LA UNIÓN CELESTIAL
COMO PLENITUD DE LA TERRENA

1.PERSONALIDAD/OBSTACULO VE/RELACIONES-PNALS 
Los bienaventurados realizan su comunidad fundada en el "ser en 
Cristo", en la unión con Cristo y en la posesión del Espíritu Santo con 
incondicional amor recíproco. En ella se manifiesta y representa su 
amor a Cristo, Señor y Cabeza de todos. En la convivencia celestial se 
cumplen las relaciones terrenas de amistad y de amor. La unión de 
los bienaventurados está libre de las deficiencias y unilateralidades 
terrenas. En la vida terrena sólo puede haber intercambio vital entre 
muy pocos hombres. El círculo de los unidos entre sí tiene que ser 
tanto más pequeño cuanto más intenso sea el intercambio vital. La 
suprema intensidad de unión terrena, el matrimonio, sólo es posible 
entre los hombres. Incluso a la unión entre pocos hombres le han sido 
puestos limites estrechos e insuperables. Ni siquiera la amistad más 
íntima o el amor pueden pasar la muralla que separa a las personas. 
Es la muralla de la personalidad. Cierto que la personalidad es la 
máxima dignidad del hombre, pero a la vez le encierra inevitablemente 
en una soledad insuperable, ya que lo limita frente a toda otra 
persona. A la personalidad pertenece la autoafirmación frente a 
cualquier otro ser distinto del yo. 

CUERPO/COMUNICACION La soledad de la personalidad se 
presiente en la corporalidad. En el cuerpo es cada uno lo que es. En 
el cuerpo es el hombre una mismidad ineludible. Cierto que el cuerpo 
es el puente que pasa del yo al tú, pero a la vez es el muro 
infranqueable que separa al tú del yo. A consecuencia de la cerrazón 
del yo en sí mismo, el amor terreno no pasa de ser un intento de 
unión. Durante la vida de peregrinación sólo puede vivir en forma de 
anhelo. Ello implica una continua inseguridad en sus esfuerzos. Nunca 
consigue alcanzar la medida de comunidad alcanzada al estado 
terreno. Unas veces se quedan por detrás de la medida justa y otras 
traspasa los límites puestos. Unas veces se cierra injustificadamente 
ante el tú cayendo en el egoísmo, y otras veces intenta traspasar el tú 
más de lo que le es permitido y su entrega se convierte en abandono, 
seduciendo al tú también a una abertura de sí mismo que degenera 
en pérdida de sí. 

Tales dificultades desaparecen en la vida celestial. Pues ésta está 
libre del sometimiento al egoísmo y desconsideración humanos, a la 
debilidad y al cansancio, al estrechamiento por las leyes del espacio y 
del tiempo. Los bienaventurados pueden abrazarse y traspasarse de 
un modo que trasciende todas las posibilidades terrenas debido a su 
ser transformado y a la nueva fuerza de visión y capacidad de amor 
que Dios les regala. Están unos para otros perfectamente abiertos y 
patentes. Cada persona está simultáneamente configurada por la 
fuerza del amor y de la autoconsideración hasta el punto de que 
puede regularse perfectamente al tú sin abandonarse y sin cerrarse. 
Tiene el tacto seguro de entregarse con la intensidad que garantiza a 
la vez la máxima autoposesión y reservarse de forma que a la vez 
ocurra la máxima entrega. Como es totalmente presente a sí mismo, 
se tiene de tal modo en la mano que puede regalarse totalmente sin 
perderse. Y viceversa, cada persona es capaz y está dispuesta a 
aceptar al tú que le sale al paso de forma que éste pueda penetrar en 
la mismidad del yo hasta el último limite puesto por la personalidad. El 
Espíritu Santo, en quien el Padre y el Hijo están recíprocamente 
abiertos, es quien abre a todos para todos. El es el amor en propia 
persona. Cada uno se encuentra, por tanto, con los demás como 
viviente. 

Pero también a la unión celestial le han sido puestos límites a pesar 
de su intimidad y fuerza. Pues el yo no funde con el tú en una unidad 
total. El yo sigue siendo yo y el tú permanece tú. También en la unión 
celestial sigue siendo cada uno un secreto para los demás. También 
en el cielo tiene cada uno su secreto que le pertenece sólo a él y no 
puede ser visto por ningún otro. También durante la vida terrena es 
cada uno un misterio para los demás. Este estado no puede ser 
trascendido en toda la eternidad. Sin embargo, mientras que en la 
vida terrena el yo es frecuentemente un doloroso secreto para el tú, y 
tanto más doloroso cuanto más próximos están ambos, en la vida 
celestial cada uno es para los demás un secreto feliz. Del mismo modo 
que el bienaventurado puede asomarse al misterio de Dios, puede 
también asomarse al misterio del tú sin penetrarlo del todo. Sin 
embargo, no padece por ello. Frente al tú que es un secreto para él el 
yo no está en insatisfecho anhelo. Sino que del secreto del tú recibe 
felicidad y bienaventuranza. Le alegra que el tú tenga la alta dignidad 
de la personalidad. Lo ama en esa dignidad y sería, por tanto, infeliz 
si la dignidad de la personalidad pereciera en una unidad total. Su 
amor es, incluso en el cielo, el amor del respeto. También el respeto 
alcanza en el cielo su figura definitiva. Es tributado sin esfuerzo 
porque a los bienaventurados no les tienta traspasar los límites al 
entrar en el secreto del tú. A consecuencia del incondicional 
desinterés de su amor, el bienaventurado es feliz por la perfección del 
tú y no desea poseer su secreto. Su alegría es alegría con los demás 
en Cristo y en el Espíritu Santo. Y es tanto mayor cuanto mayor es la 
alegría del tú. 

Pero aunque los bienaventurados sean un misterio unos para otros 
por toda la eternidad, no están unos frente a otros anhelantes e 
insatisfechos; sino que se aman mutuamente, respetando el misterio 
de cada uno; se aman como personas y, por tanto, aman el misterio 
de lo personal. En el cielo se cumple lo que el hombre anhela 
continuamente en la tierra: la incondicional entrega al "tú", sin 
renunciar al "yo" y sin sojuzgar al "tú" y a la vez la plena reserva del 
"yo" sin cerrarse ante el "tú". El cielo es el estrecho sendero en el que 
el hombre cumple sin dificultad la actitud de la perfecta entrega al "tú" 
y la perfecta posesión del "yo" sin lucha ni desasosiego. Es el centro, 
el justo término medio, en que el hombre se regala sin perderse y se 
posee sin cerrarse. 

Los bienaventurados no sólo descansan en la dicha de la 
comunidad con Dios, sino que de la comunidad recíproca fundada en 
Dios les fluye una dicha en cierto modo accesoria. Descansan en el 
estar-unos-con otros y en el estar-unos-en otros que funda el amor 
(fuente primaria y secundaria de la alegría celestial). 

La razón más profunda del misterio del tú es Dios. En definitiva el yo 
no logra llegar hasta la raíz del tú porque esta raíz tiene una 
profundidad infinita, por estar emparentada con Dios el 
incomprensible. La semejanza a Dios extiende sobre los hombres el 
esplendor del misterio. 

SCHMAUS
TEOLOGIA DOGMATICA VII
LOS NOVISIMOS
RIALP. MADRID 1961