ESPERANZAS HUMANAS Y SALVACIÓN EN JC
8.-Ni separación ni confusión entre esperanzas humanas y salvación en Jesucristo
Hacerse creyente -como hacerse adulto- es un itinerario siempre inacabado. Decir que
consiste en repetir por cuenta propia el movimiento de la Escritura, es aún demasiado poco,
pues se trata también de hacer suya la Tradición de la Iglesia, de renacer constantemente el
difícil camino por el que ella intentó y sigue intentando todavía, tomar mejor conciencia de su fe
y expresarla. Pienso en la etapa de ese camino que fue el Concilio de Calcedonia, en el año
451, en el que se quiso definir solemnemente la fe cristiana acerca de las dos naturalezas de
Cristo y de la unión de ambas en una sola Persona. La fórmula adoptada entonces para
señalizar el movimiento de la fe en Cristo, plenamente hombre y plenamente Dios, decía que
ambas naturalezas habían de ser reconocidas, «sin confusión, sin división, sin separación» (1).
SV/NATURALEZA:¿No podría adoptarse esta fórmula, a modo de punto de apoyo, en la
discusión del creyente sobre las naturalezas «espiritual» y «temporal» de la salvación adquirida
por Cristo? El hecho de que la realidad de esta salvación depende de la verdad de la
encarnación del Verbo, nos autoriza sin duda a justificar ese préstamo del vocabulario, por
razones más profundas y sólidas que las meras conveniencias de un paralelismo externo y
artificial.
Una primera aproximación al misterio -recordaremos en primer lugar- consiste en afirmar que
hay una estrecha unión entre nuestras experiencias y luchas en favor del hombre, por una
parte, y la salvación en Jesucristo, por otra; y que los proyectos de liberación y desarrollo
llevados a cabo por los hombres, no son ajenos a la salvación otorgada por Jesucristo.
Pero pronto aparece la dificultad que existe para aclarar y formular esta unión. Ya veremos en
qué quedan algunos de estos intentos de formulación.
Ante las limitaciones y la insatisfacción en que tales intentos nos colocan, ¿podremos
anticipar otros cuadros de pensamiento que permitan reflexionar y formular hoy la fe
permanente de la Iglesia? Lo intentaremos.
Finalmente volveremos, sin insistencias inútiles, a lo que, entonces, se nos muestre
claramente como malentendidos tan superficiales como nefastos.
Las esperanzas humanas y la salvación en Jesucristo
están estrechamente unidas
EP-HUMANAS/SV CSO/SALVACION
liberación de las personas y pueblos oprimidos, promoción humana mediante la alfabetización,
la acción sanitaria, social, económica o política, desarrollo de los pueblos del Tercer Mundo,
etc..., todas estas cosas tienen una relación positiva con la salvación alcanzada en Jesucristo.
Ya no podemos darnos por satisfechos con la ilusión individualista y espiritualista según la cual
la salvación afectaría sólo a las almas o a una vida eterna concebida únicamente como un
«después», como una contravida, un contramundo, un «en otra parte»...
Acabamos de ver que Jesús dice al ciego de Jericó o a la mujer enferma: «tu fe te ha
salvado» (Mc 10, 62; 5, 34). «Salvado» quiere decir, entonces, tanto vuelto al estado de salud
como convertido interiormente. El caso de la curación del paralítico (Mc 2, 3-12) es
especialmente instructivo en cuanto a esta coincidencia. Según el Evangelio, la salvación traída
por Jesús va dirigida a todo el hombre: purifica los corazones y sana los cuerpos. Es una
salvación que libera de las ataduras de «Satanás»: según la creencia popular de aquella época,
muchas enfermedades se atribuían al influjo de los «malos espíritus», de los «demonios»
(véanse, por ejemplo, las escenas de expulsión de los demonios, al principio de Marcos; o, en
Lc 13, el caso de la mujer a Ia que tenía enferma un espíritu...).
¿Qué significa todo esto? Que la salvación nos alcanza y se nos da a conocer como una
realidad «dada» y como «proyecto», en el corazón de la historia, de nuestra experiencia y de
nuestras aspiraciones más humanas. Y los duros combates llevados adelante en favor del
hombre -de lo que es verdaderamente el hombre- constituyen, según el Evangelio, otros tantos
signos de esa salvación llegada ya y aún no del todo manifestada. Esto es cierto incluso en
respecto a las acciones humanas realizadas en favor del hombre por quienes no reconocen,
desde el primer momento, el rostro de Jesús en el prisionero, el sediento, el hambriento, el
desarrapado, el privado de libertad, de amor y de relación (Cf. Mt 25, 34-36 ).
Esta noción de «signo» es muy importante. No se debe confundir el signo con la realidad por
él significada; pero si se pretendiera ahorrar signos en la existencia concreta, se caería en una
evasión y se faltaría a una de las leyes fundamentales, tanto dentro de la antropología como de
la historia de la salvación. Y los signos dejarían de serlo, si no fueran vehículo de alguna
realidad más allá de su materialidad, o dicho de otro modo, si se pretendiera reducir la realidad
a la función de puro signo. El signo no puede ser ajeno a la realidad y viceversa. El problema
está en no cerrarse sobre el puro signo, lo que desembocaría en lo que hoy se llama, a veces,
el «horizontalismo»; ni tampoco en la pura realidad, lo cual sería el verticalismo de la evasión
pietista. El discípulo, que no es mayor que su Maestro, no se librará de esta especie de
crucifixión.
