«CON LA MUERTE AL HOMBRO»
CREAR ESPACIOS DE AMOR Y LIBERTAD
MARIA TABUYO
Del Grupo «Mujeres y Teología»
Traductora
Arenas de San Pedro (Avila)
«Tú y yo cogidos de la muerte, alegres,
vamos subiendo por las mismas flores»
(Blas de Otero)
Cuentan que el poeta chino Li Po, gran amante de la vida, salió una noche en su barca y
se detuvo, extasiado, en medio del lago a contemplar la luna, ebrio ya de vino y hermosura.
Tanto la deseó que, cuando vio su imagen reflejada en el agua, se lanzó desnudo a
abrazarla. Así murió, feliz; para él la muerte no se oponía a la vida, ni pensaron sus amigos
que fuera aquél un final absurdo, aunque pueda parecerlo a tantos ojos occidentales,
temerosos de la muerte y adoradores de la eficacia. Pero seguramente ni miedo ni eficacia
sean buenos aliados de la vida -uno de los nombres de Dios-, y poco nos ayudan -más bien
estorban- a la hora de pensar.
Resulta difícil pensar la muerte, y más aún al Dios que la hace posible, quizá porque la
situamos al otro lado de la vida, contraria a la vida, imposible por tanto de conocer en carne
propia. Conocemos las muertes ajenas, el dolor de la separación; sentimos que los muertos
nos dejan, se van..., pero ¿a dónde? Y así, sin darnos cuenta, dejamos también que Dios
se vaya: también él queda fuera de la muerte, a la espera, aunque sea una espera amorosa
que nos ofrezca la resurrección después. Pero por un instante, el instante mortal que
aterroriza, Dios no está.
Lejos de mí el deseo de suavizar o de trivializar la dureza del morir, que tanto sufrimiento
impone. Menos aún pretendo aferrarme a la imagen de ese Dios blando y sensiblero que
tanto consuela y tan cobardes hace. Quizá sea siempre necesario luchar con Dios, con su
imagen aprendida, como Jacob, con uñas y dientes, tal vez hasta la muerte, antes de
conseguir la verdadera paz, la vida verdadera; antes de que se nos dé, como un vislumbre,
el significado luminoso de la muerte. Y para ello habremos de encontrar a Dios aquí y
ahora, en medio de nosotros, en nuestro centro.
Un amor dispuesto a perderse
Citaría ahora de buena gana algunos bellísimos y esclarecedores textos evangélicos,
pero prefiero no hacerlo de momento, pues a menudo me pregunto si de tantas veces
dichos, repetidos, no acaban resbalando sobre nosotros. En ocasiones es preciso salir,
caminar lejos, escuchar voces distintas de las nuestras, para así descubrir lo que tenemos
cerca. Me remito entonces a un maestro sufí contemporáneo, el sheikh Hadj Adda
Bentounes.
Preguntado cómo esperaba ser recibido por Dios tras la muerte, respondió:
«Dulcemente, muy dulcemente... Me dirá: '¿No te da vergüenza
presentarte ante mí con esas gentes?... Mira a los santos y a los
profetas, han venido con los puros, con personas espirituales y de
calidad. Pero tú, tú vienes con un atajo de borrachos, de ladrones, de
malas mujeres. Se diría que has escogido el deshecho de la tierra'.
Y si Él me da fuerza, hermano, responderé: 'Oh Dios mio, he
tomado a los que quedaban, los olvidados y los perdidos. Tú me
habías enviado para traerlos de nuevo a tu camino; te los presento tal
cual son. Si quieres llevarlos al Paraíso, Tú eres el Poderoso, el
Sabio. Si quieres llevarlos al Infierno, Tú eres el Poderoso, el Sabio.
Pero, sea Infierno o Paraíso, oh Dios mio, te suplico que me lleves
con ellos, porque los amo'».
Preguntado una vez más si veríamos a Dios en el otro mundo respondió:
«¿Cómo quieres ver a Dios en el otro mundo si no lo ves primero en éste? ... Corres el
riesgo de no reconocerlo».
