excepción o restricción, acordando en todos los
sentidos en los que los mismos han sido condenados por la Santa Sede”. Él
resalta más adelante que estando “lo más firmemente resuelto a sostener las
constituciones de sus predecesores, él nunca habría admitido una sola
restricción o excepción”. Estos preámbulos eran tan explícitos y formales como
era posible. Ellos prueban, especialmente cuando se los compara con los términos
y objetos del formulario de Alejandro VII, cuán equivocados estaban los
Jansenistas al celebrar este fin del asunto como un triunfo de su teoría; como
la aceptación por el Papa mismo de la distinción entre derecho y hecho. Por otra
parte está claro desde el completo curso de las negociaciones que la lealtad de
estos campeones de tan inmaculado y firme código moral, era más que dudoso. En
todos los casos, la secta medraba mediante la confusión que habían creado estas
maniobras para extender sus conquistas aún más lejos y obtener un más fuerte
control sobre varias congregaciones religiosas. Esto fue favorecido por
distintas circunstancias. Entre ellas deben ser incluidas la creciente
infatuación en Francia por la así llamada Libertades Gálicas, y en consecuencia
una cierta actitud de desafío, o al menos de indocilidad, hacia la autoridad
suprema; también la Declaración de 1682, y finalmente el infortunado asunto del
Régale. Merece destacarse que en este último conflicto fueron dos obispos
Jansenistas del más profundo tinte quienes más enérgicamente sostuvieron los
derechos de la Iglesia y de la Santa Sede, mientras que gran número de otros
rápidamente se inclinaron ante las arrogantes pretensiones del poder civil.
V. El jansenismo a comienzos del siglo XVIII
A pesar de la continuidad en la reticencia y equivocación que permitió, la “Paz
de Clemente IX” encontró cierta justificación a su nombre por el período de
relativa calma que le siguió, y que duró hasta el fin del siglo diecisiete.
Muchas mentes estaban cansadas de la incesante disputa, y este mismo cansancio
favoreció el cese de las polémicas. Además el mundo Católico y la Santa Sede
estaba, en ese tiempo, preocupado por una multitud de graves cuestiones y, a
través de la fuerza de las circunstancias el Jansenismo fue relegado a segundo
lugar. Ya se ha hecho mención a los signos del recrudecimiento del Galicanismo
en los Cuatro Artículos de 1682, y en las peleas de la cual fue sujeta la Régale.
A este período pertenece el agudo conflicto relativo a las licencias, o el droit
d’asile (derecho de asilo), el odioso privilegio concerniente al cual Luis XIV
mostró una obstinación y arrogancia que superaba todos los límites (1687).
Además, las doctrinas Quietistas esparcidas por Molinos, las cuales sedujeron
por un breve período aún al pío y culto Fenelón, como así también las relajadas
opiniones de ciertos moralistas, proveyeron material para muchas condenas de
parte de Inocencio XI, Alejandro VII e Inocencio XII. Finalmente, apareció otro
apasionado debate que llevó a la arena a varios grupos de los más distinguidos y
mejor intencionados teólogos, y que fue definitivamente cerrada por Benedicto
XIV, propiamente la controversia relativa a los ritos Chinos y Malabares. Todas
estas causas combinadas distrajeron por un tiempo la atención pública de los
contenidos y de los partidarios del “Augustinus”. Además, el “Jansenismo” estaba
comenzando a servir como marca para tendencias bastante divergentes, ninguna de
las cuales merecieron igual reprobación. Los irremediablemente Jansenistas,
aquellos que persistieron a pesar de todo en sostener el principio de la gracia
necesaria y de los consecuentes errores de las cinco proposiciones, habían casi
desaparecido con Pascal. El remanente del partido realmente Jansenista
comprometido a la sumisión pura y simple, asumió una conducta mucho más
cautelosa. Los miembros rechazaron la expresión “gracia necesaria”
sustituyéndola por la de la gracia eficaz “en sí misma” buscando por tanto
identificarse con los Tomista y los Agustinianos.
