LA DROGA EN NUESTRA CASA
Bajar a «los infiernos»


Emma MARTÍNEZ OCAÑA


El dolor, cuando es profundo y duele mucho, es una de esas 
experiencias humanas que se tarda mucho en integrar (lo cual no 
supone comprender, ni justificar, ni mucho menos exaltar) y ante las 
que se experimenta una profunda incapacidad para hablar. En parte 
por un pudor natural que pide respeto y silencio; pero, sobre todo, 
por la constatación de la inadecuación de la palabra para ser 
transparencia de una verdad que se teme profanar, trivializar, 
domesticar, intentando paliar lo que tiene de incomprensible y 
escandaloso, de misterio siempre inescrutable. 
Por ello me he resistido durante mucho tiempo a escribir sobre lo 
que ha significado para mí (y de alguna manera espero expresar lo 
vivido en mi familia) la experiencia de convivir más de dieciséis años 
con la droga en mi propia casa, en mi familia más próxima. Hoy, al fin, 
me arriesgo a hacerlo ante la petición que se me hace de decir unas 
palabras que, desde nuestra propia experiencia, pudieran ayudar a 
otras personas. 

«Círculos infernales» de nuestro mundo y paradójica presencia de 
salvación 
La imagen que mejor expresa para mi esta experiencia es la de 
«bajar a los infiernos», algo que uno no elige ni desea, pero que la 
vida impone a millones de personas. Los «círculos infernales» de 
nuestro mundo son innumerables. Teóricamente los conocemos, 
pero... ¡qué distinto es cuando la vida te introduce de lleno en alguno 
de ellos! A mí y a los míos la vida nos introdujo concretamente en el 
círculo diabólico de la droga, la marginación, la delincuencia, la 
cárcel, el SIDA..., al final del cual sólo se vislumbra, antes o después, 
la muerte. 
Cuando uno se asoma a él, el abismo que percibe de dolor, 
sufrimiento, soledad y crueldad produce vértigo. La primera palabra 
que brota es de protesta y denuncia de la hipocresía de una sociedad 
que ve perderse a una generación entera de jóvenes y que para 
defenderse de una situación que ella misma genera y de la que se 
aprovecha sólo acierta a encarcelar a las víctimas de este sistema 
«de mercado» donde se sigue comprando y vendiendo la vida por 
algo más que «veinte monedas» y donde no se encuentra delito 
alguno en los «Oubiñas» de turno, enriquecidos a costa de miles de 
muertos. 
Todo lo que después acierte a decir sobre este misterio de 
iniquidad no quiero que acalle lo que de escandaloso y de sinsentido 
tiene el mal, el dolor de nuestro mundo, sobre todo cuando es infligido 
por unos seres humanos a otros... Escándalo que nos denuncia a 
todos y todas, y escándalo que alcanza al mismo Dios si no queremos 
dejarlo al margen de toda la realidad, y ésta del dolor humano alcanza 
una inusitada densidad. 
Bajar a los infiernos, mejor aún, sentir que los infiernos han 
entrado en tu propia casa, en tu misma carne y sangre, es padecer 
algo de esa misma muerte... 
Consentir en permanecer ahí y no huir, consentir «cargar» con esa 
realidad, es gracia y coraje del amor. 
Permanecer y ver no sólo el destrozo y el deterioro humano que 
esas situaciones generan, sino también asombrarse de la gran 
solidaridad que muchas veces provoca, es recibir el don de saber 
mirar en profundidad. Sí, ahí en ese infierno donde se cometen 
muchos errores, lo más profundo del corazón humano no está perdido 
definitivamente y puede ser rescatado y humanizado siempre. 
Poder ver y al tiempo contemplar que ahí hay unos seres humanos 
siempre dignos, hechos a «imagen de Dios», no es fácil. Saber mirar, 
saber acceder a ese lugar sagrado para reconocer su dignidad y 
devolvérsela; creer en ellos para que esas mujeres, y hombres 
puedan creer en sí mismos... es don de la fe que hay que pedir 
humildemente. 
En ese abismo de dolor y muerte, los sentimientos se agolpan y 
contraponen, y es muy difícil evitar preguntas que no tienen 
respuesta: ¿por qué?; ¿por qué una vez más el triunfo de la injusticia 
y del mal?; ¿por qué tantas muertes inocentes? Sí, inocentes... 
