LA DOCTRINA DE LA PERDICIÓN ETERNA EN EL AMBIENTE DE HOY 



Introducción
EN UN CURSO de escatología no podía faltar la discusión sobre lo que suele llamarse el 
infierno y que yo he preferido designar como «perdición definitiva». 
Esa discusión no podía faltar, en primer lugar, por razones ambientales y pragmáticas. Porque 
el tema del infierno eterno, según la apreciación de bastantes creyentes y de muchos no 
creyentes, constituye algo muy especial en la visión del hombre que se atribuye a la Iglesia 
Católica. Y por cierto que esa visión suscita un tal rechazo visceral y cultural, que por causa de 
ella viene a ponerse en cuestión al cristianismo recibido en su conjunto como a una corriente 
histórica que hace odioso a Dios e insulta a la dignidad del 
hombre. 
Pero hay otras razones, además de las ambientales, 
para tratar de si, teológicamente hablando, habríamos de 
contar con enclaves de posible perdición en los 
desenlaces plurales de la vida. Esas razones se 
derivarían del centro mismo del empeño en indagar las 
aportaciones de la fe a la reflexión sincera sobre la última 
valoración de las distintas formas de vida. Pues esta 
reflexión no es radical ni es honesta si ya en su punto de 
partida mantiene dogmáticamente la posición de esperar 
un happy end general de la existencia, excluyendo el 
examen de sus posibilidades negras ­o si se niega a 
considerar el peso que últimamente pudiera 
corresponder, para sus directos responsables, a las 
decisiones y omisiones malvadas que parecen jalonar 
bastantes hechos trágicos entre los cuales luchamos, nos 
estancamos y trabajamos por cambiar. 
Esta discusión teológica sobre la posibilidad de un 
fracaso irreparable en las vidas humanas, quiero por mi 
parte situarla en relación con el análisis de nuestras 
esperanzas y, más concretamente, en relación con lo que 
ellas pueden tener de fatalidad o riesgo, de libertad o 
destino. Porque últimamente es ahí a donde me ha 
conducido el estudio de toda esta materia. El me ha 
llevado a lo que últimamente quiero exponer ahora, lo 
cual puede resumirse así: entrar en la esperanza no es, 
desde la consideración de la fe, un abandonarnos a 
alguna mecánica feliz de leyes históricas o teológicas, 
sino que es escoger un futuro e identificarnos con él, 
implicándonos en las iniciativas de Dios frente a los 
riesgos reales en que nos enreda la vida. 
Con otras palabras: en el Nuevo Testamento, según mi 
entender, no se asegura a nadie que todo al final le 
rodará bien, haga lo que haga; más bien se conjura a los 
creyentes para que tomen sobre si las responsabilidades 
de sus vidas en seguimiento de Jesús, que es escoger el 
futuro de Dios e identificarse con ese futuro; fuera de tal 
camino no habría, según el mismo Nuevo Testamento, 
esperanzas firmes, y todo otro empeño último habría de 
considerarse vano.
Para exponer cómo y por qué entiendo que la 
consideración de la fe lleva a este estilo arriesgado y 
comprometido, no mecánico, de esperanza, voy a fijarme 
primero introductoriamente en las cuestiones que he 
llamado ambientales, porque ellas pueden ayudarnos a 
situar bien los problemas teológicos de fondo. A 
continuación discutiré estos problemas que tengo por 
«más de fondo», los cuales son teológico-sistemáticos. 
En una tercera parte me ocuparé de los argumentos 
histórico-dogmáticos que llevan a tomar una postura u 
otra en el asunto. Finalmente presentaré nuevos puntos 
de vista que se proponen desde consideraciones 
referentes al tenor general del lenguaje de revelación en 
el Nuevo Testamento. 


