Cisma
de Occidente
EnciCato
Este cisma de los siglos XIV y XV difiere en todos los aspectos del Cisma de
Oriente. El último fue una verdadera revuelta contra la suprema autoridad de la
Iglesia, fomentada por la ambición de los patriarcas de Constantinopla,
favorecida por los emperadores griegos y apoyada por el clero y el pueblo de
Bizancio, y ha durado diez siglos. El Cisma de Occidente fue un malentendido
temporal, aunque obligó a la Iglesia a buscar durante cuarenta años a su
verdadera cabeza; fue alimentado por la política y las pasiones y fue terminado
por el ensamble de los concilios de Pisa y Constanza. Esta división religiosa,
infinitamente menos seria que la otra, será examinada en su origen, su
desarrollo, los medios empleados para terminarla y su final en 1417 mediante la
elección unánime de un Papa. Desde el punto de vista legal y apologético, ¿qué
pensaron de él los primeros doctores? ¿Cuál es la opinión razonada de los
modernos teólogos y canonistas? ¿El verdadero Papa se encontraba en Aviñón o en
Roma?
(1) El Papa Gregorio XI había dejado Aviñón para volver a Italia y había
reestablecido la sede pontifical en la Ciudad Eterna, donde murió el 27 de Marzo
de 1378. De inmediato la atención fue dirigida a la elección de su sucesor. La
cuestión era de lo mas serio. Cardenales, sacerdotes, nobles y romanos en
general estaban interesados en ella, porque de la elección a ser hecha por el
cónclave dependía la residencia del futuro Papa en Aviñón o en Roma. Desde el
comienzo del siglo los pontífices habían fijado su residencia más allá de los
Alpes; los habitantes de Roma cuyos intereses y reclamaciones habían sido largo
tiempo ignorados, querían un Papa romano o al menos italiano. El nombre de
Bartolomeo Pignano, Arzobispo de Bari, se mencionó desde el principio. Este
prelado había sido Vice-Canciller de la Iglesia Romana y era considerado enemigo
del vicio, la simonía y el boato. Su moralidad era ejemplar y su integridad,
rígida. Fue considerado por todos como elegible. Los dieciséis cardenales
presentes en Roma se reunieron en cónclave el 7 de Abril y al día siguiente
escogieron a Prignano. Durante la elección, los disturbios reinaron en la
ciudad. El pueblo de Roma y los alrededores, turbulento y fácilmente excitable,
había, bajo el influjo de las circunstancias, declarado ruidosamente sus
preferencias y antipatías y trató de influir en la decisión de los cardenales.
¿Fueron estos hechos, lamentables en sí mismos, suficientes para robar a los
miembros del cónclave la necesaria independencia mental y hacer in-válida la
elección? Esta es la pregunta que ha sido hecha desde el fin del siglo catorce.
De esta solución depende nuestra opinión de la legitimidad de los Papas de Roma
y Aviñón. Parece cierto que los cardenales tomaron todos los medios posibles
para obviar todas las dudas posibles. En la noche del mismo día de la elección,
trece de ellos procedieron a una nueva elección, con la intención de seleccionar
a un Papa legítimo, y de nuevo escogieron al Arzobispo de Bari. Durante los días
siguientes todos los miembros del Sacro Colegio ofrecieron su respetuoso
homenaje al nuevo Papa, quién había tomado el nombre de Urbano VI y le
solicitaron innumerables favores. Lo entronizaron, primero en el Palacio
Vaticano y más tarde en San Juan de Letrán; finalmente el 18 de Abril lo
coronaron solemnemente en San Pedro. Al día siguiente el Sacro Colegio dio
notificación oficial del ascenso de Urbano a los seis cardenales franceses en
Aviñón; éstos lo reconocieron y se congratularon de la elección realizada por
sus colegas. Los cardenales romanos entonces escribieron a ka cabeza del Imperio
y a los demás soberanos católicos. El Cardenal Robert de Geneva (Ginebra), el
futuro Clemente VII de Aviñón, escribió en el mismo tenor a su pariente el Rey
de Francia y al Conde de Flandes. Pedro de Luna de Aragón, el futuro Benedicto
XIII, igual-mente escribió a varios obispos de España.
