PURGATORIO

SCHMAUS


Desconocimiento de la voluntad divina. Virtud/Excesos
La defectuosidad de nuestras decisiones ético-religiosas causada por nuestro orgullo y por la 
falta de atención y somnolencia del corazón y de la voluntad en él fundadas se agravan por el 
hecho de que la voluntad de Dios es desconocida para nosotros; para que la conociéramos con 
claridad necesitaríamos una gran vigilancia y una gran finura de sentimientos para lo divino. 
Precisamente en el esfuerzo y el empeño, en el celo por hacer la voluntad de Dios pueden 
deslizarse la inseguridad, el error y el autoengaño, y como consecuencia suya, la impaciencia, 
excitación, amargura, terquedad y ergotismo. Y así incluso el estar dispuestos a hacer la 
voluntad de Dios puede convertirse en ocasión de pecado y no sólo en el sentido de que la 
virtud provoca la tentación de vanidosa autocomplacencia y de fariseísmo, sino en el sentido 
más profundo y serio de que la decisión de cumplir la voluntad de Dios conduce a traspasarla. 
A consecuencia del orgullo humano todas las decisiones a favor del bien están amenazadas 
por toda una multitud de intenciones imperfectas y pecaminosas o, al menos, 
torcidas. Nos solemos engañar sobre nuestros propios motivos. Velamos ante nosotros 
mismos y ante los demás, medio consciente, medio inconscientemente, los motivos egoístas 
que nos empujan a obrar. El ergotismo puede disfrazarse de celo por el bien; el deseo de 
poder, de cuidado por la salvación de las almas; la avaricia, de espíritu de ahorro; la 
dilapidación, de magnanimidad; la pereza, de precaución; la temeridad, de valentía y 
fortaleza. 

Peligro de demasía. 
El peligro es todavía más profundo. Precisamente cuando el hombre quiere realizar una 
virtud está amenazado de lesionarla por demasía. Cuando, por ejemplo, alguien quiere ser 
justo, le amenaza el peligro de herir el amor y en consecuencia también la verdadera 
justicia. Si para evitar esta tentación se decide a realizar el amor, corre el peligro de faltar a 
la justicia y con ello también al verdadero amor. Para el tiempo de peregrinación es una 
tarea que se nos impone continuamente y que jamás podremos cumplir del todo, la de 
encontrar y seguir el estrecho sendero en que entrega y autoconservación van de la mano, 
de forma que la entrega no se convierta en abandono ni la autoconservación en cerrazón 
de sí mismo. Esto es tan poco realizable en la vida de esta tierra sin una especial actividad 
de Dios, cuyas posibilidades no podemos subestimar, que las faltas y debilidades son 
frecuentemente el oscuro fondo en que se destacan las virtudes. Debido a la unilateralidad 
humana, muchas veces son el supuesto del bien. El ergotismo puede ser, por ejemplo, 
suelo fecundo en que crezca la fortaleza de voluntad iluminada por la fe. El deseo de poder 
puede ser el subsuelo de que se alimente la responsabilidad configurada por el amor. 
Ciertas faltas no pueden ser extirpadas sin arrancar a la vez las virtudes crecidas con ellas. 
La parábola del trigo y la cizaña, que expresa la coexistencia del bien y del mal en la Iglesia, 
se puede entender también de la convivencia del bien y del mal en cada hombre. Ambos 
crecen mezclados en la profundidad de la persona humana. Quien extirpa el uno corre el 
peligro de extirpar también el otro. Sólo cuando se haga la cosecha pondrá Dios su mano 
omnipotente en la maraña que forman ambos y separará cuidadosamente el bien y el mal, 
de forma que lo bueno, separado definitivamente de lo malo, se manifieste en su luminoso 
esplendor sin encubrimientos ni velos. Este proceso cala hasta el estrato más profundo de 
la persona humana, en donde están las raíces de la vida. 
Pascal (R. Guardini, Christliche Bewusstsein, 68, Pensées. fragmento 357; véase Blas 
Pascal: Pensamientos) ve la situación del hombre cuando escribe: "Cuando las virtudes se 
persiguen hasta sus extremos, por una u otra parte, surgen los vicios, se deslizan 
furtivamente sin darnos cuenta..., de forma que uno se pierde en los vicios y no ve ya las 
virtudes. Hasta en la perfección se pierde uno." 
Con esta interpretación del hombre coincide lo que escribe Teresa de Lisieux en su 
autobiografía (·TEREN): "Después del destierro de esta tierra espero gozarte en la patria. 
Pero no quiero amontonar méritos para el cielo; sólo quiero trabajar por tu amor, alegrarte, 
consolar tu santísimo corazón y salvar almas que te amen eternamente. Cuando anochezca 
este día, me presentaré a Ti con las manos vacías, pues no te pido, Señor, que cuentes 
mis obras. Toda nuestra justicia está manchada a tus ojos. Por eso quiero revestirme de tu 
propia justicia y recibir de tu amor la eterna posesión de Ti mismo. No quiero otro trono ni 
otro corazón que Tú, amado mío." Ya ·GREGORIO-NISENO-SAN de Nyssa (Catequesis, 
cap. 20, BKV 42) conoció la situación humana sin ilusiones y decía que sólo Dios está 
elevado sobre todas las unilateralidades: 