1 La doctrina de la
perdición eterna en
el ambiente
de hoy

DEJANDO DE LADO otros aspectos de las posiciones sobre la condenación eterna 
atribuidas por el hombre de la calle a la doctrina cristiana, quiero ahora volver sobre el 
hecho al que antes aludí: entre los no creyentes en general y entre muchos creyentes de 
talante humanista, quizá también entre bastantes de nosotros, se da un intenso rechazo del 
uso que autoridades eclesiásticas, predicadores y educadores habrían hecho de esta 
doctrina de la condenación. Sobre todo se habría obligado a vivir a los fieles de ambientes 
confesionales bajo constantes amenazas de condenarse para siempre si no obedecían a la 
ley de Dios, si se apartaban de lo religioso y, con especial frecuencia, si quebrantaban las 
normas sobre el sexo.
Autoridad, religión y sexo habrían venido así a definirse para los creyentes con un 
componente de amenaza y peligro, lo cual tendería, según el lenguaje psicoanalítico, a 
generar personas cohibidas y reprimidas en serie, siempre con vagas sensaciones de 
frustración, medrosas para lo nuevo y potencialmente explosivas o agresivas. Tal estilo de 
personalidad tendería a contagiarse, más allá de los sectores convencidamente creyentes, 
a círculos muy amplios de la sociedad española. Y al final, por esta causa, apenas podrían 
surgir entre nosotros personalidades auténticamente libres y creativas sin algún episodio de 
enfrentamiento profundo con el cristianismo tradicional en cuestiones de autoridad, de 
conciencia y de sexo, todas ellas potenciadas como muy peligrosas por la amenaza del 
fuego del infierno. 
Y no es solamente que esa imaginería pueda redundar en la formación de una cultura del 
miedo muy influyente en la vida privada. Según las criticas aludidas, esa cultura del miedo 
habría venido a ponerse al servicio de los poderes fácticos de turno, interesados en 
salvaguardar el funcionamiento de su prepotencia. Y así, en vez de formarse un ambiente 
social favorable a la búsqueda confiada de caminos propios y a la búsqueda creativa de 
figuras innovadoras de acción y de soluciones inéditas, estaría fomentándose el 
mantenimiento social de una vida regimentada, disciplinada bajo cualesquiera jerarquías 
inspiradoras de miedo. 
Esta contribución del miedo al fuego eterno a la sacralización de jerarquías demasiado 
humanas, se consolidaría gracias a una indoctrinación sobre el mundo y el hombre en la 
cual se enseña a percibir lo temporal y sensible como malo, o al menos como peligroso y 
sospechoso, en comparación con lo eterno y supuestamente espiritual. NIETZSCHE se ha 
detenido en criticar con especial energía esa visión, según la cual lo temporal carece de 
espíritu y el espíritu es una destilación metafísica de normas carentes de individualidad, de 
raíces temporales y de creatividad. En relación con tales normas, los miedos del infierno 
servirían para erigir como ideal humano una vida vivida en función de prescripciones 
generales y de autoridades empeñadas en la propia auto-conservación, vida en la cual 
resultarían desprestigiados el presente sensible, las posibilidades particularizadas y la 
invención responsable. 
Habría, pues, tras las representaciones del infierno, una psicología enferma, una 
sociología mentirosa y una cosmología degradante. Esa estimación repercute en muchas 
tomas de postura negativas frente a la fe de la Iglesia histórica y frente a la fe en la Iglesia 
de Cristo. Ante tales valoraciones la teología no puede callar, ni evadirse, ni acorazarse en 
pronunciamientos ambiguos, puesto que tiene como uno de sus objetivos prioritarios el 
aportar claridad en cuanto a semejantes tomas de postura. 


