EL CIELO COMO DIÁLOGO

SCHMAUS


1. lntercambio con Dios.
Para comprender la forma de vida celestial es importante el hecho de que lo que contempla el 
bienaventurado no es la fría magnificencia de una cosa, ni el supremo valor impersonal, ni la 
verdad objetiva en sí (summum bonum, summa veritas), sino el fuego y la luz de la verdad y 
amor en persona. Cuando el bienaventurado encuentra a Dios encuentra a la verdad y al amor 
en propia persona. El cielo es el encuentro con la verdad y amor personales. Designarlo 
unilateralmente como posesión del bien supremo o de la suprema verdad sería propio del 
pensamiento platónico, pero no del cristiano. También, según el último, es Dios el valor supremo 
y la suprema verdad, pero de forma que la verdad y el amor tienen carácter personal. 
Durante la vida de peregrinación nos falta la experiencia para completar la idea de que el 
cielo es el encuentro con el amor en propia persona. Pues en la existencia terrena sólo 
encontramos hombres que aman y que dicen la verdad, pero no la verdad y el amor en propia 
persona. La verdad y el amor que el hombre encuentra en el estado de la vida celestial no es un 
acto puesto por una persona, sino que es él mismo una persona. Aquella 
verdad y aquel amor son poderosos por sí mismos y conscientes de sí mismos. Son 
personales. Aquella verdad y aquel amor tienen, por tanto, un aspecto que puede ser 
contemplado, una mirada por la que puede ser contemplado el hombre. Por tanto, cuando el 
bienaventurado contempla a Dios contempla en la mirada del tú divino que es la verdad y 
santidad, el amor y la justicia, el poder y la sabiduría en una sola cosa. El amor y la verdad 
en propia persona no pueden ser contemplados sin hacer un intercambio con ellos. Pues la 
criatura no puede contemplarlo, si ellos no se dirigen a él y se le manifiestan y si él mismo 
no se abre y se dirige a la verdad y al amor. A este intercambio con la verdad y con el amor 
podemos llamarlo diálogo. Podemos, por tanto, definir el cielo como diálogo con la verdad y 
con el amor en propia persona, o más bien con el amor que es a la vez verdad, y con la 
verdad que es a la vez amor. Dios se regala al hombre con amor manifiesto. Y el hombre 
responde en bienaventurada entrega de sí mismo a Dios. 
El intercambio entre Dios y el hombre está determinado por la trinidad de Dios. 

2. Participación en el intercambio vital de las personas divinas.
TRI/DIALOGO: El diálogo con la verdad y con el amor en propia persona 
es una participación en el diálogo continuamente habido entre las tres personas divinas. 
Para entenderlo con más profundidad tenemos, por tanto, que intentar entender este 
diálogo 

