DIEZ DIAS DE EJERCICIOS 8
Día 7º.
El discernimiento:
la elección
PLAN DEL DÍA:
MANERA DE ELEGIR
ELECCION/COMO-HACERLA
Pido a Nuestro Señor ser escogido, ser recibido. Me ofrezco como
Pedro: Deseo seguirte en la vida y en la muerte. Yo daré mi vida por ti.
Adondequiera que me lleves, yo te seguiré.
Pedro dijo estas cosas y se engañó. El corazón generoso y
ambicioso de grandes planes no le impidieron caer en tan grandes
errores.
¿En qué condiciones puedo yo decir cosas semejantes? ¿Cómo
puedo asegurarme, en una elección que creo buena, que voy a ser
fiel al plan de Dios? Esta cuestión plantea al mismo tiempo otra sobre
la educación en el Discernimiento, y de la elección para la que ella
prepara. Una cierta disposición del corazón, mantenida y desarrollada
a lo largo de la vida, puede asegurar en el momento preciso la
conformidad de nuestra elección con el Espíritu del Señor.
LA ELECCIÓN, ¿DE QUE SE TRATA?
Esta palabra forma parte del vocabulario ignaciano y requiere una
explicación.
Tenemos el peligro de ver en ella el acto con que el hombre, una
vez que se ha cerciorado de sus motivaciones y sopesado el pro y el
contra, se decide por una cosa. Este acto de libertad, que el hombre
realiza mediante sus «potencias naturales», que el hombre ha utilizado
«libera y tranquilamente» [177], no es más que un aspecto de la
elección. Cuando se hacen los Ejercicios se nos conduce con Jesús
por los caminos del Espíritu. La elección se convierte, entonces, en un
acto por el que el cristiano, que reconoce en si la acción del Espíritu,
se une en su vida humana con el acto de Cristo que, en las
circunstancias triviales o trascendentales, cumple la voluntad del
Padre.
En un acto semejante de elección interfieren dos planos distintos: el
de la libertad del hombre y el de la acción del Espíritu. Bajo el influjo
de esta acción el acto de libertad llega a ser verdadera elección: «El
amor más o menos que me mueve y me hace elegir tal objeto debe
descender de arriba, del amor de Dios»
La elección supone que nuestros puntos de vista se sitúan bajo la
luz y dentro del impulso del Espíritu Santo. No empiezo por desear
determinado objeto particular, matrimonio o sacerdocio, tal profesión o
tal misión determinada. Comienzo por desear a Cristo Jesús, cuya
mano reconozco sobre mi. Todo lo demás lo deseo sólo dentro de
esta voluntad que me hace querer ante todo a Jesucristo de una
manera única. Por lo demás, para decidirme a esto o a aquello, no me
apoyo solamente en el esfuerzo de mi razón, sino también en la acción
que el Espíritu desarrolla en mi, haciéndome sentir su voluntad, como
hizo con Cristo que fue «conducido por el Espíritu».
¿De qué cosas hay que hacer elección?
En algunos casos, la elección consiste en decidirse por un estado o
por un proyecto vital, en tanto en cuanto se nos presentan como
implicados en el Reino o en su búsqueda. Nada tan a propósito como
los Ejercicios para llevar a cabo con plenas garantías una elección de
este tipo, y recibir el don que lleva consigo, o mejor para ponerse en
las condiciones requeridas para esta realización, como se verá
cuando se presente la ocasión.
Para los que no tienen elecciones particulares que hacer, la
elección consiste en una adhesión más consciente y mas libre a lo que
constituye lo esencial de nuestra vida, la entrega y dedicación mas
personal a una vocación en la que nunca acabamos de entrar
plenamente.
En todo caso, lo que importa es la actitud de fondo requerida por la
elección. Es eso lo que nos hacen encontrar los Ejercicios,
asegurando así que las elecciones que vamos haciendo en nuestra
vida ordinaria sean según Dios y que permanezcamos dóciles al
Espíritu Santo
Dicha actitud de fondo, en la práctica de la vida diaria, es la entrada
en un orden perennemente nuevo; es la acción del Espíritu, que no se
sabe de dónde viene ni adónde va, pero que nosotros sabemos que
actúa continuamente y nos guía. Nuestra libertad, para dejarse llevar
quizás a donde menos espera, se hace receptiva como ante un amor
que se ofrece y es correspondido
ELECCION/RESOLUCION: Considerada en esta forma, la elección
difiere mucho de las resoluciones. Son éstas, decisiones o
aplicaciones prácticas, tomadas para avanzar en un sentido o en otro.
Son de orden moral, útiles para asegurar la perseverancia en el
esfuerzo, pero limitadas, como el esfuerzo mismo. Toda esta
preparación espiritual de los Ejercicios no es necesaria para estas
determinaciones. Para eso bastaría el consejo de un buen amigo o un
buen examen de conciencia. Indudablemente esas resoluciones no
son enteramente independientes de la orientación profunda de la vida;
son un medio para realizarla en la vida cotidiana, pero no deben
confundirse con la elección. Esta es la que, por medio del empleo de
determinados procedimientos, asegura la unidad profunda del ser, a
partir del descubrimiento de la acción del Espíritu Santo.
DISPOSICIONES PARA
LA ELECCIÓN
ELECCION/CONDICIONES: No puede cualquiera hacer elección,
como ni tampoco cualquiera puede hacer discernimiento. La
preparación y la calidad del hombre son para esto más importantes
que la decisión de hacerlo. Ocurre aquí como en toda empresa
humana: la decisión exige que sea tomada por un hombre. Aunque
sea espiritual el edificio que se pretende construir, nadie puede
permitirse economizar esta realidad fundamental.
1. Madurez humana
Algunos tienen el peligro de fiarlo todo a su capacidad intelectual.
Pero puede uno disertar con vehemencia sobre la libertad y sobre la
madurez afectiva, y seguir siendo un adolescente. La primera regla en
este sentido es que no ha de permitir uno dejarse dominar por nada,
ni diplomas, ni reputación, ni méritos adquiridos, ni categoría social.
Para hacer una verdadera elección es necesario estar dispuesto a
conocer lo que en realidad somos. Uno quiere al mismo tiempo
decidirse y no decidirse. Uno habla como los libros que ha leído y
repite lo que ha oído decir sobre si mismo. Pero, en primer lugar, hay
que aceptar el poner en claro lo que en uno hay. Sin eso, todo se
reduce a dar vueltas interminables a razones que cada una tiene su
valor, pero de las que no se puede salir jamás, porque en ellas uno no
se expresa.