2 La Respuesta de la
Teología

PRIMARIAMENTE esa claridad no puede hacerse desde la teología intentando resolver 
si las tradiciones populares y eclesiásticas sobre el infierno contribuyen o no contribuyen de 
hecho a crear un folklore del miedo. Tal cuestión «de hecho» podrá discutirse con rigor en 
su momento dentro del marco de una sociología empírica de la cultura. Lo que puede hacer 
el teólogo como teólogo y lo que justamente se le pide es que se pronuncie sobre lo que él 
está dispuesto a asumir de esa interpretación cultural de la doctrina del infierno y del uso 
social de ella, habida cuenta de sus posibles repercusiones antihumanas y antisociales. 
Concretándolo más: en ciertos ambientes se opina que tras la idea de la perdición eterna 
hay una noción de vida humana que reclama, para el buen éxito final de la misma vida, un 
gran sometimiento a lo autoritario, represivo y atemorizador; ese buen éxito final tendría que 
lograrse, por otra parte, dejando atrás las apetencias particulares, el tiempo presente y el 
mundo sensible. Y se pregunta: ¿rechaza la teología, en virtud de sus propios principios, 
esa imagen de la vida? Y si la rechaza, ¿qué dice sobre las creencias populares, los 
catecismos y la predicación más corriente? ¿Qué dice sobre la actitud de la jerarquía 
eclesiástica ante todo ello? 
En cuanto a la cuestión de si la teología rechaza una imagen de la vida humana en que 
ésta necesite, para llegar a buen fin, lo autoritario, lo represivo y el miedo, la respuesta que 
inmediatamente daríamos los teólogos sería afirmativa: rechazamos esa imagen de vida. 
Pero también creo que la mayoría sentiríamos la necesidad de explicarnos un poco más 
para resultar creíbles, dado que, como gremio de teólogos, trabajamos colectivamente en 
cooperación con toda clase de autoridades eclesiásticas, científicas y hasta civiles. 
Al explicar nuestra postura aparecería entonces un fondo común y un gran pluralismo. El 
fondo común provendría de principios teológicos muy básicos, referentes, primero, al 
primado del amor en el ideal humano del cristianismo; un primado incompatible con el 
recurso sistemático a la amenaza y al temor. Segundo, referentes a la necesaria libertad del 
acto de fe y de la conducta cristianamente moral, la cual se opone al establecimiento de 
sistemas globales de coacción. Y tercero, referentes a la doctrina del carácter paternal de la 
autoridad eclesiástica, que quiere diferenciar terminantemente a ésta de toda clase de 
autoritarismos. 
Desde tales perspectivas, los teólogos en bloque afirmaríamos sinceramente que 
rechazamos, en virtud de nuestros propios principios teológicos, una imagen de la vida 
humana que condicione el buen éxito de ésta a la imposición de lo autoritario, de lo 
represivo y de lo amenazador. Y diríamos que si tal imagen ha tomado cuerpo en las 
prácticas históricas de determinadas autoridades y determinadas comunidades cristianas, 
ello ha sido contra la coherencia de la fe y no por causa de ella. Y más: que si esto no ha 
sido combatido suficientemente por los que tienen la responsabilidad de ello, es una 
omisión doctrinalmente condenable. 
El pluralismo en que a partir de aquí nos diferenciamos los teólogos aparecería en toda 
su fuerza si llegáramos a tomar postura sobre el peso que en la valoración profunda de la 
vida atribuimos últimamente a la libertad y a la creatividad personales, a la radicación en el 
presente y a la conexión con el mundo de lo sensible. 
No es extraño que tal pluralismo surja en el campo de la reflexión teológica, dado que en 
él la imagen del hombre tomó primitivamente forma sobre el fondo experiencial de un mundo 
injusto, que acababa de crucificar a Cristo y que había venido matando a los profetas y 
rechazando los caminos de Dios; un mundo humano dominado por estructuras de pecado, 
donde la libertad tenía que ser sanada para ser proclamada. Además, la primerísima 
teología respondía a la visión de la vida que tenían unos cristianos pertenecientes en su 
mayoría a grupos sociales desconsiderada y abusivamente tratados por la mayoría de sus 
contemporáneos, incluso por los reconocidos como humanistas y doctos. Es explicable que 
aquella teología pensara a la humanidad por el lado negro e injusto que ella también tiene, 
necesitado de la salvación bondadosa y gratuita de Dios; que pensara el presente histórico 
desde la situación de una historia pecadora que estaba siendo redimida en fuerza de 
planes eternos de Dios; y que valorara las particulares posibilidades de los mismos 
creyentes cristianos como escasamente conducentes a algo valioso sin la entrega de todas 