La encíclica de Juan Pablo II ya mencionada, consagra vigorosamente la superación de la
oposición entre verticalismo y horizontalismo. Insiste ampliamente en la misión de la Iglesia, que
incluye la preocupación por el hombre en todas sus dimensiones: «encuentra el principio de
esta solicitud, en Jesucristo mismo, según atestiguan los Evangelios». Así, pues, la
preocupación por la salvación no debe desviarnos de las tareas de la historia.
GRACIA/CUERPO: Puede haber una manera sospechosa de invocar la
«gracia», como si su eficacia viniera simplemente a añadirse a la de nuestros esfuerzos, como si
hiciera número con nuestros proyectos humanos. No se puede confinar a la gracia en el campo
puramente espiritual: eso sería una equivocación incompatible con eI cristianismo. En efecto, es
el hombre en su totalidad el que se encuentra invadido por la gracia y el que se convierte en
manifestación de la gracia; «todo el hombre y también, toda la humanidad dichosa colocada
corporalmente en presencia del ser corporal de Cristo» (2).
Si partimos del único mandamiento evangélico, que es el amor, llegamos a la misma
conclusión. Según la Buena Noticia, el amor a Dios se vive en el amor a los hombres,
cualesquiera que sean. Este amor exige que se le aplique concretamente y, por lo tanto, que se
trabaje para que el hombre pueda vivir como hombre, es decir, que tenga pan, dignidad,
amistad, libertad, etc. Ahora bien, la práctica de este amor al prójimo no se realiza sólo en lo que
se llama relaciones momentáneas (como, por ejemplo, el favor prestado, la visita a quien está
aislado, la sonrisa al desalentado...), sino que se despliega igualmente y con creciente amplitud
en las relaciones prolongadas (como son la intervención en las estructuras y en los dinamismos
sociales, en las instituciones); abarca la dimensión política y la económica.
HT/UNA-SOLA:En Cristo, clave de bóveda de Dios creador y salvador, no hay dos historias:
una historia «santa» -que sería la única «historia de la salvación- y otra profana. Hay una sola
historia, la historia de la humanidad hacia una mayor libertad, una mayor justicia, un mayor amor
y una mayor humanidad. El Reino de Dios es la realización de esta historia, de la esperanza
humana en la felicidad y de la verdadera identidad. Por consiguiente, el lugar de la esperanza
del Reino es la adopción actual de partido, en la sociedad y en la historia, a favor de un mundo
más humano de justicia, de verdad, y de paz. Ahora bien, justicia, verdad, paz, etc., no son
conceptos generales: son realidades concretas que piden una transformación de la sociedad,
unas relaciones sociales y, consiguientemente, una acción. Entre los hombres, estas realidades
sólo pueden ser fruto de una lenta y valerosa conquista, de una lucha. Hablar de la justicia de
Dios y de la libertad que Cristo nos adquirió, es un lenguaje desposeído de todo sentido y de
todo contenido, si no va estrechamente unido a la experiencia de la libertad y de la justicia que
actualmente se hacen entre los hombres» (3).
Pero esta unión es difícil de clarificar,
de expresar y de ser vivida
La última cita que acaba de leerse muestra bien esta dificultad con que se tropieza al intentar
decir en qué consiste la unión entre la salvación cristiana y la búsqueda de éxito humano. ¿Es
suficiente y no ambiguo, para superar la mera afirmación de su existencia, ver en el Reino de
Dios la realización de la esperanza humana de la felicidad? ¿Se trata de puro y simple
desarrollo del hombre y del mundo tal y como nos los podemos imaginar? ¿Conocemos la
esperanza humana en sus últimas profundidades y lo que debería y podría ser, en último
término, un «mundo más humano»? Lo que está en juego en la Pascua de Cristo, ¿es sólo la
humanización del mundo según la medida de nuestras ambiciones y de nuestros sueños? Este
misterio marcha de maravilla en nuestra historia, pero las dos maneras de acabar con él serían
o expulsarlo de ella o, al revés, reducirlo a lo que humanamente conocemos de las dimensiones
de esta historia.
Consideremos algunos de los intentos en curso en orden a resolver estas dificultades. Y
preguntémonos si tales intentos son plenamente satisfactorios.
Ni mera continuidad, ni mera ruptura.
Con razón hay que resistir a las dos tentaciones opuestas: o calumniar las obras del hombre o
idolatrar la historia que éste va tejiendo. Y, por lo tanto, habrá que decir: por lo que se refiere a
las acciones humanas de liberación y de promoción, la salvación en Cristo es, a un mismo
tiempo, consumación y ruptura, continuidad y discontinuidad. Evidentemente, esta paradoja es
difícil de entender y, sobretodo, de vivir. La salvación en Jesucristo se inserta en la expectativa
humana; pero no se reduce a ella; tal reducción de la salvación en Cristo sacralizaría la
expectativa humana, desposeyéndola así de su secularidad; ni tampoco la suple, lo que
equivaldría a invalidarla y a negar su consistencia y su autonomía propias. Alain Birou aventura
la comparación siguiente: «La irrupción del amor de la prometida en el corazón del joven no
altera en modo alguno las cargas y obligaciones de su vida cotidiana; sin embargo,
secretamente la ilumina y transforma por completo».
