CONSUMACIÓN DE LA REVELACIÓN EN CRISTO


1. PREDICADOR/FIDELIDAD:
La Revelación destinada por Dios al hombre fue llevada a cabo 
por Cristo y los Apóstoles. Los Apóstoles, por su parte, pertenecen 
todavía a la época de la Revelación. Son portadores de la 
Revelación. Más acá de los Apóstoles empieza la época en que 
Dios no se manifiesta ya con nuevas revelaciones, la época que 
está caracterizada por la actualización de lo creado por Cristo y los 
Apóstoles de una vez para siempre. La hora en que apareció Cristo 
es la plenitud del tiempo (Gal. 4, 4; Eph. 1, 10), la última época (Act. 
2, 17; I Pet. 1, 20), la perfección del tiempo (I Cor. 10, 11). Cristo 
promete a los Apóstoles que el Espíritu Santo los iniciará en todas 
las verdades manifestadas por El. Los iluminará sobre las verdades 
que Cristo les ha comunicado, pero que muchas veces han 
quedado sin entender (lo. 16, 12-15). Ellos deben predicarlas para 
testimonio de todos los pueblos. Después vendrá el fin (Mt. 24, 14). 
Este es el mandato de Cristo a los Apóstoles. El añade que estará 
con ellos hasta el fin del mundo, hasta la consumación de los 
tiempos, es decir, hasta que esta tarea se haya cumplido (Mt. 18, 
16-20). Los Apóstoles se saben responsables guardianes, 
defensores y predicadores de la doctrina confiada e insisten a sus 
sucesores, para que permanezcan fieles dentro de la Tradición 
(Gal. 1, 9; Rom. 16, 17; I Tim. 6, 20; 11 Tim. 1, 14). Cristo es el 
fundamento puesto por Dios mismo. Nadie puede poner otro. Sólo 
se puede edificar sobre ese fundamento (I Cor. 3, 10 y sig.). La 
humanidad no puede salirse de Cristo, sólo puede crecer cada vez 
con más fuerza en El (Eph. 4, 11-16). Los discípulos no pueden 
añadir ni quitar nada a la autorrevelación de Dios que se nos 
concedió en Cristo. El discípulo que privara a la comunidad de una 
parte de la Revelación divina, sería responsable de su salvación 
(Act. 20, 18-28). Sería borrado por Dios del libro de la vida (Apoc. 
22, 19). Todo cambio del Evangelio arrastra a quien lo hace a la 
maldición (Gal. 1, 8). 
También en la época de los Padres fueron rechazadas 
decididamente todas las pretensiones de poseer nuevas 
revelaciones procedentes de Cristo, en concreto, por San Ireneo, 
Tertuliano y Vicente de Lerins. Ireneo de Lyon declaró frente al 
fanatismo de los gnósticos, que nada podía mejorarse en la 
predicación de los Apóstoles. Los Apóstoles, según San Ireneo 
transmitieron abierta, fidedigna y completamente lo que Cristo les 
mandó. Toda «mejora» de su doctrina sería una falsificación de la 
Revelación divina. La verdadera y auténtica Revelación se hundiría 
en los abismos del mito, si no fuera preservada de tal creacionismo 
humano. En una manifestación de Vicente de Lerins se barrunta la 
seriedad con que la antigua Iglesia tuvo que rechazar las 
irrupciones gnósticas de fanatismo incontrolable. Dice comentando 
/1Tm/06/21 (Commonitorium 22; BKV 55 y sig.): 
FIDELIDAD/PREDICADOR:
«Guarda el depósito, dice el Apóstol; ¿qué es depósito? Significa: 
lo que se te ha confiado, no lo que has inventado; lo que has 
recibido, no lo que has cavilado; una cosa no del entendimiento 
sino de la doctrina, no del propio parecer, sino de la Tradición 
pública; lo que ha pasado a ti, no lo que sale de ti; aquello de lo 
que debes ser vigilante, no autor, no fundador, sino discípulo, no 
guía sino seguidor... Lo que te ha sido confiado, permanezca en ti, 
sea transmitido por ti. Has recibido oro, vuelve a dar oro; no estoy 
de acuerdo con que sustituyas lo Uno por otra cosa, no estoy de 
acuerdo con que en lugar de oro des plomo y engañador cobre; no 
quiero oropel, sino oro auténtico.» 