El retiro de Ejercicios, por el hecho de que implica la totalidad del
hombre, puede ayudar a abrir los ojos. A veces se puede conseguir
este mismo resultado mediante la entrevista asidua de un consejero,
siempre a partir de las experiencias que uno mismo hace. El contacto
con la realidad diaria, con un ambiente diferente del ordinario, o con
otras condiciones de vida, es igualmente útil para hacer luz en torno a
uno mismo, con la condición de saber lo que puede esperarse de tales
contactos: ante todo una experiencia para conocerse a si mismo y
abrirse al Espíritu. En esta búsqueda es útil servirse de los
procedimientos que los científicos psicólogos y sociólogos ponen hoy
en día a nuestra disposición.
MADUREZ/ELECCION ELECCION/MADUREZ: Seria equivocado
esperar milagros o cambios repentinos de estos procedimientos. El
llegar a plantearse la propia realidad requiere tiempo, aunque se
comience a hacerlo en la madurez. Hay muchos que dicen: yo no me
encuentro a gusto en esta profesión; o bien: no estaba yo
suficientemente maduro cuando tomé aquella decisión De resultas de
eso, infieren que deben cambiar de estado. Lo importante en ese caso
es comenzar por cambiarme a mi mismo a partir de lo que estoy
viviendo. Si yo descubro en mi una inmadurez en el sacerdocio, el
matrimonio por si mismo no me hará más maduro.
¿Podría definirse cuál es la madurez necesaria para una buena
elección? Muy empíricamente podría decirse que aquél está en
condiciones de conseguirlo, que ha llegado a distanciarse de la tutela
paterna, de sus educadores y de los que de alguna manera se le
pueden imponer, y esto no solamente con el rechazo o la mera critica,
sino con la voluntad de ocupar su puesto en el concierto de los
hombres. En la verdadera madurez hay una cierta modestia, una
ausencia de sectarismo. A estos rasgos hay que añadir la ausencia de
inseguridad ante las propias reacciones afectivas. Ni las niego ni las
tomo como norma. Las acepto como un hecho. Esta actitud nada tiene
que ver con un pretendido dominio de si, frecuentemente acompañado
de ingenuidad y desprecio de los demás
Sin este desarrollo natural, pretender ejercitarse en el
discernimiento espiritual tiene el peligro de conducir al caos y a la
ilusión. Ninguna forma de vida espiritual puede desarrollarse con una
base de rechazo o ignorancia de lo natural.
2. La rectitud o pureza de motivaciones
No basta, para determinar nuestra elección, que el objeto propuesto
sea bueno. Ni siquiera basta reconocer nuestra aptitud respecto a él,
o los deseos generosos que en nosotros despierte. No hay que hacer
todo lo que se nos presenta como bueno. Es necesario someter a
examen la calidad de los motivos que me impulsan. A veces puede
hacerse una acción buena por motivos malos o mezclados: de secreto
temor, de búsqueda de si mismo. Es necesario que nuestro ojo este
sano. «La lámpara de tu cuerpo es tu ojo. Cuando tu ojo está sano,
todo tu cuerpo está en luz; pero si está enfermo, también tu cuerpo
está en tinieblas (Lc 11, 34). «En toda buena elección—dice san
Ignacio—en cuanto es de nuestra parte, el ojo de nuestra intención
debe ser simple» [169].
Para llevar a cabo esta imprescindible purificación, propone san
Ignacio una interesante meditación, que titula: «De tres binarios
(grupos) de hombres, para abrazar el mejor» [149-157]. No basta
poseer una suma de dinero legítimamente, para hallar la paz del alma:
el joven rico es un perfecto ejemplo de esto. Es además necesario
poseerla «pura y débitamente por amor de Dios». Cuántos hay que se
privan de comodidades, se fatigan trabajando por Dios, hablan de la
justicia y del amor a los demás, y no hacen más que su capricho.
Prueba de ello es el disgusto cuando las cosas no salen conforme a
sus proyectos. Nunca van al fondo de las cosas, y por si acaso lo
intentan, lo que hacen es acomodar la voluntad de Dios a sus propios
deseos. Sólo sirven a Dios con rectitud de corazón los que «no le
tienen afección a tener la cosa adquisita o no la tener». Solo quieren
conservarla o rechazarla «según que Dios nuestro Señor le pondrá en
voluntad y a la tal persona le parecerá mejor para servicio y alabanza
de su divina Majestad» [155]. Lo que se intenta encontrar en esta
voluntad son los motivos secretos de su acción.
Digamos de paso que entendemos que este ideal tan depurado no
puede darse más que en seres humanos notablemente equilibrados.
Lo que sería para ellos una fuente de libertad en la acción, sería para
otros origen de turbaciones interminables: estas personas nunca
acabarían de sentirse suficientemente puros y dispuestos. Añadamos
que semejante disposición no se adquiere de golpe: es trabajo de
toda la vida. El Padre Lallemant, que hace de esto el tema de su
«Doctrina espiritual», lo propone a los jesuitas al final de su formación.
El examen de conciencia, tal como lo hemos descrito y tal como lo
presentaremos al final de estos Diez Días, es un buen medio para
conservar esta disposición a lo largo de los días.
3. La apertura al amor
A-D/3-PASOS-A-DAR: Este grado de purificación no es posible si no
es arrastrado por el dinamismo del amor: no puede ser el resultado de
un esfuerzo seco o de un examen riguroso. Además, para hacer
posible este incesante «entrar» en el amor, en medio de las
elecciones, como en medio de la vida, san Ignacio presenta en el
momento de elegir una nueva consideración, conocida con el nombre
de «tres maneras de humildad» [164]. En realidad son tres pasos en
el camino del amor.
Hay un primer grado de fidelidad, que brota del interior del hombre;
hay un segundo grado de purificación que llega hasta la raíz de
nuestros deseos, haciéndolos totalmente transparentes al Espíritu;
pero más allá de éstos, existe lo que san Ignacio llama tercer grado de
humildad, que es en realidad una locura de amar que ya no se atiene
a leyes. El amor del Padre se ha manifestado en el Hijo hasta el total
anonadamiento: Jesús se ha hecho semejante al hombre a quien ama.
