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ALGUNOS DESAFÍOS A LOS QUE SE ENFRENTA HOY
LA ESPERANZA CRISTIANA


a. La reencarnación es incompatible con la fe en la 
resurrección

17. Queremos fijar ahora nuestra atención en algunos fenómenos 
particulares de nuestro tiempo que afectan a determinados contenidos 
concretos de la esperanza cristiana: el nuevo atractivo que parece 
presentar la idea de la reencarnación, opuesta en cuestiones 
fundamentales a la fe en la resurrección y en la vida eterna; los 
fenómenos del prometeísmo y del cinismo ético, que tienden a cegar 
en algunos de nuestros contemporáneos las verdaderas fuentes de la 
esperanza; el miedo a la libertad, que amenaza con despojar a la vida 
humana de su verdadero carácter de suprema decisión entre salvación 
y perdición; y la tendencia a ocultar o ignorar la muerte, que aparta la 
mirada de las gentes de su condición y destino últimos.

18. Las encuestas sobre opiniones y creencias vigentes hoy en las 
sociedades occidentales coinciden en señalar el retorno de la idea de 
la reencarnación. Aparece con diversas variantes y adaptada a la 
mentalidad evolucionista moderna, pero, en todo caso, con la 
pretensión de ofrecer una respuesta más racional y válida que la fe 
cristiana en la resurrección o que cualquier otra forma de esperanza en 
la victoria sobre la muerte.
Esta vuelta de antiquísimas ideas sobre la vida y el destino del 
hombre, rechazadas por la Iglesia como contrarias a su fe y a su 
esperanza11, no deja también de ser ocasión para hacernos 
recapacitar.

- Las ideas reencarnacionistas y la sed de eternidad
REENCARNACIÓN
19. Ante todo, hemos de pensar que si algunos de nuestros 
contemporáneos parecen dispuestos a aceptar de nuevo antiguas 
ideas que parecían ya superadas, es porque, hoy igual que ayer, el ser 
humano sigue estando necesitado de una respuesta a su pregunta por 
la brevedad y la precariedad de esta vida. La sed de eternidad, la 
convicción de que esta etapa mortal de la vida no puede ser la 
definitiva, está tan arraigada en el ser humano que, cuando las 
personas no se encuentran en la fe con Jesucristo, en quien la 
naturaleza humana ha sido realmente asumida en la vida eterna de 
Dios, se entregan a las promesas y a las propuestas con las que las 
modas pretenden saciar aquella sed. Por eso, el cultivo y el anuncio de 
nuestra fe en Jesucristo resucitado y en la vida eterna es una gozosa 
responsabilidad de cada uno de nosotros y de toda la Iglesia, que 
responde perfectamente -como acabamos de recordar- a la demanda 
de esperanza que se expresa también en el equivocado recurso de 
algunos de nuestros contemporáneos a la idea de la reencarnación.

20. Además, también hay un elemento de verdad en la insistencia de 
ciertas ideas reencarnacionistas en que la brevedad de esta vida 
exige, a veces, una etapa ulterior de reparación o purificación. Es 
cierto que, en algunas corrientes neognósticas12 contemporáneas, las 
etapas y ciclos de la vida humana en diversos cuerpos son postuladas 
desde una mentalidad prometeica que apunta a una salvación 
autónoma del ser humano, entendida como un proceso, para cuyo 
desarrollo pleno no bastaría la unicidad improrrogable de una 
existencia temporal. No cabe duda de la incompatibilidad de esta 
mentalidad con la fe cristiana, pues en ella no hay lugar ni para la 
única mediación salvífica de Cristo, ni para la gracia que nos salva, ni 
para el peso real de eternidad que tienen las decisiones libres de los 
hombres.
Sin embargo, estos mismos errores pueden ayudarnos a recapacitar 
sobre el lugar que ocupa en nuestro cultivo y anuncio de la fe en la 
vida eterna la doctrina de la Iglesia sobre la purificación posterior a la 
muerte, o del purgatorio. La existencia de una "eventual purificación 
previa a la visión de Dios"13 presupone, en efecto, que el curso de la 
vida mortal puede llegar a su término sin que sea posible alcanzar 
inmediatamente la plena comunión con Él. El justo experimenta 
entonces una purificación pasiva. No es él quien sigue activamente 
recomponiéndose en otra vida reencarnada, como piensan 
equivocadamente los modernos gnosticismos. Es la misma potencia del 
amor de Dios la que, al presentársele de una manera definitiva y 
suprema como "llama de amor viva"14, purifica a quien ha muerto en 
amistad con Él de todas las imperfecciones procedentes todavía del 
pecado15.

