OFICINA DE LAS CELEBRACIONES LITÚRGICAS
DEL SUMO PONTÍFICE
VÍA CRUCIS
EN EL COLISEO
PRESIDIDO POR EL SANTO PADRE
BENEDICTO XVI
VIERNES SANTO 2007
MEDITACIONES DE
Mons. GIANFRANCO RAVASI
Prefecto de la Biblioteca-Pinacoteca Ambrosiana
de Milán
PRESENTACIÓN
Al final de una mañana primaveral de un año entre el 30 y el 33 de nuestra era,
por una calle de Jerusalén —que en los siglos sucesivos llevaría el emblemático
nombre de «Vía dolorosa»— avanzaba un pequeño cortejo: un condenado a muerte,
escoltado por una patrulla del ejército romano, caminaba sosteniendo el
patibulum, es decir, el brazo transversal de la cruz cuyo palo vertical ya
estaba plantado allá arriba, entre las piedras de un pequeño promontorio rocoso
llamado en arameo Gólgota y en latín Calvario, o sea, «Cráneo».
Esta era la última etapa de una historia conocida por todos, en cuyo centro
destaca la figura de Jesucristo, el hombre crucificado y humillado y el Señor
resucitado y glorioso. Era una historia que había comenzado en la tenebrosa
oscuridad de la noche anterior, bajo las ramas de los olivos de un campo
denominado Getsemaní, es decir, «molino de aceitunas». Una historia que se había
desarrollado de modo acelerado también en los palacios del poder religioso y
político, y que había desembocado en una condena a muerte. Sin embargo, la
tumba, ofrecida generosamente por un hombre rico llamado José de Arimatea, no
sería el último capítulo de la historia de ese condenado, como había sucedido en
los casos de muchos otros cuerpos martirizados en el cruel suplicio de la
crucifixión, destinado por los Romanos al castigo de los revolucionarios y de
los esclavos.
En efecto, habría una etapa ulterior, sorprendente e inesperada: aquel
condenado, Jesús de Nazaret, revelaría de modo fulgurante otra naturaleza suya
oculta bajo el perfil concreto de su rostro y de su cuerpo de hombre, la de ser
el Hijo de Dios. La cruz y el sepulcro no fueron el último capítulo de aquella
historia, sino que lo fue la luz de su resurrección y de su gloria. Como
cantaría pocos años después el apóstol Pablo, Aquel que se había despojado de su
poder, volviéndose impotente y débil como los hombres y humillándose hasta esa
muerte infame por crucifixión, había sido exaltado por el Padre divino que lo
había constituido Señor de la tierra y del cielo, de la historia y de la
eternidad (cf. Filipenses 2, 6-11).
Durante siglos los cristianos han querido recorrer de nuevo las etapas de este
Vía Crucis, un itinerario orientado hacia la colina de la crucifixión, pero con
la mirada puesta en la última meta, la luz pascual. Lo han hecho como peregrinos
en ese misma calle de Jerusalén, pero también en sus ciudades, en sus iglesias,
en sus casas. Durante siglos escritores y artistas, grandes o desconocidos, se
han esforzado por hacer revivir ante los ojos asombrados y conmovidos de los
fieles aquellas etapas o «estaciones», auténticas paradas para meditar a lo
largo del camino hacia el Gólgota. Así han surgido imágenes poderosas y
sencillas, elevadas y populares, dramáticas e ingenuas.
También en Roma bajo la guía de su Obispo, el Papa Benedicto XVI, con toda la
cristiandad esparcida por el mundo unida a su Pastor universal, en cada Viernes
Santo se vuelve a realizar ese viaje del espíritu tras las huellas de
Jesucristo. Este año las reflexiones —mezcla de narración y meditación—
destinadas a nuestra consideración y oración durante las estaciones, siguiendo
la trama del relato de la Pasión según el evangelista san Lucas, nos las propone
un biblista, Mons. Gianfranco Ravasi, Prefecto de la Biblioteca-Pinacoteca
Ambrosiana de Milán, una institución cultural fundada hace cuatro siglos por el
Cardenal Federico Borromeo, Arzobispo de esa ciudad y primo de san Carlos, una
institución que hace un siglo tuvo entre sus Prefectos a Achille Ratti, el
futuro Papa Pío XI.
Así pues, avancemos juntos a lo largo de este itinerario de oración, no para
hacer simplemente memoria histórica de un suceso pasado y de un difunto, sino
para vivir la realidad de un acontecimiento áspero y duro, pero abierto a la
esperanza, a la alegría, a la salvación. Tal vez a nuestro lado caminarán
también personas que aún están en fase de búsqueda, avanzando con la inquietud
de sus interrogantes. Y mientras caminamos, etapa tras etapa, a lo largo de esta
senda de dolor y de luz, resonarán nuevamente las vibrantes palabras del apóstol
san Pablo: «La muerte ha sido devorada en la victoria. ¿Dónde está, oh muerte,
tu victoria? ... ¡Gracias sean dadas a Dios, que nos da la victoria por nuestro
Señor Jesucristo!» (1 Corintios 15, 54-55.57).
ORACIÓN INICIAL
El Santo Padre:
En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.
R. Amén.
Hermanos y hermanas,
ha descendido sobre Roma la sombra de la noche
como en aquella tarde sobre las casas y sobre los huertos de Jerusalén.
También nosotros ahora nos acercaremos a los olivos de Getsemaní
y comenzaremos a seguir los pasos de Jesús de Nazaret
en las últimas horas de su vida terrena.
Será un viaje en el dolor, en la soledad, en la crueldad
en el mal y en la muerte.
Pero también será un recorrido en la fe, en la esperanza y en el amor,
porque el sepulcro de la última etapa de nuestro camino
no quedará sellado para siempre.
Pasada la tiniebla,
en el alba de Pascua despuntará la luz de la alegría,
en medio del silencio resonará la palabra de vida,
a la muerte sucederá la gloria de la resurrección.
Oremos ahora
uniendo nuestras palabras
a las de una antigua voz del Oriente cristiano.
Señor Jesús,
concédenos las lágrimas que ahora no tenemos,
para lavar nuestros pecados.
Danos el valor de suplicar tu misericordia.
En el día de tu último juicio
arranca las páginas que enumeran nuestros pecados
y haz que desparezcan [Nil Sorskij (1433-1508), Oración penitencial].
Señor Jesús,
también a nosotros nos repites, esta tarde,
las palabras que dijiste un día a Pedro:
«Sígueme».
Obedeciendo a tu invitación
queremos seguirte, paso a paso,
por el camino de tu Pasión,
para aprender también nosotros
a pensar según Dios
y no según los hombres.
Amén.
PRIMERA ESTACIÓN
Jesús en el huerto de los olivos
V. Adoramus te, Christe, et benedicimus tibi.
R. Quia per sanctam crucem tuam redemisti mundum.
Del Evangelio según san Lucas 22, 39-46
Jesús salió y, como de costumbre, fue al monte de los Olivos, y los
discípulos le siguieron. Llegado al lugar les dijo: «Pedid que no caigáis en
tentación». Y se apartó de ellos como un tiro de piedra, y puesto de rodillas
oraba diciendo: «Padre, si quieres, aparta de mí este cáliz; pero no se haga mi
voluntad, sino la tuya». Entonces, se le apareció un ángel venido del cielo que
le confortaba. Y sumido en agonía, insistía más en su oración. Su sudor se hizo
como gotas espesas de sangre que caían en tierra. Levantándose de la oración,
vino donde los discípulos y los encontró dormidos por la tristeza; y les dijo:
«¿Cómo es que estáis dormidos? Levantaos y orad para que no caigáis en
tentación».
MEDITACIÓN
Cuando desciende sobre Jerusalén el velo de la oscuridad, aún hoy los olivos de
Getsemaní, con el susurro de sus hojas, parecen remontarnos a aquella noche de
sufrimiento y de oración que vivió Jesús. Él destaca solitario, en el centro de
la escena, arrodillado sobre los terrones de aquel huerto. Como cualquier
persona cuando afronta la muerte, también Cristo está embargado de angustia; más
aún, la palabra original que utiliza el evangelista san Lucas es «agonía», o
sea, lucha. Entonces la oración de Jesús es dramática, es tensa como en un
combate, y el sudor mezclado con sangre que resbala por su rostro es signo de un
tormento áspero y duro.