Es el amor del siervo que no busca tener reputación de justo, sino
serlo. Con Cristo, que se reviste y vive del amor, nosotros dejamos ya
de tratar de conseguir una perfección personal, sino que tratamos de
hacer todo «en servicio y alabanza de su divina Majestad» La mayor
gloria de Dios, que se hace patente en el rostro de Cristo, se convierte
en el único anhelo del «alma enamorada» (san Juan de la Cruz),
desarrollo final de aquella disposición de alma Pobre y de Niño, que
quedó descrita en las Bienaventuranzas.
A través de esta triple actitud llega el hombre a vivir en equilibrio
bajo el impulso del Espíritu. Es un equilibrio en continua actividad. El
equilibrio que se establece entre dos personas que se aman con un
amor verdadero puede darnos una idea de lo que aquí se realiza: los
dos no tienen sino un mismo querer, un mismo estilo, una misma
manera de sentir. Se llega a una semejanza perfecta. A partir de ella
es como se hacen las mejores elecciones.
¿COMO SE HACE LA ELECCIÓN?
ELECCION/COMO-HACERLA
Los que al azar abran este libro tienen el peligro de que lo que más
les interese sea esta cuestión. En realidad es secundaria con respecto
a las precedentes preparaciones y disposiciones. Aunque viniese un
ángel de Dios a asegurarte de que esa era su voluntad, de tal manera
que no pudiese dudar, siempre te quedarías con reservas. Una cosa
es la inspiración y otra distinta la manera de recibirla. La primera no
depende de nosotros; la segunda sí. No cesemos, pues, de
mejorarnos nosotros mismos y de purificar nuestro corazón en el amor
Dice san Ignacio que hay un «tiempo» en que se puede hacer
«sana y buena elección», es decir: el sucesivo desarrollo de estados
de espíritu, de deseos y de pensamientos. En el transcurso de esa
sucesión es donde nosotros podemos llegar a reconocer la voluntad
de Dios.
Existe un primer tipo de elección. Tiene lugar instantáneamente.
Dios «que entra y sale y hace mociones en el ánima, trayéndola toda
en amor de la su divina Mayestad» [330] «mueve y atrae la voluntad»
de tal manera que no es posible dudar del origen de este impulso
[175]. La presencia de la acción de Dios no tiene necesidad de mas
pruebas que ella misma. ¿Qué más se puede desear? Dios es libre
para actuar en el alma «sin intermediario» [15] y así impulsa a la
persona, que asiduamente se ha ido disponiendo para esta acción,
«sin dubitar ni poder dubitar». Lo único que hay que exigir de la
fidelidad del hombre en este caso es que no confunda esta acción de
Dios, con la interpretación que, sin dudar de ella, puede el hombre
hacer de la misma. También es necesario al mismo tiempo recibirla
con alegría y permanecer vigilantes.
En el segundo tipo de elección, también llegamos a conseguir una
especie de evidencia sentimental, pero a lo largo de días o meses.
Hay una serie de deseos pasajeros que se esfuman y rebrotan, hay
impulsos y repugnancias, o para usar la frase misma de los Ejercicios
«experiencia de consolaciones y desolaciones». Es el caso más
frecuente. Muchos desconfían de él, porque es un asunto de
sentimiento, «de ángeles buenos y malos»... Aunque nos alarme un
poco la manera de hablar y requiera una traducción a nuestro idioma,
existe en el fondo una realidad innegable. San Ignacio incita a
someterla a discernimiento.
El discernimiento consiste en esto: conservando las disposiciones
que antes hemos descrito, y por tanto dentro del impulso de la vida del
Espíritu, hay que ir notando, a medida que se producen, los efectos
que nos causan nuestros deseos y sentimientos. Mediante el examen
de la duración y de la cualidad de mis deseos, llegará un día en que
consiga esa evidencia porque me será dada. Lo que procede del
demonio es duro, excita la imaginación, reclama una ejecución
inmediata: el demonio no concede demora. De ahí proceden tantas
falsas vocaciones, tantas falsas inspiraciones, aunque se dirijan a
objetos buenos. El estilo del Espíritu, aunque nos conmocione,
aunque el objeto que nos presenta produzca en nosotros reservas o
repugnancias, en definitiva sosiega a la persona, da confianza en Dios
y apertura a los demás. El árbol bueno se conoce por sus frutos (Mt 7,
15-19).
Para practicar este discernimiento, es bueno comenzar por detectar
en la propia vida lo que podríamos llamar las «constantes de Dios»,
que son aquellos puntos u objetos hacia los que parece impulsarnos
el Espíritu en los períodos de más calma de nuestra existencia
Llegado el momento, podemos dar nuestro consentimiento a aquello
que se ha ido preparando en el pasado para más acertadamente
avanzar en el porvenir.
En el tercer tipo de elección no hay nada. No nos sentimos
impulsados por ningún impulso ni en un sentido ni en otro. No
obstante, hay que elegir. En ese caso, podemos hacer elección, con
otra clase de discernimiento que podríamos llamar moral y racional,
«usando de nuestras potencias naturales libera y tranquilamente»
[177]
También en este caso lo importante para estar seguro de que, aun
sin luz de lo alto, veo las cosas según Dios, es que la decisión la tome,
y esto puede seguir siendo sometido a critica, pero que la tome y la
viva de una determinada manera: esto es, en relación con lo absoluto
de Dios que relativiza las cosas y con las disposiciones de paz y de
apertura que me aseguren que estoy en el camino de Dios.
Naturalmente, este trabajo de reflexión debo rodearlo de oración, de
una oración que me sitúe en uno de esos momentos de la vida en que
mi mirada es más lúcida y desinteresada. San Ignacio propone dos
ejemplos de estas situaciones limites: ¿qué aconsejaría yo a un amigo
que se encontrase en un caso semejante al mío?; ¿qué querría yo
haber hecho en el momento de la muerte?
Estos tres tiempos de elección no se excluyen mutuamente. Se
puede pasar del uno al otro, en forma de ascenso o de retroceso. A
veces para decidirnos tendremos que recurrir al tercero, porque nos
encontramos sin luz y urge tomar una decisión. Pero el esfuerzo por
desposeerse de sí y la atmósfera de oración que acompaña a este
tercer tiempo, hacen que broten en nosotros «mociones de espíritus»
o «consolaciones» que son una confirmación de que Dios recibe
complacido la elección que hemos hecho [183]. Por el contrario, el que
se nos presente una luz inesperada de Dios «sin intermediario» [15] y
«sin causa precedente» [330] no nos dispensa de recurrir además al
discernimiento y a la reflexión, para asegurarnos de que no hemos
sido engañados por nuestras interpretaciones y sentimientos.
