ESPERANZAS HUMANAS Y SALVACIÓN EN JC


8.-Ni separación ni confusión entre esperanzas humanas y salvación en Jesucristo 
Hacerse creyente -como hacerse adulto- es un itinerario siempre inacabado. Decir que 
consiste en repetir por cuenta propia el movimiento de la Escritura, es aún demasiado poco, 
pues se trata también de hacer suya la Tradición de la Iglesia, de renacer constantemente el 
difícil camino por el que ella intentó y sigue intentando todavía, tomar mejor conciencia de su fe 
y expresarla. Pienso en la etapa de ese camino que fue el Concilio de Calcedonia, en el año 
451, en el que se quiso definir solemnemente la fe cristiana acerca de las dos naturalezas de 
Cristo y de la unión de ambas en una sola Persona. La fórmula adoptada entonces para 
señalizar el movimiento de la fe en Cristo, plenamente hombre y plenamente Dios, decía que 
ambas naturalezas habían de ser reconocidas, «sin confusión, sin división, sin separación» (1). 

SV/NATURALEZA:¿No podría adoptarse esta fórmula, a modo de punto de apoyo, en la 
discusión del creyente sobre las naturalezas «espiritual» y «temporal» de la salvación adquirida 
por Cristo? El hecho de que la realidad de esta salvación depende de la verdad de la 
encarnación del Verbo, nos autoriza sin duda a justificar ese préstamo del vocabulario, por 
razones más profundas y sólidas que las meras conveniencias de un paralelismo externo y 
artificial. 
Una primera aproximación al misterio -recordaremos en primer lugar- consiste en afirmar que 
hay una estrecha unión entre nuestras experiencias y luchas en favor del hombre, por una 
parte, y la salvación en Jesucristo, por otra; y que los proyectos de liberación y desarrollo 
llevados a cabo por los hombres, no son ajenos a la salvación otorgada por Jesucristo. 
Pero pronto aparece la dificultad que existe para aclarar y formular esta unión. Ya veremos en 
qué quedan algunos de estos intentos de formulación. 
Ante las limitaciones y la insatisfacción en que tales intentos nos colocan, ¿podremos 
anticipar otros cuadros de pensamiento que permitan reflexionar y formular hoy la fe 
permanente de la Iglesia? Lo intentaremos. 
Finalmente volveremos, sin insistencias inútiles, a lo que, entonces, se nos muestre 
claramente como malentendidos tan superficiales como nefastos. 