Seguramente ahora habría que callar, hacer silencio, pero hay que escribir. Sigamos,
pues. En nada contradicen las palabras del sheikh la más pura tradición cristiana: en ellas
resuena lo que ya sabemos; pero no por sabido está de más detenerse un momento. En
primer lugar, reconforta la serenidad, la paz con que habla; pero es la paz de quien ha
apostado fuerte, se ha arriesgado incluso frente a Dios, y está dispuesto a perderse, a
perderlo todo, porque ama. Su amor se mueve en un ámbito distinto del «Dios que juzga», y
acepta a los seres «tal cual son»; nada queda fuera de su corazón, ni siquiera la muerte, a
la que, como Francisco de Asís, podría llamar «hermana». Esa mirada agradecida que
revelan sus palabras ha aprendido a ver en esta vida la fuente de la vida, ha encontrado a
Dios donde nadie espera encontrarlo: en lo despreciado, en los hombres y mujeres rotas,
en el «desecho de la tierra»; y con ellos -que son rostro de Dios frente al «dios que está en
los cielos- permanece hasta la muerte, más allá de la muerte, siempre en la vida. Porque no
hay muerte para el amor, que es capaz de descubrir la belleza en lo aparentemente
despreciable. ¿Cómo no recordar aquí a Jesús?; ¿cómo no recordar el pasaje del juicio
final en Mt 25: «porque tuve hambre y me disteis de comer, estaba en la cárcel y me
visitasteis. . . »?
Sí, Dios aquí y ahora, cerca y lejos, antes y después, en todos y en todo, en la vida y en
la muerte, siempre. Porque Dios habita en la profundidad de todo lo que es, y no está en
nuestras manos escapar de él, tan sólo podemos aprender a mirar -a mirarle, en realidad-,
decir sí a la vida con todo su horror, pero también con toda su belleza, y estar dispuestos a
perderlo todo sin esperar ninguna recompensa: ahí está la dicha que nada ni nadie puede
comprar y que apenas puede expresarse con palabras. Ahí está la verdad, ahí está Dios.
La muerte venida de Dios
D/PRESENCIA: Se han dicho en este mundo cosas tan hermosas que va a ser ésta una
reflexión prestada, tomada de quienes han saboreado a Dios y nos legan su sabiduría. Hay
una rica tradición cristiana de hombres y mujeres que siguieron a Jesús y se encontraron
con Dios; ellos nos hablan de un Dios que no está lejos, aunque parezca escondido, de un
Dios que se revela retirándose y que manifiesta su vida en lo que a nosotros nos parece
muerte. Estos hombres y mujeres participaron, experimentaron realmente la muerte de
Jesús, el Cristo, y en esa muerte conocieron todas las muertes -la tuya y la mía, la de
todos-, y en ese rostro de agonía contemplaron a Dios y se supieron nacidos en Dios.
Jacob Boehme, ese gran místico del siglo XVI, nos invita en sus Confesiones a entrar en
la experiencia: «¡Contempla! Ése es el verdadero, único, solo Dios, del que fuiste creado y
en el cual vives; y cuando contemplas el abismo y las estrellas y la tierra, contemplas a tu
Dios. En él vives y tienes tu ser... Eres criatura de él y en él, y si no, jamás habrías sido».
Es decir, somos hechos de Dios, vivimos en Dios -también en el abismo-, somos para Dios.
Pero sucede que «a veces descubrimos que Dios está en nosotros, mientras que nosotros
andamos sin Dios», vagando de un lado para otro. Y, sin embargo, basta un cambio en la
orientación de la mirada, basta el amor, que «tiene los ojos de Dios y ve en lo profundo de
Dios», para que una nueva luz hermosee lo que vemos; ése fue el misterio de Jesús, ése
es el misterio en que todos y todas hemos sido creados y estamos llamados a vivir, también
a morir.
