MUERTE
APORTACIÓN ANTROPOLÓGICA

FELISA ELIZONDO


UNA CUESTIÓN SILENCIADA Y VIVA
Si tenemos en cuenta la sensibilidad más abundante en nuestras sociedades, los 
asistentes a encuentros como este incurrimos, si no en la morbosidad, sí en el mal gusto de 
hablar de un tema altamente desagradable para ser aireado en foro abierto. Tratamos al aire 
libre una cuestión privadísima, quizá el último de los tabúes que, como veremos, persisten en 
nuestro mundo al fin desinhibido.
Con todo, no estaríamos aquí si se pudiera ladear la gran cuestión que es el morir. Si se la 
pudiera disociar del todo de nuestra misma existencia personal y de la vida de las personas con 
quienes tratamos a diario. Posiblemente, detrás de la antimoda, del desprestigio que un término 
como muerte tiene en una facilona cultura del buen vivir y del disfrute (que no es exactamente 
cultura de vida y de calidad de vida), algo se elude. Y sospechamos que, pese a que el abordar 
un tema así puede resultar antiestético, antisocial --y anticuado-- para una percepción bastante 
común, está en juego una verdad vital: una verdad demasiado afectante para que pueda ser 
abandonada. El morir es un problema 
demasiado humano para que quede relegado, o tan sólo aplazado en nuestros días.
De hecho, el tema del morir ha merecido atención en muy diversos campos, y desde 
luego encuentra su lugar en la antropología contemporánea. No en vano es el tema 
irreductible de las filosofías, el nudo de las religiones de salvación: (una herida abierta por 
la que amenaza sangrar la fe en los dioses» (Thielicke).
La muerte es, por supuesto, un asunto capital para todos, y se vincula al centro de la fe 
cristiana que confiesa lo decisivo de la resurrección, como se encarga de señalar Pablo. Y 
sigue siendo, se quiera o no tomar conciencia de ello, el gran escollo; el muro impenetrable 
con el que se topa cada existencia también en la era postmoderna, secular y planetaria: «el 
mayor enigma hereditario» (Heine).

EL SABER ACERCA DEL MORIR
Sabemos que morimos, y este saber es privativo del género humano. A diferencia de 
otros seres que padecen el cese biológico, los humanos sabemos de nuestra constitutiva 
caducidad. Aunque nunca accedamos a un saber del todo consciente, articulado, que 
llegue a agotar la profundidad de esa certeza nativa, fundamental. La certeza del morir es 
un saber de niño que no se satisface con las respuestas que a lo largo de la vida pueda ir 
hallando. 
Así, el saber del morir sigue siendo un saber no sabido, pese a ser un saber de siempre, 
tan propio del hombre como el pensar. Y la conciencia del tener que morir sigue generando 
angustia, sigue interrogando aunque ni tal interrogación ni aquel temor asomen al plano de 
las conversaciones usuales.
Porque la muerte, de la que Guardini decía que es nada menos que «el honor ontológico 
del hombre», participa de la cualidad personal del propio sujeto y comparte su 
impenetrabilidad. De ahí que haya escrito Gadamer:
«A diferencia de todos los otros seres vivientes, poseemos este distintivo: que para 
nosotros la muerte sea algo. El honor ontológico del hombre, lo que le alcanza de un modo 
absoluto y le preserva, por así decirlo, del peligro de perder también su propio poder ser 
libre, consiste en que no se le oculta a sí mismo el carácter inconcebible de la muerte» 1 