Abandonando el llanamente herético sentido de las cinco proposiciones, y
repudiando cualquier intención de resistir a la autoridad legítima, se
confinaron a si mismos a la negación de la infalibilidad de la Iglesia con
relación a los hechos dogmáticos. Entonces, también, permanecieron todavía como
predicadores de un rigorismo desalentador, que adornaban con los nombres de
virtud y austeridad, y, bajo el pretexto de combatir abusos, antagonizaban
abiertamente incontestables características del Catolicismo, especialmente su
unidad de su gobierno, la continuidad tradicional de sus costumbres, y el
legítimo papel que jugaban en el credo el corazón y el sentimiento. Con todas
sus habilidosas atenuaciones llevaban la marca del chato, innovador y árido
espíritu del Calvinismo. Estos fueron los fins Jansénistes. Formaron en adelante
la mayor parte de la secta, o mejor aún, en ellos se resumió la secta
propiamente dicha. Pero aparte de ellos, aunque al lado de ellos, y limitando
con sus tendencias y creencias, la historia señala a dos grupos bastante bien
definidos conocidos como los “Jansenistas engañados” y los “cuasi Jansenistas”.
Los primeros eran, de buena fe, bastante como eran los Fin Jansénist por su
sistema y tácticas: nos aparecen como convencidos adversarios de la gracia
necesaria, pero no menos sinceros defensores de la gracia eficaz; rigoristas en
cuestiones morales y sacramentales, a menudo opuestos, como los Parlamentarios,
a los derechos de la Santa Sede; generalmente favorables a las innovaciones de
la secta en materia de culto y disciplina. La segunda categoría es la de los de
matices Jansenistas. Mientras permanecían dentro de los límites en cuanto a
opiniones teológicas, se declaraban contra la realmente relajada moralidad,
contra las devociones populares exageradas y otros abusos similares. La mayoría
eran en el fondo celosos Católicos, pero su celo, de acuerdo con el de los
Jansenistas en tantos puntos, asumió, por así decirlo, el color externo del
Jansenismo, y eran atraídos a una más cercana simpatía con el partido en
proporción a la confianza que les inspiraba. Aún más que los Jansenistas
“engañados” ellos eran extremadamente útiles protegiendo a los sectarios y
asegurándoles, de parte de los pastores y de la multitud de los creyentes, el
beneficio del silencio o de cierta indulgencia.
Pero el error subsistió muy activo en los corazones de los reales Jansenistas
como para hacer perdurar esta situación mucho tiempo. Al principio del siglo
dieciocho se manifestó por un doble acontecimiento que revivió todos los
conflictos y problemas. La discusión comenzó nuevamente con relación al “caso de
conciencia” de 1701. Se presumía que una conferencia provincial debía preguntar
si se podía dar la absolución a un clérigo que sostuvo en ciertos puntos los
sentimientos “de aquellos llamados Jansenistas”, especialmente aquel de
respetuoso silencio sobre la cuestión de hecho. Cuarenta doctores de la
Sorbonnet – entre ellos algunos de gran renombre, como Natalis Alexander –
decidieron afirmativamente. La publicación de esta decisión levantó a todos los
Católicos iluministas, y el “caso de conciencia” fue condenado por Clemente XI
(1703), por el Cardenal de Noailles, Arzobispo de París, por un gran número de
obispos, y finalmente por las facultades de teología de Lovaina, Douai y París.
Esta última, sin embargo, como indicaría su lentitud, no arribó a esta decisión
sin dificultad. Los doctores firmantes, estaban aterrorizados por la tormenta
que habían dejado desatar, y, o bien se retractaron o explicaron su acción lo
mejor que pudieron, con la excepción del autor de todo el movimiento, Dr.
Petitpied, cuyo nombre fue borrado de las listas de la facultad. Pero los
Jansenistas, aunque presionados duramente por algunos y abandonados por otros,
no se rindieron. Por esta razón Clemente XI, a requerimiento de los Reyes de
Francia y España, emitió el 16 de Julio de 1705, la Bula "Vineam Domini Sabaoth"
(Enchiridion, 1350) en la cual formalmente declaraba que el silencio respetuoso
no era suficiente para la obediencia debida a las constituciones de sus
predecesores. Esta Bula, recibida con sumisión por la asamblea del clero de
1705, en la cual solamente el Obispo de Saint Pons rehusó obstinadamente a
acordar con la opinión de sus colegas, fue a posteriori promulgada como ley del
Estado. Puede decirse que había oficialmente terminado ese período de medio
siglo de agitación ocasionado por la firma del formulario. También terminó la
existencia de Port Royal des Champs, que hasta ese momento había permanecido
como un centro notorio y semillero de la rebelión.