Jesús lanza un grito hacia lo alto, hacia aquel Padre que parece misterioso y
mudo: «Padre, si quieres, aparta de mí este cáliz», el cáliz del dolor y de la
muerte. También uno de los grandes padres de Israel, Jacob, en una noche oscura,
en las riberas de un afluente del Jordán, se había encontrado con Dios como una
persona misteriosa que «estuvo luchando con él hasta rayar el alba».[1] Orar en
el tiempo de la prueba es una experiencia que conmueve el cuerpo y el alma, y
también Jesús, en las tinieblas de aquella noche, «ofrece ruegos y súplicas con
poderoso clamor y lágrimas al que puede salvarle de la muerte».[2]
* * *
En el Cristo de Getsemaní, en lucha con la angustia, nos reconocemos a nosotros
mismos cuando atravesamos la noche del dolor lacerante, de la soledad de los
amigos, del silencio de Dios. Por esto, Jesús –como se ha dicho– «estará en
agonía hasta el fin del mundo: no hay que dormir hasta ese momento, porque él
busca compañía y consuelo»[3], como cualquier persona de la tierra que sufre. En
él descubrimos también nuestro rostro, cuando está bañado en lágrimas y marcado
por la desolación.
Pero la lucha de Jesús no desemboca en la tentación de la rendición desesperada,
sino en la profesión de confianza en el Padre y en su misterioso designio. En
esa hora amarga repite las palabras del «Padre nuestro»: «Orad para que no
caigáis en tentación... No se haga mi voluntad, sino la tuya». Entonces aparece
el ángel de la consolación, del apoyo y del consuelo, que ayuda a Jesús y nos
ayuda a nosotros a seguir hasta el fin nuestro camino.
Todos:
Pater noster, qui es in cælis:
sanctificetur nomen tuum;
adveniat regnum tuum;
fiat voluntas tua, sicut in cælo, et in terra.
Panem nostrum cotidianum da nobis hodie;
et dimitte nobis debita nostra,
sicut et nos dimittimus debitoribus nostris;
et ne nos inducas in tentationem;
sed libera nos a malo.
Stabat mater dolorosa,
iuxta crucem lacrimosa,
dum pendebat Filius.
________________________________________
[1] Cf. Génesis 32, 23-32.
[2] Cf. Hebreos 5, 7.
[3] Blaise Pascal, Pensamientos, n. 553 ed. Brunschvicg.
SEGUNDA ESTACIÓN
Jesús, traicionado por Judas, es arrestado
V. Adoramus te, Christe, et benedicimus tibi.
R. Quia per sanctam crucem tuam redemisti mundum.
Del Evangelio según san Lucas 22, 47-53
Todavía estaba hablando, cuando se presentó un grupo; el llamado Judas, uno
de los Doce, iba el primero, y se acercó a Jesús para darle un beso. Jesús le
dijo: «Judas, ¿con un beso entregas al Hijo del hombre?». Viendo los que estaban
con él lo que iba a suceder, dijeron: «Señor, ¿herimos a espada?». Y uno de
ellos hirió al siervo del Sumo Sacerdote y le llevó la oreja derecha. Pero Jesús
dijo: «¡Dejad! ¡Basta ya!». Y tocando la oreja le curó. Dijo Jesús a los sumos
sacerdotes, jefes de la guardia del Templo y ancianos que habían venido contra
él: «¿Como contra un salteador habéis salido con espadas y palos? Estando yo
todos los días en el Templo con vosotros, no me pusisteis las manos encima; pero
esta es vuestra hora y el poder de las tinieblas».
MEDITACIÓN
Entre los olivos de Getsemaní, en medio de la tiniebla, avanza ahora una pequeña
multitud: la guía Judas, «uno de los Doce», un discípulo de Jesús. En el relato
de san Lucas, Judas no pronuncia ni siquiera una palabra; es sólo una presencia
gélida. Casi parece que no logra acercarse totalmente al rostro de Jesús para
besarlo, porque lo detiene la única voz que resuena, la de Cristo: «Judas, ¿con
un beso entregas al Hijo del hombre?». Son palabras tristes, pero firmes, que
revelan la maraña maligna que anida en el corazón agitado y endurecido del
discípulo, tal vez iluso y desengañado, y dentro de poco desesperado.
Esa traición y ese beso, a lo largo de los siglos, se han transformado en el
símbolo de todas las infidelidades, de todas las apostasías, de todos los
engaños. Cristo, por tanto, afronta otra prueba, la de la traición que engendra
abandono y aislamiento. No es la soledad que tanto amaba, cuando se retiraba a
los montes a orar; no es la soledad interior, fuente de paz y de serenidad
porque con ella nos asomamos al misterio del alma y de Dios. Es, por el
contrario, la experiencia dolorosa de tantas personas que también en esta hora
en que nos encontramos aquí reunidos, al igual que en otros momentos del día,
están solas en una habitación, ante una pared desnuda o ante un teléfono mudo,
olvidados por todos por ser viejos, enfermos, extranjeros o extraños. Jesús bebe
con ellos también este cáliz que contiene el veneno del abandono, de la soledad,
de la hostilidad.
* * *
La escena de Getsemaní, a continuación, se vuelve a animar: al anterior cuadro
solemne, íntimo y silencioso, de la oración se opone ahora, bajo los olivos, el
alboroto, el tumulto e incluso la violencia. Con todo, Jesús destaca siempre en
el centro como un punto firme. Es consciente de que el mal envuelve la historia
humana con su sudario de prepotencia, de agresión, de brutalidad: «Esta es
vuestra hora y el poder de las tinieblas».
Cristo no quiere que los discípulos, dispuestos a echar mano a la espada,
reaccionen al mal con el mal, a la violencia con otra violencia. Está seguro de
que el poder de las tinieblas –aparentemente invencible y jamás harto de
triunfos– está destinado a sucumbir. En efecto, a la noche sucederá el alba, a
la oscuridad la luz, a la traición el arrepentimiento, también para Judas. Por
esto, a pesar de todo, es preciso seguir esperando y amando. Como Jesús mismo
había enseñado en el monte de las Bienaventuranzas, para tener un mundo nuevo y
diverso, es necesario «amar a nuestros enemigos y orar por los que nos
persiguen» [5].
Todos:
Pater noster, qui es in cælis:
sanctificetur nomen tuum;
adveniat regnum tuum;
fiat voluntas tua, sicut in cælo, et in terra.
Panem nostrum cotidianum da nobis hodie;
et dimitte nobis debita nostra,
sicut et nos dimittimus debitoribus nostris;
et ne nos inducas in tentationem;
sed libera nos a malo.
Cuius animam gementem,
contristatam et dolentem
pertransivit gladius.
[5] Mateo 5, 44.
TERCERA ESTACIÓN
Jesús es condenado por el Sanedrín
V. Adoramus te, Christe, et benedicimus tibi.
R. Quia por sanctam crucem tuam redemisti mundum.
Del Evangelio según san Lucas 22, 66-71
En cuanto se hizo de día, se reunió el consejo de ancianos del pueblo, sumos
sacerdotes y escribas; le hicieron venir a su Sanedrín y le dijeron: «Si tú eres
el Cristo, dínoslo». Él respondió: «Si os lo digo, no me creeréis. Si os
pregunto, no me responderéis. De ahora en adelante, el Hijo del hombre estará
sentado a la diestra del poder de Dios». Dijeron todos: «Entonces, ¿tú eres el
Hijo de Dios?». Él les dijo: «Vosotros lo decís: Yo soy». Dijeron ellos: «¿Qué
necesidad tenemos ya de testigos, pues nosotros mismos lo hemos oído de su
propia boca?».