Unida a nuestro ser proyectivo, a la cultura, al futuro y al sentido del vivir, la muerte es la 
otra cara de la vida. La muerte sombrea la vida, y fue quizá esta convicción la que llevó a 
escribir paradójicamente a Goethe que «estamos rodeados por el ensueño de la vida». Tan 
entrañado está el morir en nuestra vida y en la conciencia del vivir que «nuestra definición 
es también estar siempre definidos por la muerte»2.
Reconocerlo no es caer en un oscurantismo sino respetar el drama del vivir y su seriedad 
o, lo que es lo mismo, ser coherentes con la calidad además de con la condición humana 
de nuestra existencia.
Sólo mirándola sin velos llegamos a apropiarnos, en el sentido de hacer que algo llegue a 
ser propio y personal, de la muerte (y de la vida). Así podemos, de algún modo, tomar 
posesión del destino: algo que es privilegio y tarea de la libertad que al actuarse nos 
personaliza. Sólo así vencemos, siquiera parcialmente, esta pasividad o pasión que es el 
morir que nos afecta sin remedio.
Hemos hablado a propósito de un vencer parcialmente, porque la muerte no entrega del 
todo su secreto, y nuestro saber acerca de ella es clarividencia y ceguera al mismo tiempo. 
No deja de presentarse «como un enigma que la niebla cubre». Y nuestra toma de 
conciencia trae consigo, al mismo tiempo, la llamada a aceptar su verdad cruda y una cierta 
necesidad de defendernos de su sombra: «Nada es tan ajeno y tenebroso como el golpe 
que (la muerte) descarga sobre cada uno», ha escrito Bloch en El principio esperanza. 
Ya dos antiquísimos textos homéricos muestran esta extraña mezcla de aceptación de la 
verdad y del inevitable horror al morir:
«Como las hojas del bosque son las generaciones humanas; 
hojas el viento se lleva, y nuevos capullos 
echa de nuevo el bosque cuando renace la primavera. 
Son así las generaciones humanas, ésta crece 
y aquélla se va» 
(Iliada Vl, 147-149

«No me alabes ahora la muerte por consuelo, 
esclarecido Ulises, 
Más quisiera ser labrador y servir a otro, 
un indigente, carente de recursos, 
que dominar sobre todas las sombras».
(Odisea Xl, 488-491)

Una extraña mezcla que hallaríamos en otros siglos y en otros ambientes culturales; que 
dura hasta nosotros mismos, puesto que sentimos la imposibilidad de acceder a ese salto 
sin puentes del ser al no ser y nos estremecemos ante la posibilidad de caer en ese vacío, 
nosotros que anhelamos seguir siendo.
El saber que se mueren de los humanos -y el saber que me muero, que representa el 
paso de las afirmaciones generales al acontecimiento personal- es un signo de humanidad. 
Encara a cada uno a la tarea indelegable, a la responsabilidad de hacer algo de sí mismo. 
Ante esa realidad reconocemos ese excedente de vida que es la humana, que no puede 
proyectarse en un futuro al tiempo que reconoce los límites de ese proyecto. Excedidos, 
desmedidos, los mortales reconocemos en nosotros una natural resistencia a morir y 
asistimos al despertar de anhelos de más vida.
Y la historia de esta certeza imborrable y rehuida, las expresiones que ha ido teniendo 
esa naturalidad y extrañeza a la vez con que se nos presenta el morir, muestran que ni la 
ignorancia o el desentendimiento de la muerte, ni la aceptación sin más del morir como 
caída en el no ser, en el vacío absoluto, han sido las únicas posturas. Desde antiguo los 
humanos han cuidado la sepultura de modo llamativo. Y han ensayado un lenguaje y una 
simbología para interpretar y vivir el morir que constituyen una larga sabiduría. Son 
patrimonio del que haríamos muy mal en desembarazarnos inconsideradamente. 
Ya en siglos muy lejanos se daban razones para restar hierro al pensamiento de la 
muerte. Y es bien conocida una posición como la del ilustrado Epicuro que escribía así a 
Menoico: «Acostúmbrate al pensamiento de que la muerte no nos atañe... La muerte es la 
pérdida de la percepción (y justamente por eso una forma de no ser)... Por tanto el más 
horrible de los males no nos atañe».
Pero en ese modo de paliar lo inquietante de la cuestión descubrimos la trampa de una 
verdad a medias en la medida que, al afirmar lo irrepresentable de la propia muerte, se 
quiere dejar de saber algo que no es posible ignorar y algo que no podemos no temer al 
menos en algún grado. Negar que la muerte sea una cuestión tan afectante y recurrir a la 
distracción (la que lleva tan cerca de la inautenticidad) han venido a ser en nuestro tiempo 
las formas de defensa más frecuentes. De ahí que resulte ya muy lejano, arrumbado con el 
viejo latín, el memento mori tan presente y familiar a otros siglos y mentalidades.
Al señalar esto no añoramos, por supuesto, los excesos de una obsesiva presencia de lo 
tremendo y la negrura del morir que ha afectado a etapas pretéritas; que ha conducido a 
cierto abuso del tema en algunas etapas de la propia predicación cristiana. Nos referimos al 
engaño de pensar la vida como si la muerte no existiera. Algo que es posible en medio de 
una abundante visualización de imágenes de muerte como las que recibimos a diario.
Aceptar hoy el pensamiento de la muerte supone afrontar una realidad grave, no del todo 
imaginable y a contracorriente de una cultura vitalista. Pero ese saber sigue alumbrando, y 
en la sinceridad de muchas conciencias sigue apareciendo la verdad entera, reconocida en 
estos u otros términos
«Muerto. Esto quiere decir: no acabaré mi obra, no volveré a ver más a los que amé, no 
experimentaré más belleza o dolor. En mis oídos no resonará más la música irrepetible de 
este mundo; nunca más iré a ninguna parte, en ninguna dirección más allá de mí mismo. 
Sólo me queda esto último»3.