Hay seres que padecen la herida del amor, que conocen el morir antes del morir, que
sufren cada muerte ajena; aprenden de la belleza, que se abre y que se ofrece, inmóvil, y
se alzan en revuelta luminosa reconociendo a Dios en cada grito, en cada risa, en cada
lágrima. Son seres en quienes resuena la voz: «no temas, estoy contigo», y cuya libertad
descubre que «hay una latitud del corazón enamorado que es imposible expresar; agranda
el alma hasta hacerla del tamaño de la creación entera», tamaño de Dios.
Ellos comprenden que la muerte es venida de Dios, en un doble sentido: procede de
Dios, y en ella irrumpe Dios. Eso es algo que también a nosotros nos es dado conocer. Si
volvemos por un momento a las palabras del sheikh, a la vida de Jesús, al pasaje de
Mateo, vemos que el problema fundamental con que nos encontramos los que andamos
perdidos es el de reconocer a Dios en lo que creemos ausencia de Dios; reconocerlo fuera
y dentro de nosotros, en la belleza y en el dolor, en los seres que amamos y en aquellos a
los que nos cuesta amar, en los acontecimientos felices y también en los desdichados, en
los seres más despreciados, en los últimos... Reconocer a Dios no sólo con la mente, sino
con todo lo que somos, con el corazón, experimentándolo, gustándolo, saboreándolo,
aunque tenga sabor amargo a veces.
Pero tenemos estropeado el paladar, nos deslumbran demasiadas cosas, demasiados
sentiros, y nuestra mirada se ciega ante la luz. Por eso, desde siempre, se sabe de la
necesidad de una cierta ascesis, de un punto de austeridad que nos ayude a deslindar lo
pasajero de lo permanente, que limpie nuestros ojos y nuestra voluntad, para aprender a
apreciar lo que de verdad importa. Es la desnudez del corazón la que deja espacio a Dios.
Y si esto es así, si Dios se muestra en la desnudez, ¿cómo no encontrarlo en el rostro frío
de la muerte, esa desnudez extrema?
Si de nuevo volvemos a los textos evangélicos, recibimos una enseñanza sencilla y
luminosa. Jesús, nos cuenta Marcos, muere solo en la cruz; sus últimas palabras son un
grito: «¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has abandonado?». Y en ese ajusticiado, en su
muerte, en su soledad, quizás en su desesperación, el centurión romano -no un apóstol, no
un judío- reconoce la manifestación de Dios.
Debo admitir que me cuesta escribir sobre lo que de manera tan clara se nos da.
Podemos experimentar o no, creer o no, lo que nos dice el evangelio; pero pienso que
sobra cualquier comentario; sobran sobre todo, me parece, los adornos, los endulzamientos
y colorines que tanto suelen gustar y que sólo sirven para enmascarar la realidad
-cercenando la muerte, lo obscuro, lo que tememos-, para enmascarar la vida, para
enmascarar a Dios. Ciertamente, todo entonces se hace más cómodo, pero no es la
comodidad buen criterio para la verdad, y quizá no esté de más recordar que el camino
ancho de nuestra comodidad se construye sobre el dolor y la muerte de infinidad de seres,
elimina del horizonte de lo real todo aquello y a todos aquellos que nos disgustan. Tal vez,
para aceptar la vida tal como es, para pensar a Dios en el dolor y la muerte sin adornos ni
disfraces -porque también desde ahí hay que pensarlo y vivirlo, si no queremos caer en
pura superchería-, haya primero que enfrentarse a Dios.
¿Qué pensabas que tenías que amar?
La religión es una forma de vivir, también de morir, y no un añadido a nuestra existencia.
Dios no está en algún lugar al que podamos llegar a fuerza de puños; se nos da a cada
instante, a condición de que estemos desarmados, ligeros de equipaje, dispuestos al
asombro. Dios es aquí y ahora, y para saberlo es preciso abrir de par en par el corazón; por
ello, porque conocemos a Dios cuando somos vulnerables, creer en él no elimina el
sufrimiento, sino que lo aumenta hasta extremos increíbles, pues ningún dolor es ajeno al
corazón enamorado. Lo cual no es en realidad tan terrible como puede parecer, porque sólo
quien es capaz de sufrir es capaz de alegrarse y reír; sólo quien tiene ojos para el espanto
descubre la belleza; sólo quien está dispuesto a la muerte conoce la vida verdadera, como,
por otra parte, nos muestran la vida y la muerte de Jesús.