MEDITACIÓN
El sol del Viernes Santo se está asomando tras el monte de los Olivos, después
de haber iluminado los valles del desierto de Judea. Los setenta y un miembros
del Sanedrín, la máxima institución judía, están reunidos en semicírculo en
torno a Jesús. Está a punto de iniciarse la audiencia que comprende el
procedimiento acostumbrado de las asambleas judiciales: el control de la
identidad, los cargos que se imputan al acusado, los testimonios. El juicio es
de índole religiosa, de acuerdo con la competencia de ese tribunal, como lo
demuestran también las dos preguntas capitales: «¿Eres tú el Cristo?... ¿Eres tú
el Hijo de Dios?».
La respuesta de Jesús parte de una premisa casi desalentada: «Si os lo digo, no
me creeréis. Si os pregunto, no me responderéis». Por consiguiente, sabe que se
cierne sobre él la incomprensión, la sospecha, el equívoco. Percibe en torno a
sí una fría cortina de desconfianza y de hostilidad, mucho más opresiva por
haberla levantado contra él su misma comunidad religiosa y nacional. Ya el
Salmista había experimentado esa desilusión: «Si mi enemigo me injuriase, lo
aguantaría; si mi adversario se alzase contra mí, me escondería de él; pero eres
tú, mi compañero, mi amigo y confidente, a quien me unía una dulce intimidad;
juntos íbamos entre el bullicio por la casa de Dios».[6]
* * *
Sin embargo, a pesar de la incomprensión, Jesús no duda en proclamar el misterio
que hay en él y que desde ese momento está a punto de ser revelado como una
epifanía. Recurriendo al lenguaje de las Sagradas Escrituras, se presenta como
«el Hijo del hombre sentado a la diestra del poder de Dios». Es la gloria
mesiánica, esperada por Israel, la que ahora se manifiesta en este condenado.
Más aún, es el Hijo de Dios, que paradójicamente se presenta revestido ahora de
los harapos de un imputado. La respuesta de Jesús –«Yo soy»–, a primera vista
semejante a la confesión de un condenado, se transforma realmente en una
profesión solemne de divinidad. En efecto, para la Biblia «Yo soy» es el nombre
y el apelativo de Dios mismo.[7]
La imputación, que producirá una sentencia de muerte, se convierte así en una
revelación y llega a ser también nuestra profesión de fe en Cristo, Hijo de
Dios. Ese imputado, humillado por la corte arrogante, por la sala suntuosa, por
un juicio ya fallado, recuerda a todos el deber de dar testimonio de la verdad.
Un testimonio que se debe dar incluso cuando es fuerte la tentación de
esconderse, de resignarse, de dejarse llevar a la deriva por la opinión
dominante. Como declaraba una joven judía destinada a ser asesinada en un campo
de concentración[8], «a cada nuevo horror o crimen debemos oponer un nuevo
fragmento de verdad y de bondad que hemos conquistado en nosotros mismos.
Podemos sufrir, pero no debemos sucumbir».
Todos:
Pater noster, qui es in cælis:
sanctificetur nomen tuum;
adveniat regnum tuum;
fiat voluntas tua, sicut in cælo, et in terra.
Panem nostrum cotidianum da nobis hodie;
et dimitte nobis debita nostra,
sicut et nos dimittimus debitoribus nostris;
et ne nos inducas in tentationem;
sed libera nos a malo.
O quam tristis et afflicta
fuit illa benedica
mater Unigeniti!
________________________________________
[6] Salmo 55 (54) 13- 15.
[7] Cf. Éxodo 3, 14.
[8] Etty Hillesum, Diario 1941-1943 (3 de julio de 1943).
CUARTA ESTACIÓN
Jesús es negado por Pedro
V. Adoramus te, Christe, et benedicimus tibi.
R. Quia per sanctam crucem tuam redemisti mundum.
Del Evangelio según san Lucas 22, 54-62
Entonces le prendieron, se lo llevaron y le hicieron entrar en la casa del
Sumo Sacerdote; Pedro le iba siguiendo de lejos. Habían encendido una hoguera en
medio del patio y estaban sentados alrededor; Pedro se sentó entre ellos. Una
criada, al verle sentado junto a la lumbre, se le quedó mirando y dijo: «Este
también estaba con él». Pero él lo negó: «¡Mujer, no le conozco!». Poco después,
otro, viéndole, dijo: «Tú también eres uno de ellos». Pedro dijo: «¡Hombre, no
lo soy!». Pasada como una hora, otro aseguraba: «Cierto que este también estaba
con él, pues además es galileo». Le dijo Pedro: «¡Hombre, no sé de qué hablas!».
Y en aquel momento, estando aún hablando, cantó un gallo, y el Señor se volvió y
miró a Pedro, y recordó Pedro las palabras del Señor, cuando le dijo: «Antes que
cante hoy el gallo, me habrás negado tres veces». Y, saliendo fuera, rompió a
llorar amargamente.
MEDITACIÓN
Volvamos de nuevo a la noche que habíamos dejado al entrar en la sala del primer
proceso que sufrió Jesús. La oscuridad y el frío son desgarrados por las llamas
de un brasero situado en el patio del palacio del Sanedrín. El personal de
servicio y de custodia estira las manos hacia esa fuente de calor; los rostros
están iluminados. Y he aquí que se escuchan tres voces en sucesión, tres manos
apuntan hacia un rostro reconocido, el de Pedro.
La primera es una voz femenina. Es una criada del palacio que se queda mirando
al discípulo y exclama: «Tú también estabas con Jesús». Luego se escucha una voz
masculina: «Eres uno de ellos». Y más tarde otro hombre repite la misma
acusación, al notar el acento septentrional de Pedro: «Estabas con él». A estas
denuncias, casi en un crescendo desesperado de autodefensa, el apóstol no duda
en jurar tres veces: «¡No conozco a Jesús! ¡No soy uno de sus discípulos! ¡No sé
lo que decís!». La luz de aquel brasero penetra, por tanto, mucho más allá del
rostro de Pedro; revela un alma mezquina, su fragilidad, el egoísmo, el miedo.
Y, sin embargo, pocas horas antes había proclamado: «Aunque todos se
escandalicen, yo no... Aunque tenga que morir contigo, yo no te negaré».[9]
* * *
Sin embargo, el telón no cae sobre esta traición, como había acontecido con
Judas. En efecto, en esa noche un sonido intenso desgarra el silencio de
Jerusalén y sobre todo la conciencia de Pedro: el canto de un gallo. En ese
preciso momento Jesús está saliendo de la sala del juicio donde ha sido
condenado. San Lucas describe el cruce de las miradas de Cristo y Pedro, y lo
hace usando un verbo griego que indica fijar intensamente la mirada en un
rostro. Pero, como observa el evangelista, no es un hombre cualquiera el que
ahora mira a otro; es «el Señor», cuyos ojos escrutan el corazón y los riñones,
es decir, el secreto íntimo de un alma.
Y de los ojos del apóstol resbalan las lágrimas del arrepentimiento. En su
historia se condensan numerosas historias de infidelidad y de conversión, de
debilidad y de liberación. «He llorado y he creído»: así, con estos dos únicos
verbos, hace siglos, un convertido[10] relacionará su experiencia con la de
Pedro, interpretando también el sentimiento de todos los que cada día realizamos
pequeñas traiciones, protegiéndonos tras justificaciones mezquinas, dejándonos
arrastrar por temores viles. Pero, como sucedió al apóstol, también nosotros
tenemos abierto el camino del encuentro con la mirada de Cristo, que nos hace el
mismo encargo: También tú, «una vez convertido, confirma a tus hermanos».[11]
Todos:
Pater noster, qui es in cælis:
sanctificetur nomen tuum;
adveniat regnum tuum;
fiat voluntas tua, sicut in cælo, et in terra.
Panem nostrum cotidianum da nobis hodie;
et dimitte nobis debita nostra,
sicut et nos dimittimus debitoribus nostris;
et ne nos inducas in tentationem;
sed libera nos a malo.
Quæ mærebat et dolebat
Pia mater, cum videbat
Nati poenas incliti.
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[9] Marcos 14. 29.31.
[10] François-René de Chateaubriand, El genio del Cristianismo (1802).