La razón interna de que después de Cristo no haya ninguna 
revelación nueva, sino que con El se cierre la Revelación divina, no 
es que Dios quiera reservarse otras explicaciones interesantes para 
el hombre o que quiera negar respuesta a muchos problemas que 
lo atormentan. La razón podría estar, más bien, en el carácter 
histórico y fáctico de la Revelación. La automanifestación de Dios 
ocurrió no sólo dando a conocer verdades celestiales, sino 
mediante el obrar histórico de Dios sobre el hombre. Las verdades 
que Dios dio a conocer no son exclusiva, pero sí preferentemente 
interpretaciones de la obra de Dios sobre el hombre en la historia. 
En el obrar histórico de Dios supo el hombre quién es Dios, qué 
disposición de ánimo tiene, qué planes tiene respecto al hombre. La 
acción divina tendió desde el principio -desde la vocación de 
Abraham y de Moisés y pasando por la institución de los profetas- a 
un acontecimiento determinado dentro de la historia. Tal 
acontecimiento fue la muerte y resurrección de Cristo y su 
Ascensión y la misión del Espíritu Santo. Hasta entonces las 
intenciones de Dios respecto a los hombres estaban en cierto modo 
sin decidir, abiertas. En los órdenes salvadores transcurridos hasta 
la venida de Cristo «no era todavía manifiesto cómo respondería 
Dios definitivamente a la respuesta humana, la mayoría de las 
veces negativa, a su divina acción, no era evidente si la última 
palabra suya, creadora de realidad, sería la palabra de la ira o la 
del amor. Pero ahora ya está puesta la realidad definitiva, que ya 
no puede ser ni aventajada ni relevada: la indestructible, 
irrevocable presencia de Dios en el mundo como salvación, amor y 
perdón, como comunicación de la íntima realidad divina misma y de 
su vida trinitaria al mundo: Cristo» (Karl ·Rahner-K, Schritten zur 
Theologie (Einsiedeln, 1954), 59-60). La razón de que no existan 
revelaciones nuevas después de Cristo está, según eso, en el 
carácter de la Revelación misma manifestada en Cristo. En El se 
hizo Dios presente en la historia humana. Ocurrió, por tanto, lo 
decisivo. Además Cristo al resucitar logró la última figura existencial 
creando así el modelo original y primero, según el cual será 
transformado todo el mundo y cada uno de los hombres. Lo único 
que puede ocurrir después es el hecho de la transfiguración misma, 
es decir, la conclusión o acabamiento del actual estado del mundo. 
Cristo creó la forma de vida que tendrá carácter definitivo para toda 
la creación y para todos los hombres: la vida de resurrección. Más 
allá de ella no se puede llegar a ninguna otra forma de vida. Por 
tanto, sólo importa entender cada vez mejor a Cristo y a su obra y 
penetrar cada vez más en su obra y en El.
Así se entiende también que el Pueblo de Dios no espere nuevas 
comunicaciones celestiales aparte de la Revelación ocurrida en 
Cristo. El Concilio Vaticano explica esta conciencia y la 
responsabilidad que incumbe a la Iglesia de la manera siguiente 
(Sesión 3, cap. 4): «Y, en efecto, la doctrina de la fe que Dios ha 
revelado, no ha sido propuesta como un hallazgo filosófico que 
deba ser perfeccionado por los ingenios humanos, sino entregada 
a la Esposa de Cristo como un depósito divino, para ser fielmente 
guardada e infaliblemente declarada. De ahí que también hay que 
mantener perpetuamente aquel sentido de los sagrados dogmas 
que una vez declaró la santa madre Iglesia y jamás hay que 
apartarse de ese sentido so pretexto y nombre de una más alta 
inteligencia (Can. 3). «Crezca, pues, y mucho y poderosamente se 
adelante en quilate, la inteligencia, ciencia y sabiduría de todos y 
de cada uno, ora de cada hombre particular, ora de toda la Iglesia 
universal, de las edades y de los siglos; pero solamente en su 
propio género, es decir, en el mismo dogma, en el mismo sentido, 
en la misma sentencia» (Vincentius Lirinensis, Commonitorium 28 
[PL 50, 668, c. 23])» (D. 1800). 
