La espiritualidad laica
Afirmación y ruptura de la vida secular
«desde dentro»
Josep Mª. RAMBLA
Jesuita
Delegado de Formación
de la Provincia jesuítica
de Cataluña. Barcelona
La vida eclesial es polifónica. La presentación que de ella nos hace
Pablo en la Primera Carta a los cristianos de Corinto (capítulo 12) es
la de una comunidad en la que una gran variedad de dones compone
una sola obra. ¿Cuál es el lugar del laico en esta «composición»
eclesial? ¿Qué es, de hecho, un laico y cuál es su espiritualidad?
Como parte activa de esta Iglesia polifónica, me permito expresar mi
pensamiento sobre la «voz» del laico. Mi reflexión se funda en la
experiencia cristiana compartida con seglares y en mis sinceras
expectativas respecto de ellos. Lo que sigue tiene, pues, su
justificación en la cercana diferencia: soy jesuita, sacerdote, pero no
me considero lejano ni ajeno a lo que muchos laicos hacen y viven1.
La redención en el corazón del mundo 2
La afirmación de Jesús a Nicodemo: «Tanto amó Dios al mundo que
entregó a su Hijo único» (Jn 3,16) es fundamental para la
comprensión cristiana de la realidad mundana. Desde que el Verbo
«plantó su tienda entre nosotros», toda la creación ha quedado
bañada en el amor de Dios, que se desborda plenamente en la
Resurrección. Jesucristo es ya el sí rotundo y definitivo de Dios al
mundo y a la historia, por muy limitados y precarios que éstos sean.
La redención implica, pues, lo mundano, todo lo creado, como uno de
sus componentes, de modo que la redención, aunque no puede
reducirse al desarrollo del mundo, es ya inseparable de él. La acción
de Dios, interior al mismo mundo, anima y transforma el mundo y la
historia desde dentro, conduciéndolo todo, incluso la realidad
material, hacia la perfecta liberación (cf. Rm 8,18-25), porque todo
tiene ya su plena consistencia en Cristo, «primogénito de toda la
creación» (Col 1,15-20). Consecuentemente, el mundo y las
realidades materiales tienen «carácter medial»3.
Toda una antigua tradición teológica que arranca de Tomás de
Aquino y que ha sido recuperada en tiempos recientes (Pierre
Teilhard de Chardin, Dominique-M. Chenu, Yves-M. Congar, Karl
Rahner, Johannes-B. Metz, por ejemplo) corrobora esta manera de
pensar. Posteriormente, la teología de la liberación y todas las
corrientes de pensamiento afines han destacado con fuerza cómo no
hay dos historias, una profana y otra de salvación, sino que la historia
de salvación acontece en la historia de la humanidad. Sin embargo, si
hoy este tipo de pensamiento no ofrece especiales resistencias entre
muchos cristianos, no podemos todavía afirmar que sea ya un
patrimonio plenamente adquirido de la praxis y la espiritualidad
cristianas comunes.
D/MUNDANO: Hasta aquí, sólo he destacado la mundanización o
secularización de la obra de Dios. Con todo, queda dicho
implícitamente que la mundanización es obra divina. Dios, de algún
modo, se mundaniza, ya que es él mismo quien, sin disolverse en el
mundo, se abaja hasta el mundo, desciende por iniciativa propia, para
elevarlo e incorporarlo al misterio de Cristo. De este modo, comunica
una densidad y un dinamismo divinos al mundo, haciéndolo más
mundo (es decir. sin desnaturalizar lo natural).
La Iglesia de un Dios «mundano»
De acuerdo con todo lo que precede, podemos afirmar que la
Iglesia «tiene una auténtica dimensión secular inherente a su íntima
naturaleza y a su misión, que hunde sus raíces en el misterio del
Verbo encarnado»4. Aunque su misión se orienta hacia el punto
culminante de la historia, cuando Dios lo será «todo en todo» (1 Cor
15,2), dicha misión abarca también la transformación del mundo, del
orden temporal. Y, aun cuando el cristianismo como tal debe hacerse
visible en la sociedad y en el mundo, su presencia no se reduce a
estos espacios o tiempos de visibilidad, sino que debe seguir
operante cuando cesan las manifestaciones exteriores de la vida y
acción de los cristianos y de la Iglesia. Porque la realidad cristiana
propiamente tal, como realidad que tiene en Dios su origen y su
término, también debe desarrollarse en la vida secular y profana.