[11] Lucas 22, 32.
QUINTA ESTACIÓN
Jesús es juzgado por Pilato
V. Adoramus te, Christe, et benedicimus tibi.
R. Quia per sanctam crucem tuam redemisti mundum.
Del Evangelio según san Lucas 23, 13-25
Pilato convocó a los sumos sacerdotes, a los magistrados y al pueblo y les
dijo: «Me habéis traído a este hombre como alborotador del pueblo, pero yo le he
interrogado delante de vosotros y no he hallado en este hombre ninguno de los
delitos de que le acusáis. Ni tampoco Herodes, porque nos lo ha remitido. Nada
ha hecho, pues, que merezca la muerte. Así que le castigaré y le soltaré». Toda
la muchedumbre se puso a gritar a una: «¡Fuera ese; suéltanos a Barrabás!». Este
había sido encarcelado por un motín que hubo en la ciudad y por asesinato.
Pilato les habló de nuevo, intentando librar a Jesús, pero ellos seguían
gritando: «¡Crucifícale, crucifícale!». Por tercera vez les dijo: «Pero ¿qué mal
ha hecho este? No encuentro en él ningún delito que merezca la muerte; así que
le castigaré y le soltaré». Pero ellos insistían pidiendo a grandes voces que
fuera crucificado y sus gritos eran cada vez más fuertes. Pilato sentenció que
se cumpliera su demanda. Soltó, pues, al que habían pedido, el que estaba en la
cárcel por motín y asesinato, y a Jesús se lo entregó a su voluntad.
MEDITACIÓN
Jesús está ahora entre las insignias imperiales, los estandartes, las águilas y
las enseñas de la autoridad romana, en el interior de otro palacio del poder, el
del gobernador Poncio Pilato, un nombre marginal y olvidado en la historia del
imperio de Roma. Y, sin embargo, es un nombre que resuena cada domingo en todo
el mundo, precisamente a causa del proceso que se está celebrando ahora: en
efecto, los cristianos, en el Credo, proclaman que Cristo «fue crucificado en
tiempos de Poncio Pilato». Por un lado, Pilato encarna a primera vista la
brutalidad represiva, hasta el punto de que san Lucas, en una página de su
Evangelio, recuerda el día en que no dudó en mezclar en el templo la sangre
judía con la de los animales del sacrificio[12]. A él se une también otro poder
oscuro e impalpable: la fuerza feroz de las masas, manipuladas por las
estrategias de los poderes ocultos que traman en la sombra. El resultado es la
decisión de indultar a un rebelde homicida, Barrabás.
Por otro lado, sin embargo, emerge un aspecto diverso de Pilato: parece
representar la tradicional equidad e imparcialidad del derecho romano. En
efecto, tres veces intenta proponer la absolución de Jesús por insuficiencia de
pruebas, conminando al máximo la sanción disciplinaria de la flagelación.
Efectivamente, en un análisis serio del proceso, la acusación no se sostenía.
Por tanto, como reafirman todos los evangelistas, Pilato manifiesta cierta
apertura de espíritu, una disponibilidad que sin embargo progresivamente se
decolora y se apaga.
* * *
Entonces, bajo la presión de la opinión pública, Pilato encarna una actitud que
parece dominar en nuestros días: la indiferencia, el desinterés, la conveniencia
personal. Para vivir tranquilos y buscando el propio beneficio, no se duda en
pisotear la verdad y la justicia. La inmoralidad explícita engendra al menos una
turbación o una reacción; pero esta es pura amoralidad, que paraliza la
conciencia, extingue el remordimiento y embota la mente. La indiferencia es la
muerte lenta de la verdadera humanidad.
El resultado es la decisión final de Pilato. Como decían los antiguos latinos,
una justicia hipócrita y apática es como una telaraña en la que quedan atrapados
y mueren los mosquitos pero que los pájaros desgarran con la fuerza de su vuelo.
Jesús, que es uno de los pequeños de la tierra, sin poder decir una palabra, es
ahogado por esta red. Y como hacemos a menudo también nosotros, Pilato mira
hacia otra parte, se lava las manos y aduce como álibi –según el evangelista san
Juan[13]– la eterna pregunta típica de todo escepticismo y de todo relativismo
ético: «¿Qué es la verdad?».
Todos:
Pater noster, qui es in cælis:
sanctificetur nomen tuum;
adveniat regnum tuum;
fiat voluntas tua, sicut in cælo, et in terra.
Panem nostrum cotidianum da nobis hodie;
et dimitte nobis debita nostra,
sicut et nos dimittimus debitoribus nostris;
et ne nos inducas in tentationem;
sed libera nos a malo.
Quis est homo qui non fleret,
matrem Christi si videret
in tanto supplicio?
________________________________________
[12] Lucas 13, 1
[13] Juan 18, 38.
SEXTA
ESTACIÓN
Jesús es azotado y coronado de espinas
V. Adoramus te, Christe, et benedicimus tibi.
R. Quia por sanctam crucem tuam redemisti mundum.
Del Evangelio según san Lucas 22, 63-65
Los hombres que le tenían preso se burlaban de él y le golpeaban; y
cubriéndole con un velo le preguntaban: «¡Adivina! ¿Quién es el que te ha
pegado?». Y le insultaban diciéndole otras muchas cosas.
Del Evangelio según san Juan 19, 2-3
Los soldados trenzaron una corona de espinas, se la pusieron en la cabeza y
le vistieron un manto de púrpura; y, acercándose a él, le decían: «Salve, rey de
los judíos». Y le daban bofetadas.
MEDITACIÓN
Un día, mientras caminaba por el valle del Jordán, no lejos de Jericó, Jesús se
había detenido y había dirigido a los Doce unas palabras duras e indescifrables
para ellos: «Mirad que subimos a Jerusalén, y se cumplirá todo lo que los
profetas escribieron para el Hijo del hombre; pues será entregado a los
gentiles, y será objeto de burlas, insultado y escupido; y después de azotarle
le matarán...»[14]. Ahora esas palabras dejan de ser enigmáticas: en el patio
del pretorio, la sede jerosolimitana del gobernador romano, comienza el lúgubre
ritual de la tortura, acompañado fuera del palacio por el bullicio de la
muchedumbre que espera el espectáculo del cortejo de la ejecución capital.
En ese espacio prohibido al público se realiza un gesto que se repetirá a lo
largo de los siglos con mil formas sádicas y perversas, en la oscuridad de
tantas celdas. Jesús no sólo es golpeado, sino también humillado. Más aún, el
evangelista san Lucas, para definir esos insultos, usa el verbo «blasfemar»,
revelando de modo alusivo el significado profundo de ese desahogo de los
guardias que se ensañan con su víctima. Pero, además de desgarrar la carne de
Cristo, ultrajan su dignidad personal con una farsa macabra.
* * *
Es el evangelista san Juan quien relata ese acto sarcástico, marcado por el
ritmo de un juego popular, el del rey de burla. En efecto, ahí está una corona
hecha de ramitas espinosas; la púrpura real, sustituida por un manto rojo; y el
saludo imperial «Ave, César». Y, sin embargo, en esa burla se puede vislumbrar
un signo glorioso: sí, Jesús es humillado como rey de escarnio; pero, en
realidad, él es el verdadero soberano de la historia.
Cuando, al final, se ponga de manifiesto su realeza –como nos recuerda otro
evangelista, san Mateo[15]– él condenará a todos los torturadores y opresores, e
introducirá en la gloria no sólo a las víctimas, sino también a los que hayan
visitado a los que estaban en la cárcel, curado a los heridos y a los que
sufren, sostenido a los hambrientos, a los sedientos y a los perseguidos. Sin
embargo, el rostro que se manifestó transfigurado en el Tabor[16], ahora está
desfigurado; el que es «el resplandor de la gloria divina»[17] está oscurecido y
humillado; como había anunciado Isaías, el Siervo mesiánico del Señor tiene la
espalda surcada por los azotes, la barba arrancada de las mejillas, el rostro
lleno de salivazos[18]. En él, que es el Dios de la gloria, está presente
también nuestra humanidad doliente; en él, que es el Señor de la historia, se
revela la vulnerabilidad de las criaturas; en él, que es el Creador del mundo,
se condensan los suspiros de dolor de todos los seres vivos.
