LA JERUSALÉN CELESTE
SCHMAUS
1. El Espíritu Santo y la plenitud
Lo mismo que dentro de la historia, también en el estado de plenitud la unidad de los
bienaventurados, con Cristo y entre sí, será causada y conservada por el Espíritu Santo, amor
intradivino y personal, atmósfera amorosa personal o clima personal y celeste de amor. La
comunidad de los bienaventurados no puede ser, por tanto, entendida desde el mero punto de
vista ético y psicológico, sino ontológicamente (en sentido accidental). El Espíritu Santo, que es
el alma de la Iglesia dentro de la historia, es también el alma de la comunidad de los
bienaventurados. ·GREGORIO-NISENO-SAN dice en una Homilía sobre el Cantar de los
Cantares (15; PG 44, 1116 y siguiente): "Permaneciendo alejados y separados, se convertirán
todos en una realidad única, ya que están unidos al único Dios. Todos serán, por tanto, según
las palabras del Apóstol, abrazados por el vínculo de la paz, todos serán un cuerpo y un espíritu
en la unidad del Espíritu Santo gracias a la única esperanza a la que han sido llamados. Y el
vínculo de esta gloria es precisamente la gloria celestial." Lo mismo que dentro de la historia la
actuación del Espíritu Santo en la Iglesia no
puede ser separada de la actuación de Cristo, hay que repetir muchas veces que Cristo
obra en la Iglesia por medio del Espíritu Santo, también la actividad del Espíritu Santo en la
bienaventuranza celestial es una obra que Cristo hace por medio de El. Cristo sigue siendo
el mediador entre Dios y los hombres por toda la eternidad. Ejercita su actividad mediadora
en el Espíritu Santo.
La comunidad celestial es, por tanto, una comunidad en la que el Espíritu Santo está
presente y actuando. Pero esto significa que el Dios trinitario está presente y actúa en ella.
La comunidad de los salvados es el lugar en que Dios realiza su vida. Es la unidad de
aquellos a quienes Dios ha llamado a participar de su vida trinitaria. Con ello se cumple el
ruego de Cristo por la unidad de los que creen en El, al decir: "Que sean uno como
nosotros somos uno" (lo. 17, 22).
En su Explicación de la Epístola a los Romanos (IV, 9; PG 14, 997), ·Orígenes explica
esta estructura trinitaria de los salvados: "San Pablo llama al Espíritu Santo espíritu de
amor. Dios mismo es llamado amor, y su Hijo, el Hijo del amor. Si es así, tenemos que
suponer como seguro que de la única fuente de la divinidad paternal proceden tanto el Hijo
como el Espíritu y que de la sobreabundancia de esta divinidad es dimanada la
sobreabundancia del amor en los corazones de los Santos, para hacerlos partícipes de la
naturaleza divina, como enseñó el Apóstol Pedro, a fin de que por estos dones del Espíritu
Santo se cumplan las palabras del Señor: Como Tú, Padre, estás en mí y Yo en ti, sean
ellos uno en Nosotros, es decir, sean partícipes de la naturaleza divina en la
sobreabundancia del amor derramada por el Espíritu Santo."
La comunidad celestial como plenitud del reino de Dios
El hecho de que los salvados del cielo sean penetrados por Dios Trinitario, es decir, por
el Padre y por medio de Cristo en el Espíritu Santo, y de que, a la inversa, participen en la
vida trinitaria de Dios, es decir, en el intercambio vital del Padre con el Hijo en el Espíritu
Santo, indica que la figura plena de la comunidad humana es a la vez la figura perfecta del
reino de Dios. Dentro de la historia la Iglesia es el órgano y la manifestación análoga y
velada del reino de Dios. Es el instrumento y el lugar del reino de Dios en las formas
transitorias de este mundo, en la palabra humana, en el signo sacramental, en los modos
de la comunidad humana. Estas formas de existencia son los vasos tomados del mundo
para la vida divina destinada por Cristo a los hombres y regalada en el Espíritu Santo.