Según nos cuentan los evangelios, a nada se aferró Jesús, ni siquiera al amor, que no
tolera ataduras; amor y libertad van de la mano y se hicieron carne y sangre en él. Jesús
aparece como un hombre apasionado, poseido por un deseo infinito, deseo de Dios en
todos y en todo sin división; es decir, pasión por el reino, por la vida de Dios en esta tierra,
aquí, ya. Esta pasión, este deseo infinito, es fuente de libertad, de desapego, de
atrevimiento, pues nada le basta, sino el amor. Desde ahí, la muerte propia es aceptada y
asumida como algo que pertenece a la vida, luego a Dios, aunque no pueda tolerar la
muerte injusta de los otros y esté dispuesto a perderse por ellos. Y ese perderse es
condición de la vida verdadera.
Aceptar la muerte no significa correr a buscarla, sino colocarla en su lugar, hacerle sitio,
como al miedo, y no permitir que impidan el amor. Tampoco significa darla de lado,
ignorarla, cosa por otra parte imposible si vivimos con un mínimo de honradez; pero
sufrimiento, muerte, oscuridad, y todas las sombras de la vida son también revelación de
Dios, rostro de Dios. Tal vez, para saber nosotros mismos dónde estamos, no estaría de
más que, de cuando en cuando, dejáramos resonar esta pregunta en nuestro corazón:
¿Qué pensabas que tenías que amar?
Con la palabra «Dios», como con la palabra «amor», podemos hacer innumerables
trampas; pero de nada sirven éstas cuando aparece la experiencia radical, que nos desvela
por dentro y nos deja al desnudo; es una experiencia de vida y de muerte que quiebra
nuestras seguridades y nos deja sin lugar donde agarrarnos. Esa experiencia es oración, y
en ella cabe el grito e incluso la desesperación de no encontrar ningún consuelo, ningún
apoyo; es también lugar de revelación, donde se quiebran todas nuestras imágenes de
Dios y sólo queda el vacío. Aprendemos entonces, conscientes de ello o no, que ese vacío
puede ser transparente una vez abandonamos, rendidos, todo atisbo de defensa que la
soledad espantosa, que es la otra cara de la muerte, puede ser tierra fecunda donde
germine la luz.
Quien desde ahí, derrotado, dice sí a la vida, al mundo, dice sí a Dios -lo sepa o no- y
sale transformado, ya sin miedo, pues la muerte deja de ser enemiga para convertirse en
aliada, en fuente de libertad. Morimos muchas muertes desde el nacer, y nos quedan
muchas muertes que es necesario afrontar y, en la medida de lo posible, llegar a amar.
Cierto es que con frecuencia -hasta tal punto nos engañan nuestros miedos-
confundimos nuestra experiencia de ser con la de ser esto o lo otro; vivimos como seres
escindidos, sin saber muy bien quiénes somos, con qué o con quién nos identificamos,
dónde ponemos nuestro deseo mayor. Jesús, Dios, el reino, son entonces palabras,
rutinas, que nos sirven de coartada para encubrir nuestra desorientación, por decirlo
suavemente. Lejos queda la experiencia de Pablo, que puede, que debe ser la nuestra: «no
soy yo, es Cristo quien vive en mí»; pero para esa experiencia es necesario morir, y eso
asusta.
Quizá no acabamos de creer que sea posible decir algo así, aunque Pablo lo dijera,
incluso puede parecer blasfemo. Sin embargo, es tiempo ya de pensar sin miedo, de
mostrar algún atrevimiento, de dudar si es preciso... ¿No acusaron de blasfemo a Jesús?
Pues somos llamados a seguirle en su camino, que es vida y es verdad, y que pasa por la
muerte.