Chavales enganchados a los 12-14 años en las redes asesinas del 
narcotráfico, chavales que después señalaremos con el dedo como 
delincuentes, camellos, colgados... 
La rabia y la rebeldía asoman una y mil veces, y es bueno no 
acallarlas demasiado pronto, al menos hasta reconvertir esa energía 
en lucha contra las causas de ese mal y en misericordia compasiva 
para sus víctimas. 

El largo proceso desde el conocimiento hasta la aceptación 
dolorida y esperanzada 
Al comienzo, cuando descubrimos que mi hermano y la que sería 
después su mujer estaban enganchados en esa rueda infernal, toda 
la familia luchó unida con la esperanza de una pronta salida de esa 
situación. Después fuimos descubriendo que hay que permanecer 
esperando contra toda esperanza razonable, para ir aprendiendo 
poco a poco (a nosotros nos costó más de dieciséis años) a seguir 
ahí, amando y luchando, cuando se intuye que quizá nunca se logre 
la recuperación deseada y cuando, en el momento en que finalmente 
parece alumbrar la esperanza de la liberación y la salida del circulo 
infernal, se comprueba enmudecido que lo que amanece (el SIDA) es 
más dolor, y que el final del camino solo parece mostrar «una muerte 
anunciada». 
Se enmudece porque no hay palabras para expresar el mazazo 
que una noticia así te produce. Se experimenta entonces esa extraña 
sensación de quedarse sin suelo (de-solado) y sin techo. El 
sentimiento global es de frustración y de fracaso. No nos merecíamos 
este final. ¿Para qué tanto luchar?; ¿para qué tanto amor? ¿Dónde 
estás, Dios, y qué palabra puedes decir ante esto...? El «Dios mío: 
¿por qué nos has abandonado?» resuena con mucha fuerza en el 
corazón y se hace plegaria y protesta. 
En estos momentos asoma aún otro gran enemigo, el miedo 
paralizador: «lo peor está aún por venir», amenaza realistamente una 
voz dentro de ti. Es fácil decir que hay que vivir el presente, pero 
¿qué presente? Dios mío, después de tanto luchar y sufrir, 
¿tendremos fuerzas para lo que queda de camino? 
En ese trance sólo se sabe callar ante el misterio y permanecer, en 
la noche, sin fuerzas para seguir caminando, a la espera de una 
Palabra que pueda dar algún sentido, alguna fuerza para permanecer 
en la lucha por la vida... mientras ésta dure. 
El silencio de Dios se rompe: 
«Y el ángel del Señor le volvió a tocar y le dijo: 'Levántate y come, 
que el camino es superior a tus fuerzas'. Elías se levantó, comió, 
bebió, y con la fuerza de aquel alimento caminó cuarenta días y 
cuarenta noches hasta el Horeb, el monte de Dios» (I Re 1 9,7-8). 

¡Eso es exactamente lo que pasa! No hay fuerzas para seguir 
caminando. Qué alivio produce sentir que alguien se hace cargo de tu 
situación y no intenta ofrecerte un consuelo barato, ni te aleja de la 
verdad de la realidad, por muy dura que sea, ni camufla tus 
verdaderos sentimientos. Es la hora de reconocer y agradecer a los 
«ángeles» que, a lo largo del camino, te permiten, nos han permitido, 
levantarnos, alimentarnos con el pan de la solidaridad, de la cercanía, 
de la gratuidad, de la lucha, para poder seguir caminando. A todas y 
a todos, ¡gracias! 

¿Un círculo infernal, lugar de revelación? 
Una experiencia honda de dolor, y la nuestra no es ni la única ni de 
las peores, puede suponer también un lugar de revelación. 
Revelación de la realidad, de la propia verdad, y de la verdad de Dios 
si se cree en Él. 
Revelación de la realidad en la que vivimos: un mundo 
terriblemente injusto y mentiroso que enmascara su rostro asesino 
debajo de palabras hermosas; un mundo donde a los débiles, los 
pobres, los «sin valor mercantil», se les aparca mientras mueren, a 
ser posible donde no sean vistos, para no ensuciar el rostro de las 
ciudades. Una realidad que nos adormece con el consumo de «pan y 
circo», mientras millones de seres humanos mueren de hambre, 
inanición, abandono, droga, SIDA, guerras... 