Cuando se propuso a los religiosos que deberían aceptar la nueva Bula,
manifestaron que consentirían solamente con esta cláusula: “que esto era sin
derogar lo que había tenido lugar con relación a ellos en el tiempo de la paz de
la Iglesia bajo Clemente XI”. Esta restricción trajo nuevamente a la atención su
entero pasado, como se mostraba claramente por sus explicaciones, y por tanto
hizo de su sumisión una falsa pretensión. El Cardenal de Noailles los urgió en
vano; les prohibió los sacramentos, y dos de los religiosos murieron sin
recibirlos, a menos que se los diera secretamente algún sacerdote disfrazado.
Como todas las medidas habían fallado, era el tiempo límite para poner fin a
esta escandalosa resistencia. Una Bula suprimió el título de la Abadía de Port
Royal des Champs, y reunió esa casa comunitaria y sus propiedades a la casa de
París. La Corte dio órdenes perentorias para una pronta ejecución, y, a pesar de
todos los medios de dilación ideados y llevados a cabo por aquellos interesados,
la sentencia pontificia tuvo efecto completo. El coro religioso sobreviviente
fue desparramado entre los conventos vecinos a la diócesis destruida (29 de
Octubre de 1709). Esta separación tuvo los buenos resultados deseados. Todas las
monjas rebeldes terminaron por someterse, salvo una, la madre priora, que murió
en Blois sin los sacramentos, en 1716. El Gobierno, deseando erradicar aún los
rastros de este nido de errores, como lo llamó Clemente XI, destruyó todos los
edificios y llevó a otro lugar los cuerpos enterrados en el cementerio.
Durante las disputas relacionadas con el “caso de conciencia”, apareció
cautamente en escena otro libro “Augustinus”, preñado de tormentas y
tempestades, tan violento como el primero. El autor era Paschase Quesnel, un
miembro principal del Oratorio Francés, pero expulsado de esa congregación por
sus opiniones Jansenistas(1684), y desde 1689 un refugiado en Bruselas con el
anciano Antoine Arnauld a quien sucedió en 1696 como líder del partido. El
trabajo había sido publicado parcialmente antes, en 1671, en un volumen de 12
hojas titulado "Abrégé de la morale de l'Evangile, ou pensées chrétiennes sur le
texte des quatres évangélistes". Apareció con la cordial aprobación de Vialar,
Obispo de Chàlons, y, gracias a un estilo a la vez atractivo y lleno de unción
que parecía en general reflejar una sólida y sincera piedad, pronto se encontró
con gran suceso. Pero en el posterior desarrollo de su trabajo, Quesnel lo
extendió a la totalidad del Nuevo Testamento. Lo publicó en 1693, en una edición
que comprendía cuatro grandes volúmenes titulada "Nouveau testament en francais
avec des réflexions morales sur chaque verset". Esta edición, además de la
temprana aprobación de Vialar que inoportunamente llevaba, fue formalmente
aprobada y calurosamente recomendada por su sucesor, de Noailles, quien, como
mostraron los acontecimientos subsiguientes, actuó imprudentemente en el asunto
y sin haber sido bien informado de los contenidos del libro. Las “Réflexions
morales” de Quesnel reproducían, de hecho, las teorías de la irresistible
ineficacia de la gracia y las limitaciones de la voluntad de Dios con relación a
la salvación del hombre. Por tanto ellas pronto suscitaron la más aguda crítica,
y al mismo tiempo atrajeron la atención de los guardianes de la Fe. Los obispos
de Apt (1703) Nevers (1704), Nevers y Besancon (1707) las condenaron, y, después
de un informe de la Inquisición, Clemente XI las proscribió por medio del
Sumario “Universi dominici” (1708) por contener las proposiciones ya condenadas
y por un sabor manifiesto a la “herejía Jansenista”. Dos años después (1710) los
Obispos de Lucon y La Rochelle prohibieron la lectura del libro.
