Iglesia
EnciCato
El término iglesia es el nombre empleado para traducir el griego ekklesia (ecclesia),
término con el que los autores del Nuevo Testamento designan a la sociedad
fundada por Nuestro Señor Jesucristo. El término inglés church (en anglosajón
cirice, circe; en alemán moderno, Kirche; en sueco, Kyrka) es el nombre empleado
por los idiomas teutónicos para traducirlo. El origen de esta palabra ha sido
muy debatido. Hoy se admite que procede del griego kyriakon (cyriacon), esto es,
la casa del Señor, un término que desde el Siglo III se utilizaba, tanto como el
de ekklesia, para significar un lugar de culto cristiano. Aunque una expresión
menos usual, ésta es la que aparentemente obtuvo éxito entre las razas
teutónicas. Las tribus norteñas se habían acostumbrado a saquear las iglesias
del imperio, mucho antes de su propia conversión. De ahí que, incluso antes de
la llegada de los sajones a Gran Bretaña, su idioma hubiera adquirido palabras
que designaban algunos de los aspectos externos de la religión cristiana.
Este artículo se ordena como sigue:
I. El término Ecclesia
II. La Iglesia en las profecías
III. Su constitución por Cristo; la Iglesia tras la Ascensión
IV. Su organización por los Apóstoles
V. La Iglesia, Sociedad Divina
VI. La Iglesia, medio necesario de Salvación
VII. Visibilidad de la Iglesia
VIII. El Principio de Autoridad; Infalibilidad; Jurisdicción
IX. Miembros de la Iglesia
X. Indefectibilidad de la Iglesia; Continuidad
XI. Universalidad de la Iglesia; Teoría de la “Rama”
XII. Notas de la Iglesia
XIII. La Iglesia, una Sociedad perfecta
I. EL TÉRMINO ECCLESIA
Para comprender la fuerza precisa de esta palabra, se debe decir en primer lugar
algo respecto a su empleo por los traductores de la versión de los Setenta del
Antiguo Testamento. Aunque en uno o dos lugares (Salmos, 25, 5; Judit, 6, 21;
etc.) se usa la palabra sin significación religiosa, meramente en el sentido de
“asamblea”, éste no es habitualmente el caso. Ordinariamente se emplea como el
equivalente griego del hebreo qahal, esto es, la entera comunidad de los hijos
de Israel contemplada en su aspecto religioso. Dos palabras hebreas se emplean
en el Antiguo Testamento para significar la congregación de Israel, a saber,
qahal y ‘êdah. En los Setenta se traducen, respectivamente, como ekklesia y
synagoge. Así en Proverbios, 5, 14, donde las palabras aparecen juntas, “en
medio de la iglesia y la congregación”, la traducción griega es en meso
ekklesias kai synagoges. La distinción en realidad no se observa rígidamente –
así en Éxodo, Levítico y Números, ambas se traducen generalmente por synagoge –
pero se cumple en la gran mayoría de los casos, y puede considerarse como una
regla establecida. En los escritos del Nuevo Testamento las palabras se
distinguen netamente. En ellos ecclesia designa la Iglesia de Cristo; synagoga,
a los Judíos adeptos al culto de la Antigua Alianza. Ocasionalmente, es cierto,
ecclesia se emplea en su significación genérica de “asamblea” (Hechos, 19, 32; I
Cor., 14,19); y synagoga aparece una vez referida a una reunión de cristianos,
aunque aparentemente de carácter no religioso (Santiago, 2, 2). Pero ecclesia
nunca se utiliza por los Apóstoles para designar la Iglesia Judía. La palabra
como expresión técnica se ha trasladado a la comunidad de creyentes cristianos.
Se ha discutido frecuentemente si hay alguna diferencia en el significado de las
dos palabras. San Agustín (en el Salmo 77, en P.L., XXXVI, 984) las distingue
sobre la base de que ecclesia es indicativa de la convocatoria de hombres, y
synagoga de la reunión forzosa de criaturas irracionales: “congregatio magis
pecorum convocatio magis hominum intelligi solet”. Pero se puede dudar que haya
algún fundamento para esta opinión. Parecería, más bien, que el término qahal se
usaba con la significación especial de “los llamados por Dios a la vida eterna”,
mientras que ‘êdah designaba meramente a “la comunidad judía existente
actualmente” (Schürer, Hist. Jewish People, II, 59). Aunque la prueba de esta
distinción se obtiene de la Mishna, y pertenece por tanto a una fecha algo
posterior, aun así la diferencia de significado probablemente existía en tiempos
del ministerio de Cristo. Pero aunque pueda haber sido así, su intención al
emplear el término, hasta entonces utilizado para el pueblo hebreo considerado
como una iglesia, para designar la sociedad que Él estaba estableciendo no puede
ignorarse. Implicaba que esta sociedad ahora constituía el verdadero pueblo de
Dios, que la Antigua Alianza había finalizado, y que Él, el Mesías prometido,
estaba inaugurando una Nueva Alianza con un nuevo Israel.
Con la significación de Iglesia, la palabra Ecclesia se utiliza por los autores
cristianos, a veces en sentido más amplio, a veces en sentido más restringido.
. Se emplea para designar a todos los que, desde el comienzo del mundo, han
creído en el verdadero Dios, y han sido hechos hijos suyos por la gracia. En
este sentido, se distingue a veces, entre la Iglesia antes de la Antigua
Alianza, la Iglesia de la Antigua Alianza, o la Iglesia de la Nueva Alianza. Así
San Gregorio (Epp. V, ep. xviii ad. Joan. Ep. Const., en P.L., LXXVII, 740)
escribe : “Sancti ante legem, sancti sub lege, sancti sub gratiâ, omnes hi… in
membris Ecclesiae sunt constituti” (Los santos antes de la Ley, los santos bajo
la Ley, y los santos bajo la gracia—todos son constituidos miembros de la
Iglesia).
. Puede significar el conjunto de los fieles, incluyendo no meramente los
miembros de la Iglesia que viven en la tierra sino, también, los que, en el
purgatorio o en el cielo, forman parte de la comunión de los santos. Así
considerada, la Iglesia se divide en Iglesia militante, Iglesia purgante, e
Iglesia triunfante.
. Se emplea además para significar la Iglesia militante del Nuevo Testamento.
Incluso en esta acepción restringida, hay alguna variedad en el uso del término.
Los discípulos de una determinada localidad son a menudo mencionados en el Nuevo
Testamento como una Iglesia (Apoc., 2,18; Rom., 16,4; Hechos, 9,31), y San Pablo
incluso aplica el término a discípulos pertenecientes a una casa determinada (Rom.,
16,5; I Cor.,16,19; Col., 4,15; Flm., 1,2). Además, puede designar especialmente
a los que ejercen el oficio de enseñar y gobernar a los fieles, la Ecclesia
Docens (MT., 18,17), o también a los gobernados en cuanto distintos de sus
pastores, la Ecclesia Discens (Hechos, 20, 28). En todos estos casos el nombre
que pertenece al todo se aplica a una parte. El término, en su plena
significación, designa al conjunto de los fieles, tanto gobernantes como
gobernados, en todo el mundo (Ef. ,1,22; Col., 1,18). Es en este sentido en el
que se trata de la Iglesia en este artículo. Así entendida, la definición de la
Iglesia dada por Belarmino es la habitualmente adoptada por los teólogos
católicos: “Un conjunto de hombres unidos por la profesión de la misma fe
cristiana, y por la participación en los mismos sacramentos, bajo el gobierno de
legítimos pastores, más especialmente del Romano Pontífice, único vicario de
Cristo en la tierra” (Coetus hominum ejusdem christianae fidei professione, et
eorumdem sacramentorum communione colligatus, sub regimine legitimorum pastorum
et praecipue unius Christi in Terris vicarii Romani Pontificis. – Belarmino, De
Eccl., III, ii, 9). La exactitud de esta definición se revelará en el curso de
este artículo.
II. LA IGLESIA EN LAS PROFECÍAS
Las profecías hebreas se refieren en proporciones casi iguales a la persona y a
la obra del Mesías. Esta obra se concebía como consistente en el establecimiento
de un reino, en el cual iba a reinar sobre un regenerado Israel. Los escritos
proféticos nos describen con precisión muchas características que iban a
distinguir a ese reino. Cristo durante su ministerio no sólo afirmó que las
profecías relativas al Mesías se iban a cumplir en su propia persona, sino
también que el esperado reino mesiánico no era otro que su Iglesia. Una
consideración de las características del reino tal como las presentaban los
profetas, debe por tanto ayudarnos en gran manera a comprender las intenciones
de Cristo al instituir la Iglesia. En realidad muchas de las expresiones
empleadas por Él en referencia a la sociedad que estaba estableciendo sólo son
inteligibles a la luz de estas profecías y de las consiguientes expectativas del
pueblo judío. Se verá además que tenemos un sólido argumento para el carácter
sobrenatural de la revelación cristiana en el cumplimiento preciso de los
oráculos sagrados.
Un rasgo característico del reino mesiánico, tal como se predijo, es su alcance
universal. No meramente las doce tribus, sino que los gentiles iban a rendir
homenaje al Hijo de David. Todos los reyes iban a servirle y obedecerle; su
dominio iba a extenderse a los confines de la tierra (Salmos, 21, 28 y s.; 2,
7-12; 116, 1; Zac., 9,10). Otra serie de notables pasajes declara que las
naciones que se le sometan tendrán la unidad proporcionada por una fe común y un
culto común – un rasgo representado mediante la imagen chocante de la
concurrencia de todos los pueblos y naciones a dar culto en Jerusalén. “Sucederá
en días futuros [esto es, en la era mesiánica] …que numerosas naciones dirán:
Venid, subamos al monte de Yahveh, a la Casa de Dios de Jacob; para que él nos
enseñe sus caminos y nosotros sigamos sus senderos. Pues de Sión saldrá la Ley y
de Jerusalén la palabra de Yahveh” (Miq., 4, 1-2; cf. Is., 2,2; Zac. , 8, 3).
Esta unidad de culto será el fruto de una revelación divina común a todos los
habitantes de la tierra. (Zac. 14, 8).
Como corresponde al triple oficio del Mesías como sacerdote, profeta y rey, debe
señalarse que en relación con el reino, las Sagradas Escrituras insisten en tres
puntos: (a) será dotado de un nuevo y peculiar sistema de sacrificios; (b) va a
ser el reino de la verdad poseída por revelación divina; (c) va a gobernarse por
una autoridad que emana del Mesías.
. Con relación al primero de estos puntos, el sacerdocio del propio Mesías es
afirmado explícitamente (Salmo 109, 4); mientras que se enseña además que el
culto que va a inaugurar sustituirá a los sacrificios de la Antigua Ley. Esto
está implícito, como nos dice el Apóstol, en el mismo título, “sacerdote según
el orden de Melquisedec”; y la misma verdad se contiene en la predicción de un
nuevo sacerdocio que va a ser instituido, sacado de otros pueblos, además de los
israelitas (Is., 66, 18), y en las palabras del profeta Malaquías que previó la
institución de un nuevo sacrificio que iba a ser ofrecido “desde donde sale el
sol hasta el ocaso” (Mal. 1,11). Los sacrificios ofrecidos por el sacerdocio del
reino mesiánico van a perdurar tanto como duren el día y la noche (Jer., 33,
20).
. La revelación de la verdad divina bajo la Nueva Alianza confirmada por
Jeremías: “He aquí que vienen días, oráculo del Señor, en que yo pactaré con la
casa de Israel y con la casa de Judá… y ya no tendrán que adoctrinar más el uno
a su prójimo y el otro a su hermano diciendo: Conoced a Yahveh, pues todos ellos
me conocerán, del más chico al más grande” (Jer., 31, 31, 34), mientras Zacarías
nos asegura que en esos días Jerusalén será conocida como ciudad de la verdad. (Zac.,
8,3).
. Los pasajes que predicen que el Reino poseerá un peculiar principio de
autoridad en el gobierno personal del Mesías son numerosos (vg. Salmos 2; 71; Is.,
9,6 y s.); pero en relación con las propias palabras de Cristo es de interés
observar que en algunos de esos pasajes la predicción se expresa mediante la
metáfora de un pastor guiando y gobernando su rebaño (Ezeq., 34,23; 37, 24-28).
Hay que señalar, además, que igual que las profecías relativas a la función
sacerdotal predicen el nombramiento de un sacerdocio subordinado al Mesías, así
las que se refieren a la función de gobierno indican que el Mesías asociará
consigo mismo otros “pastores”, y ejercerá su autoridad sobre las naciones a
través de gobernantes delegados para gobernar en su nombre (Jer. 18, 6; Salmos,
44,17; cf. San Agustín Enarr. in Psalm. 44, no. 32). Otra característica del
reino ha de ser la santidad de sus miembros. El camino a ella va a ser llamado
“la vía sacra; no pasará por ella el impuro”. Los incircuncisos y los impuros no
entrarán en la renovada Jerusalén (Is., 35, 8; 52, 1).
La literatura apocalíptica tardía no inspirada de los judíos nos muestra cuán
profundamente estas predicciones han influido en sus esperanzas nacionales, y
nos explica la intensa expectación entre el pueblo descrita en las narraciones
del Evangelio. En estas obras como en las profecías inspiradas los rasgos del
reino mesiánico presentan dos aspectos muy diferentes. Por un lado, el Mesías es
un rey davídico que reúne a los dispersos de Israel, y establece en esta tierra
un reino de pureza y ausencia de pecado (Salmos de Salomón, xvii). El enemigo
exterior va a ser sometido (Asunción de Moisés, c.x) y los malvados van a ser
juzgados en el valle del hijo de Hinnon (Enoch, xxv, xxvii, xc). Por otro lado,
el reino es descrito con características escatológicas. El Mesías es
preexistente y divino (Enoch, Simil., xlviii, 3); el reino que establecerá va a
ser un reino celestial inaugurado por una gran catástrofe cósmica, que separará
este mundo (aion outos) del mundo que va a venir (mellon). Esta catástrofe va a
estar acompañada de un juicio tanto de los ángeles como de los hombres
(Jubileos, x, 8; v, 10; Asunción de Moisés, x,1). Los muertos resucitarán
(Salmos de Salomón, iii, 11) y todos los miembros del reino mesiánico se harán
semejantes al Mesías (Enoch, Simil., xc, 37). Este doble aspecto de las
esperanzas judías relativas al Mesías por venir debe tenerse en cuenta, si se
quiere comprender el uso por Cristo de la expresión “Reino de Dios”. Con
frecuencia, es cierto, la emplea en un sentido escatológico. Pero mucho más
habitualmente la usa para un reino establecido en esta tierra – su Iglesia.
Estos, en realidad, no son dos reinos, sino uno. El Reino de Dios que se
establecerá en el último día es la Iglesia en su triunfo final.
III. CONSTITUCIÓN POR CRISTO
El Bautista proclamó la cercanía del Reino de Dios, y de la Era Mesiánica. Mandó
a todos los que quisieran compartir sus beneficios que se prepararan mediante la
penitencia. Su propia misión, decía, era preparar el camino del Mesías. A sus
discípulos les indicó a Jesús de Nazaret como el Mesías cuyo advenimiento había
declarado ( Juan, 1, 29-31). Desde el mismo comienzo de su ministerio Cristo
sostuvo de manera explícita la pretensión a la dignidad mesiánica. En la
sinagoga de Nazaret (Lucas, 4, 21) afirma que las profecías se cumplen en su
persona; declara que es más grande que Salomón (Lucas, 11,31), más venerable que
el Templo (Mateo,12, 6), Señor del Sábado (Lucas, 6, 5). Juan, dice, es Elías,
el precursor prometido (Mateo, 17, 12); y a los mensajeros de Juan les presenta
las pruebas de su dignidad mesiánica que ellos le solicitan (Lucas, 7, 22). Pide
una fe implícita basada en su misión divina (Juan, 6,29). Su entrada pública en
Jerusalén fue la aceptación por todo el pueblo de una afirmación reiterada una y
otra vez ante ellos. El tema de toda su predicación es el Reino de Dios que ha
venido a establecer. San Marcos, describiendo el comienzo de su ministerio, dice
que llegó a Galilea diciendo, “El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está
cerca”. Para el reino que estaba incluso entonces estableciendo a su alrededor,
decía, la Ley y los profetas no habían sido sino una preparación (Lucas, 16, 16;
cf. Mateo, 4,23; 9, 35; 13, 17; 21, 43; 24, 14; Marcos, 1, 14; Lucas, 4, 43; 8,
1; 9, 2; 18, 17).
Cuando uno se pregunta qué es este reino del que Cristo habló, sólo puede haber
una respuesta. Es su Iglesia, la sociedad de los que aceptan su misión divina, y
admiten su derecho a (exigir) obediencia a la fe que Él proclamó. Toda su
actividad está dirigida al establecimiento de tal sociedad: la organiza y nombra
a sus gobernantes, establece ritos y ceremonias en ella, traslada a ella el
nombre que hasta entonces había designado a la Iglesia Judía., y advierte
solemnemente a los judíos que el reino ya no es suyo, sino que se les ha quitado
y dado a otro pueblo. Los diversos pasos dados por Cristo en la organización de
la Iglesia se trazan por los evangelistas. Se le presenta como reuniendo a
numerosos discípulos, aunque seleccionando doce de ellos para ser sus compañeros
de manera especial. Estos comparten su vida. A ellos revela las partes más
ocultas de su doctrina. (Mateo, 13,11). Les envía como sus delegados a predicar
el reino, y les concede el poder de hacer milagros. Todos están obligados a
aceptar su mensaje; y los que rehúsen escucharles se enfrentarán a un destino
más terrible que el de Sodoma y Gomorra (Mateo, 10, 1-15). Los autores sagrados
hablan de estos doce discípulos elegidos de manera que indican que son vistos
como formando un órgano colectivo. En varios pasajes son llamados “los doce”
incluso cuando el nombre, entendido literalmente, sería inexacto. El nombre se
les aplica cuando se han reducido a once por la defección de Judas, en una
ocasión cuando sólo diez de ellos están presentes, y nuevamente tras el
nombramiento de San Pablo que ha aumentado su número a trece (Lucas, 24, 33;
Juan, 20,24; I Cor., 15, 5; Apoc., 21, 14).