- La reencarnación contradice el ser personal

21. Las modernas ideas reencarnacionistas no dejan lugar para la 
gracia de Dios, la única capaz de redimir al pecador y de purificar al 
justo, porque son incompatibles de raíz con la fe en que el mundo y el 
hombre son creación de Dios en Cristo. El ser humano, en efecto, ha 
sido creado a imagen y semejanza de Dios. Por eso ni una ni mil 
"reencarnaciones" bastarían de por sí para conducirle a su plenitud. No 
es el esfuerzo por salvarse a sí mismo lo que plenifica al ser humano. 
Pues es Dios mismo, su vida eterna gratuitamente compartida con sus 
criaturas capaces de diálogo personal con él, la que constituye la 
verdadera plenitud del hombre. 
Y Dios llama a la comunión de vida con él no sólo a "una parte" del 
hombre, sino a su criatura entera, en su unidad indivisible. No es 
compatible con la antropología cristiana pensar que el ser humano 
consista propiamente en un alma migratoria que peregrina de cuerpo 
en cuerpo, llamada ella sola a la plenitud. Esta concepción comporta 
un desprecio de la realidad corporal creada por Dios en el espacio y en 
el tiempo: está lastrada por antiguas visiones dualistas del mundo que 
la Iglesia ha rechazado por comprometer la bondad de la única 
creación del único Dios16. El ser humano existe más bien como "uno 
en cuerpo y alma"17, con un alma creada directamente por Dios, la 
cual es la forma sustancial y única de un cuerpo también creado bueno 
por Dios18. En esta unidad creatural el hombre es imagen de Dios, 
interlocutor suyo para siempre, partícipe de su misma vida y libertad, y, 
por eso, persona.

22. También la Iglesia habla del "alma" inmortal19, para expresar que 
después de la muerte de cada hombre "susbsiste el mismo 'yo' 
humano, aun careciendo por el momento del complemento de su 
cuerpo"20. Pero este lenguaje, "indispensable para sostener la fe de 
los cristianos"21, no debe ser entendido nunca de manera dualista; ha 
de ir siempre unido a la proclamación de la fe en la resurrección de la 
carne, en la que se expresa en su plenitud la esperanza cristiana: 
todos "resucitarán con los propios cuerpos que ahora tienen"22. El 
cuerpo, la carne, es decir, la dimensión de la persona en el tiempo y el 
espacio que la relaciona con su entorno, con su mundo natural y 
social, también es creación de Dios, y también será transformado (cf. 1 
Cor 15, 42-44) y asumido en la vida eterna de Dios (cf. 1 Cor 15, 
53)23. Será "en el último día", cuando Dios lo sea todo en todos (cf. 1 
Cor 15, 28). Cada ser humano, muerto en el Señor, aguarda de 
manera misteriosa, pero participando con su propio "yo" de la vida de 
Dios, ese momento de la glorificación de la creación entera en el Reino 
de Dios consumado (cf. Rom 8, 21ss)24. Esta dimensión comunitaria y 
cósmica de la esperanza escatológica cristiana, que va unida a la fe en 
la resurrección de la carne, está también ausente del esquema de 
pensamiento reencarnacionista. 

b.- Ciudadano del cielo que construyen la ciudad terrena

23. La comunión de vida con el Cristo resucitado, ya realmente 
incoada en el creyente por la fe y los sacramentos, es el fundamento 
de la esperanza cristiana en la resurrección de la carne y la vida 
eterna. A su vez esa comunión y esa esperanza son el fundamento del 
modo nuevo de vivir propio de los cristianos, es decir, tanto de su 
visión del mundo y de la historia, como del aliento ético de una 
existencia comprometida en el ejercicio de la caridad y de la justicia.