RV/PRIVADA:Las revelaciones privadas no hacen ninguna 
contribución al aumento sustancial de la Revelación divina. Mientras 
que la Revelación general y pública conservada en la Sagrada 
Escritura y en la Tradición oral vale para la comunidad misma de la 
Iglesia, la revelación privada se dirige a personas particulares. No 
pertenece, por tanto, al depositum fidei. La Iglesia en cuanto 
guardiana de la Revelación tiene derecho a contrastar la revelación 
privada y deber de hacerlo. Se suele enfrentar con ella con gran 
precaución y reserva. Es extraordinariamente difícil distinguir, si una 
revelación privada ha nacido de las profundidades del corazón 
humano o si baja del cielo. Aunque la Iglesia, después de un 
cuidadoso y circunspeoto examen, reconozca como auténtica una 
revelación privada, jamás lo propone como objeto de un deber 
universal de fe. La aprobación eclesiástica dice, más bien, que la 
revelación privada no está en contradicción con la Revelación 
general y pública y que puede servir para edificación espiritual. 
Cuando han nacido de revelaciones privadas ciertos movimientos 
religiosos que han abocado a definiciones doctrinales, no han sido 
más que estímulos para presentar lo que estaba contenido en el 
depositum fidei. 
La razón de que Dios haya intercalado una larga época 
intermedia entre la creación del modelo según el cual será 
transfigurada definitivamente toda la creación, y la transformación 
real de ella, no se puede explicar perfectamente. Hay en ello un 
hondo misterio. San Pablo intenta esclarecerlo en la Epístola a los 
Romanos indicando, que Dios quiere llevar a la conversión al 
pueblo judío dentro de la historia a través de graves tribulaciones, 
pero sin quitarles la libertad, y que, por otra parte, la vocación a los 
gentiles debe tener una auténtica posibilidad de desarrollo. Hay que 
añadir que, en opinión de Dios, el mundo por El creado y la historia 
humana perteneciente al mundo poseen un valor relativo tan alto, 
que les son concedidas posibilidades de desarrollo. Todas las 
posibilidades de la creación y del hombre, que han sido creadas 
por Dios, deben manifestarse y representarse en su ser individual y 
en su vida comunitaria. Sin embargo, esta razón de la continuación 
de la historia después de la resurrección de Cristo está ordenada y 
subordinada a la razón dada por San Pablo en la Epístola a los 
Romanos. Pero también desempeña un papel; pues el tercero y 
cuarto artículo de la fe no anulan el primero. La fe en la salvación y 
la fe en el Espíritu Santo no convierten en ilusoria la fe en la 
creación y en la historia que le corresponde. 
Sea cual sea la razón de la continuación de la historia humana 
después de la resurrección de Cristo, no es en ningún caso época 
de revelaciones nuevas, sino de transmitir lo comunicado por Cristo 
y los Apóstoles. Al servicio de la predicación está la infalibilidad de 
la Iglesia. Se refiere, por tanto, a la fijación, delimitación y desarrollo 
de la Revelación cumplida y consumada en Cristo. 

c) Escritura e Iglesia: I/BI/RELACIONES:BI/I/RELACIONES:
La tarea de la Iglesia de preservar la Revelación de corrupciones, 
lejos de impedir, impulsa a destacar el contenido completo de la 
Revelación. No se trata de un añadido humano, sino de una 
interpretación querida por el Espíritu Santo, cuando la Iglesia 
desarrolla hasta una forma clara lo dicho en la Escritura sólo 
oscuramente. Si se atuviera al texto, sería el muerto servicio a la 
letra condenado por San Pablo, pero no un servicio en el Espíritu (2 
Cor. 3, 6 y sig.). El Espíritu exige la comprensión de la verdad 
estatuída en la Escritura, comprensión que se puede representar 
en imágenes y conceptos. Si los hombres no entienden la 
Revelación, ésta no logra su finalidad. Pues no es Revelación en sí, 
sino Revelación para los hombres. Pero la comprensión implica un 
desarrollo de algún modo caracterizado. 