Atributos-inseparables
"Universalmente se profesa que Dios no sólo tiene que ser tenido por poderoso, sino 
también por justo y bondadoso y sabio y todo lo que sea perfecto en nuestra idea. En 
consecuencia, tampoco respecto al consejo de la encarnación, que ahora tenemos que 
explicar, se puede exigir que aparezca sólo una de las propiedades divinas y todas las 
demás estén, en cambio, excluidas. Ninguna de las propiedades magníficas que 
concedemos a Dios puede ser tampoco vista como perfección, si se la considera por sí sola 
separada de las demás; y así, ni la bondad es verdadera bondad si no va unida a la justicia, 
sabiduría y poder -pues lo injusto, necio y débil no es verdadera bondad-, ni se ve el poder 
como perfección si se le separa de la justicia y bondad, pues tal suerte de poder sería 
brutalidad y capricho. Y lo mismo vale de todos los atributos divinos. Si la sabiduría no 
estuviera acompañada de justicia, o la justicia no fuera junta con el poder y la bondad, 
estas propiedades más serían vicios que virtudes." El hombre tendría que convertirse, por 
tanto, en Dios para poder evitar su imperfección, o tiene que ser completamente 
configurado por Dios. Pero eso sólo puede ocurrir en un radical proceso de transformación 
hacia el que no ofrece ningún acceso la vida terrena dentro de su transcurso histórico. 
Cuanto más cerca está un hombre de Dios, cuanto con más fuerza siente la santidad de 
Dios tanto más sufrirá bajo la incapacidad de evitar todos los pecados. Las lamentaciones 
de los santos por sus pecados no son una conciencia de culpa exagerada, morbosa, 
atormentada o insincera, sino la experiencia de un hecho real. Cristo les ha abierto los ojos 
(Bremond, Das wesentliche Gebet (19) 135-159). 