Hasta aquí, por tanto, no había una sola objeción o insatisfacción con la
elección de Bartolomeo Prignano, ninguna protesta, ningún titubeo y ningún temor
respecto el futuro. Desafortunadamente el Papa Urbano no se dio cuenta de las
esperanzas que su elección había hecho surgir. Se mostró caprichoso, altanero,
desconfiado y a veces colérico en sus relaciones con los cardenales que lo
habían elegido. Brusquedad demasiado obvia y reprobables extravagancias
parecieron mostrar que su inesperada elección había alterado su carácter.
Sta.Catalina de Siena, con valor sobrenatural, no vaciló en hacerle varias
observaciones bien fundamentadas a este respecto, ni dudó cuando tuvo que culpar
a los cardenales en su revuelta contra el Papa que ellos mismos habían elegido.
Algunos historiadores declaran que Urbano abiertamente atacó las fallas, reales
o supuestas, de los miembros del Sagrado Colegio y que enérgicamente se negó a
reestablecer la sede pontifical en Aviñón. Por consiguiente, agregan, la
creciente oposición. Sin embargo, ninguna de esas desagradables disensiones que
surgieron luego de la elección podrían lógicamente reducir la validez de la
elección hecha en Abril 8. Los cardenales eligieron a Prignano, no porque fueron
mal influidos por el miedo, aunque naturalmente estaban algo temerosos de las
desgracias que pudieran surgir del retraso. Urbano fue Papa antes de sus
errores; aún era Papa después de sus errores. Las pasiones de Enrique IV o los
vicios de Luis XV no impidieron a estos monarcas ser y seguir siendo verdaderos
descendientes de San Luis y legítimos reyes de Francia. Desgraciadamente, éste
no fue, en 1378, el razonamiento de los cardenales romanos. Su disgusto continuó
incrementándose. Bajo el pretexto de escapar al insalubre calor de Roma, en Mayo
se retiraron a Anagni y en Julio a Fondi, bajo la protección de la Reina Juana
de Nápoles y doscientos lanceros gascones de Bernardon de la Salle. Entonces
iniciaron una silenciosa campaña contra su elección de Abril y prepararon las
mentes de los hombres para una segunda elección. El 20 de Septiembre, trece
miembros del Sacro Colegio precipitaron las cosas al entrar a un cónclave en
Fondi y escogiendo Papa a Robert de Geneva, quién tomó el nombre de Clemente VII.
Unos meses después el nuevo pontífice forzado a salir del reino de Nápoles fijó
su residencia en Aviñón; el cisma estaba completo.
Clemente VII estaba emparentado o aliado con las principales casas reales de
Europa; era influyente, intelectual y hábil en política. La Cristiandad
rápidamente se dividió en dos partidos casi iguales. En todos lados los fieles
enfrentaban el preocupante problema: ¿dónde estaba el verdadero Papa? Los santos
mismos se vieron divididos: Sta.Catalina de Siena, Sta.Catalina de Suecia, el
Bto.Pedro de Aragón, la Bta.Ursulina de Parma, Felipe de Alencon y Gerard de
Groote estaban de lado de Urbano; San Vicente Ferrer, el Bto.Pedro de Luxemburgo
y Sta.Colette pertenecieron al bando de Clemente. Los más famosos doctores de la
ley fueron consultados y la mayoría se decidieron por Roma. Los teólogos
estuvieron divididos. Los alemanes como Enrique de Hesse o Langstein (Epistola
concilii pacis) y Conrado de Glenhausen (Ep.brevis; Ep. Concordioe) se
inclinaron hacia Urbano; Pierre d’Ailly, su amigo Felipe de Maizieres, sus
alumnos Jean Gerson y Nicolás de Clemanges y con ellos toda la Escuela de París,
defendieron los intereses de Clemente. El conflicto de pasiones rivales y la
novedad de la situación hicieron difícil el entendimiento e imposible la
unanimidad. Como regla general los eruditos adoptaron la opinión de su país. Las
potencias también tomaron sus bandos. La mayoría de los estados italianos y
alemanes, Inglaterra y Flandes apoyaron al Papa de Roma. Por otra parte Francia,
España, Escocia y todas las naciones en la órbita francesa se pusieron del lado
del Papa de Aviñón. Sin embargo, Carlos V había primero sugerido oficialmente a
los cardenales en Anagni la convocatoria de un concilio general, pero no fue
oído. Desafortunadamente los Papas rivales lanzaron excomunicaciones recíprocas;
crearon numerosos cardenales para compensar las defecciones y los enviaron por
la Cristian-dad a defender su causa, difundir su influencia y ganar adeptos.