Luchar con Dios
No por sabido deja de ser sorprendente que, en ocasiones, sean gentes aparentemente
ajenas a Dios -ajenas en realidad sólo a la iglesia- quienes mejor demuestran conocerle,
quizá porque se atreven a vivir hasta el fondo, afrontando la muerte, y ahí, en el fondo,
tocan a Dios. Quizá también porque la fragilidad de la vida sólo revela su belleza a los
frágiles y vulnerables, y se esconde a cualquier atisbo de falsedad o de poder.
Poesía y profecía andan cercanas, y existen poetas malditos tan preñados de Dios que
sólo leerlos nos estremece; uno de ellos, para mí, es Blas de
Otero, un hombre -y son
palabras suyas- que «saltó del horror a la fe», que dio «una vuelta al evangelio, pues al fin
he comprendido que aprovecha más salvar el mundo que ganar mi alma», y advirtió: «no
esperéis que me dé por vencido», una vez vencido y junto a los vencidos. Pero vale más
dejar la palabra a este hombre herido de muerte en su lucha con Dios.
Inconsolablemente. Diente a diente,
voy bebiendo tu amor, tu noche llena.
Diente a diente, Señor, y vena a vena
vas sorbiendo mi muerte. Lentamente.
...
Porque quiero morir, vivir contigo
esta horrible tristeza enamorada
que abrazarás, oh Dios, cuando yo muera.
Muchos poemas de Blas de Otero son casi salmos, gritos de horror y de belleza donde el
espanto transparenta luz. Una y mil veces repetirá: «Desesperadamente busco y busco...
Luchando, cuerpo a cuerpo, con la muerte, al borde del abismo, estoy clamando a Dios». Y
Dios se muestra como muerte y en la muerte...
Manos de Dios hundidas en mi muerte.
Carne son donde el alma se hace llanto.
Verte un momento, oh Dios, después no verte.
... ...
Quiero tenerte,
y no sé dónde estás. Por eso canto.
...a quien le busca con desesperación, con violencia casi:
Arrebatadamente te persigo.
Arrebatadamente, desgarrando
mi soledad mortal, te voy llamando
a golpes de silencio. Ven, te digo
como un muerto furioso. Ven. Conmigo
has de morir. Contigo estoy creando
mi eternidad... De cuando
arrebatadamente esté contigo.
Y sigo, muerto en pie. Pero te llamo
a golpes de agonía. Ven. No quieres.
Y sigo, muerto, en pie. Pero te amo.
Y su presencia quema:
Hay un momento, un rayo en rabia viva
entre abismos del ser que se desgarran,
en que Dios se hace amor, y el cuerpo siente
su delicada mano como un peso.
Hemos sufrido ya tanto silencio,
hemos buscado, a tientas, tanto; estamos
tan cubiertos de horror y de vacío,
que, entre la sombra, Su presencia quema.
... ...
Busqué y busqué. Mis manos sangran niebla,
... ...
pero todo fue en vano: Te evadiste.
Llegué a odiar tu presencia. Odiemos, dije,
al Inasible. ¡Ah, si! Pero el suplicio
se hizo mayor. Mi sed ardía sola.
Como una ola me anegaste tú.
Y fui llama en furor. Pasto de luz,
viento de amor que, arrebatadamente,
arrancaba las frondas y las iba
subiendo, sí, subiendo hasta tu cielo.
La muerte de los otros
Dios se hace amor, dice el poeta, Dios se hace carne, nos recuerda el evangelio, habita
entre nosotros. Y su presencia quema.
Tal vez por eso, porque Dios es fuego devorador, tratamos siempre de escapar, huyendo
de la vida -vana pretensión-, y nos hacemos incapaces de mirar la muerte, nos dividimos.