ellas al señorío sobre el mundo de Cristo resucitado. 
En el origen de la idea cristiana del hombre estuvieron muy presentes, según esto, 
perspectivas que llevaban a contar con que la libertad puede ser violencia malvada, con 
tiempos que necesitan redimirse y con la validez del señorío salvador de Cristo, presente en 
la comunidad. Riesgo y temor, superación de tiempos desechables y buen señorío 
aparecerían a esa luz como factores insoslayables para un planteamiento realista de la 
vida. Y ellos dieron lugar a una reflexión antropológica orientada por experiencias básicas 
enormemente lejanas de las situaciones que han marcado los orígenes del antiguo 
humanismo griego y de los humanismos modernos. 
La conexión entre imágenes del hombre promanantes de tan lejanos extremos ha dado 
lugar a planteamientos muy variados de la relación entre la fe y los humanismos modernos. 
Tales planteamientos, no siempre demasiado felices, se hacen sentir al repensar la lógica 
con que hablamos de si algún hombre puede perderse. Volveremos sobre ello. 
Pero ahora subrayemos dos conclusiones que se derivan de lo dicho; primera: la teología 
no puede menos de rechazar, en fuerza de los propios principios, una interpretación y un 
uso de la doctrina de la perdición que implique concepciones del hombre según las cuales 
el autoritarismo, las prácticas represivas de la formación de conciencia y la pedagogía de la 
amenaza, puedan defenderse o tolerarse; segunda: la teología, en su reflexión sobre el 
hombre, lleva las huellas de unas experiencias básicas entre las que nació, absolutamente 
distintas de las que animaron el primer surgimiento de los humanismos modernos. Entonces 
hace falta tener en cuenta aquellas experiencias básicas fundantes para entender en 
profundidad lo que deben significar en el cristianismo la referencia al señorío de Dios 
presente en el mundo, la confrontación con la caducidad del presente y el plantearse el 
destino de la vida «con temor y temblor», como subrayara KIERKEGAARD citando la 
epístola a los Filipenses. 
Dejando aquí, de momento, la respuesta que debe la teología a la repulsa humanística de 
la teología del infierno, señalemos, en orden a avanzar hacia cuestiones más de fondo, que 
no está bien planteado el problema humano de la posibilidad de una justa condenación de 
ciertas vidas, ni el del tipo de confrontación arriesgada con el mundo inspirado por esa 
posibilidad si, considerados esos problemas en el marco del humanismo moderno, aparece 
implicada en las posturas auténticamente cristianas una afinidad con opciones de 
autoritarismo y de miedo. Por otra parte, señalemos también que el aceptar como serio 
problema del hombre la posibilidad de que éste se frustre del todo, al rechazar el señorío de 
Cristo, no es algo que surge en la fe a partir de dudas sobre la dignidad del hombre. Ésta 
no se pone en cuestión. Surge a partir de experiencias individuales y comunitarias del lado 
negro de la vida malvada y del dolor de la vida culpablemente hundida, los cuales 
precisamente se ven como algo radicalmente rechazable porque se presupone el amor a 
cada hombre. 
Sobre el valor de estas experiencias y sobre la compatibilidad de ellas con el 
reconocimiento de un Dios bueno es sobre lo que hay que discutir a la hora de plantear en 
sus justos términos la pregunta sobre una posible perdición eterna, si es que no parece ya 
de entrada que esa pregunta carece de sentido. 
Se delimitan así tres problemas teológico-sistemáticos que son los que antes he llamado 
problemas de fondo y que van a ocupar la parte siguiente de esta conferencia. El primero, 
sobre la posibilidad teológica de compaginar la imagen de un Dios bueno, hecha presente 
en Jesús, con la representación de que ese Dios puede haber creado a algunos hombres 
destinados a perderse totalmente y a ser castigados eternamente por Él mismo. El 
segundo, sobre la posibilidad teológica de aceptar que una vida humana, creada por Dios, 
por fallos imputables a la libertad del sujeto, pueda terminar en el absurdo y en la carencia 
de sentido. El tercero, finalmente, sobre la posibilidad teológica de conciliar los 
pronunciamientos del Nuevo Testamento referentes al poder victorioso de la redención de 
Jesús y al de la voluntad salvadora de Dios manifestada en esa redención, con los 
pronunciados referentes a la perdición eterna de los malos, dado que ésta incluiría un cierto 
fracasar de la redención y de la voluntad salvífica. 
Antepondré a estas cuestiones unas breves referencias a problemas de tipo más general, 
orientadas a centrar bien el planteamiento de mis reflexiones. 


