Pablo Vl se despide de la vida 

TESTAMENTO/PABLO-VI

(I)
Una visión luminosa

«Caminad mientras estáis en la luz» (Jn 12, 35). ¡Cómo me gustaría, al terminar mi vida,
estar en la luz... Quisiera tener ahora mismo una idea completa y lúcida sobre el mundo y
sobre la vida. Pienso que esta idea debe manifestarse en un reconocimiento: todo ha sido
don, todo ha sido gracia. ¡Qué hermoso ha sido el panorama por el que hemos pasado!;
demasiado hermoso, hasta el punto de dejarnos, a veces, atraer y seducir por él, cuando
debía haber sido solamente un signo y un anuncio. Pero, de todos modos, pienso que la
despedida debe expresarse en un gran y sencillo acto de reconocimiento, y aun de
agradecimiento: esta vida mortal es, a pesar de sus trabajos, de sus misterios oscuros, de
sus sufrimientos, de su fatal caducidad, un hecho bellísimo, un prodigio siempre original y
conmovedor, un acontecimiento digno de ser cantado en gozo y en gloria: ¡la vida, la vida
del hombre!
Y no es menos digno de exaltación y de feliz estupor el cuadro que rodea la vida del
hombre: este mundo inmenso, misterioso, magnífico: este universo de las mil fuerzas, de las
mil leyes, de las mil bellezas, de las mil profundidades. Es una visión encantadora. Aparece
una generosidad sin medida.
En esta mirada casi retrospectiva asalta la pena de no haber admirado lo suficiente este
cuadro, de no haber observado como merecían las maravillas de la naturaleza, las
sorprendentes riquezas del macrocosmos y del microcosmos. ¿Por qué no haber estudiado
más, por qué no he explorado y admirado mejor esta habitación en la que se desarrolla la
vida? ¡Qué distracción tan imperdonable, qué superficialidad tan reprobable! Quede por lo
menos, ya in extremis, un reconocimiento de que el mundo, «qui per Ipsum factus est», es
estupendo. En el último instante te saludo y te celebro, sí, con admiración inmensa y, como
decía, con agradecimiento: todo es don; detrás de la vida, detrás de la naturaleza, del
universo, está la Sabiduría; y además, lo diré claramente en esta luminosa despedida (Tú
nos lo has revelado, oh Cristo Señor), ¡está el Amor!... ¡Gracias, oh Dios, gracias y gloria a
ti, oh Padre! En esta última mirada me doy cuenta que este panorama fascinante y
misterioso es una irisación, es un reflejo de la Luz primera y única. Se trata de una
revelación natural de extraordinaria riqueza y belleza, la cual debería ser una iniciación, un
preludio, un anticipo, una invitación a la visión del invisible Sol, «quem nemo vidit unquam =
que ninguno ha visto jamás» (Jn 1,18); «el Hijo unigénito, que está en el seno del Padre,
nos lo ha revelado». Que así sea, que así sea.

 