O tal como la expresan los conocidos versos de Juan Ramón Jiménez:
Y yo me iré / y se quedarán los pájaros cantando»...

Tampoco nosotros, al borde del siglo XXI, somos eximidos de encarar la realidad a que 
nos conduce el propio vivir, aunque nuestra época tenga sus tentaciones propias y un 
modo nuevo de avistar la muerte.
No es este el momento de recorrer los voluminosos trabajos sobre la historia de la muerte 
que han salido a la luz en decenios cercanos. ¡Basta asomarse a páginas como la de E. 
Morin o Ph. Aries, por citar dos de los autores más conocidos, para descubrir cómo, sin 
mirar demasiado fijamente al morir -no lo consiente- la humanidad ha querido comprenderla 
en forma de sueño, viaje, descanso o renacer. Intentos de los que el lenguaje ha guardado 
huella hasta hoy.
Es también asimismo bien ilustrativo ver cómo en el pasado se han asociado a ese 
trance nombres de dioses, genios o poderes que han poblado las mitologías, y cómo se le 
ha representado con símbolos como el agua, el fuego, la noche o un color adscrito. 
Los antropólogos señalan también que la muerte forma constelación con otros grandes 
temas: la individualidad que emerge progresivamente en la historia, el mal, siempre 
indomable, la religión y la comprensión de la naturaleza. Y las variaciones en la manera de 
hacerse cargo del morir tiene mucho que ver con esos otros filones del pensamiento y de la 
experiencia humana4.

