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ESPERANZA CRISTIANA Y COMPROMISO LIBERADOR

 

JOSEP VIVES
Prof. de Teología
Sant Cugat del Valles
Barcelona

 

Yahvé guarda a todos los que creen en él, pero castiga sin compasión a los que obran con orgullo. Sed valientes, tened coraje todos los que esperáis en Yahvé» Salmo 31,24-25.

Creo que en el cristianismo la esperanza es algo absolutamente esencial. Pero es necesario clarificar bien lo que es la esperanza cristiana; de lo contrario, se nos podría reprochar que el cristianismo no es más que una forma de autoengaño que, cuando se descubre como tal, se manifiesta como una incalificable perversión.

Las perversiones de la esperanza cristiana

ESP/PERVERSION: La primera forma de esta perversión podría ser la de una evasión espiritualista y sobrenaturalista. Cuando un análisis sobrio y desapasionado de la realidad nos hace ver que casi todo va mal y que ni las mejores propuestas utópicas sirven para poner remedio, el creyente podría sólo refugiarse en el pensamiento de que "aunque todo vaya mal, Dios lo arreglará". No es infrecuente esta forma de catastrofismo derrotista sobre la situación de este mundo, combinada con una forma de fideísmo irresponsable en un Dios mágico que ha de intervenir sobrenaturalmente para arreglarlo todo. Todos conocemos los contenidos de ciertos mensajes sobrenaturales que de vez en cuando nos transmiten de parte de Dios o de la Virgen María ciertos videntes que enseguida convocan multitudes en los lugares y días señalados para sus comunicaciones celestiales. A menudo anuncian una próxima intervención de Dios que pondrá remedio a nuestros males destruyendo y castigando a los malos, e inaugurando un nuevo orden de cosas...

Otra forma, quizá más común, de evasión sobrenaturalista es la de los que creen también que este mundo, definitivamente, no tiene remedio: los buenos serán perseguidos y oprimidos, y los malos triunfan siempre. Pero Dios hará justicia en el otro mundo, donde los malos serán debidamente castigados y los buenos debidamente recompensados. Lejos de mí negar que Dios no pueda hacer justicia en este mundo y en el otro; sería negar algo importante de la revelación. Lo que quiero sugerir es que sería una desvirtuación del cristianismo reducir la esperanza cristiana a la expectación pasiva de que Dios ya hará justicia interviniendo sobrenaturalmente en el mundo y dando a cada uno lo que se merece en el otro. El texto del Salmo ­con el que he querido encabezar estas notas­ dice: "sed valientes y esforzados todos los que esperáis en Yahvé". La esperanza cristiana nunca puede hacernos pasivos y resignados; nos ha de hacer activos y luchadores, valientes y esforzados para la justicia. La esperanza cristiana brota de la fe en que Dios quiere hacer justicia en nosotros y con nosotros. Solamente así la esperanza dejará de ser "opio" o droga tranquilizante.

Por otra parte, la esperanza cristiana tampoco puede reducirse al optimismo voluntarista del que dice: todo va mal, pero, si nos ponemos a ello, como Dios está con nosotros. todo lo arreglaremos; el que actúa con Dios y en nombre de Dios no puede fracasar. Esta podría ser otra forma de droga, no ya tranquilizante, sino estimuladora. Otra forma de engaño espiritualista que convertiría la esperanza cristiana en soporte ideológico de cualquier proyecto reformador o revolucionario quizá solamente humano. Todos hemos conocido movimientos fascistas o revolucionarios ­de derechas y de izquierdas­ que, bajo el grito "Dios está con nosotros", se creen autorizados a imponer a sangre y fuego sus programas a menudo aberrantes. Esta clase de voluntarismo teñido de mesianismo puede ser mucho más peligroso. No hay nada más temible que un hombre, o un grupo de hombres, que se sienten instrumentos de la justicia divina; porque, inevitablemente, no llegarán ni a realizar la justicia humana ni, en definitiva, a comprender nada de la infinita y paciente caridad misericordiosa de Dios. Con esto empezamos ya a tocar el verdadero y único fundamento de la esperanza cristiana: la certeza de que Dios ama este pobre mundo nuestro tan contrahecho, tan corrompido, tan perdido. Y, si Dios lo ama, vale la pena amarlo y pensar que Dios quiere y puede hacer algo bueno en este mundo y con este mundo, en nosotros y con nosotros.