Las esperanzas humanas y la salvación en Jesucristo 
están estrechamente unidas 
EP-HUMANAS/SV  CSO/SALVACION
liberación de las personas y pueblos oprimidos, promoción humana mediante la alfabetización, 
la acción sanitaria, social, económica o política, desarrollo de los pueblos del Tercer Mundo, 
etc..., todas estas cosas tienen una relación positiva con la salvación alcanzada en Jesucristo. 
Ya no podemos darnos por satisfechos con la ilusión individualista y espiritualista según la cual 
la salvación afectaría sólo a las almas o a una vida eterna concebida únicamente como un 
«después», como una contravida, un contramundo, un «en otra parte»...
Acabamos de ver que Jesús dice al ciego de Jericó o a la mujer enferma: «tu fe te ha 
salvado» (Mc 10, 62; 5, 34). «Salvado» quiere decir, entonces, tanto vuelto al estado de salud 
como convertido interiormente. El caso de la curación del paralítico (Mc 2, 3-12) es 
especialmente instructivo en cuanto a esta coincidencia. Según el Evangelio, la salvación traída 
por Jesús va dirigida a todo el hombre: purifica los corazones y sana los cuerpos. Es una 
salvación que libera de las ataduras de «Satanás»: según la creencia popular de aquella época, 
muchas enfermedades se atribuían al influjo de los «malos espíritus», de los «demonios» 
(véanse, por ejemplo, las escenas de expulsión de los demonios, al principio de Marcos; o, en 
Lc 13, el caso de la mujer a Ia que tenía enferma un espíritu...). 
¿Qué significa todo esto? Que la salvación nos alcanza y se nos da a conocer como una 
realidad «dada» y como «proyecto», en el corazón de la historia, de nuestra experiencia y de 
nuestras aspiraciones más humanas. Y los duros combates llevados adelante en favor del 
hombre -de lo que es verdaderamente el hombre- constituyen, según el Evangelio, otros tantos 
signos de esa salvación llegada ya y aún no del todo manifestada. Esto es cierto incluso en 
respecto a las acciones humanas realizadas en favor del hombre por quienes no reconocen, 
desde el primer momento, el rostro de Jesús en el prisionero, el sediento, el hambriento, el 
desarrapado, el privado de libertad, de amor y de relación (Cf. Mt 25, 34-36 ). 
Esta noción de «signo» es muy importante. No se debe confundir el signo con la realidad por 
él significada; pero si se pretendiera ahorrar signos en la existencia concreta, se caería en una 
evasión y se faltaría a una de las leyes fundamentales, tanto dentro de la antropología como de 
la historia de la salvación. Y los signos dejarían de serlo, si no fueran vehículo de alguna 
realidad más allá de su materialidad, o dicho de otro modo, si se pretendiera reducir la realidad 
a la función de puro signo. El signo no puede ser ajeno a la realidad y viceversa. El problema 
está en no cerrarse sobre el puro signo, lo que desembocaría en lo que hoy se llama, a veces, 
el «horizontalismo»; ni tampoco en la pura realidad, lo cual sería el verticalismo de la evasión 
pietista. El discípulo, que no es mayor que su Maestro, no se librará de esta especie de 
crucifixión. 
La encíclica de Juan Pablo II ya mencionada, consagra vigorosamente la superación de la 
oposición entre verticalismo y horizontalismo. Insiste ampliamente en la misión de la Iglesia, que 
incluye la preocupación por el hombre en todas sus dimensiones: «encuentra el principio de 
esta solicitud, en Jesucristo mismo, según atestiguan los Evangelios». Así, pues, la 
preocupación por la salvación no debe desviarnos de las tareas de la historia. 
GRACIA/CUERPO: Puede haber una manera sospechosa de invocar la 
«gracia», como si su eficacia viniera simplemente a añadirse a la de nuestros esfuerzos, como si 
hiciera número con nuestros proyectos humanos. No se puede confinar a la gracia en el campo 
puramente espiritual: eso sería una equivocación incompatible con eI cristianismo. En efecto, es 
el hombre en su totalidad el que se encuentra invadido por la gracia y el que se convierte en 
manifestación de la gracia; «todo el hombre y también, toda la humanidad dichosa colocada 
corporalmente en presencia del ser corporal de Cristo» (2).
Si partimos del único mandamiento evangélico, que es el amor, llegamos a la misma 
conclusión. Según la Buena Noticia, el amor a Dios se vive en el amor a los hombres, 
cualesquiera que sean. Este amor exige que se le aplique concretamente y, por lo tanto, que se 
trabaje para que el hombre pueda vivir como hombre, es decir, que tenga pan, dignidad, 
amistad, libertad, etc. Ahora bien, la práctica de este amor al prójimo no se realiza sólo en lo que 
se llama relaciones momentáneas (como, por ejemplo, el favor prestado, la visita a quien está 
aislado, la sonrisa al desalentado...), sino que se despliega igualmente y con creciente amplitud 
en las relaciones prolongadas (como son la intervención en las estructuras y en los dinamismos 
sociales, en las instituciones); abarca la dimensión política y la económica. 
HT/UNA-SOLA:En Cristo, clave de bóveda de Dios creador y salvador, no hay dos historias: 
una historia «santa» -que sería la única «historia de la salvación- y otra profana. Hay una sola 
historia, la historia de la humanidad hacia una mayor libertad, una mayor justicia, un mayor amor 
y una mayor humanidad. El Reino de Dios es la realización de esta historia, de la esperanza 
humana en la felicidad y de la verdadera identidad. Por consiguiente, el lugar de la esperanza 
del Reino es la adopción actual de partido, en la sociedad y en la historia, a favor de un mundo 
más humano de justicia, de verdad, y de paz. Ahora bien, justicia, verdad, paz, etc., no son 
conceptos generales: son realidades concretas que piden una transformación de la sociedad, 
unas relaciones sociales y, consiguientemente, una acción. Entre los hombres, estas realidades 
sólo pueden ser fruto de una lenta y valerosa conquista, de una lucha. Hablar de la justicia de 
Dios y de la libertad que Cristo nos adquirió, es un lenguaje desposeído de todo sentido y de 
todo contenido, si no va estrechamente unido a la experiencia de la libertad y de la justicia que 
actualmente se hacen entre los hombres» (3). 

Pero esta unión es difícil de clarificar, 
de expresar y de ser vivida 
La última cita que acaba de leerse muestra bien esta dificultad con que se tropieza al intentar 
decir en qué consiste la unión entre la salvación cristiana y la búsqueda de éxito humano. ¿Es 
suficiente y no ambiguo, para superar la mera afirmación de su existencia, ver en el Reino de 
Dios la realización de la esperanza humana de la felicidad? ¿Se trata de puro y simple 
desarrollo del hombre y del mundo tal y como nos los podemos imaginar? ¿Conocemos la 
esperanza humana en sus últimas profundidades y lo que debería y podría ser, en último 
término, un «mundo más humano»? Lo que está en juego en la Pascua de Cristo, ¿es sólo la 
humanización del mundo según la medida de nuestras ambiciones y de nuestros sueños? Este 
misterio marcha de maravilla en nuestra historia, pero las dos maneras de acabar con él serían 
o expulsarlo de ella o, al revés, reducirlo a lo que humanamente conocemos de las dimensiones 
de esta historia. 
Consideremos algunos de los intentos en curso en orden a resolver estas dificultades. Y 
preguntémonos si tales intentos son plenamente satisfactorios. 

Ni mera continuidad, ni mera ruptura. 
Con razón hay que resistir a las dos tentaciones opuestas: o calumniar las obras del hombre o 
idolatrar la historia que éste va tejiendo. Y, por lo tanto, habrá que decir: por lo que se refiere a 
las acciones humanas de liberación y de promoción, la salvación en Cristo es, a un mismo 
tiempo, consumación y ruptura, continuidad y discontinuidad. Evidentemente, esta paradoja es 
difícil de entender y, sobretodo, de vivir. La salvación en Jesucristo se inserta en la expectativa 
humana; pero no se reduce a ella; tal reducción de la salvación en Cristo sacralizaría la 
expectativa humana, desposeyéndola así de su secularidad; ni tampoco la suple, lo que 
equivaldría a invalidarla y a negar su consistencia y su autonomía propias. Alain Birou aventura 
la comparación siguiente: «La irrupción del amor de la prometida en el corazón del joven no 
altera en modo alguno las cargas y obligaciones de su vida cotidiana; sin embargo, 
secretamente la ilumina y transforma por completo». 
RD/PROGRESO: No hay pura y simple continuidad, homogeneidad, armonía 
preestablecida entre las acciones de desarrollo y de liberación, dirigidas por el hombre, y la 
salvación cristiana; entre progreso social y Reino de Dios. Pero tampoco hay ruptura, 
discontinuidad absoluta, oposición sistemática. 
Con eso ya afirmamos mucho... No obstante, en realidad se trata de fórmulas negativas, que 
excluyen algunas proposiciones; pero todavía no son afirmaciones positivas. 