Dos advertencias hay que hacer, antes de pasar a examinar
algunas aplicaciones:
Cualquiera que sea el objeto de la elección, cuando llega el
momento de considerarle, es importante permanecer en una fuerte
atmósfera de oración. Por eso hay que seguir contemplando los
misterios del Evangelio, como antes, sólo que ahora los de la vida
pública. En particular hay que recurrir con frecuencia a la importante
meditación de las Banderas y pedir «que él me quiera recibir».
Notemos también que si elección buena es la que brota de lo
profundo de la libertad, de lo secreto del corazón, suele hacerse ante
un testigo, un consejero espiritual, del que san Ignacio dice que «no
se decante ni se incline a una parte ni a otra, mas estando en medio
como un peso, deje inmediate obrar al Criador con la criatura y a la
criatura con su Criador y Señor» [15].
APLICACIONES
Muchos quisieran encontrar un método practico y definitivo para
resolver con certeza los diversos problemas que la vida les plantea.
Tenemos tanto que hacer—suelen decir—que no tenemos tiempo
para reflexionar. Vosotros, que sois especialistas, dadnos algún
procedimiento sencillo para ver claro. Olvidan que la búsqueda de la
voluntad de Dios no puede dispensar a nadie de emplear tiempo e
inteligencia. Antes de decidir cualquier cosa es imprescindible
plantearse los datos del problema y examinar sus diversos aspectos.
Además, es bueno advertir, antes de entrar en el periodo de reflexión,
que el empeño por hacer la voluntad de Dios, en algunas personas
poco maduras, puede convertirse en una fuente de inquietudes que
mate la capacidad de acción en lugar de favorecerla. Ni puede uno
sentirse desobligado en estas materias de usar el sentido coman y los
consejos de algunos amigos. Dicho de otra manera: antes de sacar
conclusiones, conviene preguntarse si en el asunto que nos preocupa
hay lugar para hacer elección en el sentido que hemos expuesto y si
estamos en condiciones de hacer esa elección.
1. La elección de estado de vida
Sin pretender fijar arbitrariamente el momento en que tal elección
deba hacerse, tenemos que decir que el tiempo de Ejercicios—y
especialmente los días en que nos encontramos—es el momento más
a propósito. Llegado el momento y teniendo en cuenta los diversos
consejos que hemos ido dando a lo largo de estas páginas, con el fin
de fijar las ideas, puede ser útil responder por escrito a las siguientes
preguntas:
1. ¿Creo encontrarme con la madurez necesaria para decidirme
libremente? ¿Qué motivos me hacen dudar de esa madurez?
2. ¿Por qué gracias de Dios creo haberme sentido favorecido desde
mi infancia? Siempre es recomendable reconstruir a grandes rasgos la
historia de Dios en mi vida. La meditación de nuestros recuerdos,
expuesta mas adelante, puede ayudarnos en este momento.
3. ¿Cual es concretamente mi deseo actual? ¿Qué juicio me merece
a la luz de estos Ejercicios? ¿Qué efecto produce en mi su aceptación
o su rechazo?
4. ¿Qué obstáculos encuentro en mí, en los otros, en las
circunstancias, que se opongan a su realización?
¿Hay algún motivo que pueda inclinarme más en un sentido que en
otro? ¿Qué valor merecen, a mi juicio?
5. ¿Qué reacción produce en las personas que me conocen este
deseo mío?
Naturalmente la contestación a estas preguntas debe hacerse con
tranquilidad y, sobre todo, en oración. Si faltan la una y la otra es
imposible conseguir la rectitud en nuestra búsqueda y el desinterés de
corazón en nosotros. Con nerviosismo y turbación es mejor dejar de
lado el examen y entregarse a la oración.
2. El cambio de estado de vida
No nos referimos aquí a esas decisiones cotidianas que son un
continuo irse adaptando a los cambios de la vida. Para que esas
decisiones que vamos tomando se acomoden al plan de Dios sobre
nuestra existencia y sobre el mundo, el medio mejor es el examen de
conciencia tal como lo presentamos al final de estas páginas.
Rectamente practicado consigue mantener a lo largo de los días las
disposiciones necesarias para toda buena elección.
Tampoco es nuestro propósito extendernos en tratar esas
decisiones que tomamos de cuando en cuando y que modifican el
curso de nuestra existencia. Una oportunidad que se nos presenta
desde el exterior, un acontecimiento inesperado, un deseo que nos
ilusiona desde hace tiempo, nos impulsa a veces a comprometernos
nuevamente. Este caso hay que tratarlo exactamente igual que el
anterior: la elección de un estado de vida. Estas decisiones son
normales en asuntos en que la elección anteriormente hecha puede
siempre cambiarse. Forman parte de esa fidelidad que pretendemos
tener con respecto al plan de Dios, lo mismo en las ocasiones
trascendentales que en las mas triviales.
El caso es diferente—y es frecuente hoy día—cuando se trata de
una decisión que de suyo es definitiva, y en la que acaba de hacerla
reconoce claramente: me he equivocado. No tenía la madurez
necesaria para decidir. He sufrido presiones y condicionamientos. Se
cree un deber de lealtad plantearse de nuevo toda la cuestión.
Algunos además añaden: ¿tiene sentido un compromiso de por vida?
Cuando cambian las circunstancias, hay que revisar la decisión.
No parecen buenas soluciones en ese caso, ni la fidelidad ciega y
voluntariosa, ni el cambio repentino. Ante el hecho de la perdida de la
certeza de estar haciendo la voluntad de Dios, la cuestión es: ¿cómo
recuperarla con autenticidad y paz? Son inútiles para esto las
discusiones teóricas, el seguir dando vueltas a lo pasado, la
esperanza de los cambios estructurales rápidos. Aunque las
apariencias les den la razón, en realidad se equivocan
lamentablemente quienes buscan la solución fuera y no dentro, en la
transformación interna de su ser, a partir de la situación concreta en
que viven. Hay que aprovecharse de la situación en que uno está,
para crecer en libertad, aunque aparentemente eso lo estime uno
como quedar encadenado. De este cambio personal—que en
Ejercicios se llama reforma de vida—es de donde en primer lugar hay
que esperar que surja la luz. Cambio que hay que llevar a cabo
simultáneamente en dos planos diferentes: el humano y el espiritual, y
que en los dos planos se desarrolla según un mismo sentido: salir de
si mismo para poder entregarse mas plenamente, «salir de su propio
amor, querer e interese» [189]. ¿Qué se puede esperar de bueno de
una persona que enjuicia al mundo y a los demás, pero que no es
capaz de empezar por enjuiciarse a sí mismo? Necesariamente se
quedará insatisfecho, amargado, inquieto. Eso manifiesta que a lo
largo de la vida no se ha adaptado al plan de Dios.
