Jesús y la teología de Israel

John Pawlikowski

Capítulo 1
Avances en la comprensión de la relación de Jesús con el judaísmo
durante el siglo XX

I. Introducción

En 1965, el Concilio Vaticano II publicó su histórica declaración Nostra Aetate sobre las relaciones del catolicismo con las religiones no-cristianas, que incluía una innovadora sección sobre los vínculos permanentes de la Iglesia con el pueblo judío a través de Jesús. Esta declaración tuvo un impacto significativo en el pensamiento católico y protestante acerca de la cuestión judía. Después de Nostra Aetate aparecieron más de cincuenta declaraciones adicionales de dirigentes religiosos y de Iglesias regionales de Norteamérica, Europa occidental y América del Sur. Entre los principales pronunciamientos protestantes figuran la declaración del Sínodo de Renania de 1980 y el documento de trabajo titulado Consideraciones ecuménicas sobre el diálogo judeo-cristiano sometido a sus organizaciones miembros por el Consejo Mundial de Iglesias (WCC) en 1982. El Vaticano publicó en 1975 una serie de directivas para implementar la sección de Nostra Aetate sobre el pueblo judío. Esas directivas realmente iban más allá del documento conciliar original en algunos aspectos. En 1985, Roma presentó a los católicos las Notas para una correcta presentación de los judíos y el judaísmo en la predicación y la catequesis.

La innovación que produjo el Vaticano II en la comprensión de la relación entre judíos y cristianos tuvo una historia previa. Inmediatamente después de la segunda guerra mundial, y en gran medida como consecuencia del trauma causado por el exterminio de seis millones de judíos, algunos prominentes teólogos europeos comenzaron a analizar diversas posibilidades para llegar a una afirmación teológica cristiana de la alianza judía a la luz del acontecimiento de Cristo. Destacamos los nombres de Charles Journet, Jean Daniélou, Karl Barth, Hans Urs von Balthasar y el cardenal Augustin Bea (una figura que tuvo influencia en el capítulo de Nostra Aetate). En los Estados Unidos, fue Mons. John Oesterreicher quien inició una labor pionera, al publicar una serie de volúmenes bajo el título de El puente (The Bridge: A Yearbook of Judeo-Christian Studies, New York, Herder & Herder, 1970). Y la experiencia concreta de judíos y cristianos de Norteamérica que colaboraron en muchos proyectos, aunque no produjo demasiada reflexión teológica sistemática sobre los vínculos entre judíos y cristianos, fue creando una atmósfera positiva para tal replanteo. Esta experiencia norteamericana de pluralismo religioso constructivo resultó decisivo en el fragmento de Nostra Aetate.

Los intentos iniciales de reconstrucción teológica de las relaciones cristiano-judías empezaron a revertir dos tendencias que habían dominado mucho tiempo el pensamiento cristiano. La primera, que predominó en el catolicismo (especialmente en la liturgia), giraba en torno al tema profecía/cumplimiento. Jesús había dado cumplimiento a las profecías mesiánicas del judaísmo, inaugurando así la era mesiánica que aguardaban los judíos y por la que oraban a través de los siglos. Era su propia ceguera espiritual la que impedía a los judíos reconocer ese cumplimiento en el acontecimiento de Cristo. Como castigo divino a su ceguera, los judíos habían sido sustituidos en la relación de alianza por los bautizados en el “Nuevo Israel”.

La segunda tendencia, fuertemente identificada con la teología protestante continental, consideraba que el principal efecto del acontecimiento de Cristo era la libertad. A través de su predicación y su ministerio, y de un modo muy especial a través de su muerte y su resurrección, Jesús había liberado a la humanidad del “peso de la Torah judía”, que era espiritualmente tan limitante. Toda la experiencia judía de alianza de la unión del pueblo con Dios por medio de una fiel observancia de los preceptos de la Torah, inherente al vínculo divino-humano forjado en el Sinaí, fue sustituida por la alianza inmediata e individual entre el creyente individual y Dios a través de Cristo.

Los primeros esfuerzos por cambiar esas teologías de “sustitución” por un punto de vista que aceptara la permanencia de una presencia judía de alianza después del acontecimiento pascual, siguieron siendo intransigentes en cuanto a la centralidad de Cristo y el cumplimiento realizado por la Encarnación y la Resurrección. No hubo ningún intento real de eliminar la evidente contradicción que existe en afirmar al mismo tiempo la continuidad de la alianza judía y el cumplimiento en Cristo. Esos teólogos optaban por la llamada teología del “misterio” de las relaciones entre los judíos y los cristianos, que se encuentra en los capítulos 9-11 de la epístola de Pablo a los Romanos. Siguiendo a Pablo, sostenían que la Iglesia debe hacer esas dos proclamaciones como parte de su declaración fundamental de fe, y que la reconciliación final permanece más allá de la comprensión humana. Dicho de otro modo, que sigue siendo un perpetuo misterio sólo comprendido por Dios, eterno Soberano tanto de judíos como de cristianos.