Su ordenanza, anunciada en la capital, generó un conflicto con Noailles, quien,
habiéndose convertido en cardenal y Arzobispo de París, se vio en la necesidad
de retractarse de la aprobación anteriormente otorgada en Chalons. Sin embargo,
como dudara en dar este paso, debido menos a su adhesión al error que a su amor
propio, Luis XIV le pidió al Papa que emitiera una constitución solemne y
pusiera fin al problema. Clemente XI sometió al libro a un nuevo y muy minucioso
examen, y en la Bula “Unigenitus” (8 de Septiembre de 1713) condenó 101
proposiciones que, en sí mismas y fuera del contexto, parecían tener un sentido
ortodoxo. Noailles y con él otros ocho obispos, aunque no rehusaron proscribir
el libro, tomaron este pretexto para pedir explicaciones a Roma antes de aceptar
la Bula. Esto fue el comienzo de largas discusiones cuya gravedad se incrementó
con la muerte de Luis XIV (1715), quien fue sucedido en el poder por Felipe
d’Orléans. El regente tomó una mucho menos decidida posición que su predecesor,
y el cambio pronto tuvo su efecto en varios centros, especialmente en la Sorbona,
donde los sectarios habían tenido éxito en ganar la mayoría. Las facultades de
París, Reims y Nantes, que habían recibido la Bula, revocaron su previa
aceptación. Cuatro obispos fueron aún más lejos, al recurrir a un expediente que
hasta entonces sólo recordaba a los herejes o cismáticos declarados, y que
estaba esencialmente en discrepancia con el concepto jerárquico de la Iglesia; a
partir de la Bula “Unigénitus” apelaron a un concilio general (1717). Su ejemplo
fue seguido por algunos de sus colegas, por cientos de clérigos y religiosos,
por el Parlamento y, la magistratura de Noailles, por largo tiempo indecisa y
siempre inconsistente, terminó también apelando, pero “desde el papa obviamente
equivocado al Papa mejor informado y a un concilio general”.
Clemente XI, sin embargo, en la Bula "Pastoralis officii" (1718), condenó la
apelación y excomulgó a los apelantes. Pero esto no desarmó la oposición, que
apeló la segunda Bula como había apelado la primera. Noailles mismo publicó la
nueva apelación, no ya principalmente al Papa “mejor informado”, sino al
concilio, y el Parlamento de París, suprimió la Bula “Pastoralis”. La
multiplicidad de estas defecciones y el arrogante clamor de los apelantes
podrían dar la impresión de que constituían, si no la mayoría, una muy
importante minoría. Este, sin embargo, no era el caso y la principal evidencia
de esto radica en el bien establecido hecho de que enormes sumas fueron
dedicadas a pagar por estas apelaciones. Tras conceder crédito a estas
vergonzosas y sugestivas compras, encontramos entre los apelantes, un cardenal,
cerca de dieciocho obispos y trescientos clérigos. Pero dentro mismo de Francia,
encontramos opuestos a ellos cuatro cardenales, unos cien obispos y cien mil
clérigos, es decir, la unanimidad moral de la clerecía. ¿Qué decir, entonces,
cuando este puñado de protestantes se compara con la totalidad de las Iglesias
de Inglaterra, Países Bajos, Alemania, Hungría, Italia, Nápoles, Saboya,
Portugal, España, etc., las que, al requerírseles se pronunciaran, lo hicieron
proscribiendo la apelación como un acto de cismática y tonta revuelta? Sin
embargo, las polémicas continuaron por varios años. El retorno a la unidad del
Cardenal de Noaillers, quien se sometió sin restricción en 1728, seis meses
antes de su muerte, fue un notable golpe al partido de Quesnel. Desde entonces
su crecimiento se hizo continuamente menor, de modo tal que ni aún las escenas
que tuvieron lugar en el cementerio Saint-Médrard, de las que se hace mención
más adelante, lo restauraron. Pero los Parlamentos, ansiosos de declararse y
aplicar sus principios realistas y Galicanos, continuaron rehusándose por un
largo tiempo a recibir la Bula “Unigenitus”. Lo hicieron incluso una ocasión
para entrometerse de modo escandaloso en la administración de los sacramentos, y
de perseguir obispos y sacerdotes acusados de rechazar la absolución de aquellos
que no se sometieran a la Santa Sede.
