DIEZ DIAS DE EJERCICIOS 4


Día 3º.
Orar a Jesús


PLAN DEL DÍA: JESÚS SALVADOR

¿Cómo decir de verdad, no sólo con los labios, la súplica a Jesús: 
Jesús, hijo de Dios, Salvador, ten piedad de mí, pecador? 
En la maldad en que estamos sumergidos, Jesús permanece 
siempre con nosotros. Por muy abajo que lleguemos en nuestra 
realidad humana, allí está él con nosotros. «Esta tarde estarás 
conmigo en el Paraíso». Con El desciendo hasta más allá del limite de 
lo prohibido: hasta la fealdad del pecado, «aun dado que no fuese 
vedado». [57]. Tengo que bajar hasta la raíz del desorden del 
universo, allá donde yo, con todos los demás, pertenezco a este 
mundo del que habla san Juan y del que Jesús me saca, allá donde 
toda justificación es imposible, lo mismo al hombre judío que juzga 
según la ley, que al pagano que estriba en su conciencia. 
En esas profundidades no me es posible pronunciar condenación 
contra nadie, más que contra mí mismo. Me es posible descubrir las 
dimensiones de la salvación: la Anchura, Longura, Altura y 
Profundidad (Ef 3,18). Son las dimensiones del amor que es más 
fuerte que el infierno. En lo más intimo de mí mismo, encuentro las 
fuentes de la misericordia universal, allá donde Cristo me salva: 
«Mantén tu pensamiento en el infierno, pero no desesperes», decía 
Jesús al monje Silvano del monte Athos. Jesús esta allí para mi y para 
todos, Salvador, Cordero de Dios que quita el pecado del mundo. Es 
el quien me lleva al amor fraterno (1 Jn 1, 8-2, 2). 
En este encuentro se realiza un intercambio. Yo le entrego lo que 
soy. El me da lo que él es. Allá comienza la transformación del 
hombre. Ante él me es posible presentar todos los crímenes de la 
humanidad. Allá donde abundó el pecado, sobreabundo la gracia de 
Jesús (Rm 5). 
En esta personalización de la súplica del pecador, hay que no 
tener miedo de bajar hasta lo más profundo, al fondo mismo de «la 
inclinación de mi malvado corazón», al estado de pura ausencia en 
que se sitúa el yo cuando no se busca más que a sí mismo, hasta el 
infierno. Desde luego hay que liberar la realidad del infierno de las 
imágenes de que le hemos revestido y de los problemas planteados 
sobre el tema. Cada cual lleva en sí el infierno, es decir, un mundo sin 
amor, sin comunicación fraterna, sin Dios. Su realidad nace en 
nosotros del deseo de nuestro corazón. 
Si a Jesús le llamamos Salvador, es preciso saber de qué nos 
salva. Nada menos que del infierno, lo incomprensible, la tiniebla, el 
mundo al revés, lo contrario del amor. A veces, sobre la tierra, he 
tenido la experiencia de este estado en que los seres, confinados 
cada uno dentro de sí mismos, permanecen totalmente impermeables 
unos para otros. 
La bajada a esas profundidades no es desesperante, sino 
purificadora. Constituye el doloroso desconcierto de una persona a 
quien el amor le atrae, pero que siente dentro de si la resistencia a 
buscarlo. Sale de la maldad, haciéndola explotar. Vuelvo a 
encontrarme en Cristo, corazón del mundo y de la humanidad. No me 
arrojes lejos de tu rostro. Sólo tú eres vida. No hay salvación fuera de 
ti. Sólo en ti está la justicia universal a que los hombres aspiran. 
Antes, durante y después de su venida a la tierra, todos estaban 
ligados a él y eran juzgados por él. 


PARA LA ORACIÓN DE ESTE DÍA

1. ESQUEMA DE ESTA MEDITACIÓN: «LOS PECADOS»
Ejercicios [51-61]

Aunque esta meditación se llama «de los pecados», no se trata de un 
examen de conciencia. Es un contacto personal entre Dios y el hombre, del 
estilo del diálogo de Job y su Criador. Está estructurada en forma de cinco 
oleadas incontenibles que nos arrastran a los abismos de la misericordia. 