3 Los problemas
teológicos de fondo

LA DIFICULTAD TEOLÓGICA de admitir que una vida humana pueda terminar 
careciendo en absoluto de sentido surge, sobre todo, como antes indicaba, en el cruce del 
antiguo pensar cristiano sobre el hombre con la lógica del humanismo moderno. Y digo que 
se plantea en ese cruce, porque la cuestión del sentido fracasado de vidas individuales no 
tiene por qué constituir problema en ninguna de las dos visiones del hombre, si cada una 
de ellas se toma por separado. 
En efecto: los humanismos modernos consecuentemente agnósticos o ateos no pueden 
menos de encontrarse con que muchas vidas y formas de vida terminan en el fracaso o en 
la insignificancia. Sin embargo, esto no lleva a los pensadores de la modernidad a 
renunciar al humanismo y a la valoración de la vida. Y es que ello no constituye un 
desmentido para sus posiciones centradoras de todo en el hombre, sino una dura realidad. 
El esfuerzo intelectual de los humanismos se dirigirá entonces, como en el psicoanálisis, o 
en el marxismo, o en el existencialismo sartriano, a luchar contra las causas que pueden 
hacer a un hombre definitivamente miserable o indigno. 
Para el antiguo sentir cristiano, por su parte, tampoco era problema teórico grave la 
perspectiva de que pudieran malograrse del todo unas vidas moldeadas en el rechazo de 
Dios. Siendo el sentido único de toda vida, según ese sentir, la libre aceptación de la 
iniciativa de Dios, resultaba lógico que se contara con que el rechazo libre de tal iniciativa 
debe llevar a que la vida se malogre. Como en la concepción anterior, también el esfuerzo 
aquí se concentraba en hallar los caminos para evitar la indignidad y la miseria. 
Pero en el cruce de las dos visiones del hombre tiene que surgir forzosamente el 
problema y nosotros vivimos en ese cruce. Porque los fracasos que se contemplan a la luz 
del humanismo moderno como duras heridas de una historia ciega, o como efectos odiosos 
de limitaciones no imputables a nadie, resultan, si se miran desde la idea de un Dios 
creador, equivocaciones o maldiciones de ese Dios, impresas en el ser mismo de los 
humanos. 
Al enfrentarse con este problema, la teología de hoy desborda otros planteamientos más 
tradicionales que resumiremos brevemente, para ir hacia el centro de los interrogantes más 
actuales. 
Antes que nada puede ser útil recordar que en la discusión de hoy no se trata de cómo 
puede un Dios aceptable crear a alguien para que se hunda eternamente en la perdición. 
En la enseñanza cristiana común está totalmente descartada ahora esa posibilidad, con el 
rechazo de la predestinación negativa 2. O sea: es posición adquirida de los teólogos el 
entender que Dios, lejos de haber creado a alguien para la perdición, habría creado a todos 
y a cada uno de los hombres para la plenitud. La discusión no estaría ahí, sino en explicar 
cómo alguien puede fallar en su llegada a la plenitud, por la propia libertad, de forma que 
ello no pueda de veras achacarse a Dios. 
Paralelo a este interrogante de cómo Dios habría podido crear para la perdición a un ser 
humano, al que como hemos visto se responde hoy diciendo que eso no es posible, está el 
interrogante de cómo un Dios bueno puede emplearse en crear un infierno o en aplicar 
castigos a los que caen en él, lo cual sería emplearse en producir algo destinado 
exclusivamente a hacer sufrir y demorarse luego en un torturar que ni conduce a enmienda 
ni a ningún otro resultado positivo. 
En este caso la respuesta más común es paralela a la enunciada respecto del problema 
anterior: nada de eso hace Dios ni lo puede hacer, sino que sería la opción libre por el mal, 
imputable al hombre libre y no a Dios, lo único que podría dar origen al infierno y al sufrir 
3.
Efectivamente, lo que se ha llamado infierno, castigo y tormento de la condenación 
eterna, sobre cuyo significado volveremos luego, no es en todo caso una institución, ni un 
castigar, ni un atormentar que lleguen a existir por la voluntad y acción originarias de Dios. 
Dios, eso sí, habría creado una determinada manera de ser del hombre para que ella se 
consumara y cristalizara libremente con la muerte, incorporándose a lo supremo de la vida 
en Cristo resucitado. Si el hombre opta luego, en su libertad y por si mismo, en contra de la 
causa de Cristo, entonces Dios no le avasallaría; el hombre cristalizaría, al margen del 
destino de Cristo y de la vida de Dios, en cerrazón absoluta sobre si. Pero eso seria, 
estrictamente hablando, lo que corrientemente se llama infierno. Por tanto, si existe el 
infierno, es en cuanto creación de una libertad opuesta a la de Dios 4. 
MAL/CASTIGO: Habría que entender coherentemente con este enfoque las palabras 
«castigo» y «tormento», frecuentemente usadas a propósito de aquellos que llegarían a 
perderse. Se observaría, en primer lugar, que las posibilidades de ser persona que le 
quedarían a quien quisiere realizarse al margen de Cristo, son todas ellas negativas y 
frustradoras. La existencia bajo ellas se representarla entonces como tormento y habría 
venido a llamarse castigo por ser consecuencia de acciones responsables. Pero en 
realidad, como escribe K. RAHNER, si se dice que Dios castiga no sería en cuanto que Él 
se emplea en hacer padecer a alguien, sino en cuanto que ha creado unas ciertas 
estructuras del mundo y del hombre por las cuales el mal termina inevitablemente 
recayendo sobre aquel que lo comete 5. 
Tenemos, pues, que la discusión sobre cómo Dios habría creado a unos hombres que 
luego llegaran a irse al infierno, nos ha llevado a los teólogos desde discutir sobre Dios y su 
bondad a discutir sobre una libertad humana que pudiera llevar tanta carga. Pero con eso, 
en vez de haber resuelto la dificultad, lo que hemos conseguido es cambiarla de sitio. 
Porque nuestra razón nos pregunta entonces implacablemente cómo un Dios presentable 
podría permitirse el crear una libertad frágil y condicionada como es la nuestra, para poner 
luego sobre ella la responsabilidad de decidir sobre opciones tan definitivas y peligrosas, y 
decidir siempre en relativa oscuridad. Más todavía: nuestra razón se pregunta cómo alguien 
puede imaginar que la diferencia entre las opciones perdedoras y las salvadoras haya de 
hacerse justamente con arreglo a los códigos morales eclesiásticos sobre el pecado y el 