RD/PROGRESO: No hay pura y simple continuidad, homogeneidad, armonía
preestablecida entre las acciones de desarrollo y de liberación, dirigidas por el hombre, y la
salvación cristiana; entre progreso social y Reino de Dios. Pero tampoco hay ruptura,
discontinuidad absoluta, oposición sistemática.
Con eso ya afirmamos mucho... No obstante, en realidad se trata de fórmulas negativas, que
excluyen algunas proposiciones; pero todavía no son afirmaciones positivas.
Salvación «en» la historia
y no «por» la historia. SV/HT-HUMANA:
Partiendo de la categoría de historia, puede abrirse una perspectiva quizás interesante. Se
dirá, y con razón, que la salvación cristiana no se verifica fuera de la historia por los hombres
con sus luchas, sus expectativas, sus trabajos y sus azares. Esta historia es verdaderamente el
lugar donde esa salvación se despliega progresivamente, y no siempre de forma evidente.
Añadiremos -por una justa preocupación de respetar la gratuidad de la salvación- que esta
última, si bien tiene lugar en la historia, no es causada por la historia ni por los esfuerzos
humanos desarrollados en ella. Si el mundo y la historia constituyen el lugar de la Pascua, es la
Pascua (cruz y resurrección) la que produce la salvación. Y. la historia, donde brotan mezclados
la buena semilla y la cizaña, el último día será juzgada, cribada y transfigurada. El orden del
Reino de Dios no es mera prolongación del de la nueva sociedad, ni fruto natural de la dinámica
del progreso.
La afirmación, muy importante y cargada de consecuencias prácticas según la cual la historia
-con la vida social y las empresas del hombre- es el lugar de la salvación, no nos permite
todavía conceptuar el contenido de esta salvación: identificamos el continente que es la historia,
y éste se mantiene a pesar de todo en una especie de exterioridad con respecto a la salvación,
a la que se limita a contener.
Irradiación de la salvación espiritual
sobre las realidades externas.
Tendremos que decir además: la salvación de Jesucristo alcanza a lo más interior y germinal
que hay en la persona, sanándonos del pecado y transformando nuestros corazones. A partir
de esta conversión espiritual de la persona, la salvación va a hacer que su influjo benéfico
repercuta en los cuerpos, en el mundo material, en las estructuras de la sociedad y en todas las
realidades políticas y económicas de la historia. Así es como un autor ya citado subraya que la
resurrección de Cristo «no es sólo un anuncio en la vida eclesial, aunque se mejore su
expresión y su forma, sino el tejido mismo de una historia en la que, en el tiempo de la paciencia
de Dios, con frecuencia en el trabajo y de noche y a veces también en esa tristeza de la que
habla Hamlet ante las esperas de la esperanza, sigue adelante la obra de la gracia, es decir, el
lento contagio del fermento pascual que primero alcanza a la persona, permitiéndole al fin virar
de la animalidad hacia el hombre espiritual; después, y de un modo capilar pero
inexorablemente, la transfiguración alcanza al primer círculo de nuestro entorno, a las zonas
más remotas de los ambientes sociales y de los mecanismos profesionales y, por último, a los
horizontes del mundo y a las fronteras de la historia».
Pero la mentalidad actual, ¿no se mostrará desconfiada, o cuando menos pensativa, ante el
lenguaje de semejante esquema explicativo, aunque parezca satisfactorio a ciertos afortunados?
En efecto, no hace falta ser marxista o marxistizante, para constatar que la relación del influjo
persona-institución no funciona únicamente en el sentido que va de la persona hacia la
transformación institucional. Hoy sabemos perfectamente que la interioridad personal se
encuentra ampliamente influenciada por el mundo exterior y por las estructuras sociales en
cuanto a sus representaciones mentales, aspiraciones, valores y vicios. Y esto sigue siendo
cierto incluso si se añade que las estructuras y el mundo material pueden ser modificados por la
persona. Además, esa energía de salvación que ejerce su contagio y se irradia sobre el mundo
exterior y sobre la historia, ¿lo hace partiendo de una vida eclesial concebida meramente como
un islote interior a ellos? ¿Es suficiente representarse la realidad de la Iglesia portadora de la
salvación de Jesucristo como incluida en la realidad del mundo y de la historia? Esta realidad de
la salvación en acción, ¿no sobrepasa la asamblea eclesial visible, y no podría decirse que más
bien es ella la que comprende y engloba el mundo y la historia? Corremos el riesgo de quedar
apresados en el esquema de exterioridad.
liberación humana,
mediación de la salvación
¿Salvación recibida de lo alto, o salvación conquistada por nuestros afanes? ¿Mejoramiento
social, liberación y desarrollo serían los nuevos nombres de la salvación? A estas preguntas, el
cristiano que desea estar prevenido contra las ingenuidades demasiado fáciles, acaso responda
con el siguiente lenguaje: los afanes humanos orientados a organizar la vida social y a construir
el mundo en un sentido cada vez más favorable al hombre, son «mediaciones» de la salvación
traída por Cristo. El advenimiento del Reino pasa por el trabajo de liberación...