Son muchas las excusas aducidas, y una de ellas, para mí sorprendente, es aquella que
rápidamente recurre a la acusación de espiritualismo, desinterés por el mundo, etc., etc., o
masoquismo. No se dan cuenta quienes así hablan de que eso es imposible: la experiencia
radical -de Dios, de la muerte, de la vida- provoca una «revolución interior», única
posibilidad real de la exterior, si es que fuera posible separarlas; pero no es cuestión de
entrar ahora en discusión.
En cualquier caso, quien ha sido alcanzado por Dios o por la experiencia de la muerte se
hace libre para el amor: deja de temer, de aferrarse a su propia vida, para ocuparse de los
otros, de la tierra, de Dios. A partir de su experiencia, sabe en carne propia lo que es el
dolor del mundo, y le es imposible ya pasar de largo. Ha conocido a un Dios que habita en
su interior y en el interior de todo lo que es; un Dios que muere cada muerte, que se revela
en cada muerte, como se rebela también contra toda muerte injusta. Ha aprendido a amar
esa ausencia símbolo de su presencia, ese misterio que nunca puede desvelarse del todo
-pues no se trata de saberlo todo: lo incognoscible nos es tan necesario como el respirar-,
misterio que se ama y se padece porque ama y padece en nosotros. Ese alguien será un
ser apasionado por la vida, nacido dos veces, al que la muerte no puede detener, porque
ha sabido que la vida, como el amor, está fuera del tiempo, pertenece a la eternidad, que es
aquí y ahora. Sabe también que ha de empeñar cuanto es y cuanto tiene, atizando el fuego,
sin mirar atrás; su fe no son conocimientos, sino coraje y libertad, y la en ocasiones huidiza
convicción de que, de una forma u otra y en definitiva, todo está siempre en manos de Dios.
Pero es ésa una convicción que no detiene, muy al contrario, porque las manos de Dios
-que son amor- actuan en nosotros, con nosotros.
«Somos tierra de Dios», decía Blas de Otero, y la tierra precisa del silencio, de la
oscuridad, de la lluvia -quizá nuestras lágrimas-, de la muerte, para hacerse fecunda; como
precisa también del sol, de la luna, del viento y las estrellas: no sólo oscuridad, no sólo luz:
ambas son necesarias, sin ellas nada germina. Y nuestras raíces pertenecen a la Vida;
tienen, pues, que desarrollarse y florecer.
Atrapados por el miedo
Pensar, experimentar, vivir la muerte tampoco es masoquismo. Siendo la muerte
espantosa a la mente, la tendencia habitual en un mundo como el nuestro es marginarla. En
otra cultura, en una sociedad que asumiera la muerte como parte de la vida, que acogiera
el sufrimiento y la soledad albergándolos en su seno, todo sería muy distinto. Porque la
muerte es algo natural, lo terrible es lo que de ella imaginamos; en realidad el miedo es al
sufrimiento, a la separación, a lo desconocido y todo eso condiciona nuestra vida, nos
acobarda por dentro y por fuera, impide el asombro y la pasión..., nos aisla; y así, por
mucho que digamos creer en Dios, estamos ya muertos, no del todo, pues,
afortunadamente, grande es su misericordia. No hablo de recrearse en el dolor, sino de
afrontar la vida con todo lo que implica, y aprender de ello.
Aceptar que el morir es inevitable es saber también que la muerte nos pertenece, es algo
nuestro, de cada cual, y que a ella pertenecemos. Pero hay muchas, demasiadas muertes
robadas, vidas rotas día a día por quienes se arrogan un poder usurpado: esas muertes
son siempre inaceptables, y contra ellas debemos luchar con todas nuestras fuerzas pero el
miedo nos paraliza. Por otra parte, es evidente que no es necesario considerarse creyente
para apostar por la vida y afrontar la muerte -más bien, a la vista de ciertas creencias, mejor
no serlo-; basta con ser humano, y sobran los ejemplos. Todos llevamos en nosotros algo
inexpresable que, sin embargo, hemos de expresar, tejiendo día a día esa red invisible que
une y armoniza todo lo creado. Creyentes o no, a nadie se le ahorra la muerte, y a nadie se
le hurta la experiencia radical, no importa el nombre, lo que importa es vivirla, saborearla
hasta el final, no rechazarla.