Sea cual sea el concepto que tengo de mi—lugar en que vivo, 
personas con que trato, oficio que desempeño—, tengo que 
reconocer la presencia en mi, o al menos la tendencia, de una actitud 
satánica: la hegemonía o la independencia del Yo, aun en las 
acciones en apariencia más santas. 
La maldad de esta actitud no proviene principalmente de su 
prohibición o de su castigo posible. Aunque no estuviese vedado, es 
maldad el pecado que hace de mí el centro, porque constituye un 
rechazo del amar y del vivir. Yo y solamente yo. ¿Quien soy yo, que 
quiero imponer mi exclusividad? No hacen falta largas disertaciones 
para responder a esta pregunta. La corrupción esta en la raíz de mi 
ser y la muerte que a todos nos espera no es más que la imagen de la 
degradación interior, producida por el yo, que ambiciona la 
exclusividad. 
Impulsado un momento por la ola de la nada y de la desesperación, 
me encuentro a continuación como absorbido por la otra ola más 
poderosa de Dios que me crea. ¿Quién es el, mi Creador? Todo 
aquello a lo que yo aspiro y que no puedo realizar por mí mismo... 
Como Job, «proferí lo que no sabía, cosas admirables para mí, que no 
conocía. Sólo de oídas te conocía, mas ahora mis ojos te han visto; 
por eso me retracto y hago penitencia sobre el polvo y la ceniza» (Job 
42, 1-6). Sólo tú eres santo. Sólo tú bueno. Sólo tú poderoso. 
En una ultima oleada Dios y el hombre se enfrentan en «un 
inmenso amor». El «estupor me sobrecoge», como sobrecogió a 
Pedro. ¿Cómo es esto posible? Yo existo. Soy amado. El universo 
existe. Santos y ángeles me rodean. No estoy solo. Finalmente no 
queda más que conversar de esto con Dios, nuestro Señor: 
razonando y dando gracias, concluye san Ignacio. La acción de 
gracias sigue la dirección inversa al pecado. Me veo arrastrado por el 
amor que me crea y me restaura. 

Una súplica de esta clase es un grito que brota del corazón a quien Dios 
se da a conocer. No está en nosotros hacer que brote a la medida de 
nuestro deseo. Es una obra que realiza el Espíritu en aquel que se la pide; 
abre, Señor, mis ojos a tus maravillas y me enteraré de quién soy. Al 
germinar en mí esta semilla, iré quedando unido indisolublemente al amor. 


2. UN PUNTO DE PARTIDA DE LA ESCRITURA: 
REPROCHES DE DIOS A ISRAEL 
Ezequiel 16

Es otra vez el mismo impulso: viene de Dios a mí, y vuelve de mí a Dios. 
Aquí toma la forma del diálogo de un marido enamorado con una esposa fiel. 
Se presenta aquí el pecado como un adulterio. 

En la vuelta del hombre a Dios es Dios el que tiene la iniciativa: 
«échale en cara a Jerusalén sus crímenes» (v. 2). «Yo renovaré mi 
alianza contigo, para que te acuerdes» (vv. 62-63). También Jesús, 
después de la negación de Pedro, se vuelve y fija su mirada sobre el 
apóstol. «Y Pedro recordó...» (Lc 22, 61-62). 
El pecado de que Dios perdona a su pueblo es una falta de 
gratitud y un adulterio. Te has regocijado en tu belleza y no has 
reconocido que la habías recibido de mi. Por eso te has creído mejor 
que tus hermanas, mejor que Sodoma y que Gomorra y que Samaria, 
pero seguiste su mismo camino. Y «por tus abominaciones has 
justificado a tus hermanas» (v. 51). «que no han cometido ni la mitad 
de tus crímenes». Lo mismo dirá san Pablo: la infidelidad de Israel ha 
justificado a las naciones (Rm 9-11). 
Porque te has apartado de mí, yo te he entregado a ti mismo. Te 
has convertido en burla de las naciones. El pecado ha desarrollado 
en ti su poder y su fatalidad: «Tú nos has entregado al poder de 
nuestras iniquidades» (Is 64, 6). Te has convertido en imagen del 
Infierno. 
Pero mi amor es más fuerte que tus crímenes. Yo te reconciliaré 
conmigo. Tal vergüenza se apoderará de ti, que no volverás a sentir 
tentación de preferirte a nadie. Estupor, exclamación admirativa, 
silencio sobrecogido, todo es lo mismo. Al hombre, al verse salvado a 
la par con todos sus hermanos, no se le ocurre nada que decir: 
¿Hasta que punto nos ha amado Dios? 

En esta meditación de los pecados, a la luz de la Escritura, nos 
encontramos situados en un punto de vista que esclarece toda la historia 
humana. 


3. ALGUNOS PENITENTES PRESENTADOS POR LA ESCRITURA

Es útil meditar cómo David manifiesta a los hombres el pecado y así les 
libera de él. Dios y el hombre siempre se reconocen mediante un diálogo 
personal. 