El intercambio vital en Dios 
Las tres divinas personas están en la más íntima comunidad de vida entre sí. Cada una 
de ellas vive de la entrega a las otras. Cada una de ellas no es más que la entrega a las 
otras dos. Cada una sólo puede decir "yo" pronunciando a la vez el "tú". De ello depende su 
existencia. La teología escolástica dice que cada persona es una relación subsistente. 
Estas relaciones se aclaran si las consideramos a la luz del hecho de que Dios es espíritu, 
es decir, es el amor y la verdad, el conocimiento y el amor en propia persona. 
Según múltiples indicaciones de la Sagrada Escritura, la relación del Padre al Hijo parece 
estar determinada por un acto de conocimiento y la relación del Padre y del Hijo al Espíritu 
Santo parece estar definida por un acto de amor. A lo primero parece aludir la 
denominación de Logos, y a favor de lo segundo habla una interpretación, común desde 
San Agustín, del modo de existencia del Espíritu Santo. 
El Padre penetra y contempla toda la realidad. Contempla su propio ser Dios y a la vez 
todas las posibilidades en que El mismo puede representarse de modos infinitos. En esta 
mirada que lo penetra y contempla todo, ve el cielo y la tierra. No hay más que conocer, 
porque no existen más cosas. Lo que el Padre conoce en esta contemplación todo 
penetradora lo configura en una idea amplia y profunda. Este pensamiento tiene luminosa 
claridad y figura exactamente delimitada a pesar de su profundidad y amplitud abismales. El 
Padre conforma y configura, por tanto, su conocimiento en un pensamiento de absoluta 
plenitud y amplitud. En El se hace presente a sí mismo su propio ser Dios y a la vez el ser 
de la creación. En El se dice a sí mismo su gloria divina y la gloria del mundo, de modo 
semejante a como el hombre habla consigo mismo en un pensamiento lo que está presente 
en su espíritu. Por eso el pensamiento configurado, amplio y profundo del Padre puede ser 
llamado también palabra que el Padre habla consigo mismo. 
J/VERBO-PD: Este Verbo o Palabra se distingue de toda palabra humana 
por dos propiedades. No es como la palabra humana, pobre de contenido y 
existencialmente débil. En nuestras palabras sólo podemos ofrecer una parte de nuestro 
pensamiento y de nuestro sentir. Incluso al hombre de gran fuerza configuradora, al poeta y 
artista genial, le ocurre que no puede introducir en su palabra lo que vive dentro de él en 
imágenes y pensamientos. El dolor del diálogo humano es que no podemos expresar 
nuestros pensamientos en palabras ni podemos manifestar nuestro amor de modo 
adecuado. En nuestras palabras sólo vive una pequeña parte de lo cobijado en nuestro 
espíritu y en nuestro corazón. La palabra humana sólo es, por tanto, una indicación del 
mundo invisible e inaudible del interior humano. El oyente es requerido por la palabra 
humana a oír la realidad expresada en la palabra, pero que puede entrar perfectamente en 
la palabra. Cuando no es capaz de ello, es decir, cuando no puede captar la realidad que 
resuena en la palabra humana, incluso la palabra humana más plena le parecerá vacía. 
La palabra divina es, en cambio, de riqueza ilimitada. En ella se expresa toda la 
abundancia de la realidad y ningún fondo queda inapresado. Sin embargo, la palabra divina 
es más profunda que la más profunda palabra humana. Desciende hasta la abismal 
profundidad del ser divino. No necesita, por tanto, pagar su plenitud con superficialidad, ni 
necesita pagarla con falta de forma. Está más bien configurada hasta la suprema 
transparencia y claridad. 
Otra imperfección de la palabra humana es su debilidad existencial. Las palabras 
humanas son fugitivas. Llegan y pasan. Son pronunciadas y pasan como el viento, 
gimiendo. Entre las muchas palabras humanas indignas de una existencia duradera hay 
ciertamente palabras con energía existencial. Entre ellas hay algunas que merecen tal 
fuerza porque son dignas y preciosas. Y así, puede ocurrir que una palabra humana acuñe 
toda una época y convierta el horizonte en una nueva imagen del mundo y en un nuevo 
sentimiento de la vida. Tales palabras hacen historia y trascienden el momento en que 
fueron pronunciadas. Pero lo que resta de esas palabras históricas no es su sonido o su 
figura, sino su fuerza eficiente. La palabra divina, en cambio, tiene un poder existencial 
absoluto. No es accesible a la caducidad. Pues participa del poder existencial de Dios. Su 
poder existencial es el absoluto poder existencial del Padre. Por eso la palabra en la que el 
Padre pronuncia a Dios y al mundo existe antes de todos los tiempos. Sobrevivirá también a 
todos los tiempos. Es una palabra eterna, continuamente pronunciada por el Padre. Existe 
con poder absoluto al ser configurada por el Padre en un proceso eterno. Resuena, por 
tanto, a través de todos los espacios y de todos los tiempos. La razón de que no podamos 
oírla es que nos falta durante la vida de peregrinación el oído necesario para ello. 
Tenemos que dar un paso más. La palabra pronunciada por el Padre no tiene sólo 
plenitud absoluta de contenido y poder existencial indestructible, sino que es también 
personal. Es subsistente y consciente de sí misma. Tiene rostro y se puede contemplar y 
dialogar con ella. Es un yo y puede dirigirse a un tú. Es el Hijo de Dios. 
Desde el hecho de que el Hijo es la palabra pronunciada y configurada por el Padre 
podemos definir más exactamente el movimiento de entrega en que se relacionan el Padre 
y el Hijo. El Padre está con el Hijo en la relación de quien habla. No sólo es una persona 
que habla, sino el movimiento mismo del hablar, el hablar en propia persona. Y a la inversa, 
podemos entender el movimiento del Hijo hacia el Padre como movimiento de respuesta. El 
Hijo es una persona que responde. No sólo es eso, sino que es el movimiento mismo del 
responder. La existencia del Padre y del Hijo consiste, pues, en que el uno es el hablar y el 
otro el responder en propia persona. 
Por tanto, lo que el Padre dice al Hijo es lo más alto y profundo que uno puede decir a 
otro. Es el misterio de Dios y del mundo. Lo que el Hijo oye es lo más feliz y rico que uno 
puede oír de otro. El Padre no se reserva ante el Hijo ningún secreto. El Hijo está 
interesado en el diálogo del Padre desde lo más íntimo. Oye el diálogo del Padre con un 
interés del que depende su existencia. Si el Padre quisiera reservarse para sí una parte del 
misterio de la realidad, ello significaría su propia muerte. Y si el Hijo escuchara sin interés 
una parte de la paternal comunicación, su desinterés significaría para El la muerte. Por 
supuesto, tal cosa es intrínsecamente imposible. 
Como Dios es el amor, el diálogo entre el Padre y el Hijo es un diálogo de amor; del amor 
que es a la vez verdad y santidad. La palabra que el Padre pronuncia es una palabra 
amorosa de profundidad abismal y plenitud incomprensible. La respuesta que da el Hijo, 
que es El mismo, es una respuesta de amor. La realidad última sobre la que no existe nada 
es, por tanto, un diálogo de amor, el diálogo absoluto del amor. Si se define la realidad 
última como el movimiento de un diálogo de amor, ello no significa una debilitación de la 
realidad de Dios. Aunque el diálogo entre hombres sea débil e imperfecto, el diálogo de 
amor que llamamos Dios tiene poder y riqueza absolutos, porque los movimientos del hablar 
y responder tienen poder absoluto. Lo que existe a modo de hablar y responder es la 
plenitud única de Dios, la esencia absoluta de Dios. 
Como vemos, en el feliz diálogo que tienen entre sí el Padre y el Hijo no sólo es 
pronunciada la realidad divina, sino también la realidad terrena. Al contenido de este 
diálogo pertenece el mundo en cuanto totalidad, pertenecen las cosas en particular y en 
especial los destinos de los hombres. Los pensamientos que el Padre tiene de las cosas y 
de los hombres son dichos en el eterno diálogo divino. En él está garantizado el eterno 
sentido del mundo, de las cosas particulares a él pertenecientes, de la historia humana y de 
los hombres. Por encima de todos los absurdos se levanta el sentido eterno que el Padre 
ha configurado en su Hijo. La fe en la eterna palabra de Dios es, por tanto, la fe en el 
sentido eterno del mundo y de los hombres. La fe en el sentido eterno del mundo y de los 
hombres, garantizado en el amoroso diálogo del Padre y del Hijo, tiene en sí fuerza para 
resistir los superficiales absurdos del mundo. Quien vive de esta fe puede superar todos los 
absurdos y penetrar hasta el misterio del eterno sentido del mundo. Aunque durante el 
transcurso de la historia y de la vida individual puede estar espesamente velado por el 
absurdo, el creyente sabe que es real. El unido a Cristo vive en la certeza de que algún día 
será revelado. En la época de la existencia que seguirá a la catástrofe de las formas 
existenciales terrenas Dios mismo explicará al hombre el sentido eterno del mundo y de su 
vida haciéndolo partícipe del diálogo que El tiene con el Hijo. 
En el diálogo entre el Padre y el Hijo está también esencialmente interesado el Espíritu 
Santo. Es el aliento amoroso que el Padre inspira al Hijo y el Hijo al Padre. Del mismo modo 
que la palabra que el Padre pronuncia tiene poder existencial absoluto y es a la vez 
personal, el Espíritu amoroso alentado del uno al otro tiene también poder existencial 
absoluto y es a la vez existencial. En El está el Padre seguro del amor del Hijo y el Hijo del 
amor del Padre. El Espíritu Santo abraza al Padre y al Hijo como un vínculo personal. Es 
como una corriente de amor entre el Padre y el Hijo. En esta corriente es transmitida al Hijo 
la palabra amorosa del Padre y a éste la palabra amorosa del Hijo. En esa recíproca unión 
son bienaventuradas las divinas personas. Junto con la palabra amorosa del Padre recibe 
el Hijo una sobreabundante bienaventuranza. En la respuesta amorosa del Hijo, la recibe el 
Padre. 