Salvación «en» la historia 
y no «por» la historia. SV/HT-HUMANA:
Partiendo de la categoría de historia, puede abrirse una perspectiva quizás interesante. Se 
dirá, y con razón, que la salvación cristiana no se verifica fuera de la historia por los hombres 
con sus luchas, sus expectativas, sus trabajos y sus azares. Esta historia es verdaderamente el 
lugar donde esa salvación se despliega progresivamente, y no siempre de forma evidente. 
Añadiremos -por una justa preocupación de respetar la gratuidad de la salvación- que esta 
última, si bien tiene lugar en la historia, no es causada por la historia ni por los esfuerzos 
humanos desarrollados en ella. Si el mundo y la historia constituyen el lugar de la Pascua, es la 
Pascua (cruz y resurrección) la que produce la salvación. Y. la historia, donde brotan mezclados 
la buena semilla y la cizaña, el último día será juzgada, cribada y transfigurada. El orden del 
Reino de Dios no es mera prolongación del de la nueva sociedad, ni fruto natural de la dinámica 
del progreso. 
La afirmación, muy importante y cargada de consecuencias prácticas según la cual la historia 
-con la vida social y las empresas del hombre- es el lugar de la salvación, no nos permite 
todavía conceptuar el contenido de esta salvación: identificamos el continente que es la historia, 
y éste se mantiene a pesar de todo en una especie de exterioridad con respecto a la salvación, 
a la que se limita a contener. 

Irradiación de la salvación espiritual 
sobre las realidades externas. 
Tendremos que decir además: la salvación de Jesucristo alcanza a lo más interior y germinal 
que hay en la persona, sanándonos del pecado y transformando nuestros corazones. A partir 
de esta conversión espiritual de la persona, la salvación va a hacer que su influjo benéfico 
repercuta en los cuerpos, en el mundo material, en las estructuras de la sociedad y en todas las 
realidades políticas y económicas de la historia. Así es como un autor ya citado subraya que la 
resurrección de Cristo «no es sólo un anuncio en la vida eclesial, aunque se mejore su 
expresión y su forma, sino el tejido mismo de una historia en la que, en el tiempo de la paciencia 
de Dios, con frecuencia en el trabajo y de noche y a veces también en esa tristeza de la que 
habla Hamlet ante las esperas de la esperanza, sigue adelante la obra de la gracia, es decir, el 
lento contagio del fermento pascual que primero alcanza a la persona, permitiéndole al fin virar 
de la animalidad hacia el hombre espiritual; después, y de un modo capilar pero 
inexorablemente, la transfiguración alcanza al primer círculo de nuestro entorno, a las zonas 
más remotas de los ambientes sociales y de los mecanismos profesionales y, por último, a los 
horizontes del mundo y a las fronteras de la historia».
Pero la mentalidad actual, ¿no se mostrará desconfiada, o cuando menos pensativa, ante el 
lenguaje de semejante esquema explicativo, aunque parezca satisfactorio a ciertos afortunados? 
En efecto, no hace falta ser marxista o marxistizante, para constatar que la relación del influjo 
persona-institución no funciona únicamente en el sentido que va de la persona hacia la 
transformación institucional. Hoy sabemos perfectamente que la interioridad personal se 
encuentra ampliamente influenciada por el mundo exterior y por las estructuras sociales en 
cuanto a sus representaciones mentales, aspiraciones, valores y vicios. Y esto sigue siendo 
cierto incluso si se añade que las estructuras y el mundo material pueden ser modificados por la 
persona. Además, esa energía de salvación que ejerce su contagio y se irradia sobre el mundo 
exterior y sobre la historia, ¿lo hace partiendo de una vida eclesial concebida meramente como 
un islote interior a ellos? ¿Es suficiente representarse la realidad de la Iglesia portadora de la 
salvación de Jesucristo como incluida en la realidad del mundo y de la historia? Esta realidad de 
la salvación en acción, ¿no sobrepasa la asamblea eclesial visible, y no podría decirse que más 
bien es ella la que comprende y engloba el mundo y la historia? Corremos el riesgo de quedar 
apresados en el esquema de exterioridad. 