La auténtica esperanza cristiana

EP/FUNDAMENTO D/A-MUNDO: El fundamento de la esperanza cristiana está maravillosamente expresado en una frase de la primera carta de San Juan: «Nosotros hemos creído en e! amor que Dios nos tiene" (1Jn/04/16). El cristiano es el hombre que cree en el amor de Dios hacia los hombres, manifestado en Jesucristo, Dios hecho hombre por amor nuestro. El cristiano cree en Dios Padre. No cree en el Dios-Arquitecto al que se le habría estropeado el mundo, inicialmente maravilloso. Cree en el Dios-Padre, creador del hombre, por amor, a imagen suya. Respetuoso de la libertad y responsabilidad del hombre en el mundo que él puso en sus manos. Paciente y tolerante con los desmanes que el hombre introduce en el mundo; pero siempre estimulador del hombre para que restablezca el sentido de su designio originario. Siempre presencia perdonadora, acogedora, interpeladora. Siempre fiel al hombre y al mundo, a pesar de que éstos parezcan ya indignos de esta fidelidad. "Es inmenso su amor hacia nosotros, la fidelidad de Yahvé dura por siempre. ¡Aleluya!", exclama con incontenible grito de sorpresa el autor del Salmo 117 cuando descubre la incomprensible incondicionalidad del amor de Dios. "Dad gracias al Señor, porque es bueno, porque es eterno su amor", exclama igualmente el autor del Salmo siguiente, el 118. Yendo a la razón más profunda de esta manera de ser de Dios, dice el autor del Salmo 116: "Yahvé es justo y benigno; nuestro Dios es compasivo... A Yahvé le duele la muerte de los que le aman". Más adelante, el autor del libro de la Sabiduría, que entre los libros del Antiguo Testamento fue el último que se escribió hará una síntesis perfecta de lo que es el fundamento de la esperanza bíblica y cristiana: «Amas a todos los seres y nada de lo que hiciste aborreces pues si algo odiaras, no lo hubieras creado... Mas tú todo lo perdonas, porque todo es tuyo, Señor que amas la vida» (/Sb/11/24-26).

Ponderemos bien esta palabra de la Biblia: el mundo está lleno de injusticias, hay crisis de utopías y parece que se ha perdido el sentido de los valores sociales, morales, políticos y aun religiosos. Puede haber la sensación de que nadie sabe adónde va, que nadie tiene entusiasmo para proponer... quizá ni la gente de Iglesia. Pues bien, el cristiano, en medio de la incertidumbre y la desazón, tiene una gran certeza de fe: este mundo así, tal como es, Dios lo ama. Y la prueba de que Dios lo ama es que a este mundo así, contrahecho y perdido, Dios envió a su Hijo único Jesucristo, presencia del amor de Dios hecho solidario con la maldad de los hombres. "Tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca. sino que tenga vida eterna. Porque Dios no ha enviado su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo se salve por él". (Jn/03/16-17)