Il. El cielo como participación en el diálogo de las tres personas divinas.
El bienaventurado participa, por tanto, en el eterno diálogo que tienen el Padre y el Hijo 
en el Espíritu Santo. También la palabra humana de esta vida es de algún modo 
participación del eterno diálogo de Dios. En eso se basa la utilidad de la palabra humana. 
Si la última realidad que existe es el diálogo entre el Padre y el Hijo o el movimiento del 
diálogo mismo, sobre la palabra humana y sobre el diálogo de los hombres queda un reflejo 
celestial. La palabra humana es una voz del diálogo en que consisten el Padre y el Hijo. A 
través de la palabra humana resuena el diálogo divino. Y si la palabra humana es un eco 
del diálogo del Padre con el Hijo, es evidente su significación comunitaria. La palabra 
humana es expresión y a la vez alimento de la unión. En la palabra humana se manifiesta la 
ordenación del yo al tú; en ella gana nuevas fuerzas. Hace perceptible la unión y al mismo 
tiempo la funda. La palabra se convierte, por tanto, en un signo de amor. No podría ser de 
otra forma, ya que el diálogo del Padre con el Hijo es un diálogo de amor. Por eso la 
palabra humana, cuando es pronunciada con sentido pleno, es palabra de amor. En las 
palabras de amor de los hombres resuena en el tiempo el diálogo de amor. 
El redimido participa misteriosamente del diálogo del Padre y del Hijo ya en esta vida. 
Este proceso recibe su plenitud en la vida del cielo. En ella el hombre será incorporado 
patentemente al diálogo del Padre y del Hijo. 
El diálogo en que consiste la vida del cielo es, por tanto, diálogo con el Padre y con el 
Hijo en el Espíritu Santo. 
En este diálogo aprende el bienaventurado el misterio de Dios y del mundo. El Padre le 
explica todo lo que dice al Hijo. Le explica todo lo que puede ser explicado en el cielo y en 
la tierra. Se lo explica porque es el amor. Le introduce en sus secretos a él, elegido para 
amigo, hermano de su amado Hijo. Le interpreta toda la realidad que existe, la realidad de 
Dios y la realidad del mundo. Dios aclara al bienaventurado todos los enigmas de la 
existencia y de la historia. El bienaventurado recibe por tanto, en ese diálogo la respuesta a 
todas las cuestiones que le atormentaron durante su vida terrena y para las cuales la 
historia no tenía respuesta alguna. El bienaventurado puede aceptar dichoso las 
aclaraciones que Dios mismo le ofrece. Las respuestas que recibe serán tales que alabará 
a Dios y le dará gracias por todas las tribulaciones y beneficios de su vida. Claro que no 
podrá penetrar perfectamente el misterio de Dios.