Mientras el hombre peregrina sobre la tierra le es imposible, por tanto, cumplir 
perfectamente la tarea ético-religiosa que se le ha impuesto. Cuando es alcanzado por la 
muerte está metido en una maraña de pecados semiconscientes o semiinconscientes. 
Como, por una parte, la muerte no obra una mecánica liberación de la culpa y, por otra 
parte, el hombre al morir no tiene en general fuerzas para entregarse a Dios con amor 
incondicional, el hombre tendría que petrificarse en su estado de culpa después de la 
muerte, si Dios no le hubiera dado ninguna posibilidad de ser transformado después de 
ella. Si no tuviera ninguna esperanza, el hombre habría de desesperarse en la inutilidad de 
sus esfuerzos. El purgatorio significa tal posibilidad y se la ofrece Dios. Es una gracia. 
(Pág. 482-485)
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"POENA SENSUS" Y "POENA DAMNI" PURGATORIO/PENA-AL 
Respecto al proceso mismo de purificación podemos explicar lo siguiente: Mientras el 
hombre no sea purificado hasta sus raíces, es imperfecto y no puede participar de la visión 
de Dios, a la que está esencialmente ordenado. En el juicio se dará cuenta de su 
imperfección y verá la distancia que le separa de Dios; sentirá la contradicción entre su yo, 
todavía no santificado del todo y la santidad personal de Dios; verá su culpabilidad contra 
Dios, el Santo, contra la Verdad y el Amor; verá sus pecados y malas inclinaciones, sus 
retorcimientos, las posibilidades no realizadas de su vida. En esa mirada condena a la vez 
todo lo que en él hay de pecado y todo lo que ha sido desfigurado por el pecado. Esa 
autocondenación le será impuesta por el poder de la santidad divina y no podrá sustraerse 
a ella. En su autocondenación obra Dios santo. El hombre se siente rechazado por el poder 
de la santidad divina, por la luz de la verdad de Dios, por el fuego de su amor. Tiene que 
ser privado de Dios. Eso es para él un enorme dolor, porque ya no está hechizado ni 
cegado por la magnificencia creada, y ama a Dios, anhelándolo con todo su corazón. El 
dolor será tanto mayor cuanto mayor sea la contradicción entre la santidad divina y la 
imperfección humana, cuanto mayor sea la fuerza con que se sienta el hombre rechazado 
por Dios. La lejanía de Dios condiciona, según vimos, la imperfección del ser humano. En la 
experiencia de la lejanía de Dios el hombre vive su propia imperfección y desgarramiento. 
La conciencia de ser culpables de esa separación de la verdad y del amor de Dios agudiza 
el dolor humano. 
La contradicción en que el hombre está frente a Dios tiene que ser vivida con vigilante y 
despierta conciencia. El insatisfecho anhelo de Verdad y Amor quema al hombre como 
fuego. Lo devora el anhelo de Dios. > 
En la terminología teológica la falta de la visión de Dios se llama pena de daño (poena 
damni), de la que los teólogos distinguen la pena de sentido (poena sensus). La mayoría de 
los teólogos suponen que Dios inflinge sufrimientos expiatorios especiales además de la 
pena de daño, a quienes están sometidos al proceso de purificación. No es unívoca la 
explicación de las penas de sentido. La teología occidental suele explicarlas como fuego 
real, aunque especial. Los teólogos griegos rechazan esa explicación. En realidad tampoco 
eso pertenece al contenido esencial de la fe en el purgatorio. Los tomistas explican el fuego 
del purgatorio como ligaduras y entorpecimientos del alma separada del cuerpo. La 
Escritura sólo dice que quien edifica sobre paja será salvado como a través del fuego. 
Quien configura su vida según Cristo, débil y perezosamente, a duras penas escapa de la 
condenación. 
No está en contradicción con la Revelación suponer que la purificación de después de la 
muerte no ocurra mediante penas sobrevenidas de fuera e impuestas caprichosamente por 
Dios, sino que consista en la lejanía de Dios fundada en el pecado y dolorosamente sentida 
en la propia imperfección y asco de sí mismo. El tormento del purgatorio consistiría, según 
esta explicación, en la experiencia y conciencia de la contradicción culpable con Dios, con 
su santidad y verdad. El fuego sería, por tanto, el tormento del amor insatisfecho. Según 
este supuesto, la purificación del purgatorio no es tampoco un proceso puramente anímico, 
sino la vivencia impuesta por Dios de la imperfección y desgarramiento del ser humano 
creado para Dios y ordenado necesariamente a El. El ser humano, del que hemos dicho 
que podía ser caracterizado como "animal amans" o como "animal se trascendens", se 
convertiría así en instrumento del castigo que Dios inflinge al hombre. El hombre tiene que 
sentir la seriedad del pecado en sí mismo, en su propio desgarramiento. Como la 
ordenación del hombre a Dios penetra todos los estratos de su ser y llega hasta sus raíces, 
el tormento de la imperfección penetra y domina todo el hombre. 