En esta constitución del Apostolado Cristo pone el fundamento de su Iglesia.
Pero no es hasta que la actitud del judaísmo oficial le ha hecho manifiestamente
imposible esperar que la Iglesia judía admitiría su pretensión cuando ordena la
Iglesia como un organismo independiente de la sinagoga y teniendo una
administración propia. Después de que la ruptura se haya definido, convoca a los
Apóstoles y les habla de la acción judicial de la Iglesia, distinguiendo, de
manera inconfundible, entre el individuo privado que emprende la tarea de la
corrección fraterna, y la autoridad eclesiástica facultada para pronunciar una
sentencia judicial (Mateo, 18, 15-17). A la jurisdicción así conferida otorga
una sanción divina. Una sentencia pronunciada así, asegura a los Apóstoles, será
ratificada en el cielo. Un paso ulterior fue el nombramiento de San Pedro para
ser el jefe de los doce. Había sido designado ya para esta posición (Mateo, 16,
15 y ss.) en una ocasión previa a la ahora mencionada: en Cesarea de Filipo,
Cristo le había declarado que él sería la roca sobre la que edificaría su
Iglesia, afirmando así que la continuidad y desarrollo de la Iglesia se basaría
en el cargo creado en la persona de Pedro. A él, además se le dieron las llaves
del Reino de los Cielos—una expresión que significaba la concesión de una plena
autoridad (Is., 22, 22). La promesa así hecha fue cumplida tras la Resurrección,
en la ocasión narrada en Juan, 21. Aquí Cristo emplea un símil usado en más de
una ocasión por Él mismo para designar su propia relación con los miembros de su
Iglesia – la del pastor y su rebaño. Su solemne encargo, "Apacienta mis ovejas",
constituyó a Pedro en pastor común de todo el rebaño en su conjunto.(Para una
consideración adicional de los textos petrinos ver el artículo PRIMACÍA) A los
doce Cristo encomendó la tarea de extender el reino entre todas las naciones,
instituyendo el rito del bautismo como único medio de admisión a una
participación en sus privilegios (Mateo, 28, 19).
En el curso de este artículo se dedicará una detallada consideración a las
principales características de la Iglesia. La enseñanza de Cristo sobre este
punto puede ser brevemente resumida aquí. Va a ser un reino gobernado en su
ausencia por hombres (Mateo, 18,18; Juan, 21, 17). Es por tanto una teocracia
visible; y será la sustituta de la teocracia judía que le ha rechazado (Mateo,
21, 43). En ella, hasta el día del juicio, los malos se mezclarán con los buenos
(Mateo, 13, 41). Su alcance será universal (Mateo, 28, 19), y su duración, hasta
el fin de los tiempos (Mateo, 13, 49); todos los poderes que se le opongan serán
aniquilados (Mateo, 21, 44). Además, será un reino sobrenatural de verdad, en el
mundo, aunque no de él (Juan, 28, 36). Será único e indiviso, y esta unidad
testimoniará ante todos los hombres que su fundador venía de Dios (Juan, 17,
21).
Ha de observarse que ciertos críticos recientes discuten las posiciones
mantenidas en los párrafos precedentes. Niegan del mismo modo que Cristo
proclamara ser el Mesías, y que el reino del que hablaba fuera su Iglesia. Así,
con respecto a la afirmación de la dignidad mesiánica de Cristo, dicen que
Cristo no declara ser Él mismo el Mesías en su predicación: que manda a los
posesos que lo proclaman el Hijo de Dios que se callen: que el pueblo no
sospechaba su carácter mesiánico, sino que formulaba diversas hipótesis
extravagantes sobre su personalidad. Es manifiestamente imposible dentro de los
límites de este artículo entrar en una discusión detallada de estos puntos.
Pero, a la luz del testimonio de los pasajes arriba citados, se verá que esa
postura es completamente insostenible. En relación con el Reino de Dios, muchos
de los críticos sostienen que la concepción habitual judía era totalmente
escatológica, y que las referencias de Cristo a él deben interpretarse así de
una vez por todas. Esta opinión hace inexplicables los numerosos pasajes en que
Cristo habla del reino como algo presente, y además implica un error respecto a
la naturaleza de las esperanzas judías, que, como se ha visto, junto a rasgos
escatológicos, contenían otros de carácter diferente. Harnack (What is
Christianity? p.62) sostiene que en su significado íntimo el reino tal como lo
concebía Cristo es “un beneficio puramente religioso, el lazo interno del alma
con el Dios vivo”. Tal interpretación no puede en manera alguna conciliarse con
las declaraciones de Cristo sobre el asunto. Todo el tenor de sus expresiones es
insistir en el concepto de una sociedad teocrática.
La Iglesia tras la Ascensión
La doctrina de la Iglesia tal como se estableció por los Apóstoles después de la
Ascensión es en todos los respectos idéntica a la enseñanza de Cristo arriba
descrita. San Pedro, en su primer sermón, pronunciado el día de Pentecostés,
declara que Jesús de Nazaret es el rey mesiánico (Hechos, 2, 36). El medio de
salvación que indica es el bautismo; y por el bautismo sus conversos se agregan
a la sociedad de los discípulos (2, 41). Aunque en estos días los cristianos aún
asistían a los servicios del Templo, aun así desde el principio la fraternidad
de Cristo formó una sociedad esencialmente distinta de la sinagoga. La razón por
la que San Pedro manda a su oyentes que acepten el bautismo no es otra que la de
que ellos pueden “salvarse de esta generación incrédula”. Dentro de la sociedad
de creyentes no sólo estaban unidos los miembros por ritos comunes, sino que el
lazo de unidad era tan estrecho como para producir en la Iglesia de Jerusalén
ese estado de cosas en el que los discípulos tenían todas las cosas en común (2,
44).
Cristo había declarado que su reino se extendería entre todas las naciones, y
había encargado la ejecución de la tarea a los doce (Mateo, 28, 19). Aun así la
misión universal de la Iglesia no se reveló sino gradualmente. En realidad San
Pedro hace mención de ello desde el principio (Hechos, 2, 39). Pero en los
primeros años la actividad apostólica se limita a solo Jerusalén. De hecho una
antigua tradición (Apolonio, citado por Eusebio “Hist. Eccl.”, V, xvii, y Clem.
Alex., “Strom.”, VI, v, en P.G. IX, 264) afirma que Cristo había ordenado a los
Apóstoles esperar doce años en Jerusalén antes de dispersarse para llevar su
mensaje a otras partes. El primer progreso notable ocurre como consecuencia de
la persecución que se produjo tras la muerte de Esteban en el año 37. Esta fue
la ocasión de predicar el Evangelio a los samaritanos, un pueblo excluido de los
privilegios de Israel, aunque reconocedor de la Ley Mosaica (Hechos, 8,5). Una
expansión aún ulterior resultó de la revelación que ordenó a San Pedro admitir
al bautismo a Cornelio, un gentil piadoso, esto es, simpatizante con la religión
judía pero no circuncidado. Desde este momento en adelante la circuncisión y la
observancia de la Ley no fueron una condición requerida para la incorporación a
la Iglesia. Pero el paso final de admitir a los gentiles que no habían tenido
previa relación con la religión de Israel, y habían pasado su vida en el
paganismo, no se dio hasta más de quince años después de la Ascensión de Cristo;
no se produjo, al parecer, antes del día descrito en Hechos, 13, 46, cuando en
Antioquía de Pisidia, Pablo y Bernabé anunciaron que puesto que los judíos se
juzgaban indignos de la vida eterna ellos “se volvían a los gentiles”.
En la enseñanza apostólica el término Iglesia, desde el mismo principio, toma el
lugar de la expresión Reino de Dios (Hechos, 5, 11). La mayor idoneidad del
primer nombre era evidente donde, además de los judíos otros estaban
concernidos; pues Reino de Dios tenía especial relación con las creencias
judías. Pero el cambio de título sólo enfatiza la unidad social de los miembros.
Son la nueva congregación de Israel –el estado teocrático: son el pueblo (laos)
de Dios (Hechos, 15, 14; Rom., 9, 25; II Cor., 6, 16; I Pedro, 2, 9 y s.; Hebr.,
8, 10; Apoc., 18, 4; 21, 3). Por su admisión en la Iglesia, los gentiles se han
injertado en ella y forman parte del olivo fructífero de Dios, mientras que el
apóstata Israel ha sido separado (Rom., 11, 24). San Pablo, escribiendo a sus
conversos gentiles de Corinto, denomina a la antigua Iglesia Hebrea “nuestros
padres” (I Cor. 10,1). En realidad de vez en cuando se emplea la terminología
anterior, y el mensaje del Evangelio es llamado predicación del Reino de Dios
(Hechos, 20, 25; 28, 31).
En la Iglesia los Apóstoles ejercían ese poder regulador del que Cristo les
había dotado. No era una masa caótica, sino una verdadera sociedad que poseía
una vida colectiva, y organizada en diversos órdenes. La evidencia muestra que
los doce han tenido (a) un poder de jurisdicción, en virtud del cual ejercieron
una autoridad legislativa y judicial, y (b) una función de magisterio para
enseñar la revelación divina a ellos confiada. Así (a) encontramos a San Pablo
regulando con autoridad el orden y disciplina de las iglesias. No aconseja;
ordena (I Cor. , 11, 34; 26, 1; Tito, 1, 5). Pronuncia sentencias judiciales (I
Cor., 5, 5; II Cor., 2, 10), y sus sentencias, como las de los demás apóstoles,
reciben a veces la solemne sanción del castigo milagroso (I Tim., 1, 20; Hechos,
5, 1-10). De manera similar ordena a su delegado Timoteo que oiga las causas
incluso de sacerdotes y reprenda, a la vista de todos, a los que pecan (I Tim.,
19 y s.). (b) Con carácter no menos definido afirma que el Apostolado lleva
consigo una autoridad doctrinal, que todos están obligados a reconocer. Dios les
ha enviado, afirma, a predicar “la obediencia de la fe” (Rom., 1, 5; 15, 18).
Aún más, su deseo expresado solemnemente, de que incluso si un ángel del cielo
fuera a predicar una doctrina distinta de la que él había predicado a los
gálatas, fuera considerado anatema (Gal., 1, 8), implica una pretensión de
infalibilidad en la enseñanza de la verdad revelada. Aunque todo el Colegio
Apostólico disfrutaba de este poder en la Iglesia, San Pedro aparece siempre en
la posición de primacía que Cristo le asignó. Es San Pedro quien recibe en la
Iglesia a los primeros conversos, tanto del judaísmo como del paganismo (Hechos,
2, 41; 10, 5 y s.), quien obra el primer milagro (Hechos, 3, 1 y s.), quien
inflige la primera pena eclesiástica (Hechos, 5, 1 y ss.). Es Pedro quien
expulsa de la Iglesia al primer hereje, Simón el Mago (Hechos, 8, 21), quien
realiza la primera visita apostólica a las iglesias (Hechos, 9, 32), y quien
pronuncia la primera decisión dogmática (Hechos, 15, 7). (Ver Schanz, III, p.
460). Tan indiscutible era esta posición que cuando San Pablo está a punto de
emprender la obra de predicar a los paganos el Evangelio que Cristo le había
revelado, consideró necesario obtener el reconocimiento de Pedro (Gal., 1, 18).
Por más que esto no fuera necesario, por la aprobación de Pedro era definitivo.
IV. ORGANIZACIÓN POR LOS APÓSTOLES
Pocos asuntos han sido más debatidos durante el pasado medio siglo que la
organización de la primitiva Iglesia. El presente artículo no puede tratar todo
esta amplia materia. Su ámbito se limita a un solo punto. Se hará un esfuerzo
por valorar la información existente respecto de la propia época apostólica. Más
allá se ilustra la cuestión mediante una consideración de la organización que se
descubre como existente en el periodo inmediatamente posterior a la muerte del
último Apóstol. (Ver OBISPO). La evidencia independiente derivada del análisis
de cada uno de esos periodos, se encontrará, en opinión de este autor, cuando se
sopese con imparcialidad, que produce resultados similares. Así las conclusiones
aquí avanzadas, además y por encima de su valor intrínseco, obtienen apoyo en el
testimonio independiente de otra serie de autoridades que tienden en todo lo
esencial a confirmar su exactitud. La cuestión en litigio es si los Apóstoles
establecieron o no en las comunidades cristianas una organización jerárquica.
Todos los estudiosos católicos, junto con unos pocos protestantes, sostiene que
así lo hicieron. La opinión opuesta es mantenida por los racionalistas críticos,
junto con la mayoría de los protestantes.
Al considerar la evidencia del Nuevo Testamento sobre el asunto, aparece
enseguida que hay una marcada diferencia entre el estado de cosas revelado en
los escritos tardíos del Nuevo Testamento, y la que aparece en los de fecha más
temprana. En los escritos más antiguos encontramos sólo escasa mención de una
organización oficial. Tales posiciones oficiales que pueden haber existido
parecerían haber tenido menor importancia en presencia de los carismas
milagrosos (vid.) del Espíritu Santo concedidos a individuos, y capacitándolos
para actuar como órganos de la comunidad en diversos grados. San Pablo en sus
primeras Epístolas no tiene mensajes para los obispos o diáconos, aunque las
circunstancias de las que se ocupó en las Epístolas a los Corintios y en la de
los Gálatas parecerían sugerir una referencia a los gobernantes locales de la
Iglesia. Cuando enumera las diversas funciones a las que Dios ha llamado a los
diversos miembros de la Iglesia, no nos da una lista de cargos de la Iglesia.
“Dios”, dice, “los puso en la Iglesia, primeramente como apóstoles, en segundo
lugar como profetas, en tercer lugar como maestros [didaskaloi]; luego el poder
de los milagros; luego el don de las curaciones, de asistencia, de gobierno,
diversidad de lenguas” (I Cor., 15, 28). Esta no es una lista de designaciones
oficiales. Es una lista de “carismas”concedidos por el Espíritu Santo, que
habilitan al que los recibe para llevar a cabo una función especial. El único
término que constituye una excepción a esto es el de apóstol. Aquí la palabra se
usa indudablemente en el sentido en el que significa los doce y San Pablo sólo.
Así aplicada el Apostolado era una función distinta, que implicaba una misión
personal recibida del propio Señor Resucitado (I Cor., 1,1; Gal., 1,1).Tal
posición daba con mucho un carácter tan especial a los que la recibían como para
ser colocados en cualquier otra categoría. El término podía en realidad usarse
con sentido más amplio. Se utiliza para Bernabé (Hechos, 14,13) y para Andrónico
y Junia, parientes de San Pablo (Rom., 16, 7). En este sentido amplio es
aparentemente equivalente a evangelista (Efes., 4,11; II Tim., 4, 5) y designa a
los “hombres apostólicos”, que, como los Apóstoles, iban de sitio en sitio
trabajando en nuevos campos, pero que habían recibido su encargo de ellos, y no
de Cristo en persona. (Ver APÓSTOLES).
Los “profetas”, la segunda categoría mencionada, eran hombres a quienes se les
concedía hablar de vez en cuando bajo la influencia directa del Espíritu Santo
como receptores de inspiración sobrenatural (Hechos, 13, 2; 15, 23; 21, 11;
etc.). Por la naturaleza del caso el ejercicio de tal función sólo podía ser
ocasional. El “carisma” de los “doctores” (o maestros) difería del de los
profetas, en que podía usarse continuamente. Habían recibido el don de la visión
inteligente de la verdad revelada, y la facultad de impartirla a los demás. Es
manifiesto que los que poseían tal facultad deben haber ejercido una función de
vital importancia para la Iglesia en esos primeros días, cuando las comunidades
cristianas consistían en tan gran medida de conversos recientes. Los demás
“carismas” mencionados no exigen especial atención. Pero los profetas y los
maestros parecen haber tenido importancia como órganos de la comunidad,
eclipsando la del ministerio local. Así en Hechos, 13,1, simplemente se cuenta
que en la Iglesia de Antioquia había profetas y doctores. No hay mención de
obispos o diáconos. Y en la Didaché – una obra que parece ser del Siglo I,
escrita antes de que el último apóstol hubiera muerto – el autor recomienda
respeto para los obispos y diáconos, sobre la base de que tienen el mismo
derecho que el de los profetas y doctores. “Nombrad vosotros mismos”, escribe,
“obispos y diáconos, dignos del Señor, hombres que sean mansos, y no amantes del
dinero, y sinceros y probados; pues ellos realizan también para vosotros el
servicio [leitorgousi ten leitourgian] de los profetas y los doctores. Por tanto
no los despreciéis: pues son vuestros hombres de honor junto con los profetas y
los maestros” (c.xv).