Este razonamiento no es falso... Pero a condición de que se marque bien la diferencia entre
«mediación» y «medio»: ¡es tan fácil un desliz en el significado! Si el creyente considerara los
trabajos humanos como una instrumentación y como un conjunto de medios por los que se
alcanzara el Reino de Dios, sería víctima de un doble error. En primer lugar, dejaría de respetar
la gratuidad de la salvación. Después, ignoraría la consistencia propia de lo temporal. Por otra
parte, «este acuerdo necesario, esta armonía preestablecida entre el plan de Dios y el
compromiso de la liberación, no señalan bastante (...) la unidad dialéctica de la mira del cristiano
que tiene que ser, no simultáneamente sino por un mismo hecho, el que recibe la salvación y el
que la comunica a sus hermanos». No superamos aún la imagen de una coordinación extrínseca
y de una remota convergencia final. A-DEO/A-H: No nos parece que esto encaje
suficientemente con el principio joanneo de la unidad del amor, según el cual los compromisos
concretos en favor del prójimo son el amor mismo que manifestamos a Dios, y no meras vías de
acceso hacia El.
¿Ser cristiano es militar a favor
de la liberación de los hombres? CR/LIBERADOR
La exigencia del amor que acabamos de recordar, da lugar a veces a las siguientes
afirmaciones: lo esencial, para ser cristiano, es estar comprometido en una acción de liberación
humana concreta; ¡en esto residen la identidad cristiana y la salvación!
«Esto puede entenderse correctamente -advierte Alain Birou- a condición de que no se haga
de esta praxis histórica y política el sustitutivo de una liberación que no proviene de los
hombres. Porque fuimos liberados por pura misericordia de Dios que nos dio «vida» en Cristo
Jesús, en quien fuimos resucitados y colocados en eI cielo».
MORALISMO-SOCIAL Es indiscutible -y olvidado con demasiada frecuencia en la práctica-
que la fe en Ia salvación nos impone el deber de trabajar en todas las liberaciones
auténticamente humanas. Pero ciertas declaraciones en favor de un cristianismo comprometido,
¿no tienen el peligro de volvernos al viejo error de los judaizantes, contra los que tanto tuvo que
luchar san Pablo? «Habéis sido salvados por la gracia mediante la fe; y esto no viene de
vosotros, sino que es don de Dios, tampoco viene de las obras, para que nadie se gloríe»
(/Ef/02/08-09). No es la «ley» la que nos justifica, decía Pablo; digamos hoy: no son la praxis, ni
el compromiso social o político los que nos hacen cristianos. La fe es la única que justifica,
aunque no se la puede considerar auténtica si faltan las obras. Fe y salvación son
«trans-éticas». Un moralismo individualista ha venido desnaturalizando, durante demasiado
tiempo, el anuncio de la salvación cristiana; no judaicemos ahora sustituyéndolo con un
moralismo social
VINCENT AYEL
¿QUÉ SIGNIFICA SALVACION CRISTIANA?
SAL TERRAE Col. ALCANCE, 15. SANTANDER-1980.Págs.111-124
...............
1) Cf. el texto de Calcedonia en Enchiridion Symbolorum, Dz. nº 148.
2) Karl RAHNER y Herbert VORGRIMLER. Diccionario de teología; art. Cuerpo.
3) Ignace BERTEN. Jésus Christ et la libération des hommes. En «La foi et le temps». nov-dic. 1973, p. 604.
....................
Hacia una expresión más satisfactoria
Sin rechazar pura y simplemente los precedentes intentos de aproximación, ¿son posibles
otros más satisfactorios? Los que ahora se van a proponer, no aspiran en modo alguno a ser
perfectos. Sería pretencioso creer que se «explica» enteramente la estrecha unión existente
entre la salvación en Jesucristo y la acción de liberación y humanización llevada adelante por los
hombres en la historia: ningún lenguaje podrá agotar ni contener en su ámbito el misterio de
Dios en que estamos inmersos. Pero la inteligencia de la fe nunca está en paz con su obligación
de intentar un lenguaje, y la Revelación nos impulsa a transmitir fielmente en cada época su
lenguaje inmutable con términos nuevos... que se reconocen a sí mismos relativos.
Así, pues, considero más acomodadas y menos impropias de la hora actual las categorías de
pensamiento que voy a sugerir. Están tomadas de una antropología atenta, por una parte, a la
bipolaridad de la persona y, por otra, al significado del cuerpo.
Unidad y bipolarización de la persona y de su salvación.SV/GRATUIDAD:
En Cristo, Dios nos justifica por amor gratuito sin que podamos pretender tener derecho a ello
a partir de lo que somos, y sin que hayamos comprado esa salvación con nuestras obras
meritorias. Afirmación ésta esencial del Nuevo Testamento, que ha de coordinarse con esta otra
que fluye de la unidad del plan de Dios creador y salvador: la actuación de Dios que salva a la
persona es coherente con la condición de ésta tal como el mismo Dios la crea. Una
fenomenología de la existencia personal pone en evidencia que, en su unidad indisociable, la
persona es a un mismo tiempo acogida y don, singularidad y participación, conciencia y materia
cósmica. La salvación tiene en cuenta todos estos caracteres.