Están en oposición a las formas definitivas del reino de Dios. Estas son definidas por el
Cuerpo glorificado de Cristo. Mientras dura el actual eón, la Iglesia está bajo la ley del
pecado, del dolor y de la muerte. La profunda transformación que tendrá que ocurrir al fin,
tendrá como consecuencia que la Iglesia pierda las formas de existencia pertenecientes a
este mundo y sea configurada a imagen del Cuerpo de Cristo, y que sean eliminados de
ella el dolor, el pecado y la muerte.
I/C-CELESTIAL:Como esta transformación implica a la vez el fin de los elementos
propios y esenciales de la Iglesia -predicación, sacramentos, jerarquía-, surge la cuestión
de si la Iglesia no termina al fin de los tiempos. ¿No pertenecen esos elementos tan
necesariamente a ella, que al cesar de existir deje de existir la Iglesia? Entonces existiría
sólo durante el intervalo que transcurre entre la Ascensión y la vuelta de Cristo. Su
existencia acabaría al lograr plenitud el reino de Dios, a cuya realización sirvió. Sin
embargo, puede hablarse en cierto sentido de la pervivencia ultrahistórica de la Iglesia, si
por Iglesia se entiende la comunidad de los hombres reunidos por Cristo en el Espíritu
Santo y llevados hasta el Padre. Si se interpreta así, la Iglesia no sólo no termina al volver
Cristo, sino que con la resurrección de los muertos logra su verdadero ser, ya que se revela
su ser oculto y se hace plenamente consciente de sí misma.
Sea como sea, es seguro que la comunidad salvada por Cristo es la que logra los fines
establecidos por Dios al fin de los tiempos.
La comunidad terrena de la Iglesia que vive hasta el fin de la historia logra, pues, su
perfección y plenitud en la comunidad celestial del eón posthistórico. La comunidad terrena
es la raíz de la celestial, y ésta la coronación de la terrena. En la plenitud de la comunidad
de los cristianos logra su meta toda la comunidad humana, porque toda la humanidad está
ordenada a Cristo, su Cabeza, de forma que la Iglesia es importante en el destino de todos:
salvadora para quienes orientan a Dios el anhelo y obediencia de su espíritu y
condenadora para quienes viven orgullosa y ateamente.
La ciudad de Dios como símbolo de la comunidad celestial
I. La ciudad como símbolo.
I/CIUDAD-D:En la imagen de la ciudad celestial a la que entra la humanidad unida a
Dios, testifica expresamente la Escritura que las promesas se refieren primariamente a la
comunidad, y al individuo a través de ella. Pertenecen a la ciudad celestial los llevados al
Padre por Cristo en el Espíritu Santo durante la vida terrena. Por eso la Iglesia es también
simbolizada en la imagen de la ciudad, como antes vimos. La imagen se refiere tanto a la
Iglesia peregrinante como a la Iglesia triunfante. Por eso están ya incluidos en los libros de
ciudadanos del cielo los nombres de los que todavía son peregrinos (Eph. 2, 19; Phil. 4, 30;
Lc. 10, 20; Apoc. 3, 5; 3, 12; 13, 8; 17, 8; 20, 9; 20, 12. 15; 21, 2; Ex. 32, 32; Ps. 69, 29; Is.
4, 3; Dan. 12, 1). En el cielo está el Estado de los cristianos (Phil. 3, 20). Mientras dura la
vida peregrina no se ve esa ciudad; por eso muchos, incluso de los que pertenecen a ella,
caminan por esta vida como si no pertenecieran. Construyen sobre lo visible y no sobre lo
invisible (2 Cor. 4, 18). Por eso se dejan seducir cuando les dicen: "Aquí en la tierra está el
verdadero Mesías, el auténtico salvador" (Mt. 24, 23). Desean un salvador visible. Los
verdaderos creyentes construyen para la patria invisible; creer significa dejarse poseer por
lo invisible (/Hb/12/03). Pero la verdadera patria dejará de ser invisible algún día.
La ciudad santa prometida tiene un nombre familiar, el nombre ya conocido de Jerusalén
(Hebr. 12, 22-24).,
II. La ciudad santa de Jerusalén. MONTE/SIMBOLO
No es casual que el monte sea llamado morada de Dios (Hebr. 12, 22-24). El monte de
Dios desempeña un gran papel en la historia de las religiones. El monte es el símbolo de la
sublimidad e inaccesibilidad de Dios. Sobre el monte está, por tanto, el templo, la morada
de Dios (Is. 8, 15).