(Il)
El nombre que TU prefieres: eres PADRE

Al agradecimiento sucede el arrepentimiento. Al grito de gloria a Dios Creador y Padre
sucede el grito que invoca misericordia y perdón. Que al menos esto yo lo sepa hacer:
invocar tu bondad y confesar con mi culpa tu infinita capacidad de salvar. "Kyrie eleison...".
Siempre me ha parecido perfecta la síntesis de San Agustín: miseria y misericordia.
Miseria mía; misericordia de Dios. Que al menos ahora pueda yo... invocar, aceptar,
celebrar tu dulcísima misericordia.
Y, para no mirar hacia atrás, hago finalmente un buen propósito: hacer voluntariamente,
sencillamente, humildemente, fuertemente, el deber resultante de las circunstancias en que
me encuentro, como voluntad tuya. Hacerlo pronto. Hacerlo todo. Hacerlo bien. Hacerlo
alegremente: lo que Tú quieras de mí ahora, aunque supere inmensamente mis fuerzas y
aunque se me pida la vida... Bajo mi cabeza y alzo mi espíritu. Me humillo a mí mismo y te
ensalzo a ti, Dios, «cuya naturaleza es la bondad» (San León). Déjame que en esta última
vigilia rinda homenaje a ti, Dios vivo y verdadero que mañana serás mi juez, y que te dé la
alabanza que más te gusta, el nombre que prefieres: eres Padre.
Pienso, en fin, ahora, ante la muerte, maestra de la filosofía de la vida, que el
acontecimiento más grande de todos ha sido para mí, como lo es para cuantos han tenido
igual fortuna, el encuentro con Cristo, la Vida. Todo habría que repensarlo ahora con la
reveladora claridad que la lámpara de la muerte da a este encuentro. «Nihil enim nobis
nasci profuit, nisi redimi profuisset». De nada, en efecto, nos hubiera valido el nacer, si no
era para ser redimidos. Este es el descubrimiento del Pregón Pascual, y éste es el criterio
de valoración de todo lo que afecta a la existencia humana y a su verdadero y único
destino, que no se entiende ni se determina si no es en orden a Cristo. «O mira circa nos
tuae pietatis dignatio». ¡Oh maravilloso programa de amor para con nosotros! Maravilla de
maravillas, el misterio de nuestra vida en Cristo. Aquí la fe, aquí la esperanza, aquí el amor,
cantan el nacimiento y celebran las exequias del hombre. Yo creo, espero, yo amo, en tu
nombre, ¡oh Señor!

(III)
Don y testamento de amor

«Tradidit semetipsum», se entregó a sí mismo; su muerte fue un sacrificio; murió por los
otros, murió por nosotros. La soledad de la muerte se vio llena de nuestra presencia, fue
penetrada de amor: «Dilexit Ecclesiam», amó a la Iglesia (recordad el «Misterio de Jesús»,
de Pascal). Su muerte fue la revelación de su amor por los suyos: «In finem dilexit», hasta el
fin. Del amor humilde y desbordado dio al final de su vida temporal un ejemplo
impresionante (cfr. el lavatorio de los pies), y de su amor hizo término de comparación y
mandamiento final. Su muerte fue testamento de amor. Debemos recordarle.
Ruego, por lo mismo, al Señor que me conceda la gracia de hacer de mi próxima muerte
un don de amor a la Iglesia. Podría decir que siempre la he amado; fue su amor el que me
arrancó de mi mezquino y salvaje egoísmo y me capacitó para su servicio, y por ella, no por
otra cosa, me parece haber vivido. Pero quisiera que la Iglesia lo supiese, y que yo tuviera
el valor de decírselo, como una confidencia del corazón que sólo en el momento último de la
vida se tiene el coraje de decir.
Quisiera, finalmente. comprender a la Iglesia toda... Quisiera abrazarla, saludarla, amarla,
en todo lo que se compone, en cada obispo y sacerdote que la asiste y la guía, en cada
alma que la vive y la hace resplandecer, quisiera bendecirla. Consciente de que no la dejo,
no me salgo de ella sino que me uno y me fusiono más y mejor con ella: la muerte es un
progreso en la Comunión de los Santos.
Aquí se debe recordar la oración final de Jesús (Jn 17). El Padre y los míos... ¡Oh
hombres! comprendedme: a todos os amo con la efusión del Espíritu Santo, que yo,
ministro, debía haceros participar. Así os miro, así os saludo, así os bendigo. Todos. Y a
vosotros, los más cercanos a mí, más cordialmente. La paz sea con vosotros.
Y a la Iglesia, a la que la debo todo y que fue mía, ¿qué le diré? Las bendiciones de Dios
desciendan sobre ti. Ten conciencia de tu naturaleza y de tu misión. Comprende las
verdaderas y profundas necesidades de la humanidad. Y camina pobre, esto es, libre,
fuerte y amorosa hacia Cristo.
Amén. El Señor viene. Amén.

(Del Pensamiento sobre la muerte. Meditación de Pablo-VI)