Todos:
Pater noster, qui es in cælis:
sanctificetur nomen tuum;
adveniat regnum tuum;
fiat voluntas tua, sicut in cælo, et in terra.
Panem nostrum cotidianum da nobis hodie;
et dimitte nobis debita nostra,
sicut et nos dimittimus debitoribus nostris;
et ne nos inducas in tentationem;
sed libera nos a malo
Pro peccatis suae gentis
vidit Iesum in tormentis
et flagellis subditum
________________________________________
[14] Lucas 18, 31-32.
[15] Cf. Mateo 25, 31-46.
[16] Cf. Lucas 9, 29.
[17] Hebreos 1, 3.
[18] Isaías 50, 6.
SÉPTIMA ESTACIÓN
Jesús es cargado con la Cruz
V. Adoramus te, Christe, et benedicimus tibi.
R. Quia per sanctam crucem tuam redemisti mundum.
Del Evangelio según san Marcos 15, 20
Cuando se hubieron burlado de él, le quitaron la púrpura, le pusieron sus
ropas y le sacaron fuera para crucificarle.
MEDITACIÓN
En los patios del palacio imperial ha concluido la fiesta macabra; caen los
harapos de aquel ridículo vestido real, y se abre de par en par el portal. Jesús
camina, con sus vestidos habituales, con su túnica «sin costura, tejida de una
pieza de arriba abajo»[19]. Sobre sus hombros lleva el madero horizontal,
destinado a acoger sus brazos cuando sea fijado sobre el palo de la crucifixión.
Avanza en silencio; sus huellas sangran sobre aquella calle que aún hoy en
Jerusalén lleva el nombre de «Vía dolorosa».
Ahora comienza en sentido estricto el Vía Crucis, el recorrido que también esta
tarde se repite y que se dirige hacia la colina de las ejecuciones capitales,
fuera de las murallas de la ciudad santa. Jesús avanza y vacila bajo ese peso y
por la debilidad de su cuerpo herido. La tradición ha querido marcar
simbólicamente ese itinerario con tres caídas. En ellas está la historia
infinita de tantas mujeres y hombres postrados en la miseria o en el hambre: son
niños endebles, ancianos extenuados, pobres debilitados, de cuyas venas ha sido
chupada toda energía.
En esas caídas está también la historia de todas las personas desoladas en el
alma e infelices, ignoradas por el frenesí y por la distracción de quienes pasan
a su lado. En Cristo, inclinado bajo el peso de la cruz, está la humanidad
enferma y débil que, como afirmaba el profeta Isaías,[20] «postrada, habla desde
la tierra; desde el polvo surge ahogada su palabra; su voz sale de la tierra
como la de un fantasma, y desde el polvo su palabra suena como un murmullo».
* * *
También hoy, como entonces, en torno a Jesús que se levanta y avanza sosteniendo
el madero de la cruz, se desarrolla la vida diaria de la calle, marcada por los
negocios, por los escaparates rutilantes, por la búsqueda del placer. Y, sin
embargo, en torno a él no sólo hay hostilidad o indiferencia. Tras sus pasos
avanzan hoy también quienes han elegido seguirlo. Han escuchado la llamada que
un día él hizo al pasar por los campos de Galilea: «Si alguno quiere venir en
pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día, y sígame».[21] «Así pues,
salgamos donde él fuera del campamento, cargando con su oprobio».[22] Al final
de la Vía dolorosa no sólo está la colina de la muerte o el abismo del sepulcro,
sino también el monte de la Ascensión gloriosa y de la luz.
Todos:
Pater noster, qui es in cælis:
sanctificetur nomen tuum;
adveniat regnum tuum;
fiat voluntas tua, sicut in cælo, et in terra.
Panem nostrum cotidianum da nobis hodie;
et dimitte nobis debita nostra,
sicut et nos dimittimus debitoribus nostris;
et ne nos inducas in tentationem;
sed libera nos a malo.
Quis non posset contristari
piam matrem contemplari
dolentem cum Filio?
________________________________________
[19] Juan 19, 23.
[20] Isaías 29, 4.
[21] Lucas 9, 23.
[22] Hebreos 13, 13.
OCTAVA ESTACIÓN
Jesús es ayudado por el Cireneo a llevar la Cruz
V. Adoramus te, Christe, et benedicimus tibi.
R. Quia per sanctam crucem tuam redemisti mundum.
Del Evangelio según san Lucas 23, 26
Cuando llevaban a Jesús, echaron mano de un cierto Simón de Cirene, que venía
del campo, y le cargaron la cruz para que la llevara detrás de Jesús.
MEDITACIÓN
Volvía del campo, tal vez después de varias horas de trabajo. En casa lo
esperaban los preparativos del día de fiesta: en efecto, al atardecer se abriría
la frontera sagrada del sábado, cuando brillaran las primeras estrellas en el
cielo. Simón era su nombre; era un judío oriundo de África, de Cirene, ciudad
situada junto al litoral libio y en la que vivía una numerosa comunidad de la
Diáspora judía.[23] Una orden tajante de la patrulla romana que escolta a Jesús
lo detiene y lo obliga a llevar durante un tramo de camino el patíbulo de aquel
condenado exhausto.
Simón pasaba por allí por casualidad. No sabía que ese encuentro sería
extraordinario. Como se ha escrito[24], «¡cuántos hombres, a lo largo de los
siglos, hubieran querido estar allí, en su lugar, haber pasado por allí
precisamente en ese momento! Pero ya era demasiado tarde; era él quien pasaba
por allí y en el decurso de los siglos él jamás cedería su puesto a otros». Es
el misterio del encuentro con Dios, que cambia repentinamente tantas vidas.
Pablo, el apóstol, había sido interceptado, «aferrado y conquistado»[25] por
Cristo en el camino de Damasco. Por eso, luego tomaría de Isaías aquellas
sorprendentes palabras de Dios: «Fui hallado por quienes no me buscaban; me
manifesté a quienes no preguntaban por mí».[26]
* * *
Dios está al acecho por las sendas de nuestra existencia diaria. Es él quien a
veces llama a nuestra puerta, pidiendo un puesto a nuestra mesa para cenar con
nosotros.[27] Incluso un imprevisto, como el que aconteció en la vida de Simón
de Cirene, puede transformarse en un don de conversión, hasta el punto de que el
evangelista san Marcos citará los nombres de los hijos de ese hombre, ya
cristianos, Alejandro y Rufo.[28] De este modo, el Cireneo es el emblema del
abrazo misterioso entre la gracia divina y la obra humana. En efecto, al final,
el evangelista lo presenta como el discípulo que «lleva la cruz tras Jesús»,
siguiendo sus huellas.[29]
Su gesto, realizado como acción forzada, se transforma idealmente en un símbolo
de todos los actos de solidaridad en favor de los que sufren, de los oprimidos y
de los cansados. El Cireneo representa, así, a la inmensa multitud de personas
generosas, de misioneros, de samaritanos que no «dan un rodeo»[30], sino que
socorren a los desdichados, cargándolos sobre sí para sostenerlos. Sobre la
cabeza y sobre los hombros de Simón, inclinados bajo el peso de la cruz,
resuenan entonces las palabras de san Pablo: «Ayudaos mutuamente a llevar
vuestras cargas y cumplid así la ley de Cristo».[31]
Todos:
Pater noster, qui es in cælis:
sanctificetur nomen tuum;
adveniat regnum tuum;
fiat voluntas tua, sicut in cælo, et in terra.
Panem nostrum cotidianum da nobis hodie;
et dimitte nobis debita nostra,
sicut et nos dimittimus debitoribus nostris;
et ne nos inducas in tentationem;
sed libera nos a malo.
Tui Nati vulnerati,
tam dignati pro me pati,
poenas mecum divide.
________________________________________
[23] Cf. Hechos 2, 10; 6, 9; 13, 1.