LOS CAMBIOS RECIENTES: EL ÚLTIMO TABÚ 

Pero si seguimos atendiendo a los estudios, la interpretación del morir ha conocido 
variaciones relativamente leves a lo largo de siglos si se las compara con la mutación que, 
como más adelante veremos, ha experimentado en el nuestro.
Efectivamente, las alusiones a la muerte, cada vez más confinada en lugares especiales 
-hecha la salvedad de la muerte violenta o por accidente- son sentidas en algunos 
contextos, que se presentan como exponentes de lo que puede hacerse aún más común en 
el futuro, como una inteligencia y una casi indecencia. La muerte recibe la connotación de 
tabú que le es restada al sexo, según los observadores.
Ahora bien, el silenciamiento, o el recurso al eufemismo, pueden volverse contra 
nosotros. Así se empieza a reconocer que estamos ante la represión de un saber 
fundamental que no dejará de tener consecuencias. Y ante el olvido preocupante de una 
memoria que es expresión de la experiencia de la humanidad, antes que una deformación 
morbosa o macabra de la realidad.
El exceso en el callar y en el ocultar la muerte parece tener relación con algo que es bien 
advertible: la impreparación para lo inevitable o lo doloroso que se manifiesta en el shock 
desproporcionado que las dificultades causan en algunos adolescentes o jóvenes, en el 
desguace de personalidad ante la primera desgracia o la primera contrariedad que podría 
evitarse con un mayor realismo, con una adecuada advertencia de que hay un lado oscuro 
en la vida.
Es cierto que la difícil relación con la muerte que experimenta nuestro pensamiento 
muestra su alteridad y deja entrever también la no adaptación al morir que se da en los 
humanos. Esa dificultad expresa también que es imposible naturalizar del todo la muerte, y 
pone de relieve que el difuso e indefinible temor que el morir provoca tiene mucho de 
natural. Por ello se puede prever que, pese a toda represión psicológica o social, la sombra 
de la muerte y su gran cuestión persistirán en nuestras sociedades programadoras del 
mínimo detalle en muchos campos y, a la vez, despreocupadas de las cuestiones que 
fueron importantes en otros tiempos.
Abundantes testimonios confirman que los hombres y mujeres de sociedades antiguas no 
se resignaron a reconocer naturalidad absoluta al morir. De hecho, son incontables y 
antiquísimos los datos que atestiguan una relación con los muertos, la afirmación de un 
sobrevivir, de una inmortalidad. Generaciones y culturas muy varias vivieron en una 
familiaridad con la muerte explicable por la frecuente presencia del morir que confirman los 
datos hallables acerca de la mortalidad y morbilidad en épocas pasadas. Conocieron 
también la muerte como acto social, acto del que participa el entorno cercano y la familia 
ensanchada. Se sirvieron de ritos religiosos y usos culturales y sociales para alejar el 
maleficio de los muertos, para dominar su poder sobre los vivos, y controlaron el universal 
horror al cadáver.
Ahora bien, el emerger de la individualidad y la evolución de las sociedades junto con su 
fragmentación, así como ulteriores procesos de racionalización y laicización del morir, han 
modulado de diversos modos el que todavía en el primer medioevo europeo era un morir 
previsto, aprovisionado, presentido. Aquel entregarse al morir que encontramos enuchos 
personajes de la historia y de la literatura. De ellos leemos que «sintieron próxima su 
muerte» y, sin excesivo dramatismo, se dispusieron a bien morir. Así lo documentan los 
testamentos y los relatos de despedidas que aún hoy nos conmueven. (Basta consultar los 
testimonios reunidos por algunos estudiosos del tema como Thomas y Aries, por citar 
nombres conocidos, para comprobarlo).
El s. XVIII, a juzgar por las investigaciones de Aries, publicadas en L'homme devant la 
mort, había distanciado del morir la problemática del más allá -al menos en los círculos 
ilustrados- y, en contraste con los siglos de anteriores en que tuvieron un marcado acento 
lo macabro, la culpa y el miedo, había atenuado la presencia del mal y del infierno en el 
ámbito de la muerte, progresivamente naturalizada. El s. XIX marca el acento, más que en el 
morir de uno mismo, en el morir del otro/a amado, haciendo prevalecer post-mortem el dolor 
de la separación y la ausencia.
Y en el siglo actual se han producido cambios llamativos que, si bien en parte prolongan 