Parecería, entonces, indiscutible que en los primeros años de la Iglesia
Cristiana las funciones eclesiásticas eran en gran medida ejercidas por hombres
que habían sido capacitados para esta finalidad por “carismas” del Espíritu
Santo, y que en tanto en cuanto subsistían esos dones, el ministerio local
ocupaba una posición de menor importancia e influencia. Aun así, aunque este
fuera el caso, parecería que hay base amplia para sostener que el ministerio
local fue de institución apostólica: y, más aún, que hacia la última parte de la
Edad Apostólica los abundantes “carismas” estaban cesando, y que los mismos
Apóstoles tomaron medidas para determinar la posición de la jerarquía oficial
como autoridad dirigente de la Iglesia. La evidencia de la existencia de tal
ministerio local es abundante en las últimas Epístolas de San Pablo ( Filip., I
y II Tim., y Tito). La Epístola a los Filipenses se inicia con un saludo
especial a los obispos y diáconos. Los que tienen estas posiciones oficiales son
reconocidos como los representantes de algún modo de la Iglesia. En toda la
carta no hay mención de los “carismas”, que tan ampliamente figuran en las
primeras Epístolas. En realidad se insinúa por Hort (Christian Ecclesia, p. 211)
que incluso aquí estos términos no son títulos oficiales. Pero a la vista de su
empleo como títulos en documentos tan próximos en el tiempo, como I Clem., c.4;
y la Didaché, tal afirmación parece desprovista de toda probabilidad.
En las Epístolas pastorales la nueva situación aparece incluso más claramente.
La finalidad de estos escritos era instruir a Timoteo y Tito respecto a la
manera en que habían de organizar las Iglesias locales. La total ausencia de
referencia a los dones espirituales apenas puede explicarse de otro modo que
suponiendo que ya no existían en las comunidades, o que eran como mucho
fenómenos excepcionales. En cambio, encontramos las Iglesias gobernadas por una
organización jerárquica de obispos, a veces llamados también presbíteros, y
diáconos. Que los términos obispo y presbítero son sinónimos es evidente en
Tito, 1, 5-7: “El motivo de haberte dejado en Creta fue para. que...
establecieras presbíteros en cada ciudad... Porque el obispo debe ser
irreprochable.” Estos presbíteros forman un cuerpo colectivo (I Tim. 4, 14), y
se les confía la doble misión de gobernar la Iglesia (I Tim., 3, 5) y de enseñar
(I Tim., 3, 2; Tito, 1,9). La selección de los que van a ocupar este puesto no
depende de la posesión de dones sobrenaturales. Se requiere que no sean neófitos
no probados, que no estén bajo reproche, que demuestren idoneidad moral para la
labor, que sean capaces de enseñar. (I Tim., 5, 22) Algunas palabras dirigidas
por San Pablo a Timoteo, en referencia a la ceremonia tal como ha tenido lugar
en el caso de Timoteo, ilumina sobre su naturaleza. “Te recomiendo”, escribe,
que reavives el carisma de Dios, que está en ti por la imposición de mis manos”
(II Tim., 1, 6). Aquí se declara el rito como el medio por el que se confiere un
don carismático; y, además, el don en cuestión, como el carácter bautismal, es
permanente en sus efectos. El receptor sólo necesita “despertar a la vida” (anazopyrein)
la gracia que tiene así para aprovecharse de ella. Es un don permanente. No
puede haber razón para afirmar que la imposición de manos, por la que Timoteo
fue instruido para nombrar a los presbíteros para su cargo, fuera un rito de
carácter diferente, una mera formalidad sin importancia práctica.
Con la evidencia ante nosotros, ciertas otras notas en los escritos del Nuevo
Testamento, que señalan a la existencia de este ministerio local, pueden ser
consideradas. Hay mención de presbíteros en Jerusalén en una fecha en apariencia
inmediatamente posterior a la dispersión de los Apóstoles (Hechos, 11,30; cf.
15, 2; 16, 4; 21, 18). Otra vez, se nos dice que cuando Pablo y Bernabé volvían
sobre sus pasos en su primer viaje misionero, nombraban presbíteros en cada
Iglesia (Hechos, 14, 22). Así también el mandato a los tesalonicenses (I Tes.,
5,12) de que tengan en consideración a los que les presiden en el Señor (proistamenoi;
cf. Rom., 12, 6) parecería implicar que también allí San Pablo había investido a
ciertos miembros de la comunidad de una misión pastoral. Aún más explícita es la
evidencia contenida en el relato de la entrevista de San Pablo con los ancianos
de Éfeso (Hechos, 20, 17-23). Se dice que, enviando un recado desde Mileto a
Éfeso, convocó a “los presbíteros de la Iglesia”, y en el curso de su
amonestación se dirigió a ellos como sigue: “Tened cuidado de vosotros y de toda
la grey , en medio de la cual os ha puesto el Espíritu Santo como obispos para
pastorear [poimainein] la Iglesia de Dios” (20, 28). San Pedro emplea un
lenguaje similar: “ A los presbíteros que están entre vosotros, les exhorto yo,
presbítero como ellos...apacentad [poimainein] la grey de Dios que os está
encomendada.” Estas expresiones no dejan duda sobre el cargo designado por San
Pablo, cuando en Efesios, 4,11, enumera los dones del Señor Ascendido como
sigue: “Él mismo dio a unos el ser apóstoles, a otros, profetas, a otros,
evangelizadores, y a otros pastores y maestros [tous de poimenas kai didaskalous].
La Epístola de Santiago nos proporciona aún otra referencia a este cargo, en la
que se recomienda al enfermo que llame a los presbíteros de la Iglesia, para que
pueda recibir de sus manos el rito de la unción (Santiago, 5, 14).
El término presbítero era de uso común en la Iglesia Judía, como designación de
los “jefes” de la sinagoga (cf. Lucas, 13, 14). De ahí que haya sido alegado por
algunos autores no católicos que en los obispos y diáconos del Nuevo Testamento
hay simplemente la organización de la sinagoga familiar a los primeros
conversos, e introducida por ellos en las comunidades cristianas. El concepto de
la Iglesia de San Pablo, se insiste, es esencialmente opuesto a cualquier
sistema rígido de gobierno; aun así esta forma familiar de organización se
estableció gradualmente incluso en las Iglesias que él había fundado. Respecto a
esta opinión parece suficiente decir que la similitud entre los “jefes de la
sinagoga” judíos y los presbíteros-epíscopos cristianos no va más allá del
nombre. El funcionario judío era civil y tenía el cargo sólo durante un tiempo.
El presbiterado cristiano era vitalicio y sus funciones, espirituales. Hay quizá
más base para la opinión defendida por algunos (cf. de Smedt, Revue des quest.
hist., vols. XLIV, L), de que presbítero y epíscopo pueden no ser en todos los
casos perfectamente sinónimos. El término presbítero es indudablemente un título
honorífico, mientras que el de epíscopo primariamente indica la función
realizada. Es posible que el primer título haya tenido un significado más amplio
que el último. La designación presbítero, se sugiere, se habría dado a todos los
que tenían derecho a alguna voz a la hora de dirigir los asuntos de la
comunidad, tanto si estuviera basado esto en su status oficial, en su rango
social, en su carácter de bienhechores de la Iglesia local, o en algún otro
motivo; mientras que los presbíteros que habían recibido la imposición de manos
serían llamados, no simplemente “presbíteros”, sino “presbíteros presidentes” [proistamenoi
– I Tes., 5,12], “presbíteros-obispos”, “presbíteros-dirigentes” (hegoumenoi –
Hebr., 13, 17).
Queda considerar si el así llamado episcopado “monárquico” fue instituido por
los Apóstoles. Aparte de establecer un colegio de presbíteros-obispos,
¿colocaron ellos a un hombre en posición de supremacía, confiándole el gobierno
de la Iglesia, y dotándole de autoridad apostólica sobre la comunidad cristiana?
Incluso si tomamos en cuenta la sola evidencia de las Escrituras, hay base
suficiente para responder afirmativamente a esta pregunta. Desde el tiempo de la
dispersión de los Apóstoles, Santiago aparece en una relación episcopal con la
Iglesia de Jerusalén (Hechos, 12, 17; 15,13; Gal., 2,12). En las demás
comunidades cristianas la institución de obispos “monárquicos” fue un desarrollo
algo posterior. Al principio los propios Apóstoles ejercieron, al parecer, todas
las tareas de vigilancia suprema. Establecieron el cargo cuando lo demandaron
las crecientes necesidades de la Iglesia. Las Epístolas Pastorales no dejan
espacio a dudar que Timoteo y Tito fueron enviados como obispos a Éfeso y a
Creta respectivamente. A Timoteo se le concedieron plenos poderes apostólicos.
No obstante su juventud tiene autoridad tanto sobre clérigos como laicos. A él
se confía la tarea de guardar la pureza de la fe de la Iglesia, de ordenar
sacerdotes, de ejercer jurisdicción. Además, la exhortación que le hace San
Pablo de que “conserve el mandamiento sin tacha ni culpa, hasta la venida de
Nuestro Señor Jesucristo” muestra que no es una misión transitoria. Un encargo
tan expreso incluye en su alcance, no a Timoteo solo, sino a sus sucesores en un
cargo que ha de durar hasta la Segunda Venida. La tradición local le reconoció
indudablemente entre los ocupantes de la sede episcopal. En el Concilio de
Calcedonia, la Iglesia de Éfeso contaba con una sucesión de veintisiete obispos
empezando con Timoteo (Mansi, VII, 293; cf. Eusebio, Hist. Eccl., II, iv,v).
Estas no son las únicas evidencias que proporciona el Nuevo Testamento del
episcopado monárquico. En el Apocalipsis los “ángeles” a quienes se dirigen las
cartas de las siete Iglesias son casi seguramente los obispos de las respectivas
comunidades. Algunos comentaristas, en realidad, han sostenido que eran
personificaciones de las propias comunidades. Pero esta explicación apenas puede
mantenerse. San Juan, en todas partes, se refiere al ángel como responsable de
la comunidad precisamente como se referiría a su gobernante. Además, en el
simbolismo del capítulo 1, los dos están representados bajo diferentes imágenes:
los ángeles son las estrellas en la mano derecha del Hijo del Hombre; los siete
candeleros son la imagen que representa las comunidades. El propio término
ángel, debe observarse, es prácticamente sinónimo de apóstol, y así se le elige
acertadamente para designar el cargo episcopal. De nuevo los mensajes a Arquipo
(Col., 4, 17; Filem.,2) implican que tenía una posición de especial dignidad,
superior a la de otros presbíteros. Su mención en una carta enteramente referida
a un asunto privado, como es la de Filemón, es apenas explicable, salvo que
fuera el jefe oficial de la Iglesia Colosense. Tenemos por tanto cuatro
indicaciones importantes de la existencia de un cargo en las Iglesias locales,
ocupado por una única persona, y llevando consigo autoridad apostólica. Ninguna
dificultad puede ocasionar el hecho de que hasta ahora ningún título especial
distinga a estos sucesores de los Apóstoles de los presbíteros ordinarios. Está
en la naturaleza de las cosas que el cargo existiera antes de que se le asignara
un título. El nombre de apóstol, como hemos visto, no se limitó a los Doce. San
Pedro (I Pedro, 5, 1) y San Juan (II y III Juan, 1,1) hablan de sí mismos ambos
como “presbíteros”. San Pablo habla del Apostolado como una diakonia. Un caso
paralelo en la historia eclesiástica posterior lo suministra la palabra Papa.
Este título no se asignó al uso exclusivo de la Santa Sede hasta el Siglo XI.
Aunque nadie mantiene que el pontificado supremo del obispo de Roma no fuera
reconocido hasta entonces. No puede sorprender que una terminología precisa,
distinguiendo a los obispos, en sentido propio, de los presbíteros-obispos, no
se encuentre en el Nuevo Testamento.
La conclusión alcanzada se coloca más allá de toda duda razonable por el
testimonio de la época post-Apostólica. Esta es tan importante en relación con
la cuestión del episcopado que es completamente imposible pasarla por alto. Será
suficiente, sin embargo, referirse a la evidencia contenida en las epístolas de
San Ignacio, obispo de Antioquia, él mismo discípulo de los Apóstoles. En estas
epístolas (aproximadamente del año 107) una vez y otra afirma que la supremacía
del obispo es de institución divina y pertenece a la constitución apostólica de
la Iglesia. Llega tan lejos como a afirmar que el obispo está en lugar del
propio Cristo. “Cuando obedecéis al obispo como a Jesucristo” escribe a los
cristianos de Tralles, “es evidente para mí que no estáis viviendo según los
hombres, sino según Jesucristo...sed obedientes también a los presbíteros como a
los Apóstoles de Jesucristo” (ad Trall., n.2). Incidentalmente nos dice que se
encuentran obispos en la Iglesia, incluso en “los lugares más alejados del
mundo” (ad. Ephes., n.3). Está fuera de cuestión que alguien que vivía en un
periodo tan poco distante de la Edad Apostólica pudiera proclamar esta doctrina
en términos tales como los que emplea, si el episcopado no hubiera sido
universalmente reconocido como de creación divina. Se ha visto que Cristo no
sólo estableció el episcopado en la persona de los Doce sino que, aún más, creó
en San Pedro el cargo de supremo pastor de la Iglesia. La primitiva historia
cristiana nos dice que antes de su muerte, fijó su residencia en Roma, y allí
gobernó la Iglesia como su obispo. Es en Roma donde fecha su primera Epístola,
hablando de la ciudad bajo el nombre de Babilonia, una designación que San Juan
también le da en el Apocalipsis (cap. 18). En Roma, además, sufrió martirio en
compañía de San Pablo, en el año 67. La lista de sus sucesores en la sede es
conocida desde Lino, Anacleto, y Clemente, quienes fueron los primeros en
sucederle, hasta el pontífice reinante. La Iglesia siempre ha visto en el
ocupante de la sede de Roma al sucesor de Pedro en el supremo cargo pastoral.
(Ver PAPA.)
La evidencia hasta ahora considerada parece demostrar más allá de toda cuestión
que la organización jerárquica de la Iglesia era, en sus elementos esenciales,
obra de los propios Apóstoles; y que a esta jerarquía transmitieron la misión a
ellos confiada de gobernar el Reino de Dios, y de enseñar la doctrina revelada.
Estas conclusiones están lejos de ser admitidas por los protestantes y otros
críticos. Son unánimes en sostener que la idea de una Iglesia –una sociedad
organizada – es completamente extraña a la enseñanza de Cristo. Es por tanto, a
sus ojos, imposible que el Catolicismo, si por ello entendemos una institución
universal ligada por una unidad de constitución, de doctrina, y de culto, pueda
haber sido establecido por la acción directa de los Apóstoles. En el transcurso
del Siglo XIX se propusieron varias teorías para dar cuenta de la transformación
de la así llamada “Cristiandad Apostólica” en el Cristianismo de comienzos del
Siglo III, cuando más allá de toda discusión el sistema católico estaba
firmemente establecido desde un extremo a otro del Imperio Romano. En la
actualidad (1908) las teorías defendidas por los críticos son de una naturaleza
menos extravagante que las de F.C. Baur (1853) y la Escuela de Tubinga, que
estuvieron tan de moda a mediados del Siglo XIX. Se muestra mayor consideración
por las exigencias de posibilidad histórica y por el valor de las primitivas
evidencias cristianas. Al mismo tiempo debe observarse que la teoría de la
reconstrucción que se sugiere implica el rechazo de las Epístolas pastorales
como si fueran documentos del Siglo II. Será suficiente aquí señalar uno o dos
puntos sobresalientes de las opiniones que ahora encuentran acogida entre los
más conocidos autores no católicos.
. Se sostiene que una organización oficial tal como existía en las comunidades
cristianas no se consideraba que implicara especiales dones espirituales, y no
tenía más que poco significado religioso. Algunos autores, como se ha visto,
creen con Holtzmann que en los episcopi y presbiteri, lo que hay es simplemente
el sistema de archontes e hyperetai de la sinagoga. Otros, con Hatch, derivan el
origen del episcopado del hecho de que ciertos funcionarios civiles en las
ciudades sirias parecen haber llevado el título de “episcopi”. El profesor
Harnack, aun estando de acuerdo con Hatch sobre el origen del cargo, difiere de
él en cuanto admite que desde el principio la supervisión del culto formó parte
de las funciones del obispo. Los cargos de profeta y maestro, insiste, eran los
que en la Iglesia primitiva eran reconocidos como de significado espiritual.
Estos dependían completamente de los dones especiales carismáticos del Espíritu
Santo. El gobierno de la Iglesia en asuntos religiosos era así considerado como
un gobierno divino directo del Espíritu Santo, actuando a través de sus agentes
inspirados. Y sólo gradualmente, se supone, tomaría el ministerio local el lugar
de los profetas y maestros, y heredaría de ellos la autoridad una vez atribuida
solo a los poseedores de los dones espirituales (cf. Sabatier, Religions of
Authority, p.24). Incluso si prescindimos del todo de la evidencia arriba
considerada, esta teoría parece desprovista de probabilidad intrínseca. Un
gobierno directo divino por “carismas” sólo podía producir confusión, si no
estaba controlado por un poder dirigente dotado de autoridad superior. Tal
autoridad directiva y reguladora, a la que el ejercicio de dones espirituales
estaba sujeto, existía en el Apostolado, como lo muestra ampliamente el Nuevo
Testamento (I Cor., 14). En la época posterior una autoridad claramente similar
se encuentra en el episcopado. Todos los principios de crítica histórica exigen
que el origen del episcopado se busque, no en los “carismas”, sino, donde la
tradición los sitúa, en el propio Apostolado.