En esta clase de situaciones es más necesaria que nunca la ayuda
de un consejero humano, desinteresado y espiritual. El que, con
pretexto de autonomía, pretende arreglarse solo sus propios
problemas, necesariamente se va sumergiendo más en el pantano.
Debe ayudarle el apoyo fraterno a soportar el golpe sin que se
desfonde su anterior equilibrio. Cuando un individuo pretende
someterse a un chequeo a fondo, pero en soledad, tiene el peligro de
destruirse más aún. Si por el contrario acepta este largo y doloroso
vía crucis, comprenderá que no hay otro camino para encontrar en
paz a Dios, y lamentará no haberlo recorrido antes.
Entonces puede ocurrir una de las dos cosas: o bien este
prolongado esfuerzo, en que quien lo hace ignora si saldrá con éxito y
de qué manera, viene a ser ocasión de ir conociendo los impulsos de
la verdadera libertad, antes desconocidos y ahora cada vez más
frecuentes y mas intensos; esto es señal de que sin duda pronto se
volverá a encontrar el camino anteriormente escogido, pero ahora
recuperado por motivos «puros, limpios y sin mixtión» [172]. 0 bien,
por el contrario, nos encontramos más turbados todavía, y eso es a lo
más que podemos llegar, a pesar de realizar todo este esfuerzo con
rectitud de corazón. A pesar de nuestra buena voluntad, esto es señal
de que el camino que habíamos emprendido no es para nosotros y
que podemos abandonarlo sin temor. También esto ultimo es sana
elección. Aunque tengamos que abandonar el camino que en un cierto
momento otros individuos y nosotros mismos creimos que era el mejor;
eso no significa nada. La paz que acompaña a la decisión es indicio
de que ahora obramos bien.
De todas maneras, a todo el que me dice: Yo he perdido mi
vocación, lo primero que se me ocurre es preguntarle: ¿Has hecho lo
que está de tu parte para conservarte en el modo de vida que permite
que esa vocación, si es verdadera, se desarrolle? Una vocación nunca
es una cosa terminada. Puede enriquecerse o degradarse. La
indiferencia hacia ella la hace desaparecer. Si ahora sentís
repugnancia hacia aquello mismo que en otro tiempo amasteis, seguid
el consejo de san Ignacio: pedid al Señor que os escoja para aquello
hacia lo que sentís repugnancia, solo que sea servicio y alabanza de
la su divina bondad» [157]. La lucha contra una repugnancia
persistente, a la larga, hará ver claro que la voluntad de Dios no es
eso lo que desea. Empeñarse en perseverar en eso seria obstinación.
Por el contrario, si a través y más allá de esta repugnancia, encontráis
la paz, y si véis que así toda repugnancia se desvanece, es señal de
que Dios os concederá realizar aquello mismo que repugna a vuestra
sensibilidad.
3. Las decisiones en una comunidad
La cuestión de las decisiones que adopta, no un individuo, sino una
comunidad, parece hoy día una cuestión nueva. En realidad se
remonta a los Hechos de los Apóstoles, cuando los discípulos
reunidos decidieron escoger a Matías o enviar a Pablo y a Bernabé.
Tiene un puesto en la historia de la Iglesia, siempre que un grupo de
hombres con la madurez del Espíritu Santo se reúnen a realizar un
trabajo conjunto. Se suele citar como ejemplo la deliberación de los
primeros discípulos de san Ignacio para decidir si debían hacer
permanente la unión que entre ellos existía.
Para que sea posible el que todos conjuntamente colaboren en una
decisión, parece que ha de requerirse un cierto número de
condiciones, como ocurre en los casos de decisiones individuales. En
primer lugar, de orden humano. Semejantes condiciones parece que
no podrán florecer entre personas que no se conocen o entre las que
existen conflictos latentes. El vinculo humano aquí, como en tantas
otras ocasiones, es completamente necesario. Hay además
condiciones de orden espiritual. Esta comunidad que busca la
voluntad de Dios debe reunirse con un mismo designio espiritual y
apostólico. El vinculo esencial de sus miembros debe estar constituido
por una misma fe en Jesús y una comunidad de vocación.
En particular, esta comunidad debe hacer la experiencia de una
oración en común. Eso es lo que dispone a abrir los corazones al
Espíritu y a los otros, y asegura a cada uno dentro del grupo de que
se siente miembro, la independencia necesaria para decir con libertad
lo que le parece justo y para liberarse de las posibles presiones
inconscientes. Una de las mejores maneras de poner en práctica esta
oración en común es hacer juntos unos Ejercicios.
En la búsqueda de una decisión se encontrará algo parecido a los
tres tiempos de elección de que hemos hablado. Puede producirse
una inspiración de la que nadie dude: «Separadme a Bernabé y a
Saulo» (Hech 13,2). También puede darse un discernimiento
prolongado de las aspiraciones y atractivos largo tiempo
experimentados por el grupo, hasta el día en que se impone tomar la
decisión. Puede producirse también, finalmente, una deliberación
fraterna en que cada uno se esfuerza por ofrecer un corazón abierto y
desinteresado, lo mismo a las diversas opiniones que a las nuevas
llamadas, para llegar a la luz. Semejante discusión sólo conduce a un
discernimiento espiritual, si además de ser un libre intercambio de
puntos de vista, supone una sumisión con que todos dejan que el
Espíritu guíe su corazón.
Esta oración, al hacerse más profunda, consigue que se superen
las expresiones, a veces discrepantes, de la luz que reciben. El
Espíritu, como en Pentecostés, hace que se descubra la realidad vital
de todos y de cada uno por encima de las diferencias del lenguaje.
Como en el caso de las decisiones individuales, tampoco puede
haber aquí un método perfectamente determinado. También aquí el
peligro, como en tantas ocasiones, está en querer ir demasiado
deprisa, en arrastrar hacia si la opinión de los demás, en el fondo, de
no renunciarse lo bastante para dejar su puesto a los otros y a Dios.