SION/MONTE:El monte Sión está en la ciudad santa de Jerusalén (Cfr. Apoc. 2, 2). Esta
es la ciudad prometida por Dios. La ciudad es el resumen de todas las promesas divinas.
En la esperanza en la ciudad encuentra el creyente viejotestamentario los ideales de ciudad
que tiene la humanidad no cristiana. "Para el hombre antiguo la imagen de la ciudad era
expresión de algo supremo. Sobre todo para la mentalidad griega, significaba lo claramente
delimitado más que lo infinito y desmesurado. Incluso la totalidad de la existencia no se
expresa en el concepto del universo infinito, sino en el de cosmos, que significaba lo
bellamente ordenado y formado. Para el griego, la ciudad era más que los países y masas
infinitos. La ciudad, en medio del territorio por ella dominado, con sus múltiples
construcciones y limitada por la clara línea de las murallas, fuerte y llena de vida; rica en
bienes y actividades humanas y a la vez ordenada por una ley justa y sabia..., esta imagen
se convierte aquí en expresión del concepto de lo que importa a la fe sagrada: la existencia
redimida" (Romano ·Guardini-R, El Señor, Rialp, 1961, 4ª edición).
JERUSALEN/SIGNO:El hecho de que la ciudad lleve el nombre de Jerusalén es una
alusión simbólica al hecho de que es Dios quien llena las esperanzas últimas del hombre.
En el Apocalipsis San Juan contempla ese cumplimiento en una gran visión (Ap 21, 1-22,
5).
III. La promesa hecha a Abraham. BABILONIA La ciudad contemplada por San Juan es
el revés de la ciudad de Babilonia construida por el orgullo, ateísmo y vanidad de los
hombres. Babilonia, a su vez, es el recuerdo de la ciudad que quisieron edificar los
hombres al principio de su historia para liberar su vida de Dios y como signo de su
autonomía (/Gn/11/01-09). Pero los hombres no pudieron construir la ciudad que habían
planeado en su rebelde voluntad, sino que fueron dispersados por Dios, y la ciudad
inacabada de Babel quedó como símbolo de la desunión y dispersión en que cae la
humanidad siempre que se rebela contra Dios: en lugar de la plenitud surge la necesidad;
en lugar de la seguridad, la inseguridad; en lugar de la comunidad, la dispersión y soledad,
y en lugar de la firme construcción, el montón de ruinas (Apoc, 18). Pero el anhelo humano
de la ciudad, es decir, de plenitud y seguridad, de sosiego y protección, de comunidad y
orden, no es ninguna ilusión; Dios mismo ha prometido tal ciudad.
ABRAHAN/CIUDAD-D:Hizo la promesa al patriarca Abraham, y Abraham abandonó su
patria para buscar lo prometido por Dios, que para él era totalmente desconocido. "Por la
fe, Abraham, al ser llamado, obedeció y salió hacia la tierra que había de recibir en
herencia, pero sin saber adónde iba. Por la fe moró en la tierra de sus promesas como en
tierra extraña, habitando en tierras, lo mismo que Isaac y Jacob, coherederos de la misma
promesa. Porque esperaba él ciudad asentada sobre firmes cimientos, cuyo arquitecto y
constructor sería Dios" (Hb/11/08-10). Abraham esperó una ciudad símbolo de todo lo
seguro, perduradero y protector. Pero el cumplimiento de la promesa se retardó. La ciudad
prometida no apareció; Abraham murió sin verla. También sus hijos y sus nietos bajaron al
sepulcro sin poder vivir en ella. Pero no abandonaron su fe. Dejaron que Dios cumpliera
sus promesas cuando quisiera. Cada vez se hizo más evidente que Dios no pensaba en su
cumplimiento cercano, sino en un tardío cumplimiento, que el último cumplimiento
trascendía todas las ciudades e incluso posibilidades de este mundo. "En la fe murieron
todos sin recibir las promesas; pero viéndolas de lejos y saludándolas y confesándose
peregrinos y huéspedes sobre la tierra, pues los que tales cosas dicen dan bien a entender
que buscan la patria. Que si se acordaran de aquella de donde habían salido, tiempo
tuvieron para volverse a ella. Pero deseaban otra mejor, esto es, la celestial. Por eso Dios
no se avergüenza de llamarse Dios suyo, porque les tenía preparada una ciudad"
(Hb/11/13-16).
