De la sexualidad y otros regalos.
Reflexiones de una cristiana casada


Mary Patxi AYERRA
Animadora socio-cultural
Madrid



En este momento me gustaría ser escritora para poder explicar bien 
todo aquello de lo que soy «vividora» apasionada. Y es que estoy 
encantada de que me hayan pedido que escriba de sexualidad, y 
nada menos que para una revista de teología, con lo cercanos que 
están para mí estos dos temas, el de Dios y el de los hombres en 
comunicación, cuerpo a cuerpo. 

Recuerdo unos ejercicios espirituales, hace ya unos cuantos 
veranos, en los que, al hacer un propósito serio de volver a mi casa 
más decidida a querer de verdad, más contagiada por el Espíritu de 
Dios, me descubrí diferente, como si me hubiera cambiado el corazón 
de piedra, ese teórico y espiritualista que se inventa cosas para 
escaparse, en un corazón de carne que ama hasta el extremo, que se 
entrega sin quedarse nada para sí mismo y que no se contenta con 
palabras, sino que se traduce en hechos, en caricias, en abrazos. 

Y mientras escribo, quiero recrearme en alabar a Dios por este 
cuerpo de mujer que me ha dado, capaz de querer, de abrazar, de 
acoger, de entusiasmar, de mimar, de seducir, de acariciar, de 
recrear, de sentirse atraído por el cuerpo del hombre y gozar de él las 
mismas maravillas. 

Y es que realmente pienso que Dios nos ha hecho mágicos, 
atractivos, bellos, acogedores, capaces de juego, y que es El quien 
nos invita a vivir con total intensidad cada minuto de nuestra vida y 
quien nos ha dotado de este cuerpo para comunicarnos con los otros, 
para amar hasta el extremo, para gozar con los cinco sentidos. 
Porque es así como hay que vivir la sexualidad: gozando del sabor, 
del olor, del calor, del rumor y de la belleza del cuerpo del otro, que 
goza al unísono con el nuestro y que saca de nosotros la ternura, la 
delicadeza, la belleza y tantas cualidades que sólo brotan en la 
intimidad del amor. 

Yo creo que cuando vamos dejando a Dios que nos invada, que 
nos planifique, va llenando todos nuestros huecos, va magnificando 
todas nuestras acciones y haciéndonos más creativos en el trabajo, 
más fraternos en la relación, más sensibles al mundo de los otros, 
más empáticos con el diferente, más místicos en la oración, más 
comunicativos con nuestro cuerpo, más alegres y más festivos en 
definitiva. 

Y ya que han corrido ríos de tinta sobre los «bajos instintos», yo 
hoy, desde aquí, quiero romper una lanza por los «instintos básicos», 
por esa atracción que sentimos las personas unas por otras, por el 
placer de sentirse envuelto por el otro, por la posibilidad de, sin 
palabras, decirse: «te quiero», «me gustas», «te necesito», «tú me 
haces sentirme único»... Esa capacidad de ser seducido y seducir, de 
descubrir y redescubrir cada día la belleza del cuerpo del otro, de 
emanar y respirar ternura, de aspirar la magia del abrazo común. 

También está esa misteriosa sabiduría del cuerpo que hace que en 
los malos momentos, cuando se está alejado, cerrado en una idea, 
enfadado o molesto, a una distancia mental infinita, quizá durmiendo 
juntos pero con un muro imaginario entre los dos, surja un roce, «un 
pie que se escapa», una mano incontrolada que abraza, bien por 
hábito o bien por amor... y que invita al perdón, a la disculpa, a la 
reconciliación, al volver a empezar de nuevo, al diálogo. Es como si 
nuestro cuerpo se dejara llevar del corazón más que de la cabeza, 
aunque racionalmente todavía no estemos dispuestos a rendir las 
armas, a creer en el otro... 

Quizás estoy poniendo demasiada poesía o estoy contando sólo la 
parte bonita de la sexualidad. No quiero olvidar lo difícil del acople de 
los cuerpos, la frecuente inoportunidad o precipitación masculina, 
tanto como la falta de implicación femenina, fruto de una inadecuada 
formación o de un exceso de «moralina» que ha envuelto nuestra 
comunicación corporal y la ha convertido en zona oscura y 
pecaminosa. Pienso también en su extremo contrario, la sexualidad 
vivida sólo desde la genitalidad: esa fuerza del deseo que nada tiene 
que ver con la comunicación entre las personas y que se ofrece a los 
jóvenes como la panacea de la felicidad, y que es la sexualidad que 
nos llega a domicilio, en la mayoría de las películas, que tiene más de 
deportivo e incontrolable que de encuentro y comunicación entre dos 
personas. 