David (2 Samuel 11-12)
Adulterio, soborno del marido, asesinato: cada pecado arrastra al 
siguiente. Para que el hombre caiga en la cuenta de la maldad, tiene 
que hacerse oir la palabra de Dios: Ese hombre eres tu, dijo Nathán. 
Ante esta acusación David no se deja vencer ni por el orgullo ni por la 
desesperación: He pecado delante de Dios. Dios y el hombre se 
reconocen: He encontrado a David, mi siervo. Saúl calcula y se 
defiende: He cumplido la orden de Dios. Piensa que ha cumplido. Por 
eso es rechazado. David se presenta indefenso. Es escogido para 
siempre. 

Zaqueo (Lucas 19, 1-10)
Zaqueo reconoce delante de Jesús que ha sido ladrón. La ley 
romana prescribe que el ladrón restituya el cuádruplo de la suma 
robada, y éI promete devolver ese cuádruplo. Pero de otra parte, aun 
siendo un publicano, conocido por todos como tal, él quiere ver a 
Jesús. El lo reconoce como único, pero a su vez es reconocido por 
Jesús como un hijo de Abraham. Después de Mateo, después de 
tantos otros, recibe también a Jesús en su casa y mesa, con 
escándalo de los fariseos (Mt 9, 9-13). 

La pecadora en el convite de Simón (Lucas 7, 36-50)
Hay el peligro de que para muchos descender a las profundidades 
equivalga a: examinar a fondo. Se quedan solos. La mujer que se 
presenta en el convite de Simón desciende hasta donde el Padre ve 
lo secreto: reconoce a Jesús y es reconocida por él. Nada dice ni se 
acusa de nada. Su postura lo dice todo. Además todo el mundo la 
conoce en la ciudad y el Fariseo más que nadie esta dispuesto a 
relatar sus pecados. El se mueve en la perspectiva de la ley, de la 
cantidad y de la justificación personal. También éI se queda solo, 
fuera del amor. El no tiene necesidad de nadie. Se basta a sí mismo.
La mujer desciende en su propia interioridad hasta el abismo en 
que se reconoce toda ella pecadora y amada. Para ella el problema 
no es analizar y medir. Lo entrega todo. Sus pecados, sus muchos 
pecados. El amor, como es un intercambio, tiene necesidad de ser 
reconocido por el otro, supera todos los muros de separación. 

La mujer adúltera (Juan 8, 2, 11)
Para los Fariseos, el juicio tiene su origen en la Ley que condena y 
relega a la soledad. Para Jesús tiene origen en el corazón que 
perdona y reúne. Los Fariseos se van marchando uno después de 
otro, arrastrando el peso de un pecado que no han sabido perdonar, 
porque no esperan justificación más que de sí mismos. La mujer 
marcha justificada porque no ha presentado al Señor más que su 
miseria, incapaz de esperar de sí misma nada bueno. En su soberana 
independencia, Jesús que conoce el secreto de los corazones, 
escribe con el dedo en el suelo. 

El ladrón (Lucas 23, 39-43)
También éste reconoce a Jesús, mientras que el otro le insulta, no 
piensa mas que en sí y protesta. Para nosotros, lo que le hacen es 
justo. Pero él: ¡Acuérdate de mi! La oración de este pecador es 
perfecta. Semejante a aquella de David: He pecado contra Dios ¿Qué 
puede Jesús hacer con una persona que así se entrega a él? Vino a 
manifestar la misericordia del Padre con los indefensos, los pobres, 
los niños, los pecadores. Esta tarde estarás conmigo en el Paraíso. 
Salid a los caminos e invitad a las bodas a todos los que encontréis 
(Mt 22, 9). 