IV. La Jerusalén terrena, como Antecumplimiento.
Pero a la vez Dios concedió a los que no habían dudado de sus promesas, a pesar del
aplazamiento, un precumplimiento, una prenda del cumplimiento definitivo; eso eran el
templo y ciudad de Jerusalén. Por eso era Jerusalén la ciudad "amada"; era símbolo de la
promesa divina (Ps. 78 [77], 68; 87 [86], 2; Apoc. 4, 1-2). Pero Sión y Jerusalén no eran
más que un cumplimiento prometedor; por encima de sí mismas aludían a una ciudad que
debía ser resumen de la vida y la riqueza; a una ciudad que está más allá de la tierra. Será
una ciudad nueva, invisible, celestial; en ella serán acogidos los pueblos de la tierra (Is. 2,
2-5; 11, 5; 14, 32: 18, 7). Su fundamento y piedra angular será el mismo Hijo de Dios
encarnado (ls. 28, 16; I Cor. 3, 10; I Pet. 2, 4). Será la Jerusalén "superior", la madre de la
verdadera vida libre (Gal. 4, 26); de ella viene la luz y la salvación. Isaías pinta esta
Jerusalén celestial en vivos colores (ls. 60).
V. La Jerusalén terrena como promesa real.
JERUSALEN/CIUDAD-CEL:En esta promesa la Jerusalén terrena es símbolo de una
ciudad celeStial. El cumplimiento es descrito en imágenes que en su inmediato sentido
valen de la Jerusalén terrena, pero que su sentido último no conviene a lo terreno. Entre el
antecumplimiento de la divina promesa en Sión y su cumplimiento último está la caída de
Jerusalén terrena. Su habitantes, y sobre todo sus círculos dirigentes, olvidaron que ella no
podía ser una ciudad como las demás ciudades, que su tarea no era ganar riqueza y poder
terrenos, sino proclamar la gloria de Dios en el mundo. Buscaron su propio honor y gloria y
vieron en Dios el mero garante de su seguridad terrena en lugar de ver el Señor que podía
disponer de ellos, Fueron, por tanto, infieles al sentido de su existencia. Con su piadosa
autocomplacencia y vanidad mataron al que debía traer la plenitud de la vida a la ciudad,
porque intranquilizaba la autonomía de ella. Cristo murió fuera de la ciudad. Esto tiene una
profunda significación simbólica. La muerte de Cristo no sirvió para mantener la ciudad que
quiso dominar como los emperadores del mundo, que se encontró satisfecha de sí misma.
Matando al Hijo del Hombre, Jerusalén mereció la muerte. Tenía que perecer como todos
los enemigos de Dios. Debido al asesinato del Hijo del Hombre, Jerusalén se convirtió en
lugar de salvación, pero a la vez se hizo patria del ateísmo. Ya no es la ciudad santa, sino
una nueva Sodoma, un nuevo Egipto. Sodoma es el símbolo de la depravación, Egipto es el
modelo del ateísmo (Is. 1, 9; 3, 9; Ezq. 16, 44-49; Sab. 19, 13-17; Apoc. 11, 8). El peso de
depravación y odio a Dios que cargaron sobre sí estas dos ciudades, llegó al punto
culminante en Jerusalén. La ciudad no cayó por casualidad, sino según leyes ineludibles.
Sin embargo, aunque la Jerusalén terrena desapareció, porque fue infiel a la misión que
Dios le había asignado, las promesas que Dios vinculó a la ciudad no desaparecieron.