. Es a la crisis provocada por el Gnosticismo y el Montanismo en el Siglo II a
la que estos autores atribuyen el surgimiento del sistema católico. Dicen que,
para combatir estas herejías, la Iglesia encontró necesario federarse, y que con
este fin estableció un estatuto, denominado de fe “apostólica”, y además aseguró
la supremacía episcopal mediante la ficción de la “sucesión apostólica”, (Harnack,
Hist. of Dogma, II, ii; Sabatier, op. cit., pp.35-59). Esta opinión parece ser
irreconciliable con los hechos del caso. La evidencia sola de las epístolas
ignacianas muestra que, mucho antes de que se produjera la crisis gnóstica, las
Iglesias locales particulares eran conscientes de un principio esencial de
solidaridad que las unía a todas en un único sistema. Además, el propio hecho de
que estas herejías no lograron establecerse dentro de la Iglesia en ningún lugar
del mundo, sino que fueron en todas partes reconocidas como heréticas y
rápidamente excluidas, basta para probar que la fe apostólica era ya claramente
conocida y firmemente mantenida, y que las Iglesias ya estaban organizadas bajo
un activo episcopado. Además, decir que la doctrina de la sucesión apostólica
fue inventada para hacer frente a estas herejías es olvidar el hecho de que se
afirma en términos claros en la Epístola de Clemente, cap. xlii.
La teoría de M. Loisy respecto a la organización de la Iglesia ha atraído tanta
atención en años recientes como para reclamar una breve reseña. En su obra,
“L’Evangile et l’Eglise”, acepta muchas de las opiniones sostenidas por críticos
hostiles al Catolicismo, y trata mediante una doctrina de desarrollo de
reconciliarlos con alguna forma de adhesión a la Iglesia. Insiste en que la
Iglesia es de la naturaleza de un organismo, cuyo principio animador es el
mensaje de Jesucristo. Este organismo puede experimentar muchos cambios de forma
externa, conforme se desarrolla de acuerdo con sus necesidades internas, y con
los requerimientos de su medio ambiente. Aun así mientras estos cambios sean los
demandados para que el principio vital pueda preservarse, son de carácter no
esencial. En realidad, están lejos de ser alteraciones orgánicas, como para que
debamos reconocerles como afectando implícitamente al mismo ser de la Iglesia.
La formación de la jerarquía la ve él como un cambio de esta clase. De hecho,
puesto que sostiene que Jesucristo anticipó erróneamente que el fin del mundo
estaba muy próxima, y que sus primeros discípulos vivían en la esperanza de su
inmediata vuelta en gloria, se deduce que la jerarquía debe haber tenido un
origen como este. Está fuera de cuestión atribuirlo a los Apóstoles. Hombres que
creían que el fin del mundo era inminente no habrían visto la necesidad de dotar
una sociedad con una forma de gobierno pensada para que durase.
Estas revolucionarias opiniones forman parte de la teoría conocida como
Modernismo, cuyos presupuestos filosóficos implican la completa negación de lo
milagroso. La Iglesia, según esta teoría, no es una sociedad establecida por la
eterna interposición divina. Es una sociedad que expresa la experiencia
religiosa de la colectividad de las conciencias, y debe su origen a dos
tendencias naturales en el hombre, a saber, la tendencia del creyente individual
a comunicar sus creencias a los demás, y la tendencia de los que tienen las
mismas creencias a unirse en una sociedad. Las teorías modernistas fueron
analizadas y condenadas como “la síntesis de todas las herejías” en la Encíclica
“Pascendi Dominici gregis” (18 de septiembre de 1907). Los rasgos principales de
la teoría de la Iglesia de M. Loisy ya habían sido incluidos entre las
proposiciones condenadas en el Decreto “Lamentabili” (3 de Julio de 1907). La
proposición número cincuenta y tres allí singularizada para su reprobación es la
siguiente: “La constitución original de la Iglesia no es inmutable; sino que la
sociedad cristiana como sociedad humana está sujeta a perpetuo cambio.”
V. LA IGLESIA, SOCIEDAD DIVINA
La Iglesia, como se ha visto, es una sociedad formada por hombres vivos, no una
mera unión mística de almas. Como tal se parece a las demás sociedades. Como
ellas, tiene su código de reglas, sus funcionarios ejecutivos, sus observancias
ceremoniales. Aun así difiere de ellas más de lo que se les parece: por ello es
una sociedad sobrenatural. El Reino de Dios es sobrenatural tanto en su origen,
como en la finalidad que pretende, y en los medios a su disposición. Los demás
reinos son naturales en su origen; y su ámbito está limitado al bienestar
temporal de sus ciudadanos. El carácter sobrenatural de la Iglesia es visible,
cuando se considera su relación con la obra redentora de Cristo. Es la sociedad
de los que Él ha redimido del mundo. El mundo, término por el cual se entiende a
los hombres en cuanto se han separado de Dios, es siempre señalado en la
Escritura como el reino del Maligno. Es el “mundo de tinieblas” (Efes., 6, 12)
“yace en poder del Maligno” (I Juan, 5, 19), odia a Cristo (Juan, 15, 18). Para
salvar el mundo, Dios Hijo se hizo hombre. Se ofreció a Sí mismo como
propiciación por los pecados de todo el mundo (I Juan, 2, 2). Dios, que desea
que todos los hombres se salven, ha ofrecido la salvación a todos; pero la mayor
parte de la humanidad rechaza el don ofrecido. La Iglesia es la sociedad de los
que aceptan la redención, de aquellos a los que Cristo “ha sacado del mundo”
(Juan, 15, 19). Así es la Iglesia sola la que Él “ha adquirido con su propia
sangre” (Hechos, 20, 28). De los miembros de la Iglesia, el Apóstol puede decir
que “Dios nos libró del poder de las tinieblas, y nos trasladó al reino del Hijo
de su amor” (Col., 1, 13). San Agustín denomina a la Iglesia “mundus salvatus” –
el mundo redimido – y hablando de la enemistad hacia la Iglesia de los que la
rechazan, dice: “El mundo de perdición odia al mundo de salvación” (“in Joan.”,
Tract. lxxx, vii, n. 2 en P.L., XXXV, 1885). A la Iglesia Cristo le ha dado los
medios de la gracia que él mereció por su vida y muerte. Ella los comunica a sus
miembros; y a los que están fuera de su redil les recomienda entrar para que
puedan también participar de ellos. Por estos medios de gracia – la luz de la
verdad revelada, los sacramentos, la perpetua renovación del sacrificio del
Calvario – la Iglesia lleva a cabo la tarea de santificar a los elegidos. Por
medio de ella cada alma individual se perfecciona, y se forma a semejanza del
Hijo de Dios.
Así es manifiesto que, cuando consideramos la Iglesia simplemente como sociedad
de discípulos, estamos considerando sólo su forma externa. Su vida interior se
encuentra en la presencia del Espíritu Santo, en los dones de la fe, esperanza,
y caridad, en la gracia comunicada por los sacramentos, y en las demás
prerrogativas por las que los hijos de Dios se diferencian de los hijos del
mundo. Este aspecto de la Iglesia es descrito por los Apóstoles en lenguaje
figurado. La representan como el Cuerpo de Cristo, la Esposa de Cristo, el
Templo de Dios. Para comprender su verdadera naturaleza se requiere cierta
consideración de estas comparaciones. En la concepción de la Iglesia como cuerpo
gobernado y dirigido por Cristo como cabeza, se contiene mucho más que la
analogía familiar entre un gobernante y sus súbditos por un lado, y la cabeza
guiando y coordinando las actividades de los diversos miembros por otro. Esa
analogía expresa en realidad la diversidad de funciones, la unidad de principio
director, y la cooperación de las partes para un fin común, que se encuentra en
una sociedad; pero es insuficiente para explicar los términos en los que habla
San Pablo de la unión entre Cristo y sus discípulos. Cada uno de ellos es un
miembro de Cristo (I Cor., 6, 15); juntos forman el cuerpo de Cristo (Efes., 4,
16); como unidad colectiva son simplemente denominados Cristo (I Cor., 12, 12).
El carácter íntimo de la unión aquí sugerida está sin embargo, justificada, si
recordamos que los dones y gracias otorgados a cada discípulo son gracias
merecidas por la Pasión de Cristo, y están destinadas a producir en él la
semejanza a Cristo. Su relación con Cristo es así muy diferente de la relación
puramente jurídica que liga al gobernante de una sociedad natural con los
individuos que pertenecen a ella. El Apóstol desarrolla la relación entre Cristo
y sus miembros desde varios puntos de vista. Como se organiza un cuerpo humano,
teniendo cada articulación y músculo su propia función, aunque cada uno
contribuyendo a la unión del complicado conjunto, así también la sociedad
cristiana es un cuerpo “compacto y firmemente unido por lo que cada parte
proporciona” (Efes., 4, 16), mientras que todas las partes dependen de Cristo su
cabeza. Es Él quien ha organizado el cuerpo, asignando a cada miembro su lugar
en la Iglesia, dotando a cada uno con las gracias especiales necesarias, y, por
encima de todo, confiriendo a algunos de los miembros las gracias en virtud de
las cuales rigen y guían la Iglesia en su nombre (ibíd., 4, 11). Reforzada por
estas gracias, el cuerpo místico, como un cuerpo físico, se desarrolla y crece.
Este desarrollo es doble. Tiene lugar en el individuo, puesto que cada cristiano
se desarrolla hacia el “hombre perfecto”, hacia la imagen de Cristo (Efes., 4,
13, 15; Rom., 8, 29). Pero hay también un desarrollo de todo el cuerpo. Conforme
pasa el tiempo, la Iglesia va a crecer y multiplicarse hasta llenar la tierra.
Tan íntima es la unión entre Cristo y sus miembros, que el Apóstol habla de la
Iglesia como “plenitud” (pleroma) de Cristo (Efes., 1,23; 4, 13), como si
separada de sus miembros algo faltase a la cabeza. Incluso habla de ella como
Cristo: “Como todos los miembros de un cuerpo aunque sean muchos, aun así son un
único cuerpo, así también es Cristo” (I Cor., 12,12). Y para establecer la
realidad de esta unión la refiere a la eficaz mediación de la Sagrada
Eucaristía: Siendo muchos, un solo pan y un solo cuerpo somos, pues todos
participamos de un solo pan” (I Cor. 10, 17 – texto griego).
La descripción de la Iglesia como templo de Dios, en el que los discípulos son
“piedras vivas” (I Pedro, 2, 5), es apenas menos frecuente en los escritos
apostólicos que la metáfora del cuerpo. “Sois templo de Dios vivo” (II Cor., 6,
16), escribe San Pablo a los corintios, y recuerda a los efesios que están
“edificados sobre el cimiento de los apóstoles y profetas, siendo la piedra
angular Jesucristo mismo, en quien toda edificación bien trabada se eleva hasta
formar un templo santo en el Señor” (Efes., 2, 20 y s.). Con un ligero cambio de
metáfora, el mismo Apóstol en otro pasaje (I Cor., 3, 11) compara a Cristo con
el cimiento, y a sí mismo y a los demás trabajadores apostólicos con los
constructores que levantan el templo sobre aquél. Ha de observarse que la
palabra traducida como “templo” es naos, un término que significa propiamente
santuario interior. El Apóstol, cuando emplea esta palabra, está claramente
comparando la Iglesia Cristiana con el Santo de los Santos donde Dios manifiesta
su presencia visible en el Shekinah. La metáfora del templo es muy adecuada para
hacer comprender dos lecciones. En varias ocasiones el Apóstol la emplea para
inculcar a sus lectores la santidad de la Iglesia a la que se han incorporado.
“Si alguno violara el templo de Dios”, dice, hablando de los que corrompen la
Iglesia mediante falsas doctrinas, “Dios le destruirá a él” (I Cor., 3, 17). Y
emplea el mismo motivo para disuadir a los discípulos de contraer matrimonio con
no creyentes: “¿Qué conformidad hay entre el templo de Dios y el de los ídolos?
Porque nosotros somos templo de Dios vivo” (II Cor., 6, 16). Esto además ilustra
de manera clarísima la verdad de que a cada miembro de la Iglesia Dios le ha
asignado su propio lugar, capacitándole para cooperar mediante su trabajo allí
en el gran fin común, la gloria de Dios. El tercer paralelismo representa a la
Iglesia como esposa de Cristo. Aquí hay mucho más que una metáfora. El Apóstol
dice que la unión entre Cristo y su Iglesia es el arquetipo del que el
matrimonio humano es una representación terrena. Así ordena a las mujeres que
estén sujetas a sus maridos como la Iglesia está sujeta a Cristo. (Efes., 5, 22
y ss.). Aunque señala por otro lado que la relación del marido con la mujer no
es la del amo con su criado, sino que implica ternura y el amor más abnegado.
Ordena a los maridos que amen a sus mujeres, “como Cristo amó a la Iglesia y se
entregó a sí mismo por ella” (ibíd., 5, 25). El hombre y la mujer son una sola
carne; y en esto el marido tiene un poderoso motivo para amar a la mujer, puesto
que “ningún hombre odia su propia carne”. Esta unión física no es sino la
contrafigura de ese misterioso vínculo en virtud del cual la Iglesia está tan
verdaderamente unida a Cristo, que “ somos miembros de su cuerpo, de su carne y
de sus huesos. ‘Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su
mujer, y los dos se harán una sola carne’ ”( Efes., 5, 30 y s.; Gén., 2, 24).
Con estas palabras el Apóstol indica el misterioso paralelismo entre la unión
del primer Adán con la esposa formada de su cuerpo, y la unión del segundo Adán
con la Iglesia. Ella es “hueso de sus huesos, y carne de su carne”, igual que
Eva lo fue con relación a nuestro primer padre. Y sólo pertenecen a la familia
del segundo Adán los que son sus hijos, “nacidos de nuevo del agua y del
Espíritu Santo”. Ocasionalmente, la metáfora asume una forma ligeramente
diferente. En Apocalipsis, 19, 7. el matrimonio del Cordero con su esposa la
Iglesia no tiene lugar hasta el último día en la hora del triunfo final de la
Iglesia. Así también San Pablo, escribiendo a los corintios (II Cor., 11, 2), se
compara a sí mismo al “amigo del novio”, que jugaba un importante papel en la
ceremonia del matrimonio hebreo (cf. Juan, 3, 29). Él ha desposado, dice, a la
comunidad corintia con Cristo y se considera a sí mismo responsable de
presentarla sin mancha al novio.
Por medio de estas metáforas los Apóstoles explican la naturaleza interna de la
Iglesia. Sus expresiones no dejan duda de que en ellas siempre se refieren a la
Iglesia efectivamente existente fundada por Cristo en la tierra – la sociedad de
discípulos de Cristo. De aquí que sea instructivo observar que los teólogos
protestantes encuentren necesario distinguir entre una Iglesia ideal y una
actual, y afirmar que la enseñanza de los Apóstoles respecto de la Esposa, el
Templo, y el Cuerpo, se refiere a la sola Iglesia ideal (cf. Gayford en Hastings,
“Dict. of the Bible”, i.v. Church).
VI. MEDIO NECESARIO DE SALVACIÓN
En el precedente examen de la doctrina de la Escritura respecto de la Iglesia,
se ha visto qué claramente se establece que sólo entrando en la Iglesia se puede
participar en la redención obrada para nosotros por Cristo. La incorporación a
la Iglesia puede ella sola unirnos a la familia del segundo Adán, y ella sola
puede injertarnos en la verdadera Vid. Además es a la Iglesia a la que Cristo ha
entregado los medios de gracia por los que los dones que Él ha ganado para los
hombres se comunican a ellos. La Iglesia sola dispensa los sacramentos. Sólo
ella hace conocer la luz de la verdad revelada. Fuera de la Iglesia no pueden
obtenerse estos dones. De todo esto no cabe más que una conclusión: La unión con
la Iglesia no es meramente uno de los diversos medios por el que puede obtenerse
la salvación: es el único medio.
Esta doctrina de la absoluta necesidad de la unión con la Iglesia fue enseñada
en términos explícitos por Cristo. Afirmó que el Bautismo, el acto de
incorporación entre sus miembros, era esencial para la salvación. “El que crea y
se bautice se salvará: el que no crea se condenará” (Marcos, 16, 16). Cualquier
discípulo que abandone l obediencia de la Iglesia será reconocido como uno de
los paganos: no forma parte del reino de Dios (Mateo, 18, 17). San Pablo es
igualmente explícito. “Al hereje”, escribe a Tito, “después de una y otra
amonestación, réhuyele; ya sabes que ése...está condenado por su propia
sentencia” (Tito, 3, 10 y s.). La doctrina se resume en la frase, Extra
Ecclesiam nulla salus. Esto ha sido ocasión de tantas objeciones que parece
deseable alguna consideración de su significado. Ciertamente no significa que
nadie pueda salvarse excepto los que estén en comunión visible con la Iglesia.
La Iglesia Católica siempre ha enseñado que no se necesita para conseguir la
justificación nada más que un acto de caridad y contrición perfectas. Cualquiera
que, bajo el impulso de la gracia actual, realice estos actos recibe
inmediatamente el don de la gracia santificante, y es contado entre los hijos de
Dios. Si muriera con esta disposición, con seguridad alcanzaría el cielo. Es
verdad que tales actos no pueden ser realizados posiblemente por quien es
consciente de que Dios ha mandado a todos unirse a la Iglesia, y que sin embargo
voluntariamente permanece fuera de su redil. Pues el amor de Dios lleva consigo
el deseo práctico de cumplir sus mandamientos. Pero de aquellos que mueren sin
visible comunión con la Iglesia, no todos son culpables de voluntaria
desobediencia a los mandamientos de Dios. Muchos se mantienen fuera de la
Iglesia por ignorancia. Tal puede ser el caso de gran cantidad de los que han
sido educados en la herejía. Para otros los medios externos de gracia pueden ser
inalcanzables. Así una persona excomulgada puede no tener oportunidad de buscar
la reconciliación al final, aunque puede reparar sus faltas por actos internos
de contrición y caridad.