Del mismo modo que la Iglesia al predicar está vinculada a la 
Escritura y en esa vinculación a la Escritura transmite el testimonio 
de los Apóstoles en el Espíritu Santo, así, a la inversa, la Sagrada 
Escritura está vinculada a la Iglesia y a su palabra viva. La Escritura 
no se ofrece de por sí como palabra de Dios. Tampoco se 
interpreta a sí misma. Cierto que es el testimonio del Espíritu Santo, 
que objetiva su testimonio de Cristo en la Escritura, de forma que 
está contenido en ella. Pero habla en el respectivo aquí y ahora no 
mediante las letras de la Escritura; tampoco se interpreta a sí 
mismo para el individuo en un encuentro inmediato; sino que ha 
confiado su testimonio sobre Cristo, objetivado en la Escritura, a la 
Iglesia. La Iglesia es quien debe tomar lo objetivo y ofrecérselo a los 
hombres. Cuando hace sonar con sus mismas palabras el 
testimonio del Espíritu Santo a ella confiado, de forma que pueda 
ser oído, es el Espíritu Santo mismo quien habla al oyente. Así se 
cumplen las palabras de San Pablo de que la fe viene del oído y 
que, por eso, necesita al Apóstol (Rom. 10, 17). Esta tarea de la 
Iglesia frente a la Escritura abarca tres tareas parciales: testificar 
las Escrituras como Escrituras sagradas, fijar la extensión del canon 
e interpretar los escritos que están en el canon. 
CANON/QUÉ-ES:El canon, es decir, el índice de los libros 
inspirados por el Espíritu Santo, necesita un testimonio que esté 
fuera de él mismo. No se puede afirmar que el carácter de palabra 
de Dios propio de las Sagradas Escrituras se impone por sí mismo 
al lector atento que se abre libremente a Dios, y que, por tanto, no 
necesita garantía externa alguna. A tal opinión no sólo se opone la 
experiencia, sino mucho más aún y decisivamente el hecho de que 
Dios mismo ha dispuesto, que su palabra sea predicada a los 
hombres por la viva voz de los portadores de plenos poderes, 
instituidos por El (Mt. 28, 19 y sig., Rom. 10, 14-17). Es evidente 
que la Iglesia no determina el canon a capricho; sino que sólo ha 
aceptado en el índice de escritos sagrados e inspirados los escritos 
que de hecho están inspirados, cuya interpretación, por tanto, 
conoce la Iglesia y, en verdad, por razón de la Tradición. La Iglesia 
no crea escritos sagrados, sino que los hace recognoscibles. No es 
principio ontológico, sino gnoseológico de los escritos sagrados. 
Pues ella conserva el depositum fidei, pero no lo produce (I Tim. 6, 
20; 11 Tim. 1, 12-14). También es, por vocación de Cristo, la 
intérprete de la Escritura. 
La razón de que la fe venga del oído, de que, por tanto, sólo 
pueda nacer en el encuentro y de que de la garantía e 
interpretación de los escritos sagrados no pueda hacerse cargo el 
individuo particularmente iluminado por el Espíritu Santo, sino la 
comunidad eclesiástica representada por los portadores del poder 
instituidos por Dios, sólo puede explicarse, en definitiva, por el 
carácter de comunidad salvadora instituida por Dios, que tiene la 
Iglesia. No es la suma de los creyentes en particular que cuidan de 
su propia salvación, sino la comunidad de los cristianos, a quienes 
les es comunicada la salvación mediante el ejercicio de los poderes 
salvadores instituídos por Cristo. La salvación tiene estructura 
social, porque tiene su fuente en Cristo, como Cabeza de su 
Cuerpo, la Iglesia. A la vez tiene estructura histórica. Pues es 
comunicada por la acción pública y oficial de la Iglesia, acción que 
ocurre en una hora determinada. Aunque es el individuo quien 
siente la salvación, sólo participa en ella dentro de la comunidad y 
mediante acciones sociales e históricas, no en procesos 
ultrahistóricos o individuales. 