no-pecado. 
Lo más fundamental que, según mi entender, aporta la teología sobre este último punto 
de la discriminación entre conductas que llevarían a una perdición definitiva y conductas 
que no llevarían a ella, lo he expresado anteriormente en mi estudio acerca del juicio de 
Dios (Véase el folleto de esta misma serie, titulado La Esperanza y el Juicio de Dios, Ediciones S. M., Madrid 
1984). Además de lo dicho allí, quiero añadir ahora que la enseñanza de la Iglesia, incluso 
en los tiempos de mayor puritanismo y legalismo condenatorio, ha mantenido los principios 
básicos de que la misericordia divina es insondable, de que nadie puede saber si él u otro 
es digno de condenación 6, y de que en todo caso nadie puede anticipar los juicios de 
Dios. Ello lleva a que teológicamente pueda decirse con toda firmeza: los códigos que 
diferencian la vida eternamente condenable de la vida llamada a realizarse en plenitud, no 
tienen por qué reducirse a lo que aparencial y legalmente diríamos que nos indican los 
códigos llamados morales, referentes a listas de pecados. 
De todas maneras, esta dificultad de lo absurdo que sería vincular la perdición definitiva 
a unos actos sueltos llamados pecaminosos con arreglo a leyes un tanto relativas, si es que 
la resolvemos, nos abre hacia un problema mucho más grave. Yo lo formularla así: «Sea; 
digamos que no se condena nadie por leyes exageradamente minuciosas y complicadas; 
pero ¿es que puede haber algunos otros códigos en la vida humana que discriminen con 
justicia lo que puede llevarle a uno a perderse del todo y definitivamente, sin marcha atrás 
posible? ¿Es que puede dar tanto de sí alguna decisión de nuestra libertad, sea la que sea 
la medida con que se la mide?». 
Creo que, al repensar esta pregunta los teólogos siempre nos vemos como confrontados 
con un abismo y atenazados por alguna forma de vértigo. Entonces, si por otras razones no 
nos volvemos atrás de pensar que es posible perder a Dios y perdernos, no tenemos otro 
remedio que reconocernos implicados en algo absolutamente misterioso. Esto misterioso lo 
enfocaremos de distintas maneras: para algunos será el misterioso insondable de alguna 
dimensión de la libertad humana revelada en el llamamiento de Dios y juzgable sólo por Él; 
para otros el misterio habría de situarse en la misión e interpelación de Jesús y en la 
manera como ella nos abre hacia la vida; otros finalmente lo pondrían en una comprensión 
innovadora de la gratuidad de la realización humana en lo de Dios... Volveré sobre estos 
enfoques en la última parte de mi estudio, porque ellos pueden evaluarse mejor desde un 
punto de vista histórico-dogrnático que desde uno sistemático. 
En todo caso, se sigue de lo dicho que no podemos dar ningún paso en la discusión 
sobre posibles logros y fallos totales de nuestro ser ante Dios sin empezar por reconocer a 
nuestra libertad para el bien un poder asombroso, y a nuestra existencia una dimensión 
indecible de apertura. 
Pero en relación con toda esta problemática sobre lo duro que nos parecería un Dios 
capaz de colocar a nuestra limitada libertad ante riesgos tan absolutos, no faltan teólogos 
que subrayan cómo Dios habría compensado con creces las pobrezas de nuestra libertad, 
de modo que, lejos de conducirse duramente, habríase mostrado con nosotros 
inmensamente generoso y cercano. Pues no sólo nos habría dotado establemente con 
recursos ético-psicológicos personales que reducen significativamente los riesgos, sino que 
además ofrecería fielmente su ayuda a todos los que quisieran recibirla y, más todavía, 
habría hecho presente en la historia su bondad y su llamada, queriendo que todos los 
hombres se salven. 
La tradición de la fe confirma claramente esta manera de pensar 7. Pero si la asumimos 
coherentemente, entonces nos encontramos de nuevo con que hemos cambiado el 
problema de sitio en lugar de resolverlo, o que incluso hemos añadido otra dificultad más. 
Porque efectivamente la llamada y la bondad de Dios se presentan en el Nuevo 
Testamento, por una parte, como comprometidas a fondo en la plenitud de la salvación 
humana; y, por otra parte, como gracia victoriosa de Dios. Bajo estas condiciones, ¿es 
teológicamente posible hablar todavía de un auténtico riesgo de perdición? ¿Cómo puede 
asumir la teología coherentemente estas dos ideas que parecen contradictorias, de que 
Dios ha empeñado victoriosamente su poder en salvarnos, y de que realmente es posible 
que algunos no nos salvemos? ¿Qué es entonces el poder de Dios y la victoria de la 
redención de Dios? ¿Se queda en algo más que retórica la concepción de Pablo, según la 
cual nada puede prevalecer contra nosotros si Dios está por nosotros? 
Resulta de todo esto que las dificultades en que se ve envuelta la teología sistemática 
cuando trata de repensar las creencias sobre la perdición eterna son unas dificultades tan 
grandes como las provenientes de la crítica ambiental o mayores aún. Pues de una parte 
tropezamos con la cuestión de cómo un Dios bueno puede actuar creando a un hombre 
destinado al infierno, produciendo ese mismo infierno que no tiene más finalidad que hacer 
sufrir y empleándose luego en un castigar que no conduce a solución ninguna. Si 
intentamos responder a esta dificultad cargando todas las responsabilidades sobre los 
hombres y su libertad, entonces parece que Dios no queda mejor parado, pues resulta 
enormemente incoherente que hubiera creado una libertad tan condicionada y tan pobre de 
claridades últimas, para hacer depender de ella riesgos desproporcionadamente absolutos. 
Y, finalmente, si recurrimos a decir que no está la libertad tan desarmada para las 
decisiones definitivas, porque se nos ha revelado que Dios empeña su amor en salvarnos, 
entonces, o sobra la problemática de la perdición, porque Dios efectivamente salva a todos, 
o el empeño de la libertad de Dios es un empeño vencible por la mala voluntad humana y 
que no resuelve nada. 
Ante tales interrogantes, la teología sistemática no puede sino volver sobre su propio 
intento de entender la tradición de la fe, según la cual es ardua y arriesgada la esperanza 
porque se levanta sobre el riesgo de la perdición total. Y entonces la teología ha de 
hacerse histórico-dogmática y responderse con todo rigor a estas tres preguntas: 