Fueron conservadas en el cielo, y desde allí es regalado a la hora determinada por Dios lo
que la Jerusalén terrena desaparecida ya no puede dar. Dios mismo satisfará el anhelo
humano de ciudad, es decir, de plenitud y seguridad vital, de orden y poder, de luz y
sosiego. Los hombres serán hechos partícipes de estos bienes no desde la tierra, sino
desde el cielo. San Juan contempla todo esto en la visión de la Jerusalén celestial que
desciende sobre la tierra (Apoc. 21, 2. 10). De la Jerusalén celestial, cuyo símbolo era la
terrena, vendrá la salvación (Apoc. 14, 1; loel 3, 5; Mat. 18, 20; 28, 20; Jn, 14, 18; Ps. 2, 6;
48 [47], 2 y sigs.; 110 [109], 2 y sigs.).
VI. La Jerusalén celeste presente y futura. PEREGRINO/CIUDAD-CEL Quienes creen en
Cristo participan, como vimos, veladamente de la vida de esa Jerusalén celestial, de la
ciudad santa fundada por Dios mismo. Tanto pertenecen a la ciudad celeste que el cielo es
su verdadera patria y la tierra es un lugar extraño para ellos. En el cielo están sus moradas
(/Jn/14/02-03); mientras viven en la tierra viven los años de viaje (Apoc. 21, 4); son
extraños entre los habitantes de la tierra, es decir, entre quienes sólo conocen y desean la
vida de la tierra (Apoc. 6, 10; 8, 13; 11, 10; 13, 12. 14). Siempre sentirán dolorosamente su
suerte de extranjeros, mientras vivan esta vida terrena (1P/01/01;
1P/01/17).
Durante la vida terrena viven como en tiendas, en moradas ligeramente construidas y
frágiles. La tienda sólo ofrece una escasa protección contra los peligros y el mal tiempo.
Pero la morada en tiendas será algún día sustituida por una casa sólidamente construida
en la ciudad celestial. Este cambio es un acontecer doloroso, pues se llama muerte. En ella
el hombre es despojado de la vida terrena y revestido de la celestial. San Pablo escribe a
los corintios (2Co/05/01-04): "Pues sabemos que, si la tienda de nuestra mansión terrena
se deshace, tenemos de Dios una sólida casa, no hecha por mano de hombre, eterna, en
los cielos. Gemimos en esta nuestra tienda, anhelamos sobrevestirnos de aquella nuestra
habitación celestial, supuesto que seamos hallados vestidos, no desnudos. Pues
realmente, mientras moramos en nuestra tienda, gemimos oprimidos, por cuanto no
queremos ser desnudados, sino sobrevestidos, para que nuestra mortalidad sea absorbida
por la vida" (confróntese /2P/01/13-14).
Cuando la Jerusalén celeste descienda sobre la tierra, toda la tierra se convertirá en la
ciudad prometida por Dios, cuya llegada satisfará todos los anhelos del hombre; entonces
se acabarán los dolores humanos, porque se habrá acabado la vida de peregrinación.
Entonces se cumplirá lo que Isaías profetizó (/Is/40/01-02): "Consolad, consolad a mi
pueblo, dice vuestro Dios; animad a Jerusalén y gritadle que se acabó su servidumbre y
han sido expiados sus pecados."
La razón más profunda de que pase el dolor de toda la humanidad, su habitar en tiendas,
es la unión con Dios. San Juan contempla esta unión bajo la imagen de la esposa (Apoc.
21, 2. 9). La ciudad que San Juan ve bajar del cielo a la tierra volando lentamente aparece
en el Apocalipsis como la esposa del Cordero. El vidente recoge aquí un viejo símbolo que
expresa la intimidad con que la humanidad se unirá a Dios al fin de los tiempos. Expresa la
estructura personal de la ciudad. Le conviene una subjetividad transindividual.
VII. La ciudad como esposa. I/ESPOSA:
Según los Padres y la liturgia, la Iglesia es la Esposa de Cristo. Se la adquirió como
esposa por su muerte. En la muerte se entregó por ella (Cfr. también Gal. 2, 20; 1, 4; I Tim.
