LA RAZÓN DE LA ESPERANZA CRISTIANA
a. Quien cree en Dios espera la vida eterna
8. El Credo de la Iglesia se abre con la confesión de la fe en Dios
Padre, Creador de todo, y se cierra con la proclamación de la
esperanza en la resurrección de los muertos y en la vida eterna. Entre
ambos artículos del Credo, el primero y el último, se da una estrecha
correspondencia. El primero contiene ya implícitamente el último; en
éste se expresa lo que en aquél se sugiere. De modo que no es
posible afirmar uno y negar otro, pues ambos están esencialmente
relacionados.
El Dios creador, del que nos habla el primer artículo, es el Ser
paternal y personal que, siendo el Viviente por excelencia, da el ser a
las creaturas por puro amor. El amor es generador de vida; Dios, que
crea por ser él mismo el Amor (cf. 1 Jn 4, 8b), crea para la vida; para
una vida eterna, porque la vida surgida de ese Amor creador, que Dios
es, conlleva una promesa de perennidad.
b. El antiguo testamento se abre a la resurrección
9. El hecho amargo y contundente de la muerte oscureció durante un
tiempo, a causa del pecado, la comprensión plena de las
consecuencias últimas de la fe en el Creador. Pero la reflexión
creyente sobre la muerte, hecha por Israel a la luz de su elección por
Dios, acabó clarificando la relación del Creador con sus fieles más allá
de la muerte. Las promesas de Yahvé a Abraham se cumplirán en
plenitud después de su muerte, pues la alianza establecida con él es
inquebrantable (Cf. Gn 17, 6ss; Rom 11, 29). De la experiencia
liberadora del Exodo Israel aprende que cada vez que es amenazado
en su existencia, puede siempre acudir a Dios, que no le olvida. Job
comprende ya que la comunión con Dios es más fuerte que la
corrupción de la carne (Jb 19, 25-27). Por eso, cuando Israel se
plantea la cuestión de la suerte personal de los que respetan la alianza
incluso a costa de la entrega de la propia vida en el martirio, no le
resulta difícil creer que el Dios de la vida y de la alianza no se deja
ganar en fidelidad por aquellos que le han sido fieles hasta el final: "El
rey del mundo nos resucitará para una vida eterna a nosotros que
hemos muerto por sus Leyes" (2 Mac 7, 9; cf. Dn 12). La esperanza de
los hombres de la Antigua Alianza incluye, pues, la espera confiada en
una vida eterna junto a Dios para aquellos que le han sido fieles; una
vida en la que, por la resurrección, es la misma persona, con su
identidad psicosomática, la que disfruta de esa nueva existencia con
Dios y los suyos.
c.- La base de nuestra fe en la resurrección y en la vida eterna
10. Llegada la plenitud de los tiempos, el Dios de la creación y de la
alianza manifiesta plenamente su identidad como el Amor creador al
resucitar a Jesús de Nazaret, el Crucificado, de entre los muertos. El
anuncio de su resurrección es el acta pública del nacimiento de la fe
cristiana, como se ve en las palabras de Pedro el día de pentecostés:
"A ese Jesús lo resucitó Dios, cosa de la que todos nosotros somos
testigos. Así pues, una vez que ha sido elevado a la derecha de Dios y
ha recibido del Padre la Promesa (el Espíritu Santo), lo ha derramado,
que es lo que vosotros veis y oís" (Hech 2, 32-33). Es lo mismo que
Pablo les recuerda también a los de Corinto, sumándose a la multitud
de los testigos de la resurrección, base de toda su empresa apostólica
(Cf. 1 Cor 15, 1-11). La novedad absoluta de que aquel Crucificado "se
haya dejado ver" (ibid.) vivo ya en nuestra historia, como el Señor
resucitado y glorioso, es la confirmación por el Padre de su misión
divina -acreditada en la obediencia martirial hasta la cruz- y de su
identidad con el Logos eterno de Dios7. El Hijo de Dios, igual que
entregó libremente su vida, tuvo el "poder para recobrarla de nuevo"
(Jn 10, 17-18)8.