VI. Los Convulsivos
Hemos revisado la larga serie de medidas defensivas ideadas por el rechazo
Jansenista a las cinco proposiciones sin rechazar el “Augustinus”, explícita
distinción entre la cuestión de derecho y la cuestión de hecho; la restricción a
la infalibilidad eclesiástica sobre la cuestión de derecho; las tácticas del
silencio respetuoso, y la apelación a un concilio general. Ellos habían agotado
todos los expedientes de una discusión teológica y canónica más obstinada que
sincera. Ni uno solo de ellos les había servido de nada en el estrado de la
correcta razón o de la autoridad legítima. Pensaron entonces invocar en su favor
el testimonio de Dios Mismo, o sea, milagros. Uno de ellos, un apelante, un
rigorista al punto de haberse pasado una vez dos años sin comunicarse, y el
restante tiempo dado a una vida retirada y penitente, el diácono Francisco de
París, había muerto en 1727. Ellos pretendieron que en su tumba, en el pequeño
cementerio de Saint-Médrar, habían tenido lugar curas maravillosas. Un caso
alegado como tal fue examinado por de Vintimille, Arzobispo de París, quien con
pruebas en la mano lo declaró falso e imaginario (1731). Pero otras curas fueron
reivindicadas por el partido, y tan publicitadas por todas parte que pronto
enfermos y curiosos llegaron en bandadas al cementerio. Los enfermos
experimentaban extrañas agitaciones, conmociones nerviosas, ya fueran reales o
simuladas. Caían en violentas transportaciones y lanzaban invectivas contra el
Papa y los obispos como los convulsivos de Cévennes habían denunciado al papado
y a la Misa. En la excitada multitud se destacaban especialmente las mujeres,
gritando, chillando, arrojándose a si mismas, a veces asumiendo las más
asombrosas e indecorosas posturas. Para justificar estas extravagancias, los
admiradores complacientes habían recurrido a la teoría del “figurismo”. Como a
sus ojos el hecho de la aceptación general de la Bula “Unigenitus” era la
apostasía predicha en el Apocalipsis, por tanto las escenas ridículas y
repugnantes protagonizadas por sus amigos simbolizaban el estado de conmoción
que, de acuerdo con ellos, involucraba todo en la Iglesia. Regresaron por tanto
a una tesis fundamental tal cual había sido encontrada en Jansenio y San Cyran y
estos últimos habían tomado de los Protestantes. El periódico "Nouvelles
Ecclesiastiques", había sido fundado en 1729 para defender y propagar esas ideas
y prácticas, y las “Nouvelles” fueron profusamente divulgadas, gracias a los
recursos pecuniarios provistos por el Boîte à Perrette, nombre dado más tarde al
capital o fondo común de la secta iniciada por Nicole, y que creció tan
rápidamente que excedió el millón de unidad de moneda. Había hasta entonces
servido principalmente, para sufragar el costo de las apelaciones y para
sostener, tanto en Francia como en Holanda, a los religiosos, hombres y mujeres,
que habían desertado de sus conventos o congregaciones por el bien del
Jansenismo.