2, 6; Tito 2, 13; Act. 20, 28). Pero al ofrecer su vida por ella la regaló eterna vida
imperecedera. Le concedió parte en su propia gloria. La Iglesia aceptó esta vida para
protegerla y cuidarla. La entrega de Cristo a su esposa no es un proceso transitorio
ocurrido una sola vez, jamás acaba porque jamás se cansa su amor que se regala a sí
mismo. Vive siempre para su esposa, la alimenta con la fuerza de su palabra y, sobre todo,
con su propia carne y sangre en la Eucaristía. (lo 6, 58; Eph. 4, 6, I Thes. 2, 7; I Cor. 10, 2).
Cuando Cristo da a la Iglesia su carne y sangre en el modo de existencia eucarístico, se
hace realmente con ella un solo cuerpo. La unidad entre Cristo y la Iglesia trasciende
incluso la comunidad matrimonial entre varón y mujer por su intimidad, fuerza y duración.
Pues aquí no se intercambia vida caduca, débil y mortal, sino vida imperecedera,
indestructible y plena, pues se comunica la energía y plenitud de la vida divina. La unidad
que corresponde a este intercambio de vida no está amenazada por muerte alguna ni por
ningún aburrimiento. La vida de Dios se apodera con infinita energía de toda la Iglesia. Lo
que significa la comunidad matrimonial, a saber, la unidad de varón y mujer, se realiza de
modo perfecto en la unión de Cristo con la Iglesia, cierto que en otras formas, ya que las
formas fisiológicas condicionan la deficiencia de la unificación, pero con una fuerza que
supera todo lo terreno.
Mientras dure el eón actual, la gloria regalada por Cristo a su esposa, la Iglesia,
permanece oculta por la figura caduca de la edad presente, por los pecados y errores de
sus miembros; esa situación durará mientras el Esposo esté ausente. La Iglesia sabe que
un día vendrá para llevarla a casa y anhela esa hora. Llena del Espíritu Santo clama la
esposa -San Juan oye su grito-: "Ven" (/Ap/22/17). Cuando venga se celebrarán los eternos
esponsales del Cordero, que adornará a su esposa de gloria y magnificencia, sin mancha ni
arruga (/Ef/05/27); es la gloria de su propia vida glorificada lo que le regalará.
Bienaventurados los que están invitados al banquete nupcial del Cordero (Apoc. 19, 6-9).
San Juan ve como acontecimiento decisivo de la ciudad celeste el hecho de que no
tenga ningún templo, ya que no lo necesita porque Dios está presente en todas partes. En
la Jerusalén terrena, el templo era el centro de la vida. Ezequiel profetizó la reconstrucción
del templo después de la primera destrucción de la ciudad (Ez. 40, 43). Pero lo describió
bajo imágenes y símbolos que no tienen correlato en este mundo. Aluden, por encima de la
historia, a una época más allá de ella. El templo tendrá su verdadera y definitiva estructura
después que acabe la historia. Pero no será un templo de madera o de piedra. Habrá
todavía culto y un lugar de culto, pero ya no será un lugar escogido y entresacado de este
mundo.
En la Jerusalén destruida, el templo y el tabernáculo eran los lugares de la presencia de
Dios, del sacrificio y de la oración; su destino fue sellado como el de la ciudad y el del
pueblo. Al caer la ciudad, el templo es condenado a la destrucción. Cristo había profetizado
que de la construcción magnífica en que los judíos veían la garantía y signo de la
benevolencia de Dios y de la consistencia de este mundo, no quedaría piedra sobre piedra
(Mc. 13, 2). La destrucción del templo no fue un suceso casual. Al terminar la antigua
Alianza no tenía ya ninguna razón de existir. Para el pueblo judío era una blasfemia toda
alusión a la destrucción del templo; el diácono Esteban fue apedreado por predicar el fin del
templo construido por Salomón (Act. 7, 48). Parece una continuación de las palabras de
Cristo la advertencia de San Pablo a sus lectores: vosotros sois el templo de Dios (l Cor. 6,
19; 3, 16; 11 Cor. 6, 16). Ya no está en Jerusalén el verdadero templo de Dios, sino que lo
que era el templo os ha sido confiado a vosotros, comunidad de creyentes. Por eso sois
vosotros el verdadero templo.
SCHMAUS
TEOLOGIA DOGMATICA VII
LOS NOVISIMOS
RIALP. MADRID 19617.Pág. 265-277