Dada esta situación se entiende que la Iglesia sea llamada norma 
próxima de la fe, mientras que la Escritura y la Tradición son 
llamadas norma remota de ella. Ello no significa que la Iglesia se 
interponga ilegalmente entre Dios y el hombre impidiendo la 
inmediatez a Dios. En su función interpretadora es el camino hacia 
Cristo. Propone a los hombres la Revelación, el depositum fidei 
transmitido por los Apóstoles, de forma que el así alcanzado por su 
palabra puede incorporarse a Cristo en la fe. Para la fe no tiene 
significación constitutiva, sino sólo reguladora. No es la causa de la 
fe, sino su ocasión. Tampoco está inspirada como los Apóstoles y 
autores de los escritos sagrados, sino que es impelida por el 
Espíritu Santo a predicar la palabra de Dios inspirada, y además es 
preservada de interpretaciones equivocadas. Su predicación 
conduce a los hombres a la palabra de Dios inspirada. Y así es 
precisamente su acción lo que crea la inmediatez a Dios. Por su 
palabra se asegura al hombre, cómo y dónde puede encontrar a 
Cristo y el testimonio sobre El dado por el Espíritu Santo y 
predicado por los Apóstoles. Será todavía más comprensible, si 
pensamos en que la Iglesia al interpretar la Escritura es instrumento 
del Espíritu Santo. El es quien interpreta la Escritura por medio de 
la Iglesia. Como El es el autor principal de la Sagrada Escritura, 
interpreta su propia palabra al interpretarla por medio de los 
portadores del magisterio eclesiástico. Así cumple el Espíritu Santo 
la función que Cristo prometió en el discurso de despedida: 
«Muchas cosas tengo aún que deciros, mas no podéis llevarlas 
ahora; pero cuando viniere Aquél, el Espíritu de verdad, os guiará 
hacia la verdad completa, porque no hablará de sí mismo sino que 
hablará lo que oyere y os comunicará las cosas venideras. El me 
glorificará, porque tomará de lo mío y os lo dará a conocer. Todo 
cuanto tiene el Padre es mío; por esto os he dicho que tomará de lo 
mío y os lo hará conocer» (Jo. 16, 12-15). En esto se ve que la 
interpretación de la Escritura por la Iglesia no significa ni capricho ni 
poder de la Iglesia sobre la Escritura. Cristo sigue siendo Señor de 
su propia palabra. Sigue siéndolo en el Espíritu Santo. La Iglesia 
presta el servicio para el que fue enviada por Cristo y su descuido 
significaría apartamiento de su misión. El Espíritu Santo se sirve de 
ella para hacer hablar a la letra muerta. Gracias a ello la actividad 
del Espíritu Santo alcanza figura concreta e histórica lejos de toda 
exaltación espiritualista. Quien vea en la Iglesia una legítima 
institución de Cristo con órganos visibles, no puede escandalizarse 
justificadamente de esta relación de la Escritura y la Iglesia. Por lo 
demás, quien rechace la Iglesia como institución visible, será 
consecuente al negarle el derecho a interpretar la Escritura. Sin 
embargo, está en contradicción justamente con esa misma 
Escritura, que da testimonio de la Iglesia como institución visible. 
La solidaridad de Iglesia, Escritura y Tradición es reconocida 
también por algunos teólogos evangélicos. Dice, por ejemplo, W. 
Sthalin (Allein. Recht und Gefahr einer polemischen Formel, 1950, 
18 y siguiente) «La Biblia en cuanto Sagrada Escritura, el libro de la 
Cristiandad, es leída como fuente de la Revelación de Dios e 
interpretada en la esfera de la Iglesia. Sólo en relación a una 
historia viva, en la tradición de generación en generación, actúa la 
Biblia como norma de la Iglesia... No hay posibilidad alguna de 
saltar desde la tradición viva de la Iglesia hasta una relación 
inmediata con la Sagrada Escritura. El Humanismo trató de lograr 
una relación propia e independiente con el contenido de los textos 
sagrados por los caminos de un estudio histórico-filológico de ellos, 
y creyó que por ahí volvía hasta las fuentes... Creer que al margen 
y fuera de la Tradición eclesiástica se puede lograr una relación 
inmediata con la Sagrada Escritura, es decir, que por la exégesis 
histórica se llega hasta las fuentes, es una ilusión humanista.» 