Es cierto que en algunas parejas la comunicación sexual es difícil. O 
más bien le falta la primera cualidad, la de la comunicación, y la 
sexualidad se vive como algo que los dos saben muy bien que no 
marcha, pero de lo que ambos procuran no hablar nunca, salvo en 
plan jocoso. Por desgracia, es muy frecuente entre matrimonios 
comentar de manera aparentemente trivial «la prisa de uno y la 
lentitud del otro», sin profundizar a fondo la necesidad que hay de 
comunicación, de hablarlo todo, de comentar cada caricia o cada 
ausencia de caricia, lo que invade y lo que agrada, lo que se toma al 
asalto y lo que se regala, lo que necesita más tiempo y ternura y los 
detalles que habría que cuidar en el amor. 

Me preocupa comprobar que, en la educación de la sexualidad, los 
hijos no aprenden, sino que imitan; y si imitan lo que ven en la tele o 
en el cine, lo tienen difícil: desgarros de ropa, urgencias amorosas, 
pasiones irracionales, posturas gimnásticas, botones que saltan por 
los aires... Y mientras que en las familias las broncas matrimoniales 
suelen ser públicas, (demasiado públicas a veces, con el consiguiente 
trauma que acarrean), en cambio, el amor, la ternura, una cierta 
complicidad sexual, suelen ser algo tan privado, tan oculto a los ojos 
de los hijos, que éstos ni la intuyen. Y hasta es frecuente oírles decir: 
«mis padres han hecho el amor tres veces, porque somos tres 
hermanos...» Creo que pecamos de no ser un poco más tiernos, de 
no agarrarnos de la mano en su presencia, de no acurrucarnos en el 
sillón, de cerrar la puerta del dormitorio «para que no piensen. . . », 
de tantos otros detalles importantes. 

Me sorprenden esos besos jóvenes de enamorados que duran 
varias estaciones de metro; pero me sorprenden mucho más 
desagradablemente esas parejas ya maduras, con cara de 
aburrimiento, de monotonía y de no tener nada que decirse... Y es 
que el hastío de los que, con los años, no han sabido ir poniendo un 
poco de gracia e interés en la comunicación y en la seducción me 
parece peor que el deseo incontrolado y sin intimidad de esos 
jóvenes. 

Creo, en cambio, que cuando van pasando los años y se va 
dilatando el cuerpo, al tiempo que irrumpen las celulitis, las arrugas y 
los surcos, como huella de la vida en nuestro cuerpo, se va 
adquiriendo una sensibilidad sexual, una especie de exquisitez para el 
amor, de conocer cada rincón del cuerpo del otro, de quererlo con 
ternura y de saber darse gusto mutuamente. 

Dicen que los hombres en el amor dan ternura a cambio de sexo, y 
las mujeres, en cambio, dan sexo para recibir ternura... Ojalá vayamos 
educando y educándonos para que unos y otros sepamos disfrutar de 
ambas cosas; pero hay que reconocer que todavía somos inexpertos 
y que a veces hay mucho dolor en las relaciones, mucho 
desconocimiento del propio cuerpo y del del otro, muchas cosas por 
hablar, y poco tiempo para vivir la sexualidad con serenidad, con 
calma, con poesía. 

Los años de vida en común, de relación hombre-mujer, tendrían 
que irnos haciendo a cada uno más persona, porque el hombre 
aprende y desarrolla su parte femenina (ternura, delicadeza, estética, 
sensibilidad...), y la mujer, en cambio, en su trato con el hombre, deja 
brotar en ella su parte masculina (eficacia, racionalización, 
objetividad...). 

Y si Dios nos ha hecho capaces de juego amoroso, cuanto más 
despaciosos y creativos seamos, cuanto más expertos en el cuerpo 
del otro, más plena haremos nuestra relación, más gozosa y 
comunicativa, más llena de calidad, aunque en el tema de la 
sexualidad, desgraciadamente, siempre se presume de cantidad, que 
es la medida de juventud que se utiliza hoy en sociedad. (En un 
reciente programa de televisión, decía orgulloso un joven de 26 años 
que se había acostado con 1.600 mujeres... Y encima había tenido el 
«detalle» de anotarlas). 