[24] Charles Péguy, El misterio de la caridad de santa Juan de Arco (1910).
[25] Filipenses 3, 12.
[26] Romanos 10, 20.
[27] Cf. Apocalipsis 3, 20.
[28] Cf. Marcos 15, 21.
[29] Cf. Lucas 9, 23.
[30] Cf. Lucas 10, 30-37.
[31] Gálatas 6, 2.
NOVENA ESTACIÓN
Jesús encuentra a las mujeres de Jerusalén
V. Adoramus te, Christe, et benedicimus tibi.
R. Quia per sanctam crucem tuam redemisti mundum.
Del Evangelio según san Lucas 23, 27-31
Le seguía una gran multitud del pueblo y mujeres que se dolían y se
lamentaban por él. Jesús, volviéndose a ellas, dijo: «Hijas de Jerusalén, no
lloréis por mí; llorad más bien por vosotras y por vuestros hijos. Porque
llegarán días en que se dirá: ¡Dichosas las estériles, las entrañas que no
engendraron y los pechos que no criaron! Entonces se pondrán a decir a los
montes: ¡Caed sobre nosotros! Y a las colinas: ¡Cubridnos! Porque si en el leño
verde hacen esto, en el seco ¿qué se hará?».
MEDITACIÓN
En aquel viernes de primavera, en el camino que llevaba al Gólgota no se
agolpaban sólo los desocupados, los curiosos y la gente hostil a Jesús. En
efecto, también había un grupo de mujeres, tal vez pertenecientes a una cofradía
dedicada al consuelo y a la lamentación ritual por los moribundos y los
condenados a muerte. Cristo, durante su vida terrena, superando convenciones y
prejuicios, a menudo se había rodeado de mujeres y había conversado con ellas,
escuchando sus dramas pequeños y grandes: desde la fiebre de la suegra de Pedro
hasta la tragedia de la viuda de Naím, desde la prostituta que lloraba hasta el
tormento interior de María Magdalena, desde el afecto de Marta y María hasta el
sufrimiento de la mujer que padecía un flujo de sangre, desde la joven hija de
Jairo hasta la anciana encorvada, desde la noble Juana de Cusa hasta la viuda
indigente y las figuras femeninas de la muchedumbre que lo seguía.
Así pues, en torno a Jesús, hasta su última hora, se encuentran numerosas
madres, hijas y hermanas. Nosotros, ahora, nos imaginamos que están también a su
lado todas las mujeres humilladas y violentadas, las marginadas y sometidas a
prácticas tribales indignas, las mujeres con crisis y solas ante su maternidad,
las madres judías y palestinas, y las de todas las tierras en guerra, las viudas
y las ancianas olvidadas por sus hijos... Es una larga lista de mujeres que
testimonian ante un mundo árido y cruel el don de la ternura y de la conmoción,
como hicieron por el hijo de María al final de aquella mañana de Jerusalén. Esas
mujeres nos enseñan la belleza de los sentimientos: no debemos avergonzarnos de
que nuestro corazón acelere sus latidos por la compasión, de que a veces
resbalen las lágrimas por nuestras mejillas, de que sintamos la necesidad de una
caricia y de un consuelo.
* * *
Jesús acepta los gestos de caridad de esas mujeres, como en otras ocasiones
había aceptado otros gestos delicados. Pero paradójicamente ahora es él quien se
interesa por los sufrimientos que afectan a esas «hijas de Jerusalén»: «No
lloréis por mí; llorad más bien por vosotras y por vuestros hijos». En efecto,
está a punto de estallar un incendio sobre el pueblo y sobre la ciudad santa,
«un leño seco» preparado para atizar el fuego.
La mirada de Jesús se desliza hacia el futuro juicio divino sobre el mal, sobre
la injusticia, sobre el odio que están alimentando ese fuego. Cristo se conmueve
por el dolor que va a caer sobre esas madres cuando irrumpa en la historia la
intervención justa de Dios. Pero sus estremecedoras palabras no indican un
desenlace desesperado, porque su voz es la voz de los profetas, una voz que no
engendra agonía y muerte, sino conversión y vida: «Buscad al Señor y viviréis...
Entonces se alegrará la doncella en el baile, los mozos y los viejos juntos, y
cambiaré su duelo en regocijo, y los consolaré y alegraré de su tristeza».[32]
Todos:
Pater noster, qui es in cælis:
sanctificetur nomen tuum;
adveniat regnum tuum;
fiat voluntas tua, sicut in cælo, et in terra.
Panem nostrum cotidianum da nobis hodie;
et dimitte nobis debita nostra,
sicut et nos dimittimus debitoribus nostris;
et ne nos inducas in tentationem;
sed libera nos a malo.
Eia, mater, fons amoris,
me sentire vim doloris
fac, ut tecum lugeam.
________________________________________
[32] Amós 5, 6; Jeremías 31, 13.
DÉCIMA ESTACIÓN
Jesús es crucificado
V. Adoramus te, Christe, et benedicimus tibi.
R. Quia per sanctam crucem tuam redemisti mundum.
Del Evangelio según san Lucas 23, 33-38
Llegados al lugar llamado Calvario, le crucificaron allí a él y a los dos
malhechores, uno a la derecha y otro a la izquierda. Jesús decía: «Padre,
perdónales, porque no saben lo que hacen». Se repartieron sus vestidos, echando
a suertes. Estaba el pueblo mirando; los magistrados hacían muecas diciendo: «A
otros salvó; que se salve a sí mismo si él es el Cristo de Dios, el Elegido».
También los soldados se burlaban de él y, acercándose, le ofrecían vinagre y le
decían: «Si tú eres el rey de los judíos, ¡sálvate!». Había encima de él una
inscripción: «Este es el rey de los judíos».
MEDITACIÓN
Era sólo un promontorio rocoso denominado en arameo Gólgota, en latín Calvario,
es decir, «Cráneo», tal vez por su configuración física. En aquel pico se alzan
tres cruces de condenados a muerte, dos «malhechores», probablemente
revolucionarios antirromanos, y Jesús. Comienzan a transcurrir las últimas horas
de la vida terrena de Cristo, horas marcadas por el desgarramiento de su carne,
por el descoyuntamiento de sus huesos, por la asfixia progresiva, por la
desolación interior. Son las horas que atestiguan la plena fraternidad del Hijo
de Dios con el hombre que sufre, agoniza y muere. Un poeta cantaba:[33] «El
ladrón de la izquierda y el ladrón de la derecha / sólo sentían los clavos en el
cuenco de la mano. / Cristo, en cambio, sentía el dolor dado por la salvación /
el costado atravesado, el corazón traspasado. / Era su corazón que ardía. / El
corazón devorado por el amor». Sí, porque en torno a ese patíbulo parece resonar
la voz de Isaías: «Él ha sido herido por nuestras rebeldías, molido por nuestras
culpas. Él soportó el castigo que nos trae la paz, y con sus llagas hemos sido
curados. Él se da a sí mismo en expiación».[34] Los brazos abiertos de aquel
cuerpo martirizado quieren abarcar todo el horizonte, abrazando a la humanidad,
casi «como una gallina que recoge a su nidada bajo las alas».[35] En efecto,
esta era su misión: «Yo, cuando sea levantado de la tierra, atraeré a todos
hacia mí».[36]
* * *
Bajo aquel cuerpo agonizante desfila la multitud que quiere «ver» un espectáculo
macabro. Es el retrato de la superficialidad, de la curiosidad trivial, de la
búsqueda de emociones fuertes. Un retrato en el que se puede identificar también
a una sociedad como la nuestra, que escoge la provocación y el exceso casi como
una droga para excitar a un alma ya entorpecida, a un corazón insensible, a una
mente ofuscada.