El fundamento último de la esperanza cristiana es que Dios tiene esperanza en nosotros. Me atrevería a decir que, en un cierto sentido, Dios practica con el mundo las tres virtudes que nosotros hemos de practicar con él: Dios tiene fe en el mundo, porque es obra suya; Dios espera en el mundo, porque espera que su gracia triunfará finalmente sobre la irresponsabilidad humana. Y todo ello porque Dios ama al mundo, porque es fruto de su amor. Más todavía. Dios ama gratuitamente, porque sí, porque es bueno, no porque nosotros hayamos merecido su amor, ni sólo en la medida en que lo hayamos merecido. Podríamos repasar las grandes parábolas evangélicas: la del hijo pródigo la del fariseo y el publicano. Son las parábolas del amor gratuito e incondicional de Dios, que nos enseñan que Dios no ama solo en la medida en que lo merecemos, sino en la medida de la infinita bondad de su corazón de Dios, y por eso no viene a salvar a los justos. sino a los pecadores; ni viene a premiar a los buenos, sino a "recuperar lo que se había perdido". La esperanza cristiana no puede tener otro fundamento que el amor gratuito e incondicional de Dios hacia nuestro pobre mundo.

Esperanza contra experiencia

EP/EXPERIENCIA: Ahora bien, el amor de Dios hacia el mundo es objeto de fe, no de experiencia inmediata. La experiencia, a menudo, nos llevaría enseguida a creer que este mundo está "dejado de la mano de Dios", abandonado a su propio absurdo y a su contradicción. No nos hemos de engañar: la experiencia cristiana va, a menudo, en contra de la experiencia, y sólo se puede cimentar en la fe en el amor de Dios. El apóstol Pablo lo declara con fórmulas definitivas: "una esperanza directamente constatada ya no es esperanza; porque aquello que constatamos ¿cómo podríamos esperarlo todavía? Esperamos lo que no constatamos, y por eso lo hemos de desear con paciencia ­con sufrimiento­ constante" (Rm/08/24-25).

La esperanza cristiana no nace de la realidad tal como nos es dada, tal como se ofrece a nuestra consideración natural e inmediata de las cosas. Nace de la realidad mirada en toda su profundidad a la luz de la fe. Podemos tener todavía esperanza en el mundo, porque la fe nos dice que Dios lo ama y que Dios quiere hacer todavía en este mundo una manifestación de su poder salvador en nosotros y con nosotros. De esta seguridad de fe nace la esperanza cristiana; no de un mero análisis de la realidad humana, de un cálculo de posibilidades naturales que nos hacen ver que hay muchas posibilidades de salir adelante si nos ponemos a la obra.

El cristiano está convencido de que el amor de Dios puede dar a la realidad del mundo y del hombre más posibilidades de las que esta realidad daría por sí misma. Su esperanza no se basa en el cálculo de posibilidades del mundo, que siempre da un resultado negativo; se basa en las posibilidades de lo que Dios puede y quiere hacer con nosotros, que no puede dejar de ser positivo. Volviendo a lo que decía San Pablo, vemos que el Apóstol empieza la carta a los Romanos con unas afirmaciones que parecen totalmente pesimistas y negativas: "Hemos comprobado que tanto judíos como paganos están bajo el dominio del pecado, tal como está escrito: no hay ningún justo" (Rm 3,9-10). El cristiano no puede hacer el juego de la autosugestión y el autoengaño del avestruz, que cierra los ojos a la oscura realidad y sueña alienantes utopías optimistas. Si queréis, el cristiano, enseñado por San Pablo, parte del pesimismo más radical sobre lo que el hombre puede dar de sí mismo. Pero al mismo tiempo, fiado en la palabra de Dios y en la solidaridad de Dios mismo con la negra realidad humana (manifestada en la encarnación y en la muerte de Jesucristo en una cruz), el cristiano puede decir con el Apóstol: "No tengo ningún pesar sobre el evangelio ­la buena nueva­, que es el poder de Dios para salvar a todo el que cree, primero el judío, y después el pagano" (Rm 1,16). Diremos que sobre el pesimismo radical que le produce la experiencia de lo que el mundo puede dar de sí mismo, el cristiano, fiado en el amor incondicional de Dios, que es la "buena nueva" del Evangelio, recobra un optimismo inexpugnable que le hace capaz de superar su misma experiencia para `'esperar contra esperanza". (/Rm/04/18)

El mismo Espíritu de Dios actúa en nosotros

La esperanza en el amor gratuito de Dios se convierte así, para el cristiano, en la esperanza en la gracia Dios capaz de transformar desde dentro el mundo y a los hombres:

«Nos gloriamos en la esperanza de la manifestación de Dios. Más aún: nos gloriamos hasta en las tribulaciones, sabiendo que la tribulación engendra paciencia; la paciencia, virtud probada; la virtud probada, esperanza; y la esperanza no falla, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por e! Espíritu Santo que nos ha sido dado" (Rm/05/02-05).