Mientras escribo todo esto, pienso que los lectores de esta revista 
suelen ser célibes y que posiblemente no les va a interesar para nada 
mi explicación. Y, sin embargo, en este tema tenemos en común 
bastante más de lo que puede parecer a primera vista. Porque yo vivo 
mi relación sexual con mi marido, pero con los demás hombres del 
planeta es como si tuviera «voto de castidad», y eso no me impide 
relacionarme con ellos como mujer, con este cuerpo que Dios me ha 
dado, y mirar a los ojos, abrazar, acoger y comunicar mi cercanía y mi 
cariño... Cuando alguna vez me ha saludado un sacerdote con la 
mirada baja, sin mirarme a la cara, dándome la mano sin fuerza, como 
sin querer rozarme, con su gesto me ha hecho sentirme «oscuro 
objeto del deseo»... Y también me suelen disgustar, como mujer 
contenta de serlo, esas religiosas que quieren esconder su cuerpo 
femenino con ropas que las hacen especialmente antiestéticas y 
hombrunas, y quizá, con el fin de no despertar deseo, lo que 
despiertan es rechazo o desagrado. 

Por otro lado, hay demasiados célibes, aparentemente asexuados, 
que se erigen en consejeros de la sexualidad de muchas personas; y 
me asusta encontrar gente culpabilizada que se cree alejada de Dios 
porque de alguna manera le están transmitiendo que el cuerpo y Dios 
son irreconciliables. Cuando lo que habría que recordar es que Dios 
mismo es el artífice de nuestra piel, y que ésta es el instrumento que 
nos ha dado para amar, lo mismo que la palabra, la mente, la sonrisa, 
la mirada, la caricia o el abrazo. 

Porque el experimentar a Dios como liberador tendría que 
descargarnos de antiguos tabúes, de rechazos irracionales hacia el 
propio cuerpo, y hacernos reconocer como proveniente de Él la 
atracción que sentimos por el cuerpo del otro y la invitación a la 
contemplación y al gozo, a vivir en plenitud el aquí y el ahora de cada 
encuentro y de cada relación, sea laboral, espiritual o corporal. 

Tengo que decir que me resulta terrible leer en las vidas de santos 
casados que «en cuanto se pusieron a ser santos» renunciaron a su 
vida sexual. Me parece sencillamente incomprensible que la 
sexualidad dentro del matrimonio pueda ser experimentada como un 
obstáculo para la apertura radical a Dios. Y algo de eso me parece 
que hay en gente cristiana que he ido encontrando en el camino de la 
vida, mujeres y hombres «resecos» que viven su relación sexual como 
el tributo que tienen que soportar, como «el débito conyugal», como el 
ejercicio gimnástico inevitable, pero que no se entregan, no se 
implican, no aman, no gozan. Se diría que el ocuparse de cosas 
trascendentes es la causa de que se les escapan los pequeños 
detalles, las pequeñas manifestaciones de ternura de la vida. Aunque 
luego sean algunos de ellos los teóricos del amor, y tengan mucho 
éxito de público y prensa a través de sus conferencias o sus libros. 

Yo creo que cuando, en el atardecer de la vida, se nos examine del 
Amor, se nos pedirá cuenta de la ternura que no hemos dispensado a 
nuestra pareja, de los besos que no hemos dado, de las posibilidades 
de comunicación de nuestra corporalidad a las que no hemos sacado 
partido en nuestra vida sexual... Y también—y esto nos implica a 
todos, casados o célibes—de los apretones de manos que hemos 
reprimido, de las veces que alguien se ha ido de nuestro lado sin 
nuestro abrazo de amigo, por pudor o por considerarlo «impropio» o 
«innecesario». Y nos recordarán los nombres de los enfermos, 
amigos, caídos, deprimidos, compañeros y marginados a los que 
hemos ayudado sin acariciar, a quienes hemos solucionado 
problemas sin darles nuestra cercanía, a quienes hemos dado cosas 
sin darnos a nosotros mismos, sin mirarles a los ojos, sin ser 
contemplativos hacia su persona, sino sólo hacia «su caso». 

No sé si todo esto no es más que un montón de ideas y vivencias 
desordenadas. Decididamente, no soy escritora; pero ahí van retazos 
de una vida, y que el lector ordene y entresaque lo que le convenga. 


Yo estoy aprovechándolo ya para celebrar desde aquí mi ser mujer, 
el regalo que me ha hecho Dios de embarazarme tres veces y de 
convivir con el alma y el cuerpo de «mis cuatro hombres», aunque 
muchas veces sienta soledad por las diferencias de comunicación 
entre ellos y yo. No sé si estará mal decirlo, pero siento yo que mis 
hijos, por ser varones, se van a perder en la vida la «sensación de 
creación» de formar un hijo en sus adentros... 

AYERRA-Mary-Patxi
SAL TERRAE 1994/11 Págs. 789-794