11. La resurrección de Jesucristo tiene, por tanto, un lugar central en
el Credo, es como su corazón, situado justo en medio, entre los
artículos primero y último. Tanto aquél como éste han de ser
entendidos desde esa clave de bóveda de la muerte y resurrección del
Señor, es decir, cristológicamente. El Dios creador, el que nos ha dado
el ser y la vida, es el Dios resucitador, el que no quiere que nada de lo
que ha hecho se pierda, muy en especial, la vida de sus fieles, con los
que ha sellado, en la sangre de Jesucristo resucitado, una alianza
eterna. La plenitud de la vida nueva del Resucitado es la garantía de
una vida que vence a la muerte y que, gracias al Espíritu vivificador -a
quien confiesa toda la última parte del Credo- se comunica a cuantos
viven en Cristo por la fe en él: "El que cree en el Hijo tiene vida eterna"
(Jn 3, 36. cf. Rom 8, 11).
Somos cristianos porque, en efecto, insertados "por el agua y el
Espíritu" en el Cuerpo de Cristo, participamos ya de su vida resucitada:
"Habéis resucitado con Cristo" (Col 3, 1); "vivo yo, más no yo; es Cristo
quien vive en mí" (Ga 2, 20). Por eso, "Dios, que resucitó al Señor, nos
resucitará también a nosotros mediante su poder" (1 Cor 6, 14). Como
decía San Agustín: "Cristo ha realizado lo que nosotros esperamos
todavía. Lo que esperamos no lo vemos. Pero somos el cuerpo de la
Cabeza en la que ya es realidad lo que esperamos"9. Así pues, sobre
el cristiano, como sobre Cristo, la muerte no tiene la última palabra; el
que vive en Cristo no muere para quedar muerto; muere para resucitar
a una vida nueva y eterna.
d.- "Estaremos siempre con el Señor"
12. La vida humana tiene, pues, un hacia dónde, un destino que no
se identifica con la oscuridad de la muerte. Hay una patria futura para
todos nosotros, la casa del Padre, a la que llamamos cielo. La
inmensidad de los cielos estrellados que observamos "allá arriba",
desde la tierra, puede sugerir, a modo de imagen, la inmensa felicidad
que supone para el ser humano su encuentro definitivo y pleno con
Dios. Este encuentro es el cielo del que nos habla la Sagrada Escritura
con parábolas y símbolos como los de la fiesta de las bodas, la luz y la
vida.
"Lo que ojo no vio, ni oido oyó, ni mente humana concibió" es "lo que
Dios preparó para los que le aman" (1 Cor 2, 9). No podemos, por eso,
pretender una descripción del cielo. Pero nos basta con saber que es
el estado de completa comunión con el Amor mismo, el Dios trino y
creador, con todos los miembros del cuerpo de Cristo, nuestros
hermanos (singularmente con nuestros seres queridos), y con toda la
creación glorificada. De esa comunión goza plenamente ya quien
muere en amistad con Dios, aunque a la espera misteriosa del "último
día" (Jn 6, 40), cuando el Señor "venga con gloria" y, junto con la
resurrección de la carne, acontezca la transformación gloriosa de toda
la creación en el Reino de Dios consumado (cf. Rom 8, 19-23; 1 Cor
15, 23; Tit 2,13; LG 48-51).
13. Conviene no olvidar que la vida nueva y eterna no es, en rigor,
simplemente otra vida; es también esta vida en el mundo. Quien se
abre por la fe y el amor a la vida del Espíritu de Cristo, está
compartiendo ya ahora, aunque de forma todavía imperfecta, la vida
del Resucitado: "Esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único
Dios verdadero, y al que tú has enviado, Jesucristo" (Jn 17, 3). El Papa
Juan Pablo II, al proponer en su carta encíclica Evangelium vitae la
integridad del gozoso mensaje de la fe sobre la vida humana, recuerda
que ésta encuentra su "pleno significado" en "aquella vida 'nueva' y
'eterna', que consiste en la comunión con el Padre" (EV 1). "La vida
que Dios da al hombre es mucho más que un existir en el tiempo" (EV
34). "La vida que Jesús promete y da" es eterna "porque es
participación plena de la vida del Eterno" (EV 37). Al mismo tiempo, el
Papa no deja de señalar que la vida eterna, siendo "la vida misma de
Dios y a la vez la vida de los hijos de Dios" (EV 38), "no se refiere sólo
a una perspectiva supratemporal", pues el ser humano "ya desde
ahora se abre a la vida eterna por la participación en la vida divina"
(EV 37). Todo esto tiene inevitables consecuencias para la relación
entre escatología y ética, entre vida en plenitud y vida en el bien,
relación sobre la que hablaremos más adelante.