EP/COMPROMISO: La esperanza cristiana no es esperanza en nosotros mismos o en el mundo, sino esperanza en la fuerza del mismo Espíritu de Dios, que está en nosotros y con nosotros. No estamos solos, abandonados de la mano de Dios, en este mundo de iniquidad. El Espíritu de Dios, la Fuerza de Dios, está con nosotros para transformarnos, para hacernos ser y hacer más de lo que podríamos ser o hacer por nosotros mismos. Esta confianza en el Espíritu de Dios no es, pues, aquella confianza irresponsable y alienante de la que hablábamos al principio: que Dios lo arreglará todo por vía mágica. Es una esperanza comprometida y responsabilizadora, ya que el Espíritu de Dios nos ha sido dado como Fuerza de Dios en nosotros y con nosotros, desde dentro de nosotros. Decir que se nos ha dado el Espíritu de Dios quiere decir que Dios quiere arreglar el mundo con nosotros, y que nosotros hemos de arreglar el mundo con la fuerza del mismo Dios. No hemos de tener ningún pesar de decir que esta esperanza cristiana, lejos de ser alienante, es la única actitud verdaderamente realista. Es el realismo total que se extiende a todas las posibilidades de la realidad, que no excluye lo que Dios puede y quiere hacer en nosotros y con nosotros. No aquel realismo parcial y superficial que sólo sabe considerar lo que nosotros podríamos dar de nosotros mismos: «La única esperanza auténtica es la que es capaz de orientarse hacia aquello que no depende de nosotros, la que está movida por la humildad, no por el orgullo... El orgullo consiste en no encontrar fuerza más que en uno mismo. E! que se somete al orgullo queda desgajado de la comunión de los seres, que queda así destruida. Esta destrucción llega a la destrucción de uno mismo. El orgullo no es incompatible con el odio de si mismo; incluso puede llevar al suicidio,, (G. Marcol, Position et approchas da mystere ontologique, Paris 1949, p. 283).

La esperanza cristiana excluye el orgullo y se basa en la humildad confiada, porque, como dice todavía San Pablo, reconoce paradójicamente que "El es nuestra esperanza". Nos hace salir de nosotros mismos y nos hace entrar en comunión. Uno es más que uno mismo desde el momento en que entra en comunión con el que es más que uno mismo.

La esperanza, entre la gracia y la libertad

La esperanza no es, pues, una droga alienante, "el soñar del hombre despierto", que dijera ya el pagano Aristóteles. Al contrario, la fe en Dios y la comunión en el amor de Dios nos estimulan a la máxima responsabilidad. No nos dejan resignarnos con el mundo tal como es; nos hacen disconformes con él, tal como Dios está disconforme con este mundo marcado por el pecado y la injusticia. Es esta disconformidad de Dios mismo con el mundo lo que hace que podamos esperar un mundo mejor y lo que hace que luchemos por un mundo mejor.