La vida de cada cristiano, por el bautismo, se inserta, pues,
lógicamente en este misterio. De modo que no hay vida cristiana
donde no se da algún modo de afirmación real de este mundo amado
por Dios y donde, a la vez, no se da reconocimiento creyente del don
de Dios mismo a este nuestro mundo. Un ermitaño que viva su
soledad como efecto de un desengaño humano, en forma de
alejamiento desdeñoso de la civilización e insolidariamente con este
mundo, no es cristiano. Y esto, por mucha literatura religiosa que
consuma y por muchas palabras y signos de piedad que llenen sus
días y años... Una asistente social inmersa en los problemas de un
barrio suburbial, entregada a la acción y a la lucha por cambiar la
sociedad, sólo vivirá y expresará su cristianismo en la medida en que,
en el silencio de su corazón y con los signos exteriores más
connaturales a su profesión, exprese su vinculación a la acción del
Espíritu del Señor que todo lo renueva (cf. Ap 21,5). Afirmación activa
del mundo y reconocimiento creyente se dan la mano en toda
existencia cristiana auténtica.
Dos voces con distintas variaciones
Con todo, en la polifonía de carismas presentes en la Iglesia se da
una polarización no exclusiva alrededor de cada uno de estos dos
extremos: afirmación del mundo y reconocimiento creyente. La vida de
unas cristianas o cristianos entregados en cuerpo y alma a la política,
al ejercicio serio de la profesión médica o de la cátedra universitaria,
al trabajo mecánico en una fábrica o a una actividad sindical, a la
paternidad o a la maternidad, es una existencia articulada alrededor
de la afirmación del mundo, de lo secular. En cambio, la vida de
personas consagradas a la oración o unidas en estrecha vida
comunitaria, o entregadas al apostolado en pobreza, castidad y
obediencia, es una existencia más polarizada, mediante un cierto
distanciamiento de lo mundano, alrededor del reconocimiento
creyente de la irrupción gratuita de Dios en nuestro mundo. La
diferencia es debida fundamentalmente al carácter limitado de la vida
humana: la misma y única vida de fe, al inclinarse hacia una forma de
realización más secular, no puede realizar un estilo de vida más
centrado en actos que expresen visiblemente la acción gratuitamente
decisiva de Dios en el mundo, y viceversa.
No se trata de dos tipos de vida excluyentes: ni unos pueden negar
u ocultar la primacía absoluta del Dios-Amor, que se nos da y nos
salva, ni otros pueden dejar de lado el hecho de que este nuestro
mundo es el lugar donde Dios se nos ha dado y permanece para
siempre.
¿Qué es, pues, un laico?
LAICO/QUIEN-ES: En lo que precede, aparece cómo la vida laical
es la vida cristiana estructurada alrededor de la realidad secular. La
vocación del laico «afecta precisamente a su situación
intramundana»5. La vida consagrada tiene su polo estructurador en
los elementos evangélicos más religiosos (oración, comunidad de vida
y de bienes, disponibilidad plena para el servicio del evangelio, etc. ),
posibilitado por la renuncia a determinadas formas de vivir lo
económico (pobreza), la sexualidad y la afectividad (castidad) y la
libertad personal (obediencia).
Lo que caracteriza la vida laical es, pues, la condición secular. «El
carácter secular es propio y peculiar de los laicos»6. Esta condición
secular, iluminada y animada por la fe, debería presentar estos
rasgos:
a) Afirmación de la vida secular. Obviamente, es el primer rasgo
distintivo. «El mundo se convierte en el ámbito y el medio de la
vocación cristiana de los laicos»7. El mundo, es decir, el lugar que no
es propio de la Iglesia, aunque tampoco le es ajeno. Una cristiana o
un cristiano laicos centran su vida en realidades como el matrimonio y
la familia, la profesión, la acción social o política, la cultura o la
investigación científica, etc. Y en esta condición secular tiene a
menudo un papel primordial la vida sexual, el placer y el goce de la
vida. Ahora bien, un laico, y sólo él, puede expresar, a través de lo
que es y sin prácticas sobreañadidas, algo de la originalidad
evangélica: un inequívoco sí a este mundo, a lo terreno y temporal, al
cuerpo y a la vida. «El ser y el actuar en el mundo son para los fieles
laicos no sólo una realidad antropológica y sociológica, sino también,
y específicamente, una realidad teológica y eclesial»8.