Hay un discurso progresista que huye como del diablo de todo lo que no puede apresar
con su razón: oración, silencio, experiencia de Dios, símbolo, misterio... suscitan su
desconfianza, incluso su desprecio -aunque intente disimularlo-, y se ha hecho incapaz
para la belleza. Hay otro discurso -que prefiero no calificar y que probablemente hizo surgir,
como reacción necesaria, el discurso anterior, si bien a veces los dos se confunden y
entremezclan- que huye también como del diablo de todo lo que suponga riesgo,
inseguridad, lucha, libertad... y que acostumbra a enmascararse con palabras empalagosas
que pretende disfrazar ¡de amor! A mi modo de ver, aunque aparentemente antagónicas,
ambas posturas se mueven en un suelo común, y ninguna de ellas, aunque lo aparenten,
cuestiona de raíz el sistema asesino en que vivimos, sistema de muerte usurpada. No
estaría de más que en algún momento reconociéramos todos hasta qué punto estamos
atrapados por el miedo que nos hace cómplices de aquello que denunciamos. Ése es el
precio de no aprovechar la lección del morir, cuando tan gratuitamente se nos da, y sin ella
difícil es gustar del amor, de la belleza, de la libertad.
Juan de la Cruz, tras la oscura noche del alma en que a tientas buscaba, perseguido,
humillado, encarcelado, a un paso de la muerte y muerto en vida en realidad, aprendió,
desnudo ya de sí, que las montañas y los prados y las flores... eran presencia de Dios: «las
montañas... son mi Amado para mí»; también los seres humanos, somos, según él, «Dios
por participación». Para ello le fue necesario apurar hasta el fondo las tinieblas, pero no le
supuso nunca cobardía y se hizo capaz de la más perfecta belleza, como muestra su obra.
Y Blas de Otero, ese «hombre literalmente amado por todas las desgracias», que jamás
pudo desentenderse de este mundo en que «el hambre se reparte a manos llenas», nunca
fue tan libre como tras haber padecido el misterio de Dios, de la muerte, en el ser humano,
cuando comprendió que se nace de la muerte para el amor:
Lloras sangre de Dios por una herida
que hace nacer, para el amor, la muerte.
Esta pasión no le apartó del mundo, le metió más de lleno en él, pero más desnudo, más
despojado, es decir, más disponible:
Aquí tenéis, en canto y alma, al hombre
aquel que amó, vivió, murió por dentro
y un buen día bajó a la calle: entonces
comprendió: y rompió todos sus versos.
Así es, así fue.... ebrio de amor.
No se trata de hacer optimismo barato, ni de adular nuestros miedos; preguntar por la
muerte es preguntar por la vida, por Dios. Si dejamos a Dios fuera de la muerte, tal vez
creemos en algo distinto de Dios. Si dejamos a la muerte fuera de nuestra vida, nos
convertimos en sombras, en marionetas del poder, cualquier poder. Ser conscientes de la
muerte nos vincula con más fuerza a la tierra, a los otros, a Dios, y nos hace capaces de
decir, como el poeta: «vuelvo a la vida con mi muerte al hombro» a crear espacios de amor
y de alegría, de belleza y libertad.
Y un recuerdo
Sólo los muertos saben lo que es estar muerto; pero una vez murió un hombre,
apasionado y libre -lo ejecutaron como a un malhechor-, del que se dijo que, tras la muerte,
estaba vivo. Ese hombre vivía y vive la vida de Dios y, según nos cuentan los relatos, se da
a conocer aquí y allá a quienes presentan la herida de la ausencia y del amor; cuentan que
vive en los seres más despreciados, en los últimos, y que, resucitado, permanece con las
llagas sangrantes de la humanidad doliente, porque la ama. Dicen también que en su
muerte se dio la máxima revelación de Dios.
Nos toca ahora a nosotros continuar la historia.
María
TABUYO
SAL-TERRAE 1997, 2 Págs. 143-154