Mientras estas graves y ardientes discusiones se iban difundiendo al extranjero,
Bonifacio IX había sucedido a Urbano VI en Roma y Benedicto XIII había sido
electo Papa a la muerte de Clemente en Aviñón. “Hay dos capitanes en el barco,
quienes están combatiendo y contradiciéndose entre sí”, dijo Jean Petit en el
Concilio de París (1406). Varias asambleas eclesiásticas se reunieron en Francia
y otros lugares sin un resultado definitivo. El mal continuó sin remedio ni
tregua. El rey de Francia y sus tíos comenzaron a cansarse de apoyar un Papa
como Benedicto, quien actuaba únicamente de acuerdo a su humor y que causaba el
fracaso de todo plan de unión. Además, sus exacciones y la severidad fiscal de
sus agentes agobiaron grandemente a obispos, abades y clero menor en Francia.
Carlos VI liberó a su pueblo de la obediencia a Benedicto (1398) y prohibió a
sus súbditos, bajo severos castigos, someterse a este Papa. Cada bula o carta
del Papa era enviada al rey; no se tomarían en cuenta los privilegios otorgados
por el Papa; en el futuro, toda dispensa debería ser solicitada de los
ordinarios.
Esto por tanto era un cisma dentro de un cisma, una ley de separación. El
Canciller de Francia, quién ya era virrey durante la enfermedad de Carlos VI,
por tanto llegó a ser incluso vice-Papa. No sin complicidad del poder público,
Geoffrey Boucicaut, hermano del ilustre mariscal, puso sitio a Aviñón y un
bloqueo más o menos estricto privó al pontífice de toda comunicación con
aquellos que le permanecían fieles. Cuando se reestableció la libertad en 1403
Benedicto no llegó a ser más conciliador, menos obstinado o terco. Otro sínodo
privado, que fue convocado en París en 1406, se reunió sólo con éxito parcial.
Inocente VII ya había sucedido a Bonifacio en Roma y, después de un reinado de
dos años, fue reemplazado por Gregorio XII. Este último, aunque de carácter
moderado, parece no haberse dado cuenta de las esperanzas que la Cristiandad,
inmensamente preocupada de estas interminables divisiones, había colocado en él.
El concilio que convocó en Pisa agregó un tercer reclamante al trono papal en
lugar de dos (1409). Luego de muchas conferencias, proyectos, discusiones (a
menudo violentas), intervenciones de los poderes civiles, catástrofes de todo
tipo, el Concilio de Constanza (1414) depuso al sospechoso Juan XXIII, recibió
la abdicación del tímido y cortés Gregorio XII y finalmente despidió al
obstinado Benedicto XIII. El 11 de Noviembre de 1417, la asamblea eligió a Odo
Colonna, quién tomó el nombre de Martín V. Así terminó el Gran Cisma de
Occidente.
(2) De este breve resumen será fácil concluir que este cisma en nada se parece
al de Oriente, que fue algo único y que ha permanecido así en la historia. No
fue propiamente un cisma, siendo en realidad un lamentable malentendido respecto
a una cuestión de hecho, una complicación histórica que duró cuarenta años. En
Occidente no hubo una revuelta contra la autoridad papal en general, ningún
desprecio del poder soberano del cuál San Pedro era representante. La fe en la
necesaria unidad nunca vaciló en lo más mínimo; nadie deseó voluntariamente
separarse de la cabeza de la Iglesia. ahora esta intención sola es la marca
característica del espíritu cismático (Summa, II-II, Q.xxxix, a. 1). Al
contrario, todo mundo deseaba la unidad, materialmente eclipsada y
temporal-mente comprometida, debería rápidamente brillar con nuevo esplendor.