1) PERSONA/APERTURA: Quien dice «persona» dice apertura, capacidad para acoger lo que
viene de otra parte... o de otro: la persona es receptividad. Recibimos nuestra existencia,
nuestra dignidad, nuestra libertad y nuestra felicidad de la mano y de la atención de otro.
«¿Qué sería de mi sin ti?», podemos cantar con el poeta Aragón en honor de cada uno de los
que tenemos ante nosotros. Nadie es por si mismo su propio origen.
Y. sin embargo, no soy un mero receptáculo pasivo y sin recursos. Quien dice «persona» dice
actividad, capacidad de compromiso. La persona sólo se realiza en el don de sí misma. «Quien
quiera salvar su vida, la perderá.»
A este primer aspecto de la bipolaridad de la persona corresponde el carácter, a la vez
«recibido» y «obrado», de su salvación en Jesucristo. Salvación completamente recibida de sus
manos y que, sin embargo, nos corresponde por obrar en total coherencia con las dos
dimensiones de la persona. No se trata de dos salvaciones yuxtapuestas, más o menos
concertadas a costa de una dosificación entre la parte que correspondería a Dios y la que
correspondería al hombre. No somos meros beneficiarios o consumidores de la salvación;
somos sus operantes, sin dejar de ser sus receptores. GRACIA/ESFUERZO
ESFUERZO/GRACIA Lo que recibimos gratuitamente es el poder ser sus operantes, la
«capacidad de hacernos hijos de Dios», como dice la Escritura. O también, según la fórmula de
Henri Holstein, «somos actuados por el Salvador para que actuemos como salvadores».
Podemos y debemos ser liberadores por ser liberados -como somos y debemos ser «don»
porque somos «acogida».
2) Quien dice «persona» evoca un centro inexpugnable de organización del universo, de
decisión y de autonomía interior: la persona es singular. Todo menoscabo de esta originalidad
se experimenta como una nivelación mortal. En este sentido, hay cierta soledad -no digo
aislamiento- imposible de eliminar, en toda existencia verdaderamente personal. En definitiva,
siempre estoy solo ante mis opciones; y, sea cual fuere la aportación de los consejos recibidos
con anterioridad a mis decisiones, no puedo descargarme de mi responsabilidad en solitario.
Pero esta singularidad, lejos de oponerse a la socialidad, la permite y la reclama. Nunca soy
más yo mismo que cuando estoy en relación, en comunión con otros «yo». El «Yo» implica el
«Nosotros», y al revés. Las conciencias son recíprocas; la persona siempre es plural y su
existencia es colegial. La reclusión y el narcisismo matan la persona en lo que ésta tiene de más
original. La apertura y el diálogo, la invocación y el amor dan testimonio de ella y proporcionan
su expansión.
Estas observaciones nos brindan un instrumento para pensar y vivir una salvación que es
personal -Dios no nos ama ni nos salva «a granel», sino que a cada uno nos llama por nuestro
nombre particular- y que es, al mismo tiempo, social y comunitaria-no nos salvamos en solitario,
sino con otros.
3) La persona es, al mismo tiempo, espiritual y carnal. En seguida tendré que volver sobre
este aspecto de la persona encarnada, pues marca de un modo decisivo el tratamiento de
nuestro problema. Por el momento, me limito a subrayar que, si somos conciencia, subjetividad e
interioridad, el hecho de ser también corpóreos nos integra en el cosmos sin hundirnos en él.
Somos inseparablemente sujetos y objetos. Por razón de nuestra espiritualidad, somos sujetos y
emergemos del mundo de los objetos; pero esta ruptura de un umbral no es mera
discontinuidad, pues nuestra corporeidad nos sitúa espacial e históricamente, y nos enlaza con
el mundo mineral, vegetal y animal. Como declaraba el Vaticano II, «el hombre, por su misma
condición corporal, es una síntesis del universo material, el cual alcanza por medio del hombre
su más alta cima y alza su voz para la libre alabanza del Creador» (GS, 14-1).
Así, pues, la salvación que alcanza a la persona en su constitución de espíritu y de materia,
tiene que ser salvación espiritual y, al mismo tiempo, cósmica. Si la vocación del hombre es
humanizar la naturaleza inanimada, investirla de espíritu y hacer de ella «su cuerpo mayor», se
comprende mejor el significado de la salvación que se junta con la humanidad en esta lenta
conquista.
Alegato en favor del cuerpo del Reino.
La reflexión sobre el hombre, indivisiblemente cuerpo y espíritu, puede proporcionarnos un
lenguaje particularmente interesante para evitar los atolladeros de ciertas separaciones o
confusiones entre salvación y tareas humanas de ordenación terrena.
1) PERSONA/ESPA-CPA Afirmar que la persona es a la vez espiritual y corporal, no equivale
a decir que tiene o que posee un espíritu y un cuerpo. En efecto, esta última forma de hablar se
reduciría a colocar la existencia de la persona previamente y fuera de su espíritu o de su
cuerpo, considerándose a éstos como objetos poseídos pero sin ser parte integrante del sujeto
poseedor. Tratándose del hombre, tanto el cuerpo como el espíritu se inscriben en el registro
del ser, no en el del tener. No tengo un cuerpo o un espíritu a la manera que tengo una casa o
una máquina de escribir. Soy cuerpo y espíritu. El ser corporal que soy representa mucho más
que un instrumento o un medio para las actividades de la persona, como si ésta pudiera ser
anterior a la condición corporal, interviniendo esta última sólo en un segundo tiempo.