La manera como Dios quiere hacer ­y quiere que nosotros hagamos con El­ un mundo mejor es enviando a su Hijo Jesucristo a proclamar el Reino de Dios. Jesús no impuso nada por la violencia. "Dios no es violento", había escrito San Ireneo a finales del siglo II. Dios sólo interpela, invita: "Convertíos, que el Reino de Dios está cerca" (Mc 1.15). Este carácter, no de imposición, sino de proclamación e invitación a hacer efectivo el Reino ­que es ahora invitación a la esperanza­ fue magníficamente recogido por San Ignacio de Loyola en su famosa meditación de los Ejercicios donde el "Rey eternal" proclama: "Mi voluntad es conquistar todo el mundo y todos los enemigos, y así entrar en la gloria de mi Padre. Por tanto, quien quisiere venir conmigo ha de trabajar conmigo, porque siguiéndome en la pena también me siga en la gloria" (Ejercicios Espirituales, nº 95). Vivir la esperanza que se funda en la fe en el Dios que nos ha enviado a Jesús de Nazaret para hacer un mundo mejor ­"conquistar todo el mundo y todos los enemigos"­ significa responder comprometidamente a esta invitación a hacer con Jesús el Reino de Dios ya aquí en la tierra.

La esperanza de Dios, fundamento y motivo de nuestra esperanza, es que nosotros sigamos a Cristo, acompañemos a Cristo, imitemos a Cristo en la obra de hacer un mundo mejor, un mundo que no sea ya el mundo del pecado, de la injusticia y de la muerte, sino verdaderamente el Reino de Dios Padre, reconocido como tal por los hombres decididos a vivir como hermanos.

EL Reino de Dios que Jesús proclama es todo don de Dios, don de gracia como el mismo Jesús; pero es también todo invitación a nuestra responsabilidad y a nuestra libertad. Con Jesús por delante y con la promesa de su Espíritu ­su "gracia"­, tenemos la certeza de poder aquello que por nosotros mismos no podríamos. La esperanza cristiana se enmarca así en la dialéctica entre la gracia salvadora de Dios y la libertad humana.

La locura de la cruz y la fuerza de la resurrección

EP/CZ: Quizá topemos aquí con el fondo más profundo del misterio de la acción salvadora de Dios hacia los hombres. Jesús, suprema gracia de Dios, queda en manos de la libertad humana. Cristo crucificado es la suprema gracia de Dios y la suprema víctima de la libertad pecadora de los hombres. El Justo que viene de Dios para proclamar la justicia definitiva del Reino, muere a manos de la injusticia de los hombres. ¿No será éste el supremo fracaso de toda esperanza? Si ni el Justo de Dios se libra de la injusticia humana, ¿habrá alguna posibilidad de librarse de esta injusticia omnipresente?

La esperanza cristiana ha de pasar necesariamente por este momento de la cruz, el momento donde parece que el mismo poder de Dios no puede hacer nada ante la malicia o la estupidez de los hombres. El mismo Justo de Dios clama: "Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?".

La esperanza cristiana pasa por la identificación real, efectiva, dolorosa, con el Cristo crucificado. El Maestro lo había dicho bien claro: "El que quiera ser mi discípulo, que tome su cruz". "Lo que me han hecho a mí, también lo harán a vosotros. El discípulo no puede ser más que el Maestro". El cristiano no tiene ninguna garantía de que sus esperanzas concretas no se vean frustradas por la malicia o la estupidez de los hombres en este mundo. El cristiano sabe que puede ser crucificado­asesinado a tiros, como Mons. Romero­, secuestrado o preso por los sicarios de este mundo, o sencillamente arrinconado en la inoperancia... Pero el cristiano sabe que, a pesar de ello, vale la pena luchar con Jesús para que se cumpla aquello que nos enseñó a pedir: "Venga tu Reino, hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo". Es que el cristiano sabe que la muerte y el fracaso de Cristo, así como su propia posible muerte o fracaso, no son la última palabra de Dios sobre su propia historia y sobre la historia del mundo. La última palabra de Dios son las trompetas luminosas de la mañana de Pascua que proclaman que, a pesar de las apariencias, Dios triunfa de la malicia y de la estupidez de los hombres.