Debe observarse que los que se salvan así no están totalmente fuera de los
límites de la Iglesia. La voluntad de cumplir todos los mandamientos de Dios
está, y debe estar, presente en todos ellos. Tal deseo implícitamente incluye el
deseo de incorporación a la Iglesia visible: pues esto, aunque ellos no lo
sepan, ha sido mandado por Dios. Así, pertenecen a la Iglesia por el deseo
(voto). Además, hay un sentido verdadero en el que puede decirse que van a ser
salvados a través de la Iglesia. En el orden de la Divina Providencia, la
salvación se da al hombre en la Iglesia: la pertenencia a la Iglesia Triunfante
se da por medio de la pertenencia a la Iglesia Militante. La gracia
santificante, el título para la salvación, es peculiarmente la gracia de los que
están unidos a Cristo en la Iglesia: es el patrimonio de los hijos de Dios. La
finalidad primaria de las gracias actuales que Dios concede a los que están
fuera de la Iglesia es traerlos dentro del redil. Así, incluso en el caso de que
Dios salve a los hombres que están fuera de la Iglesia, lo hace así a través de
las gracias de la Iglesia. Están unidos a la Iglesia en comunión espiritual,
aunque no en comunión visible y externa. En la expresión de los teólogos,
pertenecen al alma de la Iglesia, aunque no a su cuerpo. Aun así la posibilidad
de salvación fuera de la comunión visible con la Iglesia no debe ocultarnos la
pérdida sufrida por los que están así situados. Están aislados de los
sacramentos que Dios ha dado como apoyo del alma. No pueden participar en los
canales ordinarios de la gracia, que están siempre abiertos al fiel católico.
Los incontables medios de santificación que la Iglesia ofrece les están negados.
A menudo se insiste que esta es una dura y estrecha doctrina. La respuesta a
esta objeción es que la doctrina es dura, pero sólo en el sentido en el que la
dureza es inseparable del amor. Es la misma dureza que encontramos en las
palabras de Cristo, cuando dijo:“Si no creéis que Yo Soy, moriréis en vuestros
pecados” (Juan, 8, 24). La Iglesia está animada con el espíritu de Cristo; está
llena del mismo amor a las almas, el mismo deseo de su salvación. Puesto que,
entonces, sabe que el camino de la salvación es a través de la unión con ella,
que en ella y en ella sola se almacenan los beneficios de la Pasión, necesita
ser intransigente e incluso dura en la afirmación de sus derechos. Fracasar en
esto sería fracasar en la tarea confiada a ella por su Señor. Incluso donde el
mensaje no es bien recibido, ella debe comunicarlo.
Es instructivo observar que esta doctrina ha sido proclamada en todos los
periodos de la historia de la Iglesia. No es una añadidura de una época
posterior. Los primeros sucesores de los Apóstoles hablan tan claramente como
los teólogos medievales, y los teólogos medievales no son más enfáticos que los
actuales. Desde el Siglo I al Siglo XX hay absoluta unanimidad. San Ignacio de
Antioquia escribe: “No os engañéis, hermanos míos. Si alguien sigue al que hace
cisma, no heredará el reino de Dios. Si alguien se introduce en una doctrina
extraña, no está asociado con la Pasión” (ad Philad., n.3). Orígenes dice: “Que
nadie se engañe. Fuera de esta casa, esto es, fuera de la Iglesia, nadie se
salva” (Hom. in Jos., iii, n.5 en P.G., XII, 841). San Cipriano habla en el
mismo sentido: “No puede tener a Dios por su padre, el que no tiene a la Iglesia
por su madre” (De Unit., c. vi). Las palabras del 4º Concilio Ecuménico de
Letrán (1215) definen así la doctrina en su decreto contra los albigenses: “Una
est fidelium universalis Ecclesiam extra quam nullus omnino salvatur” (Denzinger,
n.357); y Pío IX empleó casi idéntico lenguaje en su Encíclica a los obispos de
Italia (10 de Agosto de 1863): “Notissimum est catholicum dogma neminem scilicet
extra catholicam ecclesiam posse salvari” (Denzinger, n.1529).
VII. VISIBILIDAD DE LA IGLESIA
Al afirmar que la Iglesia de Cristo es visible, queremos decir, primero, que
como sociedad será en todos los tiempos pública y notoria, y segundo, que será
reconocible entre los demás organismos como la Iglesia de Cristo. Estos dos
aspectos de visibilidad son denominados respectivamente visibilidad “material” y
“formal” por los teólogos católicos. La visibilidad material de la Iglesia no
implica más que ha de haber siempre una profesión pública, no privada; una
sociedad manifiesta al mundo, no un colectivo cuyos miembros estén vinculados
por algún lazo secreto. La visibilidad formal es más que esto. Implica que en
todas las épocas la verdadera Iglesia de Cristo será fácilmente reconocible como
lo que es, a saber, como la sociedad divina del Hijo de Dios, el medio de
salvación ofrecido por Dios a los hombres; que posee ciertos atributos que
postulan tan evidentemente un origen divino que todos los que la vean sabrán que
viene de Dios. Esto, naturalmente, debe entenderse con algunas matizaciones
necesarias. La facultad de reconocer a la Iglesia como lo que es presupone
ciertas disposiciones morales. Donde hay una arraigada desgana a seguir la
voluntad de Dios, puede haber ceguera espiritual respecto a las pretensiones de
la Iglesia. El prejuicio invencible o la presunción heredada pueden producir el
mismo resultado. Pero en tales casos la incapacidad de ver se debe, no a la
falta de visibilidad de la Iglesia, sino a la ceguera del individuo. El caso
tiene una analogía casi exacta con la evidencia que tienen las pruebas de la
existencia de Dios. Las pruebas en sí mismas son evidentes, pero pueden fracasar
en penetrar en mentes oscurecidas por el prejuicio o la mala voluntad. Desde la
época de la Reforma, los autores protestantes o niegan la visibilidad de la
Iglesia o la explican de forma que pierda la mayor parte de su significado. Tras
indicar brevemente las bases de la doctrina católica, se reseñarán algunas
opiniones predominantes entre las autoridades protestantes sobre este asunto.
Es innecesario decir respecto a la visibilidad material de la Iglesia más de lo
que se ha dicho en las secciones III y IV de este artículo. Se ha demostrado
allí que Cristo estableció su Iglesia como una sociedad organizada bajo
dirigentes acreditados, y que Él ordenó a sus gobernantes y a los que les
sucedieran llamar a todos los hombres a asegurar su salvación entrando en ella.
Es manifiesto que no se trata aquí de una unión secreta de creyentes; la Iglesia
es una corporación universal, cuya existencia va a imponerse a la atención de
todos, quieran o no. La visibilidad formal se asegura por los atributos que
habitualmente se denominan las “notas” de la Iglesia – su Unidad, Santidad,
Catolicidad, y Apostolicidad (ver más abajo). La prueba puede ilustrarse en el
caso de la primera de éstas. La unidad de la Iglesia se destaca como un hecho
totalmente sin paralelo en la historia humana. Sus miembros en todo el mundo
están unidos por la profesión de una fe común, por la participación en un culto
común, y por la obediencia a una autoridad común. Las diferencias de clase, de
nacionalidad, y de raza, que parece como si debieran ser fatales para cualquier
forma de unión, no pueden cortar este vínculo. Une a los civilizados e
incivilizados, a los filósofos y a los campesinos, a los ricos y a los pobres.
Todos y cada uno mantienen las mismas creencias, se unen en las mismas
ceremonias religiosas, y reconocen en el sucesor de Pedro al mismo gobernante
supremo. Nada que no sea un poder sobrenatural puede explicar esto. Es una
prueba evidente para todas las mentes, incluso las simples e iletradas, de que
la Iglesia es una sociedad divina. Sin esta visibilidad formal, la finalidad por
la que se fundó la Iglesia se frustraría. Cristo la estableció para ser el medio
de salvación de toda la humanidad. Para esta finalidad es esencial que sus
afirmaciones sean autentificadas de una manera evidente para todos; en otras
palabras, debe ser visible, no meramente como lo son las demás sociedades
públicas, sino como siendo la sociedad del Hijo de Dios.
Las opiniones sostenidas por los protestantes respecto a la visibilidad de la
Iglesia son diversas. Los críticos racionalistas rechazan naturalmente toda la
concepción. Para ellos la religión predicada por Jesucristo era algo puramente
interior. Cuando la Iglesia como institución vino a ser considerada como un
factor indispensable en religión, hubo una corrupción del mensaje primitivo.
(Ver Harnack, What is Christianity, p.213). Los pasajes que tratan de la Iglesia
como unidad colectiva son referidos por los autores de esta escuela a una
Iglesia ideal invisible, una comunión mística de las almas. Tal interpretación
violenta el sentido de los pasajes. Además, ninguna explicación que tenga alguna
apariencia de probabilidad ha sido dada aún para justificar la génesis entre los
discípulos de esta notable y absolutamente novedosa concepción de una Iglesia
invisible. Puede pedirse razonablemente a una escuela declaradamente crítica que
este fenómeno sea explicado. Harnack sostiene que ocupó el lugar de la unidad
racial de los judíos. Pero no está claro por qué los conversos gentiles habrían
sentido la necesidad de reemplazar una característica tan enteramente propia de
la religión hebrea.
La doctrina de los autores protestantes más antiguos es que hay dos Iglesias,
una visible y otra invisible. Esta es la opinión de los teólogos anglicanos
corrientes tales como Barrow, Field, y Jeremy Taylor (véase, por ejemplo, Barrow,
Unity of Church, Works, 1830, VII, 628). Los que explican así la visibilidad
subrayan que el elemento esencial y vital de la pertenencia a Cristo descansa en
la unión interna con Él; que esto es necesariamente invisible, y los que la
tienen constituyen una Iglesia invisible. Los que están unidos a Él solo
externamente no tienen parte en su gracia. Así, cuando prometió a su Iglesia el
don de la indefectibilidad, declarando que las puertas del infierno nunca
prevalecerían contra ella, la promesa debe entenderse respecto de la Iglesia
invisible, no de la visible. Con respecto a esta teoría, que aún es pasablemente
predominante, hay que decir que las promesas de Cristo fueron hechas a la
Iglesia como organismo colectivo, como constituyendo una sociedad. Así
entendida, fueron hechas a la Iglesia visible, no a un organismo invisible y
desconocido. En realidad para esta distinción entre Iglesia visible e invisible
no hay justificación en las Escrituras. Incluso aunque muchos de sus hijos
prueben ser infieles, aun así todo lo que Cristo dijo respecto de la Iglesia se
realiza en ella como organismo colectivo. Ni la infidelidad de estos que se
declaran católicos los separa totalmente de su pertenencia a Cristo. Son suyos
en virtud de su bautismo. El carácter entonces recibido los marca como suyos.
Aunque ramas secas y marchitas no han roto del todo con la Vid verdadera (Belarmino,
De Ecclesia, III, ix, 13). Los autores de la Alta Iglesia Anglicana enseñan
explícitamente la visibilidad de la Iglesia. Se limitan, sin embargo, a la
consideración de la visibilidad material (cf. Palmer, Treatise on the Church,
Parte I, cap. iii).
La doctrina de la visibilidad de ninguna manera excluye de la Iglesia a los que
ya han alcanzado la bienaventuranza. Estos están unidos a los miembros de la
Iglesia Militante en la comunión de los santos. Observan sus esfuerzos; sus
plegarias son ofrecidas por intermedio de ellos. De manera similar los que aún
están en los purificadores fuegos del purgatorio pertenecen a la Iglesia. No
hay, como se ha dicho, dos Iglesias; no hay más que una Iglesia, y de ella son
miembros todas las almas de los justos, estén en el cielo, en la tierra, o en el
purgatorio (Catec. Rom., I, x, 6). Pero sólo a la Iglesia en cuanto militante
aquí abajo –a la Iglesia entre los hombres—le corresponde la propiedad de ser
visible.
VIII. EL PRINCIPIO DE AUTORIDAD
Cualquier autoridad que se ejerza en la Iglesia, se ejerce en virtud del
nombramiento de Cristo. Él es el único Profeta, el que ha dado al mundo la
revelación de la verdad, y mediante su espíritu preserva en la Iglesia la fe en
un tiempo comunicada a los santos. Él es el único Sacerdote, siempre
intercediendo por medio de la Iglesia en el sacrificio del Calvario. Y Él es el
único Rey – el Pastor principal (I Pedro, 5, 4) – que gobierna y guía a través
de su Providencia, el curso de su Iglesia. Aun así Él quiere que se ejerza su
poder a través de sus representantes en la tierra. Eligió a los Doce, y les
encargó en su nombre enseñar a las naciones (Mateo, 28, 19), ofrecer su
sacrificio (Lucas, 22, 19), gobernar su rebaño (Mateo, 18, 18; Juan, 21, 17).
Ellos, como se ha visto más arriba, usaron la autoridad en ellos delegada
mientras vivieron; y antes de su muerte, tomaron medidas para la perpetuación de
este principio en la Iglesia. Desde ese día hasta ahora, la jerarquía así
establecida ha afirmado y ha ejercido su triple cargo. Así se han cumplido las
profecías del Antiguo Testamento que predecían que a los que fueran designados
para gobernar el reino mesiánico se les concedería participar en las funciones
de profeta, sacerdote y rey del Mesías (Ver arriba, II). La autoridad
establecida en la Iglesia recibe su delegación de arriba, no de abajo. El Papa y
los obispos ejercen su poder como sucesores de los hombres que fueron elegidos
por Cristo personalmente. No son, como enseña la teoría presbiteriana de
gobierno de la Iglesia, delegados del rebaño; su mandato lo reciben del Pastor,
no de las ovejas. La opinión de que la autoridad eclesiástica es sólo
ministerial, y originada por delegación de los fieles, fue expresamente
condenada por Pío VI (1794) en su Constitución “Auctorem Fidei” (vid.); y ante
la renovación del error por ciertos autores modernistas recientes, Pío X reiteró
la condena en la Encíclica sobre los errores de los modernistas. En este sentido
el gobierno de la Iglesia no es democrático. Esto en realidad está implícito en
la propia naturaleza de la Iglesia como sociedad sobrenatural, que conduce a los
hombres a un fin sobrenatural. Nadie es capaz de ejercer autoridad con tal
finalidad, salvo que el poder le sea comunicado de una fuente divina. El caso es
completamente diferente del referente a la sociedad civil. Aquí el fin no es
sobrenatural: es el bienestar temporal de los ciudadanos. No puede decirse que
se requieran unas dotes especiales para hacer a cualquier clase de hombres capaz
de ocupar el puesto de gobernantes y guías. De ahí que la Iglesia apruebe
igualmente todas las formas de gobierno civil que estén en consonancia con el
principio de justicia. El poder ejercido por la Iglesia mediante el sacrificio y
el sacramento (potestas ordinis) cae fuera de la presente materia. Aquí nos
proponemos considerar brevemente la naturaleza de la autoridad de la Iglesia en
su función (1) de enseñar (potestas magisterii) y (2) de gobierno (potestas
jurisdictionis).
(1) Infalibilidad
Como maestra nombrada divinamente de la verdad revelada, la Iglesia es
infalible. Este don de no errar está garantizado por las palabras de Cristo, en
las que prometió que su Espíritu permanecería con ella por siempre para guiarla
hasta la verdad completa (Juan, 14, 16; 16, 13). Esto está implícito también en
otros pasajes de la Escritura, y afirmado por el testimonio unánime de los
Padres. El objeto de esta infalibilidad es preservar el depósito de la fe
revelada al hombre por Cristo y sus Apóstoles (ver INFALIBILIDAD). La Iglesia
enseña expresamente que es la guardiana sólo de la revelación, que no puede
enseñar nada que no haya recibido. El Concilio Vaticano (Primero) declara: “El
Espíritu Santo no fue prometido a los sucesores de Pedro, para que por su
revelación pudieran manifestar nuevas doctrinas: sino que a través de su
asistencia pudieran guardar religiosamente, y fielmente exponer la revelación
transmitida por los Apóstoles, o depósito de la fe” (Conc. Vat., Ses.IV, cap.
liv).La obligación de la ley moral natural forma parte de la revelación. La
autoridad de esa ley es una y otra vez recalcada por Cristo y sus Apóstoles. La
Iglesia por tanto es infalible en materia tanto de fe como de moral. Además, los
teólogos están de acuerdo en que el don de infalibilidad respecto al depósito
debe, por consecuencia necesaria, llevar consigo la infalibilidad respecto a
ciertas materias íntimamente relacionadas con la Fe. Hay cuestiones que tienen
que ver tan próximamente con la preservación de la Fe que, si la Iglesia pudiera
errar en ellas, su infalibilidad no bastaría para salvar al rebaño de las falsas
doctrinas. Tal es, por ejemplo, la decisión de si un libro dado contiene o no
enseñanzas condenadas como heréticas. (Ver HECHOS DOGMÁTICOS).
Es innecesario señalar que si la Fe Cristiana es realmente una doctrina
revelada, que los hombres han de creer bajo pena de condenación eterna, el don
de la infalibilidad era necesario para la Iglesia. Si pudiera equivocarse,
podría hacerlo en cualquier cuestión. El rebaño no tendría garantías de la
veracidad de ninguna doctrina. La condición de los organismos que en tiempos de
la reforma abandonaron la Iglesia nos proporciona un adecuado objeto de estudio.