e.- El ansia de inmortalidad
14. Nuestra espera de la resurrección y de la vida eterna no se
apoya, en última instancia, en ninguna especulación de la mente ni en
ningún deseo del corazón del hombre. La resurrección y el cielo son
inimaginables e inalcanzables para el ser humano de por sí. Su único
fundamento fiable es el acontecimiento de Jesucristo, en quien Dios
mismo nos abre la posibilidad de una vida resucitada como la suya.
Pero esta esperanza no llega a nosotros como un lenguaje extraño que
no pudiéramos entender; no es algo que nos venga puramente de
fuera. Al contrario, la esperanza cristiana responde de modo
insospechado a la naturaleza propia del ser humano.
En efecto, al hombre le es consustancial la apertura confiada a un
futuro mejor y mayor. Late en él una tenaz tendencia hacia esa plenitud
de ser y de sentido que llamamos felicidad. Nunca se encuentra el ser
humano perfectamente instalado en su finitud: si pretendiera dar por
saciado su apetito de verdad, de belleza y de bien, habría sofocado
todo aliento de humanidad. Por eso ha podido decirse de él que es,
por naturaleza, un "ser proyectado hacia el futuro" o "abierto". Dum
spiro, spero; o lo que es lo mismo: "mientras hay vida hay esperanza".
Lo que significa, a la inversa, que allí donde se deja de esperar, se
comienza a dejar de vivir.
15. La historia de las religiones atestigua el hondo arraigo de esta
dimensión esperante en los hombres de todas las épocas y de todas
las culturas, pues, sabiéndose mortales, los seres humanos no han
aceptado que la muerte fuera su último destino; habiendo
experimentado muchas veces la precariedad de sus proyectos, nunca
han dejado de planear y esperar un futuro mejor; conscientes de su
finitud y relatividad, jamás han dejado de aspirar a ser tratados no
como cosas, sino como fines absolutos. Esta paradójica polaridad de la
conciencia y del ser del hombre condujo a los griegos a verle como
trágicamente escindido entre una existencia terrena y un destino
celeste, y a las grandes religiones orientales, a subsumirle en el seno
de los procesos recurrentes de la naturaleza.
16. Con el cristianismo, la encarnación del Verbo ha esclarecido el
misterio del ser humano: la fragilidad e incluso la maldad de los logros
de los hombres no es impedimento para que Dios haga venir a esta
historia su Reino; la finitud y relatividad propia de todo lo humano, es
transcendida al ser habitada por el Dios infinito que se comunica
libremente a sí mismo en la misma carne de los mortales. Los Padres
de la Iglesia hablaron de la "divinización" del ser humano como don de
Dios, el cual, en Jesucristo, le hace partícipe de su misma vida
divina10.
Siendo, pues, connatural al hombre el esperar siempre algo, incluso
más allá de la muerte, y el no desesperar nunca del todo, la esperanza
cristiana es afín a ese modo de ser básico de la condición humana,
que recibe de ella un esclarecimiento definitivo. Por eso, al dar razón
de nuestra esperanza (cf. 1 Pe 3, 15), desvelamos para todos nuestros
hermanos los hombres una oferta de sentido y un horizonte último de
expectación que colma, en medida insospechada, el dinamismo de
deseo y de esperanza alojado en lo más íntimo del ser humano.
CONGREGACIÓN
PARA LA DOCTRINA DE LA FE
LA ESPERANZA CRISTIANA
Para ver el documento completo haga clic AQUI