4. PLEGARIAS DE ALGUNOS PECADORES EN LA ESCRITURA

Hay un salmo que resume la acción realizada por Dios a favor de 
su pueblo: Is 63-64. Nunca dejes de ser para nosotros nuestro padre 
y nuestro alfarero, aunque hayamos nosotros contristado tu Espíritu 
Santo. Cuando apartas tu rostro, la fatalidad del pecado se apodera 
de nosotros. Pero tú vuelves y no permites que estemos entregados a 
nuestros crímenes para siempre. 
Están también los salmos llamados penitenciales, en particular el 
salmo 130-129 «desde el profundo...» y el gran salmo del pecador, el 
/SAL/050-051: «Ten piedad de mi por tu bondad». De los dos 
podemos decir: siempre que recordamos nuestro pecado, hacemos 
mención de Israel, de todo el pueblo que Dios reconcilia juntamente 
con nosotros. La situación de cada uno y la de todos está muy ligada. 
CON-DE-SI/CON-DE-D: Respecto al segundo salmo—el gran 
Miserere—podemos decir que rezándolo caemos en la cuenta de que 
nunca el hombre se reconoce verdaderamente a sí mismo sin que al 
mismo tiempo le sea dado un mayor conocimiento de Dios. En el 
reconocimiento de mi pecado se me descubre Dios a quien yo me 
encomiendo. Le conozco como la misericordia, aquel que me mira con 
ternura y piedad. Experimento su justicia, porque me doy cuenta de 
que carezco de ella y es a el a quien pido que me instruya en la 
profundidad de lo que es justo. Y encuentro reposo también en su 
santidad única para que me lave y quede más blanco que la nieve. Es 
sobre todo su amor lo que gozo en esta divina transformación que 
sigue al reconocimiento del pecado, es el amor por el que se me 
comunica la alegría de esta nueva creación de mi ser en la presencia 
del Espíritu Santo. Finalmente, transformado por este amor, puedo 
comunicar a los demás la experiencia que yo he tenido: Enseñaré tus 
caminos a los pecadores. Sé además que si alguna eficacia tiene la 
palabra, el efecto que produzca le viene de la gracia: abre tu, Señor, 
mis labios. 
Así pues, seamos lo que seamos, con el espíritu destrozado, que 
no tiene ya esperanza sino en la sangre de Jesús, podemos ofrecer el 
sacrificio, el único sacrificio que es agradable a Dios. 
Esta meditación se desarrolla en el plano de la fe y de la gracia: 
Sobre mis pecados, «ejercita tu Bondad y tu Misericordia y en ellos te 
revelarás Tú» (san Juan de la Cruz) 
En el evangelio de san Juan podemos encontrar en este sentido la 
confesión del paralítico de Betzatha (Jn 5): «Señor, no tengo a nadie» 
Lo que quiere decir: dentro de la universalidad y variedad del mal en 
que estoy sumergido, espero como tantos otros una curación que no 
llega—el paralítico lleva allí 38 años—, no me queda otra cosa que 
hacer sino lanzar un grito hacia Dios desde lo más profundo, como 
hace el salmo 18-17. Es el grito que hace que Dios descienda: 
«Levántate y anda». Es nuevamente la palabra creadora, que 
resucita a los muertos, como es también la palabra del Padre que da 
poder al Hijo. «No tengo a nadie», quiere decir «No tengo más que a 
ti». 


5. EL TRIPLE COLOQUIO 
Ejercicios [63-64]

San Ignacio supone que después que nos hemos detenido durante 
algún tiempo en los puntos que más nos han impresionado en las 
meditaciones precedentes, prolongamos nuestra oración 
dirigiéndonos sucesivamente a Nuestra Señora, al Hijo y al Padre. A 
cada uno le dirigimos el ruego de una triple petición: el conocimiento 
interno del pecado, es decir, no del acto material sino de aquello que 
sale del corazón del hombre y le hace impuro (Mc 5); sentir el 
desorden de mi actividad, es decir, de esa doblez de corazón que 
intenta servir a dos señores (Lc 16, 13); finalmente, la ceguera de mis 
ojos tenebrosos, que hace que todo mi cuerpo esté en tinieblas (Lc 
11, 33-36), y finalmente conocer el mundo, que es repliegue del yo 
sobre si mismo y que nada sabe del amor al Padre (1 Jn 2, 15-17). 


6. LA MISERICORDIA Y EL JUICIO 
Oseas 1-3 y 11; Mateo 25, 31-46

Con la que fue esposa infiel, yo me desposaré para siempre «en la 
justicia y en el derecho, en la ternura y en el amor». Mediante 
castigos, yo la haré recuperarse: yo soy Dios y no un hombre. En 
definitiva es el amor quien realiza la selección definitiva. «Se nos 
juzgará del amor», ha dicho san Juan de la Cruz, resumiendo así la 
gran escena del juicio final. Los que tienen parte en la gloria son los 
que han sido hallados dentro del impulso del Espíritu del amor, 
aunque aún no conocieran a Aquel al que conduce ese impulso, 
Cristo, todo en todas las cosas. A cada uno se le juzgara según «la 
autenticidad de la ley escrita en su corazón (Rm 2, 14-16), 
autenticidad de la ley que es el amor. 
Puede uno no haber conocido a Cristo y no obstante pertenecer a 
sus ovejas, con tal que no haya pecado contra el Espíritu (Mt 12, 
31-32). Otros le habrán invocado y no serán admitidos. Son los que 
dicen...: hemos profetizado en tu nombre (Mt 7, 21-23). El Señor no 
divide a los hombres según ninguna categoría social o religiosa; los 
que son suyos llegarán de todos los puntos cardinales (Mt 8, 11-12). 
Además, aunque vuestra conciencia no os reprenda de nada, 
guardaos de juzgar, ni a los otros ni a vosotros mismos. Esperad que 
venga el Señor (1 Cor 4, 3-5). 