Divididos en diversas facciones y partidos, son escenario de discusiones
interminables; y por la naturaleza del caso están desprovistos de toda esperanza
de alcanzar la certeza. También respecto a la ley moral, la necesidad de una
guía infalible es apenas menos imperativa. Aunque en algunos grandes principios
pueda haber consenso de opinión sobre lo que es bueno y lo que es malo, aun así,
en la aplicación de esos principios a hechos concretos, es imposible obtener
acuerdo. En asuntos de importancia práctica tales como son, por ejemplo, las
cuestiones de la propiedad privada, el matrimonio, y la libertad, las opiniones
más divergentes son defendidas por pensadores de gran capacidad. En medio de
todo esto preguntar a la voz inequívoca de la Iglesia da confianza a sus hijos
de estar siguiendo el camino correcto, y de no haberse extraviado por alguna
especiosa falacia. Los diversos modos en que la Iglesia ejercita este don, y las
prerrogativas de la Santa Sede respecto a la infalibilidad, se encontrarán
discutidas en el artículo que trata de este asunto.
(2) Jurisdicción
Los pastores de la Iglesia gobiernan y dirigen el rebaño a ellos entregado en
virtud de la jurisdicción concedida a ellos por Cristo. La autoridad de
jurisdicción difiere esencialmente de la autoridad de enseñar. Los dos poderes
se refieren a objetos diferentes. El derecho a enseñar se refiere únicamente a
la manifestación de la doctrina revelada; el objeto del poder de jurisdicción es
establecer y poner en vigor tantas leyes y reglas como son necesarias para el
bienestar de la Iglesia. Además, el derecho de la Iglesia a enseñar se extiende
a todo el mundo: La jurisdicción de sus gobernantes se extiende a solos sus
miembros (I Cor., 5, 12). Las palabras de Cristo a San Pedro, “te daré las
llaves del reino de los cielos”, expresan claramente el poder de jurisdicción.
La autoridad suprema sobre un organismo lleva consigo el derecho a gobernar y
dirigir. Los tres elementos que van a constituir la jurisdicción –el poder
legislativo, el poder judicial, y el poder coercitivo – están además implícitos
en las instrucciones de Cristo a los Apóstoles (Mateo, 18). No solamente se les
instruye para imponer obligaciones y resolver discusiones; sino que pueden
incluso infligir la pena eclesiástica más excepcional – la de exclusión de su
pertenencia a Cristo.
La jurisdicción ejercida dentro de la Iglesia es en parte de derecho divino, y
en parte determinada por la ley eclesiástica. La suprema jurisdicción sobre toda
la Iglesia – clero tanto como laicos – pertenece por designación divina al Papa
(Conc. Vat. Ses. IV, cap. iii). El gobierno de los fieles por obispos que poseen
la jurisdicción ordinaria (esto es, una jurisdicción que no se tiene por mera
delegación, sino que se ejerce en su propio nombre) es del mismo modo de decreto
divino. Pero el sistema por el que la Iglesia está dividida territorialmente en
diócesis, dentro de cada una de las cuales un solo obispo gobierna a los fieles
de ese distrito, es una ordenación eclesiástica susceptible de modificación. Los
límites de las diócesis pueden ser cambiados por la Santa Sede. En Inglaterra
las antiguas divisiones anteriores a la Reforma se mantuvieron hasta 1850,
aunque la jerarquía católica se había extinguido en el reinado de Isabel I. En
ese año la antigua división fue anulada y se estableció un nuevo sistema
diocesano. De manera similar en Francia, se introdujo un cambio completo tras la
Revolución. Un obispo puede ejercer su poder sobre una base distinta a la
territorial. Así en Oriente hay obispos diferentes para los fieles que
pertenecen a los diferentes ritos en comunión con la Santa Sede. Aparte de los
obispos, en los países donde el sistema eclesiástico está plenamente
desarrollado, los clérigos inferiores que son los curas de parroquias, en el
sentido propio del término, tienen jurisdicción ordinaria dentro de sus propias
parroquias.
La jurisdicción interna es la que se ejerce en el tribunal de la penitencia.
Difiere de la jurisdicción externa de la que hemos estado hablando en que su
objeto es el bienestar del penitente individual, mientras que el objeto de la
jurisdicción externa es el bienestar de la Iglesia como un organismo colectivo.
Para ejercer esa jurisdicción interna, el poder de órdenes es una condición
esencial: nadie sino un sacerdote puede absolver. Pero el poder de órdenes es
por sí solo insuficiente. El ministro del sacramento debe recibir la
jurisdicción de alguien competente para otorgarla. De ahí que un sacerdote no
pueda oír en confesión en cualquier localidad, si no ha recibido facultades del
ordinario del lugar. Por otro lado, para el ejercicio de la jurisdicción externa
no es necesario el poder de órdenes. Un obispo, debidamente nombrado para una
sede, pero aún no consagrado, está investido de jurisdicción externa sobre su
diócesis en cuanto ha exhibido sus cartas de nombramiento al capítulo.
IX. MIEMBROS DE LA IGLESIA
El informe precedente sobre la Iglesia y el principio de autoridad por el que se
gobierna nos capacita para determinar quienes son miembros de la Iglesia y
quienes no. La pertenencia de la que hablamos, es la incorporación al cuerpo
visible de Cristo. Ya se ha observado (VI ) que un miembro de la Iglesia puede
haber perdido la gracia de Dios. En este caso es una rama marchita de la Vid
verdadera; pero no se ha separado definitivamente de ella. Aún pertenece a
Cristo. Se requieren tres condiciones para que un hombre sea miembro de la
Iglesia:
En primer lugar, debe profesar la verdadera Fe, y haber recibido el Sacramento
del Bautismo. La necesidad esencial de esta condición es clara por el hecho de
que la Iglesia es el reino de la verdad, la sociedad de los que aceptan la
revelación del Hijo de Dios. Todo miembro de la Iglesia debe aceptar el conjunto
de la revelación, bien explícita o bien implícitamente, mediante la profesión de
todo lo que la Iglesia enseña. El que rehúsa recibirla, o quien, habiéndola
recibido, la pierde, se excluye de ese modo del reino (Tito, 3,10 y s.). El
Sacramento del Bautismo se considera correctamente parte de esta condición.
Mediante él los que profesan la Fe son adoptados formalmente como hijos de Dios
(Efes. 1, 13), y entre los dones que ofrece está una fe habitual. Cristo
expresamente relaciona a los dos, al declarar que “el que crea y se bautice se
salvará” (Marcos, 16, 16; cf. Mateo, 28, 19)
Es además necesario reconocer la autoridad de la Iglesia y de sus gobernantes.
Los que rechazan la jurisdicción establecida por Cristo ya no son miembros de su
reino. Así lo afirma San Ignacio en su carta a la Iglesia de Esmirna:
“Dondequiera que aparezca el obispo, allí ha de estar el pueblo; del mismo modo
que donde Jesús pueda estar ha de estar la Iglesia universal” (ad Smyrn., n.8).
En relación con esta condición, la última piedra de toque ha de ser hallarse en
comunión con la Santa Sede. Cristo fundó su Iglesia sobre Pedro. Los que no
están unidos a ese cimiento no pueden formar parte de la casa de Dios.
La tercera condición se basa en el derecho canónico a la comunión con la
Iglesia. En virtud de su poder coercitivo la Iglesia tiene autoridad para
excomulgar a los pecadores notorios. Puede infligir este castigo no meramente
sobre la base de herejía o cisma, sino por otras faltas graves. Así San Pablo
pronuncia sentencia de excomunión de los corintios incestuosos (I Cor., 5, 3).
Esta pena no es una mera separación externa del derecho al culto en común. Es
una separación del cuerpo de Cristo, deshaciendo hasta este punto la obra del
bautismo, y situando al excomulgado en la condición del “pagano y el publicano”.
Lo expulsa del reino de Dios; y el Apóstol habla de ello como de “entregarlo a
Satanás” (I Cor., 5, 5; I Tim. 1, 20)
Al considerar cada una de esta condiciones, sin embargo, se pueden hacer ciertas
distinciones.
1. Muchos herejes bautizados han sido educados en creencias erróneas. Su caso es
enteramente diferente del de aquellos que han renunciado voluntariamente a la
Fe. Ellos aceptan lo que creen ser la revelación divina. Así estos pertenecen a
la Iglesia en deseo, pues en su corazón ansían cumplir la voluntad de Dios
respecto a ellos. En virtud de su bautismo y su buena voluntad, pueden estar en
estado de gracia. Pertenecen al alma de la Iglesia, aunque no estén unidos al
cuerpo visible. Como tal son miembros de la Iglesia internamente, aunque no
externamente. Incluso en relación con los que se han apartado ellos mismos de la
Fe, se debe hacer una distinción entre los herejes públicos y notorios por un
lado, y los herejes secretos por otra. La herejía pública y notoria separa de la
Iglesia visible. La mayoría de los teólogos están de acuerdo con Belarmino (De
Ecclesia, III, cap. x) y contra Suárez,, en que la herejía secreta no tiene este
efecto.
2. Con respecto al cisma debe hacerse la misma distinción. Un rechazo secreto de
la autoridad de la Iglesia no separa al pecador de la Iglesia. La Iglesia
reconoce al cismático como miembro, con derecho a la comunión con ella, hasta
que por rebelión pública y notoria rechaza su autoridad.
3. Las personas excomulgadas son o bien excommunicati tolerati (esto es, los que
aún son tolerados) o excommunicati vitandi ( esto es, los que se han de evitar).
Muchos teólogos sostienen que aquellos a los que la Iglesia aún tolera no están
completamente separados de la pertenencia a ella, y que sólo aquellos a los que
ella ha calificado como “a ser evitados” están separados del reino de Dios (ver
Murray, De Eccles., Disp. i, sec. Viii, n. 118) (Ver EXCOMU
X. INDEFECTIBILIDAD DE LA IGLESIA
Entre las prerrogativas concedidas a su Iglesia por Cristo está el don de la
indefectibilidad. Por este término se entiende, no meramente que la Iglesia
perdurará hasta el fin de los tiempos, sino además, que conservará intactas sus
características esenciales. La Iglesia no puede experimentar nunca un cambio
constitucional que la haga, como organismo social, algo distinto de lo que
originalmente era. Nunca puede corromperse en fe o moral; ni puede perder nunca
la jerarquía apostólica, ni los sacramentos a través de los cuales Cristo
comunica la gracia a los hombres. El don de la indefectibilidad está
expresamente prometido a la Iglesia por Cristo, en las palabras en las que
declara que las puertas del infierno no prevalecerán contra ella. Está claro
que, si pudieran las tormentas que se encuentre la Iglesia perturbarla de manera
que se alteren sus características esenciales y la hagan distinta de lo que
Cristo pretendió que fuera, las puertas del infierno, esto es, el poder del mal,
habría prevalecido. También está claro que, si pudiera la Iglesia sufrir un
cambio sustancial, ya no sería un instrumento capaz de llevar a cabo la obra por
la que Dios la llamó a ser. Él la estableció para que pudiera ser la escuela de
santidad para todos los hombres. Esto dejaría de ser así si alguna vez pudiera
fijar un criterio moral falso y corrompido. Él la estableció para proclamar su
revelación al mundo, y le encargó de advertir a todos los hombres que salvo que
aceptaran ese mensaje perecerían eternamente. Si pudiera la Iglesia, al definir
las verdades de la revelación, errar en el más pequeño punto, tal encargo sería
imposible. Ningún organismo podría poner en vigor bajo tal pena la aceptación de
lo que puede ser erróneo. Mediante la jerarquía y los sacramentos, Cristo,
además, hizo a la Iglesia la depositaria de las gracias de la Pasión. De
perderse alguno de estos, ya no podrían dispensarse a los hombres los tesoros de
la gracia.
El don de indefectibilidad claramente no garantiza a cada parte de la Iglesia
contra la herejía o la apostasía. La promesa se hizo al organismo en su
conjunto. Las Iglesias individuales pueden corromper su moral, caer en la
herejía, incluso apostatar. Así en la época de las conquistas mahometanas,
poblaciones enteras renunciaron a su fe; y la Iglesia sufrió pérdidas similares
en el Siglo XVI. Pero la defección de ramas aisladas no altera el carácter del
tronco principal. La sociedad de Jesucristo continúa dotada de las prerrogativas
que le otorgó su Fundador. Sólo a una Iglesia particular se le garantiza la
indefectibilidad, a saber, a la sede de Roma. A Pedro, y en él a todos sus
sucesores en el cargo de supremo pastor, Cristo encargó la tarea de confirmar a
sus hermanos en la Fe (Lucas, 22, 32); y así, en la Iglesia Romana, como dice
Cipriano, “la infidelidad no consigue penetrar” [Ep. lv(lix), ad Cornelium]. Los
diversos colectivos que han abandonado la Iglesia naturalmente niegan su
indefectibilidad. Su alegato a favor de la separación se basa en cada caso en el
supuesto hecho de que el cuerpo principal de los cristianos se ha separado tanto
de la verdad primitiva, o de la pureza de la moral cristiana, que la formación
de una organización separada no es sólo deseable sino necesaria. Los que
pretenden defender estas alegaciones se esfuerzan de diversas maneras en
reconciliarlas con la promesa de Cristo. Algunos, como se ha visto más arriba (VII),
recurren a la hipótesis de una Iglesia invisible indefectible. El muy Reverendo
Charles Gore de Worcester, que puede ser considerado como el representante del
Anglicanismo superior, prefiere una solución diferente. En su controversia con
el canónigo Richardson, adoptó la posición de que mientras que la Iglesia no
puede fallar al enseñar toda la verdad revelada, pueden existir universalmente
“errores de añadidura” en su enseñanza actual (ver Richardson, Catholic Claims,
Apéndice).Tal explicación priva a las palabras de Cristo de todo su significado.
Una Iglesia que en algún periodo pudiera hipotéticamente enseñar, como de fe,
doctrinas que no formaran parte del depósito nunca podría entregarlas al mundo
como el mensaje de Dios. Los hombres razonablemente se persuadirían respecto de
cualquier doctrina de que podía ser un “error de añadidura”.
Se ha dicho más arriba que una parte del don de indefectibilidad de la Iglesia
en su preservación de cualquier corrupción sustancial en la esfera de la moral.
Esto supone, no meramente que siempre proclamará el patrón perfecto de moralidad
que le legó su Fundador, sino también que en todas las épocas las vidas de
muchos de sus hijos se basarán en ese sublime modelo. Sólo un principio
sobrenatural de vida espiritual podría producirlo. La tendencia natural del
hombre es hacia abajo. La fuerza de todo movimiento religioso se gasta
gradualmente; y los seguidores de los grandes reformadores religiosos tienden
con el tiempo a descender al nivel de su medio ambiente. Según las leyes de la
naturaleza humana sin asistencia, así debería haber ocurrido con la sociedad
establecida por Cristo. Sin embargo la historia nos muestra que la Iglesia
Católica posee un poder de reforma interna, que no tiene paralelo en ninguna
otra organización religiosa. Una y otra vez produce santos, hombres que imitan
las virtudes de Cristo en un grado extraordinario, cuya influencia, que se
extiende a lo largo y ancho, da nuevo ardor incluso a los que alcanzan un nivel
menos heroico. Así, para citar uno o dos ejemplos bien conocidos de los muchos
que podrían darse: Santo Domingo y San Francisco de Asís reavivaron el amor por
la virtud en los hombres del Siglo XIII; San Felipe Neri y San Ignacio de Loyola
llevaron a cabo una obra similar en el Siglo XVI; San Pablo de la Cruz y San
Alfonso de Ligorio, en el XVIII. Ninguna explicación basta para justificar este
fenómeno salvo la doctrina católica de que la Iglesia no es una sociedad natural
sino sobrenatural, que la preservación de su vida moral depende, no de ninguna
ley de la naturaleza humana, sino de la vivificadora presencia del Espíritu
Santo. Los principios de reforma católicos y protestantes están en marcado
contraste uno con el otro. Los reformadores católicos han recurrido de una vez
por todas al modelo establecido ante ellos en la persona de Cristo y al poder
del Espíritu Santo para alentar nueva vida en las almas que Él ha regenerado.
Los reformadores protestantes han comenzado su obra con la separación, y por
este acto se han aislado a sí mismos del verdadero principio de vida. Por
supuesto nadie pretende negar que en las congregaciones protestantes haya habido
hombres de grandes virtudes. Aun así no es excesivo afirmar que todos los casos
su virtud se nutría de lo que quedaba en ellos de la creencia y práctica
católica y no de lo que hubieran recibido del Protestantismo como tal.
La Teoría de la Continuidad
La doctrina de la indefectibilidad de la Iglesia ahora analizada nos colocará en
situación de estimar, en su verdadero valor, la pretensión de la Iglesia
Anglicana y de las organizaciones episcopales en los demás países de habla
inglesa de ser continuadores de la antigua Iglesia de Inglaterra previa a la
Reforma, en el sentido de formar parte de una y la misma sociedad. Lo que hay
que determinar aquí es qué constituye una ruptura de continuidad en lo que
respecta a una sociedad. Seguramente puede decirse que la continuidad de una
sociedad se rompe cuando se introduce un cambio radical en los principios que
encarna. En el caso de una Iglesia, un cambio tal en su constitución jerárquica
y en la fe que profesa basta para hacerla una Iglesia diferente de la que era
antes. Pues las sociedades que llamamos Iglesias existen como encarnación de
unos ciertos dogmas sobrenaturales y de un principio de gobierno autorizado
divinamente. Por tanto, cuando las verdades previamente presentadas como de fe
son rechazadas, y el principio de gobierno considerado sagrado se repudia, hay
una ruptura de la continuidad, y se constituye una nueva Iglesia. En esto la
continuidad de una Iglesia difiere de la de una nación. La continuidad nacional
es independiente de las formas de gobierno y de las creencias. Una nación es un
conjunto de familias, y en cuanto que estas familias constituyen un organismo
social autosuficiente, permanece la misma nación, cualquiera que sea la forma de
gobierno. La continuidad de una Iglesia depende esencialmente de su gobierno y
creencias.