El cementerio de Saint-Médard, habiéndose convertido en la escena de
exhibiciones tan tumultuosas como indecentes, fue cerrado por orden de la corte
en 1732. La oeuvre des convulsions, como sus partidarios la llamaban, no fue sin
embargo abandonada. Las convulsiones reaparecieron en casas privadas con las
mismas características, pero más deslumbrantes. Por lo tanto, y con algunas
excepciones, se posesionaban solamente de jóvenes mujeres, las que, se decía,
poseían la divina gracia de la curación. Pero lo que era más asombroso era que
sus cuerpos, sujetados durante la crisis a todo tipo de pruebas muy dolorosas,
parecían al mismo tiempo insensibles e invulnerables; no eran heridas por los
más filosos instrumentos, o magulladas por enormes pesos o golpes de increíble
violencia. Una convulsiva, apodada “la Salamandra”, permaneció suspendida por
más de nueve minutos sobre un brasero ardiente, envuelta sólo en una sábana, que
también permaneció intacta en medio de las llamas. Pruebas de este tipo habían
recibido en el lenguaje de la secta la denominación de secours, y los
secouristes, o partidarios de los secours, distinguían entre los petits secours
y los grands secours; se suponía que sólo estos últimos requerían fuerza
sobrenatural. A esta altura, una ola de desafío y oposición surgió entre los
mismos Jansenistas. Treinta doctores apelantes, abiertamente declararon por
consentimiento común contra las convulsiones y los secours . Surgió una vívida
discusión entre secouristes y anti- secouristes. Los secouristes a su vez pronto
se dividieron entre discernantes y melangistes, los primeros distinguiendo entre
el trabajo en si mismo y sus grotescas u objetables presentaciones, mientras que
los segundos consideraban las convulsiones y los secours como un único trabajo
proveniente de Dios, en los cuales aún los elementos impactantes tenían un
propósito y significado
Sin entrar más allá en los detalles de estas distinciones y divisiones, nos
podemos preguntar cómo podemos juzgar lo que tuvo lugar en el cementerio de
Saint-Médrard y las materias conectadas con ellos. Más allá de todo lo que pueda
ser dicho sobre el tema, lo cierto es que no había en absoluto rastro del sello
Divino en estos hechos. Es innecesario recordar el principio de San Agustín de
que todos los prodigios consumados fuera de la Iglesia, especialmente aquellos
contra la Iglesia, son por este mismo hecho más que sospechosos: "Praeter
unitatem, et qui facit miracula nihil est". Solamente dos cosas merecen
remarcarse. Muchos de los así llamadas curas milagrosas fueron sujeto de
investigación judicial, y fue probado que estaban basadas sólo en testimonios
que eran falsos, interesados o preconcertados , y más de una vez retractados, o
por lo menos sin valor, ecos de enfermedades y fanáticas imaginaciones. Más aún,
las convulsiones y los secours ciertamente tenían lugar bajo circunstancias que
el mero buen gusto rechazaría como indigno de la Divina sabiduría y santidad. No
sólo eran las curas, ambas reconocidas y reivindicadas, suplementarias una de
otras, sino que las curas, convulsiones y secours pertenecían al mismo orden de
hechos y tendían al mismo concreto fin. Estamos por lo tanto en lo justo al
concluir que el dedo de Dios no aparecía en el todo ni en ningunas de sus
partes. Por otro lado, aunque el fraude fue descubierto en varios casos, es
imposible atribuir todas ellas indiscriminadamente a triquiñuelas o simplicidad
ignorante. Hablando críticamente, la autenticidad de algunos fenómenos
extraordinarios está fuera de duda, ya que tuvieron lugar públicamente y en
presencia de testigos confiables, particularmente Jansenistas anti-secoruristas.
Subsiste la cuestión de si todos estos prodigios son explicables por causas
naturales, o si la acción directa del Demonio puede ser reconocida en algunos de
ellos. Cada una de estas opiniones tiene sus adherentes, pero la primera parece
difícil de ser mantenida a pesar, y en parte quizás por, la luz que han arrojado
sobre el problema recientes experimentos en sugestión, hipnotismo y espiritismo.
De cualquier modo que sea, una cosa es cierta, las cosas aquí relatadas
sirvieron solamente para desacreditar la causa del partido que las explotó. A la
larga, los propios Jansenistas comenzaron a sentirse avergonzados de tales
prácticas. Los excesos conectados con las mismas forzaron a intervenir a la
autoridad civil en más de una ocasión, por lo menos suavemente, pero esta
creación de fanatismo sucumbió al ridículo y murió por su propia mano.