tendencias anteriores, en parte afloran con visos de novedad. Así estamos asistiendo, 
como tendencia cultural que se afirma, a un morir desocializado y desacralizado, aséptico 
por la creciente preocupación higiénica; un hecho privatizado y discreto hasta caer en la 
incomunicación (tanto de quien experimenta la angustia como de quienes viven el dolor de 
la pérdida de alguien); y medicalizado.
Esos son los caracteres que se asocian, por parte de observadores agudos, a este 
momento siempre humano y personal, imposible de eliminar del todo de la preocupación de 
todos, aunque nos reconozcamos hombres y mujeres que viven en circunstancias que han 
variado manifiestamente.
Condiciones sociales y circunstancias nuevas han hecho variar no sólo la expectativa de 
vida, que hace menos habitual que nunca la visión cercana de un cadáver, o la de un 
entierro (dado lo invisible de los cortejos fúnebres y el cuidado en evitar el desagrado del 
ver morir de cerca en los centros hospitalarios donde terminan sus días ya la mayoría de 
nuestros contemporáneos). Además, hoy por hoy, un morir discreto, limpio, incoloro, 
silencioso, parece representar el ideal cuando se vive tal trance en esas circunstancias y 
en esos ambientes.
Y un duelo imperceptible ha sustituido a lo que todavía no hace muchos decenios 
subsistía desde tiempo inmemorial en occidente. Las descripciones de los agentes, 
empresas, lugares y modos de hacer de las modernas funerarias contrastan enormemente 
con lo que todavía era habitual en Europa hasta la primera guerra mundial, como lo era 
hasta hace sólo unos decenios en nuestros mundos rurales y provinciales. Se ha invertido 
el sentido del morir -es la conclusión final de Aries y de Thomas- porque ha variado la 
percepción del mal, porque se ha acrecentado hasta hacerse casi incondicional la 
confianza en la medicina, y porque han aumentado notablemente las expectativas de 
salud.
Junto con lo anterior ha aparecido, y parece cundir desde círculos o países concretos, 
cierta vergüenza de lo que rodea al morir, relegado al más estricto de los ámbitos privados 
y confinado en los recintos de las modernas unidades hospitalarias. La muerte, el dolor que 
produce su cercanía, lo que la rodea, conoce algo así como el pudor de lo que sería mejor 
no pronunciar. Puede advertirse que algo así como un pudoroso silencio, desconocido en 
otras áreas y desde luego en otros tiempos, se va extendiendo como un uso educado. De 
manera que socialmente resulta más recomendable que cualquier palabra o gesto que 
hable del morir un tiempo de silencio.
Se trata además de un silencio-silencionamiento que afecta a los enfermos puesto que 
se refiere a la no advertencia o preparación para la muerte cercana. Un silencio que 
plantea cuestiones éticas al personal médico y a los familiares, y cuestiones de 
humanidad.
Sin embargo, el esfuerzo por negar a la muerte su dramatismo, su misteriosidad, se 
encuentra con la roca dura que es la muerte misma, que sigue siendo el último enemigo, el 
último muro. Una realidad que sigue estando presente en forma de temor difuso o con una 
carga de angustia que no puede ser negada ni maquillada. Por ello, la necesidad de 
humanizar la muerte no habría de contentarse con reducirla a un tránsito que no trastorna 
ni conmueve en demasía a una sociedad que ante la anomalía de la muerte de los 
individuos ha previsto como nunca la continuidad y tejido una red de seguridades.
La necesidad de humanizar la muerte reclama que el morir sea realmente reconocido, 
como quiere una saludable sabiduría y exige una sana consciencia, como la otra vertiente 
del vivir, el otro lado de nuestra existencia; tan real como la cara oscura de una esfera 
iluminada.
Y reclama que nos esforcemos porque los otros, como ha dicho G. Gutiérrez hablando de 
los pobres, no «mueran antes de tiempo». O no mueran «demasiado solos», por 
parafrasear la profunda verdad de Pascal.
Además, al ser «componente básica de toda vida humana» (Heidegger) y estar presente 
en toda vivencia, unida a nuestra condición de «apátridas y trashumantes 
fundamentalmente» (Boros), la muerte, temida, idealizada, eludida o reprimida, sigue 
presente como una consciencia en penumbra, y su presencia está latente en todo el vivir. 
De la muerte, inaferrable, se nos dan ciertas anticipaciones o vislumbres en determinadas 
situaciones. Ella asoma en forma de pre-sentimientos o indicios.