Una realidad también solidaria y hermosa, donde el amor hasta dar 
la vida por los hermanos y la gratuidad existen y tienen nombres y 
rostros muy concretos. Esta realidad nos redime a todas y a todos de 
la vergüenza de llamarnos humanos. 
Revelación de la propia verdad. Para mí fue muy saludable 
preguntarme: ¿Quién soy yo cuando sufro? Ante una situación de 
dolor, ¿qué tiendo espontáneamente a hacer?; ¿que mecanismos y 
trampas descubro en mí ante ese molesto y desconcertante 
compañero de viaje? 
Es bueno descubrirse a sí misma intentando escurrir el bulto, 
rechazar la realidad, negarla, evitar el dolor o instalarse en él 
masoquistamente, o quizá victimizarse... Da tiempo a todo en un 
trayecto tan largo como el que nos acompaña este incómodo 
«compañero» en la vida. 
También lenta y trabajosamente vas aprendiendo a mirarlo de 
frente, a dialogar con él, a intentar ser honrada con su realidad y fiel 
a su desafío. 
Descubres también tus propios mecanismos de defensa para que 
el dolor, convertido en sufrimiento quemante, no te destruya. Unas 
veces, un sano sentido del humor te ofrece la sabiduría de seguir 
viviendo y disfrutando de lo que, a pesar de todo, la vida te sigue 
ofreciendo. Otras veces, una realista racionalización te ayuda a 
resituar tu pequeño dolor, que para ti es grande, en el gran dolor del 
mundo. Eso no disminuye el propio, pero ayuda a no desmesurarlo, a 
no absolutizar lo tuyo en detrimento de tu capacidad de abrirte y 
compartir lo que te quede de fuerzas en otras realidades 
objetivamente mucho más duras que la propia. 
Puedes también aprender a pedir ayuda, a sentirte débil, cansada 
y dolorida, sin fuerzas y abatida, cada vez más vulnerable y más 
humana. Puedes aprender a vivir mejor la compasión, más allá de los 
lazos afectivos. 
Pero es, sobre todo, lugar privilegiado para decantar la hondura 
del amor. Descubres entonces lo difícil que es amar impotentemente. 
Te resistes durante mucho tiempo a frustrar tus fantasías de 
omnipotencia, te niegas a creerlo y te rebelas, pero también, poco a 
poco, puedes aprender a permanecer, a estar junto a alguien, 
asumiendo que no puedes eliminar ni atenuar la cuota de dolor de 
aquellos a los que amas. Puedes aprender a estar ante el otro 
sufriente compartiendo su dolor, pero no lo puedes sustituir. Puedes 
estar amándole y luchando contra las causas de su dolor. Puedes 
respetar la cuota de dolor y soledad que es suya y no te corresponde 
a ti invadir, y puedes también no aumentarla con tu ausencia..., pero 
casi nada más. Al final tienes que aceptar que ese estar inerme e 
impotente, pero permaneciendo ahí, es todo el poder del amor. El 
amor puede ser más fuerte que la muerte, pero no puede evitarla. 
La gratuidad del amor tiene ahí una prueba de fuego: no sólo no 
esperar la recompensa o respuesta del ser amado, sino también 
aceptar su inutilidad. Y en esos momentos no sirve de mucho decirse 
que el amor entregado no se pierde nunca, aunque sepas que eso es 
verdad pues la primera beneficiada eres tu misma; eso lo quiere 
también creer tu fe, pero en esos momentos necesitas tener 
resultados tangibles... ¿Para qué sirve un amor así de fuerte pero 
impotente?... Hallar respuesta a esta pregunta no es nada fácil. Ante 
la muerte inminente, prematura e injusta (ya no sólo de alguien a 
quien quieres, porque es tu propio hermano, sino de tantos seres 
humanos que ves caer a tu alrededor y que han visto tus ojos en 
nuestros cuartos y terceros mundos), no se ve por ningún lado el 
poder del amor, sino su impotencia más total. Lo que parece obvio es 
que triunfa el poder del mal. 
Es entonces, sobre todo, cuando puede acontecer la gracia de 
barruntar algo de la verdad del Dios revelado en Jesús. 
A lo largo de estos últimos dieciocho años empeñados en ayudar a 
mi hermano y a su mujer a salir del círculo infernal de la droga, he 
tenido ocasión de revivir, no una sino infinidad de veces, la 
experiencia del Padre-Madre bueno/a de la parábola del hijo pródigo. 