24. En cambio, los humanismos laicistas del siglo XIX sostuvieron que 
"la religión, por su propia naturaleza, es un obstáculo" para la 
liberación económica y social, "porque al orientar el espíritu humano 
hacia una vida futura ilusoria, apartaría al hombre del esfuerzo por 
levantar la ciudad temporal"25. Así recoge el Concilio, en su 
Constitución sobre la Iglesia en el mundo actual, una objeción a la que 
fue muy sensible y a la que dio respuesta repetida y cumplida26. Que 
"la espera de una tierra nueva no debe amortiguar, sino más bien 
avivar la preocupación por perfeccionar esta tierra"27, es algo que tal 
vez vuelva a resultar más comprensible a nuestros contemporáneos.
Hoy, en efecto, la fuerza de los hechos ha ido haciendo perder 
virulencia a aquellas visiones reductivas del hombre y de la historia que 
dejaban altaneramente "el cielo para los gorriones" y reservaban la 
tierra para una humanidad concebida como única dueña y señora de 
sus destinos. Las utopías que pretendieron construir la ciudad terrena 
sin el cielo, o incluso contra él, han dado paso a una extendida 
desesperanza: son cada vez menos los que confían con ingenua 
certeza que el futuro que la humanidad pueda construir, con denodado 
esfuerzo prometeico, vaya a ser indefectiblemente mejor que lo 
construido hasta hoy entre injusticias, violencias y fracasos de todo 
tipo. Las grandes utopías inmanentistas han entrado en crisis dejando 
tras de sí un amplio campo a la desesperanza; y, con la desesperanza, 
al cinismo ético, que establece, consciente o inconscientemente, el 
provecho propio de los individuos y de los grupos como criterio último 
de la conducta humana.
Es el momento de recordar que no es posible una cimentación sólida 
de la moralidad cuando se marginan y olvidan aspectos centrales de la 
verdad sobre el hombre, como es su dimensión escatológica. No cabe 
duda de que todo hombre es capaz de distinguir el bien del mal gracias 
a la luz de la razón28. Pero "una ética altruista es difícilmente 
sostenible, de manera general y permanente, sin la fe en el Dios de 
Jesucristo, que es Amor. En cambio, una ética del servicio incondicional 
a los hermanos es la forma normal de realización moral cristiana. 
Porque Alguien ha muerto por nosotros y de esa muerte ha brotado 
vida nueva, nosotros podemos vivir y morir con nuestros hermanos y 
por ellos."29

25. La conexión indisoluble entre escatología y ética, entre finalidad 
última y razón del ser y del deber ser de la vida humana, está 
abundantemente testimoniada en el Nuevo Testamento (cf. 1 Cor 7, 
29ss; Flp 3, 13ss; 1 Pe 4, 7ss; 2 Pe 3, 11ss) y en la tradición patrística 
y teológica30. No puede ser de otro modo: quien no vive esclavo de la 
muerte, porque su vida goza de una dimensión de eternidad, es capaz 
de empeñar la existencia confiado en el futuro, pues sabe que "ni la 
muerte ni la vida (...) ni criatura alguna podrá separarnos del amor de 
Dios manifestado en Cristo Jesús, Señor nuestro" (Rom 8, 38-39).
Con su esperanza escatológica, el cristiano está habilitado para 
percibir los valores morales en un horizonte de ultimidad: es capaz de ir 
haciendo entrega diaria de su vida al servicio de esos valores, sin 
excluir ni siquiera una entrega hasta la sangre, martirial. Y lo hace lleno 
de profundo gozo, asumiendo las variadas experiencias de éxito y de 
fracaso en las que se va tejiendo su proceso de conformación con 
Cristo; siendo consciente de que, igual que a su Señor crucificado, no 
le serán ahorrados ni el sufrimiento ni las negatividades de la 
existencia. No profesa, por eso, ningún vacuo optimismo histórico, pues 
conoce las limitaciones de todo proyecto intramundano. Pero está 
también muy lejos de ignorar que esta historia nuestra es el crisol en el 
que se fragua un destino eterno; en medio de sus lados oscuros e 
ingratos, la realidad se le ofrece como digna de crédito no 
precisamente en virtud de los meros poderes humanos, sino del Amor 
providente, creador, redentor y consumador de este mundo.