EL CIELO COMO ADORACIÓN 
1. Dios es misterio incluso para los bienaventurados. 
Por íntimo que sea el intercambio vital entre Dios y el bienaventurado, Dios sigue siendo 
infinitamente superior al hombre. Cierto que Dios y el hombre se sientan como compañeros 
de banquete a la misma mesa, pero Dios es el anfitrión. El es quien invita a los hombres a 
comer en la mesa preparada por El. El diálogo celestial sólo puede producirse cuando Dios 
toma la iniciativa, cuando se dirige al hombre y le da la capacidad de oír su palabra y de 
darle respuesta. El diálogo celestial significa, por tanto, la imposición del reino de Dios en el 
hombre, del reino de la verdad y del amor. 
Sin embargo, la superioridad de Dios va más lejos todavía. Incluso en el estado del cielo 
Dios y el hombre siguen diversos entre sí como creador y criatura. También en el estado 
del cielo sigue siendo Dios un impenetrable misterio para el hombre. Cierto que el 
bienaventurado ve a Dios inmediatamente, pero no lo penetra hasta la raíz de su ser. Lo 
rodea con la mirada del amor, pero no lo traspasa totalmente. Lo ve totum, no totaliter. 
Podemos comparar este proceso con la contemplación de una obra de arte. El 
contemplador ve, sin duda, la sinfonía de colores, pero puede ser que le sea negado 
percibir toda la profundidad de la obra de arte. 
Ningún hombre sobre la tierra ve tan clara y vivamente que Dios es un misterio como el 
bienaventurado, porque contempla a Dios inmediatamente y ve, por tanto, con claridad 
hasta qué punto está Dios elevado sobre la criatura. Comprende que Dios tiene que ser un 
misterio. Su mirada a Dios es una mirada al misterio en propia persona. El misterio de Dios, 
o mejor, el Tú divino que es un misterio, está patente ante sus ojos espirituales. Está 
incluso desposado con él en lo más íntimo. Conoce y ama el misterio. La incomprensibilidad 
de Dios no puede ser eliminada para la criatura jamás, ni siquiera en el estado del cielo. 
Por eso el hombre no puede entender todo el diálogo celestial que el Padre comunica al 
Hijo. Su capacidad receptiva es limitada. Sólo el Hijo puede percibir perfectamente la 
infinita palabra del Padre con su riqueza y profundidad. El hombre tendría que ser Dios 
para poder equipararse al Hijo. 