En los diversos casos examinados, llega el momento de terminar.
Esto no es difícil si hemos llegado a conseguir una elección limpia: he
descubierto un camino que seguir, o la confirmación de un camino por
el que iba. Pero ¿que ocurre si llego a la conclusión de que no hay
nada claro? ¿Tendré que reconocer que he fracasado? No podré
llegar a esta conclusión, si examinando el camino recorrido durante
estos días, me esfuerzo en determinar por qué no avanzo más.
También es elección el aceptar las cosas como son, aunque de
momento sea preciso confesar que no me es posible escoger de
manera clara y firme. No han desaparecido las dificultades, pero veo
mejor cómo debo sobrellevarlas y seguir adelante.
¿Es necesario escribir? Una elección que es una decisión no
supone un escrito, más que en la medida en que comporta un
compromiso, algo así como la firma al pie de un contrato. El escrito
ayuda también a concretar el objeto de la elección y a recordarlo. En
ese caso, está bien que escribamos, pero sin dar a lo escrito más
importancia de la que tiene. Si hacemos literatura, luego las palabras
envejecen.
En conclusión, lo importante en todo lo que se refiere a nuestro
comportamiento humano y a nuestras diversas decisiones es dónde
ponemos la mira. «En toda buena elección, en cuanto es de nuestra
parte, el ojo de nuestra intención debe ser simple» [169]. En torno a
un mismo objeto, las elecciones varían según cada individuo. En la
misma persona, varían también con el fluir de la vida. El hábito de
discernimiento permite descubrir los signos de Dios, a través de las
situaciones más variadas, es decir, cómo Dios va realizando en todo
su Reino con relación a todos, para bien de los que le aman. En
cualquier problema, el discernimiento, aunque no llegue a conseguir
ninguna certeza, siempre sabe remontarse hasta la fuente.
PARA LA ORACIÓN DE ESTE DÍA
1. EL JOVEN RICO Y PEDRO (Lucas 18, 18-30)
Este episodio presenta ante nosotros la disposición fundamental
para hacer una buena elección. No se trata aquí de huir del mal o de
guardar los mandamientos: yo los he guardado desde mi juventud,
dice el joven rico. Los bienes suyos los posee legítimamente: no los ha
robado. Pero son para él causa de tristeza: más que poseerlos, le
poseen ellos a el. No esta libre para amar.
También nosotros nos encontramos, como consecuencia de la
invitación de Jesús, en el plano de lo más perfecto, es decir, en el
plano del amor. Los bienes a que te sientes ligado no son mas que
medios, y tú has hecho de ellos algo absoluto. Abraham, el padre de
los creyentes, no lo hizo así: su «único» y legitimo hijo no se lo negó a
Dios; y eso no por temor ni por conveniencia, sino por la certeza de
que Dios que se lo pedía era fiel a sus promesas y «capaz de
resucitar a los muertos» (Gen 22, 1-19 y Hb 11, 17-19). Nos
encontramos ante la incondicionalidad del amor, que es capaz de
conciliar cosas contradictorias. Para el que cree, nada es imposible en
Dios.
La reacción de Pedro lo confirma. Nosotros hemos dejado todas las
cosas, dice. Le vienen a uno ganas de contestar: ¿que es lo que has
dejado?, Pedro. Una casucha, una barca y unas redes... ¿Que es eso
en comparación de las riquezas del joven rico? Para Jesús la cantidad
no tiene importancia, sino la calidad del don, en relación con lo que
somos y tenemos. ¿Para qué vamos a imaginar situaciones
excepcionales?
El Señor, que se entristece al ver alejarse al joven rico, se agrada
en la reacción de Pedro. En verdad, todos los que hacen como él
«recibirán el ciento por uno en esta vida y después la vida eterna».
Como Abraham, lo que ellos estuvieron dispuestos a perder en el
plano natural, lo recuperan en un plano distinto, el plano de la libertad
y de la gracia. Todo—aun su hijo mas querido—se convierte para
ellos en regalo de Dios. Es una especie de juego al gana-pierde, que
les hace encontrar la vida y la paz (Jn 12, 2326).
El que quiere alcanzar estas cumbres del amor tiene que luchar con
Dios en la oración, como Jacob en el vado de Yabboq (Gn 32, 23-33).
«No te dejaré hasta que me hayas bendecido». De esta lucha el
hombre sale renqueando, pero libre para vivir.
2. LA GRACIA DEL DISCERNIMIENTO (san Juan, san Pablo)
Dos imágenes pueden ayudar a comprender la naturaleza del
discernimiento: la unción (1 Jn 2, 26-27) y el tacto (Filip 1, 2-11). La
unción, como la gota de aceite penetra en el tejido, así impregna la
intimidad del hombre, de las verdades que ha recibido (Jn 14, 26), de
forma que ya no tiene necesidad de que se las enseñen. Este
conocimiento, que se ejercita con la espontaneidad del instinto, se
concede a quien encuentra en la ley de Dios sabor y gusto (Sal
119-118).
Este discernimiento forma en nosotros parte de la obra que
consuma en nosotros aquel que la ha comenzado en orden al
advenimiento del Día de Cristo. No puede separarse del crecimiento
de la caridad, que es para el cristiano fuente de la verdadera ciencia.
Es el amor el que nos confiere ese «tacto afinado para discernir lo
mejor». El hace que veamos lo que el corazón cerrado no es capaz de
ver.
Bienaventurados los corazones limpios: ellos verán a Dios (Mt 5, 8).
El corazón endurecido hace que se cieguen los ojos (Jn 12, 37-47). El
discernimiento es el signo de la madurez del fruto que hemos
producido en Cristo (Jn 15, 1-10).
No suele darse a los principiantes, a los que están todavía «en los
primeros rudimentos de los oráculos de Dios». Se desarrolla
paulatinamente en los que se van acercando a la «enseñanza
perfecta» y se conservan mediante el ejercicio de ese sentido, en el
«gusto» del don celestial y en el «sabor» de la excelencia de la
palabra de Dios (Heb 5,11 a 6,8). Encamina «hacia el verdadero
conocimiento» a los que se han revestido del hombre nuevo y se
renuevan según la imagen de su Criador (Col 3,10). Con el se
renueva «el juicio» y permite «discernir» cual es la voluntad de Dios,
lo bueno, lo que le agrada, lo que es perfecto (Rm 12,2).