ASIMILACIÓN DE ESTA ORACIÓN. 
LA REPETICIÓN. EL EXAMEN 

Esta oración no llega a hacerse personal, más que si perdura. El 
peregrino ruso la repitió durante mucho tiempo y su corazón llegó a 
transformarse en ella. San Ignacio en este momento de los Ejercicios 
aconseja las repeticiones; en ellas cada uno ha de volver sobre los 
puntos en que él haya «sentido mayor consolación o desolación o 
mayor sentimiento espiritual» [62], o dicho de otra manera, sobre los 
puntos que no le hayan dejado indiferente. La preparación para la 
oración consiste entonces, no en leer muchas cosas ni en preparar el 
esquema para una disertación, sino, en la medida que lo exige el 
desarrollo de nuestra experiencia, en fijar libremente nuestra atención 
sobre los puntos en que sabemos por experiencia que solemos 
encontrar a Dios más fácilmente. 
COR-CONTRITO: Para que esta repetición sea más provechosa, 
san Ignacio aconseja el triple coloquio, de que ya hemos hablado. En 
la vida ordinaria todo puede contribuir a fomentar esta oración: la 
lectura de la Escritura, la liturgia, el examen, la penitencia, los 
sacramentos. Por esos medios se forma en nosotros esa actitud que 
los antiguos llamaban «compunción», ese corazón «contrito», que 
Dios nunca desprecia. Es un sentimiento único, que, como toda obra 
del Espíritu, integra actitudes en apariencia dispares: estupor, 
vergüenza, admiración, acción de gracias. Conserva el corazón 
maleable y siempre abierto. Es fuente de acción y de irradiación. 
Contribuye a mantener en nuestra vida la exactitud y pureza de las 
motivaciones. Es un estado de permanente conversión al amor. 
En este sentido digamos también una palabra sobre el examen. Ya 
hemos dicho de él que era un reconocimiento de los dones de Dios. 
Pero también es, como diremos, el poner de manifiesto los 
pensamientos ocultos ante el frecuente recuerdo del Señor Jesús. 
Contribuye a situarme en la realidad de mi ser, allá donde el Padre 
juzga en lo secreto, siguiendo el consejo de san Agustín, de decirle 
cada uno a Dios lo que él es. Dic Deo quod es. 
Este examen tiene en los Ejercicios, como durante la vida ordinaria, 
el puesto que le corresponde. La mejor manera de hacerlo es «en 
forma de oración», según los ejemplos que san Ignacio propone en 
los Ejercicios [238-248]. Así: voy aprendiendo de Dios a recibir el 
conocimiento que él quiere darme a mí. Aprendo a encontrar en él a 
Jesucristo dentro de lo más hondo de mi ser, en ese «dentro» de 
donde sale todo lo que mancha al hombre (Mc 7, 21) 