Compartir la alegría y la fiesta, muchas veces repetida, de que 
«teníamos unos hijos perdidos y los hemos recuperado», aun 
intuyendo que volverían a coger la herencia, que ya no había, para 
volver a perderse por otro tiempo. En nuestro caso, la alegría era 
compartida también por las hermanas, probablemente porque no 
tengamos conciencia de ser hijas «buenas» y «cumplidoras», sino 
agraciadas de estar en la casa materno-paterna, y sobre todo por la 
conciencia de que, si no habíamos caído nosotras en ese infierno, es 
porque habíamos tenido más suerte, mejores amistades... ¡cualquiera 
sabe! Ciertamente no por méritos propios. Al menos éste es mi gran 
convencimiento personal. ¡Cuántas veces me he preguntado por qué 
él sí y yo no, sin encontrar respuesta...! 
Esa escena cotidiana de mi vida, expresión de un amor que 
«disculpa siempre, perdona siempre, aguanta sin límites, espera sin 
límites»..., que no necesita ni siquiera que el hijo reconozca su culpa 
porque ya estaba perdonada e incluso olvidada. Un amor que «se 
olvida de ofensas y agravios» y, por el contrario, recuerda 
enternecido cualquier pequeño gesto de bondad del hijo más amado 
por ser el mas necesitado. Un amor que no puede dejar de amar 
(¡cuántas veces, ante datos incuestionables que hablaban de los 
errores cometidos por el hijo, oí decir a mi madre: «Todo eso es 
verdad, pero ¿que quieres que te diga...? Es mi hijo, yo soy su madre 
y, a pesar de todo, no puedo dejar de quererlo»...!), aun cuando 
parezca que es esa misma incondicionalidad del amor la que dificulta 
el cambio del hijo; aunque «pedagógicamente» no parezca la actitud 
más oportuna... Todos los argumentos parecen estrellarse contra la 
terca y desmesurada manera de amar de unos padres. 
Todo esto, aquí torpemente balbucido, ha sido para mí el mejor 
camino de abrirme a la fe en el Dios Amor incondicional del que habló 
Jesús. Porque si unos padres saben amar así, ¿puede Dios amar 
menos... y peor? 
El dolor de los padres, de los míos y de tantos como en estos años 
hemos conocido padeciendo el mismo via-crucis, por el sufrimiento de 
sus hijos, me habla de un Dios que ni quiere «ni permite» ni, mucho 
menos, necesita el sufrimiento de los hijos para no sé que extraña 
reparación. 
El rostro de Dios en el que creo, y que de un modo escandaloso 
pero real se me ha revelado en esta experiencia, es el que me han 
mostrado mis padres y tantos otros que luchan contra el dolor y sus 
causas con todas sus fuerzas; que muestran su inmenso amor 
padeciendo el dolor de los hijos en su propia carne y que, al fin, 
aceptan impotentes y silenciosos un amor que no podrá librar al hijo 
de la muerte, pero sí del abandono definitivo. Quizá por ello ahora mi 
fe alcanza a barruntar que Dios estaba presente en la cruz del Hijo 
amando impotentemente. Nada hay más inerme que el amor. 
Tampoco Él «pudo» librar de la muerte al Hijo amado; pero no lo 
abandonó definitivamente al poder de ésta, sino que lo resucitó de 
entre los muertos. Y con ello no sólo nos capacita para esperar la 
vida definitiva, sino que nos muestra que hay ya una manera de vivir 
que es germen de resurrección. Ésta es la esperanza que nos alienta. 


Lo que salva es el amor
Pero también ha sido esta experiencia la que me ha revelado de un 
modo paradójico una verdad que se muestra incuestionable en la cruz 
de Jesús: lo que salva es el amor. El amor salva de la destrucción a 
que puede llevar el dolor. El amor hace posible que el dolor no nos 
queme. El amor libra en muchos casos de la desesperación. Lo que 
da vida, sostiene, cura, hace crecer, capacita para poder perderla y 
entregarla es el amor. 
La gran intuición de la profecía del canto del Siervo de Isaías es 
que la salvación acontece en la historia, no desde los que tienen el 
poder, sino desde lo que aman tanto que son capaces de padecer a 
causa del amor. En este injusto y mal estructurado mundo nuestro, el 
amor salvador se hace «pasión». 