b) Ruptura «desde dentro». Dios ha afirmado nuestro mundo, pero
éste no tiene un proceso rectilíneo hacia la plenitud. El mundo nuevo
y definitivo, el Reino de Dios, hemos de «buscarlo» y «batallarlo» con
amor y entrega perseverantes, a la vez que hemos de esperar «que
venga» como don de Dios. De ahí que la mundanidad de la vida laical
—afirmación del sí de Dios al mundo—no pueda confundirse con el
error de fundar el éxito de nuestra historia pura y simplemente en el
esfuerzo humano, quizá prometeico.
LAICO/MUNDANO/SI-NO: Los laicos contribuyen a superar este
error mediante alguna forma de ruptura «desde dentro»9, expresión
de la cualidad profética de la que están investidos por el bautismo. Es
decir, sin alejarse de la realidad secular y siendo fieles al dinamismo
propio de las realidades seculares (economía, cultura, sexualidad,
sociedad...). Esto implica siempre una entrega a fondo, pero «a
contracorriente» de los pseudovalores imperantes (aspecto negativo)
y en coherencia con los valores que la novedad del evangelio
proyecta sobre la realidad humana (aspecto positivo). Así, por
ejemplo, la vida laical exige no claudicar cuando en un tipo de
sociedad se impone la ecuación «abundancia de dinero = valor
personal», cuando se considera al débil como a un enfermo, cuando
el individualismo y la insolidaridad se convierten en ideal de vida, etc.
Al mismo tiempo, la ruptura «desde dentro» se ha de vivir en la
fidelidad a una serie de formas de entender la vida en el mundo que,
de modo muy relevante, dimanan del evangelio: considerar a los
pobres como horizonte determinante de todas las opciones
(económicas, laborales, sociopolíticas, eclesiales...); amar a los
enemigos; no sucumbir a la «idolatría» del dinero; desarrollar
actitudes como la gratuidad, la solidaridad eficaz y la humilde
confianza cuando parece que se hunden las promesas que el mundo
ofrece; alimentar la experiencia evangélica del Dios «con nosotros»
«en todas las cosas»; etc. No es suficiente para un cristiano la
hipótesis de la fidelidad a un mundo «químicamente» puro con el
suplemento de determinados actos «religiosos» o eclesiales. El
cristiano ha de ser, a la vez, «mundano y supramundano» (Clemente
de Alejandría).
c) Una manera de vivir «lo otro». En esta positiva ruptura «desde
dentro», el laico deberá encontrar su estilo propio. Pero, además, su
vida cristiana, en lo que es más característica o incluso
específicamente cristiano («lo otro»), tendrá también su originalidad.
La vida eclesial de un laico no comporta necesariamente que éste
deba prestar colaboración en instituciones eclesiales (parroquias,
asociaciones, organismos, etc.), ni que su vida de oración haya de
modelarse según las prácticas corrientes en el clero o en los
monasterios, ni que su apostolado deba ser la catequesis o la
participación activa en algún movimiento apostólico.... Sin excluir,
desde luego, que la vida y acción laicales puedan configurarse según
alguno de estos modos, lo cierto es que implica la búsqueda creativa
de estilos y ritmos de vida cristiana que dimanen con cierta
connaturalidad de la vida secular de cada uno y nutran esta vida
secular como tal. Así, la ruptura laical de un cierto monolitismo
dominante en la Iglesia se convierte en un bello enriquecimiento de la
espiritualidad y la vida cristianas.