EL SACRAMENTO DE LA PENITENCIA 

La oración de los dos días precedentes nos prepara para este 
sacramento, y es su cima Después de bajar hasta las profundidades, 
nos entregamos a Jesús tal como somos, y El se nos entrega tal como 
es. El intercambio del bautismo se renueva en el sacramento de la 
penitencia. Hemos dejado de ser nuestros y somos suyos. 
Una de las causas del actual apartamiento de muchos del 
sacramento de la penitencia, puede que esté en que lo hemos 
considerado principalmente bajo su aspecto psicológico y moral: el de 
conocernos y progresar. Es preciso ir más allá del deseo de 
purificación y de la buena conciencia. Lo que perdona el pecado es el 
amor, que es su contrario. 
Mientras yo viva en Cristo, vivo en el amor. Mis deseos, mis 
pensamientos, mis acciones me brotan de el: «Ya no soy yo quien 
vivo, sino Cristo vive en mi». Mientras voy creciendo en él, mi mismo 
pecado -si alguno se cree sin pecado deja a Jesús por embustero (1 
Jn 1, 10)- , una vez que lo reconozco, ya no me pertenece a mi. 
Pertenece a aquel que es «víctima de propiciación por nuestros 
pecados, y no solamente por los nuestros, sino también por los del 
mundo entero» (1 Jn 2, 2). El está clavado en la cruz, como también el 
documento que me condena (Ef 2; Col 2). Aunque esté tan cargado 
de pecados como la pecadora del convite de Simón, mis pecados me 
son perdonados «porque he mostrado mucho amor». Simón, que se 
tiene por justo y juzga a los demás, no recibe el perdón, porque 
«muestra poco amor» (Lc 7, 47-48). 
Como cuando dos personas se aman y viven lejos una de otra 
sienten necesidad de manifestarse mediante signos y no solamente 
con el espíritu, el amor que se tienen, así el cristiano que vive en el 
amor de Cristo siente la necesidad de manifestar mediante signos su 
perpetua pertenencia a él. 
CONFESION/SENTIDO: El signo por excelencia de esta 
pertenencia nuestra a Jesús en el abismo mismo del pecado es el 
sacramento de la penitencia. Lo mismo que en la Eucaristía, tengo en 
él una participación, no como en un rito mágico o en un desahogo 
nervioso, sino por el impulso del amor, para expresar sensiblemente 
esta doble apelación a Jesucristo y a la comunidad de mis hermanos. 
El pecado es un replegarse sobre si mismo; la participación en el 
sacramento de la penitencia es la aceptación de la salvación en la 
forma misma en que Jesús me la da. Más que confesión de mi 
pecado, consiste en aceptar que el Señor tome posesión de todo lo 
que constituye mi vida, incluso la maldad. 
A partir de este punto de vista es como debo responderme a las 
cuestiones que equivocadamente suelen ser las primeras que se 
plantean: ¿cuándo confesarse? y ¿cómo? Las modalidades—la 
disciplina sacramental—pueden variar a lo largo de los siglos. Pero lo 
importante es encontrar en ellas mi relación con el Señor. No dejemos 
corromper las fuentes de la vida. 


AL FIN DE ESTOS DOS DÍAS: 
DISCERNIMIENTO 

Dos maneras hay de abordar este discernimiento, que no son entre 
si opuestas, sino que están situadas en niveles diferentes. Para 
muchos es un ejercicio del juicio, que aplica determinados criterios a 
los hechos en que nos encontramos mezclados y a los sentimientos 
que experimentamos, para determinar lo que es según Dios y lo que 
no lo es. La tradición, a partir de san Juan y de san Pablo, ve mas 
bien en el discernimiento el ejercicio de un sentido —un «tacto» o un 
«olfato»—que forma parte del ser del bautizado, y que se desarrolla a 
medida que crece en caridad. 
Hay un primer discernimiento de tipo critico. Corresponde al 
psicólogo. Supone estudio y rigor científico. Su cometido es delimitar 
los dominios respectivos de la naturaleza y de la gracia. Aceptando 
los principios de la tradición, profundiza en ellos y los adapta a las 
perspectivas de la ciencia moderna. Especialmente, de acuerdo con el 
Evangelio y san Pablo, acepta el principio de que la acción de Dios no 
se puede reconocer de antemano, sino posteriormente por sus 
efectos, por los frutos del Espíritu, como dice san Pablo. Por ejemplo, 
en la meditación del pecado, no reconoce como proveniente del 
Espíritu mas que la contrición que abre el corazón a un mayor amor. 
Todo esto se desarrolla en el campo de la lógica de una fe, para la 
que Dios es un Dios de amor, cuya voluntad está orientada en el 
mismo sentido de la vida. 
El discernimiento que tratamos de exponer es de otro tipo. No 
supone que se haya de dejar de lado el sentido critico ni el examen 
psicológico, pero se sitúa más allá de ellos, en la sensibilidad a los 
impulsos del Espíritu. Si pretendiésemos explicarlo mediante una 
comparación, habríamos de decir que se asemeja al artista, al hombre 
de acción o al enamorado en presencia del objeto de su interés. No 
despreciarían ellos la razón ni la ciencia ni los aportes de la tradición, 
pero para emprender una actuación obedecen mas bien a otras 
normas Son, más bien, como el hombre que para seleccionar un color 
o un sonido no tiene necesidad de raciocinar. La costumbre que ha 
adquirido de ejercitar sus sentidos le hace decidir espontáneamente. 