liberación humana, 
mediación
de la salvación 
¿Salvación recibida de lo alto, o salvación conquistada por nuestros afanes? ¿Mejoramiento 
social, liberación y desarrollo serían los nuevos nombres de la salvación? A estas preguntas, el 
cristiano que desea estar prevenido contra las ingenuidades demasiado fáciles, acaso responda 
con el siguiente lenguaje: los afanes humanos orientados a organizar la vida social y a construir 
el mundo en un sentido cada vez más favorable al hombre, son «mediaciones» de la salvación 
traída por Cristo. El advenimiento del Reino pasa por el trabajo de liberación... 
Este razonamiento no es falso... Pero a condición de que se marque bien la diferencia entre 
«mediación» y «medio»: ¡es tan fácil un desliz en el significado! Si el creyente considerara los 
trabajos humanos como una instrumentación y como un conjunto de medios por los que se 
alcanzara el Reino de Dios, sería víctima de un doble error. En primer lugar, dejaría de respetar 
la gratuidad de la salvación. Después, ignoraría la consistencia propia de lo temporal. Por otra 
parte, «este acuerdo necesario, esta armonía preestablecida entre el plan de Dios y el 
compromiso de la liberación, no señalan bastante (...) la unidad dialéctica de la mira del cristiano 
que tiene que ser, no simultáneamente sino por un mismo hecho, el que recibe la salvación y el 
que la comunica a sus hermanos». No superamos aún la imagen de una coordinación extrínseca 
y de una remota convergencia final. A-DEO/A-H: No nos parece que esto encaje 
suficientemente con el principio joanneo de la unidad del amor, según el cual los compromisos 
concretos en favor del prójimo son el amor mismo que manifestamos a Dios, y no meras vías de 
acceso hacia El. 

¿Ser cristiano es militar a favor 
de la liberación de los hombres? CR/LIBERADOR
La exigencia del amor que acabamos de recordar, da lugar a veces a las siguientes 
afirmaciones: lo esencial, para ser cristiano, es estar comprometido en una acción de liberación 
humana concreta; ¡en esto residen la identidad cristiana y la salvación! 
«Esto puede entenderse correctamente -advierte Alain Birou- a condición de que no se haga 
de esta praxis histórica y política el sustitutivo de una liberación que no proviene de los 
hombres. Porque fuimos liberados por pura misericordia de Dios que nos dio «vida» en Cristo 
Jesús, en quien fuimos resucitados y colocados en eI cielo». 
MORALISMO-SOCIAL Es indiscutible -y olvidado con demasiada frecuencia en la práctica- 
que la fe en Ia salvación nos impone el deber de trabajar en todas las liberaciones 
auténticamente humanas. Pero ciertas declaraciones en favor de un cristianismo comprometido, 
¿no tienen el peligro de volvernos al viejo error de los judaizantes, contra los que tanto tuvo que 
luchar san Pablo? «Habéis sido salvados por la gracia mediante la fe; y esto no viene de 
vosotros, sino que es don de Dios, tampoco viene de las obras, para que nadie se gloríe» 
(/Ef/02/08-09). No es la «ley» la que nos justifica, decía Pablo; digamos hoy: no son la praxis, ni 
el compromiso social o político los que nos hacen cristianos. La fe es la única que justifica, 
aunque no se la puede considerar auténtica si faltan las obras. Fe y salvación son 
«trans-éticas». Un moralismo individualista ha venido desnaturalizando, durante demasiado 
tiempo, el anuncio de la salvación cristiana; no judaicemos ahora sustituyéndolo con un 
moralismo social 
VINCENT AYEL
¿QUÉ SIGNIFICA SALVACION CRISTIANA?
SAL TERRAE Col. ALCANCE, 15. SANTANDER-1980.Págs.111-124
...............
1) Cf. el texto de Calcedonia en Enchiridion Symbolorum, Dz. nº 148. 
2) Karl RAHNER y Herbert VORGRIMLER. Diccionario de teología; art. Cuerpo. 
3) Ignace BERTEN. Jésus Christ et la libération des hommes. En «La foi et le temps». nov-dic. 1973, p. 604.
....................

Hacia una expresión más satisfactoria 
Sin rechazar pura y simplemente los precedentes intentos de aproximación, ¿son posibles 
otros más satisfactorios? Los que ahora se van a proponer, no aspiran en modo alguno a ser 
perfectos. Sería pretencioso creer que se «explica» enteramente la estrecha unión existente 
entre la salvación en Jesucristo y la acción de liberación y humanización llevada adelante por los 
hombres en la historia: ningún lenguaje podrá agotar ni contener en su ámbito el misterio de 
Dios en que estamos inmersos. Pero la inteligencia de la fe nunca está en paz con su obligación 
de intentar un lenguaje, y la Revelación nos impulsa a transmitir fielmente en cada época su 
lenguaje inmutable con términos nuevos... que se reconocen a sí mismos relativos. 
Así, pues, considero más acomodadas y menos impropias de la hora actual las categorías de 
pensamiento que voy a sugerir. Están tomadas de una antropología atenta, por una parte, a la 
bipolaridad de la persona y, por otra, al significado del cuerpo.

Unidad y bipolarización de la persona y de su salvación.SV/GRATUIDAD: 
En Cristo, Dios nos justifica por amor gratuito sin que podamos pretender tener derecho a ello 
a partir de lo que somos, y sin que hayamos comprado esa salvación con nuestras obras 
meritorias. Afirmación ésta esencial del Nuevo Testamento, que ha de coordinarse con esta otra 
que fluye de la unidad del plan de Dios creador y salvador: la actuación de Dios que salva a la 
persona es coherente con la condición de ésta tal como el mismo Dios la crea. Una 
fenomenología de la existencia personal pone en evidencia que, en su unidad indisociable, la 
persona es a un mismo tiempo acogida y don, singularidad y participación, conciencia y materia 
cósmica. La salvación tiene en cuenta todos estos caracteres. 