«Hablar del cuerpo es hablar del alma que lo informa. No imaginamos, en efecto, el cuerpo y
el alma como dos cosas. Los concebimos como dos aspectos irreductibles, pero implicados el
uno en el otro, de un único ser real que es el hombre (...). El alma y el cuerpo son un complejo
de principios componentes que se dan juntos, aparecen juntos y, en cierto sentido,
desaparecen juntos. El alma separada subsiste, desde luego; pero el espíritu humano en tanto
es un alma en cuanto que hace subsistir y actuar a su cuerpo; al cesar esta función con la
muerte, el espíritu no es ya un alma más que en capacidad y en deseo. Cuerpo y alma
desaparecieron juntos: de manera que, una vez separado del alma, lo que llamamos cuerpo ya
no es más que una apariencia y un recuerdo precario...» (1).
No nos dejemos embaucar por cierto lenguaje esencialista que define la dignidad del hombre
por el pensamiento y la conciencia. En la condición humana, éstos dependen estrechamente, de
hecho, de los sentidos y de la corporalidad. Dice bien Pascal, que «toda la dignidad del hombre
consiste en el pensamiento» (Pensamiento 365), pero no tarda en añadir (Pensamiento 366)
que nuestro espíritu «no es tan independiente que no esté sujeto a verse perturbado por el
primer ruido que se produzca en su alrededor... Basta para ello el ruido de una veleta o de una
polea. No os extrañe que no razone bien en este momento: está zumbando una mosca junto a
su oído...» Si nos colocamos en el plano existencial, comprobamos que no hay pensamiento sin
el concurso de todo el cuerpo.
«Cuando me siento, se sientan mis ideas» decía Montaigne. La dignidad del hombre concreto
no está en que es un espíritu; reside en la unidad de su ser de espíritu encarnado, o de cuerpo
animado. Y esta dignidad se siente gravemente lesionada con la reducción de lo que realmente
soy en cualquiera de ambos aspectos.
ALMA/CUERPO «El hombre vive corporalmente su existencia (...). Esta
relación permanece siempre ambigua, nunca uso únicamente de mi cuerpo como de una
herramienta, puesto que, en el mismo momento en que me sirvo de él, estoy también siendo
llevado por él tanto para obrar y manipular como para recibir y enfrentarme a las cosas. Ahí está
el pudor, que viene a confirmar esta ambigüedad insuperable. Pues, si siento pudor, es porque
al mismo tiempo me reconozco y no me reconozco en este cuerpo (...). Soy mi cuerpo; si no lo
fuera, no me sonrojaría ante la mirada de otro (no tengo por qué sonrojarme de una cosa que
me es ajena), pero me da miedo de no translucirme suficientemente a través de él, temo que no
se lea suficientemente en él lo que en realidad soy. En una palabra, me asusta estar
simplemente atrapado en él, atascado, convertirme sólo en carne» (2).
Recogiendo el vocabulario tomista, se dirá exactamente que el cuerpo es la expresión
substancial del alma, y que sólo en él se realiza concretamente el alma. Cuanto más se realiza el
alma, más corporalmente humano se hace el hombre y cuanto más responde el cuerpo humano
a lo que en realidad es, más se realiza el alma: en efecto, el alma se realizará en la medida en
que aumente la comunión interpersonal, y toda comunicación entre las personas se efectúa
gracias a su dimensión corporal. El cuerpo es la persona manifestada, expuesta, vulnerable,
abierta a la relación con el mundo y con lo otro.
Hay que decir, además, que el cuerpo es verdad interior de la persona y eficaz puesta en
ejecución de su intención. De donde puede verse hasta qué punto el funcionamiento de los
cuerpos, a sabiendas desconectado de los pensamientos y quereres interiores, constituye una
desviación y una decadencia contradictoria de la verdadera corporalidad humana. «A decir
verdad -escribe Paul Ricoeur-, lo primero que mi cuerpo demuestra ser es una apertura a...».
Apertura de la necesidad, apertura del sufrimiento y, en primer lugar, de la percepción. «Pero
no es esto todo: mediante la expresión, mi cuerpo expone en el exterior lo que hay en el interior;
igual que un signo para otro, mi cuerpo me hace descifrable y ofrecido a la mutualidad de las
conciencias. Finalmente, mi cuerpo ofrece a mi querer un paquete de poderes y de saber-hacer
ampliados por el aprendizaje de la costumbre y desconcertados por la emoción: ahora bien,
esos poderes me hacen practicable el mundo, me abren a su carácter de utensilio por los
agarraderos que me ofrecen sobre el mundo».
2) Quizás me pregunte aquí el lector por qué razón se le invita a esta reflexión antropológica
sobre el cuerpo. No se trata en absoluto de un desarrollo parásito, sino del establecimiento de
unas categorías resultantes de la experiencia cotidiana, con miras a pensar y a referir la
relación existente entre la salvación en Jesucristo, por un lado, y las obras de promoción del
hombre y de transformación del cosmos, por otro.