Este discernimiento, que viene a ser como el ejercicio de un 
sentido, supone que no somos ajenos a la realidad que juzgamos. 
Puede a uno gustarle la música sin saber tocar ningún instrumento, 
pero quien pretende cantar tiene que asegurarse de que lo hace con 
afinación. Lo mismo ocurre al que acomete una experiencia espiritual, 
que necesita saber si lo que experimenta es verdadero o falso. No 
puede juzgar de ello como de una realidad exterior. Tiene que 
comenzar por ensayar personalmente y aunque haya aprendido 
muchas cosas sobre esta materia, tendrá que empezar a ejercitarse 
por los rudimentos como un niño. Comienza una aventura en la cual lo 
que haya aprendido en los libros, no le va a ser de ninguna utilidad. A 
no ser que sus tecnicismos y sus estudios hayan corrido pareja con 
su experiencia, le será imposible reconocer de entrada las cosas que 
va viviendo en aquellas descripciones que aprendió en sus estudios. 
Lo mismo que le ocurre al que experimenta su primer amor ¿Qué es lo 
verdadero y qué es lo falso? ¿Qué clase de vida voy a comenzar?, se 
preguntaba san Ignacio en los comienzos de su conversión 
DISCERNIMIENTO/DELON: Evidentemente para ejercitarse de este 
modo en el discernimiento, la primera condición es entrar en este 
mundo, en el que lo peligroso está en que faltan los puntos de 
referencia a que estamos acostumbrados, un mundo en el que nunca 
nos hemos aventurado, aunque se ofrece abierto a nuestra libertad. 
Individuos para quienes Dios no es algo buscado y deseado, sino 
simple objeto de consideración, ¿cómo pueden entrar en este 
discernimiento? En él tendrían que actuar por experiencia. 
Consiguientemente, el mundo del Espíritu no tiene realidad ninguna 
para ellos. A través de muchas vicisitudes se han acostumbrado a 
desconfiar de todo lo que no cae bajo el imperio de la razón o no se 
deja contabilizar. No han escuchado una llamada como la de 
Abraham, a abandonar su tierra sin otra garantía que la palabra que 
se le ha dado. 
En los principios de esta manera de actuar se suele tropezar con 
bastantes resistencias Todos las experimentamos cuando nos 
decidimos a entregarnos con seriedad a la aventura de unos 
Ejercicios. Se nos presentan una infinidad de razones: ¡es una 
necedad!, ¡es sentimentalismo!, nunca lo conseguiré ¡Es una especie 
de lavado de cerebro! ¡Los demás no lo hacen! ¿Qué pensarán de 
mí? Para mí lo importante es lo de todos los días. Una experiencia de 
esta clase constituye un lujo que no pueden permitirse la mayoría de 
los hombres. La lista de semejantes dificultades podría continuarse. 
En el fondo lo que pasa es que cada cual se encuentra solo ante lo 
desconocido. Tras los primeros momentos de entusiasmo, sólo 
encontraríamos ante nosotros las dunas del desierto o caminos 
sombríos sin horizonte. 
En el fondo, estas dificultades no pasan de ser pretextos alegados 
ante la llamada a salir de sí. Cuando Dios se presenta con toda su 
verdad, para manifestar los secretos de los corazones, el hombre 
trata de esconderse, como Adán en el Paraíso. Al hombre no le 
agrada sentirse desnudo. Le repugna verse sorprendido y dejar que 
se manifiesten sus pensamientos secretos. 
DESOLACION/ORACION: ¿Qué habrá que hacer ante estas 
dificultades, a las que san Ignacio da el nombre de «desolaciones»? 
Hay que no cambiar nada de lo decidido anteriormente. Estás en una 
noche. No tomes ninguna determinación nueva. Sigue con paciencia, 
«con fuerza y constancia». Si algo quieres cambiar, es en ti mismo 
donde hay que realizar el cambio. Suplica más intensamente, haz 
penitencia, siempre, claro está, que estos medios no te hagan decaer 
más. No pasan de ser medios y hay que emplearlos con elasticidad 
con el fin de «encontrar lo que deseas». Si estas cosas te llevan a 
todo lo contrario, quiere decir que te sirves de ellas como de 
realidades absolutas, no para encontrar a Dios, sino para encontrarte 
a ti mismo. En ese caso es mejor buscarse una evasión, dormir o 
entretenerse en cortar leña. En el fondo lo que pasa es que quieres 
caminar tú solo en dominios donde la sola razón y el solo esfuerzo no 
bastan. San Ignacio, turbado hasta lo más profundo de su ser por 
tentaciones de suicidio, clamaba al Señor: «aunque me fuera preciso 
seguir a un perrillo, lo seguiría con tal de encontrarte, Señor». Los 
salmos, Job y tantos otros, han lanzado a Dios semejantes clamores. 
Con esta lucha se realiza una gran purificación. Hace que la 