1) PERSONA/APERTURA: Quien dice «persona» dice apertura, capacidad para acoger lo que 
viene de otra parte... o de otro: la persona es receptividad. Recibimos nuestra existencia, 
nuestra dignidad, nuestra libertad y nuestra felicidad de la mano y de la atención de otro. 
«¿Qué sería de mi sin ti?», podemos cantar con el poeta Aragón en honor de cada uno de los 
que tenemos ante nosotros. Nadie es por si mismo su propio origen. 
Y. sin embargo, no soy un mero receptáculo pasivo y sin recursos. Quien dice «persona» dice 
actividad, capacidad de compromiso. La persona sólo se realiza en el don de sí misma. «Quien 
quiera salvar su vida, la perderá.» 
A este primer aspecto de la bipolaridad de la persona corresponde el carácter, a la vez 
«recibido» y «obrado», de su salvación en Jesucristo. Salvación completamente recibida de sus 
manos y que, sin embargo, nos corresponde por obrar en total coherencia con las dos 
dimensiones de la persona. No se trata de dos salvaciones yuxtapuestas, más o menos 
concertadas a costa de una dosificación entre la parte que correspondería a Dios y la que 
correspondería al hombre. No somos meros beneficiarios o consumidores de la salvación; 
somos sus operantes, sin dejar de ser sus receptores. GRACIA/ESFUERZO 
ESFUERZO/GRACIA Lo que recibimos gratuitamente es el poder ser sus operantes, la 
«capacidad de hacernos hijos de Dios», como dice la Escritura. O también, según la fórmula de 
Henri Holstein, «somos actuados por el Salvador para que actuemos como salvadores». 
Podemos y debemos ser liberadores por ser liberados -como somos y debemos ser «don» 
porque somos «acogida». 

2) Quien dice «persona» evoca un centro inexpugnable de organización del universo, de 
decisión y de autonomía interior: la persona es singular. Todo menoscabo de esta originalidad 
se experimenta como una nivelación mortal. En este sentido, hay cierta soledad -no digo 
aislamiento- imposible de eliminar, en toda existencia verdaderamente personal. En definitiva, 
siempre estoy solo ante mis opciones; y, sea cual fuere la aportación de los consejos recibidos 
con anterioridad a mis decisiones, no puedo descargarme de mi responsabilidad en solitario.
Pero esta singularidad, lejos de oponerse a la socialidad, la permite y la reclama. Nunca soy 
más yo mismo que cuando estoy en relación, en comunión con otros «yo». El «Yo» implica el 
«Nosotros», y al revés. Las conciencias son recíprocas; la persona siempre es plural y su 
existencia es colegial. La reclusión y el narcisismo matan la persona en lo que ésta tiene de más 
original. La apertura y el diálogo, la invocación y el amor dan testimonio de ella y proporcionan 
su expansión. 
Estas observaciones nos brindan un instrumento para pensar y vivir una salvación que es 
personal -Dios no nos ama ni nos salva «a granel», sino que a cada uno nos llama por nuestro 
nombre particular- y que es, al mismo tiempo, social y comunitaria-no nos salvamos en solitario, 
sino con otros. 

3) La persona es, al mismo tiempo, espiritual y carnal. En seguida tendré que volver sobre 
este aspecto de la persona encarnada, pues marca de un modo decisivo el tratamiento de 
nuestro problema. Por el momento, me limito a subrayar que, si somos conciencia, subjetividad e 
interioridad, el hecho de ser también corpóreos nos integra en el cosmos sin hundirnos en él. 
Somos inseparablemente sujetos y objetos. Por razón de nuestra espiritualidad, somos sujetos y 
emergemos del mundo de los objetos; pero esta ruptura de un umbral no es mera 
discontinuidad, pues nuestra corporeidad nos sitúa espacial e históricamente, y nos enlaza con 
el mundo mineral, vegetal y animal. Como declaraba el Vaticano II, «el hombre, por su misma 
condición corporal, es una síntesis del universo material, el cual alcanza por medio del hombre 
su más alta cima y alza su voz para la libre alabanza del Creador» (GS, 14-1). 
Así, pues, la salvación que alcanza a la persona en su constitución de espíritu y de materia, 
tiene que ser salvación espiritual y, al mismo tiempo, cósmica. Si la vocación del hombre es 
humanizar la naturaleza inanimada, investirla de espíritu y hacer de ella «su cuerpo mayor», se 
comprende mejor el significado de la salvación que se junta con la humanidad en esta lenta 
conquista. 

Alegato en favor del cuerpo del Reino. 
La reflexión sobre el hombre, indivisiblemente cuerpo y espíritu, puede proporcionarnos un 
lenguaje particularmente interesante para evitar los atolladeros de ciertas separaciones o 
confusiones entre salvación y tareas humanas de ordenación terrena. 