26. La regeneración de la vida social no puede hacerse sin una 
adecuada constitución del sujeto moral. Es necesario que cada 
persona abra su existencia a la dimensión última de su vida, que es la 
vida en comunión con Dios, para que todas sus potencialidades 
morales entren realmente en ejercicio. Es verdad que hay que 
distinguir entre el ámbito de la fe y el de la vida pública. La confusión 
de estas dos realidades lleva a soluciones integristas en la 
organización de la vida social que son incompatibles con la verdadera 
tradición cristiana31. Pero no es correcto establecer una separación tal 
entre el ámbito de lo público y el de la conciencia personal que se 
llegue a suponer que las normas que rigen la vida social son de un 
orden totalmente diverso de las que rigen la vida personal. El bien 
común, norma suprema de la vida social, es el bien de las personas 
que componen el cuerpo social. Dicho bien común no podrá ser, pues, 
realmente tal si no responde, al menos en lo que toca a los derechos 
fundamentales, a la verdad integral de las personas. Y, a la inversa, no 
será fácil buscar eficazmente el bien común, si las personas se cierran 
a alguna de sus dimensiones fundamentales, como es la de su 
esperanza en Dios y en la vida eterna32.

c.- La libertad humana

27. No se puede entender el régimen de gracia querido por Dios 
para su creación si no se toma realmente en serio el misterio de la 
libertad. La oferta de salvación contenida en el mensaje evangélico 
supone la respuesta libre de sus destinatarios; sin esta respuesta, 
dicha oferta caería en el vacío. El ser humano tiene, pues, la 
capacidad de acoger libremente la oferta de comunión de vida con 
Dios. Pero ello significa, a la vez, que está capacitado también para 
rechazarla. Lo cual quiere decir que es necesario contar con la 
posibilidad real de la perdición eterna. Tal posibilidad no reposa, pues, 
sobre la voluntad de Dios, que "quiere que todos los hombres se 
salven" (1 Tim 2, 4), sino sobre la libertad del hombre.

28. El hombre moderno ha valorado tanto la libertad que ha llegado 
a caer en la absurda exageración de pretender hacer de ella un 
absoluto, erradicándola de "su relación esencial y constitutiva con la 
verdad."33 Pero, "paralelamente a la exaltación de la libertad, y 
paradójicamente en contraste con ella, la cultura moderna pone 
radicalmente en duda esta misma libertad"34. El escepticismo frente a 
la real capacidad humana para la libertad se debe tanto a una 
valoración exagerada de los descubrimientos de las ciencias humanas 
sobre los condicionamientos de todo tipo en los que se desarrolla la 
vida del hombre, como a un curioso fenómeno de reacción frente a la 
absolutización de la libertad que se manifiesta en el llamado "miedo a la 
libertad". No son pocos hoy quienes no creen en el libre albedrío del 
ser humano o quienes consideran que las opciones y decisiones por él 
tomadas son en realidad insignificantes. De aquí que la doctrina de la 
Iglesia referente a la posible frustración total de la vida en virtud de un 
mal uso de la libertad resulte para algunos especialmente difícil de 
comprender y de aceptar.