Desde los tiempos del Concilio, una cantidad cada vez mayor de teólogos, y varios importantes documentos eclesiales, fueron dejando de lado esa teología del “misterio”. Presentaron un modelo de la relación judeo-cristiana en el que los conceptos de la centralidad exclusiva de Cristo y su cumplimiento total de las profecías mesiánicas se modificaron en diferentes grados.

Los teólogos que trabajan en el marco del diálogo cristiano-judío se clasifican en dos grupos: los que sostienen el punto de vista de la alianza única y los que afirman la doble alianza. Los primeros piensan que los judíos y los cristianos básicamente forman parte de una ininterrumpida e integrada tradición de alianza, que cada una de las dos comunidades considera de modos diversos. Según esta perspectiva, el acontecimiento de Cristo facilitó el ingreso de los no-judíos a una relación de alianza que los judíos nunca perdieron. Por su parte, la posición de la doble alianza pone el acento en lo que distingue a ambas tradiciones de alianza, aunque insiste en que finalmente ambas son cruciales para el completo surgimiento del gobierno divino.

Cada vez más prevalece la sensación de que ninguna de esas dos categorías expresa adecuadamente la complejidad de la relación entre el cristianismo y el judaísmo. Pero no hay clasificaciones más apropiadas que generen consenso. Después de su declaración sobre los judíos en el documento conciliar sobre religiones no-cristianas, el Vaticano incluyó la comisión para implementar ese documento dentro de la Secretaría para la Promoción de la Unidad de los Cristianos. El Consejo Mundial de Iglesias, por su parte, desarrolla el diálogo cristiano-judío en el marco del diálogo más amplio entre los cristianos y las demás religiones e ideologías.

Detrás de esta incertidumbre institucional cristiana hay una profunda cuestión teológica que aguarda una resolución. ¿Mejoraremos el status teológico del judaísmo desde la perspectiva cristiana destacando sus estrechos vínculos con la Iglesia o subrayando las diferencias? Claro que no se trata simplemente de elegir entre una cosa y otra. Pero el tema depende de dónde ponemos el acento. Obviamente, ambos puntos de vista desean conservar un vínculo cercano y permanente entre ambas tradiciones basadas en la alianza. El dilema consiste en que la tradición de la alianza única presenta el peligro de una nueva manera de absorber al judaísmo, más benigna pero absorción al fin, mientras que el marco de la doble alianza puede caer en la tentación de minimizar las raíces judías del cristianismo.

Volviendo a Nostra Aetate, reconocemos que esta breve declaración desmanteló gran parte de la teología sobre el judaísmo que prevalecía en la Iglesia. El documento reconoce sin ambages la profunda deuda que tiene el cristianismo con su herencia judía: una deuda que sigue vigente en la actualidad. Recogiendo la imagen que usa Pablo en Romanos 9-11, el Concilio dice que la Iglesia está injertada en el árbol de la salvación cuyo tronco es el judaísmo. Esa imagen sin duda implica que el judaísmo sigue vivo desde la perspectiva cristiana. Porque si el tronco hubiera muerto, como algunas veces dijimos en el pasado, las ramas difícilmente podrían gozar de buena salud.

El Vaticano II no elaboró una perspectiva teológica sobre el judaísmo. Pero una declaración aprobada en sesión plenaria por los obispos de la Secretaría para la Promoción de la Unidad de los Cristianos proporciona un primer indicio de la dirección teológica que según el Concilio debía seguir el catolicismo a la luz de la afirmación de Nostra Aetate sobre el vínculo permanente entre Israel y la Iglesia. En ese documento se dice que el judaísmo es central a toda eclesiología auténtica: “El problema de las relaciones entre los judíos y los cristianos concierne a la Iglesia como tal, puesto que es “buscando su propio misterio” como esta encuentra el misterio de Israel”. También reconoce el valor duradero de las Escrituras hebreas para la expresión de la fe cristiana, y sostiene que de hecho esa es la dirección establecida por el Nuevo Testamento. Por lo tanto, los cristianos deben empezar a recurrir a las fuentes de la tradición judía para interpretar esos libros.

Otro punto significativo que se encuentra en ese documento de 1969 se refiere a la judeidad de Jesús. Su apropiación positiva de la tradición judía necesita ser plenamente valorada hoy por los cristianos. Esto revierte una orientación exegética predominante que tendía a quitarle importancia al profundo compromiso de Jesús con la comunidad judía de su tiempo, y subrayaba los supuestos antecedentes helenísticos de las enseñanzas del Nuevo Testamento a expensas de sus antecedentes judíos. Esta escuela interpretativa también transformó frecuentemente a Jesús en una persona “universal”, borrando sus vínculos con el pueblo judío. Según esta perspectiva, la fe cristiana se enraizaba principalmente en una decisión inmediata y personal de Jesús, y se otorgaba un papel insignificante a la tradición judía de alianza, basada en la historia y orientada a la comunidad.