Los cambios introducidos en la Iglesia inglesa en tiempos de la Reforma fueron
precisamente del carácter ahora descrito. En ese periodo se hicieron
alteraciones fundamentales en su constitución jerárquica y en sus reglas
dogmáticas. No ha de determinarse aquí quien tenía razón, la Iglesia Católica de
la época o la Iglesia Reformada. Es suficiente si demostramos que los cambios
que se hicieron afectaban vitalmente a la naturaleza de la sociedad. Es notorio
que desde la época de Agustín hasta la de Warham, todos los arzobispos de
Canterbury reconocieron al Papa como fuente suprema de la jurisdicción
eclesiástica. Los propios arzobispos no podían ejercer su jurisdicción en su
provincia hasta haber recibido la confirmación papal. Además, los Papas
acostumbraban a enviar a Inglaterra legados a latere, los cuales, en virtud de
su autoridad delegada, fuera cual fuera su status personal en la jerarquía,
tenían una jurisdicción superior a la de los obispos locales. Las apelaciones de
todos los tribunales eclesiásticos de Inglaterra iban al Papa, y su decisión era
reconocida por todos como definitiva. El Papa, también, ejercía el derecho de
excomunión respecto a los miembros de la Iglesia inglesa. Esta autoridad suprema
era, además, considerada por todos como perteneciente al Papa por derecho
divino, y no en virtud de una mera institución humana. Por tanto, cuando este
poder de jurisdicción se transfirió al rey, la alteración afectó a los
principios constitutivos de la sociedad y su carácter fue fundamental. Del mismo
modo, con respecto a los asuntos de fe, los cambios fueron revolucionarios. Será
suficiente observar que se introdujo una nueva regulación de la fe, con la
Escritura y la Tradición sustituidas por la sola Escritura; que varios libros
fueron borrados del Canon de la Escritura; que cinco de los siete sacramentos
fueron rechazados; y que el sacrificio de la Misa fue declarado “fábula blasfema
y peligroso engaño”. En realidad a veces se dice que las regulaciones oficiales
del Anglicanismo son susceptibles de un sentido católico, si se les da una
interpretación “no natural”. Este argumento, sin embargo, no puede tener fuerza.
Al estimar el carácter de una sociedad, debemos juzgarla, no por el sentido
restringido que algunos individuos puedan dar a sus regulaciones, sino por el
sentido que estas pretendían tener. Juzgado por este criterio, nadie puede
discutir que estas innovaciones constituyeron un cambio fundamental en la
posición dogmática de la Iglesia de Inglaterra.
XI UNIVERSALIDAD DE LA IGLESIA
La Iglesia de Cristo ha afirmado desde el principio trascender a todas las
diferencias nacionales que dividen a los hombres. En ella, afirma el Apóstol,”no
hay ni gentil ni judío... bárbaro ni escita” (Col., 3, 11). Los hombres de todas
las razas son unos en ella; forman una única hermandad en el Reino de Dios. En
el mundo pagano, religión y nacionalidad han sido coincidentes. Los límites del
Estado eran los límites de la fe que el Estado profesaba. Incluso la Revelación
judía se limitó a una raza especial. Antes de la revelación cristiana la idea de
una religión adaptada a todos los pueblos era extraña a las concepciones
humanas. Una de las características esenciales de la Iglesia es que sea una sola
sociedad universal que abarca todas las razas. En ella, y solo en ella, se
realiza la hermandad del hombre. Todas las barreras nacionales, no menos que
todas las diferencias de clase, desaparecen en la Ciudad de Dios. No se ha de
entender que la Iglesia descuide los lazos que unen al hombre con su país, o
infravalore la virtud del patriotismo. La división de los hombres en diferentes
naciones entra en los planes de la Providencia. A cada nación se le ha asignado
una tarea especial a realizar en el desarrollo de los propósitos de Dios. Un
hombre tiene obligaciones hacia su nación no menos que hacia su familia. El que
descuida estas obligaciones incumple un deber moral primordial. Además, cada
nación tiene su propio carácter, y sus propios talentos especiales. Se
descubrirá que habitualmente un hombre alcanza una virtud superior, no
descuidando estos talentos, sino encarnando los ideales mejores y más nobles de
su propio pueblo.
Por estas razones la Iglesia consagra el espíritu de nacionalidad. Aunque lo
trasciende, pues reúne a las diversas nacionalidades en una única fraternidad.
Más que esto, purifica, desarrolla y perfecciona el carácter nacional, tal como
purifica y perfecciona el carácter de cada individuo. En realidad ha sido a
menudo acusada de ejercer una influencia antipatriótica. Pero invariablemente se
descubrirá que ha incurrido en este reproche por oponerse y censurar lo que era
mezquino en las aspiraciones nacionales, no por frustrar lo que era justo o
heroico. Igual que la Iglesia perfecciona a la nación, así recíprocamente cada
nación añade algo propio a la gloria de la Iglesia. Produce su propio tipo de
santidad, sus virtudes nacionales, y contribuye así a “la plenitud de Cristo”
con algo que ninguna otra raza puede dar. Tales son las relaciones de la Iglesia
con lo que es denominado nacionalidad. La unidad externa de la sociedad única es
la encarnación visible de la doctrina de la fraternidad humana. El pecado de
cisma, nos dicen los Padres, reside en esto, que por él se rechaza
implícitamente la ley del amor a nuestro prójimo. “Nec haeretici pertinent ad
Ecclesiam Catholicam, quae diligit Deum; nec schismatici quoniam diligit
proximum” (Ni pertenecen los herejes a la Iglesia Católica, pues esta ama a
Dios, ni los cismáticos, pues ama al prójimo—Agustín, De Fide et Symbolo, cap.
x, en P.L., XL, 193).Es importante insistir en este punto. Pues a veces se
sugiere que la unidad organizada del catolicismo puede estar bien adaptada a las
razas latinas pero conviene mal al espíritu teutónico. Decir esto es decir que
una característica esencial de esta revelación cristiana conviene mal a una de
las grandes razas del mundo.
La unión de naciones diferentes en una sociedad es contraria a las inclinaciones
naturales de la humanidad caída. Ésta debe siempre luchar contra los impulsos
del orgullo nacional, el deseo de una completa independencia, o el desagrado del
control externo. De ahí que la historia proporcione diversos casos en los que
estas pasiones han conseguido ganar, se ha roto el lazo de unidad, y se han
constituido “Iglesias Nacionales”. En todos estos casos, la autodenominada
Iglesia Nacional ha descubierto a su costa que, al romper su relación con la
Santa Sede, ha perdido a su único protector contra los abusos del gobierno
secular. La Iglesia Griega bajo el Imperio Bizantino, la Iglesia Autocéfala Rusa
actualmente, han sido meros instrumentos en manos de la autoridad civil. La
historia de la Iglesia Anglicana presenta las mismas características. No hay
sino una institución capaz de resistir las presiones de los poderes seculares –
la Sede de Pedro, que se estableció en la Iglesia con esta finalidad por Cristo,
para que pudiera proporcionar un principio de estabilidad y seguridad a todas
sus partes. El Papado está por encima de todas las nacionalidades. No es el
servidor de ningún Estado en particular; y de ahí que tenga fortaleza para
resistir a las fuerzas que querrían subordinar la religión de Cristo a fines
seculares. Sólo las Iglesias que han mantenido su unión con la Sede de Pedro han
conservado su vitalidad. Las ramas que se han desgajado de ese tronco se han
marchitado.
La Teoría de la Rama
En el transcurso del Siglo XIX, el principio de las Iglesias Nacionales fue
vigorosamente defendido por los teólogos de la Alta Iglesia Anglicana bajo el
nombre de “Teoría de la Rama”.Según esta opinión, cada Iglesia Nacional cuando
está plenamente constituida bajo su propio episcopado es independiente del
control externo. Posee plena autoridad respecto a su disciplina interna, y no
sólo puede reformarse en lo que respecta a costumbres rituales y ceremoniales,
sino que puede corregir abusos evidentes en materia de doctrina. Se justifica
que haga esto incluso si la medida implica una ruptura de la comunión con el
resto de la Cristiandad; pues, en este caso, la culpa corresponde no a la
Iglesia que emprende la labor de reforma , sino a los que, con este motivo, los
rechazan de la comunión. Sigue siendo aún una “rama” de la Iglesia católica como
lo era antes. En la actualidad, las Iglesias Anglicana, Católica Romana, y
Griega son cada una de ellas una rama de la Iglesia Universal. Ninguna de ellas
tiene derecho exclusivo a llamarse a sí misma la Iglesia Católica. Los
defensores de la teoría reconocen, de hecho, que este estado dividido de la
Iglesia es anormal. Admiten que los Padres nunca contemplaron la posibilidad de
una iglesia así separada en partes. Pero afirman que circunstancias tales como
las que condujeron a este anormal estado de cosas nunca se presentaron durante
los primeros siglos de historia eclesiástica.
Esta posición está expuesta a fatales objeciones.
. Es una teoría enteramente nueva respecto a la constitución de la Iglesia, que
es rechazada tanto por la Iglesia Católica como por la Griega. Los cismáticos
griegos, no menos que los católicos, afirman que ellos, y solamente ellos,
constituyen la Iglesia. Además la teoría es rechazada por la mayoría del
colectivo anglicano. No es sino la creencia de una escuela, aunque sea
distinguida. Es casi una reductio ad absurdum el que se nos pida creer que una
sola escuela de una secta particular es la única depositaria de la verdadera
teoría de la Iglesia.
. La afirmación hecha por muchos anglicanos de que no hay nada en su posición
contrario a la tradición eclesiástica y patrística es enteramente indefendible.
Argumentos exactamente aplicables a su caso fueron usados por los Padres contra
los donatistas. Se sabe por la “Apología” que la magistral demostración de este
punto por el cardenal Wiseman fue uno de los factores principales que produjeron
la conversión de Newman. En la controversia con los donatistas, San Agustín
tiene por suficiente para su propósito alegar que los que se separan de la
Iglesia Universal no pueden tener razón. Para él es una simple cuestión de
hecho. ¿Están los donatistas separados del grueso de los cristianos, o no? Si lo
están, ninguna justificación de su causa puede absolverles de la acusación de
cisma. “Securus judicat orbis terrarum bonos non esse qui se dividunt ab orbe
terrarum in quâcunque parte orbis terrarum” (El mundo entero juzga con seguridad
que no son buenos los que se separan del mundo entero en cualquier parte del
mundo entero – Agustín, Contra epist. Parm., III, c.iv, en P.L., XLIII, 101). La
posición de San Agustín se basa en la doctrina que él supone como absolutamente
indudable, de que la Iglesia de Cristo debe ser una, debe ser visiblemente una;
y que cualquier colectivo que se separe de ella demuestra ipso facto incurrir en
cisma.
La afirmación de los anglicanos que discuten que la Iglesia inglesa no es
separatista puesto que no rechaza la comunión con Roma, sino que Roma la rechazó
a ella, tiene naturalmente sólo el valor de una pieza específica de la
argumentación, y no hay que tomarlo como un argumento serio. Aun así es
interesante observar que en esto también se les anticiparon los donatistas.
(Contra epist. Petil., II, xxxviii en P.L., XLIII, 292).
. Las consecuencias de la doctrina constituyen una prueba manifiesta de su
falsedad. La unidad de la Iglesia Católica en todas las partes del mundo es,
como ya se ha visto, el signo de una hermandad que reúne a los hijos de Dios.
Más que esto, el propio Cristo declaró que sería una prueba para todos los
hombres de su misión divina. La unidad de su rebaño, una representación terrenal
de la unidad del Padre y del Hijo, sería suficiente para demostrar que Él había
venido de Dios (Juan, 17, 21). Por el contrario, esta teoría, presentada en
primer lugar para justificar un estado de cosas que tienen como autor a Enrique
VIII, haría a la Iglesia Cristiana, no un testimonio de la fraternidad de los
hijos de Dios, sino una prueba permanente de que incluso el Hijo de Dios había
fracasado al oponerse al espíritu de discordia entre los hombres. Si la teoría
fuera verdadera, tan lejos como está de la unidad de la Iglesia que testimonie
la misión divina de Jesucristo, su condición de rota y separada sería un
poderoso argumento en manos de un incrédulo.
XII. NOTAS DE LA IGLESIA
Por notas de la Iglesia entendemos ciertas características destacadas que la
distinguen de todas las demás organizaciones y que prueban que ha de ser la
única sociedad de Jesucristo. Algunas de tales señas características necesita
tenerlas, si es, realmente, la única depositaria de los beneficios de la
redención, la vía de salvación ofrecida por Dios al hombre. Una Babel de
organizaciones religiosas se proclaman a sí mismas todas la Iglesia de Cristo.
Sus doctrinas son contradictorias, y precisamente a la vez que cualquiera de
ellas considera que las doctrinas que enseña son de vital importancia, declara
las de las organizaciones rivales como erróneas y perniciosas. Salvo que la
verdadera Iglesia estuviera dotada de características tales que probaran que
ella, y solo ella, tenía derecho al nombre, ¿cómo podría la vasta mayoría de la
humanidad distinguir la revelación de Dios de las invenciones del hombre? Si no
pudiera garantizar su pretensión, sería imposible para ella advertir a todos los
hombres que rechazarla era rechazar a Cristo. Al discutir la visibilidad de la
Iglesia (VII) se vio que la Iglesia Católica indica cuatro notas – a saber, las
que se incluyeron en el Credo Niceno en el Concilio de Constantinopla (año 381):
Unidad, Santidad, Catolicidad y Apostolicidad. Éstas, declara, la distinguen de
todas las demás organizaciones, y prueban que en ella sola se va a encontrar la
verdadera religión. Cada una de estas características constituye la materia de
una artículo especial de esta obra. Aquí, sin embargo, se indicará el sentido en
que han de entenderse los términos. Una breve explicación de su significado
mostrará qué prueba tan decisiva proporcionan de que la sociedad de Jesucristo
no es ninguna otra sino la Iglesia en comunión con la Santa Sede.
Los reformadores protestantes se esforzaron en señalar notas de la Iglesia, en
cuanto podían prestar apoyo a sus recién fundadas sectas. Calvino declara que la
Iglesia se ha de descubrir “donde la palabra de Dios es predicada en su pureza,
y los sacramentos administrados según las instrucciones de Cristo” (Inst., Libro
IV, cap. i; cf. Confessio August., art. 4). Es manifiesto que tales notas son
del todo irrelevantes. La verdadera razón por la que se requieren las notas de
manera absoluta es que los hombres puedan ser capaces de discernir la palabra de
Dios de las palabras de los falsos profetas, y puedan conocer qué organización
religiosa tiene derecho a llamar a sus ceremonias los sacramentos de Cristo.
Decir que la Iglesia se encontrará donde se descubran estas dos cualidades no
nos puede ayudar. La Iglesia Anglicana adoptó la justificación de Calvino en su
regulación oficial (Treinta y Nueve Artículos, art. 17); por otro lado conserva
el uso del Credo Niceno; aunque una profesión de fe en una Iglesia que es Una,
Santa, Católica y Apostólica, puede tener poco significado para los que no están
en comunión con el sucesor de Pedro.
Unidad
La Iglesia es Una porque sus miembros, Están unidos bajo un gobierno, Profesan
todos la misma fe, Se unen todos en un culto común.
Como ya se ha observado (XI) el propio Cristo declaró que la unidad de sus
seguidores daría testimonio de Él. La discordia y la separación son la obra del
Diablo en la tierra. La unidad y la fraternidad prometida por Cristo han de ser
la manifestación visible en la tierra de la unión divina (Juan, 17, 21). La
enseñanza de San Pablo sobre este punto conduce al mismo resultado. Él ve en la
unidad visible del cuerpo de Cristo un signo externo de la unicidad del Espíritu
que habita en él. Hay, dice, “un solo cuerpo y un solo Espíritu” (Efes., 4, 4).
Como en cualquier organismo vivo la unión de los miembros en un cuerpo es el
signo de un principio interno que lo anima, así ocurre con la Iglesia. Si la
Iglesia estuviera dividida en dos o más cuerpos mutuamente excluyentes, ¿cómo
iba a testimoniar la presencia de un Espíritu cuyo nombre es Amor? Además,
cuando se dice que los miembros de la Iglesia están unidos por la profesión de
la misma fe, hablamos tanto de la profesión externa como de la aceptación
interna. En los últimos años, se ha dicho mucho por los que están fuera de la
Iglesia, respecto de la unidad de espíritu como si fuera compatible con la
diferencia de credo. Tales palabras carecen de sentido con referencia a una
revelación divina. Cristo bajó del cielo para revelar la verdad a los hombres.
Si se puede descubrir una diversidad de credos en su Iglesia, esto sólo puede
ser porque la verdad que Él reveló se habría perdido en el cenagal del error
humano. Eso significaría que su obra se había frustrado, que su Iglesia ya no
era la columna y el fundamento de la verdad. No hay, claro está, sino una
Iglesia, en la que se encuentra la unidad que hemos descrito – en la Iglesia
católica, unida bajo el gobierno del Sumo Pontífice, y que reconoce todo lo que
él enseña en su calidad de guía infalible de la Iglesia.