Una espiritualidad laical: demandas del momento
a) Una vida simplemente cristiana. La espiritualidad de un laico es,
simplemente, la espiritualidad cristiana: seguimiento de Jesús y, por
tanto, participación en su novedad de vida, que pasa inevitablemente
por la cruz; vida de amor entregado en la fe y en la esperanza; vida
—toda ella, y no sólo la interioridad—según el Espíritu. De este modo,
«todas sus obras, oraciones e iniciativas apostólicas, su vida conyugal
y familiar, su trabajo cotidiano, su reposo espiritual y corporal, si son
hechos en el Espíritu, e incluso las mismas pruebas de la vida, si se
sobrellevan pacientemente» 10, se transforman en vida espiritual. De
un laico debe esperarse todo lo que debe esperarse de un verdadero
cristiano: oración, subversión de falsos valores vigentes en la
sociedad, fidelidad a los criterios evangélicos de la vida, amor
prioritario y práctico a los pobres, solidaridad, sentido de Iglesia
(comunión, comunicación, vida sacramental...). Lo cual no significa
que deba darse, por ejemplo, algo así como una oración laical y otra
monacal. Aunque, a buen seguro, la oración de un laico tendrá
connotaciones particulares. De modo parecido cabe hablar de su
opción por los pobres o de su manera de vivir los valores del
evangelio o la comunión eclesial.
Sin embargo, puesta la forma de vida propia del laico y la realidad
actual de nuestra sociedad e Iglesia, cabe esperar de él que
desarrolle particularmente alguno de estos rasgos:
- La interioridad: una oración más pegada a lo cotidiano y con
modos y ritmos más flexibles, aunque buscando espacios apropiados
de realimentación (grupos, retiros, etc.) para renovar la oración y
revitalizar la fe, la esperanza y el amor.
- La lucha: una ascesis y penitencia según las pasividades de
crecimiento teilhardianas (honradez profesional, puesta al día
profesional continua, asunción de las exigencias de la vida familiar,
integración de lo social y político...).
- La Iglesia: una participación eclesial (liturgia, movimientos,
comunidad...) que se apoye más en la calidad que en la multiplicación
de actos, reuniones, cursos, etc.
b) Exorcizar el poder. El poder es, en sí mismo, algo indiferente. Su
bondad o malicia depende en gran parte de su origen o de su uso. Y,
ciertamente, no hay forma de intervenir en la política o en la
economía, por ejemplo, sin alguna cota de poder. ¿Cómo hacerse
presentes, de modo realmente eficaz, sin dar razón a los voceros de
«el poder corrompe»? No ceder a la aparente fatalidad de «el recurso
a la deslealtad y a la mentira, el despilfarro de la hacienda pública
para que redunde en provecho de unos pocos y con intención de
crear una masa de gente dependiente, el uso de medios equívocos o
ilícitos para conquistar, mantener y aumentar el poder a cualquier
precio»11. Y, en cambio, ordenar de verdad la política hacia el bien
común (y no hacia intereses de grupo), hacia el cambio social (y no
hacia la consolidación del desorden establecido o hacia la perversión
del bien). Practicar una política marcada por los valores de libertad,
justicia, solidaridad, sencillez de vida, labor desinteresada. Una
política que trata de inspirarse en una fe y una esperanza en el
hombre que se traducen en actuaciones verdaderamente audaces.
Una economía fundada en la concepción de un progreso integral de la
persona, al servicio de ésta, y que busque primariamente el bien
social. Es decir, liberar el poder de los «demonios» que habitualmente
lo poseen.
c) Iluminar el campo de la sexualidad y la vida matrimonial. Debido a
factores culturales y religiosos patentes y de sobra conocidos, el
campo de la sexualidad y, consecuentemente, el de la vida
matrimonial y familiar no están exentos de malentendidos y confusión.
Se hallan necesitados de una reflexión y clarificación profundas,
serenas y valientes. Si algún cristiano ha de ser experto en sexualidad
y en matrimonio, ha de ser, evidentemente, el laico. No es poco lo ya
realizado en este campo, aunque todavía sea insuficiente. Invitar al
laico a aportar su experiencia y su reflexión en este terreno, no sólo
es valorar su capacidad, sino introducirle en un camino lleno de
obstáculos y fuente de sinsabores. Sin embargo, es necesario este
intento, nuevo respecto de lo realizado hasta el presente. La vida,
unida a la seria reflexión, ha de abrir nuevas posibilidades a una
experiencia verdaderamente espiritual, que no ha de alejar el cuerpo
de la acción plenificante del Espíritu del Señor. «El cuerpo... para el
Señor, y el Señor para el cuerpo» (1 Cor 6,13).