Los teólogos, canonistas, príncipes y fieles del siglo catorce sentían tan
intensamente y mantenían tan vigorosamente que este carácter de unidad era
esencial a la verdadera Iglesia de Jesucristo, que en Constanza la solicitud de
unidad tomó precedencia sobre la de reforma. El beneficio de la unidad nunca
había sido adecuadamente apreciada hasta que había sido perdida, hasta que la
Iglesia había llegado a ser bicéfala o tricéfala y parecía no haber cabeza
precisamente aporque había demasiadas. en realidad la única marca de la
verdadera Iglesia consiste sobre todo en la unidad bajo una sola cabeza, el
guardián divinamente nombrado de la unidad de la fe y la adoración. Ahora en la
práctica no había ningún error voluntario respecto a la necesidad de este rasgo
de la verdadera Iglesia, mucho menos había una revuelta culpable contra la
cabeza conocida. Había simplemente ignorancia, y entre la mayoría una invencible
ignorancia respecto a la persona del verdadero Papa, respeto a quién era en ese
tiempo el depositario visible de las promesas de la Cabeza invisible. ¿Cómo
podía de verdad ser despejada esta ignorancia? Los únicos testigos de los
hechos, los autores de la doble elección, fueron las mismas personas. Los
cardenales de 1378 mantuvieron opiniones sucesivas. Habían testificado por
Urbano, el primer Papa electo el 8 de Abril, y por Clemente en Aviñón el 20 de
Septiembre. ¿Quiénes debían ser creídos, los miembros del Sacro Colegio
escogiendo y escribiendo en Abril, o los mismos cardenales hablando y actuando
contradictoriamente en Septiembre? Fondi fue el punto de partida para la
división; allí igualmente deberían buscarse los graves errores y las formidables
responsabilidades.
Obispos, príncipes, teólogos y canonistas estaban en un estado de perplejidad
del cual no podían salir a consecuencia del conflictivo, no-desinteresado y tal
vez insincero testimonio de los cardenales. De allí en adelante ¿cómo los fieles
iban a despejar la incertidumbre y formar una opinión moralmente segura? Los
fieles recurrieron a sus líderes naturales, y éstos, no sabiendo exactamente qué
apoyar, siguieron sus intereses o pasiones y se adhirieron a probabilidades. Fue
un terrible y angustioso problema que duró cuarenta años y atormentó a dos
generaciones de cristianos; un cisma en el curso del cuál no hubo intención
cismática, salvo algunas personas exaltadas que deberían haber antepuesto los
intereses de la Iglesia a todo lo demás. También debería hacerse excepción de
algunos doctores del período cuyas extraordinarias opiniones muestran lo que fue
el desorden general de las mentes durante el cisma (N.Valois, I, 351; IV, 501).
Aparte de estas excepciones nadie tuvo la intención de dividir la tela
inconsútil [de la Iglesia], nadie formalmente deseó el cisma; los involucrados
fueron ignorantes o mal guiados, pero no culpables. De parte de la gran mayoría
del clero y del pueblo debe alegarse la buena fe que excluye todos los errores y
la casi imposibilidad para el fiel sencillo de descubrir la verdad. Esta es la
conclusión lograda por un estudio de los hechos y documentos contemporáneos.
Tanto el rey Carlos V, el conde de Flandes, el duque de Bretaña y Jean Gerson,
el gran canciller de la universidad, compiten entre sí en declararlo. D’Ailly,
entonces obispo de Cambrai, en sus sínodos diocesanos se hizo eco de estos
sentimientos moderados y conciliatorios. En 1409 dijo a los genoveses: “No
conozco cismáticos, salvo aquellos que tercamente se niegan a conocer la verdad,
o quienes después de descubrirla se niegan a rendirse a ella o aquellos que aun
formalmente declaran que no quieren seguir el movimiento hacia la unión”. Cisma
y herejía como los pecados y los vicios, agrega en 1412, sólo pueden resultar de
la terca oposición o a la unidad de la Iglesia, o a un artículo de fe. Esta es
la doctrina pura del Doctor Angélico (cf. Tshackert, “Peter von Ailli”, apéndice
32, 33).
(3) Los más modernos doctores sostienen las mismas ideas. Bastará citar a Canon
J.Didiot, deán de la facultad de Lille: “Si después de la elección de un Papa y
antes de su muerte o renuncia tiene lugar una nueva elección, ésta es nula y
cismática; y el así electo no está en la Sucesión Apostólica. Esto fue visto al
comienzo de lo que, de alguna manera incorrecta, es llamado el Gran Cisma de
Occidente, que desde un punto de vista teológico fue cisma sólo en apariencia.
Si dos elecciones tienen lugar simultáneamente o con muy corto intervalo, una de
acuerdo a las leyes previa-mente aprobadas y la otra contraria a ellas, la
apostolicidad pertenece al Papa legalmente escogido y no al otro, y aunque haya
dudas, discusiones y crueles discusiones sobre este punto, como en el tiempo del
denominado Cisma de Occidente, no es menos cierto, no es menos real que la
apostolicidad existe objetivamente en el verdadero Papa. ¿Qué importa, en esta
relación objetiva, que no sea evidente a todos y no sea reconocida en forma
unánime aun largo tiempo después? Si un tesoro me ha sido legado, perno no sé si
está en el cofre A o en joyero B. ¿Soy por ello menos poseedor del tesoro?”.