INDICIOS DE LA MUERTE INEXPERIMENTABLE
Siendo un «germen innato» y una «enfermedad de origen» (Hegel), la muerte, unida al 
misterio del yo humano, al existir en un tiempo limitado, al ser corporalmente, es 
inexperimentable en sí misma, como adelantábamos.
Pero un estremecimiento ante los grandes interrogantes, un sentimiento de la propia 
inseguridad, de una impotencia básica para realizar cumplidamente nuestros propios 
sueños, o bien la percepción de lo precario y pasajero de tantas realidades y de nuestro 
propio vivir, actúan como anticipaciones de la muerte.
Nuestra reacción ante ellos muestra que una nativa desmesura, un querer radical, 
inagotable, nos llevan más allá de nosotros mismos, como vio Blondel. Ante las señales del 
morir experimentamos cómo se da en nosotros un tender «hacia la experiencia todavía no 
hallada, la experiencia de lo todavía no experimentado». Y, como también Bloch ha 
señalado, ante la posibilidad de morir se alza también nuestra natural resistencia a morir del 
todo; junto con la conciencia de lo inexorable de la muerte se da en nosotros la necesidad 
de afirmar una especie de contramuerte, al modo como las notas fúnebres son 
contrarrestadas en parte por otras llenas de claridad en los requiem de los grandes 
compositores. Nuestra resistencia profunda a no ser aparece así en forma de esperanza de 
durar, persistente pese a su debilidad.
Sin detenernos, como hemos hecho en otro lugar5.
Señalaremos éstos entre los presentimientos de muerte:
--La percepción del paso del tiempo, tantas veces simbolizada en los relojes, en el paso 
de las estaciones o en las caraclerizaciones de las edades de la vida.
--El envejecimiento experimentado en la pérdida de vitalidad, en el encogimiento del 
espacio vital, en el sentirse ladeado de la vida que corre por otras generaciones. También 
como maduración y profundidad lograda, como interiorización y mayor coincidencia consigo 
mismo.
--La enfermedad y otros riesgos, sentidos en los casos graves como mordedura de 
muerte; vividos con la angustia del quizá.
--La despedida de paisajes o de rostros, de etapas, de formas de vida, que anticipa el 
momento en que la ausencia será sentida.
--La muerte de las personas queridas, vivida como una mutilación del yo, tan vinculado 
a las relaciones que teje con él con un tú verdadero. Una situación en la que quien queda 
llega a «hacerse un enigma para sí mismo». Basta recordar el relato de la pérdida del 
amigo y la experiencia del dolor en san Agustín: «De dolor se ensombreció mi corazón, y lo 
que veía era la imagen de la muerte. Hasta mi ciudad natal se me convirtió en tormento, y la 
casa paterna en innegable pena. Dondequiera le buscaban mis ojos, pero no lo 
encontraban. Y todo se me tornó aborrecible, porque las cosas no eran ya. Yo mismo me 
volví un enigma ante mis ojos»6