Además, el feminismo, aunque no sea sólo un movimiento de
talante laical, es uno de los frentes de donde se espera especial
aportación de los laicos. Efectivamente, el Espíritu ofrece un potencial
tan grande que sería una injusticia contra la Iglesia y contra la
humanidad sustraer a su acción las peculiares capacidades de la
identidad femenina. La experiencia de fe de las mujeres es todavía
una riqueza ignorada por unos y excluida por otros. En cualquier
caso, ha de pasar a primer plano la mujer como sujeto activo y
reconocido en la vida eclesial, y no tanto como objeto de liberación o
de reflexión.
En todo este capítulo de la sexualidad y el matrimonio debe
destacarse la dimensión espiritual. Más allá de represiones o
permisividades, ¿cómo ir introduciendo en este ámbito —en el cual
ciertamente se hace presente el Espíritu—la luminosidad del
evangelio, el goce del Espíritu, la riqueza inagotable del «Padre de las
luces» (St 1,17)? Dicho de otro modo, ¿cómo ir trasladando la vida
sexual desde el campo exclusivo de la moral (el bien y el mal) al de la
experiencia saciante del Espiritu?
d) Evangelizar el placer. El tema del placer se halla en íntima
relación con el de la sexualidad. Con excesiva facilidad se afirma que
Jesús ha resucitado y que el cristianismo es afirmación de vida. Los
hechos, sin embargo, parecen más bien dar razón a los reproches
nietzscheanos lanzados contra el cristianismo. En verdad, hay que
recuperar el placer para el evangelio, es decir, para el tipo de
existencia que se inspira en la vida y la palabra de Jesús de Nazaret.
Jesús, que cargó con la cruz, también fue hombre de bodas y de
banquetes, de amistad (incluso con mujeres) y de trabajo corriente y
sencillo, de trato humano y amable...
Están en total consonancia con el estilo de Jesús estas palabras de
Jaume Bofill: «Una actitud que rechazase por principio la alegría del
abrazo, o del comer y del beber, o de cualquier 'obsequio' material, no
en la liberalidad del sacrificio, sino en la indiferencia del 'tanto da. . .',
no resultaría redimida por el pretendido espiritualismo que habría
querido exhibir más que practicar... La frigidez no es la castidad, la
acidez de la 'insensibilidad' no es la austeridad, ni la 'apatheia' es la
'indiferencia' cristiana: más biem son vicios opuestos a estas
virtudes»13.
Esto es pensamiento clásico cristiano. Y es cosa bien sabida y
experimentada que, cuando se refrena con aquel «pretendido
espiritualismo» el placer sensible, no se consigue ahogarlo, sino
degradarlo. Entre nosotros, pues—y los laicos podrían ser
pioneros—, se debería desarrollar lo que el mismo Bofill llama
«sentido del domingo». Una forma de asumir, dentro de una órbita
verdaderamente humana, y gozosamente, la materia y los instintos
materiales, el cuerpo y el gesto, la relación corporal y espiritual...
Porque en el placer sensible humano ha de implicarse toda la
persona. Avanzando por esta senda, tal vez llegaríamos también a
superar aquella sequedad que domina con excesiva frecuencia el
ámbito de la oración y de muchas expresiones religiosas.
e) Des-centrar la Iglesia. El es una amenaza constante para los
cristianos (y no sólo para clérigos, religiosas y religiosos). La Iglesia,
sin embargo, fue creada para el servicio del mundo y de la
humanidad. Incluso la vida interna de la Iglesia (la oración y la liturgia,
la catequesis y la predicación) es misionera, y en la misión encuentra
su razón de ser. «Los fieles, y más precisamente los laicos, se
encuentran en la Iínea más avanzada de la vida de la Iglesia; por ellos
la Iglesia es el principio vital de la sociedad humana». Estas palabras
ya antiguas (y quizá un tanto hiperbólicas) de Pio XI son recogidas por
el papa actual en la Christifideles laici 14. Una Iglesia destinada a
transmitir vida a la sociedad debe necesariamente descentrarse
mediante un impulso centrifugador.
Quizá aquí se le impongan al laico los esfuerzos más tenaces.