Hay que pensar también que sin interpretación de la Escritura no 
se va a ninguna parte. Quien no conceda a la Iglesia pleno poder 
para ello, lo atribuye o a su propio espíritu falible o a la exégesis 
científica. Surge en consecuencia o la Iglesia del extremo 
individualismo o la Iglesia de los profesores, que a su vez lo es del 
individualismo. Vicente de Lerins vio ya los errores que tal cosa 
suponía. En el Commonitorium, cap. 2 (BKV 16 y sig.), dice: «¿Por 
qué hay que unir la autoridad de la opinión de la Iglesia a la norma 
de la Escritura que se basta a sí misma sobreabundantemente? 
Porque la Escritura, por su profundidad, no es por todos entendida 
en uno y el mismo sentido, sus dichos son explicados de modo 
diferente por cada uno y daría así la impresión, de que de ella se 
pueden deducir casi tantas opiniones como hombres existen. Pues 
de un modo la explica Novaciano, de otro Sabelio, de otro Donato, 
de otro Arrio, Eunomio y Macedonio, de otro Fotino, Apolinar y 
Prisciliano, de otro Joviniano, Pelagio y Celestino, de otro, por fin, 
Nestorio. Y por esos múltiples rodeos del error es muy necesario, 
que al explicar los escritos proféticos y apostólicos se dirija la 
medida conforme a las normas del sentido eclesiástico y católico.» 
BI/INTERPRETACION:El peligro de tales errores opuestos y 
manifiestos en la interpretación de la Escritura no ha disminuido, 
sino, más bien, aumentado desde los días de los Santos Padres. 
Actualmente ha entrado en una fase aguda. Cada vez se dibuja con 
más claridad el peligro de que la palabra de Dios sea lastrada por 
deseos y sentimientos humanos, por ideas temporales, si no hay 
una interpretación fidedigna instituida por Dios. El hombre siente en 
esa tarea la tentación de convertir su sentimiento de la vida en 
norma de la interpretación de la Escritura, y de determinar desde 
ese mismo sentimiento, qué libros deben ser separados y cuáles 
retenidos, y qué sentido hay que dar a los textos. Y así el individuo 
se erige en Señor de la Escritura y además con la pretensión de 
que tenga validez universal su exégesis regulada, no por el texto de 
los escritos sagrados sino por su sentimiento personal de la vida. 
Así se entiende que en las comunidades protestantes se haga cada 
vez más fuerte -actualmente- la llamada a un magisterio obligatorio. 
Las cosas, es decir, la Revelación misma empujan a ello. Frente a 
los deseos, inclinaciones y teorías de los hombres la Sagrada 
Escritura empuja por su propia dinámica hacia una instancia de 
interpretación auténtica, cuando tal instancia no es aceptada como 
fundación de Cristo mismo. 
MAGISTERIO/BI:BI/MAGISTERIO:La razón última de que no sea 
el individuo, ni siquiera el docto filólogo, quien en razón de su saber 
o personal inteligencia interprete la Sagrada Escritura, sino sólo el 
magisterio eclesiástico, no está en razones pragmáticas, de 
disciplina doctrinal, por ejemplo, sino en el hecho de que Cristo así 
lo dispuso. El autorizó y obligó a la Iglesia a ser la auténtica 
predicadora de su palabra. Esto implica, claro está el pleno poder 
de interpretar la palabra salvadora heredada por la Iglesia de Cristo 
a través de los Apóstoles (cfr. Mt. 18, 17; 28, 19 y siguiente; Mc. 16, 
15; Lc. 24, 17).

SCHMAUS
TEOLOGIA DOGMATICA IV
LA IGLESIA
RIALP. MADRID 1960-4.Págs. 716-725