1) PERSONA/ESPA-CPA Afirmar que la persona es a la vez espiritual y corporal, no equivale 
a decir que tiene o que posee un espíritu y un cuerpo. En efecto, esta última forma de hablar se 
reduciría a colocar la existencia de la persona previamente y fuera de su espíritu o de su 
cuerpo, considerándose a éstos como objetos poseídos pero sin ser parte integrante del sujeto 
poseedor. Tratándose del hombre, tanto el cuerpo como el espíritu se inscriben en el registro 
del ser, no en el del tener. No tengo un cuerpo o un espíritu a la manera que tengo una casa o 
una máquina de escribir. Soy cuerpo y espíritu. El ser corporal que soy representa mucho más 
que un instrumento o un medio para las actividades de la persona, como si ésta pudiera ser 
anterior a la condición corporal, interviniendo esta última sólo en un segundo tiempo. 
«Hablar del cuerpo es hablar del alma que lo informa. No imaginamos, en efecto, el cuerpo y 
el alma como dos cosas. Los concebimos como dos aspectos irreductibles, pero implicados el 
uno en el otro, de un único ser real que es el hombre (...). El alma y el cuerpo son un complejo 
de principios componentes que se dan juntos, aparecen juntos y, en cierto sentido, 
desaparecen juntos. El alma separada subsiste, desde luego; pero el espíritu humano en tanto 
es un alma en cuanto que hace subsistir y actuar a su cuerpo; al cesar esta función con la 
muerte, el espíritu no es ya un alma más que en capacidad y en deseo. Cuerpo y alma 
desaparecieron juntos: de manera que, una vez separado del alma, lo que llamamos cuerpo ya 
no es más que una apariencia y un recuerdo precario...» (1). 
No nos dejemos embaucar por cierto lenguaje esencialista que define la dignidad del hombre 
por el pensamiento y la conciencia. En la condición humana, éstos dependen estrechamente, de 
hecho, de los sentidos y de la corporalidad. Dice bien Pascal, que «toda la dignidad del hombre 
consiste en el pensamiento» (Pensamiento 365), pero no tarda en añadir (Pensamiento 366) 
que nuestro espíritu «no es tan independiente que no esté sujeto a verse perturbado por el 
primer ruido que se produzca en su alrededor... Basta para ello el ruido de una veleta o de una 
polea. No os extrañe que no razone bien en este momento: está zumbando una mosca junto a 
su oído...» Si nos colocamos en el plano existencial, comprobamos que no hay pensamiento sin 
el concurso de todo el cuerpo. 
«Cuando me siento, se sientan mis ideas» decía Montaigne. La dignidad del hombre concreto 
no está en que es un espíritu; reside en la unidad de su ser de espíritu encarnado, o de cuerpo 
animado. Y esta dignidad se siente gravemente lesionada con la reducción de lo que realmente 
soy en cualquiera de ambos aspectos. 
ALMA/CUERPO  «El hombre vive corporalmente su existencia (...). Esta 
relación permanece siempre ambigua, nunca uso únicamente de mi cuerpo como de una 
herramienta, puesto que, en el mismo momento en que me sirvo de él, estoy también siendo 
llevado por él tanto para obrar y manipular como para recibir y enfrentarme a las cosas. Ahí está 
el pudor, que viene a confirmar esta ambigüedad insuperable. Pues, si siento pudor, es porque 
al mismo tiempo me reconozco y no me reconozco en este cuerpo (...). Soy mi cuerpo; si no lo 
fuera, no me sonrojaría ante la mirada de otro (no tengo por qué sonrojarme de una cosa que 
me es ajena), pero me da miedo de no translucirme suficientemente a través de él, temo que no 
se lea suficientemente en él lo que en realidad soy. En una palabra, me asusta estar 
simplemente atrapado en él, atascado, convertirme sólo en carne» (2). 
Recogiendo el vocabulario tomista, se dirá exactamente que el cuerpo es la expresión 
substancial del alma, y que sólo en él se realiza concretamente el alma. Cuanto más se realiza el 
alma, más corporalmente humano se hace el hombre y cuanto más responde el cuerpo humano 
a lo que en realidad es, más se realiza el alma: en efecto, el alma se realizará en la medida en 
que aumente la comunión interpersonal, y toda comunicación entre las personas se efectúa 
gracias a su dimensión corporal. El cuerpo es la persona manifestada, expuesta, vulnerable, 
abierta a la relación con el mundo y con lo otro. 
Hay que decir, además, que el cuerpo es verdad interior de la persona y eficaz puesta en 
ejecución de su intención. De donde puede verse hasta qué punto el funcionamiento de los 
cuerpos, a sabiendas desconectado de los pensamientos y quereres interiores, constituye una 
desviación y una decadencia contradictoria de la verdadera corporalidad humana. «A decir 
verdad -escribe Paul Ricoeur-, lo primero que mi cuerpo demuestra ser es una apertura a...». 
Apertura de la necesidad, apertura del sufrimiento y, en primer lugar, de la percepción. «Pero 
no es esto todo: mediante la expresión, mi cuerpo expone en el exterior lo que hay en el interior; 
igual que un signo para otro, mi cuerpo me hace descifrable y ofrecido a la mutualidad de las 
conciencias. Finalmente, mi cuerpo ofrece a mi querer un paquete de poderes y de saber-hacer 
ampliados por el aprendizaje de la costumbre y desconcertados por la emoción: ahora bien, 
esos poderes me hacen practicable el mundo, me abren a su carácter de utensilio por los 
agarraderos que me ofrecen sobre el mundo». 