Por la presencia de estos frutos el creyente reconoce en si la acción
del Espíritu (Gal 5, 16-25): la caridad, el gozo, la paz... No son las
obras de caridad en sí mismas las que se dan a conocer, porque los
fariseos y los paganos pueden hacerlas también (Mt 6, 1-18); pero
ellos ya han recibido su recompensa. Es la manera cómo esa obra se
lleva a cabo y que en nosotros, como en Jesús, manifiesta que viene
de Dios (1 Cor 13, 1-7). En la vida del cristiano todo esta implicado: no
es separable el cuidado de discernir del conjunto de la acción del
Espíritu en nuestra vida.
3. LA MEDITACIÓN DEL RECUERDO
A medida que el creyente va avanzando en su vida, se va
desarrollando en él el recuerdo de las maravillas que en él Dios ha
realizado, como también en favor de su pueblo y de la humanidad.
Sería interminable el recuento de los salmos de recuerdo —cf. Sal
105-104 y 106-105. Repasándolos aprende el hombre a reconocer los
caminos de Dios.
En forma semejante cada uno de nosotros, recordando los
momentos importantes de su vida, va descubriendo en ellos unas
constantes. La linea que los une y la dirección que sigue es un medio
para descubrir el final hacia el que Dios nos conduce.
Una meditación así planteada es un adelanto de la «contemplación
para alcanzar el amor de Dios»: «Traer a la memoria los beneficios
recibidos». A través de este proceso de reconocimiento se nos lleva
«a amar y servir a Dios en todas las cosas» [230-237].
4. EL DESARROLLO ESPIRITUAL DE PEDRO
Existe el peligro de hacer de la elección, como de los Ejercicios, una
construcción racional. Fácilmente tendemos a resolver los problemas
sólo con la valoración de los motivos humanos. Por eso es
conveniente esforzarse en este periodo en la oración. El mejor medio
para eso es la contemplación de los misterios de la vida del Señor, y
particularmente de su vida apostólica. De acuerdo con el ejercicio del
discernimiento, debemos considerar aquellas escenas típicas de la
manera con que Jesús llama y conduce a sus apóstoles,
particularmente a Pedro.
En forma global, podríamos comenzar señalando algunos
caracteres de la vocación divina, siguiendo el análisis que de ellos
hace san Ignacio [275]. La llamada se deja escuchar progresivamente
y con mucha suavidad. Prescinde del valor o méritos de las personas:
los apóstoles «eran de ruda y humilde condición». Sin discriminación,
se dirige a Felipe, hombre sencillo, y a Mateo, pecador y publicano, lo
mismo que a los demás apóstoles. Todos ellos son invitados a recibir
los dones que les elevan por encima de lo que el hombre puede
imaginar: son escogidos para ser «compañeros suyos», y así, predicar
y echar los demonios (Me 3, 13-19). Toda vocación liga la pequeñez
del hombre con la grandeza de Dios en la gratuidad del amor.
En el grupo de los apóstoles, Pedro parece objeto de una formación
peculiar. Ponemos a continuación las escenas en que interviene de
forma particular. A través de ellas podemos seguir su evolución:
Jn 1,40 : La mirada de Jesús a Pedro.
Lc 5,1-11 : El «estupor» de Pedro.
Jn 6,67-71 : ¿A quién iremos, Señor?
Mt 14 a 17: Camina sobre las aguas. Confesión en Cesarea de
Filippo.
La reprensión a Pedro. La Transfiguración.
Mt 17,24-27: ¿Quien paga el impuesto? ¿Los hijos o los extraños?
La libertad de los hijos.
Mt 18, 21-22: El perdón universal. ¿Cuántas veces hay que
perdona?
Mt 19,27-29: Todo lo hemos dejado por ti. ¿Qué será de nosotros?
...Todos éstos tendrán que ser «pasados por la criba»
(Lc 22,31-34).
Podemos detenernos en algunas escenas más significativas de Mt
14-17. Describen el método usado por Jesús en la formación del
apóstol.
Comienza probando su fe: el caminar sobre las aguas
(/Mt/14/22-33)
Jesús se aleja para orar en soledad, mientras se desencadena la
tempestad. El Señor deja al hombre abandonado a si mismo, para
hacer que crezca en la fe. Yo te hice caminar por el desierto... con el
fin de probarte... como un padre educa a su hijo (Dt 8, 1-6). El hombre
abandonado a si mismo y sobrecogido de temor deja de reconocer a
Dios: los discípulos creían ver un fantasma. La vuelta del Señor les
enseña «la ciencia de esperar en Dios» (san Francisco Xavier) y a no
estribar sobre si mismos. Pero el Señor purifica más aún la fe de
Pedro. El pide con espontaneidad: «Si eres tú, manda que yo vaya a
ti». Avanza. A su confianza se mezclan aún algunas impurezas. Se
apoya en sí mismo y mira lo que hay bajo sus pies. Se hunde. El
reproche que le dirige el Señor, eficaz como toda palabra de Dios,
produce en su corazón una fe nueva.
La trilogía: confesión, reprensión, transfiguración
Pedro recibe la revelación del Padre. «Esto te lo ha revelado el
Padre»—le dice Jesus—. «Nadie viene a mi si el Padre no le atrae»
(Jn 6, 44-46). Pedro forma parte de aquellos pequeñuelos a quienes
se revelan los misterios de Dios. Así, pues, está en condiciones de
llegar a ser testigo de la fe, piedra sobre la que se edifique la Iglesia
creyente. Nada prevalecerá contra ella.
Pero Pedro, como a veces nos ocurre a todos, es demasiado rápido
para creer que ya esta todo hecho. Habla bajo la inspiración del
Espíritu, pero no mide suficientemente la trascendencia de lo que dice.
Queda sorprendido ante la primera dificultad: no te puede suceder
semejante cosa, objeta a Jesús cuando predice su Pasión:
«Retrocede, eres un Satanás, no tienes palabras de Dios, sino de
hombres». Vuelto en si, Pedro tiene que escuchar, con gran disgusto,
como los demás: «Si alguno quiere seguirme, que se niegue y tome su
cruz». Es necesario que siempre volvamos a esto: no se puede
conocer a Jesús como hijo de Dios más que en las manifestaciones de
su amor, en la cruz. Pedro tiene todavía un largo camino por recorrer
para llegar a entenderle.
Sin embargo, «seis días después» Jesús se manifiesta a él en la
gloria del Padre. De momento Pedro, balbuciente y sin saber qué
decir, se limita a ser testigo de unos acontecimientos que le superan.