La muerte en cruz de Cristo no es un motivo de resignación que, ahogando la esperanza, paralizaría nuestro esfuerzo y nuestra lucha en favor del Reino de Dios "así en la tierra como en el cielo". Ni tampoco la fe en la resurrección es un motivo de alienación que nos haría poner la esperanza sólo en un más allá diferido y ultramundano. Cristo vino a este mundo para ser salvación y esperanza de este mundo. Proclamó con palabras y obras la hermandad de todos bajo un mismo Dios-Padre, acogió en su nombre a los afligidos y marginados de este mundo pecador y reclamó la conversión de los injustos y pecadores que se vanagloriaban de ser justos según la justicia que les convenía. Por eso lo mataron. Estorbaba y dañaba los intereses de los privilegiados en el ámbito religioso, social o político. Era un "perturbador del orden"; es decir, del desorden legal establecido.

MARTIRIO: El discípulo de Cristo quiere seguir, confiado en la gracia v la fuerza del Espíritu de su Señor, el mismo camino que siguió el Maestro. Acoge el amor de Dios y quiere ser testigo comprometido e instrumento del amor de Dios hacia todos los hombres. El ejemplo de su Maestro y la fuerza del Espíritu le dan valor hasta para arriesgarse a "perder su vida" en esta obra que parecería humanamente abocada al fracaso y a la muerte. Y, de hecho, la historia del cristianismo está llena de "mártires", de "testigos" del amor a Dios, comprometido hasta la muerte con el amor a los hermanos. Y no pensemos solamente en el martirio o testimonio de la sangre derramada en el rechazo violento del Reino de la justicia. Hay también el martirio y el testimonio de la vida entregada día a día en el servicio oscuro, escondido, generoso y sacrificado sin límites, sin recompensa humana, que se da en tantas obras de servicio, de caridad, de ayuda, de acompañamiento, que llenan la verdadera historia de la Iglesia. Porque la verdadera historia de la Iglesia no es sólo ni principalmente la que a menudo acapara la atención de los historiadores profesionales o de los periodistas del día: los actos llamativos o aparatosos de los jerarcas o sus pactos y connivencias con los poderes de este mundo. Eso no es más que la historia anecdótica, superficial y, a menudo, espúrea. Por debajo de ésta, está la historia que pocas veces pasa a los libros y a los periódicos: la de quienes, en esperanza, van dando su vida al dar testimonio del amor de Dios a los hombres y hacer presente ­en medio de la oscuridad e insipidez de los reinos de este mundo­ "la sal y la luz" del Reino de Dios. Estos son los verdaderos seguidores de Jesús: los que están dispuestos a "padecer en su carne completando lo que aún falta a la pasión de Cristo" (Col 1,24), en la esperanza de la resurrección.

RS/CREERLA: De esta manera, la fe en la resurrección no se traduce en una esperanza alienadora, sino en una esperanza comprometida y estimuladora. La resurrección de Cristo es como la protesta de Dios y el triunfo de Dios contra el espíritu de interés y de injusticia que lo llevaron a la cruz. Es el "no" de Dios, solemne y atronador, contra los injustos padecimientos y la injusta muerte del Justo. Creer en la resurrección es hacerse solidario de esta protesta, de este "no" de Dios a los padecimientos y muerte de los justos a manos de los injustos. Por eso el cristiano, que vive de la esperanza de la resurrección, no sólo está dispuesto a ser solidario de Dios "completando lo que aun falta a la pasión de Cristo", sino, al mismo tiempo, ser solidario de Dios en su protesta contra el padecimiento de los justos, haciendo obras de vida y de resurrección, contra las obras de sufrimiento y de muerte que el pecado de los hombres opera constantemente en este mundo. En la esperanza de la resurrección, y por la fuerza del Espíritu del resucitado, el cristiano está dispuesto a trabajar, luchar y morir con el mismo Jesús ­en "imitación de Cristo"­ para que se haga la voluntad de Dios "así en la tierra como en el cielo"; para que la gloria del resucitado y la justicia de Dios resplandezcan ya aquí en la tierra. La esperanza es la fuerza de la resurrección haciéndonos salir, ya desde ahora, de nuestra muerte.

JOSEP VIVES
SAL TERRAE 1987, nº 6. págs. 457-467