El Concilio Vaticano II, al exponer la fe de la Iglesia, no teme hablar de «ministerio» para
designar la entrega «al servicio temporal de los hombres»; considera estos valores y estas
empresas humanas como «el material del Reino de los cielos»; en ellos ve el Concilio «crecer el
cuerpo de la nueva familia humana, el cual puede de alguna manera anticipar un vislumbre del
siglo nuevo»; además, sigue diciendo, «los bienes de la dignidad humana, la unión fraterna y la
libertad..., todos los frutos excelentes de la naturaleza y de nuestro esfuerzo... volveremos a
encontrarlos limpios de toda mancha, iluminados y transformados, cuando Cristo entregue al
Padre «el Reino eterno y universal»... «El Reino está ya misteriosamente presente en nuestra
tierra; cuando venga el Señor, se consumará su perfección» (3).
Si a los valores humanos de felicidad, de liberación, de paz y de justicia, de exploración y de
transformación del universo material al servicio del hombre, etc., se les llama «cuerpo del
Reino» «ya presente» en germen y en marcha hacia su perfección, de ello resulta una visión
muy unitaria y, a la vez, exenta de confusionismo. Bástenos aplicar aquí, en el marco adecuado
del lenguaje analógico, lo que se dijo a propósito de la persona y de su dimensión corporal.
FE/COMPROMISO Es insuficiente decir que la salvación, que nos introduce en el
Reino ya presente misteriosamente, tiene un cuerpo que estaría constituido por las
transformaciones sociales y materiales, cuerpo que se poseería en exterioridad accidental con
respecto a una salvación existente en sí e independientemente de su cuerpo. Los empeños en
la economía y en la política, en la conquista científica o en la transformación de la naturaleza no
son ajenos o exteriores a la salvación, como tampoco lo es el cuerpo con respecto a la persona.
No son anteriores a él a modo de condiciones previas, ni meramente posteriores como efectos
extrínsecos, apéndices supletorios o repercusiones subsiguientes. Son la salvación,
manifestada en la historia, como el cuerpo es la persona visibilizada, entregada y expuesta. Sin
cuerpo, no hay salvación ni hay Reino. Hablar de desarrollo integral de los pueblos o de
auténtica liberación de las clases sociales, es hablar de la salvación querida por Dios en Jesús.
Como lo hacía notar Jean Moussé, para demasiados teólogos, «vivir de Dios era asunto
'interno', 'espiritual', 'personal', 'intemporal'. Todavía hoy, el medio eclesiástico, formado más en
los estudios clásicos que en el manejo de las técnicas, concibe mal que la relación con Dios
pase por el hormigón, la electrónica, la organización del trabajo, la política de las rentas, las
confrontaciones de grupos y de clases, la organización del sistema monetario internacional. El
mundo, del que habla mucho, se reduce a las 'almas' de mejor gana denominadas 'personas'.
Pero se olvida que esas personas pierden su consistencia fuera de sus relaciones recíprocas y
de sus respectivos cuerpos, a los que prolongan las oficinas, las obras, los almacenes, los
talleres, que toma la forma de las ciudades, de los aeropuertos y de las autopistas».
A propósito del cuerpo y de su unión íntima con la persona, hemos hablado del significado del
pudor. ¿No es conveniente aplicar analógicamente aquellas observaciones a lo que el Vaticano
II llamaba el «cuerpo» de la salvación? Lo mismo que la persona no se avergüenza del cuerpo
que ella es -eso sería mojigatería- pero se niega a que se la reduzca a lo que su corporalidad
transluce de ella misma siempre inadecuadamente -tal es el sentido de la protesta del pudor-,
habría también una especie de impudor si se creyese que la realidad profunda de la salvación
se agota en su manifestación «corporal», siempre aproximativa y ambigua, y en las realizaciones
de orden temporal. La salvación es infinitamente más que su «cuerpo», y, sin embargo, no
puede existir fuera e independientemente de su condición encarnada. La reducción impúdica es
desconocimiento y menosprecio de la salvación misma tanto como de su cuerpo histórico, social
y político.
Así, pues, la liberación en Jesucristo no podría derivarse de lo que los hombres emprenden
esperando ser libres y vivir mejor, aunque ha de manifestarse en y por la manera visible en que
los que han sido salvados se comprometen en esos trabajos de su historia. ¿No es eso,
entonces, disminuir nuevamente la importancia de la liberación temporal y de los trabajos
terrenos en favor de su felicidad humana? ¿Sería su único interés el no ser más que signos,
siendo otra cosa la realidad seria respecto de la cual la liberación temporal seguiría siendo
exterior, «simbólica» en un sentido más o menos desvalorizado y peyorativo, útil a lo más para
designar remotamente y dar a entender lo único que importa? En último término ¿no podría
eliminarse este soporte didáctico, puro medio provisional para anunciar la verdadera salvación?