Allí se le comunica todo de una vez: el Éxodo que tendría lugar en
Jerusalén (Lc 9,31), los importantes testigos, Moisés y Elías, la nube,
signo de la presencia de Dios. ¿Qué significa todo esto? No lo
comprenderá hasta después (Jn 13,7). De momento, levantando los
ojos, no ve ante si más que a Jesús solo. Tiene que bajar de la
montaña y marchar a Jerusalén, con cuidado de no decir nada de lo
que ha ocurrido.
Así también en nuestras vidas, no llegamos de golpe, a la primera, a
comprender lo que nos sucede. La realidad puede dársenos desde un
momento, toda entera, pero todo queda confuso. Hasta que el camino
quede claro hemos de pasar noches, quizás incluso negaciones. Sin
embargo, sigue siendo el Señor, quien nos guía. Más tarde
recordaremos haber escuchado antes, como Pedro, la palabra
profética, y la miraremos «como lampara que brilla en lugar tenebroso,
hasta que llegue el día» (I Pt 1, 12-21).
Esta advertencia posiblemente encierra todo lo que se refiere a la
elección: Pedro desea inmediatamente la solución de todos los
problemas que se plantea. En el nivel en que se encuentra, no puede
encontrar la certeza absoluta. Es necesario unirse a Cristo «tomando
resueltamente el camino de Jerusalén» (Lc 9 51). Una decisión
tomada entonces con ese espíritu puede resultar un fracaso, al menos
aparente. Lo importante es estar seguros de que Dios quiere nuestra
decisión, como Cristo cuando sube a Jerusalén. Lo que venga
después no nos pertenece.
AL FINAL DE ESTOS CUATRO DÍAS
Los Ejercicios, especialmente los de esta segunda etapa, ponen en
juego la capacidad creativa de una persona, lo que constituye su
personalidad humana, sometiéndola en libertad al dinamismo superior
del Espíritu. Algunos corren peligro de quedar desconcertados en esta
operación. No están acostumbrados a solucionar sus problemas
vitales con esa profundidad. Habitualmente se quedan en el plano de
la razón y de la prudencia humana.
La experiencia de los Ejercicios se parece más bien a lo que le
ocurre al artista, al político o a la persona que ama. Surge en él un
impulso que no depende de él. Si pretende dominarlo, lo mata y mata
lo mejor que hay en él. Es preciso integrar esta fuerza que viene de
fuera. En este trabajo, la razón tiene un puesto, pero no el ordinario.
Recibe los datos, comprueba los resultados, los compara entre sí.
Pero es incapaz de prever lo que luego hará en la vida. Prepara la
decisión, pero la decisión no le pertenece. Está al servicio de algo que
la supera. El objeto de todo este trabajo interior, unas veces la
transporta a terrenos que la superan, otras la relega a la más absoluta
ignorancia; y así tiene que irse abriendo camino hacia lo desconocido,
hasta el día en que surge la evidencia. Y aun esta evidencia, así
brotada, no puede hacerla propiedad suya, so pena de secar la fuente
de la inspiración. Se exige una nueva e incesante fidelidad a ella. Ella,
una vez aceptada, le conducirá a nuevas aventuras, a nuevas
creaciones. Lo mismo ocurre a quien queda invadido por el Espíritu
Santo: «¿Qué camino he comenzado?», se pregunta con san Ignacio.
La vocación que le impulsa hacia adelante no se parece ya a un
programa que realizar, sino más bien a una perpetua invención dentro
de una fidelidad.
¿Son todos aptos para correr esta aventura? Hace el efecto que
san Ignacio pensaba que no. A algunos, dice, conviene «no proceder
adelante en materias de elección». [18]. Pero los que muestren una
gran capacidad natural y grandes deseos espirituales, encontrarán en
esta forma de proceder la liberación de su ser y su actuar, mientras
los de menos capacidad no encontrarán más que complicaciones y
hastío.
La regla suprema parece ser en esto la aceptación de si mismo. El
método de los Ejercicios para llegar a la elección no es más que un
medio. Como los consejos que se dan a uno que pretende crear o
amar, no aprovechan más que a quien es apto para seguirlos. Lo que
para uno es útil, puede ser perjudicial o incomprensible para otro.
«Cada uno recibe de Dios su propio don, uno, uno y otro, otro» (1 Cor
7, 7). Lo que permite a unos y otros llegar a una unanimidad no es la
identidad de los caminos recorridos, sino el reconocimiento de todos
en un único amor a Cristo. El camino conveniente para cada uno es el
que le hace conseguir la libertad de amar en verdad y de reconocer
en si mismo y en los otros la universal gracia de Dios.
Lo importante para cada uno, en el descubrimiento de su propio
camino, es no quedarse a mitad del recorrido, entre la incertidumbre y
la insatisfacción, sino caminar seguro de si, una vez que hayan
encontrado lo «que más les pueda ayudar y aprovechar» [18].
Eficacia, humildad y paz están ligadas, de modo que, dentro de su
diversidad, todos se reconozcan exclusivamente como discípulos de
Jesús.
Cualquiera que sea la conclusión a que hayamos llegado al final de
esta segunda etapa, el objetivo se habrá conseguido si cada uno
queda liberado de la amargura de no encontrarse tal como se había
imaginado, o, al contrario, queda vencedor de la tentación de sentirse
satisfecho con los resultados conseguidos. Tenemos que
experimentar en estas situaciones opuestas, que no cumpliremos la
voluntad de Dios más que superando lo que somos y aquello que
vivimos. Volvemos a encontrar, pero en un grado mayor de
profundidad, el mismo dilema en que nos encontrábamos encerrados
al final de la primera etapa. O estás en paz, y entonces has de
permanecer vigilante. O no lo estás, y entonces has de esforzarte en
recuperarla. Sólo avanzarás aceptando el no detenerte en ti mismo.
San Juan dirá: O tu corazón te condena, y entonces piensa que «Dios
es más grande que tu corazón y conoce todas las cosas»; o no te
condena, y entonces vuélvete más hacia Dios, al cual tienes libre
acceso (1 Jn 3, 20-21). Por medio de Cristo, entra en el misterio de la
Pascua, que es el misterio del «paso», de la salida.
JEAN
LAPLACE
DIEZ DÍAS DE EJERCICIOS
Guía para una experiencia de la vida en el Espíritu
Sal Terrae, Santander 1987. Págs. 113-133