Cuando sufres, el que alguien elija «padecer contigo» produce una 
profunda experiencia salvadora, aunque en nada pueda modificar lo 
real de tu dolor. El amor da sentido a una vida. «Al menos sabe que lo 
hemos amado siempre», son palabras que no son sólo un consuelo 
fácil, sino el sentido último de una vida: saber permanecer y sufrir con 
el otro, por el otro y a favor del otro es lo más importante que la vida 
puede enseñarte. Son palabras que albergan al tiempo la esperanza 
de que sí existe un Amor mas fuerte que la muerte. 
Desde aquí se descubre también cómo es posible que un dolor 
pueda llegar a ser dolor de parto y no de aborto o de muerte. Lo 
fecundo no es el dolor en sí. Si el dolor de parto es fecundo, es 
porque alumbra vida. Pero la vida que ahí amanece, si es vida 
deseada, no la ha generado el dolor del cuello del útero al dilatarse, 
sino que la ha fecundado el amor hecho compenetración, y es ese 
mismo amor el que da fuerzas para soportar ese duro, lento y 
doloroso ensanchamiento que posibilitará la vida libre, independiente, 
del hijo amado. Es entonces cuando se puede comprobar que el amor 
es fecundo. 
CZ/RV-D: Jon Sobrino expresa magistralmente cómo es el Dios que 
se me ha revelado a través de esta experiencia: «Si desde el principio 
del evangelio, Dios aparece en Jesús como un Dios con nosotros, si a 
lo largo de él se va mostrando como un Dios para nosotros, en la cruz 
aparece como un Dios a merced de nosotros y, sobre todo, como un 
Dios como nosotros (...) Si la cruz puede ofrecer acceso a Dios, esto 
ha de acaecer sub specie contrarii, y ello significa aprender a ver 
poder en la impotencia, palabra en el silencio, vida en la muerte» (Cf. 
Jesucristo liberador, UCA, San Salvador 1991, pp. 410,417). 
Nada de lo expresado hasta aquí pretende ser ni explicación del 
porqué del dolor, ni mucho menos justificación de tanto sufrimiento 
injustamente producido. Nada de lo expresado intenta acallar el 
escándalo y el misterio que quiero aprender a abandonar en el Dios 
revelado en la vida-muerte-resurrección de Jesús. Sólo desde ahí 
puedo seguir creyendo que la esperanza sigue siendo posible. 
Nos queda un largo y quizá aún más doloroso camino que recorrer. 
Personal y socialmente hablando, pedimos que no nos falten 
«ángeles» en el camino que nos permitan comer, alimentarnos y 
seguir adelante. 
Termino narrando una de mis últimas experiencias, muy reciente: 
en una conversación que tuve con mi hermano, me arriesgué a 
preguntarle cómo se sentía ante un final que se prevé cercano, cómo 
veía ahora su vida, si creía que había o no otra vida, si creía en 
Dios... Su respuesta fue la siguiente: «Ahora, a mis treinta y siete 
años, descubro que he perdido la vida porque no he aprendido a 
amar. Sólo he sabido utilizar, y lo de aprender a amar no se 
improvisa... No sé si hay otra vida. Si no la hay, al fin se ha terminado 
para mí y para todos vosotros este infierno. Si la hay, y en ella me 
aguarda Dios, después de la experiencia familiar vivida no puedo 
tener miedo a encontrarme con El». 
Después de escrito este artículo, se ha muerto mi padre. En los 
últimos momentos ha escuchado de boca de su hijo unas palabras 
muy importantes: «perdón», «gracias», «a pesar de todo, siempre te 
he querido y, sobre todo, siempre me he sentido querido por ti». 
«Vete en paz, ya me dejas fuera de esta mierda; vete preparándome 
allá un buen lugar». 
Era el miércoles de Pascua, y te fuiste al encuentro definitivo con la 
Paz. Ya habrás descubierto, como te decíamos en tu final, que el 
amor que nos has dado no era más que un pálido reflejo del Amor 
con que te ibas a encontrar. Ahora gozarás ya de la inenarrable 
experiencia de saborearte hijo amado y al mismo tiempo 
Padre-Madre. Desde esa nueva dimensión seguirás 
acompañándonos y alimentándonos para seguir haciendo del resto 
de nuestro camino Pascua. 

Emma MARTÍNEZ OCAÑA
SAL TERRAE 1997/07-08. Págs. 599-607