2. Bienaventuranza y misterio. 
Podría surgir la angustia de que el cielo es un estado de tragedia, de que el hombre está 
eternamente venteando la tragedia, de que, por tanto, la última palabra no es felicidad 
eterna, sino eterna oscuridad. Sin embargo, tales temores son ilusorios. Pues la 
incomprensibilidad de Dios no deja en el bienaventurado ningún aguijón de insatisfacción. 
No tiene para él nada de opresivo o enigmático, nada de angustioso y esclavizante. El 
bienaventurado recibe, en efecto, a Dios en la medida en que es capaz de ello. Si Dios se 
la infundiera con más fuerza no lo haría feliz, sino que tendría que perecer, porque sería 
cegado por la luz de Dios y consumido por su fuego. No sería capaz de recibir más. Eso 
sería para él un esfuerzo exagerado que no soportaría. Si Dios le explicara más que lo que 
puede entender su espíritu y su corazón no serían por ello iluminados con más fuerza, sino 
que se oscurecerían, como el ojo corporal cuando mira hacia el sol. No tiene, por tanto, que 
recibir de Dios más de lo que recibe. No puede siquiera tal deseo. Sino que para el 
bienaventurado la máxima alegría es vivir inmediatamente y estar unido al impenetrable 
misterio del amor y verdad personales, de la santidad y justicia personificadas. Lo que 
siente precisamente como felicidad es que existe Dios, el incomprensible, el elevado sobre 
toda medida humana, porque sólo Dios puede sacarlo de la estrechez de lo puramente 
humano y llevarlo a la amplitud y a la riqueza. El eterno misterio de Dios no es, por tanto, 
ninguna eterna tragedia para el hombre, sino su eterna felicidad. El hombre, destinado a 
trascenderse a sí mismo, vive como plenitud feliz de su ser el confiado diálogo con el 
abismal misterio revelado del amor y de la verdad personales. 

