MUERTE
APORTACIÓN ANTROPOLÓGICA
FELISA ELIZONDO
UNA CUESTIÓN SILENCIADA Y VIVA
Si tenemos en cuenta la sensibilidad más abundante en nuestras sociedades, los
asistentes a encuentros como este incurrimos, si no en la morbosidad, sí en el mal gusto de
hablar de un tema altamente desagradable para ser aireado en foro abierto. Tratamos al aire
libre una cuestión privadísima, quizá el último de los tabúes que, como veremos, persisten en
nuestro mundo al fin desinhibido.
Con todo, no estaríamos aquí si se pudiera ladear la gran cuestión que es el morir. Si se la
pudiera disociar del todo de nuestra misma existencia personal y de la vida de las personas con
quienes tratamos a diario. Posiblemente, detrás de la antimoda, del desprestigio que un término
como muerte tiene en una facilona cultura del buen vivir y del disfrute (que no es exactamente
cultura de vida y de calidad de vida), algo se elude. Y sospechamos que, pese a que el abordar
un tema así puede resultar antiestético, antisocial --y anticuado-- para una percepción bastante
común, está en juego una verdad vital: una verdad demasiado afectante para que pueda ser
abandonada. El morir es un problema
demasiado humano para que quede relegado, o tan sólo aplazado en nuestros días.
De hecho, el tema del morir ha merecido atención en muy diversos campos, y desde
luego encuentra su lugar en la antropología contemporánea. No en vano es el tema
irreductible de las filosofías, el nudo de las religiones de salvación: (una herida abierta por
la que amenaza sangrar la fe en los dioses» (Thielicke).
La muerte es, por supuesto, un asunto capital para todos, y se vincula al centro de la fe
cristiana que confiesa lo decisivo de la resurrección, como se encarga de señalar Pablo. Y
sigue siendo, se quiera o no tomar conciencia de ello, el gran escollo; el muro impenetrable
con el que se topa cada existencia también en la era postmoderna, secular y planetaria: «el
mayor enigma hereditario» (Heine).
EL SABER ACERCA DEL MORIR
Sabemos que morimos, y este saber es privativo del género humano. A diferencia de
otros seres que padecen el cese biológico, los humanos sabemos de nuestra constitutiva
caducidad. Aunque nunca accedamos a un saber del todo consciente, articulado, que
llegue a agotar la profundidad de esa certeza nativa, fundamental. La certeza del morir es
un saber de niño que no se satisface con las respuestas que a lo largo de la vida pueda ir
hallando.
Así, el saber del morir sigue siendo un saber no sabido, pese a ser un saber de siempre,
tan propio del hombre como el pensar. Y la conciencia del tener que morir sigue generando
angustia, sigue interrogando aunque ni tal interrogación ni aquel temor asomen al plano de
las conversaciones usuales.
Porque la muerte, de la que Guardini decía que es nada menos que «el honor ontológico
del hombre», participa de la cualidad personal del propio sujeto y comparte su
impenetrabilidad. De ahí que haya escrito Gadamer:
«A diferencia de todos los otros seres vivientes, poseemos este distintivo: que para
nosotros la muerte sea algo. El honor ontológico del hombre, lo que le alcanza de un modo
absoluto y le preserva, por así decirlo, del peligro de perder también su propio poder ser
libre, consiste en que no se le oculta a sí mismo el carácter inconcebible de la muerte» 1
Unida a nuestro ser proyectivo, a la cultura, al futuro y al sentido del vivir, la muerte es la
otra cara de la vida. La muerte sombrea la vida, y fue quizá esta convicción la que llevó a
escribir paradójicamente a Goethe que «estamos rodeados por el ensueño de la vida». Tan
entrañado está el morir en nuestra vida y en la conciencia del vivir que «nuestra definición
es también estar siempre definidos por la muerte»2.
Reconocerlo no es caer en un oscurantismo sino respetar el drama del vivir y su seriedad
o, lo que es lo mismo, ser coherentes con la calidad además de con la condición humana
de nuestra existencia.
Sólo mirándola sin velos llegamos a apropiarnos, en el sentido de hacer que algo llegue a
ser propio y personal, de la muerte (y de la vida). Así podemos, de algún modo, tomar
posesión del destino: algo que es privilegio y tarea de la libertad que al actuarse nos
personaliza. Sólo así vencemos, siquiera parcialmente, esta pasividad o pasión que es el
morir que nos afecta sin remedio.