persona se sitúe por encima de vanos temores y de alegrías pueriles. 
Como la agonía de Cristo, conduce a la vida, al amor y a la paz. 
Especialmente la fe se robustece. 
Llega un momento en que notamos que algo ha cambiado. Un cierto 
gozo, una alegría especial nos embarga. Estos sentimientos se sitúan 
a diversos niveles de profundidad: desde el entusiasmo superficial de 
quien está dispuesto a cualquier sacrificio, hasta la paz serena de 
aquel para quien Dios lo es todo. De todas maneras ha soplado una 
brisa que ha disipado la noche en que estábamos. Ya no soy juguete 
de mi tristeza ni de mis cavilaciones. Ocurre como entre dos personas 
que se aman y se reencuentran al cabo de muchas dificultades: el 
invierno ha pasado y han cesado las lluvias. En general esto no 
ocurre sino después que hemos tomado conciencia del cambio. 
Cuando el cambio se produce quedamos maravillados. Pero al bajar 
de la montaña, nuestro corazón ya no es el mismo. «La capa se ha 
desprendido de nuestros hombros»s. Es el tiempo de la consolación, 
dice san Ignacio. Dios en ella se da a conocer por la vida, por la 
alegría, por la fuerza que inspira. 
DON/TENTACION TENTACION/DON: ¿Entonces ya está todo 
hecho? Creerlo así seria una ilusión Tenemos que aprender a costa 
nuestra. La tentación es, entonces, apropiarse los dones de Dios. Hay 
que enriquecerse con la propia experiencia. De nuevo vuelve a 
peligrar todo. Después de la consolación, de nuevo se presenta la 
noche, el caminar a tientas, el desierto. Nuevamente parece todo 
problemático. Todos los creadores, los hombres de acción, los que de 
verdad aman, tienen experiencia de estas horas de sufrimiento. 
También los que buscan a Dios las conocen, como los demás. 
Entonces comprenden que el don que se les ha dado es puramente 
gratuito: «el Espíritu sopla donde quiere» Desaparece en cuanto 
pretendas echarle mano. 
En tales situaciones, nuevamente queda la persona insensible y sin 
saber qué pensar de su situación. Lo comprenderá luego, pero de 
momento no ve nada. En realidad su insensibilidad seria peligrosa si 
comportara impotencia para salir de sí y para buscar a Dios. Con 
frecuencia no será más que aparente, cuando la persona que queda 
reducida por ella a la impotencia siente crecer en sí el deseo de 
abrirse y de amar, si desea superar estos deseos infantiles que no 
tienen de contrición más que la apariencia, y sobre todo si su mirada 
queda más fija en nuestro Señor que es quien le salva. 
Entonces recibimos otra cosa distinta y mejor que la que 
esperamos: no es una emoción sensible, sino una conversión a la fe, 
una sensación de solidez y sosiego que poco a poco toma posesión 
del fondo de nuestro ser. «Nunca había yo meditado el pecado con 
semejante paz». Quien hacía esta confesión al final de estas 
meditaciones, poco antes habría tenido esta paz por anormal. Así 
comenzamos a superar la subjetividad en que se encierra la vida 
religiosa frecuentemente, sobre todo en sus comienzos, sin caer por 
otro lado en la sequedad racionalista. También se supera la 
sensibilidad ansiosa, al recibir de Dios otra cosa distinta de aquello 
que normalmente hambreamos. La lucha por el discernimiento 
deshace el equívoco que suele incubar la palabra «sentimiento», no 
mediante el análisis exterior del objeto, sino por la experiencia que de 
él nos obliga a hacer.
Esta experiencia no termina jamás. Lo que acabamos de decir 
concierne a todas las edades de la vida. Incluso quien tenga una 
confianza muy firme, ha de permanecer humilde y vigilante. Su fuerza 
no le viene de sí mismo. Siempre deberá acordarse de esto, so pena 
de comprometer los progresos realizados. 
Consiguientemente, una de dos: 
—O disfruto de paz. Y entonces permanezco activo y vigilante, para 
no dormirme sobre los laureles. El segundo estado seria peor que el 
primero (Lc 11, 24-26). 
—O me encuentro turbado. Entonces trabajo por sacudir el temor y 
encontrar mi fuerza en Cristo. Hombre de poca fe ¿por qué has 
temido? (Mt 14, 31). 
En toda hipótesis, consolado o desolado, siempre debo esforzarme 
por salir de mi para dejar que Cristo crezca. En él encuentro siempre 
mi equilibrio, pero no encontraré mi equilibrio más que caminando. Y 
esta «caridad abundará más y mas en conocimiento y en todo 
discernimiento, para apreciar lo mejor.. para el día de Cristo» (Fil 1, 
9-10). 

JEAN LAPLACE
DIEZ DÍAS DE EJERCICIOS
Guía para una experiencia de la vida en el Espíritu
Sal Terrae, Santander 1987. Págs. 59-73