2) Quizás me pregunte aquí el lector por qué razón se le invita a esta reflexión antropológica 
sobre el cuerpo. No se trata en absoluto de un desarrollo parásito, sino del establecimiento de 
unas categorías resultantes de la experiencia cotidiana, con miras a pensar y a referir la 
relación existente entre la salvación en Jesucristo, por un lado, y las obras de promoción del 
hombre y de transformación del cosmos, por otro. 
El Concilio Vaticano II, al exponer la fe de la Iglesia, no teme hablar de «ministerio» para 
designar la entrega «al servicio temporal de los hombres»; considera estos valores y estas 
empresas humanas como «el material del Reino de los cielos»; en ellos ve el Concilio «crecer el 
cuerpo de la nueva familia humana, el cual puede de alguna manera anticipar un vislumbre del 
siglo nuevo»; además, sigue diciendo, «los bienes de la dignidad humana, la unión fraterna y la 
libertad..., todos los frutos excelentes de la naturaleza y de nuestro esfuerzo... volveremos a 
encontrarlos limpios de toda mancha, iluminados y transformados, cuando Cristo entregue al 
Padre «el Reino eterno y universal»... «El Reino está ya misteriosamente presente en nuestra 
tierra; cuando venga el Señor, se consumará su perfección» (3). 
Si a los valores humanos de felicidad, de liberación, de paz y de justicia, de exploración y de 
transformación del universo material al servicio del hombre, etc., se les llama «cuerpo del 
Reino» «ya presente» en germen y en marcha hacia su perfección, de ello resulta una visión 
muy unitaria y, a la vez, exenta de confusionismo. Bástenos aplicar aquí, en el marco adecuado 
del lenguaje analógico, lo que se dijo a propósito de la persona y de su dimensión corporal. 
FE/COMPROMISO  Es insuficiente decir que la salvación, que nos introduce en el 
Reino ya presente misteriosamente, tiene un cuerpo que estaría constituido por las 
transformaciones sociales y materiales, cuerpo que se poseería en exterioridad accidental con 
respecto a una salvación existente en sí e independientemente de su cuerpo. Los empeños en 
la economía y en la política, en la conquista científica o en la transformación de la naturaleza no 
son ajenos o exteriores a la salvación, como tampoco lo es el cuerpo con respecto a la persona. 
No son anteriores a él a modo de condiciones previas, ni meramente posteriores como efectos 
extrínsecos, apéndices supletorios o repercusiones subsiguientes. Son la salvación, 
manifestada en la historia, como el cuerpo es la persona visibilizada, entregada y expuesta. Sin 
cuerpo, no hay salvación ni hay Reino. Hablar de desarrollo integral de los pueblos o de 
auténtica liberación de las clases sociales, es hablar de la salvación querida por Dios en Jesús. 
Como lo hacía notar Jean Moussé, para demasiados teólogos, «vivir de Dios era asunto 
'interno', 'espiritual', 'personal', 'intemporal'. Todavía hoy, el medio eclesiástico, formado más en 
los estudios clásicos que en el manejo de las técnicas, concibe mal que la relación con Dios 
pase por el hormigón, la electrónica, la organización del trabajo, la política de las rentas, las 
confrontaciones de grupos y de clases, la organización del sistema monetario internacional. El 
mundo, del que habla mucho, se reduce a las 'almas' de mejor gana denominadas 'personas'. 
Pero se olvida que esas personas pierden su consistencia fuera de sus relaciones recíprocas y 
de sus respectivos cuerpos, a los que prolongan las oficinas, las obras, los almacenes, los 
talleres, que toma la forma de las ciudades, de los aeropuertos y de las autopistas». 
A propósito del cuerpo y de su unión íntima con la persona, hemos hablado del significado del 
pudor. ¿No es conveniente aplicar analógicamente aquellas observaciones a lo que el Vaticano 
II llamaba el «cuerpo» de la salvación? Lo mismo que la persona no se avergüenza del cuerpo 
que ella es -eso sería mojigatería- pero se niega a que se la reduzca a lo que su corporalidad 
transluce de ella misma siempre inadecuadamente -tal es el sentido de la protesta del pudor-, 
habría también una especie de impudor si se creyese que la realidad profunda de la salvación 
se agota en su manifestación «corporal», siempre aproximativa y ambigua, y en las realizaciones 
de orden temporal. La salvación es infinitamente más que su «cuerpo», y, sin embargo, no 
puede existir fuera e independientemente de su condición encarnada. La reducción impúdica es 
desconocimiento y menosprecio de la salvación misma tanto como de su cuerpo histórico, social 
y político. 
Así, pues, la liberación en Jesucristo no podría derivarse de lo que los hombres emprenden 
esperando ser libres y vivir mejor, aunque ha de manifestarse en y por la manera visible en que 
los que han sido salvados se comprometen en esos trabajos de su historia. ¿No es eso, 
entonces, disminuir nuevamente la importancia de la liberación temporal y de los trabajos 
terrenos en favor de su felicidad humana? ¿Sería su único interés el no ser más que signos, 
siendo otra cosa la realidad seria respecto de la cual la liberación temporal seguiría siendo 
exterior, «simbólica» en un sentido más o menos desvalorizado y peyorativo, útil a lo más para 
designar remotamente y dar a entender lo único que importa? En último término ¿no podría 
eliminarse este soporte didáctico, puro medio provisional para anunciar la verdadera salvación? 
No, porque eso sería deteriorar el sentido de lo que el Vaticano II denominaba «el cuerpo» del 
Reino. El cuerpo es más que un medio para el alma, la única que importaría; es la persona en 