Después el teólogo nos deja oír al canonista. Lo siguiente son las palabras de
Bouix, tan competente en todas estas cuestiones. Hablando de los sucesos de este
triste período, dice: “Esta disensión fue llamada cisma, aunque incorrectamente.
Nadie se retiró del verdadero pontífice romano considerado como tal, pero cada
uno obedeció a aquel que consideraba verdadero Papa. Se sometieron a él, no en
forma absoluta, sino a condición de que fuera el verdadero Papa. Aunque hubo
varias obediencias, sin embargo, no hubo un cisma propiamente dicho” (De Papa,
I, 461).
(4) Para los contemporáneos, como se ha mostrado suficientemente, fue un
problema casi insoluble. ¿Son nuestras luces más plenas y brillantes que las
suyas? Después de seis siglos somos capaces de juzgar más desinteresada e
imparcialmente, y aparentemente el momento es oportuno para formar una decisión,
si no definitiva, al menos mejor informada y más justa. En nuestra opinión, el
asunto avanzó rápidamente a fines del siglo XIX. El cardenal Hergenrother,
Bliemetzrieder, He fele, Hinschius, Kraus, Bruck, Funk y el erudito Pastor en
Alemania, Manion, Chenon, de Beaucourt y Denifle en Francia, Kirsch en Suiza,
Palma, mucho después Rinaldi, en Italia, Albers en los Países Bajos (para
mencionar sólo a los más competentes o ilustres), se han abiertamente declarado
a favor de los Papas de Roma. Noel Valois, quien pretende tener autoridad en el
asunto, al principio consideró como dudosos a los Papas rivales y creyó “que la
solución de este gran problema estaba más allá de la historia” (I, 8). Seis años
más tarde él concluyó su autorizado estudio y revisó los hechos relativos en
cuatro grandes volúmenes. La siguiente es su conclusión final, mucho más
explícita y decidida que su anterior juicio: “Una tradición ha sido establecida
a favor de los Papas de Roma, que la investigación histórica tiende a
confirmar”. Este libro en sí mismo (IV, 503), aunque el autor vacila en decidir,
¿trae nuevos argumentos en apoyo de la tesis romana, la cual en opinión de
algunos críticos son bastante convincentes? Un argumento final y bastante
reciente viene de Roma. En 1904 la “Gerarchia Cattolica”, basando sus argumentos
en la fecha del Liber Pontificalis, compiló una nueva y corregida lista de
soberanos pontífices. Diez nombres han desaparecido de esta lista de Papas
legítimos, ni los Papas de Aviñón ni los de Pisa son incluidos en el verdadero
linaje de San Pedro. Si esta omisión deliberada no es una prueba positiva, al
menos es un supuesto muy fuerte a favor de la legitimidad de los Papas romanos
Urba no VI, Bonifacio IX, Inocente VII y Gregorio XII. Adicionalmente, los
nombres de los Papas de Aviñón, Clemente VII y Benedicto XIII, fueron tomados
por Papas posteriores (durante los siglos dieciséis y dieciocho) que fueron
legítimos. Aunque ya hemos hecho muchas citas, habiendo tenido que recurrir a
testimonios antiguos y contemporáneos, de los siglos XIV y XV así como del siglo
XIX e incluso del siglo XX, transcribiremos dos textos tomados prestados de
escritores que con respecto a la Iglesia están en polos opuestos. El primero es
Gregorovius, a quien nadie supondría con exagerado respeto por el Papado.
Concerniente a las divisiones cismáticas del período escribe: “Un reino temporal
habría sucumbido por ello; pero la organización del reino espiritual era tan
maravillosa, el ideal del Papado tan indestructible, que éste, el más serio de
los cismas, sirvió solamente para demostrar su indivisibilidad” (Gesch.der Stadt
Rom im Mittelalter, VI, 620). Desde un punto de vista completamente diferente de
Maistre sostiene la misma apreciación: “Esta aflicción de los contemporáneos es
para nosotros un tesoro histórico. Sirve para probar cuán inamovible es el trono
de San Pedro. ¿Cuál organización humana habría resistido esta prueba?” (Du Pape,
IV, conclusión).
LOUIS SALEMBIER
Transcrito por Judy Levandoski
Traducido por Eduardo Torres