VII. El jansenismo en Holanda y el cisma de Utrecht
Injurioso como era el Jansenismo a la religión y a la Iglesia en Francia, no
condujo allí a un cisma propiamente dicho. Lo mismo no se mantuvo tan bien en
los Países Bajos Holandeses, a los cuales hacía tiempo que habían tomado como
lugar de encuentro los más importantes y profundamente implicados de los
sectarios, encontrando allí bienvenida y seguridad. Desde que las Provincias
Unidas se habían, en su mayor parte, convertido al Protestantismo, los Católicos
habían vivido bajo la dirección de vicarios Apostólicos. Infortunadamente estos
representantes del Papa pronto fueron ganados a las doctrinas e intrigas de las
cuales el “Augustinus” era el origen y centro. De Neercassel, Arzobispo titular
de Castoria, quien gobernó toda la iglesia en los Países Bajos desde 1663 a
1686, no hacía ningún secreto de su intimidad con el partido. Bajo él, el país
comenzó a transformarse en el refugio de todos aquellos cuya obstinación forzaba
a abandonar Francia y Bélgica. Llegaban allí hombres tales como Antoine Arnauld,
du Vaucel, Gerberon, Quesnel, Nicole, Petitpied, como así también una cantidad
de pastores, monjes y monjas que prefirieron el exilio a la aceptación del las
Bulas pontificias. Un gran número de estos desertores pertenecían a la
Congregación del Oratorio, pero otras órdenes compartieron con ella esta
desafortunada distinción. Cuando la fiebre de las apelaciones estaba en su
apogeo, veintiseis Cartujos de la casa de París escaparon de su claustro durante
la noche y huyeron a Holanda. Quince Benedictinos de la Abadía de Orval, en la
Diócesis de Trier, dieron el mismo escándalo. Pedro Codde, que sucedió a
Neercassel en 1686, y que portaba el título de Arzobispo de Sebaste, fue más
lejos aún que su predecesor. Se rehusó a firmar el formulario y, cuando fue
convocado a Roma, se defendió tan pobremente que se le prohibió primero, el
ejercicio de sus funciones, y luego se lo depuso por un decreto de 1704. Murió
aún obstinado en 1710. Había sido reemplazado por Gerard Potkamp, pero esta
designación y aquellas que le siguieron fueron rechazadas por una sección del
clero, a la que los Estados-Generales prestaron su apoyo. El conflicto duró un
largo tiempo, durante el cual las funciones episcopales no fueron cumplidas. En
1723 el Capítulo de Utrecht, i.e. un grupo de siete u ocho sacerdotes que
asumieron este nombre y calidad con el objeto de poner fin a una precaria y
Dolorosa situación, eligieron, bajo su propia autoridad, a uno de sus miembros,
Cornelius Steenhoven, como arzobispo de la misma ciudad, el que entonces ocupó
el cargo de vicario general. Esta elección no fue canónica, y no fue aprobada
por el Papa. Steenhoven sin embargo, tuvo la audacia de hacerse consagrar por
Varlet, un antiguo obispo misionero y coadjutor del Obispo de Babilonia, y que
estaba en esos momentos suspendido, interdicto y excomulgado. El, por tanto,
consumó el cisma; interdicto del mismo modo y excomulgado, murió en 1725. Los
que lo habían elegido derivaron su apoyo a Barchman Wuitiers, que había
recurrido al mismo consagrante. El desafortunado Varlet vivió lo suficiente para
administrar la unción episcopal a dos sucesores de Barchman, van der Croon y
Meindarts. El único sobreviviente de esta lamentable línea, Meindarts, corrió el
riesgo de ver su dignidad extinta con él. Para evitarlo, se crearon las Diócesis
de Haarlem (1742) y Deventer (1757), y se subordinaron a Utrecht. Pero Roma
siempre rehusó ratificar estos actos inusualmente irregulares, replicando
invariablemente a la notificación de cada elección con una declaración de
anulación y una sentencia de excomunión contra los elegidos y sus adherentes.
Sin embargo, a pesar de todo, la comunidad cismática de Utrecht ha prolongado su
existencia hasta los tiempos modernos. En el presente cuenta con cerca de 6000
miembros en las tres diócesis unidas. Sería escasamente notada si en el último
siglo no se hubiese hecho oír protestando contra el restablecimiento por Pío IX
de la jerarquía Católica en Holanda (1853), declarándose contrarios a los dogmas
de la Inmaculada Concepción (1854) y de la Infalibilidad Papal (1870), y
finalmente, después del Concilio Vaticano, aliándose con los “Católicos Viejos”,
cuyo primer, así llamado, obispo ellos consagraron.