No, porque eso sería deteriorar el sentido de lo que el Vaticano II denominaba «el cuerpo» del
Reino. El cuerpo es más que un medio para el alma, la única que importaría; es la persona en
situación histórica y especial, en relación con el mundo y con otro. Así como el apretón de
manos, la mirada, la sonrisa o la relación sexual no son sólo fenómenos mecánicos o
fisiológicos, meros soportes y medios utilizados, sino realidades espirituales tanto como
corporales, de igual modo las liberaciones temporales son fines, dentro de su propio orden, y
pertenecen a la realidad de la salvación espiritual y corporal. No son una herramienta que
permita salvar totalmente al hombre y al mundo; sino que constituyen la manifestación histórica
de la salvación, son cuerpo de la salvación que «manifiesta en el exterior lo que hay en su
interior», por repetir analógicamente la fórmula de Ricoeur arriba citada.
SV/COMPROMISO::La salvación, decisivamente adquirida en Jesucristo, sólo se
realiza y desarrolla en el cuerpo de los compromisos concretos en favor del hombre. Como el
cuerpo lo es para la persona, esos compromisos son la verdad interior-no la causa eficiente ni la
mera consecuencia-de la salvación, que los rebasa sin despreciarlos en modo alguno. La
organización social más justa y la construcción de la ciudad de los hombres, son las «manos»
de la salvación que la hacen descifrable y le ofrecen, por parte de la humanidad, ese «paquete
de poderes» que ella no cesa de pedir y de fundamentar radicalmente; esos poderes son el
elemento sensible y comunicable de la salvación. A este respecto, hay lugar para ser muy
concretos y para rechazar la coartada de las fórmulas demasiado generales; a hacerlo así nos
van a ayudar dos textos severos y vigorosos.
A-H/SV: El primero de ellos corresponde también al Vaticano II, y de él se ha podido
decir que, sin duda, representa los únicos anatemas formulados por este Concilio. Se ultraja la
salvación traída por Jesucristo, cuando descuidamos el deber imperioso de hacernos prójimos
de cualquier ser humano, «se trate de ese anciano abandonado por todos, o de ese trabajador
extranjero despreciado sin razón, o de ese exiliado, o de ese niño nacido de una unión
ilegítima..., o de ese hambriento que interpela a nuestra conciencia recordándonos la palabra
del Señor: «Cuanto hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a Mt me lo hicisteis»
(/Mt/25/40) (...). Todo lo que constituye una violación de la integridad de la persona humana,
como las mutilaciones, la tortura física o moral, las coacciones psicológicas; todo lo que ofende
a la dignidad del hombre, como las condiciones de vida infrahumanas, los encarcelamientos
arbitrarios, las deportaciones, la esclavitud, la prostitución, la trata de mujeres y de jóvenes; o
también las condiciones de trabajo degradantes que reducen a los trabajadores a la condición
de meros instrumentos de producción, sin consideración para con su personalidad libre y
responsable: todas estas prácticas, y otras por el estilo, son verdaderamente infames» (4).
¡Abrumadora letanía! ¿Cómo no compararla con otra lista establecida hace algunos años
sobre la base de un contexto geográficamente más cercano a nosotros?
«Problemas concretos que son otros tantos envites fundamentales para el hombre, y cuya
urgencia se hace apremiante: la explotación de los trabajadores inmigrados, el saqueo del
Tercer Mundo, el deshumanizante ciclo consumo-producción, el constante desmenuzamiento de
los trabajos y la aceleración de los ritmos, la especulación crediticia, la transformación de la
economía en un fin por el beneficio o por el deseo de poder de oligarquías y naciones, la
frecuente inhumanidad de la urbanización, el despojo de responsabilidades acarreado por el
salariado, el desprecio a la vida humana en numerosos campos en los que se encuentra
amenazada, la condición femenina, el puesto de los marginados y de las personas de edad, la
relación entre clases de edades, una escuela que da preferencia a los modos clásicos de
expresión y a los intereses de las clases sociales ya favorecidas, la carencia grave de
promoción humana colectiva a causa de las estructuras económicas y políticas con peligro de
mantener una mentalidad de socorridos, la fantástica desproporción de los gastos de
armamento frente a la financiación de los organismos internacionales de lucha contra la
miseria...»
No, no se ha sacado este último texto de algún manifiesto electoral de un candidato de la
izquierda, ni tampoco procede de una oficina marxista. Está tomado del documento «Por una
práctica cristiana de la política», promulgado por la Asamblea plenaria del episcopado francés,
en Lourdes, el año 1972; en él, los obispos hacían un llamamiento a todos los cristianos,
cualesquiera que fueran sus legítimas divergencias políticas, para que tuvieran encuentros
sobre estos problemas concretos. Imaginarse que sin trabajar por la solución de estos
problemas en el plano institucional se puede creer en la salvación en Jesucristo, sería tanto
como desconocer esa salvación en su «corporalidad».
VINCENT AYEL
¿QUÉ SIGNIFICA SALVACION CRISTIANA?
SAL TERRAE Col. ALCANCE, 15. SANTANDER-1980.Págs.124-139
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1) Jean MOUROUX. Sens chrétien de l'homme. Edit. Aubier, 1953, p. 43-44.
2) François CHIRPAZ, Le corps. Edit. Presses Universitaires de France, 1963, p. 96.
3) Todas estas expresiones están sacadas de la Constitución pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual:
38, 1; 39, 2 y 3.
4) Concilio Vaticano II. Constitución pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual, número 27, 2 y 3; cf.
número 29, 2.
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