- ¿Está suficientemente fundada la creencia de que la acogida de Dios por la fe nos lleva 
a enfrentarnos con el hecho de que nuestra plenitud es un riesgo, porque se da la 
posibilidad real de que unos hombres se pierdan absoluta y definitivamente mientras otros 
se salvan? 

- Si esta creencia está suficientemente fundada, ¿cómo podemos entender esa perdición 
total, coherentemente con las conclusiones de la teología sistemática expuestas en este 
estudio? 

- ¿Desde qué perspectiva y con qué alcances puede pensarse en la actualización de esa 
posibilidad de perdición sin que se degrade la experiencia cristiana bajo el peso del miedo, 
el moralismo y la desvalorización de lo pasajero y sensible? 


4 Posiciones
histórico-dogmáticas

NO ES POSIBLE dudar de que los primeros cristianos vivieron su acoger al Dios y Padre 
de Jesús como un inmenso don del mismo Jesús y como la única salvación posible 8. Pues 
bien: en este vivir lo de Jesús como salvación única, al mismo tiempo y lógicamente está 
supuesto que el rechazo de Jesús es perdición. 
En efecto, los documentos del Nuevo Testamento, cuando discurren sobre el Evangelio o 
buena noticia que ha sido para el mundo lo ocurrido en Jesús, lo bendicen en sus himnos 
como lo que libra de perdición. Ejemplarmente puede verse este esquema en la gran 
doxología de la carta a los cristianos de Éfeso: 

Bendito sea Dios, Padre de Nuestro Señor Jesucristo. que por medio de Él nos ha 
bendecido desde el cielo con toda bendición del Espíritu. 
Porque nos eligió con Él antes de crear el mundo, para que estuviéramos consagrados y 
sin defecto a sus ojos por el amor; destinándonos ya entonces a ser adoptados por hijos 
suyos por medio de Jesucristo ­conforme a su querer y designio­ a ser un himno a su 
gloriosa generosidad... 
Por eso, por lo que a mí toca, enterado de vuestra adhesión al Señor Jesús y de vuestro 
amor a todos los consagrados, no ceso de dar gracias a Dios por vosotros cuando os 
encomiendo en mis oraciones... 
También vosotros estabais muertos por vuestras culpas y pecados, pues tal era antes 
vuestra conducta, siguiendo el genio de este mundo, siguiendo al jefe que manda en esta 
zona inferior, el espíritu que ahora actúa eficazmente en los rebeldes. De ellos éramos 
también nosotros y, naturalmente, estábamos destinados a la reprobación. (Ef 1,3-5.15s.; 
2,1-3.) 

HAY QUE AÑADIR que esta oposición lógica bendición/perdición no está presente 
simplemente en el primitivo pensar cristiano como un esquema mental vacío. Por una parte, 
como ya hemos visto en la carta a los Efesios, él tiene un desarrollo temporal: estamos en 
un camino de salvación eterna, pero antes de haber acogido a Jesús por la fe estábamos 
en camino de perdición 9. Entre el caminar bendito y el caminar perdido media, como un 
corte decisivo, el interponerse de Jesús 10. 
Pero lo que ocurre al salirnos Jesús al paso no es un giro mecánico. Pablo expresa 
dolorido en la carta a los Romanos lo que era una experiencia común: «No todos hacen 
caso al Evangelio». Y los primeros cristianos ven esto realizado en las acciones y prácticas 
de cada día no menos que en el rechazo abierto y patente de la predicación apostólica. El 
mismo Pablo lo escribiría expresivamente: «Son muchos los que caminan, de quienes 
frecuentemente os dije y ahora con lágrimas os lo repito, que son enemigos de la cruz de 
Cristo. El término de ésos será la perdición» 12. 
Un par de rasgos más nos conviene señalar todavía para completar lo que debió de ser 
la catequesis primitiva de la salvación/perdición. En primer lugar, que la perdición se 
entiende constantemente como castigo, lo cual no es de extrañar en quienes consideraban 
el rechazo de Jesús era una rebeldía responsable, injuriosa de la bondad de Dios. En 
segundo lugar, que la entrada en la bendición de Dios realizada al acoger a Jesús, se 
comprende entonces como entrada en una forma de vida iniciadora de la definitiva 
instauración del Reino, no como el Reino mismo en plenitud; también ella tiene un 
desarrollo temporal vivido en esperanza: pero se trata de una esperanza arriesgada. 
Por eso dice la primera carta a los Tesalonicenses:

Acerca del tiempo y las circunstancias del día del Señor, no necesitáis, hermanos, que 
se os escriba, pues sabéis perfectamente que él llegará como un ladrón de noche... A 
vosotros, que no vivís en tinieblas, ese día no tiene por qué sorprenderos como un ladrón, 
pues todos vivís en la luz y en pleno día. No pertenecemos a la noche y a las tinieblas; por 
eso, no durmamos como los demás... 
Estemos despejados y armados: la fe y el amor mutuo sean nuestra coraza, la 
esperanza de la salvación nuestro casco. Porque Dios no nos ha destinado al castigo, sino 
a obtener la salvación por medio de Nuestro Señor Jesucristo. (1 Tes 5,1.2.4.5.8.9.) 