Una confesión semejante de la presencia de la muerte propia a través de la muerte de 
otros encontraríamos en cualquier descripción de la muerte de un ser querido. Así el 
escueto final de León Felipe, después de evocar la muerte de una niña:
«...y yo no vi ya más que mis lágrimas».
Podriamos seguir señalando modos de presencia anticipada de la muerte que, sin 
embargo, se oculta: mors certa hora incerta, decían los antiguos concisamente. Pero lo 
dicho basta para caer en la cuenta de lo legitimo de la pregunta, del asombro estremecido 
ante ese lado de la vida: «Puede decirse que se ha despojado de humanidad aquel a quien 
le son indiferentes las preguntas de hacia dónde se dirige la historia entera, cuál es el 
último estado reservado a los humanos; ¿o se trata tan sólo del triste y eterno ciclo de los 
fenómenos? Se ha limitado sin duda en exceso -la advertencia es de Schelling en un siglo 
desmitizador- la visión de los misterios, al no caer en la idea de que éstos contenían, por 
así decirlo, también una revelación sobre el futuro del género humano».
Y es que la muerte es demasiado importante para el vivir humano, que no puede pasar 
sin detenerse ante ella. Sin interrogarse y querer vencerla: sin esperar.

LA ACTITUD ESPERANZADA
La esperanza (hablamos de la esperanza del creyente que supera sin negar la estimable 
«pasión de esperar») acepta la realidad negativa del morir como algo que nos afecta 
personalmente.
Y afronta el cuestionamiento que la muerte plantea al amenazar dejar sin sentido tantas 
vidas y muertes olvidadas o inocentes. La esperanza espera el sentido de cada vida 
humana, irrepetible e insustituible para quienes amaron a esa persona, única también para 
Dios, decimos los creyentes. La actitud esperanzada no elude las preguntas: resiste.
La lucidez de la esperanza -que llega a ser «contra toda esperanza» en la compresión 
cristiana de la resurrección y recapitulación final- no es «el sereno equilibrio del creyente 
que se funda en el delirio patológico de su religión», según la frase mordaz de uno de los 
hombres que, sin embargo, más ha estirado las posibilidades del esperar intramundano 
(Bloch).
Quien espera conoce la angustia ante la caída en el vacío que amenaza con engullir el 
yo, la perplejidad ante el gran enigma, el temor a ser desnudado y el temblor por la victoria 
del último enemigo. Más aún: la esperanza sabe poco -su conocer es certeza de confianza 
entregada- de cómo será esa otra vida en la que ésta se cambia: vita mutatur non tollitur 
anuncia con parquedad la Liturgia.
La esperanza no ahorra seriedad al morir -como no priva de responsabilidad al vivir. 
Quien espera experimenta que aceptar la realidad no es lo contrario sino lo requerido por la 
misma esperanza. Pero ocurre que la realidad aceptada en la confianza de quien cree y 
espera tiene dimensiones que exceden lo medible, lo controlable y verificable. Porque, 
fundados en un Dios que crea la vida, fundamos nuestro no morir para siempre ni del todo 
en ese mismo Dios de la vida que ha vencido a la muerte.
En esperanza vivimos el morir incrustado en nuestra vida. Pero confiados en que será la 
vida la que ganará espacios a la muerte y se transfigurará ella misma: «si el pensamiento 
de morir nos entristece, nos consuela la certeza de la futura resurrección» dice un texto 
antiguo en una celebración cristiana de la muerte que es celebración de la vida.
Alguien, recientemente, nos ha dejado unos versos llamativos porque restan pesadez y 
oscuridad a la muerte sin negarle su peso y seriedad. Son el testimonio de quien ha vivido 
el morir esperanzadamente:
«Morir sólo es morir. Morir se acaba. 
Morir es una hoguera fugitiva. 
Es cruzar una puerta a la deriva (...) 
Y hallar, 
dejando los dolores lejos, 
la noche-luz tras tanta noche oscura»7.
..............
1. Cf. B. MADISON (ed.), Sentido y existencia. Estella, 1977, 27.
2. H. THIELICKE, Vivir con la muerte. Barcelona, 1984, 28. 
4. Cf. entre otrO-, F. MORIN, El hombre y la muerte. Barcelona, 1973.
5. Cf. La muerte, encrucijada de las antropologías. Moralia, 48, 1990
6. SAN AGUSTÍN, Confesiones. IV, 4, 7-9.
7. J. L. MARTÍN DESCALZO, Testamento del pájaro solitario. Estella, 1977.

FELISA ELIZONDO
LABOR HOSPITALARIA, 225. Págs. 194-198