Bajo aquella cruz está también la crueldad pura y dura, la de los jefes y de los
soldados que no saben lo que es compasión y logran profanar incluso el
sufrimiento y la muerte con el escarnio: «Si tú eres el rey de los judíos,
¡sálvate!». No saben que precisamente sus palabras sarcásticas y la inscripción
oficial puesta sobre la cruz –«Este es el rey de los judíos»– encierran una
verdad. Ciertamente, Jesús no baja de la cruz con una acción espectacular: no
quiere adhesiones serviles y fundadas en lo prodigioso, sino una fe libre y un
amor auténtico. Con todo, precisamente a través de la derrota de su humillación
y la impotencia de la muerte, él abre la puerta de la gloria y de la vida,
revelándose como el verdadero Señor y rey de la historia y del mundo.
Todos:
Pater noster, qui es in cælis:
sanctificetur nomen tuum;
adveniat regnum tuum;
fiat voluntas tua, sicut in cælo, et in terra.
Panem nostrum cotidianum da nobis hodie;
et dimitte nobis debita nostra,
sicut et nos dimittimus debitoribus nostris;
et ne nos inducas in tentationem;
sed libera nos a malo.
Fac ut ardeat cor meum
in amando Christum Deum,
ut sibi complaceam.
________________________________________
[33] Charles Péguy, El misterio de la caridad de santa Juana de Arco (1910).
[34] Isaías 53, 5.10
[35] Lucas 13, 34.
[36] Juan 12, 32.
UNDÉCIMA ESTACIÓN
Jesús promete su reino al buen ladrón
V. Adoramus te, Christe, et benedicimus tibi.
R. Quia per sanctam crucem tuam redemisti mundum.
Del Evangelio según san Lucas 23, 39-43
Uno de los malhechores colgados en la cruz le insultaba: «¿No eres tú el
Cristo? Pues ¡sálvate a ti y a nosotros!». Pero el otro le respondió diciendo:
«¿Es que no temes a Dios, tú que sufres la misma condena? Y nosotros con razón,
porque nos lo hemos merecido con nuestros hechos; en cambio, éste nada malo ha
hecho». Y decía: «Jesús, acuérdate de mí cuando entres en tu Reino». Jesús le
dijo: «Yo te aseguro: hoy estarás conmigo en el Paraíso».
MEDITACIÓN
Transcurren los minutos de la agonía y la energía vital de Jesús crucificado se
está atenuando lentamente. Sin embargo, aún tiene la fuerza para realizar un
último acto de amor en favor de uno de los dos condenados a la pena capital que
se encuentran a su lado en esos instantes trágicos, mientras el sol está aún en
lo alto del cielo. Entre Cristo y aquel hombre tiene lugar un diálogo tenue,
compuesto por dos frases esenciales.
Por un lado, está la petición del malhechor, al que la tradición llama «el buen
ladrón», el convertido en la hora extrema de su vida: «Jesús, acuérdate de mí
cuando entres en tu Reino». En cierto sentido, es como si aquel hombre rezara
una versión personal del «Padre nuestro» y de la invocación: «Venga tu Reino».
Sin embargo, hace la petición directamente a Jesús, llamándolo por su nombre, un
nombre con un significado luminoso en ese instante: «El Señor salva». Luego
viene el imperativo: «Acuérdate de mí». En el lenguaje de la Biblia este verbo
tiene una fuerza particular, que no corresponde a nuestro pálido «recuerdo». Es
una palabra de certeza y de confianza, como para decir: «Tómame a tu cargo, no
me abandones, sé como el amigo que sostiene y apoya».
* * *
Por otro lado, está la respuesta de Jesús, brevísima, casi como un suspiro: «Hoy
estarás conmigo en el Paraíso». La palabra «Paraíso», tan rara en las
Escrituras, que sólo aparece otras dos veces en el Nuevo Testamento[37], en su
significado originario evoca un jardín fértil y florido. Es una imagen fragante
de aquel Reino de luz y de paz que Jesús había anunciado en su predicación, que
había inaugurado con sus milagros y que dentro de poco tendrá una epifanía
gloriosa en la Pascua. Es la meta de nuestro fatigoso camino en la historia, es
la plenitud de la vida, es la intimidad del abrazo con Dios. Es el último don
que Cristo nos hace, precisamente a través del sacrificio de su muerte, que se
abre a la gloria de la resurrección.
Nada más se dijeron en aquel día de angustia y de dolor los dos crucificados,
pero esas pocas palabras pronunciadas con dificultad por sus gargantas secas
resuenan aún hoy y constituyen siempre un signo de confianza y de salvación para
quienes han pecado pero también han creído y esperado, aunque sea en la última
frontera de la vida.
Todos:
Pater noster, qui es in cælis:
sanctificetur nomen tuum;
adveniat regnum tuum;
fiat voluntas tua, sicut in cælo, et in terra.
Panem nostrum cotidianum da nobis hodie;
et dimitte nobis debita nostra,
sicut et nos dimittimus debitoribus nostris;
et ne nos inducas in tentationem;
sed libera nos a malo.
Sancta mater, istud agas,
Crucifixi fige plagas
cordi meo valide.
________________________________________
[37] Cf. 2 Corintios 12, 4; Apocalipsis 2, 7.
DUODÉCIMA ESTACIÓN
Jesús en la Cruz, la Madre y el discípulo
V. Adoramus te, Christe, et benedicimus tibi.
R. Quia per sanctam crucem tuam redemisti mundum.
Del Evangelio según san Juan 19, 25-27
Junto a la cruz de Jesús estaban su madre y la hermana de su madre, María de
Cleofás, y María Magdalena. Jesús, viendo a su madre y junto a ella al discípulo
a quien amaba, dice a su madre: «Mujer, ahí tienes a tu hijo». Luego dice al
discípulo: «Ahí tienes a tu madre». Y desde aquella hora el discípulo la acogió
en su casa.
MEDITACIÓN
Había comenzado a desprenderse de aquel Hijo desde el día en que, a los doce
años, él le había dicho que tenía otra casa y otra misión que realizar, en
nombre de su Padre celestial. Sin embargo, ahora para María ha llegado el
momento de la separación suprema. En esa hora está el desgarramiento de toda
madre que ve alterada la lógica misma de la naturaleza, por la que son las
madres quienes mueren antes que sus hijos. Pero el evangelista san Juan borra
toda lágrima de aquel rostro dolorido, apaga todo grito en aquellos labios, no
presenta a María postrada en tierra en medio de la desesperación. Más aún, reina
el silencio, sólo roto por una voz que baja de la cruz y del rostro torturado
del Hijo agonizante. Es mucho más que un testamento familiar: es una revelación
que marca un cambio radical en la vida de la Madre. Aquel desprendimiento
extremo en la muerte no es estéril, sino que tiene una fecundidad inesperada,
semejante a la del parto de una madre. Exactamente como había anunciado Jesús
mismo pocas horas antes, en la última tarde de su existencia terrena: «La mujer,
cuando va a dar a luz, está triste, porque le ha llegado su hora; pero cuando ha
dado a luz al niño, ya no se acuerda del aprieto por el gozo de que ha nacido un
hombre en el mundo».[38]
* * *
María vuelve a ser madre: no es casualidad que en las pocas líneas de este
relato evangélico aparezca cinco veces la palabra «madre». Por consiguiente,
María vuelve a ser madre y sus hijos serán todos los que son como «el discípulo
amado», es decir, todos los que se acogen bajo el manto de la gracia divina
salvadora y que siguen a Cristo con fe y amor.
Desde aquel instante María ya no estará sola; se convertirá en la madre de la
Iglesia, un pueblo inmenso de toda lengua, pueblo y estirpe, que a lo largo de
los siglos se unirá a ella en torno a la cruz de Cristo, su primogénito. Desde
aquel momento también nosotros caminamos con ella por las sendas de la fe, nos
encontramos con ella en la casa donde sopla el Espíritu de Pentecostés, nos
sentamos a la mesa donde se parte el pan de la Eucaristía y esperamos el día en
que su Hijo vuelva para llevarnos como a ella a la eternidad de su gloria.
Todos:
Pater noster, qui es in cælis:
sanctificetur nomen tuum;
adveniat regnum tuum;
fiat voluntas tua, sicut in cælo, et in terra.
Panem nostrum cotidianum da nobis hodie;
et dimitte nobis debita nostra,
sicut et nos dimittimus debitoribus nostris;
et ne nos inducas in tentationem;
sed libera nos a malo.