VIII. Declinación y fin del jansenismo
Durante la segunda mitad del siglo dieciocho, la influencia del Jansenismo se
prolongó tomando varias formas y ramificaciones, y extendiéndose a otros países
distintos de aquellos en los cuales los hemos seguido hasta ahora. En Francia,
los Parlamentos continuaron pronunciando sentencias, inflingiendo multas y
confiscaciones, suprimiendo ordenanzas episcopales, y hasta dirigiendo protestas
al rey en defensa del pretendido derecho de los apelantes a su absolución y a la
recepción de los últimos sacramentos. En 1756 rechazaron un muy moderado decreto
de Benedicto XIV regulando la materia. Una declaración real confirmando la
decisión Romana no halló favor a sus ojos, y requirió de toda la fortaleza
restante de la monarquía para compelerlos a registrarla. Los sectarios parecían
desprenderse gradualmente de la primitiva herejía, pero mantenían inclaudicable
el espíritu de insubordinación y cisma, el espíritu de oposición a Roma, y sobre
todo, un odio mortal a los Jesuitas. Habían hecho votos por la ruina de esa
orden, a la que siempre encontraron bloqueándoles el camino, y con el objeto de
obtener su fin, sucesivamente indujeron a príncipes y ministros Católicos en
Portugal, Francia, España, Nápoles, el Reino de las Dos Sicilias, el Ducado de
Parma, y en otros lugares a que unieran sus manos con los peores líderes de la
impiedad y filosofismo. La misma tendencia fue desplegada en el trabajo de
Febronio, condenado (1764) por Clemente XIII; e, inculcado a José II por su
consejero Godefried van Swieten, un discípulo de la revoltosa iglesia de Utrech,
convirtiéndose en el principio de innovaciones y conmociones eclesiásticas
decretadas por el sacristán-emperador (ver FEBRONIANISMO). Hizo estragos de modo
similar en Toscana bajo el gobierno del Gran Duque Leopoldo, hermano de José II;
y encontró otra manifestación en el Sínodo de Pistoia (1786), los decretos del
cual, al mismo tiempo la quintaesencia del Galicanismo y de la herejía del
Jansenismo, fueron reprobados por la Bula de Pío VI, "Auctorem fidei" (1794).
Sobre el suelo Francés , los restos del Jansenismo no fueron completamente
extinguidos por la Revolución Francesa, sino que sobrevivieron en algunas
personalidades destacables, tales como el constitucional Obispo Grégoire, y en
algunas congregaciones religiosas como las Hermanas de Santa Marta, quienes no
retornaron como cuerpo a la verdad y unidad Católica hasta 1847. Pero su
espíritu sobrevivió, especialmente en el rigorismo que por un largo tiempo
dominó la práctica de la administración de los sacramentos y la enseñanza de la
teología moral. En un gran número de seminarios Franceses, la “Théologie” de
Bailly, que estaba impregnada por este rigorismo, permaneció como el libro de
texto estándar hasta que en 1852 Roma lo puso en el Index “donee corrigatur”.
Entre aquellos que aún antes de esto habían trabajado enérgicamente en su
contra, principalmente ofreciendo en oposición las doctrinas de San Alfonso, dos
nombres merecen especial mención: Gousset, cuya "Théologie morale" (1844) había
sido precedida por su "Justification de la theologie morale du bienheureux
Alphonse-Marie Liguori" (2nd ed., 1832) y Jean-Pierre Berman, profesor en el
seminario de Nancy por veinte años (1828-1853), y autor de una Theologia moralis
ex S. Ligorio" (7 vols., 1855).
Tal es, en resumen, la explicación histórica del Jansenismo, su origen, sus
fases, y su declinación. Es evidente que, además de su adhesión al “Augustinus”
y su rigorismo en moral, se distingue entre las herejías por sus taimados
procedimientos, chicanas y falta de franqueza de parte de sus adherentes,
especialmente su pretensión de permanecer Católicos sin renunciar a sus errores,
de seguir en la Iglesia a pesar de la propia Iglesia, mediante hábiles elusiones
o haciendo frente con impunidad a las decisiones de la suprema autoridad. Tal
conducta no tiene, sin duda, paralelo en los anales de la Cristiandad previos a
la irrupción del Jansenismo, de hecho, sería increíble si no encontráramos en
nuestros días, en ciertos grupos de Modernistas, ejemplos de esta asombrosa y
absurda duplicidad. Las deplorables consecuencias, tanto teóricas como
prácticas, del sistema Jansenista y de las polémicas que ocasionó, pueden
rápidamente deducirse de lo que ha sido dicho y de la historia de los últimos
pocos siglos.
J. FORGET
Transcribed by Tomas Hancil
Traducido por Luis Alberto Alvarez Bianchi