DOLOR Y ALEGRÍA 
La medida de las penas es un completo misterio. Según Santa Catalina de Génova, el 
anhelo insatisfecho que devora al alma sin devorarla es doloroso sobre toda medida, es un 
fuego de amor que no puede compararse a ningún fuego terreno. Santa Teresa de Ávila 
dice que hay un poder tan violento en el amor de Dios, que es como si el alma se inflamara 
y abrasara en sí misma. De ahí deduce que las almas sufrirán en el purgatorio mucho más 
que en esta vida. Santo Tomás de Aquino sospecha que el purgatorio más moderado es 
mucho más doloroso que el mayor tormento de esta vida. San Buenaventura dice que las 
penas del purgatorio son peores que todos los tormentos de este mundo. Es mejor decir 
como Suárez, que tales cuestiones están fuera de lugar, porque se trata de procesos que 
no pueden ser comparados entre sí, ya que la vida de purificación del purgatorio pertenece 
a un orden radicalmente distinto de todas nuestras experiencias terrenas.
Pero por muy doloroso que sea el proceso de purificación tiene, sin duda, su alegría. 
Podríamos decir que si el tormento es mayor que todos los dolores de esta vida, también 
es mayor la alegría. Dolor y felicidad se entretejen misteriosamente. La razón de la alegría 
de quienes están en el purgatorio es su amor a Dios y su certeza de salvarse. La opinión 
de que no están todavía seguros de su salvación fue condenada por León X; su destino 
está decidido, la batalla está ganada; han vencido y pueden triunfar; son hijos e hijas de 
Dios, que padecen necesidad, y a la vez están en el triunfo de su paso hacia la gloria. La 
terrible tensión en que el hombre espera la sentencia de Dios se ha descargado. Ha sido 
superada la angustia propia de la existencia humana. Quienes están en el purgatorio 
pueden ya cumplir perfectamente el precepto del Señor de no tener angustia (lo. 14, 1); 
viven ya bajo absoluta protección. 
Hasta sus penas son para ellas fuente de alegría; sufren plenamente entregados a la 
voluntad de Dios; son incapaces de cometer pecados, porque el amor de Dios no se lo 
permite. Con amor encendido, aunque todavía imperfecto, adoran el misterio de la santidad 
y justicia de Dios. Quieren su dolor porque quieren ser purificados y madurar para la visión 
de Dios. Para ellos sería el peor tormento ser excluidos de ese proceso de purificación, 
porque significaría el apartamiento definitivo de la visión de Dios. Sienten como felicidad y 
bienaventuranza que les haya sido concedida la posibilidad de esa dolorosa 
transformación. En medio de un mar de amargura viven en paz (cfr. la Liturgia). Las 
"pobres" almas son a la vez "ricas". El purgatorio no es el infierno temporalmente limitado 
sino la antesala del cielo. 
(Pág. 492-495)
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PURGATORIO/SUFRAGIOS 
También las almas que sufren el proceso de purificación son alcanzadas por el amor de 
sus hermanos y hermanas de la tierra. La muerte no destruye la comunidad fundada en 
Cristo, sino que la perfecciona. No puede hacer más que destruir la proximidad corporal; 
pero la unión con Cristo no depende de la vecindad espacial y puede subsistir después de 
la muerte. Logra su intensidad debido a que el Espíritu Santo es como un todopoderoso 
vínculo de amor entre los cristianos. En el Espíritu Santo están unidos los que peregrinan y 
los que descansan con una intensidad que trasciende incomprensiblemente todos los 
vínculos biológicos. Por eso fluye hasta los muertos el amor y la fidelidad de los que 
peregrinan por la tierra llevándoles alegría y dicha, aunque no se intente expresamente. Si 
se intenta conscientemente, la corriente de amor y alegría será mayor aún. El amor con 
que los que viven en Cristo abrazan a los difuntos obra ante Dios como una súplica por los 
muertos. En ese amor pueden ayudar a los difuntos a modo de sufragio (per modum 
suffragii). Todo lo que hacen y padecen los vivientes puede llegar a la presencia de Dios 
como una súplica por los muertos. Pueden ofrecer a Dios todos los sufrimientos y dolores 
como satisfacción por los otros y rogarle que la haga valer como tal satisfacción. 

(·SCHMAUS
TEOLOGIA DOGMATICA VII
LOS NOVISIMOS
RIALP. MADRID 1961-7.Pág. 503