29. Sin embargo, la existencia de esa real posibilidad de perdición, 
es decir, del infierno, nunca ha sido puesta en duda por la Iglesia35. 
También el Concilio Vaticano II exhorta a la vigilancia para que 
podamos llegar a participar de la gloria de Dios y no "ir, como siervos 
malos y perezosos (cf. Mt 25, 26), al fuego eterno (Mt 25, 41), a las 
tinieblas exteriores, donde habrá llanto y rechinar de dientes (Mt 22, 13 
y 25, 30)."36 Estas serias advertencias del Señor, y otras que el 
Concilio no recoge aquí, han movido siempre a la Iglesia a rechazar 
una supuesta certeza de la salvación final de todos. Tal certeza 
implicaría, en efecto, introducir un automatismo en la esperanza de la 
salvación que desposeería al ser humano, interlocutor libre de Dios, de 
su genuina responsabilidad. Lo que es un diálogo de dos libertades, 
diversas, pero reales (la divina y la humana) quedaría de ese modo 
convertido en el monólogo de una única libertad: la divina.
Pero aunque sea temeraria la certeza, es segura, en cambio, la 
esperanza. Confiados en la sobreabundacia de la gracia salvadora de 
Cristo (cf. Rom 5, 15-21), los cristianos no sólo podemos, sino que 
debemos esperar la salvación de todos y orar por ella. De hecho el 
Magisterio de la Iglesia, al tiempo que enseña inequívocamente la 
doctrina del infierno, y que confirma la participación de algunos de 
nuestros hermanos en la gloria -los santos-, nunca ha declarado que 
alguien se haya condenado. Lo cual no nos da derecho a pensar que 
no pueda darse en absoluto la condenación, disolviendo la realidad de 
una posible respuesta negativa del hombre al amor de Dios. Por eso, 
no nos ayudan especulaciones como la teoría de la apocatástasis37 o 
la de la aniquilación38. El mensaje de la fe nos invita más bien a la 
vigilancia seria y a la esperanza gozosa.
"El que me rechaza y no sigue mis palabras, ya tiene quien lo 
condene: la palabra que yo he hablado, ésa le condenará en el último 
día" (Jn 12, 48). El juicio divino condenatorio no lo decide Aquel que ha 
venido a salvar, no a condenar (cf. Jn 12, 47); lo decide una posible 
repulsa humana a la oferta salvífica39. La antropología cristiana 
afirma, pues, vigorosamente el carácter personal del hombre y su 
condición de interlocutor libre de Dios, cosas ambas que resultan 
insostenibles allí donde se ignora o trivializa la capacidad de quien es 
imagen de Dios para optar libremente incluso por la negación del Amor 
creador.

d. "¿Dónde queda, muerte, tu victoria?"

30. La muerte es ciertamente el "último" enemigo del hombre (cf. 1 
Cor 15, 26). Aguarda siempre en el horizonte de la vida e introduce en 
ella una dimensión de incertidumbre y, al mismo tiempo, de gravedad. 
No es extraño que cuando no se puede ver en la muerte más que el 
final de nuestra existencia, su presencia resulte inquietante e incluso 
desesperante. De hecho, nuestra sociedad tiende a ocultar, a convertir 
en tabú el hecho de la muerte.
La fe nos ofrece una inestimable ayuda para afrontar con realismo y 
esperanza nuestro destino mortal. La piedad cristiana no ha tenido 
nunca dificultad incluso en proponer la meditación de la muerte 
("acuérdate que has de morir") como un medio de maduración en la 
libertad. "La realidad de la muerte exige que nos decidamos en cada 
momento. A la luz de la muerte el creyente descubre el sentido de la 
vida."40 Saber entregar confiadamente la vida en manos de Dios es el 
acto supremo de la libertad humana.
Pero el arte de morir presupone que se ha vivido ejercitándose en la 
sabiduría cristiana de la esperanza. "Toda nuestra ciencia consiste en 
saber esperar."41 Así expresa un joven místico de nuestros días el 
secreto de la vida cristiana: saber esperar el encuentro con el Amor 
vencedor de la muerte. Eso es lo que nos permite vivir con verdadera 
libertad y fraternidad la vida y la muerte.

CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA DE LA FE
LA ESPERANZA CRISTIANA
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