Hemos hablado a propósito de un vencer parcialmente, porque la muerte no entrega del
todo su secreto, y nuestro saber acerca de ella es clarividencia y ceguera al mismo tiempo.
No deja de presentarse «como un enigma que la niebla cubre». Y nuestra toma de
conciencia trae consigo, al mismo tiempo, la llamada a aceptar su verdad cruda y una cierta
necesidad de defendernos de su sombra: «Nada es tan ajeno y tenebroso como el golpe
que (la muerte) descarga sobre cada uno», ha escrito Bloch en El principio esperanza.
Ya dos antiquísimos textos homéricos muestran esta extraña mezcla de aceptación de la
verdad y del inevitable horror al morir:
«Como las hojas del bosque son las generaciones humanas;
hojas el viento se lleva, y nuevos capullos
echa de nuevo el bosque cuando renace la primavera.
Son así las generaciones humanas, ésta crece
y aquélla se va»
(Iliada Vl, 147-149
«No me alabes ahora la muerte por consuelo,
esclarecido Ulises,
Más quisiera ser labrador y servir a otro,
un indigente, carente de recursos,
que dominar sobre todas las sombras».
(Odisea Xl, 488-491)
Una extraña mezcla que hallaríamos en otros siglos y en otros ambientes culturales; que
dura hasta nosotros mismos, puesto que sentimos la imposibilidad de acceder a ese salto
sin puentes del ser al no ser y nos estremecemos ante la posibilidad de caer en ese vacío,
nosotros que anhelamos seguir siendo.
El saber que se mueren de los humanos -y el saber que me muero, que representa el
paso de las afirmaciones generales al acontecimiento personal- es un signo de humanidad.
Encara a cada uno a la tarea indelegable, a la responsabilidad de hacer algo de sí mismo.
Ante esa realidad reconocemos ese excedente de vida que es la humana, que no puede
proyectarse en un futuro al tiempo que reconoce los límites de ese proyecto. Excedidos,
desmedidos, los mortales reconocemos en nosotros una natural resistencia a morir y
asistimos al despertar de anhelos de más vida.
Y la historia de esta certeza imborrable y rehuida, las expresiones que ha ido teniendo
esa naturalidad y extrañeza a la vez con que se nos presenta el morir, muestran que ni la
ignorancia o el desentendimiento de la muerte, ni la aceptación sin más del morir como
caída en el no ser, en el vacío absoluto, han sido las únicas posturas. Desde antiguo los
humanos han cuidado la sepultura de modo llamativo. Y han ensayado un lenguaje y una
simbología para interpretar y vivir el morir que constituyen una larga sabiduría. Son
patrimonio del que haríamos muy mal en desembarazarnos inconsideradamente.
Ya en siglos muy lejanos se daban razones para restar hierro al pensamiento de la
muerte. Y es bien conocida una posición como la del ilustrado Epicuro que escribía así a
Menoico: «Acostúmbrate al pensamiento de que la muerte no nos atañe... La muerte es la
pérdida de la percepción (y justamente por eso una forma de no ser)... Por tanto el más
horrible de los males no nos atañe».
Pero en ese modo de paliar lo inquietante de la cuestión descubrimos la trampa de una
verdad a medias en la medida que, al afirmar lo irrepresentable de la propia muerte, se
quiere dejar de saber algo que no es posible ignorar y algo que no podemos no temer al
menos en algún grado. Negar que la muerte sea una cuestión tan afectante y recurrir a la
distracción (la que lleva tan cerca de la inautenticidad) han venido a ser en nuestro tiempo
las formas de defensa más frecuentes. De ahí que resulte ya muy lejano, arrumbado con el
viejo latín, el memento mori tan presente y familiar a otros siglos y mentalidades.
Al señalar esto no añoramos, por supuesto, los excesos de una obsesiva presencia de lo
tremendo y la negrura del morir que ha afectado a etapas pretéritas; que ha conducido a
cierto abuso del tema en algunas etapas de la propia predicación cristiana. Nos referimos al
engaño de pensar la vida como si la muerte no existiera. Algo que es posible en medio de
una abundante visualización de imágenes de muerte como las que recibimos a diario.
Aceptar hoy el pensamiento de la muerte supone afrontar una realidad grave, no del todo
imaginable y a contracorriente de una cultura vitalista. Pero ese saber sigue alumbrando, y
en la sinceridad de muchas conciencias sigue apareciendo la verdad entera, reconocida en
estos u otros términos
«Muerto. Esto quiere decir: no acabaré mi obra, no volveré a ver más a los que amé, no
experimentaré más belleza o dolor. En mis oídos no resonará más la música irrepetible de
este mundo; nunca más iré a ninguna parte, en ninguna dirección más allá de mí mismo.