situación histórica y especial, en relación con el mundo y con otro. Así como el apretón de 
manos, la mirada, la sonrisa o la relación sexual no son sólo fenómenos mecánicos o 
fisiológicos, meros soportes y medios utilizados, sino realidades espirituales tanto como 
corporales, de igual modo las liberaciones temporales son fines, dentro de su propio orden, y 
pertenecen a la realidad de la salvación espiritual y corporal. No son una herramienta que 
permita salvar totalmente al hombre y al mundo; sino que constituyen la manifestación histórica 
de la salvación, son cuerpo de la salvación que «manifiesta en el exterior lo que hay en su 
interior», por repetir analógicamente la fórmula de Ricoeur arriba citada. 
SV/COMPROMISO::La salvación, decisivamente adquirida en Jesucristo, sólo se 
realiza y desarrolla en el cuerpo de los compromisos concretos en favor del hombre. Como el 
cuerpo lo es para la persona, esos compromisos son la verdad interior-no la causa eficiente ni la 
mera consecuencia-de la salvación, que los rebasa sin despreciarlos en modo alguno. La 
organización social más justa y la construcción de la ciudad de los hombres, son las «manos» 
de la salvación que la hacen descifrable y le ofrecen, por parte de la humanidad, ese «paquete 
de poderes» que ella no cesa de pedir y de fundamentar radicalmente; esos poderes son el 
elemento sensible y comunicable de la salvación. A este respecto, hay lugar para ser muy 
concretos y para rechazar la coartada de las fórmulas demasiado generales; a hacerlo así nos 
van a ayudar dos textos severos y vigorosos. 
A-H/SV: El primero de ellos corresponde también al Vaticano II, y de él se ha podido 
decir que, sin duda, representa los únicos anatemas formulados por este Concilio. Se ultraja la 
salvación traída por Jesucristo, cuando descuidamos el deber imperioso de hacernos prójimos 
de cualquier ser humano, «se trate de ese anciano abandonado por todos, o de ese trabajador 
extranjero despreciado sin razón, o de ese exiliado, o de ese niño nacido de una unión 
ilegítima..., o de ese hambriento que interpela a nuestra conciencia recordándonos la palabra 
del Señor: «Cuanto hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a Mt me lo hicisteis» 
(/Mt/25/40) (...). Todo lo que constituye una violación de la integridad de la persona humana, 
como las mutilaciones, la tortura física o moral, las coacciones psicológicas; todo lo que ofende 
a la dignidad del hombre, como las condiciones de vida infrahumanas, los encarcelamientos 
arbitrarios, las deportaciones, la esclavitud, la prostitución, la trata de mujeres y de jóvenes; o 
también las condiciones de trabajo degradantes que reducen a los trabajadores a la condición 
de meros instrumentos de producción, sin consideración para con su personalidad libre y 
responsable: todas estas prácticas, y otras por el estilo, son verdaderamente infames» (4). 
¡Abrumadora letanía! ¿Cómo no compararla con otra lista establecida hace algunos años 
sobre la base de un contexto geográficamente más cercano a nosotros? 
«Problemas concretos que son otros tantos envites fundamentales para el hombre, y cuya 
urgencia se hace apremiante: la explotación de los trabajadores inmigrados, el saqueo del 
Tercer Mundo, el deshumanizante ciclo consumo-producción, el constante desmenuzamiento de 
los trabajos y la aceleración de los ritmos, la especulación crediticia, la transformación de la 
economía en un fin por el beneficio o por el deseo de poder de oligarquías y naciones, la 
frecuente inhumanidad de la urbanización, el despojo de responsabilidades acarreado por el 
salariado, el desprecio a la vida humana en numerosos campos en los que se encuentra 
amenazada, la condición femenina, el puesto de los marginados y de las personas de edad, la 
relación entre clases de edades, una escuela que da preferencia a los modos clásicos de 
expresión y a los intereses de las clases sociales ya favorecidas, la carencia grave de 
promoción humana colectiva a causa de las estructuras económicas y políticas con peligro de 
mantener una mentalidad de socorridos, la fantástica desproporción de los gastos de 
armamento frente a la financiación de los organismos internacionales de lucha contra la 
miseria...» 
No, no se ha sacado este último texto de algún manifiesto electoral de un candidato de la 
izquierda, ni tampoco procede de una oficina marxista. Está tomado del documento «Por una 
práctica cristiana de la política», promulgado por la Asamblea plenaria del episcopado francés, 
en Lourdes, el año 1972; en él, los obispos hacían un llamamiento a todos los cristianos, 
cualesquiera que fueran sus legítimas divergencias políticas, para que tuvieran encuentros 
sobre estos problemas concretos. Imaginarse que sin trabajar por la solución de estos 
problemas en el plano institucional se puede creer en la salvación en Jesucristo, sería tanto 
como desconocer esa salvación en su «corporalidad». 
VINCENT AYEL
¿QUÉ SIGNIFICA SALVACION CRISTIANA?
SAL TERRAE Col. ALCANCE, 15. SANTANDER-1980.Págs.124-139
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1) Jean MOUROUX. Sens chrétien de l'homme. Edit. Aubier, 1953, p. 43-44. 
2) François CHIRPAZ, Le corps. Edit. Presses Universitaires de France, 1963, p. 96. 
3) Todas estas expresiones están sacadas de la Constitución pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual: 
38, 1; 39, 2 y 3. 
4) Concilio Vaticano II. Constitución pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual, número 27, 2 y 3; cf. 
número 29, 2.

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