La anemia espiritual

+ Por Antonio Montero Moreno
arzobispo de Mérida-Badajoz
España

Acudimos a la socorrida metáfora de servirnos de un elemento material o visible para explicarnos otro de naturaleza espiritual, que no captan los sentidos corporales aunque sí la inteligencia valiéndose de ellos. Estamos hablando del alma y del cuerpo, invisible aquella y macizo éste, como componentes inseparables del sujeto humano, vivo y coleando, sin adentrarnos ahora en las subidas disquisiciones, un tanto sutiles y tortuosas, de los viejos maestros Zubiri y Laín Entralgo, sobre la naturaleza del alma. Lo cierto es que hay fenómenos o situaciones de nuestro cuerpo que espontaneamente aplicamos al mundo anímico o espiritual: torpeza, fragilidad, ceguera, sueño, salud, enfermedad.

La anemia es, en sus múltiples acepciones, una escasez o una afección de sangre, con más exactitud, de los glóbulos rojos, que sostienen la energía o la vitalidad del organismo. Su presencia en el flujo circulatorio provoca, o no impide, determinadas quiebras o indefensiones del sujeto: cansancio, fragilidad, apocamiento. Dejo a los expertos otras precisiones y matices sobre el particular.

Lo psicológico y lo espiritual

Anemia espiritual. Entramos en el territorio de lo figurado y aproximativo, pues no tenemos otro, que yo sepa, para explorar las regiones superiores del yo humano. ¿Dónde está la radiografía, la ecografía, la resonancia magnética, que nos retrate en pantalla la anemia del espíritu? Sé que estoy rozando aquí otro mundo, el de la psicología, ciencia humana por los cuatro costados, que analiza y remedia con métodos propios las enfermedades psíquicas y mentales, tan comprobables y humanas como el dolor de muelas. Y en eso ya es más difícil fijar los linderos entre lo espiritual y lo anímico, entre el siquiatra y el confesor o guía de almas. Se trata, empero, de realidades que, aunque muy trabadas entre sí en la unidad de la persona, son elementos netamente diferenciados y con riquezas propias en la antropología religiosa y cristiana.

En la filosofía neoplatónica y en el lenguaje de la espiritualidad cristiana posterior, se ha hablado, no tanto de dos, cuanto de tres «componentes» del indivisible compuesto humano: cuerpo, alma y espíritu (en griego soma, psyche, neuma) que, sin perdernos demasiado, nos aclaran las diferencias entre lo psicológico y lo religioso, entre la enfermedad y el pecado, entre la euforia y la gracia, entre el equilibrio anímico y la santidad, entre el terreno, repito, del confesor y el del psiquiatra. Por ser elementos colindantes pueden ayudarse mucho en un mismo sujeto la buena salud psíquica, incluso apoyada por fármacos, con la conciencia ética y la búsqueda de la santidad y viceversa; puede resultar nefasto, y lo ha sido más de una vez, que cualquiera de ellos invada, ignore o destruya a su contrario.

Otra anemia

Con lo dicho, aunque prolijo, estamos en condiciones de hablar de anemia espiritual, sin confundirla con la apatía ni con la depresión y afrontándola desde la ética, desde la fe, desde la gracia y la oración. Hablamos de un fenómeno de patología religiosa, que puede ser y es compatible con una buena salud física y mental.

Por anemia espiritual entiendo la endeblez de nuestro compromiso creyente, en la poca fe, en la pereza de voluntad, en la escasez de oración, en el sueño interior, en la ausencia de proyectos de mejora. Un ir tirando en la vida cristiana, sin intenciones de ruptura, e incluso con descontento de uno mismo, pero con una pesadez profunda que impide levantar el vuelo. Fenómeno, por lo demás, bastante común. ¿Quién no lo ha vivido alguna vez o está amenazado de vivirlo?

A los anémicos se les recomienda, con las reservas convenientes, una sobrealimentación acompañada por medicamentos idóneos que aumenten los hematíes, y todos los medios necesarios para la plena recuperación sanguínea y de todo el organismo. Porque la sangre circula y vivifica todas las ramificaciones del sistema circulatorio y ¡ay de aquel a donde no llega! En este sentido, vida y sangre se confunden.

También para la anemia espiritual lo primero es comer. Y para el cuadro descrito en el párrafo anterior, desde un análisis teológico, espiritual y pastoral, a mí no se me ocurre otra receta más inmediata, garantizada y eficaz, que la doble mesa, recomendada por el concilio Vaticano II en su constitución Dei Verbum («La Palabra de Dios»): «La Iglesia nunca ha cesado de tomar y repartir a sus fieles el pan de vida que ofrece en la misa de la Palabra de Dios y del Cuerpo de Cristo... Es tan grande el poder de la palabra de Dios que constituye el sustento y vigor de la Iglesia, alimento del alma, fuente límpida y perenne de vida espiritual» (n. 21).

Una mesa con dos panes

En este y otros pasajes el Concilio equipara los dos manjares de la mesa eucarística, llamando pan de vida a la Palabra divina como Cristo llama a su cuerpo sacramentado. «Yo soy el pan vivo bajado del cielo. El que come de este pan vivirá para siempre»(Jn 6,51). Quizá defraude a alguien con esta receta mía del doble pan, para remediar la anemia espiritual. Pero, apelando a la experiencia pastoral, brotan por todas partes ejemplos que lo confirman. Están muy en auge, a Dios gracias, los llamados «Grupos de Biblia» que se reunen periódicamente para leer, meditar y comentar la Palabra de Dios, ya sea para preparar las lecturas del domingo, o bien siguiendo regularmente y con métodos apropiados los libros santos. Todo ello en espíritu de escucha y adoración, mirando la vida propia, según la tradición cristiana de la lectio divina. Está comprobado que los que personalmente o en grupo beben continuamente de las fuentes vivas de la Escritura, suelen ser más perseverantes que en cualquiera otra práctica religiosa y raramente se enfrían de su fervor.

Sobre lo que hemos llamado comunión frecuente o misa diaria está casi todo dicho. Sean testigos los que lo hacen. Pueden caer en la monotonía y en el aburrirmiento. Busquen apoyo en los grupos de oración y de animación litúrgica, que les harán revivir las mejores experiencias y sabores de la Eucaristía del Señor. En ella se juntan palabra y pan, se dan cita los dones más altos que Dios puede darnos, y nosotros a los demás. Adiós a la anemia.

No quiero cerrar el tema sin anticiparme a una pregunta: bueno, ¿y cómo un creyente anémico, él o ella, sacan bríos de su debilidad, para tener el arranque de abrir los libros santos, iniciar la lectio divina, comprometerse en un grupo de Biblia, recuperar el gusto por la Eucaristía? Los anémicos son, por definición, inapetentes y apáticos. Les respondo a mi manera: anda, invoca la ayuda del Espíritu, que para eso está, como Señor y dador de vida. Dile algo así como esto, de un sacerdote y poeta extremeño:

Ven, energía divina,
tempestad de Dios y viento,
que abres las puertas cerradas,
que quitas todos los miedos,
que liberas al esclavo,
que rompes todos los cepos.