Finalmente, la sesión de obispos católicos de 1969 llamó nuestra atención sobre otro modelo teológico preconciliar de las relaciones judeo-cristianas que fue desmantelado por el Vaticano II. En general, ese modelo tuvo más fuerza en los círculos protestantes que en el catolicismo, aunque este último no fue del todo ajeno a él, por su debilitada perspectiva sobre el judaísmo. Sucintamente, este enfoque teológico oponía al judaísmo y al cristianismo como religiones de ley y libertad, respectivamente. El ethos predominante de esta descripción de la relación entre judíos y cristianos se basaba en la absoluta superioridad del cristianismo, que proporciona al creyente una unión inmediata con Dios a través de la gracia otorgada por Cristo, sin la mediación de la ley. La nueva posibilidad de gracia inmediata facilitada por el acontecimiento de Cristo invalidaba completamente la aproximación a la religión por medio de la Torah que es el núcleo del judaísmo. En la línea de Nostra Aetate, los obispos sostuvieron, en su documento de 1969, que aquellos contrastes ya no constituían una forma apropiada de describir el vínculo entre ambas comunidades de fe:

El Antiguo Testamento y la tradición judía no deben contraponerse al Nuevo Testamento de manera tal que el judaísmo aparezca como una religión de justicia solamente, una religión de temor y legalismo, dando a entender que sólo el cristianismo posee la ley del amor y la libertad.

Esta nota de advertencia de los obispos católicos adquiere una nueva importancia en nuestro tiempo. Actualmente somos testigos de un resurgimiento de aquellas clásicas actitudes cristianas hacia la alianza judía, tanto en la teología de la liberación como en la teología feminista. En las formulaciones cristológicas de estas corrientes, Jesús suele ser presentado como alguien que liberó a la humanidad de las estructuras opresivas de la Torah o de las estructuras patriarcales, que consideran endémicas en el judaísmo bíblico y del segundo Templo.

Aunque estos dos movimientos teológicos llaman la atención sobre formas de injusticia estructural a las que la Iglesia y la humanidad en su conjunto no pueden ser indiferentes, luchar contra esa arraigada injusticia no implica en absoluto resucitar el antiguo modelo ley/evangelio repudiado por el espíritu de Nostra Aetate. Una teología de libertad cristiana basada en el ministerio y la persona de Jesús, no debe construirse de espaldas al judaísmo. Porque la espiritualidad de libertad de Jesús fue fundamentalmente hija de la dinámica central de la tradición judía, especialmente la tradición del Éxodo y la vitalidad del judaísmo del segundo Templo. Como lo mostraremos más adelante, el vínculo de Jesús con el judaísmo farisaico enriqueció y moldeó profundamente su teología y su ministerio de liberación. (Los orígenes de los fariseos son inciertos. Pero aparecen después de las guerras macabeas de los años 150 a.C., como uno de los más importantes grupos judíos. Tradicionalmente, fueron considerados archienemigos de Jesús. Pero estudios recientes comenzaron a revelar evidencias de una relación positiva y profunda entre Jesús y al menos algunas corrientes de ese movimiento. Los fariseos se consideraban a sí mismos herederos de la tradición profética de israel, y se oponían al sistema del Templo dominado por sus principales adversarios, los saduceos, el partido de los sacerdotes). El judaísmo no fue un obstáculo para Jesús en su búsqueda de la dignidad humana y la justicia, como parecen insinuar algunos teólogos de la liberación, entre ellos Jon Sobrino y Leonardo Boff, sino una fuente altamente valorada.

En la década de los 70 apareció el primer movimiento significativo proveniente del modelo paulino del “misterio”, como expresión acabada de la vinculación permanente entre cristianos y judíos. Un número cada vez mayor de teólogos protestantes y católicos comenzaron a buscar maneras de presentar esta vinculación de modos más positivos y explícitos, que implicaran cierta modificación de las afirmaciones cristianas clásicas sobre el cumplimiento en y a través del acontecimiento de Cristo. Sus perspectivas se inscribían generalmente en los marcos anteriormente mencionados de la alianza única o la doble alianza. Algunos fueron incluso más allá, al considerar el Sinaí y el acontecimiento de Cristo como sólo dos de un número indeterminado de experiencias mesiánicas.


John Pawlikowski, Jesus and the Theology of Israel,
Wilmington, Delaware, USA, Michael Glazier, 1989.

(Traducción del inglés: Silvia Kot)