Y la carta a los Gálatas: 

Os prevengo, como ya os previne, que los que se dan a eso (ciertos vicios comunes en 
aquel tiempo) no heredarán el Reino de Dios. (Gal 5,21). 

Y también: 

No os engañéis, con Dios no se juega; lo que uno cultive, eso cosechará. El que cultiva 
los bajos instintos, de ellos cosechará corrupción; el que cultiva el Espíritu, del Espíritu 
cosechará vida eterna. (Gal 6, 7s.). 

Desde ahí hemos de leer la indicación de Pablo: 

Amados míos, trabajad con sumo cuidado (al pie de la letra: «con temor y temblor») por 
vuestra salvación (Filip 2,12). 

En resumen, podemos decir que la forma de representarse la situación de los hombres 
ante Dios, característica de los primeros cristianos, era la de una situación bendecida por 
todo lo ocurrido en Cristo, pero no como una situación mecánicamente conducente hacia un 
happy end, independientemente de las posturas que uno tomara en la vida. El esquema 
salvación/perdición era para ellos un desafío de su momento histórico y un riesgo en sus 
propias comunidades. 
Es verdad que ese riesgo, en los documentos que hoy poseemos, se propone como en 
bloque, sin particularizar mucho las consecuencias a que llevaría el aplicarlo a la valoración 
de la libertad humana y de la misericordia de Dios. Pero aun fuera de esos documentos no 
debió de precisarse la inteligencia de la fe en lo referente a estos temas, al menos tanto 
como en seguida se empezó a necesitar. Porque la literatura de la época siguiente nos 
muestra una situación doctrinal de posturas bastante diferentes unas de otras. Tanto es así 
que apenas puede hablarse de una doctrina oficial matizada, consolidada y universalmente 
reconocida como tal, en cuanto a cuestiones tan importantes como la supervivencia eterna 
de los no salvados, la eternidad de la condenación, etc. 13. Esta situación dura 
aproximadamente hasta las discusiones suscitadas por ORíGENEs en torno a la 
recuperación cíclica de los condenados para nuevas posibilidades de salvación 14. 
¿Tendríamos entonces que restringir nuestra interpretación teológica de la fe de la 
Iglesia referente al rechazo de la salvación, guiándonos por los pronunciamientos globales 
que se mantenían durante la primera generación de los creyentes y rehusando 
cualesquiera matizaciones? 
Entiendo que eso únicamente podría aceptarse si no se encontrara posibilidad ninguna 
de articular más nuestra fe. Porque una fe que se niega sistemáticamente a explicarse corre 
el peligro de instalarse en un aislamiento irracional o en un puro integrismo de raíces 
emocionales. Y en este caso hay un camino para articular más lo que sobre 
salvación/perdición se contiene en el testimonio de las primeras comunidades: el mismo 
camino que oscuramente y a través de tanteos había conducido a la reflexión eclesial hacia 
el sentir unánime con que se impuso el rechazo de la provisionalidad temporal de la 
perdición sugerido por ORíGENEs. Ese camino es la ponderación de la misión y anuncio 
históricos de Jesús. Como en otros problemas teológicos, la fe aquí tiene que aclararse 
volviendo a sus primerísimas raíces en la historia. 

ANDRÉS TORNOS CUBILLO
ESPERANZA COMO RIESGO Y PERDICIÓN DEFINITIVA
Cátedra de Teología Contemporánea
Colegio Mayor CHAMINADE. Madrid 1984.Págs 9-43


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1. Es el titulo de una conocida obra de KIERKEGAARD publicada en 1844, sobre las posibilidades de 'a liber- 
tad. Alude a unas palabras de la carta a los Filipenses 2,12. 
2. Ver J. AUER, Praedestinatianismus, en LTK2 VIII 660. 
3. Ver expresión de este punto de vista en RUIZ DE LA PEÑA, J. L., La otra Dimensión, Eapsa, Madrid 1975, 
pp. 280 y ss. 
4. RAHNER ha desarrollado muy profundamente estas ideas en Sentido teológico de la Muerte, Herder, Barce- 
lona 1965. 
5. Ver K. RAHNER, Culpa, Responsabilidad, Castigo, en la Visión de la Teología Católica, Escritos de Teología, 
tomo Vi (Taurus, Madrid 1969) pp. 235-255 (especialmente ver pp. 254 y ss.).
6. Sesión Vl del Tridentino, Decreto de la Justificación, capítulo 9.
7. Ver exposición de la doctrina común en K. RAHNER, articulo «Heilswille., en LTK2 V 165-168.
8. SCHILLEBEECKX ha desarrollado monumentalmente este tema en su obra Cristo y los Cristianos, Cris- 
tiandad, Madrid 1982. 
9. Ver Ef 2,3. 
10. Ef 1,5; ver Flp 3,12. 
11. Rom 11,6. 
12. Flp 3,18. 
13. Ver H. RONDET, Fins de l'Homme et fin du Monde, Fayard, París, 1966; pp. 35-62. 
14. Ibid, pp. 47-59.