Sólo me queda esto último»3.
O tal como la expresan los conocidos versos de Juan Ramón Jiménez:
Y yo me iré / y se quedarán los pájaros cantando»...
Tampoco nosotros, al borde del siglo XXI, somos eximidos de encarar la realidad a que
nos conduce el propio vivir, aunque nuestra época tenga sus tentaciones propias y un
modo nuevo de avistar la muerte.
No es este el momento de recorrer los voluminosos trabajos sobre la historia de la muerte
que han salido a la luz en decenios cercanos. ¡Basta asomarse a páginas como la de E.
Morin o Ph. Aries, por citar dos de los autores más conocidos, para descubrir cómo, sin
mirar demasiado fijamente al morir -no lo consiente- la humanidad ha querido comprenderla
en forma de sueño, viaje, descanso o renacer. Intentos de los que el lenguaje ha guardado
huella hasta hoy.
Es también asimismo bien ilustrativo ver cómo en el pasado se han asociado a ese
trance nombres de dioses, genios o poderes que han poblado las mitologías, y cómo se le
ha representado con símbolos como el agua, el fuego, la noche o un color adscrito.
Los antropólogos señalan también que la muerte forma constelación con otros grandes
temas: la individualidad que emerge progresivamente en la historia, el mal, siempre
indomable, la religión y la comprensión de la naturaleza. Y las variaciones en la manera de
hacerse cargo del morir tiene mucho que ver con esos otros filones del pensamiento y de la
experiencia humana4.
LOS CAMBIOS RECIENTES: EL ÚLTIMO TABÚ
Pero si seguimos atendiendo a los estudios, la interpretación del morir ha conocido
variaciones relativamente leves a lo largo de siglos si se las compara con la mutación que,
como más adelante veremos, ha experimentado en el nuestro.
Efectivamente, las alusiones a la muerte, cada vez más confinada en lugares especiales
-hecha la salvedad de la muerte violenta o por accidente- son sentidas en algunos
contextos, que se presentan como exponentes de lo que puede hacerse aún más común en
el futuro, como una inteligencia y una casi indecencia. La muerte recibe la connotación de
tabú que le es restada al sexo, según los observadores.
Ahora bien, el silenciamiento, o el recurso al eufemismo, pueden volverse contra
nosotros. Así se empieza a reconocer que estamos ante la represión de un saber
fundamental que no dejará de tener consecuencias. Y ante el olvido preocupante de una
memoria que es expresión de la experiencia de la humanidad, antes que una deformación
morbosa o macabra de la realidad.
El exceso en el callar y en el ocultar la muerte parece tener relación con algo que es bien
advertible: la impreparación para lo inevitable o lo doloroso que se manifiesta en el shock
desproporcionado que las dificultades causan en algunos adolescentes o jóvenes, en el
desguace de personalidad ante la primera desgracia o la primera contrariedad que podría
evitarse con un mayor realismo, con una adecuada advertencia de que hay un lado oscuro
en la vida.
Es cierto que la difícil relación con la muerte que experimenta nuestro pensamiento
muestra su alteridad y deja entrever también la no adaptación al morir que se da en los
humanos. Esa dificultad expresa también que es imposible naturalizar del todo la muerte, y
pone de relieve que el difuso e indefinible temor que el morir provoca tiene mucho de
natural. Por ello se puede prever que, pese a toda represión psicológica o social, la sombra
de la muerte y su gran cuestión persistirán en nuestras sociedades programadoras del
mínimo detalle en muchos campos y, a la vez, despreocupadas de las cuestiones que
fueron importantes en otros tiempos.
Abundantes testimonios confirman que los hombres y mujeres de sociedades antiguas no
se resignaron a reconocer naturalidad absoluta al morir. De hecho, son incontables y
antiquísimos los datos que atestiguan una relación con los muertos, la afirmación de un
sobrevivir, de una inmortalidad. Generaciones y culturas muy varias vivieron en una
familiaridad con la muerte explicable por la frecuente presencia del morir que confirman los
datos hallables acerca de la mortalidad y morbilidad en épocas pasadas. Conocieron
también la muerte como acto social, acto del que participa el entorno cercano y la familia
ensanchada. Se sirvieron de ritos religiosos y usos culturales y sociales para alejar el
maleficio de los muertos, para dominar su poder sobre los vivos, y controlaron el universal&nb