Santidad
Cuando la Iglesia indica la santidad como una de sus notas, es manifiesto que lo
que quiere decir es una santidad de tal clase que excluya la presunción de
cualquier origen natural. La santidad que señala la Iglesia correspondería a la
santidad de su Fundador, del espíritu que habita en ella, de las gracias que se
conceden a través de ella. Una santidad como ésta puede servir bien para
distinguir a la verdadera Iglesia de sus falsas imitaciones. No sin razón la
Iglesia de Roma afirma ser santa en este sentido. Su santidad se manifiesta en
la doctrina que enseña, en el culto que ofrece a Dios, en los frutos que
produce.
. La doctrina de la Iglesia se resume en la imitación de Jesucristo. Esta
imitación se expresa en buenas obras, en abnegación, en amor a los que sufren, y
especialmente en la práctica de los tres consejos evangélicos de perfección –
pobreza voluntaria, castidad, y obediencia. El ideal que la Iglesia nos propone
es un ideal divino. Las sectas que se han separado de la Iglesia o han
descuidado o rechazado una parte de la enseñanza de la Iglesia a este respecto.
Los reformadores del Siglo XVI llegaron hasta a negar el valor de las buenas
obras en conjunto. Aunque sus seguidores en su mayor parte han abandonado esta
anticristiana doctrina, aun ahora la autorrenuncia del estado religioso es
considerado por los protestantes una locura.
. La santidad del culto de la Iglesia se reconoce incluso por el mundo exterior
a la Iglesia. En la solemne renovación del Sacrificio del Calvario reside un
misterioso poder, que todos se ven forzados a reconocer. Incluso los enemigos de
la Iglesia se dan cuenta de la santidad de la Misa.
. Los frutos de santidad no se encuentran, en realidad, en todos los hijos de la
Iglesia. La voluntad del hombre es libre, y aunque Dios dé la gracia, muchos de
los que se han unido a la Iglesia por el bautismo hacen poco uso del don. Pero
en todas las épocas de la historia de la Iglesia ha habido muchos que han
ascendido a las sublimes cumbres de la abnegación, del amor al hombre y del amor
a Dios. Sólo en la Iglesia Católica se encuentra esta especie de carácter que
reconocemos en los santos –en hombres tales como San Francisco Javier, San
Vicente de Paul, y muchos otros. Fuera de la Iglesia los hombres no buscan tal
santidad. Además, los santos y todos los demás miembros de la Iglesia que han
alcanzado algún grado de piedad, siempre han estado dispuestos a reconocer que
debían todo lo que era bueno en ellos a la gracia que concede la Iglesia.
Catolicidad
Cristo fundó la Iglesia para la salvación de la raza humana. La estableció para
que pudiera preservar su revelación, y dispensar su gracia a todas las naciones
De ahí que fuera necesario que se encontrara en todos los países, proclamando su
mensaje a todos los hombres, y comunicándoles los medios de gracia. Con este fin
dejó a los Apóstoles el mandato de “id y predicad a todas las naciones”. No hay,
evidentemente, sino una organización religiosa que cumpla esta orden, y que
pueda por tanto afirmar su pretensión a la nota de Catolicidad. La Iglesia que
tiene como cabeza suprema al Romano Pontífice extiende sus servicios por todo el
mundo. Reconoce su obligación de predicar el Evangelio a todos los pueblos.
Ninguna otra Iglesia intenta esta tarea, ni puede usar el título de Católica con
alguna apariencia de justificación. La Iglesia Griega es en la actualidad un
mero cisma local. Ni las organizaciones protestantes han pretendido nunca una
misión universal. No pretenden convertir a sus creencias a las naciones
cristianizadas de Europa. Incluso respecto a los paganos, durante doscientos
años la empresa misionera fue desconocida entre las organizaciones protestantes.
En el Siglo XIX, es cierto, muchos de ellos desplegaron un celo no pequeño en la
conversión de los paganos, y contribuyeron con grandes sumas de dinero a esta
finalidad. Pero los resultados obtenidos fueron tan inadecuados como para
justificar la conclusión de que la bendición de Dios no apoya la empresa. (Ver
MISIONES CATÓLICAS; PROTESTANTISMO).
Apostolicidad
La Apostolicidad de la Iglesia consiste en su identidad con la organización que
Cristo estableció mediante la fundación de los Apóstoles, y a la que Él encargó
llevar a cabo su obra. Ninguna otra organización salvo ésta es la Iglesia de
Cristo. La verdadera Iglesia debe ser apostólica en doctrina y apostólica en
misión. Sin embargo, puesto que ya se ha demostrado que el don de infalibilidad
fue prometido a la Iglesia, se sigue que donde hay Apostolicidad de misión,
habrá también Apostolicidad de doctrina. La Apostolicidad de misión consiste en
el poder de órdenes sagradas y en el poder de jurisdicción derivado por legítima
transmisión de los Apóstoles. Cualquier organización religiosa cuyos ministros
no posean estos dos poderes no está acreditada para predicar el Evangelio de
Cristo. Pues, “¿cómo predicarán”, dice el Apóstol, “si no son enviados?” (Rom.,
10, 15).Es la Apostolicidad de misión la que se reconoce como una nota de la
Iglesia. Ningún hecho histórico puede estar más claro que la Apostolicidad, si
se encuentra en algún lugar, es en la Iglesia Católica. En ella está el poder de
las órdenes sagradas recibido por la sucesión apostólica. En ella, también, hay
Apostolicidad de jurisdicción; pues la historia nos muestra que el obispo de
Roma es el sucesor de Pedro, y como tal el centro de jurisdicción. Los prelados
que están unidos a la Sede Romana reciben su jurisdicción del Papa, único que
puede concederla. Ninguna otra Iglesia es Apostólica. La Iglesia Griega, es
cierto, afirma poseer esta propiedad con el argumento de la válida sucesión de
sus obispos. Pero, al rechazar la autoridad de la Santa Sede, se separó del
Colegio Apostólico y perdió por tanto toda jurisdicción. Los anglicanos
mantienen una pretensión similar. Pero incluso si tuvieran órdenes válidas, les
faltaría la jurisdicción a ellos no menos que a los griegos.
XIII. LA IGLESIA, UNA SOCIEDAD PERFECTA
La Iglesia ha sido considerada como una sociedad que busca una finalidad
espiritual, pero que aun así es una comunidad visible, como las comunidades
seculares entre las cuales existe. Es, además, una “sociedad perfecta”. El
significado de esta expresión, “una sociedad perfecta”, puede entenderse
claramente, pues esta característica justifica, incluso sobre la base de la pura
razón, esa independencia del control secular que la Iglesia siempre ha
reclamado. Una sociedad puede definirse como un cierto número de hombres que se
unen de manera más o menos permanente con vistas a alcanzar, por medio de sus
esfuerzos combinados, un bien común. Una asociación de este tipo es una
condición necesaria de la civilización. Un individuo aislado no puede lograr
sino poco. Apenas puede asegurarse el necesario sustento; mucho menos puede
encontrar los medios de desarrollar sus talentos superiores mentales y morales.
Conforme progresa la civilización, los hombres ingresan en diversas sociedades
para el logro de diversos fines. Estas organizaciones son sociedades perfectas o
imperfectas. Para una sociedad perfecta, son necesarias dos condiciones:
. El fin que se propone no debe estar puramente subordinado al fin de alguna
otra sociedad. Por ejemplo, la caballería de un ejército es una asociación de
hombres organizada; pero el fin para el que esa asociación existe está
enteramente subordinado al bien del ejército en su conjunto. Fuera del éxito del
ejército entero, no se puede hablar propiamente de una cosa tal como el éxito de
una asociación menor. De manera similar, el bien del ejército está subordinado
al bienestar del Estado.
. La sociedad en cuestión debe ser independiente de las demás sociedades con
respecto al logro de sus fines. Las sociedades mercantiles, no importa lo grande
que sea su riqueza y poder, son imperfectas; pues dependen de que la autoridad
del Estado les permita existir. Así, también, una sola familia es una sociedad
imperfecta. No puede alcanzar su fin – el bienestar de sus miembros – aislada de
las demás familias. La vida civilizada requiere que muchas familias cooperen
para constituir un Estado.
Hay dos sociedades que son perfectas – la Iglesia y el Estado. El fin del Estado
es el bienestar temporal de la comunidad. Busca hacer efectivas las condiciones
que se requieren para que sus miembros sean capaces de alcanzar la felicidad
temporal. Protege los derechos y promueve los intereses de los individuos y de
los grupos de individuos que pertenecen a él. Todas las demás sociedades que
pretenden de alguna manera un bien temporal son necesariamente imperfectas. O
bien existen en último término para el bien del propio Estado; o, si su
finalidad es el provecho privado de algunos de sus miembros, el Estado debe
concederles autorización, y protegerlas en el ejercicio de sus diversas
funciones. Si demuestran ser peligrosas para él, puede con justicia disolverlas.
La Iglesia también posee las condiciones requeridas para una sociedad perfecta.
Que su finalidad no está subordinada a la de ninguna otra sociedad es
manifiesto: pues pretende el bienestar espiritual, la felicidad eterna, del
hombre. Esta es la finalidad suprema que una sociedad puede tener; no es
ciertamente una finalidad subordinada a la felicidad temporal pretendida por el
estado. Además la Iglesia no depende del permiso del Estado para lograr su fin.
Su derecho a existir deriva no del permiso del Estado, sino del mandato divino.
Su derecho a predicar el Evangelio, a administrar los sacramentos, a ejercer
jurisdicción sobre sus súbditos, no está condicionado a la autorización del
gobierno civil. Ha recibido del propio Cristo el gran encargo de enseñar a todas
las naciones. A la orden de los gobernantes civiles de que desistieran de
predicar, los Apóstoles respondieron simplemente que debían obedecer a Dios
antes que a los hombres (Hechos, 5, 29). Cierta cantidad de bienes temporales
es, realmente, necesaria a la Iglesia para posibilitarle llevar a cabo la tarea
a ella confiada. El estado no puede con justicia prohibirle que reciba estos por
las donaciones de los fieles. Aquellos cuya obligación es lograr un cierto fin
tienen derecho a poseer los medios necesarios para llevar a cabo su tarea.
El Papa León XIII resumió esta doctrina en su Encíclica “Inmortale Dei” (1 de
Noviembre de 1885) sobre la constitución cristiana de los Estados: “La Iglesia”,
dice, “se distingue y difiere de la sociedad civil; y, lo que es de suma
importancia, es una sociedad estatuida por derecho divino, perfecta en su
naturaleza y su título para poseer en sí y por sí misma por la voluntad y la
amorosa bondad de su Fundador, todo cuanto necesite para su conservación y
actuación. E igual que la finalidad que la Iglesia pretende es con mucho el más
noble de los fines, así su autoridad es la más excelente de todas, y no puede
ser considerada como inferior al poder civil, ni en manera alguna dependiente de
él.” Ha de observarse que aunque el fin al que tiende la Iglesia es superior al
del Estado, este último no está, en cuanto sociedad, subordinado a la Iglesia.
Las dos sociedades pertenecen a órdenes diferentes. La felicidad temporal a que
tiende el Estado no es esencialmente dependiente del bien espiritual que busca
la Iglesia. La prosperidad material y un alto grado de civilización pueden
encontrarse donde no exista la Iglesia. Cada sociedad es suprema en su propio
orden. Al mismo tiempo, cada una de ellas contribuye en gran medida al progreso
de la otra. La Iglesia no puede atraer a hombres que no tengan algún rudimento
de civilización, y cuyo salvaje modo de vida hace imposible el desarrollo moral.
De ahí que, aunque su función no es civilizar sino salvar almas, aun así cuando
llega a tratar con razas salvajes, comienza por buscar comunicarles los
elementos de la civilización. Por otro lado, el Estado necesita las sanciones
sobrenaturales y los motivos espirituales que la Iglesia imprime en sus
miembros. Un orden civil sin estos se fundamenta de manera insegura.
A menudo se ha objetado que la doctrina de la independencia de la Iglesia
respecto del Estado haría imposible el gobierno civil. Tal teoría, se subraya,
crea un Estado dentro de otro Estado; y de esto resultará inevitablemente un
conflicto de autoridades que pretenderán cada una el supremo dominio sobre los
mismos súbditos. Tal era el argumento de los regalistas galicanos. Los autores
de esta escuela, por consiguiente, no admitían la pretensión de la Iglesia de
ser una sociedad perfecta. Mantenían que cualquier jurisdicción que pudiera
ejercer era enteramente dependiente del permiso del poder civil. La dificultad,
sin embargo, es más aparente que real. El objeto de las dos autoridades es
diferente, la una perteneciente a lo que es temporal, la otra a lo que es
espiritual. Incluso cuando la jurisdicción de la Iglesia implica el uso de
medios temporales y afecta a intereses temporales, no desvirtúa la debida
autoridad del Estado. Si surgen dificultades, surgen, no por necesidad, sino por
alguna razón extrínseca. En el curso de la historia, sin duda han surgido
ocasiones, cuando las autoridades eclesiásticas han tratado de hacerse con el
poder que por derecho pertenecía al Estado, y, más a menudo aún, cuando el
Estado ha tratado de arrogarse jurisdicción espiritual. Esto, sin embargo, no
demuestra que el sistema sea el culpable, sino meramente que la perversidad
humana puede abusar de él. Hasta ahora, en realidad, está más lejos de ser
verdad que las pretensiones de la Iglesia hagan imposible el gobierno, que el
caso contrario. Mediante la determinación de los justos límites de la libertad
de conciencia, son una defensa para el Estado. Donde no se reconoce la autoridad
de la Iglesia, cualquier entusiasta puede elevar las extravagancias de su propio
capricho a mandato divino, y puede pretender rechazar la autoridad del
gobernante civil con el argumento de que debe obedecer a Dios y no a los
hombres. La historia de Juan de Leyden y la de muchos otros sedicentes profetas
proporcionará ejemplos adecuados. La Iglesia ordena a sus miembros vean en el
poder civil al “ministro de Dios”, y no justifica nunca la desobediencia,
excepto en los raros casos en que el Estado viola abiertamente la ley natural o
revelada. (Ver CIVIL, LEALTAD).
Entre los escritos de los Padres, las obras principales que se refieren a la
doctrina de la Iglesia son las siguientes: S. IRENEO, Adv. Hereses en P.G., VII;
TERTULIANO, De Prescriptionibus en P. L., II; S. CIPRIANO, De Unitate Ecclesie
en P.L., IV; S. OPTATO, De Schismate Donatistarum en P.L., XI; S. AGUSTÍN,
Contra Donatistas, Contra Epistolas Parmeniani, Contra Litteras Petiliani en P.L.,
XLIII; S. VICENTE DE LÉRINS, Commonitorium en P.L., L. – De los teólogos que en
los Siglos XVI y XVII defendieron a la Iglesia Católica contra los reformadores
puede mencionarse a: STAPLETON, Principiorum Fidei Doctrinalium Demonstratio
(1574; París, 1620); BELARMINO, Disputationes de Controversiis Fidei (1576;
Praga, 1721); SUÁREZ, Defensio Fidea Catholicoe adversus Anglicanoe Sectae
Errores (1613; París, 1859). – Entre autores más recientes: MURRAY, De Ecclesiâ
(Dublín, 1866); FRANZELIN, De Ecclesiâ (Roma, 1887); PALMIERI, De Romano
Pontifice (Prato, 1891); DÖLLINGER, The First Age of the Church (tr. Londres,
1866); SCHANZ, A Christian Apology (tr. Dublín, 1892). – Pueden también
reseñarse las siguientes obras en inglés: WISEMAN, Lectures on the Church;
NEWMAN, Development Of Christian Doctrine; IDEM, Difficulties Of Anglicans;
MATHEW, ed., Ecclesia (Londres, 1907).En relación específica al reciente
racionalismo crítico respecto a la Iglesia primitiva y su organización, puede
señalarse: BATIFFOL, Etudes d'histoire et de la théologie positive (París,
1906); arículos importantes de Mons. Batiffol se encontrarán también en el
Bulletin de littérature ecclésiastique de 1904, 1905, 1906, y en el Irish
Theological Quarterly de 1906 y 1907; DE SMEDT en la Revue des questions
historiques (1888, 1891), vols. XLIV, CL; BUTLER en The Dublin Review (1893,
1897), vols. CXIII, CXXI. De teólogos anglicanos de diversas escuelas de
pensamiento son las siguientes obras: PALMER, Treatise on the Church (1842);
GORE, Lux Mundi (Londres, 1890); IDEM, The Church and the Ministry (Londres,
1889); HORT, The Christian Ecciesia (Londres, 1897); LIGHTFOOT, la disertación
titulada The Christian Ministry en su Commentary on Epistle to Philippians
(Londres, 1881); GAYFORD en HASTING, Dict. of Bible, i. v. Church. Entre los
racionalistas críticos puede mencionarse a: HARNACK, History of Dogma (tr.
Londres, 1904); IDEM, What is Christianity? (tr. Londres, 1901), y artículos en
Expositor (1887), vol. V; HATCH, Organization of the Early Christian Churches
(Londres, 1880); WEISZÄCKER, Apostolic Age (tr. Londres, 1892); SABATIER,
Religions of Authority and the Religion of the Spirit (tr. Londres, 1906);
LOWRIE, The Church and its Organization -- an Interpretation of Rudolf Sohm's 'Kirchenrecht"
(Londres, 1904). Con estos puede clasificarse: LOISY, L'Evangile et l'Eglise
(París, 1902).
G.H. JOYCE
Transcrito por Douglas J. Potter
Dedicado al Inmaculado Corazón de la Santísima Virgen María
Traducido por Francisco Vázquez