Porque, sin desentenderse de la vida intraeclesial y, todavía más, sin
romper la comunión eclesial, se moverá a menudo contra la corriente
de las inercias y de los intereses y preocupaciones eclesiásticos. Es
de esperar que el testimonio de laicos y laicas, situados en las
fronteras de nuestra sociedad, recuerde a quienes se hallan más
vinculados a tareas o servicios intraeclesiales que la Iglesia es para el
mundo. Una vida cristiana plenamente laical puede ser el antídoto
contra todo tipo de fanatismo eclesial.
f) Desclericalización. «Los laicos son Iglesia», se ha venido
repitiendo hasta la saciedad. Con todo, la Iglesia no circula todavía en
esta dirección de modo decidido. Sin duda que el laico seguirá
prestando servicios estrictamente eclesiales indispensables
(catequesis, liturgia, equipos parroquiales, etc.). Aquí, sin embargo,
deberá imprimir el sello de la laicidad—masculina o femenina—no sólo
aportando un estilo de hacer las cosas (el propio de la persona
no-clerical), sino también asumiendo responsabilidades no
subordinadas a clérigos.
Deberá también, sin renunciar en principio a realizar servicios
eclesiales como los aducidos, servir a la Iglesia haciendo presentes
los valores del evangelio en la universidad y en la política, en la
familia y en la escuela; intervenir en la TV o en la prensa; vivir a fondo
la condición obrera o participar activamente en una asociación de
vecinos; etc. A este respecto son iluminadoras estas palabras de la
Christifideles laici sobre una de las tentaciones a las que los laicos
«no siempre han sabido sustraerse»: reservar un interés tan marcado
por los servicios y tareas eclesiales, de tal modo que frecuentemente
se ha llegado a una práctica dejación de sus responsabilidades
específicas en el mundo profesional, social, económico, cultural y
politico» 15.
Toda forma de vida cristiana, también la del clero, religiosas y
religiosos, ha de ser verdaderamente humana y «mundana», en el
sentido de la primera parte de este articulo. Con todo, si la Iglesia ha
de sobresalir en humanidad—«experta en humanidad» le llamó Pablo
VI—, no puede negarse que en gran parte se deberá al peso que en
ella tendrán los laicos. Ellos serán dentro de la Iglesia (quizá también
en medio de determinados despertares «religiosos») el correctivo
constante de los que «creen que aman a Dios porque no aman a
nadie» (Léon Eloy).
RAMBLA-Josep-Maria
SAL TERRAE 1994/11 Págs. 771-781
........................
1. Ésta es, en el fondo, la única razón para aceptar la redacción de este
articulo que me pide amistosamente el Director de la Revista.
2. Titulo tomado del luminoso estudio de Karl RAHNER publicado en Misión y
Gracia, vol. I, cap. 2.
3. Cf. Jaume BOFILL, «Vers una espiritualitat familiar d'orientació
contemplativa. El carácter medial de les realitats corporal», en Cuadernos de
la Diáspora I (junio 1994), pp. 50-79. Edición catalana de la traducción
castellana.
4. PABLO VI a los miembros de Institutos Seculares (2 de febrero de 1972),
citado en Christifideles laici, 15.
5. Exhortación apostólica de JUAN PABLO II, Christifideles laici, 115.
6. Lumen Gentium, 31; cf. Christifideles laici, 9.7
7. Christifideles laici, 15.
8. Ibídem.
9. Cf. Lumen Gentium, 31.
10. Lumen Gentium, 34. Cf. también: «La vocación de los fieles laicos a la
santidad implica que la vida según el Espíritu se exprese particularmente en
su inserción en las realidades temporales y en su participación en las
actividades terrenas» (Christifideles laici, 17).
11. Christifideles laici, 42.
12. Notemos estas palabras de TOMÁS DE AQUINO: «El Hijo de Dios asumió
la naturaleza humana con todos los elementos que la integran. Pero en la
naturaleza humana también se incluye la naturaleza animal... Por tanto...
asumió también los elementos que integran la naturaleza animal... Así que
en Cristo existía el apetito sensual o sensualidad» (Summa Theologica III, q.
18, a. 2). Citado por Maria Caterina JACOBELLI en Risus Paschalis. El
fundamento teológico del placer sexual. Planeta, Madrid 1991, p. 139.
13. Jaume BOFILL, loc. cit., pp. 64-65. Todo este estudio, comentario
espléndido de Tomás de Aquino, ayuda a beber en una fuente lejana un agua
en verdad tonificante para nuestra andadura en el mundo actual.
14. Christifideles laici, 9.
15. Ibid., 2. Más adelante, entre otros juicios críticos, se cita «la tendencia a la
'clericalización' de los fieles laicos» (n. 23).