3. Bienaventuranza y adoración. 
La superioridad e incomprensibilidad de Dios hacen justamente que sea posible 
satisfacer la necesidad de adorar que tiene el hombre. En cierto sentido, es ya satisfecha 
en el encuentro con Cristo, ya que el hombre que encuentra a Cristo no sólo vive con El 
cara a cara, sino que puede adorarle también. Esta satisfacción logra su carácter definitivo 
con el Padre. Es el encuentro con el sumo y último "tú" del hombre; después no es posible 
que haya más encuentros. Como el Padre es el Amor, verle a El significa ver al Amor 
personificado. La adoración al Padre se convierte en adoración al Amor personificado. 
Podemos decir, pues, que la forma de vida del cielo es el amor adorador del amor 
personificado o la adoración encendida de amor, del Amor en su propia persona. La gloria 
del bienaventurado es poder adorar al Amor, saber que el Amor -que a la vez es Verdad y 
Santidad- es digno de adoración; que sólo el amor es digno de adoración. 

4. Liturgia celestial. 
Este aspecto del cielo está testificado en la Escritura, cuando al símbolo del banquete se 
añade el símbolo de la liturgia del cielo. San Juan la describe en las grandes visiones del 
Apocalipsis con los medios intuitivos de fines del siglo primero, con los símbolos políticos 
que le son familiares por haber visto el culto al emperador (Apoc. 4, 1-11). 
En esta visión puede San Juan echar una mirada al cielo; contempla la majestad de Dios, 
elevada sobre todo lo terrestre. El nombre de Dios es silenciado con santo temor. El trono 
significa el sosiego del dominador, el dominio omnipotente de Dios, que vive sobre las 
tormentas del tiempo y conduce con mano segura los destinos humanos hacia la meta por 
El determinada. Su trono es eterno. Subsistirá eternamente, aunque caigan todos los tronos 
de la tierra. Dios está revestido de luz y gloria; está rodeado de una numerosa corte. 
Quienes le pertenecen participan de su gloria; viven transfigurados y están adornados con 
diademas de vencedor. La expresión "ancianos" significa que los hombres que viven con 
Dios son perfectos. La ancianidad es expresión de madurez. 

La representación del homenaje celestial a Dios se continúa en el capítulo V del 
Apocalipsis de San Juan. Ya hemos citado antes el texto como testimonio de la adoración 
tributada a Cristo glorificado. También en el capítulo VII se atestigua el agradecimiento y 
alabanza que Dios recibe continuamente de las criaturas bienaventuradas. 
En él se dice: "Después de esto miré y vi una muchedumbre grande, que nadie podía 
contar, de toda nación, tribu, pueblo y lengua, que estaban delante del trono y del Cordero 
vestidos de túnicas blancas y con palmas en sus manos. Clamaban con grande voz 
diciendo: "Salud a nuestro Dios, al que está sentado en el trono, y al Cordero." Y todos los 
ángeles estaban en pie alrededor del trono y de los ancianos y de los cuatro vivientes y 
cayeron sobre sus rostros delante del trono y adoraron a Dios diciendo: "Amén. Bendición, 
gloria y sabiduría, acción de gracias, honor, poder y fortaleza a nuestro Dios por los siglos 
de los siglos, amén" (/Ap/07/09-12). Los bienaventurados del cielo ensalzan en su himno de 
alabanza a Dios como a salvador y redentor. Saben que no hay otro salvador para los 
hombres. Sólo Dios ha podido liberarles de toda necesidad. Por eso le dan gracias y le 
alaban para siempre. 
Las criaturas que viven con Dios le adoran continuamente y le dan gracias porque El es 
digno de ello. En ello se cumple el sentido de toda la creación. Los cuatro seres 
representan a toda la creación: a los hombres, a los animales domésticos y salvajes y a los 
pájaros. 
La adoraci6n del cielo es distinta de la de la tierra. Es la plenitud de la adoración terrena. 
Esta está ordenada a la celestial y sólo en ella alcanza su última y suprema intensidad. Los 
bienaventurados cantan un "cántico nuevo" (Apoc. 5, 9). No conocen por sí mismos este 
himno de alabanza a Dios. Sólo pueden cantarlo aquellos a quienes han sido abiertas las 
puertas del cielo (Apoc. 4, 1), los que han sido admitidos en la vida propia de Dios, en la 
intimidad de Dios.

SCHMAUS
TEOLOGIA DOGMATICA VII
LOS NOVISIMOS
RIALP. MADRID 19617.Pág. 552-562