Fac me tecum pie flere
Crucifixo condolere
donec ego vixero.
________________________________________
[38] Juan 16, 21.
DECIMOTERCERA ESTACIÓN
Jesús muere en la Cruz
V. Adoramus te, Christe, et benedicimus tibi.
R. Quia per sanctam crucem tuam redemisti mundum.
Del Evangelio según san Lucas 23, 44-47
Era ya cerca de la hora sexta cuando, al eclipsarse el sol, hubo oscuridad
sobre toda la tierra hasta la hora nona. El velo del Templo se rasgó por medio y
Jesús, dando un fuerte grito, dijo: «Padre, en tus manos entrego mi espíritu» y,
dicho esto, expiró. Al ver el centurión lo sucedido, glorificaba a Dios
diciendo: «Ciertamente este hombre era justo».
MEDITACIÓN
Al inicio de nuestro itinerario era el velo de la noche el que envolvía a
Getsemaní; ahora es la oscuridad de un eclipse la que se extiende como un
sudario sobre el Gólgota. Así pues, el «poder de las tinieblas»[39] parece
dominar sobre la tierra donde Dios muere. Sí, el Hijo de Dios, por ser
verdaderamente hombre y hermano nuestro, debe beber también el cáliz de la
muerte, la muerte que es el carné de identidad real de todos los hijos de Adán.
Así es como Cristo «se asemeja en todo a sus hermanos»,[40] se hace plenamente
uno de nosotros, presente con nosotros también en la extrema agonía entre la
vida y la muerte. Una agonía que tal vez se repite también en estos minutos para
un hombre o una mujer aquí en Roma y en muchas otras ciudades y aldeas del
mundo.
Ya no es el Dios grecorromano impasible y remoto, como un emperador relegado a
los cielos dorados de su Olimpo. Ahora, en Cristo que muere se revela el Dios
apasionado, enamorado de sus criaturas hasta el punto de encerrarse libremente
en su frontera de dolor y de muerte. Por esto el Crucifijo es un signo humano
universal de la soledad de la muerte y también de la injusticia y del mal. Pero
también es un signo divino universal de esperanza para las expectativas de todo
centurión, es decir, de toda persona inquieta que busca.
* * *
En efecto, incluso estando allá arriba, muriendo en aquel patíbulo, mientras su
respiración de apaga, Jesús no deja de ser el Hijo de Dios. En aquel momento
todos los sufrimientos y las muertes son atravesadas y poseídas por la
divinidad, son impregnadas de eternidad; en ellas queda depositada una semilla
de vida inmortal, brilla un rayo de luz divina.
La muerte, entonces, aun sin perder su perfil trágico, muestra un rostro
inesperado, tiene los mismos ojos del Padre celestial. Por esto Jesús, en
aquella hora extrema, reza con ternura: «Padre, en tus manos entrego mi
espíritu». A esa invocación nos unimos también nosotros a través de la voz
poética y orante de una escritora:[41] «Padre, que tus dedos también cierren mis
párpados. / Tú, que eres mi Padre, vuélvete a mi también como tierna Madre, / a
la cabecera de su niño que duerme. / Padre, vuélvete a mí y acógeme en tus
brazos».
Todos:
Pater noster, qui es in cælis:
sanctificetur nomen tuum;
adveniat regnum tuum;
fiat voluntas tua, sicut in cælo, et in terra.
Panem nostrum cotidianum da nobis hodie;
et dimitte nobis debita nostra,
sicut et nos dimittimus debitoribus nostris;
et ne nos inducas in tentationem;
sed libera nos a malo.
Vidit suum dulcem Natum
morientem desolatum,
cum emisit spiritum.
________________________________________
[39] Lucas 22, 53.
[40] Hebreos 2, 17.
[41] Marie Noël, Las canciones y las horas (1930)
DECIMOCUARTA ESTACIÓN
Jesús es colocado en el sepulcro
V. Adoramus te, Christe, et benedicimus tibi.
R. Quia per sanctam crucem tuam redemisti mundum.
Del Evangelio según san Lucas 23, 50-54
Había un hombre llamado José, miembro del Sanedrín, hombre bueno y justo, que
no había asentido al consejo y proceder de los demás. Era de Arimatea, ciudad de
Judea, y esperaba el Reino de Dios. Se presentó a Pilato y le pidió el cuerpo de
Jesús y, después de descolgarlo, lo envolvió en una sábana y lo puso en un
sepulcro excavado en la roca, en el que nadie había sido puesto todavía. Era el
día de la Preparación, y ya brillaban las luces del sábado.
MEDITACIÓN
Envuelto en la sábana funeraria, el «santo sudario», el cuerpo crucificado y
martirizado de Jesús se desliza lentamente de las manos compasivas y amorosas de
José de Arimatea hasta el sepulcro excavado en la roca. En las horas de silencio
que seguirán, Cristo será verdaderamente como todos los hombres que entran en el
seno oscuro de la muerte, de la rigidez cadavérica, del fin. Y, sin embargo, en
aquel crepúsculo del Viernes Santo, ya se produce un estremecimiento. El
evangelista san Lucas nota que «ya brillaban las luces del sábado» en las
ventanas de las casas de Jerusalén.
La vigilia de los judíos en sus habitaciones se convierte casi en el símbolo de
la espera de aquellas mujeres y de aquel discípulo secreto de Jesús, José de
Arimatea, y de los demás discípulos. Una espera que ahora invade con una
tonalidad nueva el corazón de todos los creyentes cuando se encuentran ante un
sepulcro o incluso cuando sienten que en su interior se posa la mano fría de la
enfermedad o de la muerte. Es la espera de un alba diversa, el alba que dentro
de pocas horas, pasado el sábado, despuntará ante nuestros ojos de discípulos de
Cristo.
* * *
En aquella aurora, a lo largo del camino que lleva a las tumbas, saldrá a
nuestro encuentro el ángel y nos dirá: «¿Por qué buscáis entre los muertos al
que está vivo? No está aquí, ha resucitado».[42] Y al volver a nuestras casas,
será el Resucitado quien se situará a nuestro lado, caminando con nosotros,
cruzando nuestros umbrales para ser huésped a nuestra mesa y partir con nosotros
el pan.[43] Entonces oraremos también nosotros con las palabras de fe de un
pasaje de la admirable Pasión según san Mateo que convirtió en música y en canto
uno de los más grandes músicos de la humanidad:[44]
«A pesar de que mi corazón se deshace en lágrimas cuando Jesús se aleja de mí,
su testamento me llena de gozo: Su Carne y su Sangre, ¡oh preciado tesoro!,
llegan a mis manos... Quiero entregarte mi corazón, sumérgete en él, Salvador
mío. Quiero abandonarme en tus brazos. Si el mundo es pequeño para ti, sé tú
sólo para mí más que el cielo y el mundo».
Todos:
Pater noster, qui es in cælis:
sanctificetur nomen tuum;
adveniat regnum tuum;
fiat voluntas tua, sicut in cælo, et in terra.
Panem nostrum cotidianum da nobis hodie;
et dimitte nobis debita nostra,
sicut et nos dimittimus debitoribus nostris;
et ne nos inducas in tentationem;
sed libera nos a malo.
Quando corpus morietur,
fac ut animæ donetur
paradisi goria. Amen.
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[42] Lucas 24, 5-6
[43] Cf. Lucas 24, 13-32.
[44] Johan Sebastian Bach, Pasión según san Mateo, BWV 244, nn. 18-19.
El Santo Padre dirige su palabra a los presentes.
Al final del discurso, el Santo Padre imparte la Bendición Apostólica:
BENDICIÓN
V. Dominus vobiscum.
R. Et cum spiritu tuo.
V. Sit nomen Domini benedictum.
R. Ex hoc nunc et usque in sæculum.
V. Adiutorium nostrum nomine Domini.
R. Qui fecit cælum et terram.
V. Benedicat vos omnipotens Deus,
Pater, et Filius, et Spiritus Sanctus.
R. Amen.
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